Capítulo nueve
En el otoño de 1967, él había estado en Vietnam, a cargo de un campamento de fuerzas especiales al sur de una zona desmilitarizada de alto riesgo. Una vez, al final de una misión particularmente peligrosa, el subteniente a cargo lo había encontrado de pie junto a un árbol en un punto de encuentro. Estaba mirando distraídamente hacia el atardecer.
—¡Coronel Kane! —murmuró el teniente—. ¡Soy yo, Gilman!
La cabeza de Kane estaba agachada. No respondió.
Gilman entrecerró los ojos en medio de la oscuridad. No fue hasta que se acercó que notó la sangre que manchaba la pintura de grasa que cubría la cara de Kane. Siguió la mirada de Kane hacia el suelo y vio el débil y ensangrentado cuerpo de un vietcong, vestido con un uniforme negro tipo pijama. El cuerpo estaba decapitado.
—Agarraste a uno —dijo Gilman monótonamente.
—Solo un chico —la voz de Kane era como de ensueño. Levantó su mirada vacía hacia Gilman—. Me habló, Gilman.
Gilman lo observaba con preocupación. Kane estaba parcialmente de espaldas hacia él.
—¿Se encuentra bien, señor?
—Le corté la cabeza y seguía hablando, Gilman. Me habló después de haberlo matado.
Gilman estaba alarmado.
—Señor, vámonos —le suplicó—, está amaneciendo.
—Me dijo que lo amaba —dijo Kane sombríamente.
—¡Por Dios, olvídese de eso, coronel! —la cara de Gilman estaba cerca de la de Kane. Apretó su brazo fuertemente.
—Era solo un chico —dijo Kane. Luego Gilman contempló con horror mientras Kane levantaba las manos. Acunada entre sus brazos, estaba la cabeza cercenada de un chico de unos catorce años—. ¿Ves?
Gilman reprimió un grito. Empujó salvajemente la cabeza de las manos de Kane. Esta rodó por una pendiente hasta que finalmente chocó contra un árbol.
—Oh, por Dios —gimió Gilman.
Finalmente logró llevar a Kane de regreso a la base, pero cuando Kane se recostó estaba en un estado de trance. Un enfermero registró el incidente, anotando que Kane debía permanecer en observación.
A la mañana siguiente, Kane se comportaba de manera normal y cumplía con sus deberes. Parecía no recordar nada sobre la cabeza decapitada. Durante los siguientes días, se cuestionaba a sí mismo sobre el motivo de las miradas extrañas del teniente Gilman. Kane se aseguraba siempre de que Gilman no lo acompañara en ninguna misión. No sabía exactamente por qué lo hacía, pero de algún modo le parecía más eficiente de este modo.
Dos semanas después del incidente, Kane se encontraba parado junto a la ventana de la choza de su asistente. Estaba observando la lluvia torrencial que no había parado en cuatro días. Su asistente, un capitán de ojos oscuros, llamado Robinson, estaba caminando junto a un teletipo que arrojaba mensajes cortos. El sonido que producía se mezclaba en perfecta síncopa con el sonido de la lluvia.
De repente, Kane se sobresaltó, y después se calmó. Creyó haber escuchado una voz que venía de la selva: un llanto que sonaba como «¡Kane!». Luego vio cómo un pájaro salía de la cima de los árboles y recordó el chirrido que emite esa especie.
Por algún motivo, sus dedos estaban temblorosos y sus huesos crispados: estos habían sido sus compañeros desde que llegó a Vietnam por primera vez, estos y la falta de sueño. Cuando lograba conciliar el sueño, se veía poseído por horripilantes pesadillas que nunca recordaba. Trataba de hacerlo, pero no podía. Incluso había ocasiones en las que pensaba dentro del sueño: «esta vez seguro lo recordaré», pero nunca lo hacía. El único legado que traía cada mañana húmeda era el sudor y las picaduras de mosquitos. Sin embargo, estaba consciente de que los sueños nunca se iban; corrían oscuramente por sus venas. Detrás de él, percibía huellas difusas, ojos amenazantes que estaban fijos sobre una presa que vivía dentro de él. Se veía asediado por el presagio de un desastre.
El sonido de la máquina hacía que sus dientes rechinaran sin parar.
—¿Podrías apagar esa maldita cosa? —exclamó Kane.
—Acaban de llegar órdenes especiales, señor —le dijo Robinson. La máquina se calló. Robinson arrancó el mensaje. Cuando alzó la mirada, el coronel se había ido y la lluvia salpicaba desde la puerta abierta. Robinson llevó el mensaje hasta la puerta y vio a Kane corriendo hacia la selva; no traía gabardina, ni sombrero, y se empapó de inmediato con el fuerte aguacero. Robinson sacudió la cabeza.
—¡Señor! ¡Coronel Kane! —gritó.
Kane se detuvo de golpe y volteó. Sus manos estaban extendidas frente a él, como un niño atrapando la lluvia, y él las contemplaba.
—¡Es para usted, señor! —gritó el asistente mostrándole el mensaje.
Kane caminó lentamente de regreso a la choza y se quedó de pie observando a Robinson en silencio. De sus pantalones y mangas escurrían chorros de agua que hacían charcos en el piso.
El teletipo había recibido un mensaje que contenía órdenes especiales, las cuales indicaban reasignar a Kane al estado de Washington. Robinson se veía cabizbajo mientras se las entregaba a Kane.
—Oh, bueno, obviamente se trata de un error, señor. Alguna estúpida computadora debe haberse equivocado.
El asistente señaló una frase en el mensaje.
—¿Ve? El número de serie está mal, y usted aparece registrado como «Psiquiatra». Debe tratarse de otro coronel Kane.
—Sí —murmuró Kane y asintió con la cabeza. Luego tomó el mensaje de las manos de Robinson y observó su contenido. Se podía observar un sentimiento de lucha en su mirada. Finalmente, arrugó el pedazo de papel en su mano y salió a caminar bajo la lluvia de nuevo, hasta que se perdió de vista. Robinson observaba el torrente que caía del cielo. Su corazón estaba apesadumbrado. Recientemente, el comportamiento de Kane había sido anómalo, y esto no había pasado desapercibido.
Repentinamente, anocheció. El asistente caminaba nerviosamente en el cuartel, fumando un cigarro tras otro. Hace muchas horas que Kane había salido. ¿Qué debía hacer? ¿Mandar a una patrulla a buscarlo? Quería evitarlo lo más que fuera posible; verse en la necesidad de explicar que «el coronel Kane salió a dar un paseo en la lluvia, sin sombrero y sin gabardina, pero no creo que sea de extrañarse dado su comportamiento de los últimos días, que ha sido raro, por lo general». Era protector respecto al coronel. Todos veían a Kane con una mezcla de asombro, desagrado y miedo; pero él era amable con Robinson, incluso lo trataba con cariño, y le había dejado ver, de vez en cuando, la sensibilidad que existía atrapada dentro de él.
Robinson apagó el cigarro, tomó su pipa y empezó a masticar la punta. Luego vio a Kane empapado, de pie en la entrada. Estaba sonriendo ligeramente mientras contemplaba a su asistente.
—Si pudiéramos limpiar la sangre, ¿crees que podríamos hallar el lugar donde hemos escondido nuestras almas? —preguntó. Antes de que Robinson pudiera responder, Kane se había ido a su habitación. El asistente escuchó el sonido tenue que hizo su puerta al abrirla y cerrarla.
A la mañana siguiente, Kane le dijo a Robinson que a pesar de las discrepancias en las órdenes que habían enviado, creía que su contenido era correcto. Así que iría a Washington.
Robinson supo que tendría que reportar esto.
—Para cuando llegó a Estados Unidos, acababan de darse cuenta del error —Fell estaba sentado en la orilla de la mesa de examinación de la clínica. De su bolsillo, sacó con manos temblorosas un cigarro y un cerillo. Inhaló el humo y luego lo expulsó—. Para entonces estaba claro que pensaba seguir adelante con esto —Fell ahuecó sus manos con el cerillo apagado en ellas y se quedó viendo un anuncio que venía en la caja de los mismos, el cual era de una escuela técnica que prometía ayudarte a conseguir empleo; luego, lentamente, volteó a ver a cada uno de los hombres que había reunido en la clínica: Groper, Krebs, Christian, los enfermeros, y Gilman. Todos tenían expresiones serias y desconcertadas—. Se escuchaban muchas historias que aseguraban que había perdido la cordura. Parecía estar al borde de una crisis de nervios. Pero cuando aceptó este encargo, tuvimos la certeza. Había enloquecido —Fell sacudió la cabeza y continuó—: ¿Pero cómo se lo dices a un hombre con un historial como el suyo?
Groper volteó a ver las órdenes que tenía en la mano y sacudió su leonina cabeza, sorprendido. Luego le entregó las órdenes a Fell.
—Y estas órdenes tuyas —le dijo a Fell—, ¿son ciertas?
Fell asintió.
—Pueden apostar que así es —dijo con firmeza. Luego se sacó el cigarro de la boca—. Kane no eligió su línea de trabajo —sus palabras eran suaves, como el humo que exhalaba—. Durante la Segunda Guerra Mundial era un piloto de combate. Una vez que saltó en paracaídas, quedó atrapado detrás de las líneas enemigas y tuvo que luchar para regresar. Esa vez mató como a seis. En los cuarteles generales sintieron que tenía un talento para esto. Así que lo volvieron un especialista. Lo dejaban detrás de las líneas enemigas en misiones clandestinas para que se las ingeniara como pudiera para volver. Y siempre lo lograba. Y en el camino, acababa con gran parte del enemigo. Acabó con muchos. Usando un cuchillo o sus propias manos. Aunque la mayoría de las veces, era con un alambre. Y esto lo destrozaba. Era bueno. Un buen hombre. Fuimos nosotros los que pusimos el alambre en sus manos y le dijimos: «¡Vamos! ¡Ve por ellos, chico! ¡Por Dios y por el bien de la nación! ¡Es tu deber!». Pero una parte de él no lo creía: la parte buena. Esa fue la parte que desconectó el enchufe en su cabeza. Luego, por error de una computadora, se le ofreció al pobre bastardo una salida a medias: una manera de enfrentar su enfermedad, sin tener que afrontarla; una manera de esconderse, de esconderse de sí mismo; y una manera de limpiar la sangre, de hacer penitencia por todos los asesinatos, curando a otros.
—Verán, al principio, solo era una pretensión —continuó Fell—. Pero en algún momento durante el camino de regreso de Vietnam, se convirtió en algo más, mucho más. Su odio por el Kane que asesinaba se volvió negación; y llegó un punto en el que la negación era tan abrumadora que borró por completo la identidad de Kane; reprimió al Kane que mataba y se transformó en la mejor versión de sí mismo, por completo. Excepto cuando soñaba. En su estado consciente, él era Kane el psiquiatra; y todo aquello que contradijera aquella creencia, lo negaba y lo incorporaba a su sistema ilusorio.
Fell volteó a ver la ceniza de su cigarro; era larga. Puso una mano debajo de ella y la retiró de un golpecito.
—Por Dios… presentaba todos los síntomas —dijo Fell, mientras sacudía la cabeza—. Estados de fuga, complejo redentor, migrañas. Deben haberse percatado de algo de esto, del dolor que sentía. Por eso empezó a tomar los fármacos.
Krebs agachó la cabeza, como si se sintiera apenado.
—Krebs lo sabía —dijo Fell.
Krebs asintió, aún con la cabeza agachada, mientras los otros lo miraban.
—En fin, los convencí de que lo dejaran seguir adelante con la farsa —continuó Fell—. Era un experimento, en parte. Era parte de todo esto. Así que lo dejaron seguir. Kane estaba dentro del problema, viendo hacia afuera. Un paciente actuando como psiquiatra, y lidiando con el problema de un modo que nunca antes habíamos visto. Esperábamos que nos ayudara a entender mejor la situación. Y extrañamente, lo hizo. Creo que los otros pacientes han respondido bien a su terapia. Pero hoy tuvo un retroceso. Uno muy grave. Realmente grave. Verán, su gran esperanza para curarse es erradicar la culpa por medio de un acto salvador: curar a los otros hombres, o al menos ver una mejoría en ellos. Pero eso lleva tiempo… y requiere de su ayuda.
Fell le hizo un gesto a Groper.
—Ya viste mis órdenes. Yo estoy a cargo, pero quiero que parezca como si el coronel Kane siguiera al mando —Fell volteó a ver a Gilman—. Gilman, quiero que trates de convencer a los otros pacientes de que te equivocaste. En su estado, no creo que sea muy difícil. ¿Puedes hacerlo, Gilman? ¿Lo harías? Por favor —la voz de Fell tenía un tono suplicante.
—Oh, pues claro —dijo Gilman de inmediato—. Sí, claro que sí.
—Gracias —Fell dirigió su atención al asistente—. Groper, tú y el resto del personal respaldarán a Gilman. Incluyéndome a mí.
Groper, quien seguía leyendo las órdenes, alzó la mirada.
—Coronel, déjeme ver si le entendí —dijo—. ¿Usted ha estado a cargo todo este tiempo?
Fell asintió.
—Así es —dijo—. Él es Vincent Kane. Yo soy Hudson Kane. Yo soy el psiquiatra. Vincent es mi paciente —los ojos de Fell se llenaron de lágrimas y su voz se quebró—. Cuando éramos niños siempre lo hacía reír. Era un payaso. Y he tratado de ayudarlo… a recordar. Pero no me recuerda.
No pudo contener más las lágrimas.
—Es mi hermano —dijo.