VI
Josio se despertó al mediodía del día siguiente en la habitación de la oficina, tendido en el sofá. Entró corriendo un sirviente y empezó a zarandearlo y a gritarle encima mismo de las orejas.
—¡Ya ha llegado el ómnibus! Delante de la taquilla, los pasajeros están gritando hasta desgañitarse.
—¡Pues que griten hasta reventar, y que me dejen en paz! ¿Circulan los trenes?
—Circular circulan, pero muy lentamente, igual que vacas preñadas. En el terraplén, la nieve alcanza la altura de un hombre, así que la guardia está sacando a la gente de casa para que ayuden a limpiar.
—¿Aún hace tanto viento?
—Como haber viento, hay, pero se nota cierta humedad… —parloteaba el sirviente mientras subía las persianas de la oficina.
El sol arrojó sobre la sala una ancha franja de luz que, por el reflejo de la nieve, resultaba casi dolorosa a los ojos. Josio se puso de pie y se sorprendió al comprobar que no estaba en su casa.
—¿Quién diablos me ha traído aquí?
—El maquinista de la reserva.
—¡Soczek! ¡Ah, es verdad! ¡Es verdad! Tráeme un café negro con limón.
Cuando el sirviente regresó con el café, volvió a encontrarlo dormido sobre el sofá, a pesar de que frente a la ventanilla reinaba un caos cada vez mayor.
Finalmente, Josio se despertó del todo y preguntó:
—¿Hay mucha gente esperando?
—Bastante, y de un montón de países diferentes, y judíos, ciento y la madre.
Josio abrió la taquilla y se puso a trabajar, estirando los huesos doloridos.
Y de nuevo, cientos de manos se tendían hacia él; de nuevo, llovían exigencias breves, sofocadas; de nuevo, tras los cristales, fantasmeaban rostros febriles y ojos inquietos, resonaban gritos en Dios sabe qué jerigonza y estallaban peleas a matar, lo cual hacía que Josio sacara de cuando en cuando la cabeza por la ventanilla y gritara jocoso:
—¡Chitón! ¡A callar, judíos! ¡Que hable sólo el rabino!
Se acallaba el alboroto al instante, y él seguía trabajando como una máquina, tranquila y escrupulosamente, echando al olvido, paso a paso, todas las aventuras de la noche anterior.
Trabajaba sin descanso, puesto que los trenes ómnibus, retenidos desde la víspera a causa de la tempestad, salían uno detrás de otro; cada pocos minutos sonaba la campanilla de la estación, temblaban las paredes, los silbidos desgarraban el aire y nuevas hordas de pasajeros se apiñaban frente a la ventanilla.
A pesar del trabajo extenuante, se sentía extrañamente decaído y cada vez más angustiado; había momentos en que le embargaba una somnolencia invencible, que le obligaba a ignorar el tumulto de pasajeros frente a la taquilla, a tenderse sobre el sofá para tomar un respiro y volver en sí; pero apenas lograba hilar un pensamiento, tenía que volver al trabajo, porque en la ventanilla, los viajeros alborotaban con insistencia y enfado crecientes.
—¿Adónde? ¿En qué clase? ¡A callar, judíos! ¡No tengo suelto! —gritaba irritado sin poder dominarse, y arrojaba el cambio y los billetes con una furia tal, que se desparramaban por el suelo.
Entró en la oficina la sirvienta del jefe de estación, y como no la reconoció, le gritó de buenas a primeras:
—¿Qué quieres? ¿De dónde sales?
—La señorita que le envía esta carta y le pide a usted, señor cajero…
—¿Qué señorita? Yo no tengo ninguna señorita. No me marees.
—La señorita Irene, que le pide a usted por favor que…
—¡Vete al diablo, tú y tu señorita! —le gritó con furia.
La criada lanzó un paquete sobre la mesa y huyó despavorida.
—¡Gansa! —gruñó sin saber por qué ni a quién, y volvió a su trabajo.
No tardó en emprenderla también con los pasajeros; incluso insultó a una mujer que, cuando iba a pagar el billete, le rogó con voz quejumbrosa:
—Señor, ¿no podría usted hacerme una rebaja, aunque sea de un zloty?
Su exasperación crecía por momentos; se sentía enfermo y terriblemente desdichado. Le temblaban las manos, tropezaba con los muebles, se equivocaba al entregar los cambios, no comprendía lo que le decían y a veces ni siquiera los oía. Se movía en un estado de semiconsciencia. Y por si fuera poco; el trasiego en la estación aumentaba hora a hora; cada vez entraban más trenes, y cada vez más pasajeros se aglomeraban en los andenes y las salas de espera. De todas partes acudía gente que había sufrido retrasos a causa de la tempestad. Era tal el tumulto, que las paredes parecían temblar. A Josio le estallaba la cabeza a causa de la mezcolanza de voces, campanas, silbidos de máquinas y estruendo de trenes, y le enervaba hasta el dolor la luz del sol y el resplandor de la nieve, así que decidió bajar la persiana de la ventana. Al divisar la multitud de caftanes negros sobre el andén, soltó con rabia:
—Deambulan por la nieve como cucarachas. ¿Por qué esos perros siempre andan de un lado para otro? Uno está clavado en su lugar como un canelo en su caseta, y un judío piojoso cualquiera se mueve como pez en el agua y se larga adonde más le gusta —monologaba encolerizado.
Tras la salida del tren ómnibus, cuando estaba aprovechando el intervalo más largo para dar una cabezada echado sobre el sofá, irrumpió Magda, la gordinflona sirvienta de los Soczek.
—El almuerzo está servido, señor.
—¡Ojalá revientes como una pompa de jabón! No voy a almorzar, ¡no tengo tiempo!
Y no fue, pero como tampoco pudo seguir durmiendo, se dirigió al bar para tomar un café. La sala estaba hasta los topes; la señorita Marina imperaba detrás del mostrador con toda su hermosa majestad, observando orgullosa a los mozos. Con los pechos bajo el jersey blanco arremolinados amenazadoramente sobre los entremeses, el rostro empolvado más blanco que la nieve, los labios encarnados como una herida abierta y los chispeantes ojos pintarrajeados de negro, escanciaba las copas con toda dignidad y pompeaba la cerveza con auténtico placer.
Recibió a Josio con la más tierna de las sonrisas e incluso le concedió unos minutos de su precioso tiempo para regañarle.
—Temía por usted. Podría haber pillado un resfriado de muerte.
—Sólo agarré la borrachera del siglo y me quedé roncando en el furgón hasta el día siguiente.
—Sí, el señor Soczek me comentó que todos exageraron…
—Verdad, se pusieron morados de tanto comer y aún más de beber —respondió Josio con desdén.
Después guardó silencio, acosado por los recuerdos de aquella noche, que acudían a su mente con una claridad implacable. El corazón se le encogió de pena.
—Ni siquiera me reconoció, ¡que el cielo la confunda! —exclamó.
Y sin embargo, esta maldición furibunda no logró ni ahuyentar los fantasmas, ni aplacar el resentimiento, ni detener la melancolía. Una nueva ola de tristeza le embargó el corazón.
—¡Tuvo que ser algo fantástico! —balbuceó de nuevo la señorita Marina—. Con una noche así, de lobos, una hoguera, los trenes enterrados en la nieve, ¡qué barbaridad!
—Sí, fue algo maravillosamente estúpido —murmuró Josio como para sí mismo.
Raciborski fue a sentarse junto a ellos, e inclinándose y señalando al sol, afirmó:
—Vive Dios, que hoy se nota un aroma primaveral.
—Más bien, un aroma a coñac.
Josio se apartó ligeramente, porque el caballero apestaba como una cuba recién abierta, pero éste no pareció ofenderse y, con un suspiro tristón, replicó:
—Por desgracia sólo a cerveza.
—Al menos podría ser un vino húngaro.
—A caballo regalado no le mires el diente. Yo no soy hombre de exquisiteces, yo bebo lo que Dios tiene a bien darme, con tal de que sea en buena compañía.
—¡Y con tal de que sea en cantidad!
—Le confesaré, con toda franqueza, que prefiero diez jarras de buena cerveza que una botellita de cualquier meado de ésos que dan por ahí. Así soy yo. A propósito, ya he entregado mi apelación al senado y dentro de un par de meses recibiré el veredicto final.
—Sí, sí, yo conozco a uno que se cansó de tanto esperar.
—¡Una verdad como una catedral! Ganar, ganaré, como que hay Dios, pero entretanto estoy echando los bofes de tanto tormento. Además, ya se sabe, del árbol caído todos hacen leña. Uno tiene que ser escurridizo como una trucha para moverse entre esas sanguijuelas.
—El descamisado no teme que le quiten la camisa; no se preocupe tanto, no le arrancarán la piel.
El caballero se le acercó un poco más para lamentarse de su suerte a sus anchas, al mismo tiempo que tanteaba a cuánto podría ascender el sablazo de ese día. Josio parecía no escucharle, absorto en la cháchara de los viajeros y en los montones de maletas que se apilaban contra las paredes.
Observaba con suma atención los rostros de todos y cada uno de los pasajeros.
—¿Adónde cree usted que va esa gente, y por qué? —le preguntó con animación repentina.
—¡El Diablo lo sabe! En otros tiempos, uno sabía que el noble iba de visita; el judío, de viaje de negocios; el burgués, a Karslbad, y el campesino, de romería. Pero lo que es ahora, amigo mío, todo está patas arriba. Todos corren como un perro tras su propio rabo, y nadie sabe bien por qué, dónde y cómo.
—¡Viajar se ha convertido en un placer moderno!
—¿A esto le llama usted placer? Estrujados como arenques en un barril, tragando polvo y humo, empujándose, sacando los hígados por la boca, ojo avizor a las maletas y oreja a la escucha de los silbatos… ¡A la porra con ese tipo de placeres!
—¡Exacto! De tren en tren, de ciudad en ciudad, de país en país, del barco al tren, de la barca al carro, al caballo o al automóvil… Lo que sea, con tal de que vayamos lo más rápido y lejos posible.
—¡Usted también lo tiene fácil! Los billetes regalados, el dinero lo recibe en mano del señor Szenelcug y ¡hala, a correr mundo!
—Efectivamente, no tardaré en marcharme de aquí —afirmó Josio con gran seguridad.
—¿Lejos?
—¡A Europa! —respondió lacónicamente, y cayó después en un profundo ensimismamiento.
—A propósito, le quería comentar que mi casero es un miserable.
—¿Le ha desahuciado?
—¡Hombre, cómo iba a atreverse a hacerme algo así! Se limita a tomarme el pelo. Por ejemplo, esta mañana tenía ganas de fastidiarme: he llamado, como siempre, para que me trajeran el café, y nada, rato y rato esperando y no me lo traen. Vuelvo a llamar… Nada; grito pasillo abajo, porque tenía un hambre que me mordía los codos, y siguen ignorándome como a un perro. Ni un alma. Total, que he montado una de cuidado; poco ha faltado para que el hotel saltara por los aires. Acude volando el lacayo y se justifica diciendo que están arreglando la cocina y no habrá desayuno. Le he dado un soberbio guantazo y ha tenido que traérmelo de la pastelería. No me gusta nada todo eso. Es una provocación. No se lo voy a dejar pasar.
—Múdese usted, será la mejor forma de castigarlo —le sugirió Josio con malicia.
—Así lo haré. Se lo juro. Como esa gentuza no sea capaz de comprender el honor que les hago al alojarme en su casa, me pasaré a la competencia.
—Sí, ya conozco a su casero. No es más que un bellotero que prefiere el dinero al honor —constató Josio.
—Desde luego, el dinero no lo va ni a oler. Bueno, a no ser que gane el proceso —dijo Raciborski.
—Pues tendrá que esperar un poco —consideró Josio, mientras se levantaba de la silla, porque ya habían anunciado un tren.
Raciborski le acompañó hasta la taquilla, agarró un puñado de cigarrillos y, tan sutil como tenazmente, empezó a insistirle a Josio para que le prestara algo de dinero. Éste, por fin, perdida la paciencia, le respondió con brutalidad:
—¡Así no se consigue el dinero! ¡Hoy no puedo!
Raciborski, ofendido, se caló la gorra de medio lado, le tendió dos dedos a guisa de despedida y salió dando un fuerte portazo.
Josio, a quien el caballero ya había sacado de quicio, le gritó desde la puerta:
—¡Ni hoy ni nunca! ¡Carroza, loco, despojo de la nobleza!
Se puso a trabajar, pero en su estado de absoluta desconcentración sólo veía dos columnas de cifras sin orden ni concierto.
Trataba en vano de fijar la atención; se restregaba los ojos y ante él aparecía una niebla espesa que le velaba el mundo. Todo su ser se hallaba inundado por un raro anquilosamiento, por una apatía infinita; ni siquiera se sorprendió cuando al anochecer se presentó Frania, vestida como para emprender un viaje, con un fardo envuelto en periódicos bajo el brazo y unas botas de caucho de hombre. No percibió estos detalles, ni tampoco sus ojos llorosos o su alterado estado.
—¿Te vas de paseo? —le preguntó Josio como si tal cosa.
—Seguro, para paseos estoy yo. Me voy…
—¿Y ahora qué mosca te ha picado?
—Ya estoy harta de aburrirme en una casa vacía, así que me largo. Hasta un perro aspira a romper su cadena —respondió la joven, dándole la espalda y simulando observar el vagón de reserva sobre las vías.
—Pues haberte ocupado en algo. Tenías libros.
—Yo no entiendo sus libros. Las letras no son para mí.
—Siéntate. Todavía falta media hora para el rápido. ¿Has almorzado?
—¡Me he hartado como cuatro putas!
Intentó reírse de su propia gracia, pero le asaltó un repentino ataque de tos. Se dejó caer sobre el diván.
—Estás terriblemente resfriada —le susurro Josio compasivo.
—Porque, ayer, esa atontada de Magda calentó tanto el horno que hube de abrir la ventana para no ahumarme como un salmón. Y he agarrado un buen resfriado.
No quería reconocer que su estado había empeorado por haber pasado la noche entera esperándole.
—Tienes que curarte de una vez. Te daré una nota para nuestro médico, el de los ferroviarios.
—¡Ojalá me muriera de una vez! —exclamó frenética.
—¿Adónde vas?
Josio alzó los ojos hacia Frania, pero no la veía.
—Hasta donde me lleve la vista. ¿Es que hay pocos hombres que me esperan?
Y se interrumpió con la esperanza secreta de que él la retuviera. Sin embargo, Josio no respondió; sentía más bien alivio ante su marcha, ya que Frania, en realidad, lo aburría e incomodaba.
—Me voy con mis clientes de siempre. Como estamos a primeros de mes, aún deben de andar bien de dinero; me haré con ellos todas las estaciones hasta la frontera, hombres no faltan… Y no todos son tan insensibles como usted.
Terminó de decirlo entre lágrimas, y al final, con la cabeza apoyada en un flanco del diván, estalló en un llanto doloroso.
—No berrees, que aún vendrá alguien y pensará que te he hecho algún daño —le dijo Josio con dureza.
—No lloro, sólo que algo me oprime el pecho —se justificó, enjugándose los ojos apresuradamente.
Y cuando Josio volvió a abrir la taquilla y a vender billetes para el rápido, Frania se sentó en un rincón junto a la caja de caudales con la mirada, llena de ternura, puesta en él.
—Toma unos cuantos cigarrillos para el camino, están en el cajón —le dijo Josio por encima del hombro.
La joven no se movió del sitio; enjugándose las lágrimas que le rodaban por las mejillas, seguía mirándolo fijamente, como si quisiera grabárselo en la memoria de por vida.
—Quedamos en ir juntos a la fiesta de Mikado —le recordó Josio.
—Mikado también es un canalla, como todos los hombres —soltó ella con odio.
Se hizo un silencio largo y pesado. Únicamente se oía el tintineo de las monedas, los requerimientos nerviosos de los pasajeros y el ruido de los billetes al ser timbrados.
De vez en cuando, también se oían los suspiros ahogados de Frania.
Cuando el tren hizo su entrada en la estación, Josio se volvió hacia ella y le recordó:
—Ten cuidado, Frania. Aún te va a oír uno de tus hombres; incitará a otros y convocarán una huelga todos juntos.
—¡Que os parta un rayo a todos! —gritó sin poderse contener.
—¿Qué he hecho yo de malo?
—Usted, usted, usted… —repetía con una voz cada vez más sofocada, con las palabras atrancadas en la garganta y el pecho desgarrado por un dolor agudo. Apenas si podía respirar y faltaba poco para que el corazón le saltara del pecho—. ¡Usted es peor, el peor! —escupió por fin.
Josio la miró con asombro, sin comprender lo que le sucedía, y le dijo en un tono desdeñoso:
—El enojo estropea la belleza.
—Por su culpa he pasado una vergüenza… —Frania retomó la palabra, casi sin respirar, luchando contra sí misma para no estallar en una dolorosa queja.
—¿Por mi culpa? ¿Qué cuento es ése? ¿Cuándo? ¿Dónde? —le preguntó con dureza, acercándose a ella.
Se lo habría contado de no haber sido por un largo y extenuante ataque de tos, que al pasar, se llevó consigo el enfado, así que sólo tartamudeó:
—Cuando una está enfadada, no sabe lo que dice.
—Pues recuerda, Frania, a quién hablas y lo que dices —replicó Josio con severidad, y se dirigió de nuevo a la ventanilla.
Apareció el asistente, encendió las lámparas y se esfumó. Con una frecuencia y un encarnizamiento cada vez mayores, Josio discutía con los pasajeros y arrojaba el dinero al cestillo tan rabiosamente, que las monedas se desparramaban por el suelo. Ya más tranquila, Frania sacó del bolso un espejito, lápices, un papel con polvos y un pedacito de algodón sucio; se empolvó cuidadosamente la cara llorosa, se pintó los ojos enrojecidos, se aplicó carmín a los labios lívidos, se arregló los cabellos despeinados y agarró unos cuantos cigarrillos para el viaje.
Se sentó de lado para huir de las miradas curiosas de los pasajeros.
De vez en cuando, Josio le echaba una mirada, pero parecía como si de verdad no la viera. Ella, en cambio, lo contemplaba con gruesas lágrimas en las pestañas y los ojos embelesados, como un perrito pateado y fiel, que limosneara su amor callado y tímido.
Apenas el rápido se detuvo en la estación, Josio cerró la ventanilla:
—Frania, ya es hora de irse. ¿Te doy un billete?
—Siempre voy de gorra… Si todos me conocen.
La joven se aprestaba a salir con lentitud, con la esperanza amarga de que él le dijera: «Quédate, Frania».
Pero no lo dijo; le deslizó en el guante un dinero y le ayudó a ponerse el abrigo. La primera campanilla resonó en el andén; Frania empezó a temblar de la cabeza a los pies, como presa de la fiebre: no podía anudarse el pañuelo de puro nerviosismo, las pestañas doradas batían como las alas de un pajarillo herido, los ojos parecían sin vida y en la garganta se le atravesaba una súplica. Sin embargo, sólo fue capaz de balbucear:
—En casa de Mikado siempre hay alegría… Irá usted, ¿verdad? ¿Irá?
—Claro. Es un compañero, tenemos que despedirnos.
—Hasta la vista, entonces, señor Josef, hasta la vista.
Quiso besarle la mano, pero él la apartó con impaciencia. Ella sonrió de un modo indefinible, mientras trataba de dar con la manija de la puerta.
—¡Hoy estás como en otro mundo! —exclamó Josio con inquietud, abriendo la puerta.
—Sí, estoy algo mareada… Me he debido de atufar con el horno… muy caliente…
De pronto, cerró la puerta violentamente y se apretó contra el pecho de Josio; le agarró del cuello y lo besó con toda la pasión, la fuerza y la potencia de un amor largo tiempo escondido. Con toda la desesperación del adiós.
—Frania, ¿qué haces? ¡Puede venir alguien! —se defendió Josio, desagradablemente sorprendido.
—Le quiero muchísimo, eso es lo que tenía que decirle, bueno, y también advertirle de que no ande en tratos con la señora Soczek —le susurró con febrilidad, entre besos más y más apasionados.
—Te has enfadado hoy por algo, ¿no? —le preguntó Josio, intentando arrancarse de sus brazos.
—Después, si quiere, écheme a patadas, pero antes óigame, porque usted me da lástima. Josio, yo no soy más que una cualquiera que va de estación en estación… Todo el mundo lo sabe… Pero la Soczek es cien veces, mil veces peor que yo. Usted, ni siquiera se lo puede imaginar. Está casada, tiene su casa, todos la consideran una mujer decente, ¿verdad? Pues anda con los oficiales. Podría jurarlo ante un tribunal. He visto con mis propios ojos a una alcahueta que la visitaba, una mujer de las que arreglan esa clase de cosas. Pregúnteselo a la vieja Golda. Esa zorra aún le va a contagiar algo que ni san Lázaro le curará. Pero si no es más que una puta de la soldadesca… ¿De dónde cree que saca el dinero para sus trapitos? No se enfade conmigo, por favor, tesoro mío, cariño… Yo daría mi vida por usted, yo… —balbuceaba inconsciente, sin poder casi respirar por la emoción.
Volvió a sonar la campana de la estación y se dejó oír el silbato del revisor.
Frania se separó de él y fue corriendo hacia el tren, que ya estaba arrancando.
Josio estaba tan sorprendido y aturdido por lo inesperado de la escena, que ni siquiera pudo ver el tren salir.
No lograba entender por qué lo había puesto en guardia contra la Soczek.
Le daba vueltas y vueltas al tema, sin dar con una causa definida; en cuanto a las acusaciones, no les concedió demasiada importancia. Sabía de sobras que a lo largo de toda la línea de ferrocarril circulaban los chismes de forma incesante, que no había ni una sola mujer a la que no hubieran difamado, denigrado y echado barro más de cien veces; que siempre y en todo lugar, todos escarnecían a todos, sin piedad ni misericordia, igual, por otra parte, que ocurría en toda Polonia, de modo que sonrió indulgente al recordar las palabras venenosas de Frania, mientras se limpiaba con aprensión sus besos apasionados de la cara.
—Me ha ensalivado como a un ternero; gracias a Dios que se ha largado ya.
Respiró aliviado y empezó a abrir el sobre que había traído la sirvienta.
Era un álbum enviado por la señorita Irene, quien, en una carta anexa, le rogaba que escribiera en él algún aforismo o algo por el estilo.
No le apetecía lo más mínimo, pero como en la carta le rogaba de una manera muy cortés que se lo llevara en persona ese mismo día, porque estaba a punto de salir de viaje, Josio se puso a hojear aquel álbum acartonado, paseando su mirada hastiada por los numerosos versitos, aforismos y sentencias escritas en tintas de colores que contenía. Por ejemplo, sobre una de las hojas, rodeado por una corona pegada con flores de edelweis, se leía un verso escrito en negro y con una caligrafía barroca y lánguida al mismo tiempo:
Buenas noches, amado rosal
Como quieras, vuélvete hacia la pared
Buenas noches
Estaba firmado con las iniciales K. T.
Unas cuantas páginas más allá pudo ver un aforismo de Stanislaw Przybyszewski[16].
Le es difícil vivir a quien no está acostumbrado.
Y al final de la página, una feminista contumaz había añadido:
Incluso el mejor de los maridos es el peor de los hombres.
Acabó por leer todo el álbum, hasta el final, y extraordinariamente divertido, escribió en él:
En la vida, como en el tren, a todos nos gustaría ir de gorra…
El mundo es una gran estación de ida y vuelta; la gente se arrastra por todas partes y en todas las direcciones, pero sólo los maquinistas deben estar atentos a las señales de alto.
El taquillero es Dios, sólo ve las manos tendidas hacia él.
Lo firmó con una petulancia resoluta y se fue corriendo a casa de la señorita Irene, quien no mostró especial entusiasmo ante ese aforismo ferroviario. Con todo, le insistió para que se quedara a cenar. De súbito, en la habitación contigua, se oyó un gran alboroto. Era toda la panda de jefes de estación, que estaban de tertulia.
—Por nada del mundo, aún amo la vida —declinó Josio.
—Pues vayamos a mi cuarto, allí hay silencio…
—Gracias, pero por nada del mundo entraría…
—¿Por qué? No le comprendo. —Se puso a buscar sus binóculos con vehemencia.
—Porque ahí murió uno de mis compañeros.
—¿Murió? ¿Cómo es posible? ¡No sabía nada! —tartamudeó Irene asustada.
—Ahí pereció el desdichado. Ahí vivía también, tiempo atrás, la hermana de la esposa del jefe.
—Sí, mi prima; no entiendo la relación…
—¡Ahora mismo se lo explico! Era una mujer que sentía gran curiosidad, como todas las recién llegadas a la línea, de modo que se pasaba el día en la ventana mirando los trenes. Resulta tan agradable sonreír a los pasajeros. El auxiliar del jefe de estación era entonces un joven muy apuesto y, como ella también era una mujer agraciada, la historia empezó como suelen empezar esas historias: que si ella le guiñaba un ojo, que si él la observaba a hurtadillas, que si se lanzaban unas sonrisitas, hasta que por fin entablaron cierta relación. Vinieron a continuación los almuerzos en casa del jefe de estación, los envíos de flores, los paseos a la luz de la luna y la culminación: los encuentros a solas en esa habitación, y bueno… se tomaron tantas libertades, que pillaron al pobre chico y no le quedó más remedio que casarse. Es decir, desapareció para siempre y, en consecuencia, no debería usted extrañarse de que me atemorice esa habitación —concluyó entre risotadas.
La señorita Irene, que por fin había encontrado sus binóculos y se los ajustaba sobre su nariz puntiaguda, le lanzó una mirada fulminante y salió sin decir ni pío.