III

Una tarde de primavera anormalmente calurosa el profesor Nathan Bryce, subiendo la escalera hasta su apartamento en el cuarto piso, descubrió una cinta de fulminantes en el rellano del tercer piso. Recordando el estruendo de pistolas de fulminantes la tarde anterior, la recogió con intención de tirarla al retrete cuando llegara a su apartamento. Había tardado unos instantes en reconocer la pequeña cinta, ya que era de color amarillo. Cuando él era niño, los fulminantes siempre habían sido rojos, de un peculiar tono herrumbroso que siempre había parecido el color apropiado para fulminantes, cohetes y aquel tipo de cosas. Pero al parecer ahora los hacían amarillos, del mismo modo que hacían refrigeradores de color rosa y vasos de aluminio verde, y otras maravillas igualmente incongruentes. El profesor continuó subiendo la escalera, sudando, pensando ahora en algunas de las sutilezas químicas que intervenían incluso en la fabricación de vasos de aluminio verde. Especuló que los hombres de las cavernas que bebían formando copa con sus encallecidas manos podrían habérselas arreglado perfectamente sin todos los complicados estudios de técnica química —aquel impío conocimiento sofisticado de la conducta molecular y de los procesos comerciales— que él, Nathan Bryce, había convertido en su medio de vida.

Cuando llegó a su apartamento había olvidado los fulminantes. Tenía demasiadas cosas en qué pensar. Posado donde había estado durante las últimas seis semanas, a un lado de su gran escritorio de madera de roble, había un desordenado montón de papeles de estudiantes, horrible de contemplar. Cerca del escritorio había un anticuado radiador a vapor pintado de gris —un anacronismo en aquella época de calefacción eléctrica—, y sobre su venerable armazón de hierro se erguía un desordenado y amenazador montón de cuadernos de notas de laboratorio estudiantiles. El montón era tan alto que la pequeña copia de Lasansky que colgaba encima del radiador estaba casi completamente tapada por él. Sólo eran visibles dos ojos de pesados párpados: los ojos, posiblemente, de un aburrido dios de la ciencia, atisbando con muda angustia sobre informes de laboratorio. El profesor Bryce, siendo un hombre dado a un tipo muy peculiar de fantasía, pensó en esto. Observó también el hecho de que la pequeña copia —era el rostro barbudo de un hombre—, una de las pocas cosas de valor que había encontrado en tres años en esta ciudad del Oeste Medio, era ahora imposible de ver a causa del trabajo de sus alumnos, los de Bryce, por supuesto.

En el lado despejado de su escritorio se encontraba su máquina de escribir, como otro dios mundano —un dios patán, vulgar, superexigente—, reteniendo aún la página diecisiete de un trabajo sobre los efectos de las radiaciones ionizantes sobre las resinas de poliéster, un trabajo no solicitado, desdeñado y que probablemente permanecería siempre sin terminar. La mirada de Bryce se enfrentó con aquel tétrico desorden: las hojas de papel esparcidas como una derrumbada ciudad de casas de cartón, las interminables soluciones estudiantiles a ecuaciones de oxidación-reducción y de preparados industriales de ácidos horripilantes; el aburrido trabajo sobre las resinas de poliester. Contempló aquellas cosas, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, durante medio minuto, sumido en un profundo desaliento.

Luego, dándose cuenta de que en la habitación hacía calor, se quitó la chaqueta, la tiró sobre el sofá con brocados dorados, introdujo una mano por debajo de su camisa para rascarse la tripa, y se encaminó a la cocina para prepararse un poco de café. El fregadero estaba atestado de retortas, cubetas y jarritas sucias, junto con los platos del desayuno, uno de ellos manchado de yema de huevo. Contemplando aquella imposible confusión, estuvo a punto de gritar de desesperación; pero no lo hizo. Prolongó la contemplación unos instantes más y luego dijo, suavemente, en voz alta:

—Bryce, eres un verdadero desastre.

Después encontró una cubeta razonablemente limpia, la enjuagó, la llenó con café soluble en polvo y agua caliente, removió la mezcla con un termómetro de laboratorio y se la bebió, mirando por encima de la cubeta la gran copia de La Caída de Icaro de Brueghel que colgaba en la pared encima del blanco hornillo. Un cuadro excelente. Era un cuadro que en otro tiempo había amado, pero al que ahora estaba simplemente acostumbrado. El placer que ahora le proporcionaba era meramente intelectual —le gustaban el color, las formas, las cosas que le gustan a un aficionado—, y sabía perfectamente que eso se suponía que era una mala señal, y además que la sensación tenía mucho que ver con el desdichado montón de papeles que rodeaba su escritorio en la habitación contigua. Terminando el café citó, con voz suave y ritualista, sin ninguna expresión ni sentimiento particulares, los versos del poema de Auden acerca del cuadro:

...la lujosa y delicada nave que debía haber visto

Algo asombroso, un muchacho cayendo del cielo,

Tenía que llegar a alguna parte

y siguió navegando suavemente.

Dejó la cubeta, sin enjuagar, sobre el hornillo. Luego se remangó la camisa, se quitó la corbata, y empezó a llenar el fregadero de agua caliente, contemplando cómo burbujeaba la espuma del detergente bajo la presión del grifo, semejante a un ser vivo multicelular, el ojo compuesto de un enorme insecto albino. Luego empezó a introducir cristalería a través de la espuma, hasta el agua caliente debajo de ella. Encontró el estropajo y empezó a trabajar.

Cuatro horas más tarde había reunido un pequeño fajo de calificaciones escolares, y empezó a hurgar en sus bolsillos en busca de una goma para sujetarlo. Entonces encontró la cinta de fulminantes. La sacó de su bolsillo, la sostuvo unos instantes en la palma de su mano y sonrió tontamente.

No había disparado un fulminante desde hacía treinta años: desde que en alguna época de antigua y espinillosa inocencia había pasado de las pistolas de fulminantes y el Jardín de Versos de un Niño al juego de Química que le había regalado su abuelo como un estímulo directo del Destino. Súbitamente deseó tener una pistola de fulminantes; tenía la impresión de que aquí, en este apartamento vacío, sería maravilloso disparar los fulminantes, uno a uno. Y entonces recordó que, en cierta ocasión, Dios sabe cuantos años hacía, se había preguntado lo que pasaría si se prendía fuego a toda una cinta de fulminantes: una idea radical y deliciosa. Pero nunca lo había probado. Bueno, éste era el mejor momento.

Se puso en pie, sonriendo cansadamente, y se dirigió a la cocina. Colocó la cinta de fulminantes sobre una rejilla de alambre, colocó la rejilla sobre un velador de tres patas, vertió un poco de alcohol de una lámpara encima de ellos, murmurando pedantemente:

—Ignición positiva.

Encendió un fósforo de madera, y tocó cautelosamente los fulminantes. Quedó sorprendido y complacido por el resultado; esperando solamente una serie irregular de pequeños sonidos phrrt y un poco de humo gris, percibió, mientras la cinta danzaba locamente sobre la rejilla de alambre, una agradable confusión de ruidosos y satisfactorios bangs. Extrañamente, no se desprendió ningún humo del residuo negro. Bryce se inclinó y olfateó la pequeña masa ennegrecida que había quedado. No olía a nada. Aquello era muy raro. ¡Dios mío, pensó, qué aprisa ocurren las cosas! Algún otro pobre químico había encontrado ya un sucedáneo de la pólvora. Se preguntó brevemente qué podría ser, y luego se encogió de hombros. Quizá se ocupara de ello más adelante. Pero echaba de menos el olor de la pólvora: un olor acre y agradable.

Consultó su reloj. Las siete y media. Más allá de las ventanas empezaba a oscurecer. Era la hora de la cena. Se dirigió al cuarto de baño, se lavó la cara y las manos, sacudiendo la cabeza ante la imagen ojerosa y gris que le devolvía el espejo. Luego recogió su chaqueta del sofá, se la puso, y salió del apartamento. Vagamente, bajando la escalera, escrutó los peldaños en busca de otra cinta de fulminantes, pero no había ninguna.

Después de una hamburguesa y una taza de café decidió ir al cine. Había tenido una dura jornada: cuatro horas de trabajo de laboratorio, tres horas de enseñanza, cuatro horas leyendo aquellos estúpidos papeles. Se dirigió a la parte baja de la ciudad, esperando encontrar un local en el que proyectaran una película de ciencia ficción: un film con dinosaurios resucitados vagando alrededor de Manhattan poseídos de infantil asombro, o invasores insectívoros procedentes de Marte, llegados para destruir el mundo entero a fin de poder comerse las cucarachas. Pero no había nada de eso en cartel, y Bryce se decidió por una película musical, comprando palomitas de maíz y caramelos antes de entrar en el obscuro local y buscar un asiento aislado junto al pasillo.

Empezó comiéndose las palomitas, tratando de eliminar de su boca el sabor de la mostaza barata de la hamburguesa. Estaban proyectando un noticiario y lo contempló sin gran interés, con el leve temor que tales cosas podían inspirarle. Desfilaron imágenes de algaradas en África. ¿Cuántos años hacía que había algaradas en África? ¿No habían sido continuas desde principios de los años sesenta? Un político de Costa de Oro pronunció un discurso amenazando con utilizar “armas tácticas de hidrógeno” contra algunos desgraciados “provocadores”.

Bryce se removió en su asiento, avergonzado de su profesión. Años antes, como estudiante graduado de brillante futuro, había trabajado una temporada en el proyecto de la primera bomba H. Y al igual que el pobre Oppenheimer, había tenido serias dudas incluso entonces. El noticiario pasó a mostrar unas imágenes de emplazamientos de misiles a lo largo del río Congo, luego de lanzamientos de cohetes tripulados en Argentina, y finalmente un desfile de modelos en Nueva York, presentando vestidos sin pechera para mujeres y pantalones con volados para hombres.

Pero Bryce no podía apartar de su mente a los africanos; aquellos negros serios y jóvenes eran los nietos de los cenicientos y lúgubres grupos familiares de las National Geographics, hojeadas en innumerables consultorios médicos y en las salas de estar de respetables parientes. Recordaba los pechos caídos de las mujeres y los inevitables fulares rojos o pañuelos escarlata en todas las fotografías en color. Ahora, los descendientes de aquella gente vestían uniforme, asistían a las Universidades, bebían martinis y fabricaban sus propias bombas de hidrógeno.

La película musical se inició con un colorido chillón, como si quisiera borrar el recuerdo del noticiario. Se llamaba La Historia de Shari Leslie, y era aburrida y ruidosa. Bryce trató de perderse en aquella sinfonía de movimiento y color, pero no lo consiguió, y tuvo que limitar su atención a los erguidos senos y las largas piernas de las jóvenes de la película. Esto resultaba bastante distractivo, pero era la clase de distracción que podía ser dolorosa, así como absurda, para un viudo de mediana edad. Nervioso por la ola de sensualidad que empezaba a envolverle, concentró su atención en la fotografía del filme, y por primera vez se dio cuenta de que la calidad técnica de las imágenes era impresionante. La línea y el detalle, aunque proyectados en una enorme pantalla Dupliscope, aparecían tan definidos como en una copia de contacto. Parpadeó al verlo, y limpió sus gafas con su pañuelo. No cabía duda, las imágenes eran perfectas. Bryce tenía algunas nociones de fotoquímica: esta calidad no parecía posible con lo que él sabía sobre las materias colorantes utilizadas en ese tipo de películas. Se sorprendió a sí mismo silbando suavemente, asombrado, y contempló el resto de la película con mayor interés... algo que sólo ocasionalmente le ocurría en un cine.

Más tarde, al salir del local, se paró un momento a mirar los anuncios de la película, para ver lo que podían decirle acerca del color. No le resultó difícil encontrarlo; los carteles estaban cruzados por una franja que decía: EN EL NUEVO Y SENSACIONAL WORLDCOLOR. Sin embargo, no había nada más que esto, a excepción de la “R” rodeada por un círculo que significa “marca registrada” y, debajo, en caracteres infinitesimales, “Registrada por W. E. Corp”. Buceó en su mente en busca de combinaciones que encajaran con las iniciales, pero las únicas que encontró, con la caprichosa extravagancia que le caracterizaba, eran absurdas: Wan Eagles, Wamsutta Enchiladas, Wealthy Engineers, Worldly Eros... Se encogió de hombros y, con las manos en los bolsillos de sus pantalones, echó a andar calle abajo, hacia el corazón de neón de la pequeña ciudad universitaria.

Inquieto y un poco irritado, no deseando regresar a su casa para enfrentarse de nuevo con aquellos papeles, se encontró buscando una de las cervecerías frecuentadas por los estudiantes. Encontró una, una pequeña taberna llamada Henry’s, con jarras de cerveza alemanas en el escaparate. Había estado allí antes, pero sólo por la mañana. Éste era uno de sus pocos vicios activos. Había descubierto, desde que su esposa murió hacía ocho años —en un hermoso hospital, con un tumor de un kilo en el estómago—, que podían decirse muchas cosas en favor de beber por las mañanas. Había averiguado, por pura casualidad, que podía ser algo estupendo, en una mañana gris y desalentadora, una mañana de tiempo color ostra, emborracharse de un modo suave pero firme, convirtiendo la melancolía en un placer. Pero tenía que ser llevado a cabo con la precisión de un químico; en caso de error podían suceder cosas terribles. Había innumerables simas por las que uno podía despeñarse, y en los días grises acechaban siempre la compasión de sí mismo y el pesar, como ratones hambrientos, en la esquina de la borrachera matinal. Sin embargo, Bryce era hombre juicioso, y entendía en la materia. Al igual que con la morfina, todo dependía de medir correctamente la dosis.

Abrió la puerta de Henry’s y fue acogido por la reprimida agonía de una máquina de discos que dominaba el centro de la sala, latiendo con sonidos de bajo y luz roja, como un enfermó y frenético corazón. Entró con aire inseguro, y anduvo entre hileras de cabinas de plástico, normalmente vacías y descoloridas por la mañana y ahora atestadas de estudiantes. Algunos de ellos murmuraban ávidamente: la mayoría llevaban barba e iban convenientemente desaliñados... como los anarquistas teatrales o los “agentes de una potencia extranjera” de las antiguas películas de los años treinta. Y detrás de las barbas, ¿qué habría? ¿Poetas? ¿Revolucionarios? Uno de ellos, un alumno de su curso de química orgánica, escribía artículos para el periódico estudiantil sobre el amor libre y el “cadáver corrompido de la ética cristiana, polucionando los manantiales de la vida”. Bryce le saludó con un gesto, y el muchacho le miró con aire turbado por encima de la descuidada barba. Jóvenes campesinos de Iowa y Nebraska la mayoría de ellos, firmando peticiones de desarme, hablando de socialismo. Por un instante se sintió desasosegado; un viejo y cansado bolchevique vistiendo un traje de lana entre la nueva clase.

Encontró un estrecho espacio en la barra y pidió un vaso de cerveza a una mujer de flequillo grisáceo y gafas de montura negra. Nunca la había visto allí; por las mañanas le servía un viejo taciturno y dispéptico llamado Arthur. ¿Sería el marido de esta mujer? Le sonrió vagamente, mientras tomaba su cerveza. Se la bebió de prisa, sintiéndose incómodo, deseando marcharse. En la máquina de discos, ahora detrás de su cabeza, empezó a sonar una canción folk, con un banjo marcando un ritmo metálico:

¡Oh, Amito,

Recoge una Bala de Algodón!

¡Oh Amito...!

A su lado en la barra una muchacha, sin pechos debajo de la roja chaqueta de cuero de los “New Beats”, le estaba hablando a una negra de ojos tristes de la “estructura” de la poesía y le preguntaba si el poema “funcionaba”..., un tipo de conversación que hizo estremecer a Bryce. ¿Qué diablos de conocimientos podían tener aquellos chiquillos? Luego recordó la jerga que él mismo había hablado, durante su curso de especialización en inglés, cuando tenía poco más de veinte años: “niveles de significado”, “el problema semántico”, “el nivel simbólico”...

Bueno, había muchos sustitutivos del conocimiento y de la perspicacia: falsas metáforas en todas partes. Terminó su cerveza, y, sin saber por qué, pidió otra, a pesar de que deseaba marcharse, escapar del ruido y de las actitudes sofisticadas. Y, ¿no estaba siendo injusto con aquellos muchachos, con su propia actitud pomposa?

Los jóvenes siempre parecían insensatos, se dejaban engañar por las apariencias... como todo el mundo. Era preferible que se dejaran crecer la barba a que ingresaran en clubs de estudiantes o se convirtieran en polemistas. No tardarían en recobrar la cordura cuando salieran de la escuela, recién afeitados, y empezaran a buscar empleo. Siempre había la posibilidad de que ellos —al menos algunos de ellos— permanecieran fieles al Dios Ezra Pound, no se afeitaran nunca la barba, se convirtieran en brillantes y estridentes fascistas, anarquistas, socialistas, y murieran en ignoradas ciudades europeas, autores de excelentes poemas, pintores de significativos cuadros, hombres sin fortuna y con un nombre para el futuro.

Terminó la cerveza y pidió otra. Mientras se la bebía, relampagueó a través de su mente la imagen del poster cinematográfico y el mundo gigantesco, y se le ocurrió que la “W” de “W. E. Corp”. podía corresponder a Worldcolor. O, quizás, a mundo1. ¿Y la “E”? ¿Eliminación? ¿Exhibicionismo? ¿Erotismo? ¿O, sonrió sin alegría, simplemente Exit2?

Sonrió a la muchacha de la chaqueta roja que estaba a su lado, que ahora hablaba de la “textura” del lenguaje. No podía tener más de dieciocho años. Ella le dirigió una mirada dubitativa, con sus obscuros ojos muy serios. Y entonces Bryce experimentó una sensación dolorosa: la chica era muy bonita. Dejó de sonreír, terminó rápidamente su cerveza y se marchó. Cuando pasó por delante del barbudo estudiante de Química Orgánica el muchacho le dijo en tono muy cortés:

—Hola, Profesor Bryce.

Bryce asintió con la cabeza, murmuró un saludo, se dirigió a la puerta y salió a la cálida noche.

Eran ya las once, pero no tenía ganas de volver a casa. Por un momento pensó en llamar a Gelber, su único amigo íntimo en la Facultad, pero decidió no hacerlo. Gelber era un hombre comprensivo, pero en aquel instante no parecía haber nada que decir. No quería hablar de sí mismo, de su miedo, de su lascivia barata, de su horrible y absurda vida. Siguió andando.

Poco antes de la medianoche se detuvo en el único drugstore de la ciudad que permanecía abierto las veinticuatro horas del día; no había nadie, salvo un viejo empleado detrás del brillante mostrador de plástico. Bryce se sentó, pidió un café y, cuando sus ojos se acostumbraron al falso resplandor de las luces fluorescentes, empezó a mirar ociosamente en torno al mostrador, leyendo las etiquetas de los tubos de aspirina, material fotográfico, paquetes de hojas de afeitar... Fruncía los ojos y empezaba a dolerle la cabeza. La cerveza; la luz... Loción bronceadora y peines de bolsillo. Y luego algo captó su atención y la retuvo. Worldcolor: película de 35 mm, en una hilera de cajas azules y cuadradas, junto con los peines de bolsillo y debajo de una cartulina llena de corta uñas. Le intrigó, sin saber por qué. El empleado estaba de pie cerca de él y, bruscamente, Bryce le dijo:

—Permítame ver esa película, por favor.

El empleado le miró con los ojos fruncidos —¿le molestaría también la luz?— y dijo:

—¿Qué película?

—La de color. Worldcolor.

—Oh. Yo no...

—Desde luego, lo sé. —Bryce se sorprendió del tono impaciente de su voz. No tenía la costumbre de interrumpir a la gente.

El viejo enarcó ligeramente las cejas, y luego fue en busca de una de las cajas azules, arrastrando los pies. Después se sentó sobre el mostrador delante de Bryce, con exagerada firmeza, sin decir nada.

Bryce tomó la caja y miró la etiqueta. Debajo de las letras grandes aparecía impreso, en caracteres más pequeños: “Una película color sin grano, perfectamente equilibrada”. Y más abajo: “ASA 200 a 1000, según el revelado”.

Dios mío, pensó. La velocidad no puede ser tan elevada. ¿Y variable?

Miró al empleado.

—¿Cuánto vale?

—Cuatro dólares. Ésa es para treinta y seis fotografías. Las de veinte valen dos dólares setenta y cinco.

Bryce sopesó la caja, que le pareció muy ligera en su mano.

—Resulta un poco cara, ¿no?

El empleado hizo una mueca, como si la conversación le aburriera.

—No es cara, puesto que no hay que pagar el revelado.

—Oh, comprendo. En el precio del carrete va incluido el revelado. Se envía por correo...

Se interrumpió. Estaba diciendo tonterías. Alguien había inventado una nueva película. A él no le importaba; no era fotógrafo.

Después de una pausa, el empleado dijo:

—No. —Y luego, alejándose hacia la puerta—. Se revela sola.

—¿Cómo dice?

—Se revela sola. Bueno, ¿va a comprar el carrete?

Sin contestar, Bryce hizo girar la caja entre sus manos. En cada una de las caras estaba impresa, audazmente, la palabra AUTORREVELADO. Y esto le impresionó. ¿Por qué no había leído nada acerca de esto en las revistas de química? Un nuevo procedimiento...

—Sí —dijo, distraídamente, mirando la etiqueta. Allí, en la parte baja, figuraba la marca: “W. E. Corp”. —Sí, me lo quedo—. Sacó su cartera y le entregó al hombre cuatro arrugados billetes—. ¿Cómo funciona?

—Tiene que meterlo en la lata. —El hombre cogió el dinero. Pareció más tranquilo, menos truculento.

—¿Meterlo en la lata?

—En la pequeña lata que hay dentro. Hay que meter el carrete en la lata cuando se han tirado todas las fotografías. Luego se aprieta un pequeño botón que hay en la parte superior de la lata. Encontrará las instrucciones en el interior de la caja. Se aprieta el botón una vez, o más veces... según lo que ellos llaman “velocidad de la película”. Dentro está la explicación.

—Oh. —Bryce se puso en pie, sin terminar su café, guardándose la caja en el bolsillo de su abrigo. Mientras se marchaba, le preguntó al empleado—: ¿Cuánto tiempo lleva este material en el mercado?

—¿La película? Dos o tres semanas. Es buena. Se vende mucho.

Bryce se dirigió directamente a su casa, interrogándose acerca de la película. ¿Cómo podía existir algo tan bueno, tan práctico? Con aire ausente, sacó la caja de su bolsillo y la abrió con la uña de su dedo pulgar. Dentro había una lata de metal azul, con la parte superior enroscable y un botón rojo encima de ella. Envuelto en una hoja de instrucciones había un cartucho de película de 35 mm, de aspecto normal. En la parte superior de la lata, debajo del botón, había una pequeña rejilla. Bryce la tocó con la uña. Parecía ser de porcelana.

En casa, sacó una antigua cámara Argus de un cajón. Antes de cargarla, extrajo poco más de un palmo de película del cartucho, exponiéndolo a la luz, y luego lo arrancó. Era áspero al tacto, sin la habitual pegajosidad de una emulsión gelatinosa. A continuación, cargó el resto en la cámara y tomó rápidamente fotografías al azar de las paredes, del radiador, del montón de papeles de su escritorio, disparando a una velocidad de 800 a la escasa luz. Cuando terminó, reveló la película en la lata, apretando el botón ocho veces y abriéndola después, olfateando la lata mientras lo hacía. Surgió un gas azulado con un olor acre e inidentificable. No había ningún líquido en la lata. ¿Revelado gaseoso? Sacó la película del cartucho apresuradamente y, levantándola hacia la luz, descubrió una serie de transparencias perfectas, en un excelente color natural.

Bryce silbó ruidosamente y exclamó en voz alta: “¡Córcholis!”. Luego tomó el trozo de película y las fotografías y se encaminó a la cocina con ellas. Allí empezó a preparar los materiales para un rápido análisis, disponiendo hileras de cubetas y sacando el equipo de titulación. Trabajaba de un modo febril, y no se paró a preguntarse por qué experimentaba aquella frenética curiosidad. Ignoraba el motivo de su excitación: estaba demasiado ocupado para averiguarlo.

Cinco horas más tarde, a las seis de la mañana, con un cielo gris y lleno de trinos de pájaros más allá de la ventana, Bryce se dejó caer en una silla de la cocina, sosteniendo en la mano un pequeño trozo de película. No había efectuado con ella todas las pruebas posibles, pero sí las suficientes para saber que en la película no había ninguno de los productos químicos convencionales utilizados en fotografía, ninguna de las sales de plata. Permaneció sentado, con los ojos enrojecidos, por espacio de varios minutos. Luego se puso en pie, se dirigió hacia su dormitorio arrastrando los pies, y se dejó caer, semiagotado, sobre la cama sin hacer. Antes de quedarse dormido, sin desvestirse, con los pájaros gritando más allá de su ventana iluminada por los primeros rayos del sol, dijo en voz alta, en tono extrañamente grave:

—Tiene que ser una tecnología completamente nueva... alguien excavando una ciencia en las ruinas Mayas... o de algún otro planeta...