Capítulo cuatro

La mayoría de la niebla se había disipado, la tarde caía. Nubes de lluvia amenazaban en el horizonte. Kane estaba sentado en su escritorio, sus ojos parecían pozos en un rostro demacrado, era el rostro de un hombre con una tarea urgente que cumplir. Había leído los historiales de todos los pacientes y ahora se encontraba absorto en un libro especializado de psiquiatría. Frecuentemente, subrayaba fragmentos con un lápiz amarillo. Era la tarde de su llegada al centro.

Ajustó la lámpara de su escritorio, acercando la luz al libro. Luego bajó la cabeza y cerró los ojos por un momento. Su respiración era profunda y fuerte, a punto de quedarse dormido. Se levantó abruptamente, se frotó los ojos y siguió leyendo. Subrayó una parte del texto que hablaba sobre los aspectos curativos de la terapia de choques. Lo analizó por un momento. Luego volteó a ver la medalla de Cutshaw, la cual seguía en su escritorio.

De pronto se abrió la puerta de su oficina. Era Cutshaw, llevaba traje de baño y una toalla sobre el hombro. Traía flotadores, además de una cubeta y una pala para niños en la mano. Usaba aletas en los pies y tanto el traje de baño como la toalla tenían un diseño polinesio que hacía juego. Cerró la puerta de la oficina detrás de él.

—Vamos a la playa —dijo.

Kane acercó la lámpara aún más al libro, de modo que su cara quedara oculta en la oscuridad.

—Es de noche y está empezando a llover —respondió amablemente.

Cutshaw se acercó, sus aletas hacían un sonido rechinante contra el piso de roble a cada paso que daba. Tenía las cejas arqueadas y el ceño fruncido.

—¡Ya veo que estás decidido a iniciar una discusión! Está bien, entonces juguemos al doctor.

—No.

—Entonces matatena, ¿quieres jugar matatena?

—No, no quiero.

—¡Por Dios, no quieres hacer nada! —gritó Cutshaw—. ¡No hay nada que hacer en este lugar! ¡Me estoy volviendo loco!

—Cutshaw…

—¿Qué tengo que hacer para que me dejes hablar? ¿Ofrecer un sacrificio? ¡Bueno, aquí lo tienes! —volcó la cubeta sobre el escritorio, la levantó y la arrojó, revelando un montículo de tierra húmeda sobre uno de los expedientes abiertos—. Te traje un pastel de lodo. ¿Ahora puedo hablar contigo?

—¿Quiere hablar sobre la luna?

—Escucha, todos saben que la luna está hecha de roquefort; he venido a hablarte sobre el coronel Fell.

—¿Qué pasa con él?

—¿Qué pasa con él? ¿Eres de piedra o qué? ¡Por Dios! El capitán Nammack se le acercó esta mañana quejándose de un extraño y peligroso padecimiento, ¿y sabes qué le prescribió ese charlatán? Le dijo: «Tome esto. Es una píldora suicida con un leve efecto laxante secundario». ¿Qué forma de tratar a los pacientes es esa?

—¿Qué le pasa a Nammack? —preguntó Kane suavemente.

—Tiene el útero ladeado.

—Ya veo.

—Dile eso a Nammack a ver si le brinda alivio en su agonía. ¿Qué se supone que debo decirle? «Escucha, Nammack, relájate. Ya hablé con el coronel Kane y dijo que te compadece por tu problema, y dice que te llenes el maldito útero de píldoras suicidas y aspirinas, ya que Fell puede ser errático, pero justo». Ah, y también dice: «Ya veo» —el astronauta adoptó de repente un tono de voz quejumbroso—. Vamos a la playa —repitió—. ¡Anda, vamos! —golpeó su pie contra el suelo en señal de enfado y la aleta sonó como un látigo contra el suelo de madera.

—Está oscuro y está lloviendo —respondió Kane.

La cara de Cutshaw se retorció de ira. Tomó la pala del escritorio y la rompió en dos de un golpe.

—¡Ahí lo tienes! ¡Rompí la flecha de la paz! —arrojó los pedazos al suelo—. ¡Hijo de perra! ¿Quién carajo eres? Empiezo a pensar que eres Fairbanks en alguno de sus extraños disfraces. Una vez traía puesta la piel de un caribú, el muy idiota, pero claro que lo reconocimos. ¿Sabes qué le hicimos? ¡Le aplicamos la ley del hielo! Ni siquiera reconocíamos su presencia, ese imbécil insolente con sus estúpidas astas. Finalmente se quebró —los ojos del astronauta se entrecerraron mientras escudriñaba a Kane—. ¿En verdad eres católico? —preguntó.

—Sí.

—Qué mal por ti. Yo soy un ostentoso caballero andante. ¿Quieres preguntarme en qué creo?

—¿En qué cree?

—Yo creo que los coroneles se casan con alces. ¡Ahora sal de aquí, Hud! ¡Me haces perder la paciencia!

—¿Quiere que me vaya? —preguntó Kane.

Cutshaw se inclinó sobre el escritorio y tomó a Kane de la muñeca.

—¿Estás loco? —los ojos se le salían, llenos de miedo—. ¿Y perder al único amigo que tengo? —gritó—. ¡Por el amor de Dios, Hud, no lo hagas! ¡Por favor! ¡No te vayas! ¡No me dejes solo en esta casa de horror!

Los ojos del coronel se llenaron de lástima.

—No, no me iré, lo prometo. Siéntese. Siéntese y hablemos —dijo con voz tranquilizadora.

—¡Sí! —gritó Cutshaw—. ¡Quiero hablar! ¡Quiero terapia! —soltó la muñeca de Kane y se calmó de inmediato. Fue hasta el sofá que estaba en la pared, se arrojó sobre él y se recostó, volteando a ver el techo—. Bueno, ¿por dónde empiezo?

—Asociación libre —sugirió Kane.

Cutshaw volteó a verlo con severidad. Se levantó, caminó hasta el escritorio, tomó su medalla y regresó a recostarse en el sofá.

—Ahora unas breves palabras sobre mi infancia. Nací en Dakota del Norte, en una pequeña…

—Su expediente dice que nació en Brooklyn —dijo Kane.

—¡Escucha, si quieres yo me siento ahí, y tú ven a recostarte al sofá a ver qué tan bien lo haces! ¿De quién es la sesión de terapia?

—Suya —dijo Kane.

—¿Por qué uno no puede hacer preguntas retóricas sin que un imbécil trate de contestarlas? ¡Guarda silencio! —gritó Cutshaw—. Tenía tres tías solteronas —dijo con calma—, sus nombres eran Fea, Vulgar y Ordinaria, y cada Navidad me compraban un juego de Monopolio de una tienda de segunda mano, y siempre les faltaba el tablero. Nunca tuve el puto tablero. Claro, finalmente yo hice uno, pero qué tan bien suena: «¿Vas directamente a la navaja sin pasar por la rana?». Ni siquiera pude ver un tablero de verdad hasta que tuve casi veinte años, ¡y tuve que ponerme un hielo en la nuca para dejar de temblar! En fin, qué carajo, el caso es que nunca tuve un tablero. Pero nunca usé eso como pretexto, Hud, nada de esa mierda de Jack el Destripador. Sí, claro, Jack el Destripador no era más que un incomprendido: a los seis años tenía un cuchillo de la suerte llamado «Pimpollo» y alguien se lo robó, así que Jack pasó el resto de su vida buscándolo, y por alguna razón tenía la loca idea de que el cuchillo estaba escondido en la garganta de alguien. ¿Tú te tragas esa mierda? Puedes responder.

—No —dijo Kane.

—Eres gracioso. Había niños en mi cuadra a los que les gustaba torturar orugas. Las cortaban y las quemaban. ¿Y sabes por qué lo hacían? Porque eran unos pequeños bastardos. Todos esos adultos bastardos e insensibles empezaron siendo pequeños bastardos. Muéstrame a un niño que tortura orugas y ahí tienes a un futuro hijo de perra. ¿Estás de acuerdo? Yo siempre busco aprobación. La necesito. Prefiero mil veces tener aprobación que un pan con mermelada y yogurt. A propósito, ¿has notado que Groper nunca se baña? ¡Es porque veríamos la sangre de oruga en sus piernas! ¡Es un bastardo lleno de odio! Es todo un Santa Claus: cada Navidad se sube a su trineo para llevarle explosivos a los pobres. Ese hijo de perra. Un tonto perro vagabundo con la cola enroscada llegó el otro día al puente levadizo y empezó a gimotearle y lamerle el zapato a Groper. Y él sacó su navaja de inmediato y le cortó la cola al perro, ahí tienes al perro aullando como loco y Groper dice que lo hizo por su bien porque tenía pulgas y estas se acumulan en la cola. ¡Te juro por Dios que está cubierto hasta las rodillas por sangre de oruga! ¿Sabes?, trabajó muchos años en la revista Time, y pasó mucho tiempo hablando como si leyera titulares. Siempre decía cosas como: «Después del melón, la uva», y otras estupideces como esa en el comedor. También le encantaba decir «baraúnda», pero esos fueron los viejos tiempos, Hud. Ahora solo lo hace cuando bebe. El pobre imbécil solía ser un coronel, ¿sabías? Un día se le ocurrió decir «baraúnda» frente a MacArthur y lo rebajaron a comandante. Despierta. ¿Estás despierto? —el astronauta volteó a ver a Kane.

—Sí, estoy despierto —respondió Kane.

—Ya me di cuenta, pero estabas inclinando la cabeza, Catherine Earnshaw —Cutshaw volvió a recostarse y preguntó—: ¿Qué piensas de las áspides?

—¿Áspides?

—¡Eres completamente incapaz de dar una respuesta directa! —Cutshaw sacó una paleta de su bolsillo y empezó a lamerla ruidosamente.

—Cutshaw, ¿por qué usa esa banda en el brazo?

—Porque estoy de luto.

—¿Por quién?

—Por Dios —Cutshaw se sentó, se quitó las aletas y las arrojó al suelo—. Así es —dijo mientras arrojaba también la paleta—. Yo no pertenezco al grupito que dice que Dios está vivo y vive en Argentina —Cutshaw se levantó y empezó a caminar por la habitación de forma agitada—. ¡Basta! ¡Basta de hablar de Dios! Terminemos con esto, ya fue suficiente. Volvamos a la psiquiatría —se detuvo junto al escritorio—. Por cierto, eso me recuerda, ¡vaya psiquiatra que eres! Ni siquiera me has preguntado si tengo obsesiones.

—¿Tiene obsesiones?

—Sí, sí tengo. Odio los pies. En verdad no soporto verlos. ¿Cómo alguien tan supuestamente hermoso como Dios pudo darnos estos bultos tan feos a los que llamamos pies?

—Para que pudiéramos caminar.

—Yo no quiero caminar, ¡quiero volar! Los pies son deformes y vergonzosos —Cutshaw volteó a ver sus propios pies descalzos, volvió al sofá, se sentó y volvió a ponerse las aletas—. Si Dios existe —dijo— es un soplón. Mejor dicho, es un pie: un Pie gigante omnisciente y omnipotente. ¿Crees que eso es una blasfemia?

—Sí, sí lo creo.

—No creo, lo escribí con «p» mayúscula.

El astronauta observaba a Kane, como si tratara de evaluarlo.

—¿Cuántas veces —preguntó finalmente— se puede romper un pincho para brochetas a la mitad? —se levantó del sofá, se agarró de los colmillos de la cabeza de un jabalí y empezó a balancearse suavemente hacia atrás y hacia adelante—. Todo tiene partes —continuó, en esa misma postura—. Un pincho tiene partes, así que, ¿cuántas veces puedes partirlo a la mitad? ¿Un número infinito de veces o un número determinado de veces? Si la respuesta es un número infinito de veces, entonces el pincho debe ser infinito. Eso es pura mierda, mierda de alce, admitámoslo. Pero, si solo puedo cortar el pincho a la mitad un determinado número de veces… si llego a una parte que ya no puede ser cortada a la mitad, suponiendo que yo fuera Pie y pudiera hacer todo lo que quisiera, lo que tendría en mis manos sería un pedazo de pincho que no tiene partes. Pero si no tiene partes, ¡entonces no existe! ¿Verdad? No. Lo veo en tus ojos. Crees que soy un viejo loco.

—Para nada —respondió Kane—. Simplemente no supo distinguir entre el orden real y el orden mental de las cosas. Mentalmente, en teoría, no existe un límite en cuanto al número de veces en el que se puede cortar el pincho a la mitad, pero en el orden real de las cosas, en otras palabras, de manera práctica, tendrías que llegar a un punto en el que, al cortar el pincho a la mitad, las mitades se convertirían en energía pura.

—¡Eres sabio, Pie! —dijo el astronauta. Algo brillaba en sus ojos, se bajó del sofá y fue corriendo hacia el escritorio, haciendo ruido con sus aletas de hule, y dejó la medalla de nuevo enfrente de Kane.

—Aprobaste —le dijo—. Ahora, ¿puedes probar que Pie existe?

—Simplemente lo creo —dijo Kane.

—¿Pero puedes probarlo?

—Hay algunos argumentos que validan su existencia.

—Oh, ¿los mismos argumentos que usamos para justificar el lanzamiento de bombas en Japón? Si son esos argumentos, ¡al carajo con ellos! —Cutshaw se inclinó y esparció todo el contenido de la cubeta sobre el escritorio de Kane—. A ver, dibuja diagramas en el lodo —volvió a tirarse en el sofá—. Más te vale que sean buenos —le advirtió, con un cojín en la cara que amortiguaba el sonido de su voz.

—Existe un argumento con bases bioquímicas —comenzó a decir Kane—. No es exactamente una prueba pero…

Cutshaw se volteó, bostezó de manera exagerada y revisó su reloj.

—Para que la vida haya aparecido de manera espontánea en la Tierra —continuó Kane— tendría que haber existido antes una molécula de proteína con cierta configuración disimétrica, la novena configuración. Pero de acuerdo con las leyes de la probabilidad, para que una molécula como esa apareciera de la nada, se requeriría un volumen de materia que fuera… pues billones y billones de veces más grande que todo el universo y, considerándolo estrictamente desde el punto de vista del tiempo…

—Tomando en cuenta el tiempo.

—Tomando en cuenta el tiempo, y dado un volumen de materia equivalente al de la Tierra, el número de años que requeriría dicha probabilidad sería de diez a la potencia, doscientos y cacho billones de años, un número con tantos ceros que si lo escribieras todo en un libro, este sería tan extenso como Los hermanos Karamazov. Y esto es solo para una molécula. Para que la vida apareciera se habrían necesitado millones de moléculas y todas prácticamente al mismo tiempo. Lo cual encuentro más fantástico que simplemente creer en un Dios.

Cutshaw se sentó.

—¿Terminaste?

—Sí.

Cutshaw se levantó, se dirigió a la puerta, se detuvo y dijo enigmáticamente:

—El despreciable de Groper come carne de venado sin bendecir —dio la vuelta y se alejó.

De pronto, se escuchó el sonido de un martillo golpeando yeso a través de la pared. Kane salió de su oficina y, del lado derecho de la puerta, vio a Fairbanks, que traía un casco de altitud de la Fuerza Aérea. Traía un mazo de mango corto en la mano y estaba mirando un hoyo en la pared. Groper corrió hacia él, maldiciendo:

—¡Lo escondí, demonios! ¡Lo escondí! —le quitó el martillo a Fairbanks—. ¿Cómo diablos lo encontraste? —gritó.

—No me atrevería a decirte eso —dijo Fairbanks. Le quitó de nuevo el martillo a Groper y le dijo—: Por favor, hazte a un lado.

—Hijo de…

Groper había alzado el brazo y estaba a punto de golpearlo, cuando Kane intervino.

—¡Comandante Groper!

—Señor, es que…

—No me importa lo que haya hecho; no debe ponerle las manos encima a ninguno de estos hombres por ningún motivo.

—Pero, coronel…

Groper estaba a punto de decir algo más, pero en cuanto vio los ojos de Kane se detuvo, retrocedió, lo saludó rígidamente y regresó a sus aposentos.

Kane volteó a ver al paciente con amabilidad.

—Usted es el capitán Fairbanks, ¿verdad? —dijo Kane.

—Hoy no.

—Lo siento, habría jurado que…

—Hoy no. ¿Entiende? Personalidad múltiple. «En mi casa hay muchas moradas».

—Sí, entiendo.

—Soy el Dr. Franz von Pauli.

Kane colocó su brazo alrededor del hombro del paciente de forma paternal. Al fondo del salón pudo ver que Cutshaw los observaba desde la puerta del dormitorio. Kane volteó a ver el hoyo que había en la pared y dijo:

—¿Por qué hizo esto, capitán Fairbanks?

—¿Disculpe?

—¿Por qué le hizo esto a la pared?

—Pensé que estaba bromeando —los ojos del paciente eran intensos, de un color azul pálido, y su cara era inocente y regordeta, como la que uno esperaría encontrar en un baile lleno de alumnos de preparatoria.

—Lo hago —respondió— por el bien de la ciencia y la nucleónica. ¡Estoy convencido de que podemos caminar a través de las paredes! No solo yo, cualquiera. Los policías, la gente, la gente de Nashville. ¡Son los espacios! Los espacios vacíos entre los átomos de mi cuerpo, o del suyo. ¿Le molesta que sea un poco confianzudo? ¿No? Si le incomoda, dígamelo.

—Adelante.

—¿Le duele la cabeza?

Kane había hecho una mueca como si sufriera de algún dolor repentino y punzante, agachando la cabeza y pellizcándose el puente de la nariz. Sus ojos estaban cerrados.

—No —dijo suavemente.

—Genial. Mire, todo depende del tamaño de los espacios vacíos en la pared: cuando los observa en relación al tamaño de los átomos, ¡el tamaño de los espacios es inmenso! Francamente, es como la distancia entre Marte y la Tierra, y…

—Por favor, vaya al punto, capitán Fairbanks —dijo Kane en una voz que denotaba esfuerzo, pero no dejaba de ser amable.

—¿Cuál es la prisa? —preguntó Fairbanks—. Carajo, los átomos no se irán a ningún lado.

—Sí.

—Coronel, los átomos pueden ser aplastados; ¡no pueden volar!

Kane reaccionó de nuevo como si sintiera dolor.

—¿Tiene que ir a hacer algo? —preguntó Fairbanks—. ¿Hacer del dos?

Kane sacudió la cabeza.

—Oiga, no hay nada de qué avergonzarse, todos somos humanos.

Kane retiró la mano del hombro del paciente.

—Es usted muy terco. Me gusta eso: terco pero justo. Ahora escuche: estos espacios que le decía, los mismos espacios vacíos e inmensos que existen entre los átomos de la pared, ¡también existen entre los átomos de su cuerpo! Así que para caminar a través de la pared, ¡lo único que hace falta es lograr que los espacios entre los átomos de su cuerpo se ajusten a los espacios entre los átomos de la pared! Esos malditos y necios…

Fairbanks terminó su argumento dándole otro martillazo a la pared. El yeso salió volando por todos lados; observó el agujero que acababa de hacer.

—Nada —dijo Fairbanks. Luego volteó a ver a Kane—. Sigo experimentando. Mire, lo que hago es tratar de concentrarme lo más que puedo. Trato de aplicar toda la fuerza de mi mente de modo que los átomos de mi cuerpo se mezclen y se reacomoden, para que se ajusten exactamente a los átomos de los espacios de la pared. Luego viene el método experimental. Trato de caminar a través de la pared. Como ahora, salí corriendo hacia ella, pero fallé… ¡horriblemente!

Volvió a darle un golpe a la pared y se abrió otro hoyo.

—Malditos átomos estirados —murmuró.

—¿Por qué hizo eso?

—¡Estoy castigando a los átomos! ¡Poniéndoles el ejemplo! ¡Enseñándoles una lección! ¡Una lección importante! Así cuando los otros vean, cuando se den cuenta de que no estoy bromeando, aprenderán a comportarse. ¡Y entonces me dejarán pasar! —Fairbanks acompañó este último argumento con otro golpazo—. ¡Malcriados independientes! —dijo mientras veía con furia la pared—. ¡O se alinean o se largan!

—¿Me permite? —dijo Kane tomando el martillo de manos del paciente.

—¡Claro! —dijo Fairbanks—. ¡Golpee! ¡Diviértase! ¡Tal vez le hagan más caso a un desconocido!

—Tengo otra cosa en mente.

El paciente se escandalizó y trató de recuperar el martillo. Primero trató de quitárselo de un jalón, luego intentó tirar con más fuerza, pero Kane no lo soltó. El paciente observó el martillo, luego volteó a ver a Kane con una mirada confundida.

—Es usted muy fuerte —dijo finalmente.

—Creo —respondió Kane— que su problema podría radicar en las propiedades del martillo: alguna especie de desequilibrio nuclear que actúa sobre los iones.

—Es una teoría interesante —dijo Fairbanks.

—¿Le importaría si me lo quedo para examinarlo?

De pronto Fairbanks empezó a gritar. Trató de arrebatarle furiosamente el martillo a Kane. Krebs y Christian aparecieron y lo sujetaron. Estaba histérico.

—Esto requiere medicación —dijo Kane.

—Habrá que buscar al coronel Fell —dijo Krebs—. No lo he visto.

—¿Quién más tiene llave para el compartimento de medicamentos?

—Nadie —dijo Krebs. Fairbanks seguía gritando. Tenía los ojos salidos.

—¿Ni siquiera el asistente médico? —preguntó Kane.

—No, señor. No desde aquel robo.

—¿Del compartimento? ¿Qué se llevaron?

—Las barras de chocolate Cadbury con fruta y nueces que pertenecen al coronel. Ahí es donde las guarda —hizo una pausa y agregó—: Por la temperatura, señor.

Kane soltó el martillo y Fairbanks se calmó.

—Puede tener una recaída —dijo Kane con suavidad—. Será mejor que busquen a Fell.

—Sí, señor.

Fairbanks se veía confundido.

—¿De dónde diablos salió este martillo? —preguntó. Kane se lo quitó de las manos y Krebs y Christian se lo llevaron. Kane se quedó inmóvil observando el martillo que tenía en las manos y se llevó las manos a la cabeza.

Groper estaba observándolo desde el segundo piso, de pie junto a la balaustrada. Kane alzó la mirada como si supiera que lo observaban. Groper se dirigió de inmediato hacia su habitación.

De vuelta en su oficina, Kane volvió a sumergirse en sus pensamientos. Afuera estaba lloviendo y escuchó que en alguna parte un reloj marcaba las nueve. Volteó a ver la ventana. La lluvia golpeaba los vidrios con fuerza. De pronto, alguien entró en su oficina. Era Krebs.

—El capitán Fairbanks sigue estando bien, señor.

—Muy bien. ¿Dónde está el coronel Fell? ¿Lo encontró?

Krebs titubeó y dijo:

—No, señor. Pero no registró su salida así que debe seguir en los terrenos de la mansión.

Una mueca de tensión y dolor atravesó la cara de Kane por un momento, luego dijo:

—Cuando lo encuentre, dígale que venga de inmediato a mi oficina. Necesito verlo.

—Sí, señor —Krebs no se fue. Se quedó parado mirando a Kane.

—Eso es todo, Krebs. Gracias —dijo finalmente Kane.

—Hay algo sobre el coronel Fell, señor —dijo Krebs.

—¿Sí?

Krebs estaba indeciso.

—Creo que esconde lo que siente, señor.

—¿A qué se refiere?

—Creo que las cosas lo afectan mucho, señor. Ya sabe: gente enferma, pacientes que se le mueren. No quisiera que se quedase con una mala impresión de él, señor. Creo que lo que hace… es con la intención de quitarse esas cosas de la mente.

Kane se quedó viendo a Krebs por un momento. Luego se frotó la frente y dijo:

—Ya veo.

—¿Le duele la cabeza, señor? Puedo traerle una aspirina, si quiere.

—Es muy amable de su parte, Krebs, pero estoy bien. Buenas noches.

—Buenas noches, señor —dijo Krebs.

—Por favor cierre la puerta cuando salga.

—Sí, señor.

Kane siguió leyendo y haciendo anotaciones. Las horas pasaron y Fell seguía sin aparecer. La lluvia era torrencial, golpeaba las ventanas con fuerza. Kane entrecerró los ojos y parpadeó para ver lo que estaba leyendo, le costaba trabajo ver. Finalmente, no pudo mantener los ojos abiertos, cruzó los brazos sobre su escritorio, recostó la cabeza y se quedó dormido. Empezó a soñar.

Lluvia. Una selva. Lo estaban cazando. Había matado a alguien. ¿A quién? Estaba arrodillado junto al cuerpo. Trató de voltearlo, pero la cabeza se quedó boca abajo y empezaron a salir chorros de sangre del cuello decapitado. El hombre con una cicatriz en forma de «Z» empezó a decir:

—¡Por el amor de Dios, vámonos de aquí, coronel! —sacó de la nada un ratón blanco y este se convirtió en un lirio blanco manchado de sangre. De pronto Kane se encontraba en la superficie de la luna. Había una nave a la derecha y un astronauta, Cutshaw, moviéndose, flotando en la atmósfera, hasta que finalmente extendió sus brazos hacia un Cristo crucificado que se encontraba a su izquierda. La figura de Cristo tenía la cara de Kane. Luego el sueño se volvió más lúcido. Soñó que despertaba en su oficina y Billy Cutshaw estaba sentado en su escritorio, viéndolo fijamente mientras encendía un cigarro.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere? —dijo Kane.

—Se trata de mi hermano, el teniente Reno. Tienes que ayudarlo.

—¿Ayudarlo? ¿Cómo?

—Reno ha sido poseído por un demonio, Hud. Levita en las noches y habla con los perros, lo cual no es muy normal. Quiero que expulses a sus demonios. Eres un coronel y además católico y un sacerdote secularizado.

Ahora Reno estaba en la habitación, flotando a unos centímetros del suelo. Utilizaba un traje espacial. Volteó a ver a Kane, abrió la boca y emitió el ladrido de un perro.

Kane se llevó las manos al cuello y sintió que traía puesto un cuello romano. De pronto sintió un arranque de euforia.

En ese momento el sueño cambió de nuevo, ya no se sentía como un sueño. Cutshaw estaba mirándolo fijamente, su cigarro brillaba en la oscuridad de la habitación.

—¿Estás despierto? —dijo la aparición.

Kane movió sus labios y trató de decir «Sí», pero no salía ningún sonido de su boca. Habló en su mente, pensando… o diciendo «Sí».

—¿Crees en la vida después de la muerte?

—Sí.

—¿En verdad crees?

—Sí, sí creo.

—¿Por qué?

—Simplemente lo sé.

—¿Fe ciega?

—No, no es eso, no exactamente.

—¿Cómo lo sabes? —insistió Cutshaw.

Kane hizo una pausa, tratando de encontrar argumentos. Finalmente dijo (pensó):

—Porque todo hombre que ha vivido ha tenido el deseo de encontrar la felicidad absoluta. Pero a menos que exista una vida después de la muerte, cumplir este deseo es imposible. La felicidad absoluta, para ser absoluta, debe conllevar la seguridad de que la felicidad no terminará, que no será arrebatada. Pero nadie ha tenido nunca esa seguridad; el simple hecho de la muerte sirve para contradecirla. ¿Entonces qué sentido tendría que la naturaleza implantara en nosotros un deseo que es inaccesible? Solo se me ocurren dos respuestas: o la naturaleza está loca y es muy perversa, o existe otra vida después de esta, una vida donde este deseo universal de encontrar la felicidad absoluta puede ser realizado. Pero la naturaleza no da muestras de tal perversidad en ningún otro aspecto de la creación; no tratándose de un instinto básico. Un ojo siempre es para ver y una oreja para escuchar. Y todo deseo universal, y me refiero a cualquier deseo, sin excepciones, debe poder realizarse. Como este no puede ser realizado aquí, pienso que debe realizarse en otra parte, en otro momento. ¿Tiene sentido? Es algo complicado. Creo que estoy soñando. ¿Estoy soñando?

El cigarro de Cutshaw brilló con mayor intensidad por un momento.

—Si sueñas, no manejes —dijo en tono áspero.

Y de pronto Kane se encontraba en la isla de Molokai, donde había ido a curar a los leprosos, pero de algún modo, el lugar también era un orfanato, en donde un monje franciscano estaba sermoneando a un niño en uniforme militar, sus rostros estaban deteriorados y carecían de expresión. De pronto el techo se desplomó sobre ellos. Había un bombardeo sobre Molokai.

—¡Salgan! ¡Aún hay tiempo! ¡Salgan! —gritó el monje.

—¡No, yo me quedo con usted! —gritó Kane en el sueño. La cabeza del monje franciscano se desprendió del cuerpo. Kane la levantó y la besó fervientemente. Luego la arrojó con asco. La cabeza decía: «Alimenta mis ovejas».

Kane se despertó con un grito ahogado. No estaba en su oficina. Estaba completamente vestido y sentado en el suelo, en una esquina de su habitación. No recordaba cómo había llegado ahí.