Capítulo ocho
El comandante Groper estaba agarrado del barandal de la balaustrada del segundo piso y veía incrédulo un andamio en medio del salón. Este rechinaba mientras Gomez subía lentamente hacia el techo y en el camino mezclaba el contenido de varias latas para «pintar el techo como el de la Capilla Sixtina».
Se detuvo cerca del oficial asistente.
—Vaya clima —dijo Gomez.
—¡Dios todopoderoso! —dijo Groper.
Volteó hacia abajo. Había una jauría de perros de distintas razas afuera del cuarto de servicio, que estaba frente al salón principal. Los perros aullaban y ladraban. Krebs sujetaba sus correas. Groper vio a Kane salir de su oficina y caminar hacia el sargento. La puerta del cuarto de servicio se abrió y dejó ver a Reno en el interior. Se veía agitado. Viendo hacia afuera, gritó:
—¡Fuera! ¡Largo! ¡Ve a dar un paseo! —un gran perro de raza chow salió de la habitación, mientras Reno le gritaba—: ¡Dile a tu estúpido agente que nunca me vuelva a hacer perder el tiempo!
Reno vio que Kane se acercaba y le dijo alterado:
—¡Cecea! ¿Te imaginas? ¡Estoy haciendo audiciones para el papel de Julio César y los idiotas me mandan un perro que cecea! —giró hacia el cuarto de servicio y gritó—: ¡Tú también, Nammack! ¡Sal de mi vista!
Salió Nammack, vistiendo un disfraz azul y rojo de Superman.
—¿Pero por qué? —preguntó Nammack—. ¡Dime por qué! Dame una buena razón por la cual…
Reno lo interrumpió, exasperado.
—Coronel Kane, ¿puedo pedirle un favor? ¿Sería tan amable de explicarle a este imbécil que Superman no puede tener un papel en ninguna de las obras de Shakespeare?
—Sí podría, si utilizas mi idea —respondió Nammack enfadado.
—¡Tu idea! —incrédulo, Reno se volvió hacia Kane—. ¿Sabe lo que quiere? ¿Quiere escuchar su gran idea? Cuando los conspiradores están a punto de apuñalar a Julio César, ¡quiere rescatarlo! ¡Se lo juro! ¡Quiere descender como un cohete, levantarlo y pasar volando por encima de varios grandes templos con un solo e increíble salto! Dice que…
De pronto, desde arriba cayeron grandes gotas de pintura que salpicaron por todos lados. Reno alzó la mirada y vio a Gomez.
—Malditos locos —murmuró—. ¡Locos! —Reno le dijo al sargento—: ¡El que sigue! —Krebs soltó la correa de un lebrel afgano que estaba muy ansioso. Reno lo escoltó dentro de la habitación—. ¿Trajiste algunas fotografías tuyas? —le preguntó mientras cerraba la puerta.
Price apareció ante ellos, usando un traje espacial de la NASA y un cinturón volador falso. Habló a través de un altavoz que venía integrado en el traje.
—¿Alguna noticia de la Tierra? —preguntó a Kane con una voz electrónica que resonó por todo el salón. Bajó el volumen—. Lo siento. ¿Alguna carta?
—Su planeta le exige que regrese —dijo Kane.
—Al diablo con eso. ¿Algún paquete? Cuando estuve en Marte, mi mamá me mandaba un pastel de queso cada mes. Lo empacaba en un paquete de palomitas para que conservara la humedad. Toda esa mierda de que existen canales en Marte son puros rumores. Es solo un mito. Créame, Marte está más seco que un culo en el infierno.
Afuera de la mansión se escuchó la sirena de una ambulancia. Fromme la estaba conduciendo por los terrenos, para probar el equipo. Ahora usaba su propio estetoscopio y tenía una bata de cirujano y un maletín.
—Sí, Marte está seco —dijo Kane.
—Bonito moho el que tienen aquí. Muy húmedo. Me gustan las cosas húmedas.
—Revisaré el asunto del pastel de queso —dijo Kane.
—Me cae bien, Cerebro Gigante —dijo Price—. Estrecharía su mano pero me dan asco los tentáculos. Vaya, ni siquiera puedo comer calamares. Oh, disculpe. Lo siento, no quise ofenderlo.
—No se preocupe, no lo hizo.
—Nunca se sabe lo que puede hacer enojar a alguien de otro planeta. Una vez en Urano, dije: «tomate», y me metieron en la cárcel tan rápido que me daba vueltas la cabeza. El embajador de la Tierra tuvo que intervenir para que me sacaran. La gente es muy delicada. ¿Ustedes los cerebros usan ropa? Olvídelo, no conteste. Prefiero no saber. Tabú. Así se llama un perfume que tenemos en la tierra. ¿Sabía? En verdad que este lugar es agradable.
Groper miraba y escuchaba totalmente asombrado. Desde afuera de la mansión, escuchaba cómo Fromme le tocaba la bocina de la ambulancia a Fairbanks, que estaba vestido como Steve McQueen en El gran escape y estaba dando vueltas en una motocicleta. Vio a Kane acercarse lentamente a la puerta del sótano. Cuando la abrió, se escuchó el demoledor sonido de un martillo mecánico. Cutshaw y la mayoría de los pacientes se habían embarcado en una operación de excavación de túneles.
En el sótano, Cutshaw gritó:
—¡Apaga esa cosa por un momento!
—Sí, está bien —dijo un paciente mientras apagaba el martillo mecánico. Un silencio espeso envolvió de pronto al grupo.
—Ahora bien, como habrán notado —explicó Cutshaw a algunos hombres que estaban reunidos frente a él—, el Túnel Uno y el Túnel Dos son señuelos. El importante es el Túnel Tres. Ese es de máxima seguridad —dijo, mientras señalaba con un puntero una copia de plano colocada sobre un caballete.
—¿A dónde va eso, Gran X? —preguntó un paciente pelirrojo llamado Caponegro.
El astronauta sonrió.
—Hijo mío, no va absolutamente a ningún lado. Por cierto, estos túneles están estrictamente prohibidos para Reno. Si lo ven, sáquenlo de inmediato; ya de por sí hay demoras; lo último que necesitamos es tener a sus pinches perros aquí abajo. Asegúrense de que…
Cutshaw se detuvo en cuanto se percató de la presencia de Kane, que los observaba desde la parte superior de las escaleras.
—¡Bendito caribú, eres nuestro! —gritó con alegría—. ¡Nuestro y de nadie más! —los hombres empezaron a aclamar y aplaudir.
Groper no podía soportarlo más.
—¡Por Dios! —chilló—. ¡Por el amor de Dios! Volteó a ver sus manos. Sus nudillos se habían puesto blancos de lo fuerte que estaba apretando el barandal.
Groper se dispuso a buscar al coronel Fell. Cuando lo encontró en la clínica, Groper estaba temblando. Fell estaba en su escritorio, hablando en voz baja con Krebs, quien estaba sentado en la orilla de la mesa de examinación.
—¿Qué demonios está pasando? —gritó el oficial asistente, cuya voz estaba a punto de quebrarse—. ¡Esto es una locura! ¡Por el amor de Dios, Fell, dime qué está pasando! ¿Sabes que están cavando túneles en el sótano? ¡Están cavando putos túneles! ¡Tienen un martillo mecánico!
—Ah, bueno, ¿qué tan lejos pueden llegar? —dijo Fell. Tenía una bebida en la mano.
—¡Ese no es el punto! —gritó Groper.
—¿Entonces cuál es?
—¡Todo esto es una locura!
Groper había ingresado al ejército como voluntario a los dieciocho años. Para un hombre de orígenes pobres, el ejército significaba una oportunidad de escapar de las constantes humillaciones asociadas a la pobreza. Groper había leído y releído Beau Geste, y esperaba encontrar en el Cuerpo de Marines una vida en la cual se dedicara a buscar el «agua azul», una autoestima basada en el honor, el valor y los ideales románticos. El haber sido asignado a custodiar esa mansión y verse obligado a presenciar todas las cosas extrañas que ahí sucedían había sido el último ataque a lo que le quedaba de autoestima, o lo que él consideraba autoestima.
—¡Tienen que ponerle un alto a Kane! ¡Por Dios, no tiene idea de lo que está haciendo! ¡No sabe ni mierda de lo que implica el servicio militar! Revisé su expediente militar: ¡Es un maldito y estúpido civil! ¡Recibió su maldito cargo hace solo seis meses! ¿Por qué demonios está aquí? ¿Qué carajos está haciendo? Tiene la idea de que si satisface las fantasías de estos hombres será como una catarsis acelerada para ellos. En otras palabras, estarán curados.
—¡Eso es absurdo!
—¿Tienes una idea mejor?
—¡Estos hombres no están enfermos! ¡Están fingiendo!
—Ay, vete a la mierda, Groper.
Las fosas nasales de Groper, que de por sí eran grandes, se ensancharon aún más. Volteó a ver la taza que tenía Fell en la mano.
—Estás borracho —le dijo.
El sargento Christian entró a la habitación. Estaba cargando una pila de cajas de cartón que contenían ropa. Las puso sobre la mesa de examinación.
—Su uniforme, señor —le dijo a Fell—. Acaban de llegar —luego volteó a ver a Groper—. Señor, los suyos los dejé en su oficina, sobre su escritorio.
—¿Cuáles uniformes?
Nadie respondió.
Esa misma tarde, Groper entró como loco a la oficina de Kane. Él estaba en su escritorio, viendo la lluvia por la ventana. No volteó cuando Groper entró.
Groper estaba sin aliento.
—Señor, ¿por qué tengo que usar esto? —preguntó.
Kane volteó lentamente para observarlo. Groper traía un uniforme alemán de la Gestapo, de la época de la Segunda Guerra Mundial. Kane vestía uno igual.
—¿Qué? —preguntó el coronel. Parecía adormilado y distante. Hizo un gesto de dolor y lentamente se llevó una mano temblorosa a la frente. Se veía desconcertado y fuera de sí—. ¿Qué dijo? —repitió.
—Dije que ¿por qué tengo que usar esto?
Kane sacudió levemente la cabeza, como si tratara de desaparecer los últimos rastros borrosos de una visión.
—Se llama psicodrama, comandante. Es una herramienta de terapia más o menos aceptada. Los pacientes están interpretando el papel de Aliados de la Segunda Guerra Mundial que son prisioneros y tratan de cavar un túnel hacia su libertad —Kane entrecerró los ojos—. Nosotros somos los captores —dijo.
—¡Nosotros somos los prisioneros! —exclamó Groper con enfado. El haber descubierto que Kane no tenía antecedentes militares, y por lo tanto era solo un civil ante sus ojos, lo había liberado del inexplicable miedo que solía tenerle—. ¡Los pacientes no son más que una bola de tontos cobardes divirtiéndose de lo lindo! —gritó abruptamente—. ¡Por Dios! ¿Por qué tenemos que ayudarles con su diversión? ¡Yo no soy un psiquiatra! ¡Soy un marine! ¡Esta es una imposición injusta y creo que tengo derecho a…!
Se detuvo de golpe y dio un paso hacia atrás. Kane se levantó, furioso y tembloroso, y lo interrumpió con una voz fría y ronca, llena de ira en cada palabra:
—¡Por Dios! ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no puedes interesarte un poco en los demás? ¿Por qué no puedes ayudar aunque sea un poco a alguien? ¡Ayúdalos! ¡Ayúdalos, por el amor de Dios! ¡No eres más que un bastardo tortura-orugas con aires de militar! Y te aseguro que vas a usar el maldito uniforme, te bañarás con él y hasta dormirás con él. ¡Trata de quitártelo y morirás con él puesto! ¿Está claro?
Kane se apoyó sobre el escritorio, el peso de su cuerpo estaba soportado sobre las temblorosas puntas de sus dedos.
Groper tenía los ojos bien abiertos. Retrocedió lentamente en reversa hacia la puerta.
—Sí, señor —estaba impactado. La puerta se abrió detrás de él y esto hizo que se cayera al suelo. Cutshaw entró a la oficina, vio a Groper, quitó la bandera estadounidense de la pared y la colocó sobre el cuello del comandante, anunciando—: Reclamo este pantano en el nombre de Polonia.
—¡Groper, salga de aquí! —le ordenó Kane, aún tembloroso.
—¡De inmediato! —dijo Cutshaw mientras Groper se quitaba la bandera y se levantaba rápidamente—. ¡Y mantén ese uniforme limpio! —añadió Cutshaw—. Voy a nominarte para un concurso.
Groper desvió la mirada y se fue. Cutshaw se le quedó viendo por un momento, luego volteó a ver a Kane.
—¿Qué pasa? ¿Sucede algo?
Kane estaba en su escritorio de nuevo, con la cabeza apoyada sobre las manos.
—Nada —dijo. Volteó a ver a Cutshaw y sus ojos se llenaron de compasión—. ¿Qué pasa? —preguntó con gentileza—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Bueno, para empezar, comandante Strasser, mis hombres quieren instalaciones de baño por cada quince metros de túnel. ¿Puedes proporcionarlas?
—Sí —dijo Kane.
Cutshaw volteó a ver rápidamente a la pared que había intentado escalar una vez.
—Por cierto, ¿ya arreglaste esa maldita pared?
—No.
—Pero la arreglarás.
—Sí.
—¿Quién eres?
La cara de Kane estaba ensombrecida. No respondió.
—¿Quién eres? —repitió Cutshaw—. Eres demasiado humano para ser humano —su expresión se tornó sospechosa y se acercó al escritorio—. Quisiera una chupeta —le dijo gravemente a Kane.
—¿Qué?
—Una chupeta, ya sabes, una paleta. ¿Me das una?
—¿Por qué?
—De acuerdo, entonces no eres Pat O’Brien. Pat O’Brien me la habría dado sin interrogarme o revisar mis malditas referencias. ¿Quién diablos eres? El suspenso me está matando. Tal vez seas P. T. Barnum —dijo—. P. T. Barnum mataba corderos. Montaba una jaula, como una especie de atracción de feria, y dentro de la jaula metía a una pantera y a un cordero. Y nunca había problemas, Huddy. ¡El público enloquecía! Decían: «Mira, ¡una pantera y un cordero y ni siquiera discuten! ¡Ni siquiera discuten!». Pero lo que el público no sabía, Hud, es que nunca era el mismo pobre cordero. Esa maldita pantera se comía un cordero todos los días durante el intermedio, durante trescientos días, y le dispararon por pedir salsa de menta. Los animales son inocentes. ¿Por qué tienen que sufrir?
—¿Por qué los hombres tienen que sufrir?
—Vamos, esa respuesta es una trampa. Tú tienes las respuestas para eso. Por ejemplo, el dolor hace nobles a las personas, de otro modo el hombre no sería más que un panda parlante que juega ajedrez, de no ser por la posibilidad de sufrir. ¿Pero qué me dices de los animales, Hud? ¿El dolor hace nobles a los pavos? ¿Por qué toda la creación está basada en un perro que se come a otro? En un pez grande que se come al pequeño. ¿Por qué tiene que tratarse de animales gritando de dolor? ¿De una herida abierta? ¿De un puto matadero?
—Tal vez las cosas no eran así al principio.
—¿Ah sí?
—Tal vez el «Pecado Original» es solo una metáfora para una horrible mutación presente en todos los seres vivos desde hace mucho, mucho tiempo. Tal vez nosotros fuimos los causantes de esas mutaciones, de algún modo. Tal vez una guerra nuclear en la cual estuvo involucrado todo el planeta. No lo sé. Pero tal vez a eso nos referimos cuando hablamos de la «Caída del hombre», y cuando decimos que los bebés inocentes heredaron el pecado de Adán. Genética. Somos mutaciones; monstruos, por decirlo de otro modo.
—¿Entonces, por qué Pie no nos dice eso y ya? ¿Por qué no puede aparecer en la punta del edificio Empire State y decirnos todo esto? ¡Así todos seríamos buenos! ¿Cuál es el maldito problema? ¿A Pie se le acabaron las tablas de piedra? Mi tío Eddie es dueño de una cantera; yo puedo conseguírselas al por mayor.
—Está pidiendo milagros —comentó Kane.
—Le estoy pidiendo a Pie que o cague o se quite del retrete. ¡Hay muchos dioses extraños con diarrea que están esperando su turno!
—Pero…
—¡Hoy, un autobús lleno de huérfanos se cayó por un barranco! Lo escuché en las noticias.
—Tal vez Dios no pueda interferir en nuestros asuntos.
—Sí, ya lo he notado —Cutshaw se sentó en el sofá.
—Tal vez Dios no puede interferir porque si lo hiciera se arruinarían sus planes a futuro —apeló Kane. Había compasión en su voz y en sus ojos—. Alguna evolución del hombre y del mundo —continuó—. Algo que es tan inimaginablemente hermoso que vale todas las lágrimas, el dolor y el sufrimiento de cada ser viviente; y tal vez cuando lleguemos a ese momento recordaremos todo esto y diremos: «Sí, sí, ¡me alegra que haya sucedido así!».
—Yo digo que eso es una mierda y al demonio con tu teoría.
Kane se inclinó hacia adelante.
—¿Está convencido de que Dios está muerto por toda la maldad que hay en el mundo?
—Así es.
—¿Entonces por qué no cree que esté vivo por toda la bondad que hay en el mundo?
—¿Cuál bondad?
—¡Hay bondad en todos lados! ¡A nuestro alrededor!
—Después de esa respuesta tan entusiastamente fatua, siento que debo ponerle fin a esta discusión.
—Si solo somos átomos, estructuras moleculares sin diferencia alguna con este escritorio o con esta pluma, ¿entonces cómo es que existe el amor en el mundo? Me refiero a un amor como el que podría sentir Dios. ¿Cómo es que un hombre es capaz de dar su vida por la de otra persona?
—Nunca ha pasado —dijo Cutshaw.
—Claro que ha pasado. Pasa todo el tiempo —Kane no estaba discutiendo de forma desapasionada, estaba totalmente involucrado en el argumento.
—Dame un ejemplo —dijo Cutshaw.
—Pero obviamente es cierto, no hacen falta ejemplos.
—¡Dame un ejemplo! —Cutshaw se había levantado y estaba parado frente al escritorio, confrontando a Kane.
—Un soldado que se lanza sobre una granada para evitar que otro hombre de su pelotón reciba el impacto.
—Ese es acto reflejo —respondió Cutshaw.
—Pero…
—¡Prueba que no lo es!
Kane agachó la mirada y trató de acomodar sus pensamientos. Luego volteó a ver a Cutshaw y le dijo:
—Está bien. La sobreviviente de un naufragio se encuentra en medio del océano en un bote salvavidas y se percata de que tiene meningitis, así que decide arrojarse deliberadamente al océano y ahogarse para evitar que las demás personas que están en el bote contraigan la enfermedad. ¿Cómo llama a eso? ¿Un acto reflejo?
—No, lo llamo suicidio.
—Suicidarse y sacrificar la vida no son la misma cosa.
—Eres tan tonto que resulta adorable.
—La esencia del suicidio es la desesperación.
—La esencia del suicidio —refutó Cutshaw— es que nadie puede cobrar el seguro —Kane estaba a punto de responder pero Cutshaw alzó la voz—. Todos los ejemplos que me has dado o que pienses darme tienen una explicación.
—¿Como la manera en que explicaste el ejemplo de la mujer en el bote salvavidas?
—Tal vez sus hijos estaban a bordo del bote, lo que indicaría un caso de instinto maternal. O tal vez alguien la empujó.
—No, no fue así —dijo Kane, sacudiendo la cabeza.
—¿Cómo demonios sabes? ¿Estuviste ahí?
—No, claro que no. Solo es un ejemplo.
—¡Exacto! ¡Ese es exactamente mi punto! A eso iba justamente: ¿Quién puede asegurarnos que todos los ejemplos que escuchamos no son una mierda, o no tienen una maldita explicación egoísta?
—Lo sé —dijo Kane con firmeza.
—¡Yo no lo sé! Ahora dame uno, solo un ejemplo que tú hayas presenciado, ¡que hayas visto en persona!
Kane se quedó en silencio, sus ojos, apasionados y misteriosos, sobre Cutshaw.
—¡Solo uno! ¿El tipo de la granada, por ejemplo?
Kane bajó la mirada y contempló su escritorio.
Cutshaw adoptó un tono desolado.
—Eso pensé —murmuró. De pronto volvió a estar animado, casi maniático—. Mañana es domingo —dijo—. Quiero que me lleves a misa.
—Pero su Dios está muerto —respondió Kane.
—Así es, pero tengo un interés profundo y agudo por el estudio de cultos primitivos. Además, me encanta venerar estatuas, siempre y cuando no tenga que verles los pies. ¿Alguna vez has visto algo tan feo como el pie de una estatua de San José? ¿Con pintura descolorida y yeso viejo y desbaratado en los dedos? ¡Por Dios! ¡Es de lo más ruin! Pero en serio, llévame a misa mañana. Estaré en silencio y me portaré bien, Hud, lo juro. ¿Por favor? Solo me sentaré y pensaré cosas piadosas. ¿De acuerdo?
Kane se quedó en silencio por un momento, considerándolo.
—¿Qué tal helechos? ¿Puedo pensar en hojas de helecho? ¡O me sentaré en silencio a pensar en pianos! —acercó su cara a la de Kane—. Quiero ir —dijo con suavidad—. En verdad.
Kane accedió a llevarlo. Cutshaw salió saltando eufórico de la habitación. Corrió hacia el patio, golpeando sus brazos contra el pecho. Se levantó una brisa fría y el sol se escondió debajo de la línea de los árboles, como una bola de un color naranja vívido, ocultándose en la oscuridad. Groper se quedó de pie junto a la ventana de su oficina, observándolo. Luego vio a Krebs y a Christian entrar al patio. Los dos sargentos usaban uniformes de guardias de asalto nazis, además cada uno llevaba un rifle en el hombro y un pastor alemán con correa. Los dos se colocaron en extremos opuestos del perímetro del patio y empezaron a marchar, montando guardia. Cuando Cutshaw los vio, emitió un grito de alegría. Groper sacudió la cabeza. Decidió revisar de nuevo el expediente de Kane. Recordaba que había un párrafo que hablaba de sus métodos psiquiátricos. Había una palabra que no recordaba. «¿Novedosos?». «¿Erráticos?». Le pidió a un mecanógrafo que desenterrara el archivo y que pusiera otro rastreador para Fell, que nunca llegó. Revolvió los papeles sobre su escritorio y advirtió que estaba programada la llegada de un nuevo paciente. Mandó llamar a un celador y le dijo que preparara una cama.
Krebs y Christian patrullaron hasta las once, cuando las luces se apagaron. En determinado momento, más temprano, se habían acercado entre sí desde los extremos opuestos del patio y se habían detenido brevemente frente a frente. En ese momento, Krebs le había dicho a Christian:
—Apuesto a que mi perro salvaje puede lamer a tu perro salvaje —Christian se negó a ser atraído a responder y los sargentos continuaron caminando y nunca se vio que volvieran a conversar durante el resto de la noche.
A la mañana siguiente, poco antes de las siete, Kane se encontraba sentado en el auto del personal y había mandado a Krebs a buscar a Cutshaw. Cuando el astronauta finalmente apareció, estaba vestido con su uniforme color caqui, planchado y almidonado. Su cabello estaba tieso, por la vaselina, y se había afeitado la barba al ras, pero seguía llevando los tenis y la sudadera harapienta de la universidad. Además usaba un escandaloso y alto cuello de camisa, estilo Buster Brown, adornado por un lazo rojo brillante. Al principio Kane insistió en que se quitara el cuello y los tenis, pero se dio por vencido cuando Cutshaw argumentó:
—¿Crees que a Pie le importe un carajo la ropa que use?
Manejaron hasta la iglesia, una estructura simple, con techo en forma de «A», ubicada en el pueblo costero de Bly. Se quedaron ahí durante unos minutos.
Luego salieron del auto. Cutshaw se veía aterrado de repente y agarró la mano de Kane. No la soltó hasta que entraron a la iglesia.
En el vestíbulo, Kane se detuvo para mojar sus dedos en la pila de agua bendita, y Cutshaw caminó rápidamente hacia el frente de la iglesia, con un paso veloz que parecía imitar al de una paloma, y moviendo los hombros de un lado a otro. Cuando llegó al banco que estaba hasta enfrente, se detuvo y llamó a Kane con susurro en voz alta:
—¡Hud, por aquí! ¡Vamos a ver las estatuas!
Kane caminó por el pasillo, ignorando las miradas curiosas de los feligreses. Hizo una breve reverencia junto al banco, se levantó y se arrodilló junto a Cutshaw. El astronauta estaba hincado rígidamente, observando devotamente al sacerdote, cuyas manos estaban levantadas, de espaldas a los feligreses.
—¿Es Edgar Cayce? —preguntó en un tono de voz que se escuchó hasta el altar. El sacerdote hizo una breve pausa, miró alrededor y luego siguió con la misa.
Cutshaw estuvo callado hasta el sermón, que hablaba del Buen Pastor que estaba dispuesto a «dar su vida por la de sus ovejas». Cada vez que el sacerdote hacía algún punto tajante, Cutshaw aplaudía o murmuraba:
—¡Bravo! —el sacerdote, un exmisionero que había pasado gran parte de su vida en China, simplemente asumió que Cutshaw estaba borracho, y pensó que ciertamente no era más molesto que niños que chillaban o caudillos militares que eructaban. Cuando Cutshaw aplaudía, el sacerdote alzaba la voz y lo ofrecía como sacrificio a Dios.
Cuando llegó el momento de dar la limosna, Cutshaw pidió en voz alta una moneda de cinco centavos. Kane le dio un dólar. Pero cuando la canasta de limosnas llegó a manos de Cutshaw, la sostuvo firmemente, metió su nariz en ella, olfateó con fuerza, y abruptamente la pasó a la siguiente persona. Luego se metió el dólar al bolsillo.
Kane lo observaba mientras se arrodillaban para la consagración. Cutshaw tenía las manos juntas frente a él y la mirada fija en el altar, su cabeza como de duendecillo estaba bañada en la luz del sol que entraba tenuemente por los vitrales. Parecía el dibujo de un niño del coro en una tarjeta de Navidad.
Cutshaw se comportó con decoro durante el resto de la misa, excepto por un momento en el que se levantó y dijo:
—La bondad infinita está creando un ser del cual se quejará y lo saben de antemano.
Mientras caminaban por el pasillo, hacia la salida, Cutshaw volvió a tomar la mano de Kane. Afuera, en los escalones, volteó a verlo y dijo simplemente:
—Me gustó.
Estuvo callado en el camino de regreso, hasta que llegaron a la puerta de la mansión. Entonces dijo, en una voz infantil:
—Gracias.
—¿Por qué te quedaste con el dólar? —preguntó Kane.
—Para paletas —dijo Cutshaw mientras salía del coche y entraba corriendo a la mansión. Volvió a salir de inmediato.
—Si mueres primero y hay vida después de la muerte, ¿me darás una señal? —preguntó.
—Trataré.
—Eres genial.
Cutshaw se alejó. Empezó a caer una llovizna. Kane miró al cielo y escuchó truenos a la distancia. Entró al salón principal y se encontró con Fell, quien estaba abrochando el cinturón de su gabardina.
—¿Cutshaw se comportó bien? —preguntó.
—Como de costumbre —respondió Kane.
—¿Por qué lo llevó?
—Porque quería ir.
—Claro, qué tonta pregunta.
—¿A dónde va?
—A la playa.
—Hace frío y está lloviendo —dijo Kane.
Fell lo miró con extrañeza.
—Solo voy a comer, no a nadar, viejo amigo. Hay un restaurante ahí que sirve unos huevos benedictinos deliciosos. ¿Quiere acompañarme? Vamos.
—No, creo que me recostaré por un momento. Estoy cansado —Fell lo observó inquisitivamente—. Con su permiso —Kane pasó junto a Fell rumbo a la escalera.
—Claro, no hay problema —dijo Fell—, esperaba que viniera para que pagara la cuenta. Kane parecía distraído al caminar. Fell sacudió la cabeza. Cambió de opinión sobre salir. Se dirigió al comedor a buscar café y no se dio cuenta de que Krebs estaba saliendo de la oficina de Kane. El sargento corrió tras Kane.
—¿Coronel? ¿Coronel Kane, señor?
Kane se detuvo en el último escalón. Había bolsas pesadas y oscuras debajo de sus ojos. Y dolor. Esperó a que Krebs lo alcanzara.
—¿Coronel?
—¿Qué pasa?
—Pues, es sobre el nuevo, señor.
—¿El nuevo?
—El paciente nuevo, coronel. Llegó hace media hora, más o menos. Lo dejé en su oficina. Pensé que tal vez preferiría que no se mezclase con los otros hasta que… bueno, hasta que le haya explicado un poco las cosas. Se ve bastante… pues, normal, señor. Fatigado por el combate, por lo que se ve. Es todo lo que sé de él.
—Iré en un minuto.
—Muy bien, señor —dijo Krebs y bajó las escaleras.
Kane entró a su habitación. Cerró la puerta con llave y entró al baño. Tomó un frasco de aspirina y lo sacudió en su mano hasta que salió una de las pastillas de Demerol de 100 miligramos que había hurtado del compartimento de medicinas. La ingirió, no había otra cosa que aliviara el dolor.
Bajó a su oficina. Antes de abrir la puerta, Cutshaw se acercó a él.
—¿Podrías hablar con Reno? —se quejó el astronauta—. Para que saque a sus pinches perros de los túneles. Ya de por sí estamos retrasados.
—Sí, se lo diré —dijo Kane. Su voz estaba apagada.
—Quiero hablar contigo sobre la resurrección de Cristo —dijo Cutshaw—. ¿Crees que fue corporal?
—Podemos hablar de eso después —dijo Kane.
—¡No! ¡Ahora! —Cutshaw abrió la puerta de la oficina. El recién llegado, un teniente del Cuerpo de Marines, llamado Gilman, estaba sentado en el sofá, con un bolso marinero mojado a sus pies. En su frente, justo arriba del ojo derecho, había una cicatriz en forma de «z». Volteó a ver a Kane con una expresión sorprendida.
—No puedo creerlo —dijo el teniente—. ¡«Killer» Kane!