I

—¿Y cómo se llega hasta allí?

—Se va con funicular hasta Vomero. No lejos de la estación, al final de la montaña, se halla el convento de San Martín, y pegado a él, la terracita de un café. Desde ahí podrá contemplar el paisaje más hermoso de la tierra: toda la bahía resplandeciendo a la luz del sol hasta el horizonte cerrado por los islotes. Nápoles a sus pies. El Vesubio frente a usted, y desde Capri hasta Micenas, una gigantesca cadena de montañas escarpadas, de un azul intenso, cierra ese prodigioso país de viñedos, pinares y olivos sumergidos en el celeste del mar y en el dorado del sol.

—Muchas gracias. No sabía que usted hubiera viajado —le dijo alguien con asombro, mientras unas manos recogían el billete y el cambio.

Josio sonrió melancólico, escribió con tiza sobre el mostrador negro el número del billete vendido y, alzando la cabeza, susurró en francés:

—No siempre he sido vendedor de billetes.

Alguien se inclinó con vehemencia; unos ojos brillaron en la ventanilla y se extendió una mano blanca, cálida.

—¡Cuánto le compadezco!

Josio estrechó la mano tendida e hizo una larga pausa con la mirada perdida a lo lejos, como si errara por los recuerdos de la bahía celeste. Suspiró penosamente, atusándose los cabellos, rubios y rizados.

Detrás de la ventanilla empezaron a oírse unas voces de enojo, y a través de los cristales, polvorientos y rajados, centellearon miradas inquietas, rostros febriles y movimientos nerviosos. Una muchedumbre se apiñaba ante la taquilla y golpeaba el cristal con una impaciencia cada vez mayor. Por fin, Josio pareció despertar, volvió a suspirar con tristeza y, sonriendo melancólicamente, se puso a trabajar.

Escuchaba las demandas, cogía los billetes de estrechos compartimentos, los sellaba, los dejaba sobre las palmas extendidas, recogía el dinero y entregaba el cambio. Y lo hacía todo rápida y serenamente, con una gran parquedad de movimientos, como un autómata.

A cada instante, alguien le lanzaba el nombre de una estación; a cada instante, una mano distinta llegaba con alguna exigencia, pero Josio las conocía tan a fondo que, sin levantar la vista, ya sabía qué clase y qué destino iba a vender. A muchas de estas manos les sonreía con afabilidad, a algunas las estrechaba con sumisión, de algunas se mantenía a una digna distancia, a muchas fingía no verlas e incluso de no pocas se apartaba con repugnancia. Sin embargo, a la mayoría las trataba con indiferencia, como a una masa gris e insignificante; muy de vez en cuando, si pasaban fugazmente unas manitas blancas y perfumadas, las seguía con amorosas miradas.

Hora tras hora, frente a la ventanilla abierta, se le ofrecían las manos más diversas; aparecían y desaparecían incesantes ante sus ojos: hermosas y feas, jóvenes y viejas, desgraciadas y afortunadas, manos-garras y manos-flores, manos hechas para las caricias y los besos, manos hechas para arrastrar cadenas.

Un silbido penetrante cortó el aire y temblaron los muros de la estación. Un tren hacía su entrada en el momento justo en que se terminaba el cortejo de manos y Josio echaba una ojeada a la estación.

Grandes copos de nieve iban cayendo, espesos, húmedos; el andén era un hormiguero alborotado; el jefe de estación se paseaba solemne con su gorra roja y sus guantes blancos, mientras los gendarmes permanecían inmóviles, rígidos como columnas que sostuvieran ese día de invierno, lívido y aterido.

El tren se detuvo, y se formó un gran alboroto: se cerraban de golpe las portezuelas, los viajeros asaltaban los vagones, los conductores corrían. El muchacho que vendía la prensa se desgañitaba, en tanto un mozo embutido en un frac, con la servilleta blanca sobre la cabeza calva, deambulaba por los vagones con una bandeja llena de vasos repitiendo monótonamente:

—¡Té, café! ¡Café, té!

Josio contemplaba la escena con calma, pero de repente, como si alguien le mordiera en el centro mismo del corazón, murmuró furioso:

—¿Y por qué, maldita sea su sangre, irán de un lado para otro, viajando por el mundo?

Lo corroían los celos; se retiró de la ventanilla y se puso a contar el dinero. Al darse la vuelta de nuevo, el tren ya había desaparecido, y la nieve caía cada vez más espesa, blanqueando los tejados de los depósitos y la tierra entre los raíles negros y relucientes. Reinaba el aburrimiento: los cables del telégrafo gemían tristemente y la máquina de reserva corría enloquecida entre penetrantes silbidos; tras los depósitos, se oía el estruendo de los vagones empujados, y en la casa del jefe de estación, aporreaban un piano de cola sin fin ni misericordia.

Josio cerró la taquilla y mientras pensaba qué podría hacer hasta la llegada del rápido, para el que faltaba una hora, el guarda le trajo un telegrama.

«Llegaré en el rápido, espéreme en la estación», decía el telegrama, que leyó, hizo pedazos y arrojó al suelo.

—Esa mujer tiene el don de la oportunidad. Si no le he pedido que viniera…

Con un humor de mil diablos, entró en la cantina, pero también ahí imperaba el vacío y el aburrimiento; detrás de los aparadores, una pareja de ferroviarios jugaba al mus, empinando el codo al mismo tiempo; les observó jugar durante unos instantes, y después, parado, como inerte, clavó los ojos en el reluciente frutero de cristal del mostrador y en las botellas colocadas alrededor de una palmera artificial.

La camarera, sentada en una mesita en el rincón, le preguntó con viveza:

—¿Qué le sirvo? ¿Quizá un ajenjo con unas gotitas? Le irá de perlas con este tiempo.

—Prefiero un café negro y su compañía.

Josio se sentó al otro lado de la mesa y se fijó en la labor que la camarera tenía entre las manos.

—Un tapete, claro, y para el cura vicario —comentó.

—¡Y para quién iba a ser! ¡Mire usted… qué bonito!

—Sí, una preciosidad: la hierba azul, un nido rosa y unos pajaritos de color canela. ¡Tan precioso que me entran ganas de estornudar!

Ella le lanzó una mirada de reproche que hizo reír a Josio.

—Qué malicioso que es usted conmigo, qué malicioso —dijo la camarera en un tono infantil.

—Yo por usted haría lo que fuera —exclamó él, patéticamente.

—Qué va, nada de nada. —Y le enseñó la punta de su lengüecilla roja. Luego, con el abundante busto apoyado al borde de la mesa, le preguntó provocativa—: Bueno, ¿y qué, señor Josio?

—¿Qué de qué? Que estamos a lunes por la mañana, señorita Marina.

—¡Y en marzo! —se rió ella, golpeándole con el ovillo.

Detrás de los aparadores, estalló una fuerte algarabía y alguien gritó:

—¡Señorita Marina, cuatro fuertes con unas lágrimas!

—¡Y cuatro cervecitas para abrir boca!

Marina empezó a afanarse por el mostrador y, mientras bombeaba las cervezas, miraba a Josio suspirando tan profundamente que el repleto corsé se le subía hasta la misma barbilla. Le temblaban todas las costuras y los botones; los colores iban y venían en su rostro fuertemente empolvado y salpicado de granos violáceos.

Empezó a sacar las bebidas de detrás del mostrador; de pronto se oyó un chillido:

—¡Ay, por mi madre! Las manitas quietas, que se las rompo.

Estallaron risotadas burlonas; alguien pareció forcejear, se volcaron las sillas, y la mujer salió corriendo, encendida, entre resuellos, arreglándose los cabellos. Era una muchacha fea y ridícula: tenía la cabeza como la de un perro de lanas amaestrado, enormes zarcillos le colgaban de las orejas y su redonda cara tenía pegados una nariz respingona, unos labios finos y repintados, y unos ojillos ribeteados de negro. Volvió a sentarse en el lugar de antes, y entre suspiro y suspiro, se oyó cómo se le rompía algún corchete del sostén.

—Por mi madre, que está hecho usted un buen tontorrón —le dijo a Josio con acritud.

—Porque yo siempre tengo las manos quietas, ¿no?

A Josio empezaban a irritarle sus reproches.

—¡También usted! —pareció ofendida, pero al cabo de unos instantes, con unos ojillos lánguidos, le susurró con ardor—: Usted es como un vegetal… La gente se muere por usted… le desean… y usted no se da cuenta de nada… y siempre solo, con sus libros…

Josio soltó una carcajada y le respondió, inclinándose hacia ella:

—En cambio me doy cuenta de todo lo que pasa en la estación. Incluso sé lo que Adam le dijo ayer detrás del mostrador… Y hasta sé que usted, señorita, no llevaba corsé.

—¡Qué disparate! ¡Estos hombres son peores que el diablo! ¡No hacen más que chismear por las oficinas! —Enfadada y con ganas de cambiar de tema, le gritó—: Sabe, la coronela ha preguntado por usted otra vez.

—¿No tiene bastante con todo el regimiento de oficiales?

—Al parecer, todos los meses cambia de ordenanza… no puede decidirse…

Dos maquinistas llegaron para tomar unos vodkas, y Marina volvió a ocultarse tras la barra. Josio bebía el café ya medio frío y contemplaba a través de la ventana cómo los trenes de mercancías se deslizaban por la estación cual serpientes de lomo blanco, nevado. Se oían fragmentos de una conversación y el tintineo de vasos procedente de la sala de la cantina.

—¿De verdad no tiene usted miedo de dormir sola, de verdad? —volvió a provocarla Josio.

—Que me voy… por mi madre… si me lo vuelve a decir…

De repente volvió a armarse una bronca; alguien golpeaba la mesa y se esforzaba en demostrar con pasión que el otro hacía trampas, que le engañaba, por lo que le amenazaba con partirle la cara.

—Tú di lo que te salga de las narices, pero el coñac que has perdido lo tienes que pagar —le respondía el amenazado.

—Vamos, que no hay que meterse en peleas de amigos —se rieron los maquinistas, y salieron al andén cubierto de nieve.

En ese mismo instante, se abrieron las puertas de entrada de par en par, resonaron unos sables envainados y dos mozalbetes se dirigieron a paso marcial directamente hacia la barra.

La señorita Marina se empolvó la cara y se pintó los labios tras la palmera artificial; irguió los pechos sobre las campanas de cristal de los entremeses, puso las copas sobre la bandeja y aguardó con la botella preparada.

—¡Dos grandes, sin mezcla! —anunció con una dulce sonrisa, escanciándoles.

Y se lo bebieron.

Les sirvió otra vez mientras les lanzaba miradas de mujer fatal.

Y se lo bebieron.

Y los siguió sirviendo de modo automático, sin soltar ya la botella.

Y se lo bebieron.

Quiso servirles una vez más, pero uno de los mozalbetes ordenó:

Dawolno![1]

La señorita Marina, con gran dignidad, dejó la botella, y los mozalbetes, apoyados en el mostrador, observaron larga y torpemente los entremeses expuestos.

—¿Hay arenque? —preguntó uno de ellos, al mismo tiempo que echaba una mirada torva al pecho de la mujer.

Ella le pasó un plato, con una sonrisa encantadora.

—¿Y hay caviar fresco?

La voz del joven parecía empañada de lágrimas.

La señorita Marina le abrió una lata, alcanzó un plato y metió una cuchara en la masa gris de las huevas.

—La ración entera, ¿verdad? Mejor se lo aliño con cebolla y aceite.

—¿Y pescaditos hay? —le preguntó el joven en mal polaco como si no hubiera oído la propuesta de Marina.

—¡Todo lo que los señores deseen! ¡Jan! —gritó la mujer en dirección al mostrador.

El mozo, de frac, les ofreció una larga carta blanca, haciendo una reverencia.

—¿Y Chateau-Laffitte hay? —soltó de repente el soldado con la misma voz lagrimeante.

El mozo les ofreció otra carta; el joven permaneció absorto, hasta que, por fin, encargó en un tono taciturno:

—Bueno, tráeme un vaso de té con limón…

Marina sacudió los hombros despectivamente, y el camarero se quedó boquiabierto. Los jóvenes se levantaron y marcharon con paso uniforme, medido, hasta la mesa de al lado.

Josio se partía de risa, pero como era la hora de la llegada del tren, se dispuso a salir. Apareció de súbito una pareja de viajeros con un elegantísimo equipaje, que el mozo de cuerda arrastraba y del que Josio no pudo apartar los ojos: eran unas maletas lisas, de piel, con los bordes reforzados en cobre y llenas de etiquetas multicolores con las direcciones de diferentes hoteles. Josio empezó a pasearse por la sala de la cantina y descubrió algo que le dejó fascinado: los extravagantes abrigos grises de la pareja, parecidos a camisones con faldas, que llegaban hasta el suelo.

—¡Inaudito! ¡Extraordinario! —decía, contemplándolos.

Los viajeros se sentaron a tomar el té, y él merodeó a su alrededor como si fuera a devorarlos con los ojos. Al oírlos hablar en inglés, puede decirse que Josio alcanzó el éxtasis.

—¡Ingleses! ¡Ingleses de verdad! —les comentaba a los conocidos en el bar.

Como sucedía a diario a la hora del expreso, la sala de espera se iba llenando. La ciudad entera lo aguardaba como si se tratara de una gran ceremonia. A cada instante, tintineaban las campanillas de los trineos y alguien entraba en la sala; a cada instante, se extendían por la sala animados saludos y se hacía más intenso el bullicio de las conversaciones y de las risas. En la cantina resonaban las copas y jadeaba la pompa de cerveza. La señorita Marina, recién empolvada y con el corsé henchido de orgullo, servía vodka tras vodka, entremeses, sonrisas encantadoras, cervecitas y miradas lánguidas.

Por la sala pululaban grupitos de matronas rollizas, de vírgenes etéreas, de esbeltos efebos, de triunfantes mostachos, de respetables barbas y de aún más respetables barrigas. Todos intercambiaban miradas y observaciones, tan discretas como mordaces.

Los sables aflojados golpeaban petulantes contra el suelo de piedra; aquí y allí estallaban risas argentinas; bajo los velitos blancos se disparaban ardientes miradas y las enaguas de seda susurraban inquietas; desde los sombreros se agitaban fantásticas plumas, y en los rostros blanqueados destacaban, provocadores, los labios púrpura; los gráciles cuerpos se doblaban con tal ímpetu que crujían los corsés.

Crecía la ponzoña de las palabras y de las bromas; la gente se agrupaba según las castas sociales, y se medían unos a otros con hostilidad e indolencia, de arriba abajo.

El ambiente se volvía denso por el olor cargante de los perfumes, los puros, la cerveza rancia y los vapores húmedos.

En determinado momento, en la sala se armó un gran revuelo; muchos pasajeros se retiraron hacia la pared o se sentaron por los rincones, sobre las maletas y fardos, porque todas las sillas y sillones ya habían sido ocupados por un distinguido público que chismeaba y no escatimaba elogios a la pareja de viajeros desconocidos. Tras una larga inspección, la señora presidenta en persona dictaminó:

—Son muy finos, deben de pertenecer a la aristocracia.

—¡Son ingleses! —aclaró Josio con humildad.

—Alguna pareja de lores, como en las novelas de miss Crafford —observó la presidenta, instruida ampliamente en los suplementos novelísticos del Bluszcz[2].

—Es verdad, incluso toman té y comen pan con mantequilla.

—En todas las novelas inglesas toman té con leche y comen tostadas con mantequilla —intervino Josio tímidamente, y fulminado por la mirada de la presidenta, retrocedió asustado de su propia osadía.

—Él se parece al primogénito de La golondrina de miss Braddon, ¿lo recuerda, mamá?

—Seguro que se trata de una pareja romántica —susurró la señora.

—Ya viene el señor Raciborski, él nos dirá quiénes son esos ingleses.

Era éste un miembro de la pequeña nobleza, un gigantón de cabellos canosos y bigotes negros y amenazadoramente erguidos, que vestía un abrigo gris forrado de piel y se tocaba con un gorro también gris. Después de haber besado la mano de la señora presidenta, murmuró con sarcasmo:

—¡Ésos son tan ingleses como yo de Yorkshire!

Le llovió un diluvio de preguntas. Hizo una elegante pausa y después declaró en voz baja:

—Ese lord no es otro que Walek Mietus, el hijo de mi antiguo herrero.

Todos se quedaron de piedra, sólo la señora presidenta no cejaba en su teoría:

—Pero ella seguro que es lady, con toda seguridad…

—Sí, lady Kaska[3], ¡la hija de mi cocinero! Qué romántico, ¿verdad? Se lo juro por Dios, no bromeo, estoy diciendo la pura verdad. Han venido a ver a la familia y ahora vuelven a América. Les conozco desde que llevaban pañales. A ese lord, respetable señora, más de una vez le propiné una paliza de muy señor mío, y la lady nos criaba los gansos. Ni más ni menos. El muy granuja se fue a correr mundo y ahora se presenta como un gran señor. La chusma va en alza, sin palo no se puede con ella…

Y a pesar de que el hidalgo era conocido por su tendencia a colorear la realidad, todo el mundo dio crédito a sus palabras, y como ansiosos de vengarse por la decepción sufrida, empezaron a mirar con animosidad a la pareja y se volvieron de espaldas. A su vez, la presidenta exclamó en voz alta:

—Está claro, hasta un jornalero, si tiene dinero, aparenta ser un lord.

Por el contrario, Josio estaba exultante con ese descubrimiento y deseaba ardientemente entablar conversación con la pareja, pero el guarda vino a buscarlo y tuvo que volver a la taquilla. Y de nuevo se halló frente a la ventanilla, y de nuevo las manos más diversas recogían sus billetes, caían rápidos los nombres de las estaciones, tintineaba el dinero, chasqueaba monótono el sello. Josio volvía a su trabajo de autómata.

Aquella tarde ni siquiera tuvo tiempo de contemplar los trenes; atendido el último pasajero, cuando estiraba con placer sus fatigados huesos, unas manos conocidas, envueltas en guantes negros, se deslizaron hacia él.

—Palabra de honor, no he tenido tiempo para ir a recogerte —se justificó lacónico.

Frania metió la carita ruborizada por la ventanilla.

—¡Cucú! Me puedo quedar, ¿verdad? Me he encontrado con esos currutacos de la línea y me han dicho que estaba usted en Varsovia, me querían llevar con ellos; tontos no son, tienen una colcha para tres y dos jergones. Me alegro mucho de haber dado con usted.

—¿Dispones de mucho tiempo? —le preguntó Josio algo intranquilo.

—¿Que si dispongo de mucho tiempo? —Se partía de risa—. ¡Podemos divertirnos todo lo que usted quiera! Pero primero debo poner un poco de orden al asilo.

—Aquí tienes la llave. Iré a casa en cuanto pase el expreso. El alcohol está detrás del armario, la cocinilla en el horno, el té y el azúcar donde siempre. ¿Tienes hambre?

—¡De lobo! He venido sin una perra gorda, a la buena de Dios. Sabe, como apareció el revisor, tuvieron miedo de dejarme ir de gorra, como suelen hacer, y me echaron del tren, así que hube de esperar a un segundo tren. Venga cuanto antes, preciosidad. Su Frania se lo pide…

Empezó a hacerle zalamerías, pero de repente le asaltó una tos seca, aguda.

—¡Otra vez estás resfriada! Anda, ten este dinero y cómprate algo para cenar.

Cuando dejó de toser, ella le abrazó con una mirada amorosa y le dijo lloriqueando:

—El médico me ha aconsejado pasar un par de meses en Zakopany[4], asegura que lo que tengo es de la mala vida. Un sujeto gracioso, ¿eh? Y yo que podría pasarme los días enteros vagabundeando, igual que esas tías gordas que van por las estaciones; tal vez me paguen la estancia entre todos mis hombres, ¡a escote! —Y estalló en una risa larga, mordaz—. Sí que me darán, sí, una enfermedad y el viaje gratis al hospital —soltó en voz baja antes de marcharse.

Josio la miró compasivo, cerró la taquilla y se dispuso a escribir, pero al ver en el andén a Raciborski, el hidalgo, le hizo una seña. Éste se le acercó de inmediato y de buen grado, porque no hacía otra cosa que pasar los días holgazaneando por la estación.

—¿Es verdad lo que ha contado usted acerca de los falsos ingleses? —le preguntó Josio.

—Nada más auténtico. ¿Tiene un cigarrillo? He olvidado los míos en casa. Puede convencerse usted mismo, aún están sentados en la sala. Esperan el expreso. Y cómo iba a ser de otra forma, lord Mietus sólo viaja en expresos. Mencionó, precisamente, que por el camino, harían un alto en Niza, un par de semanas, ya que lady Kaska se siente muy cansada a causa de nuestro clima. ¡Mire usted por dónde, respetable señor! ¡Ja, ja, ja! —Casi se desmayaba de risa sobre el sofá de hule.

—¿Ha hablado de eso con ellos? —inquirió Josio.

—Ayer, en la confitería. Tengo una vista de lince y en cuanto entraron, les reconocí. Me dije, no se te caerán los anillos por ir a saludarles, de modo que me acerqué y les solté a bocajarro: «Walek, chico, ¿cómo estás?». Se rió a mandíbula batiente, me palmeó el hombro y respondió con toda la pachorra: «¡Yo no estoy mal, Kasio, pero dicen que tú ya “estás fuera de circulación”!»… Se me revolvieron las tripas, la sangre se me subió a la cabeza, y el tío como si nada, me presenta a su mujer y me pasa una silla. ¿Qué iba a hacer? ¿Montar una trifulca con un canalla en un lugar público? Por otra parte, pensé, bueno quizá sea una costumbre americana, que lo parta un rayo, de modo que me senté, y el tipo me contó toda su historia. Le aseguro a usted que supera lo imaginable. Empezó como un simple obrero y ahora está hecho todo un ricacho, un millonario. Habla inglés como nada y francés con soltura; me quedé de una pieza. ¡Un Mietus como él, un simple jornalero, amigo mío! Y la lady Kaska, se lo digo, toda una dama, una verdadera dama. Ella, que me criaba los gansos, y hasta faltó poco para que yo le besara la mano. Fuimos a cenar, él convidó a una ronda, y yo, como manda la costumbre, a una segunda y a una tercera también; qué le vamos a hacer, tiempo atrás me había sacado a pacer a las vacas, pero señor, el progreso es el progreso…

Josio se sonrió de un modo enigmático, mientras que el hidalgo se puso serio de repente, tomó un puñado de cigarrillos del cajón de Josio y dijo con amargura sincera y profunda:

—Pero pagué muy caro tales confianzas. Ni siquiera se puede imaginar lo que me propuso ese tipejo cuando ya andábamos medio curdas.

Josio le miró con curiosidad.

—Pues ni más, ni menos, me propuso emplearme, en América. ¡Como administrador de sus caballerizas! Claro, dijo, como los nobles polacos entienden de caballos… ¿Se imagina? Yo, administrador de las caballerizas del respetable señor Mietus, ¡yo!

Josio no pudo menos que echarse a reír.

El hidalgo se levantó de un brinco del sofá, le agarró por las solapas y le gritó alterado:

—¿Es usted Josef Pelka, el hijo de Ambrosio Pelka de Wolice?

—Sí, y para rematar, auxiliar de caja y empleado de ferrocarriles… —ironizó Josio.

—Pues le pregunto a usted, ¿qué le hubiera respondido a un tipejo como él?, ¿qué?

—Le hubiera besado la mano y suplicado que me empleara aunque fuera de pastor… Con tal de irme a la otra punta del mundo, lo más lejos posible y lo más pronto posible —estalló Josio inesperadamente.

El hidalgo se ruborizó, volvió a tomar un puñado de cigarrillos y, abriendo la puerta, dijo ahogándose casi de rabia:

—¡Váyase a tomar viento! ¡Qué aristocracia la suya!

Josio ni se percató siquiera de la salida de Raciborski, embargado por el súbito anhelo de una huida hacia el ancho mundo… Permaneció sentado frente a los papeles como un cadáver, con los ojos fijos en la tarde oscura, temblorosa, nevada. Su alma embelesada le transportaba sobre las alas del deseo, volaba con las vibraciones silenciosas de un relámpago, cada vez más lejos, hacia todas las tierras, hacia todos los mares, hacia el infinito.

—¡Estás aquí! ¡Otra vez estás aquí! —empezó a gemir de pronto, poniéndose de pie como si fuera a salir corriendo; deambuló por la sala, se puso el abrigo y la gorra con un gesto inconsciente, para, finalmente, dejarse caer sobre el sofá, vencido por la dolorosa tortura de la fantasía.

Los trenes pasaban trepidantes; temblaban las paredes y retumbaban las ventanas; la oscuridad iba penetrando en el cuarto, una oscuridad parda, lúgubre, gélida, y Josio seguía fantaseando erráticamente por lejanos países, por mares inabarcables, por ciudades magníficas y prodigios inefables.

—¡Ha llegado el expreso! —Le despertó una voz y el chasquido de una puerta al cerrarse.

Con la mayor de las aflicciones, abrió de nuevo la taquilla y, como de costumbre, se asomó a la inmensa nave de la estación. No había ni un alma; delante de la balanza se apilaba un montón de maletas negras, planas, rematadas de latón.

—¿Adónde van? —le preguntó al pesador.

—Aún no se sabe. Creo que a ultramar, seguramente a América.

Se acercó para mirarlas detenidamente y, con una rara emoción, leyó sobre ellas los nombres de ciudades lejanas.

—¡Nueva York, Vancouver, Hong-Kong! Son baúles de barcos que han recorrido medio mundo —le explicó el pesador—. Van en la bodega del barco y por eso tienen que ir muy bien empaquetados, para que no se desparrame su contenido por el camino.

—¡Vancouver, Hong-Kong! —repetía Josio con amor, como si fuera una fórmula mágica, fantástica—. ¡Kobe, Hong-Kong! —seguía pensando una vez sentado frente a la ventanilla de la taquilla.

Estaba embebido en el sonido de sus palabras, sumergido en su ensueño, cuando se le aparecieron unas manos desconocidas enfundadas en unos guantes grises, y tras los cristales, asomó la cara perfiladamente dura, afeitada, de un americano. Le entregó un billete para que lo sellara, y le pidió al mismo tiempo cierta información.

Josio le respondió en inglés con toda amabilidad.

—Soy polaco, no hace falta que se retuerza la lengua —le interrumpió el viajero con aspereza.

Por fortuna, en ese momento, desde una ventana lateral, el empleado anunció:

—¡Niza! ¡Seis asientos! ¡Novecientos cincuenta y ocho!

Después de calcular, Josio pronunció una cifra con voz muy apagada.

El americano pagó y, al recoger el cambio, le deslizó un rublo con gesto indolente.

—Le aseguro que no es falso —añadió—. Es para usted.

—No soy un mozo de cuerda, de modo que no acepto propinas —respondió Josio como en un silbido, ultrajado.

—El diablo sabe quién de vosotros acepta y quién no…

—Pues tenga usted cuidado y dé a quien le tienda la mano.

—¿Y quién de vosotros no tiende la mano? —Sonrió sarcástico.

Josio sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó al mozo de equipajes:

—¡Michaz! Este señor os ha dejado un rublo.

El americano le ofreció la mano y le dijo en un tono cordial:

—Perdón, señor, no sabía… No era mi intención ofenderle…

Josio aceptó de buena gana la disculpa; el americano le parecía un hombre muy agradable, de modo que no dudó en entablar conversación con él, e incluso al final le pidió su dirección.

—¿Es que planea usted ir a América? —le preguntó el viajero.

—Hace años que sueño con ello. No descarto viajar en breve… —respondió Josio.

—Hará usted bien; escupa sobre Europa y escape mientras sea posible. Así lo hice yo y no lo lamento en absoluto. ¿Qué sabe usted hacer?

—He terminado seis años de escuela y hablo un par de idiomas.

El americano se echó a reír alegre e irónicamente.

—Pero ¿qué sabe usted hacer?

—¿Que qué sé hacer? A veces tengo que trajinar hasta dieciséis horas diarias, ¿no le parece un trabajo lo bastante duro?

—Claro, también es un trabajo, sin duda —replicó con cierta frialdad, ofreciéndole su tarjeta de visita y estrechándole la mano con prisa, porque el tren ya se aproximaba.

Josio se quedó mirando la dirección largo tiempo, con fervor.

—¡Quién sabe, a lo mejor pasaré por América! ¡Un país interesante! —cavilaba, viéndose ya en medio de sus ciudades inmensas y bulliciosas, y oyendo el bramido de sus incontables fábricas.

Ya emergían ante sus ojos las llanuras infinitas del Salvaje Oeste; ya navegaba por los océanos; ya atravesaba las selvas vírgenes, las montañas cubiertas de nieves perpetuas, los ríos y los desiertos; ya vivía mil aventuras y experimentaba mil arrebatos y placeres.

El expreso entró en la estación como un caballo desbocado, y también como un caballo, frenado por una poderosa mano, se detuvo. Los espaciosos vagones pulman mostraban todas sus ventanas iluminadas, y algunos viajeros se asomaban por ellas.

Josio cerró la taquilla y salió hasta el umbral a contemplar a los viajeros.

—Va muy vacío hoy —le dijo al revisor jefe.

—Pero ¡qué dice!, va atestado, ¡ni un asiento libre! La flor y nata de la sociedad huye hacia los países cálidos —añadió sarcástico mordiendo el silbato.

—No me extraña en absoluto que prefieran Niza o Montecarlo, allí hace calor…

—¿Sí? ¿De verdad hace más calor que aquí?

Josio se rió compasivo y le contestó al instante:

—¡Hombre de poca fe! Allí, en los meses de invierno, la temperatura media es de trece grados, no está mal, ¿verdad? Y a eso añádale un mar siempre azul, un cielo siempre despejado, altas palmeras, enormes plantaciones de flores y la costa más bella de Europa.

El revisor se quitó el silbato de la boca y susurró con admiración:

—Ignoraba que conociera esos lugares.

—Mejor que este agujero asqueroso —respondió Josio, señalando la estación con un gesto despectivo.

En uno de los vagones, cayó con fuerza el cristal y se oyó la voz del americano, que se despedía de él con un Good bye!

Good bye! —le respondió Josio, corriendo hacia la ventanilla.

Se estrecharon la mano, y lady Kaska le saludó con una inclinación de cabeza.

El silbido de la máquina desgarró el aire, y el tren partió velozmente. Josio lo siguió unos pasos, agitando el sombrero ostentosamente.

—Tiene usted unos conocidos muy interesantes —observó el jefe de estación con algo de guasa.

Josio esbozó una sonrisa nostálgica y dijo como con desgana:

—Les conocí tiempo atrás en París y en la Riviera…

—Ya, ya, ¿no ha llegado todavía esa conocida suya, la princesa?

—He recibido cierta información indicando que vendrá uno de estos días —respondió con mirada esquiva, porque no se le escapaba la sonrisa burlona del jefe.

—¡Vaya influencia que tiene, amigo! —observó éste, estirándose los guantes blancos de ceremonia.

—Bastantes, mi mundo no acaba en la estación.

—A mí, incluso me sorprende que trabaje aquí —le espetó, ya con una sorna evidente, de la que sin embargo Josio no se percató.

—Quizá no por mucho tiempo, quizá acabe antes de lo que usted imagina —murmuró éste, melancólico.

—Vale, pero entretanto venga a nuestra casa a tomar un té y a echar una partidita. ¡También estará la señorita Irene! —Sonrió significativamente.

—Lo lamento mucho, pero ya he quedado con otra persona…

—Claro, amigo —y añadió con malicia—: A cada uno le tira lo suyo.

—Debe usted saber que no trato de granjearme las simpatías de nadie en particular.

De súbito, el jefe de estación se puso serio y cambió a un tono duro y oficial:

—Para el rápido, abrió usted la taquilla veinte minutos tarde. Los pasajeros me montaron un buen número.

—Pues ábrame un expediente y amoneste a sus ayudantes —le respondió Josio con rabia, y se separaron enojados, como solía sucederles.

Josio realizó sus tareas a toda prisa, y cuando al salir vio luz en las ventanas de la oficina del jefe, que permanecía allí sentado más solo que la una, gruñó irritado:

—¡Pedazo de alcornoque!