XII
La carta había llegado en el primer correo, y Josio la leyó primero de una forma muy superficial.
—¡Vamos a contar mentiras, tralará! —se dijo con guasa, cesó en el servicio y salió al andén.
Se anunciaba un día espléndido.
Más allá de los bosques, el sol empezaba a levantarse, cada vez más cálido, dorado, refulgente; la escarcha blanca cubría la tierra de menudos brillantes esparcidos, los árboles parecían engalanados de plata, y el cielo pendía nítido, rutilante, como en medio de aguas profundas, oceánicas, tejidas de azul y silencio.
En el aire puro, fresco, el humo de las locomotoras se arremolinaba en nubes blancas y densas; las voces se oían argentinas, los niños jugaban, y ladraban los perros alborozados. Hasta los trenes corrían más rápida y alegremente; las ventanas se habían abierto de par en par, y la gente exponía con placer su rostro a la tibieza primaveral.
—Señorita Marina, la primavera ha llegado —exclamó Josio delante de una barra aún desierta.
Antes de que la muchacha asomara la cabeza por detrás del aparador, una nube de olor a alcanfor estalló sobre Josio.
—Hoy no vendré a almorzar; estoy invitado donde el presidente.
—Sí, Soczek nos comentó que hoy iría a comer a su casa. ¿Ya se ha reconciliado usted con la señora Sofía?
—Pero si yo nunca me enojé con ella, ¿quién ha difundido ese chisme?
—Soczek se iba quejando de usted a todo el que se le ponía delante; en la estación, la gente estaba muy sorprendida.
—¡Que se vaya a la porra! —maldijo, abandonando la cantina—. Ese borrego propaga a los cuatro vientos sus rencores, y por su culpa yo ando en boca de la gente —pensaba con irritación.
Al entrar en su casa, vio con asombro que todo estaba limpio y en orden. Encima de la mesita había un jacinto blanco en flor y un sobre con dos palomos besándose.
Aún no se había quitado la ropa de calle cuando irrumpió Magda con el servicio de té.
—La señora me lo ha mandado traer, porque seguro que hoy no ha tenido usted tiempo de beberlo.
—¡Dale mil gracias de mi parte!
—Hoy, para el almuerzo, serviremos sus platos preferidos, sólo lo que a usted le gusta.
—Me complace sobremanera, pero ¿cómo ha sido que ya has hecho la limpieza? —le preguntó Josio.
—La señora no me ha permitido hacer nada. Lo ha limpiado todo ella misma, con sus propias manos. Otra, ni con un hijo tendría tantas atenciones. Mi señora, por la amistad de usted, se tiraría de cabeza al río.
—Sabes, no he dormido en toda la noche y me gustaría acostarme un rato… —Josio trató de interrumpirla sin éxito.
—Mi señor, por la mañana, siempre se pasea medio desnudo por las habitaciones, sin sentir vergüenza por mi presencia… Señor, la lavandera ya ha traído su ropa blanca: las camisas y lo demás estaban tan rozadas en algunas partes, que mi señora les ha dado un repaso; las he guardado en la cómoda —seguía hablando como una muñeca de cuerda, sin parar—. Si le contara yo todo lo que ha hecho esta semana mi señora, se le pondrían los pelos de punta.
—Cuenta, Magda, cuenta, que a lo mejor así concilio el sueño —susurró Josio dulcemente.
La sirvienta salió dando un portazo y voló escaleras abajo hecha un basilisco.
Josio no se acostó; volvió a leer la carta de Buczek.
Era una carta larga, de ocho páginas, escrita en una caligrafía menuda y apretada.
La leyó línea a línea, con suma atención y con un interés creciente, ya que Buczek describía en ella su viaje y sus aventuras en París con un estilo vivo y una gran plasticidad. En especial, el cuadro que trazaba de la fiesta de la mitad de la Cuaresma[24] era increíblemente pintoresco, alegre, arrebatador.
Josio la leyó largamente, deteniéndose repetidamente en algunos fragmentos o detalles, transportado por completo: todo lo sentía con una profundidad cada vez mayor; todo lo veía con una nitidez cada vez mayor, y con una fuerza cada vez mayor lo experimentaba. Por fin, dejó la carta, cerró los ojos deslumbrados y, con un placer inusitado, se sumergió en el fondo de las escenas descritas. En aquel caos de colores, movimientos, rumores, en aquella locura: bailaba en las calles con una sonrisa de felicidad, se abría paso entre una muchedumbre gozosa y en su compañía navegaba hacia cualquier parte para entregarse a las más convulsas diversiones: cantaba, gritaba, bebía de sus labios ávidos todos los placeres de la vida.
Recobró la conciencia al oír bajo su ventana el silbido agudo de un tren que pasaba.
—He sido un estúpido, yo aquí y él, disfrutando. Dios mío, ¡qué estúpido! ¡Estúpido! —se repetía con rabia.
Una aflicción venenosa le corroía el cerebro y el corazón. Gemía como un perro apaleado, se lanzaba en todas las direcciones, sin saber cómo escapar de las torturas que le infligía su propia alma.
Echó una ojeada a su santuario, pero al ver los restos de los mapas y los papeles desparramados por el suelo, su dolor aún se hizo mayor.
Decidió ir a la ciudad.
La señora Sofía, que estaba ojo avizor, le arrastró desde el zaguán al vestíbulo y luego desde el vestíbulo al saloncito. Y como Soczek no estaba, desde el saloncito se fueron más al interior.
La mujer había aprovechado una buena ocasión. Josio no se resistió, incluso le resultó placentero rendirse a su fuerza apasionada, rapaz.
No hubo reproches.
La veía tan enamorada, tan extasiada, tan feliz y humilde al mismo tiempo, que cuando se despidieron, se sintió mucho más sereno y lleno, además, de un profundo agradecimiento hacia ella.
—Por favor, no te retrases para el almuerzo, Josio.
Él se volvió a mirarla, ya en la puerta, con los ojos aún ofuscados por el amor.
—Te quiero, sabes. —Y la mujer se le echó a los brazos de nuevo—. ¿Ya no te enfadarás nunca más conmigo?
—No, nunca más —contestó, y se encogió bajo la lluvia de besos apasionados.
—¿Y me querrás siempre, siempre?
—¡Siempre! En todo lugar, en toda época y a todas tus llamadas —exclamó Josio con una sonrisa antes de salir.
El camino que llevaba a la ciudad era un río de barro negro, brillante, que inundaba las aceras y estaba atestado de carros. A Josio se le quitaron las ganas de ir a la confitería, de modo que se dirigió por el terraplén del ferrocarril hasta el bosque más cercano.
Allí le embargó el silencio sepulcral de los campos y la calidez del sol radiante sobre su espalda.
En algún punto del paisaje, cantaba un ruiseñor, y la escarcha se derramaba desde los árboles en cascadas de plata.
Olía a primavera.
Josio caminaba despacio, disfrutando de la paz, de la calidez, del frescor, embriagándose con el aire. Se despertaba como después de haber estado largo tiempo anquilosado; sus ojos vagaban por los campos aún callados, que se bañaban perezosamente a la luz del sol. En los surcos resplandecía el agua, salpicada acá y allá por algún pedazo de hielo sucio, y las margaritas abrían sus pestañas rosadas. Desde las aldeas se oía la algarabía de los juegos infantiles; a veces, el viento rozaba suavemente las plumas verdes del trigo y arrugaba la superficie violácea de las aguas.
De cuando en cuando, algún tren pasaba por su lado, con un rasgueo semejante al de una serpiente entre las hojas secas.
La alegría de una primavera temprana atravesaba el mundo; era la alegría de la resurrección, como un estremecimiento sagrado que creara de nuevo la vida.
Josio iba contemplando el paisaje; la estación estaba ya sumida en una lejanía brumosa bajo los torbellinos de humo blanco y rosado que subían rumbo al sol. Desde la línea vio que se acercaba un hombre; se detuvo picado por la curiosidad y no tardó en reconocer a Raciborski, con el chaquetón desabrochado, la gorra gris medio caída y el bastón en la mano, que corría como si alguien le anduviera persiguiendo. Se saludaron sin palabras y fueron caminando juntos.
Raciborski parecía de mal humor, tristón.
—La primavera, ¿eh? —comentó Josio al cabo de un rato.
—Sí, la primavera, ¡qué mandanga! ¡La primavera!
Se miraron el uno al otro, y sus miradas se separaron huidizas como pájaros asustados y, furtivamente, casi a escondidas, se levantaron por encima de los campos extensos, por encima de las aldeas hundidas entre la densidad de los árboles aún desnudos, por encima de los bosques, para caer después fatigadas, afligidas y extrañamente encendidas.
—¿Va usted a almorzar donde el gordo? —le preguntó Josio al hidalgo.
—¡Bah, no vale la pena! Cuando el sol calienta, a uno le entran ganas de estar al aire libre; es aburrido quedarse en casa.
Josio emitió un suspiro, y sus ojos corrieron tras una fila de gansos salvajes; volaban casi a ras de tierra, por lo que se podía oír el murmullo de sus alas y, a veces, su grito prolongado.
—Un par de días primaverales más y saldrán los arados —dijo Josio inesperadamente.
—Más de una vez he sembrado guisantes en esta época del año.
—Demasiado temprano. Todavía pueden sobrevenir heladas.
—Se lo digo en serio, sembraba… y ninguno de mis vecinos los tenía mejores. Se quedaban los tíos papando moscas… Mire usted, ese lelo, esa inutilidad —soltó de repente el hidalgo, parándose delante de un saliente inundado de agua—. El grano se le va a pudrir, y el gandul no hace que el agua se vierta en las zanjas…
Cerca del bosque, la vía entraba en una zanja profunda, desde la cual salieron a un terraplén bastante alto. Allí se sentaron sobre un montón de piedras; el bosque quedaba a su espalda, callado, como abstraído en el sol, ebrio de su calor, pero desde sus recodos sombríos fluían sonidos espumosos, un frescor húmedo y el retumbar sordo de los trenes.
—¿Hace mucho tiempo que dejó de «estar en circulación»? —le preguntó Josio, ofreciéndole un cigarrillo.
—Hace cinco años. Me fastidiaron, me cago en todo, me fastidiaron bien fastidiado —respondió Raciborski, y escupió en tierra.
Guardaron silencio, embebidos en sus sueños, la vista perdida en los campos. Desde ese lugar, ya no se distinguía la estación, sólo la ciudad gris: un cúmulo de tejados, de torres y cúpulas doradas, y unas cuantas chimeneas de fábricas, que se erguían negras, amenazantes como puños cerrados. Sin embargo, su perfil parecía difuminarse entre la inmensidad de los campos que la rodeaban.
—Esa bestia me devoró —gritó Raciborski, señalando la ciudad.
—Porque ella devorará al final todo y a todos.
Raciborski ya no podía seguir sentado; se retorció los bigotes, se enderezó, se abrochó el chaquetón y, respirando a pleno pulmón, se puso en pie y exclamó:
—¡Vámonos! Una estación del año estúpida. Ya siento la primavera en los huesos. ¡Uno sería capaz de agitar la cola como un ternero de pura alegría y echar a correr!
—Es verdad —susurró Josio con la mirada puesta en la bandada de gansos salvajes ya apenas visible en el cielo.
—Este sentimentalismo polaco… ¡Me río yo de él! —gritó Raciborski con los ojos enrojecidos—. Como gane el proceso, le juro por lo más sagrado que me traslado a Varsovia; allí las puertas estrujarán todas las primaveras. No voy a pudrirme como un necio en este agujero de mala muerte. No hace mucho que el guarda me comentó que usted se prepara para un largo viaje.
—¿Yo? Ah, sí, sí. Me marcharé de aquí. Con toda seguridad —respondió Josio con el corazón tan alterado que apenas podía hablar.
—Lo tiene usted fácil: le besa usted en las barbas al señor Zug y soltará la plata de inmediato, la compañía le proporciona los billetes y, ¡hala!, a recorrer junglas y bosques. Son las tres, ya es hora de ir a almorzar. ¿No me permitiría dormir en su casa?
—¡Claro! El sofá está muy desgastado, imagínese que lo heredé de mi abuelo, el senador, pero si arreglamos un poco el muelle, se puede dormir en él.
—Me encuentro por el momento en un aprieto; esta mañana después de cantarle las verdades a mi casero, decidí abandonar la pensión. El hombre estaba desesperado, me mandó a un par de intermediarios, pero no, no le voy a hacer el honor a ese truhán. No vuelvo. Mañana empezaré a buscar casa, pero mientras tanto…
—No se preocupe, cabemos los dos; se lo comunicaré a la sirvienta; la llave se la dejo debajo de la esterilla —le respondió Josio.
Le brindó su ayuda, de corazón, y además porque pensaba que su presencia le protegería del acoso de la señora Sofía.
—También me ha ofrecido su casa el gordo de la línea, pero no aguanto ni sus ideas ni su cocina, que apesta a piel de zamarra y a partisanos, de modo que tanto más le agradezco su cordial ayuda.
Lo besó amistosamente y, en cuanto llegó a la estación, se fue a toda prisa a la ciudad.
Josio, a su vez, empezó a pasearse por el andén; al final se decidió a entrar y sentarse con unos colegas en la cantina. Intercambió un par de palabras con el jefe de estación e hizo una reverencia a unas señoras que, en honor de las fiestas, adornaban las ventanas de todos los trenes ómnibus. Luego, camino de casa para el almuerzo, fue hablando de esto y aquello con Soczek. Más tarde examinó también un baúl extraordinario, que se hallaba depositado en el rápido, y varias veces se ocultó detrás de la estación, casi ya en pleno campo, dentro de la caseta del guardavías, para leer y releer la carta de Buczek.
Luego regreso a la estación y volvió a vagar de acá para allá en un estado de perplejidad absoluta. No sabía ni de lo que hablaba ni lo que veía. Su mente estaba tan absorta en la idea del viaje que sus movimientos parecían los de un autómata.
Era una idea más fuerte que cualquier imperativo categórico, y el mundo circundante había perdido toda realidad a sus ojos.
No se rebelaba, ya no luchaba contra sí mismo, no forcejeaba como antaño contra la impotencia, porque sólo sentía y sabía una cosa: que debía marcharse, que debía abandonarlo todo y salir al mundo; volar como lo hacen los pájaros en las alturas sin rumbo fijo.
Aunque sólo fuera durante un par de semanas, aunque sólo fuera para cambiar de aires, se decía regocijado en su ensueño.
—Mañana mismo me tomo unas vacaciones, le pido el dinero prestado a Zug y me voy. ¡Me voy! —se dijo con alegría infantil, siguiendo con los ojos el humo de los trenes suspendido sobre los bosques.
De repente, todo se le antojaba claro, simple, incuestionable, de modo que, sin pensárselo dos veces, se fue a casa de Zug para arreglar la cuestión del dinero.
El usurero vivía en una calle elegante, en un edificio repleto de estucado, lo que lo hacía parecer un manto de la oración, sucio y con flecos.
Echando a un lado cualquier aprensión, Josio entró en un portal de escaleras embarradas y llamó a la puerta con osadía.
Entreabrió la puerta una bruja reseca con una peluca medio torcida y unos aros de oro que le llegaban hasta los hombros.
—¿Le trae algún negocio? ¿De qué clase? ¿Es usted de la compañía ferroviaria? ¿Tiene algo interesante para empeñar? —croaba con una voz rasgada, tapándose con la mano la oreja similar al ala de un murciélago.
—Tengo que ver ahora mismo al señor Zug —respondió Josio con firmeza.
Aunque de mala gana, la mujer le dejó pasar.
—Estará aquí dentro de un minutito —le aseguró sin perderlo de vista.
Se encontraba en medio de una sala enorme, casi a oscuras, atestada de las prendas de empeño más diversas; de las paredes colgaban, unos junto a otros, ollas y relojes, espejos y escopetas, cuadros polvorientos y correas de cuero; las estanterías, altas hasta el techo, colocadas sin orden ni concierto, se doblaban por el peso de los fardos; incluso el suelo lo inundaban montones de muebles, hornos de hierro, cochecitos de niño, así como montones de objetos inidentificables; bajo la ventana enrejada, sobre una mesa cubierta de trastos, se calentaba al sol un enorme gato blanco. Pesaba en el aire un olor pestilente, a cebolla, a arenques, a suciedad y a los cueros que se apelotonaban en algún rincón.
En el interior de la casa, alguien silbaba obstinadamente.
Josio observó atentamente a su alrededor y se puso a acariciar el gato, que tensó lascivo el lomo.
Entró silenciosamente un judío joven, delgado, con un caftán de terciopelo negro y un pañolón rojo a guisa de cinturón; se cubría los cabellos rizados, de un rubio dorado, con un casquete también de terciopelo. La barba era larga, y también largo el rostro cubierto profusamente de pecas, con la nariz corva y los labios finos y rojos. Tenía unos ojos redondos, de color ambarino y párpados enrojecidos, casi sin cejas ni pestañas. Andaba encorvado y en sus manos pecosas sostenía el platillo de una taza de té que bebía a lengüetadas como un gato. Entre lengüetada y lengüetada, silbaba, como si no se percatara de la presencia de Josio.
—¡Vengo por un asunto! —dijo Josio, algo impaciente ya.
—¡Ah, perdone, no había notado su presencia! Siéntese. ¿Qué asunto?
—¡Necesito dinero! —soltó con alivio, fijando su mirada en los ojos dorados, de azor, del judío.
—¿Y quién no lo necesita? —se rió éste mientras bebía el té y se paseaba por la habitación—. ¿Cuánto? —añadió al punto.
—Cincuenta rublos; a devolver a plazos mensuales, claro.
—¡Una bonita suma!
—Soy empleado de ferrocarriles. Se la aseguro con mi sueldo.
El judío se detuvo, alzó la cabeza hacia arriba y miró algún punto del techo.
—¿Es usted un pájaro de buena cuenta? —le preguntó, y rascó con la uña en el platillo, imitando el picoteo de un pájaro.
Josio, enervado por el tono burlón del judío, le explicó con aspereza cuál era su función en los ferrocarriles.
—Entonces tiene usted un sueldo anual de seis, cinco y cero.
—El salario bruto, pero con las primas llego a los mil rublos al año.
—¿Y no nos conocemos todavía? ¡Me extraña sobremanera! Si yo conozco a todo el mundo…
—Hasta ahora no he necesitado dinero; ahora de repente me ha surgido un imprevisto, una urgencia…
—¿Soltero?
—¡Desde mi nacimiento! —respondió malhumorado.
—Un gran defecto, ¡un gran Fehler[25]! ¿Qué es un soltero? Una pluma que se lleva el viento, ¿quién lo atrapa si se escapa?… Ojalá mis enemigos pierdan tanto dinero como yo he perdido con los solteros. ¿Tal vez tenga usted alguna tía rica?
—No, pero tampoco tengo deudas.
—Perdone, ¡pero todo hombre decente debería tener deudas! ¿Por qué no iba a tener deudas si todos están dispuestos a prestarle dinero? Sólo a los miserables de caftán nadie les presta nada. ¿Es que se casa usted?
—Ni se me ha pasado por la cabeza.
—¡Y yo que tengo una señorita divina, ideal para usted! Sana, entrada en carnes, rica y ¡una verdadera dama!
—No me maree con señoritas, porque lo que yo necesito son cincuenta rublos.
—Usted déjeme un talón por esta suma y ahora mismo le presto yo hasta cien rublos…
Josio se puso en pie molesto.
—¡Bromeaba, hombre! Siéntese. ¡En los negocios no puede existir el enfado! ¿Acepta usted los cincuenta rublos?
Josio se puso el sombrero y, sin decir ni pío, se dirigió hacia la puerta.
—¿Usted se apellida Pelka? ¿Es usted taquillero en la estación? —le preguntó el judío, cortándole el paso.
—¿Y qué?
Josio se detuvo unos instantes.
—¿Y necesita dinero? ¿Cincuenta rublos? ¿Urgente?
—¡Ahora mismo y a cualquier interés!
El corazón le latía enloquecido.
—Se los prestaré sin ningún interés —le dijo el judío con una sonrisa magnánima—, pero antes debemos llegar a un pequeño acuerdo.
Dejó el platillo de té y le pasó una silla.
Josio se sentó, se lo quedó mirando fijamente y esperó con un temblor de alegría.
—¿Sabe que el señor Kolankowski, en cuyo puesto trabaja usted actualmente, me prestó a mí dinero?
—No, ni siquiera sabía que fuera un hombre tan solvente.
—Me prestó el dinero de la estación, ¡y yo le di uso! —murmuró, acercándosele—. Una cabeza de banquero tenía; yo gané una buena suma, él disfrutaba de un buen interés. Nos iban muy bien las cosas, a la callada, chitón, chitón, con buen orden. ¿Me comprende, usted? Todos los taquilleros actúan del mismo modo. Usted me cae muy bien y me gustaría hacer con usted el mismo tipo de negocios… Yo le enseñaré, es algo fácil…
—¿Se refiere al Kolankowski que está ahora en la cárcel? —de repente, Josio recordó la historia que alguien le había contado.
—No, en la cárcel no. Fue una verdadera desgracia. ¿Cree usted que lo agarraron por cuestiones de dinero? ¡Válgame Dios! En caja todo estaba como Dios manda, no faltaba ni un copec. Era tan ambicioso, que no quería compartir nada con nadie, y eso le perdió. Le llovieron denuncias y odios que lo hundieron un poco, pero salió del asunto limpio como el cristal y ahora está de servicio en el ministerio de hacienda.
—¿Me quiere decir de una vez qué quiere de mí? —Josio apenas si podía controlarse.
—Vamos a la habitación contigua y se lo explicaré con todo detalle.
Lo tomó de la mano, con aire confidencial.
—Yo le diré lo que es hacer un buen negocio, ¡oro puro! Formaremos una sociedad secreta y ya verá cómo pronto correrá el dinero por sus manos. ¿Preparado? Estrécheme la mano en señal de acuerdo.
—Lo que le voy a estrechar es el pescuezo, ¡roñoso! —le gritó con una furia que sobresaltó a Zug—. ¡Ladrón! —le escupió Josio antes de salir como un rayo.
Sin embargo, sentado en la confitería ante una taza de café negro, se le enfriaron los ánimos lo bastante como para darse cuenta de que no había conseguido el dinero y que viajar, tenía que viajar.
Todo lo demás se volatilizó de su cabeza.
Aunque llegó con retraso al almuerzo, los Soczek lo recibieron con alegría.
Sofía le anunció que le aguardaba una gran sorpresa.
Antes de que pudiera responder cualquier cosa, irrumpió Raciborski, mudado, elegante, perfumado, atezado, y les saludó a todos con una afabilidad protectora.
—Los inquilinos de nuestros inquilinos son nuestros inquilinos —exclamó Soczek, sirviéndole una copa.
Josio sabía que Raciborski era capaz de colarse en cualquier parte, de modo que no le sorprendió el servilismo con que los Soczek lo cubrían de atenciones. Se limitó a observar con una sonrisa sardónica.
Raciborski les infundía respeto, porque desde el primer momento dominaba el cotarro y se comportaba como si estuviera en su propia casa. Empezaron a comentar algo de Buczek, y Josio leyó su carta en voz alta.
—¡Vaya, vaya, como sacada de un libro! —exclamó Soczek—. Y eso que me habían comentado en la línea que no sabía escribir ni un informe en regla, a no ser que esa carta se la haya apañado alguien.
—Sabe escribir unas cartas preciosas, incluso versos —se sonrió aviesa Sofía.
—¡Oh, qué gran arte! Tenía yo un escritorzuelo trabajando en mi granja que le escribía a mi prima unas cartas aún mejores, de verdad que como sacadas de un libro, pero en cuanto le pegaron un par de trompadas, dejó de hacerlo, me robó y se largó a América —contó riéndose Raciborski.
Josio apenas hablaba, y cuando a la hora del café, empezó a correr el alcohol, salió a hurtadillas de la casa y se retiró a dormir.
Raciborski subió al atardecer, más alegre que unas castañuelas. Lo despertó y, entre abrazos, le dijo:
—Una vez más, gracias por la casa; ya he trasladado todas mis cosas. —Y señaló con orgullo su bolsa de cazador, su escopeta y una caja para el sombrero atada con unos cordones, como la caja de una carroza, apoyada contra la pared—. Menuda suerte ha tenido usted con los Soczek, qué manera de divertirse. ¡Una mujer imponente! Anda más caliente que una caldera. Él es un alelado, pero bonachón, y la comida es de campeonato. Les he prometido que almorzaría de habitual con ellos.
—Han hecho ustedes migas muy pronto.
—Porque yo, respetable caballero, carezco de prejuicios estúpidos; tanto me gusta en la taberna como en palacio, con tal de que sirvan como Dios manda y bien rociado. No me gustan las ceremonias; quien me invita de buena voluntad, es mi hermano y punto.
—Pero le advierto que los Soczek en el bolsillo tienen una serpiente. Son muy agarrados.
El hidalgo pareció sorprenderse, se retorció los bigotes y tras llamar a la sirvienta, empezó a acomodarse en la habitación contigua. La señora Sofía le hizo la cama y le mandó a su marido para que lo ayudara.
Josio, decidido por fin a asistir a la velada del jefe, se vistió adecuadamente para la ocasión; de repente recordó que le faltaban las botas de agua y bajó a buscarlas al piso de los Soczek, donde se dio de bruces con Sofía.
—Ven, estaré sola… Él se marcha a Varsovia después de la medianoche —le susurraba la mujer ardientemente—. Ven, amor…, te espero… Tienes que expiar tu falta, la atroz semana que me has hecho pasar. ¡Cuán infeliz me he sentido! Me moría de dolor y de añoranza… Mira, tócame. ¿Notas cuánto he adelgazado? No te retrases. Lástima de cada momento perdido. Sabes, ese viejo gorrón nos puede servir de tapadera, nos viene como anillo al dedo, y a ti te puede sustituir en los paseos.
—No vaya a ser que me sustituya en todo —observó Josio sarcástico.
Le dio ella una palmada reprobatoria y un beso, y él se escondió detrás de la puerta, porque alguien bajaba la escalera.
Ya era noche entrada; el hielo plateaba la tierra, y la luna navegaba por las alturas de un cielo despejado. El tren jadeaba en la estación, y en el cruce se oía el sonido de la campanilla de señalización.
Josio hacía continuamente altos en el camino, porque una idea, horrenda y seductora a la vez, lo asaltaba violenta y porfiadamente. No le asustaba, ni trataba de borrarla de su cerebro; mas al contrario, le sonreía como se sonríe ante una redención definitiva.
—Sí, mañana lunes pagan los fletes del carbón… habrá entradas… muchas… El expedidor está enfermo, así que debo sustituirlo en los vagones de mercancías —cavilaba a la puerta de la casa del jefe.
Casi sin ser percibido por los presentes, se sumergió en un rincón; la reunión estaba muy concurrida, animada y divertida. Las señoras y jovencitas revoloteaban por la casa como mariposas, los jóvenes permanecían apoyados contra la pared y los mayores reinaban en el centro del salón, en especial las damas que, sentadas en los sillones y los divanes como urracas, se confesaban sus cuitas.
La anfitriona, haciendo gala de sus abundantes carnes, dio la orden de sacar a los niños del salón para que, en el más absoluto silencio, una señorita pálida y rubia pudiera bregar con el piano de cola y asesinar con saña a Chopin. A continuación, una joven recién casada, de nariz respingona, boca ancha y caderas aún más anchas, cantó con voz nostálgica: «Gatito, mi niño, no pestañees con tus ojitos». Después, un estudiante adoptó una postura heroica en medio de la sala, se desabrochó cuatro botones de la chaqueta del uniforme, apoyó las manos sobre el respaldo de una silla, sacó pecho y con voz potente tronó el «Hagar en el desierto».
Tras esta última intervención, el Petirrojo recitó monólogos humorísticos de Junosz, que provocaron una lluvia de bravos, risas y bises.
Después de alimentar copiosamente el espíritu, se les invitó a tomar una modesta colación.
La fiesta se animaba por momentos; corría el vodka de mano en mano, los arenques y el caviar desaparecían como por ensalmo. El deán se santiguó, y todos se aprestaron a recibir el pollo con arroz, que despedía un aroma exquisito, y el filete con guarnición. Reinaba un silencio solemne, sólo roto por los chasquidos al masticar, el sonido de los cuchillos y los profundos suspiros de hartazgo.
Los jóvenes se empapaban de cerveza, en tanto que para los más maduros se sacaron un par de frascas de vino húngaro, que escanció con gran deleite el anfitrión. Como solía ocurrir en esas ocasiones, acabaron echando a los niños del comedor, dada su insistencia en comer helados; también hubo lío con los perritos, que justo en el momento en que se brindaba a la salud de la anfitriona, empezaron a gruñir y a frotarse los hocicos; no faltó tampoco el brindis rimado del Petirrojo, los chistes groseros del guarda corpulento y las anécdotas piadosas y rancias del deán.
Después de la cena, ya levantados todos de la mesa, el gramófono se arrancó en una apasionada «Marsellesa», lo que hizo exclamar a la anfitriona:
—¡Marido, no corras riesgos! ¡Recuerda que tienes esposa e hijos! —Y lanzó una mirada preocupada hacia el andén.
Toda la pandilla de jefes de estación hicieron alarde de buen humor y agudeza. Por fin, los mayores decidieron echar una partida de cartas, las matronas la emprendieron a comer canapés y los jóvenes, entre risas y algarabía, se divertían con juegos inocentes tales como «viene el zorro por el camino», «hornito, hornito, dame una comadre» o «la monja».
Josio era el único en permanecer apartado de esos juegos; estaba sentado, en silencio, elucubrando. Cuando le pareció que había llegado la hora, se levantó de su asiento y, a la chita callando, se fue a dormir.
La señora Soczek le aguardó en vano hasta el alba.