III

Un domingo por la mañana, cinco días después de su ebria conversación con Newton, Bryce estaba en casa, tratando de leer una novela policíaca. Estaba sentado junto a la estufa eléctrica en su pequeño salón prefabricado, vistiendo únicamente su pijama de franela gris y bebiendo su tercera taza de café. Esta mañana se encontraba mejor de lo que se había encontrado últimamente; su preocupación por la identidad de Newton no le atosigaba tanto como durante los últimos días. La cuestión seguía siendo fundamental para él; pero se había decidido por una política determinada —si podía llamarse política a una espera vigilante—, y había logrado descartar el problema... si no de sus pensamientos, sí al menos de su continuo escrutinio. La novela policíaca era agradablemente insulsa; en el exterior el frío era muy intenso. Bryce se encontraba muy a gusto junto a su simulado hogar, y no se sentía apremiado por nada. En la pared a su izquierda colgaba La Caída de Ícaro. La había trasladado allí desde la cocina dos días antes.

Estaba a la mitad del libro cuando resonó una débil llamada en la puerta principal. Bryce se levantó con cierta irritación, preguntándose quién diablos vendría a visitarle en una mañana de domingo. Había la suficiente vida social entre el personal, pero él la evitaba rigurosamente y tenía pocos amigos. No tenía ninguno lo bastante íntimo como para que viniera a visitarle un domingo por la mañana antes de la hora del almuerzo. Fue en busca de su bata al dormitorio y luego abrió la puerta principal.

Fuera, en la mañana gris, temblando en una ligera chaqueta de nilón, estaba el ama de llaves de Newton. Ella le sonrió y dijo:

—¿Doctor Bryce?

—¿Sí? —No podía recordar cómo se llamaba la mujer, aunque Newton había mencionado su nombre en una ocasión. Circulaban muchos rumores acerca de Newton y de esta mujer—. Entre y caliéntese —dijo.

—Gracias. —Entró rápidamente, pero con aire de disculpa, cerrando la puerta detrás de ella—. Me envía el señor Newton.

—Oh. —La condujo hasta el radiador—. Tendría que llevar usted una chaqueta más gruesa.

Ella pareció enrojecer... o quizás se trataba solamente de la rojez del frío en sus mejillas.

—No salgo mucho —murmuró.

Después de que Bryce la hubo ayudado a quitarse la chaqueta, la mujer se inclinó sobre el radiador y empezó a calentarse las manos. Bryce se sentó y la contempló pensativamente, esperando que le comunicara el motivo de su visita. No era una mujer carente de atractivo: boca sensual, cabellos negros, cuerpo rotundo debajo de su liso vestido azul. Debía ser de su misma edad, aproximadamente, y vestía de un modo anticuado, lo mismo que él. No llevaba ningún maquillaje, pero con el enrojecimiento de sus mejillas provocado por el frío no lo necesitaba. Sus pechos eran grandes, como los de las campesinas en las películas rusas de propaganda; y hubiera tenido el perfecto y monumental aspecto de “madre tierra” de no haber sido por la timidez de sus ojos, y sus modales y voz de montañesa. Debajo de las mangas cortas de su vestido, sus brazos eran suaves y agradables, con una leve vegetación de vello negro. A Bryce le gustó aquello, del mismo modo que le gustaba que la mujer no se depilara las cejas.

Bruscamente, ella se irguió, sonrió y dijo:

—No es como un fuego de leña.

Por un instante, Bryce no comprendió lo que ella quería decir. Luego, señalando el radiador, dijo:

—No, desde luego que no. —Y añadió—: ¿Por qué no se sienta?

Ella ocupó la butaca que Bryce le señalaba, delante de la suya, se reclinó contra el respaldo y colocó sus pies sobre la otomana.

—No huele como un fuego de leña, tampoco —dijo, con aire pensativo—. Yo vivía en una casa de campo, y todavía recuerdo los fuegos de leña por las mañanas, cuando me acercaba al hogar para vestirme. Colocaba mis ropas cerca de las llamas para calentarlas, y al mismo tiempo calentaba mi espalda. Recuerdo perfectamente cómo olía el fuego. Pero no he visto un fuego de leña desde hace... Dios sabe... veinte años.

—Yo tampoco —dijo Bryce.

—Nada huele tan bien como antes —dijo ella—. Ni siquiera el café, tal como lo hacen ahora. La mayoría de las cosas ya no tienen olor.

—¿Quiere usted una taza de café?

—Con mucho gusto. ¿Quiere que vaya a prepararlo?

—Lo haré yo. —Bryce se puso en pie, apurando el contenido de su taza—. Me disponía a tomar otra, de todos modos.

Se dirigió a la cocina y preparó dos tazas, utilizando las tabletas de café que eran prácticamente lo único que podía comprarse desde que el país había roto relaciones con el Brasil. Las llevó sobre una bandeja, y la mujer le sonrió agradablemente al tomar la suya. Tenía un aspecto tranquilo, como un perro viejo y bondadoso... sin orgullo ni filosofía que echaran a perder su tranquilidad.

Bryce se sentó, sorbiendo su café.

—Tiene usted razón —dijo—, nada huele como antes. O tal vez somos demasiado viejos para recordar con exactitud.

Ella continuó sonriendo. Luego dijo:

—Él quiere saber si iría usted a Chicago con él. El mes próximo.

—¿El señor Newton?

—Ahá. Hay una reunión. Dice que usted probablemente ya esté enterado.

—¿Una reunión? —Bebió su café especulativamente durante unos segundos—. Oh. El Instituto de Ingenieros Químicos. ¿Por qué quiere ir allí?

—No lo sé. Me ha dicho que si usted quería ir con él, vendría esta tarde aquí para hablar del asunto. ¿Se va a trabajar usted?

—No —dijo Bryce—. No. Los domingos no trabajo. —No había cambiado el tono casual de su voz, pero su mente estaba empezando a correr. Había una oportunidad aquí, servida en bandeja. Dos días antes había trazado un plan; y si Newton se presentaba en la casa...— Me alegrará mucho hablar con él. —Y luego—: ¿Ha dicho a qué hora vendría?

—No, no lo ha dicho.

Ella terminó su café y dejó la taza en el suelo, al lado de su butaca. Desde luego, actuaba como si estuviera en su propia casa, pensó Bryce, pero no le importó su manera de hacerlo. Su sencillez y familiaridad eran auténticas, y no del tipo afectado que practicaban el Profesor Canutti y otros colegas de él, en Iowa.

—Últimamente no habla mucho. —Había cierta tensión en su voz cuando ella dijo esto—. En realidad, apenas le veo.

Había cierto reproche en su voz, también, y Bryce se preguntó qué podría haber entre aquella pareja. Y luego se le ocurrió que el hecho de que ella estuviera aquí era una oportunidad también... una oportunidad que acaso no volviera a presentarse.

—¿Ha estado enfermo? —inquirió. Si pudiera hacerla hablar, pensó...

—No, que yo sepa. Es muy raro. Tiene un carácter caprichoso. —La mujer contemplaba fijamente el radiador delante de ella, sin mirar a Bryce—. A veces habla con ese francés, ese Brinnarde, otras veces habla conmigo. Y a veces se limita a quedarse sentado en su habitación. Durante días enteros. O bebe; pero nadie podría asegurarlo.

—¿Qué hace Brinnarde? ¿De qué se ocupa?

—No lo sé —la mujer le miró fugazmente, y luego volvió a fijar sus ojos en el radiador—. Creo que es un guardaespaldas. —Miró de nuevo a Bryce, con una expresión preocupada y ansiosa en el rostro—. Siempre lleva un revólver encima. Y se mueve de una manera, con una rapidez... —Sacudió la cabeza, como podría hacerlo una madre—. No confío en él, y creo que el señor Newton tampoco debería confiar.

—Muchos hombres ricos tienen guardaespaldas. Además, Brinnarde es también una especie de secretario, ¿no es cierto?

Ella rió de un modo breve y seco.

—El señor Newton no escribe cartas.

—No. Supongo que no.

Luego, sin apartar la mirada del radiador, ella murmuró, en voz baja:

—¿Tiene algo para beber, por favor?

—Desde luego. —Bryce se levantó casi con demasiada rapidez—. ¿Ginebra?

Ella le miró.

—Sí, por favor, ginebra.

Había algo de quejumbroso en su voz, y Bryce se dio cuenta, bruscamente, de que debía encontrarse muy sola, sin prácticamente nadie con quien hablar. Sintió lástima por ella —una solitaria y anacrónica montañesa—, y al mismo tiempo se sintió excitado al pensar que estaba madura para sonsacarle información. Podía engrasarla con un poco de ginebra, dejarla que siguiera contemplando el radiador, y esperar a que hablara. Bryce sonrió para sus adentros, sintiéndose maquiavélico.

Cuando estaba en la cocina, alcanzando la botella de ginebra del estante situado sobre el fregadero, ella dijo, desde el saloncito:

—¿Querrá usted añadirle un poco de azúcar, por favor?

—¿Azúcar? —Le extrañó la petición.

—Sí. Unas tres cucharadas.

—De acuerdo —dijo Bryce, agitando la cabeza. Y añadió—: He olvidado su nombre.

La voz de la mujer seguía siendo tensa... como si estuviera tratando de evitar que temblara, o estuviera a punto de echarse a llorar.

—Me llamo Betty Jo, señor Bryce. Betty Jo Mosher.

En su manera de contestar hubo una especie de suave dignidad que hizo que Bryce se sintiera avergonzado por no haber recordado su nombre. Puso azúcar en un vaso, empezó a llenarlo de ginebra, y se sintió más avergonzado por lo que estaba a punto de hacer: utilizar a la mujer.

—¿Es usted de Kentucky? —dijo, tan cortésmente como pudo. Llenó el vaso casi hasta el borde y removió el azúcar con una cucharilla.

—Sí. Nací a unos diez kilómetros de Irvine, un pueblo que se encuentra al norte de aquí.

Bryce le llevó el vaso, y ella lo tomó con una expresión de gratitud en el rostro, pero afectando una reserva que resultaba a la vez emocionante y ridicula. A Bryce empezaba a gustarle esta mujer.

—¿Viven sus padres?

Recordó que se suponía que iba a sonsacarla acerca de Newton, no de ella misma. ¿Por qué su mente se desviaba siempre del camino que se había propuesto emprender?

—Mi madre murió. —Tomó un sorbo de ginebra, la hizo girar especulativamente en su boca, tragó, parpadeó—. Me gusta mucho la ginebra, desde luego —dijo—. Mi padre vendió la granja al gobierno para una... algo de hidro...

—¿Una estación hidropónica?

—Eso es. Donde cultivan esa comida asquerosa en tanques. De todos modos, él está ahora jubilado; vive en una urbanización de Chicago, como lo hacía yo en Louisville, hasta que conocí a Tommy.

—¿Tommy?

—El señor Newton —dijo ella, sonriendo—. A veces le llamo Tommy. Me pareció que le gustaba.

Bryce aspiró profundamente, apartando la mirada de ella, y dijo:

—¿Cuándo le conoció?

Ella tomó otro sorbo de ginebra, lo paladeó, tragó. Luego rió suavemente.

—En un ascensor. Yo subía en un ascensor de Louisville, para cobrar mi cheque de la beneficencia, y Tommy iba en él. ¡Dios, tenía un aspecto singular! Me di cuenta en seguida. Y luego se rompió la pierna en el ascensor.

—¿Se rompió la pierna?

—Eso es. Sé que suena raro, pero eso fue lo que pasó. El ascensor debió ser demasiado para él. Si supiera usted lo ligero que era...

—¿Ligero?

—Sí señor, ligero. Se le podía levantar con una sola mano. Sus huesos no podían ser más fuertes que los de un pájaro. Le digo a usted que es un hombre singular. Dios, es un hombre simpático; y es tan rico, y tan listo, y tan paciente... Pero, señor Bryce...

—¿Sí?

—Señor Bryce, yo creo que está enfermo, creo que está muy enfermo. Creo que está enfermo del cuerpo, ¡Dios mío, tendría usted que ver la cantidad de pildoras que toma!, y creo que tiene... problemas en su mente. Yo deseaba ayudarle, pero nunca he sabido cómo empezar. Y Tommy no permitiría que un médico se acercara a él.

Apuró el contenido de su vaso y se inclinó hacia adelante, como si se dispusiera a chismorrear. Pero había pesar en su rostro, un pesar demasiado sincero para que pudiera confundirse con un pretexto para el chisme.

—Señor Bryce, creo que no duerme nunca. Hace casi un año que estoy con él, y nunca le he visto dormir. Eso no es humano.

La mente de Bryce estaba abriéndose como una lente. Un escalofrío estaba extendiéndose desde su nuca, a través de sus hombros, bajando por su espina dorsal.

—¿Quiere usted un poco más de ginebra? —preguntó. Y luego, sintiendo algo que era medio risa, medio sollozo, dijo—: Yo la acompañaré...

Bebieron otro par de vasos antes de que ella se marchara. No le contó muchas cosas acerca del señor Newton... probablemente porque él no quiso hacerle más preguntas, creyó que no debía hacerlas. Pero cuando ella se marchó —sin tambalearse lo más mínimo, ya que aguantaba la bebida como un marinero— dijo, mientras se ponía la chaqueta:

—Señor Bryce, soy una mujer vulgar e ignorante, pero aprecio de veras el haber hablado con usted.

—Ha sido un placer para mí —dijo Bryce—. Venga con toda libertad a verme siempre que quiera.

Ella le miró, parpadeando.

—¿Puedo?

Bryce no había querido decir aquello literalmente, pero lo dijo ahora, con toda sinceridad.

—Deseo que vuelva. —Y luego—. Yo tampoco tengo muchas personas con las que hablar.

—Gracias —dijo ella, y luego, mientras salía al mediodía de invierno—: Eso hace que ahora seamos tres, ¿no es cierto...?

Bryce ignoraba de cuántas horas disponía antes de que llegara Newton; pero sabía que tendría que actuar rápidamente si quería estar listo a tiempo. Se sentía terriblemente excitado y nervioso, y mientras se vestía no dejaba de murmurar: “No puede ser Massachusetts; tiene que ser Marte. Tiene que ser Marte”. ¿Deseaba acaso que fuera Marte?

Cuando estuvo vestido se puso su abrigo y salió de la casa hacia el laboratorio: un paseo de cinco minutos. Había empezado a nevar, y el frío desvió su atención, por unos momentos, de las ideas que remolineaban en su cerebro, del acertijo que estaba a punto de resolver de un modo definitivo, si podía instalar el aparato adecuadamente, e instalarlo a tiempo.

Tres de sus ayudantes estaban en el laboratorio, y apenas les dirigió la palabra, negándose a contestar a sus comentarios sobre el tiempo. No le pasó por alto su curiosidad cuando empezó a desmontar el pequeño aparato del laboratorio de metales —el que utilizaban para análisis de tensión por rayos X—, pero fingió no darse cuenta de las cejas enarcadas. No tardó mucho; simplemente tuvo que desatornillar los pernos que sujetaban a sus armazones la cámara y el pequeño generador de rayos catódicos. Podía transportarlos fácilmente sin ayuda de nadie. Se aseguró de que la cámara estaba cargada —con película de alta velocidad para rayos X de la W. E. Corp— y se marchó, portando la cámara en una mano y el equipo de rayos catódicos en la otra. Antes de cerrar la puerta, les dijo a los otros hombres:

—Oigan, ¿por qué no hacen fiesta esta tarde?

Parecieron un poco desconcertados, pero uno de ellos dijo:

—De acuerdo, doctor Bryce —y miró a sus compañeros.

—Estupendo —Bryce cerró la puerta y se marchó.

Junto al hogar de imitación del saloncito de Bryce había un conducto de la instalación de airé acondicionado, que ahora no funcionaba. Tras veinte minutos de trabajo, y algún sudor, Bryce logró instalar la cámara detrás de la rejilla, con el obturador abierto de par en par. Afortunadamente, la película W. E. significaba, como la mayoría de las patentes de Newton, una gran mejora técnica sobre sus predecesores; la luz visible no la afectaba en absoluto. Sólo los rayos X podían impresionarla.

El tubo del generador era también un aparato W. E.; funcionaba como un estroboscopio, emitiendo un concentrado haz de rayos X... sumamente útil para estudios de vibraciones de alta velocidad. Era incluso más útil, quizá, para lo que Bryce había proyectado. Lo instaló en el cajón del pan de su cocina, apuntándolo, a través de la pared, hacia la cámara con el obturador abierto. Luego tiró del cordón eléctrico de delante del cajón, y lo conectó al enchufe existente encima del fregadero. Dejó el cajón parcialmente abierto, a fin de poder introducir su mano y pulsar el interruptor situado en el pequeño transformador que suministraba energía al tubo.

Regresó al saloncito y colocó cuidadosamente su butaca más cómoda directamente entre la cámara y el tubo de rayos catódicos. Luego, se sentó, en otra butaca, a esperar a Thomas Jerome Newton.