V. Platón

1) La doctrina de las ideas

PROBABLEMENTE entenderemos mejor la filosofía de Platón si tenemos en cuenta que en primer lugar trabajó bajo la influencia de dos motivos relacionados entre sí. Ante todo, se propuso tomar la obra de Sócrates en el punto en que éste la había dejado, para consolidar las enseñanzas de su maestro y defenderlas contra las objeciones inevitables. Pero en esto no actuaba únicamente por razones de afecto personal o de respeto, sino que estaba en estrecha relación con el segundo de sus motivos, que era defender, y hacerla merecedora de ser defendida, la idea de la ciudad-estado como unidad política, económica y social independiente. Pues Platón pensó que recogiendo y desarrollando el reto que Sócrates había lanzado a los sofistas era como podría alcanzarse con mejor éxito aquel objetivo más amplio y general.

La ruina de las ciudades-estado libres fue consumada por las conquistas de Filipo y de Alejandro. Éstas fueron las que hicieron que la compacta unidad de la vida clásica griega quedara sumergida bajo el crecimiento de grandes reinos de carácter semioriental; aunque en realidad no hicieron otra cosa que acelerar en forma radical un proceso de decadencia que se venía efectuando desde hacía algún tiempo. Sus causas, naturalmente, eran políticas en parte. Actuaban los efectos destructores de las guerras interestatales, y en Atenas —donde la organización de la ciudad-estado había producido su floración más bella—, las desastrosas consecuencias de la derrota, del colapso moral y de las tiranías internas que siguieron a aquélla. Alimentadas con estos motivos de disgusto, las corrientes dominantes del pensamiento filosófico —en las cuales hemos de detenernos por lo pronto— habían contribuido a socavar las tradiciones, las convenciones consagradas si se quiere, de las cuales dependía en tanto grado la tranquila continuidad de la vida en la pequeña ciudad-estado.

Para comprender la situación, hemos de tener en cuenta que el Estado y su religión estaban totalmente identificados. No es que la Iglesia estuviese subordinada al Estado. No había palabra que significase Iglesia, ni existía nada semejante a ésta aparte del Estado mismo. A los dioses se les rendía culto en festivales que eran solemnidades oficiales, y la participación en ellas no era sino una parte de los deberes y actividades ordinarias de un ciudadano en cuanto tal. No obstante que en Atenas se rendía culto a muchos dioses, la deidad patrona de la ciudad, la que llevaban más dentro del corazón todos los atenienses, era Atenea, y la coincidencia de los nombres es muy significativa. Religión y patriotismo eran la misma cosa. Es como si la religión de los britanos fuese el culto de Britania. La Acrópolis de Atenas era la peña de Atenea, y estaba coronada por el templo de la diosa. Sus fiestas eran las más importantes del calendario ateniense. Debemos recordar algo de que ya hemos hablado: la sanción de las leyes tenía sus raíces en la creencia tradicional en su origen divino. Las leyes habían sido comunicadas a los primeros legisladores —como las tablas a Moisés, según la creencia judía— por el dios del pueblo, o para ser más exactos, por Apolo, que actuaba como portavoz o profeta del padre de los dioses, de Zeus. Para la inmensa mayoría de los ciudadanos no existía nada parecido a una religión personal e individual. Las sectas que intentaron introducirla nunca tuvieron mucha influencia mientras la ciudad-estado permaneció unida, y en la medida en que lo lograban actuaban definitivamente como fuerzas subversivas del orden establecido.

De ahí se sigue que discutir la religión consagrada era discutir las bases de todo el orden social consagrado, y que la defensa de la ciudad no podía ser eficaz si se redujese a lo que nosotros consideramos la esfera política. La defensa razonada de sus leyes e instituciones debía proveerlas de una validez absoluta o trascendente, la cual difícilmente podría darse divorciada de una concepción teísta del gobierno del universo. Realmente, debía resultar imposible restablecer el viejo panteón homérico en toda su gloria. Aquellas figuras demasiado humanas habían tenido su tiempo, y aun aparte de los ataques de los filósofos ateos y de los sofistas, no podían contar ya con la fidelidad de una comunidad inteligente y cada vez más ilustrada. Pero si, en cualquier caso, los dioses en sus antiguas figuras antropomórficas estaban llamados a desaparecer, había que poner algo en su lugar para restablecer el elemento de orden y permanencia que a fines del siglo V a. C. iba desvaneciéndose rápidamente lo mismo en la esfera de la conducta que en la esfera de la naturaleza.

En el campo del pensamiento, el ataque a las bases tradicionales de las instituciones consagradas fue triple: venía de la filosofía natural, del movimiento sofístico y del misticismo. No tenemos mucho que decir aquí de este último, pero señalaremos de pasada la existencia de maestros religiosos independientes, los más importantes de los cuales eran los que usaban los escritos atribuidos a Orfeo, cuyas doctrinas eran subversivas en cuanto enseñaban que la religión de un individuo es cosa que afecta a su alma individual y no a sus deberes con el Estado. El peligro de la filosofía natural estriba en que, según ella, los dioses probablemente no existían en la forma en que la ciudad los había heredado de Homero; y el de los sofistas en su opinión de que, después de todo, las leyes de la ciudad no tenían la sanción divina; habían sido hechas por los hombres, y con la misma facilidad podían deshacerlas.

Estas diversas corrientes de pensamiento venían actuando hacía ya algún tiempo cuando Platón escribía. Puesto que, entre otras cosas, era un pensador político práctico, que había renunciado a la política activa para dedicarse a meditar sobre las ideas políticas, tenía que decidirse por una de estas dos cosas: o admitía (y aún en nuestros días se le censura por no haberlo admitido) que la ciudad-estado, con todas sus instituciones y creencias, pertenecía al pasado, juntamente con las fuerzas destructoras, y, con los diversos elementos que habían producido su caída, construía una nueva sociedad y una religión nueva que sustituyesen a las antiguas; o usaba de todas sus potencias para sostener a la ciudad-estado, refutando a sus adversarios en lo que estuviesen equivocados, y empleándoles sólo para reforzar su armazón en lo que estuviesen acertados y representasen un elemento cuya falta debilitaría el orden existente. En cualquier caso, los dos aspectos, el político y el religioso (o metafísico), debían ir parejos. Ninguna reforma efectiva de los fundamentos del pensamiento político podía tener lugar sin la reforma correspondiente de las ideas acerca de la naturaleza de la realidad. Todo esto era claro para Platón, y puso todas sus fuerzas del lado del helenismo y de la ciudad-estado. La República, escrita al comienzo de su vida, y la vuelta al mismo asunto en sus últimos años, con las Leyes, demuestran que a lo largo de toda su existencia se mantuvo fiel al mismo ideal, el de una sociedad reformada basada en la purificación y el refortalecimiento, no en la abolición, de la ciudad-estado. En las clases gobernantes de la República de Platón, el individuo debe estar subordinado al bienestar común con un rigor que a nosotros nos parece excesivo. El abandono por éstos, que son los ciudadanos más valiosos del Estado, de la propiedad y de la vida de familia, la educación en común de sus hijos, la distribución de los deberes y de los privilegios con arreglo a un sistema casi inexorable de separación de clases, todo esto parece horrible a nuestros ojos. En la obra misma, uno de los oyentes observa que los llamados a dirigir el Estado en el nuevo orden de cosas no parecían destinados a una vida muy feliz, puesto que no tendrán casa, ni tierras, ni propiedades de ningún género, sino que habrán de vivir como una guarnición de mercenarios, sin cobrar siquiera la paga de mercenarios, como añade Sócrates para dar a la crítica de su amigo más fuerza aún de la que tenía. Lo único que se le contestó fue lo siguiente: «Nuestro objeto al fundar la ciudad no fue ofrecer una felicidad especial a una clase determinada, sino a toda la ciudad, en la medida de lo posible».

Los procedimientos propuestos eran la conclusión lógica de la ciudad-estado, y Platón vio que no tendría probabilidades de sobrevivir si no era llevada a las últimas conclusiones lógicas y librada de los caprichos individuales que, en las circunstancias de aquel tiempo, no servían sino para dar lugar a que actuasen las fuerzas destructoras que ya venían trabajando en su seno. Únicamente si conservaba la homogeneidad, o más bien la armonía, como hubiera preferido decir Platón, basada en que cada ciudadano aceptase el desempeño de una función en consonancia con su carácter y capacidad, podía esperar salvarse. No es extraño, pues, que el santo del platonismo sea Sócrates, quien esperó la muerte en la prisión, mientras sus amigos le preparaban la fuga, y contestó a sus indicaciones en los términos siguientes: «¿Creéis que una ciudad puede existir, y evitar verse subvertida de arriba abajo, si sus decisiones carecen de fuerza y pueden ser nulificadas o evitadas por los individuos particulares?».

La objeción más apremiante nacía directamente de las enseñanzas mismas de Sócrates. En su esfuerzo por mejorar a los hombres y persuadirles, como él mismo dijo, a «tener cuidado de sus almas», trató de hacerles ver que no debían contentarse con actos individuales de virtud —con acciones justas, valientes, bondadosas, etc.—, sino que debían hacer cuanto pudieran por comprender y definir la naturaleza de la justicia, del valor y de la bondad, que están detrás de aquellos actos. Quizá ni el mismo Platón advirtió de pronto la dificultad que eso implica. Era inevitable que el sencillo fervor de Sócrates, que, como dice Aristóteles, se interesaba exclusivamente por los problemas de la conducta, suscitase objeciones y críticas en las vivas y escépticas inteligencias de la Grecia contemporánea.

La objeción es la siguiente: tus exhortaciones, Sócrates, implican una suposición fundamental, la suposición de que la justicia y la virtud existen aparte de los actos en que se manifiestan. Pero ¿existen realmente la justicia y la virtud absolutas? La verdad es que algunas personas han actuado en diferentes tiempos y circunstancias de una manera que llamamos justa; pero ninguna de esas acciones separadas puede ser considerada como idéntica con la justicia perfecta, cuya definición buscamos. No son sino aproximaciones muy imperfectas. Pero, después de todo, ¿qué puede decirse que exista, fuera de los actos particulares justos? Y si no existe tu justicia universal, ¿qué ganamos con perseguir un luego fatuo?

El segundo objeto de crítica era la exhortación a «tener cuidado del alma», y a hacerlo por el mismo método autointerrogativo sobre el que Sócrates insistía: porque esta indicación ofrecía también una novedad extremada. La mayor parte de los griegos eran hombres de carácter muy positivista, con los pies firmemente asentados sobre la tierra. La psyche no era cosa que les interesase mucho. Se contentaban con nociones vagas, heredadas de las creencias primitivas y consagradas por Homero, según las cuales la psyche era una especie de hálito o de vapor que animaba al cuerpo, pero cuya eficacia dependía, a su vez, del cuerpo. Al morir, el cuerpo perecía, y la psyche, privada de domicilio, por así decirlo, entraba en una existencia pálida y umbrosa, sin pensamiento ni fuerza. Aun para aquellos que, a través de los misterios, esperaban algo mejor después de la muerte, resultaba nuevo y sorprendente oír que la psyche era el asiento de las facultades morales e intelectuales, y que tenía mucha más importancia que el cuerpo.

Para sostener esas opiniones nuevas enfrente de la crítica, las dos vertientes de la filosofía de que hablamos al principio, la vertiente metafísica y la moral, tenían que juntarse o reunirse. Era ésta una tarea para la cual Platón estaba insuperablemente dotado, porque, al contrario que Sócrates, sentía hondo interés por los problemas de la naturaleza de la realidad, lo mismo que por los de la ética.

Cuando se planteó la solución del problema central, relativo a lo que es real y a lo que no lo es, Platón estaba profundamente influido por dos pensadores anteriores cuyas opiniones ya hemos examinado, Heráclito y Parménides. Los heracliteanos sostenían que en el mundo del espacio y el tiempo todo estaba en perpetua fluencia. El cambio ni por un momento dejaba de producirse, y nada era la misma cosa en dos instantes consecutivos. La consecuencia de esta doctrina era que no podía haber conocimiento de este mundo, pues nadie puede decir que ha conocido algo que en este momento es diferente de lo que era hace un instante. El conocimiento requiere un objeto permanente que pueda ser conocido. Por otro lado, Parménides había dicho que esa realidad permanente existe, y que sólo puede ser descubierta por la actividad de la mente, completamente aparte de la actividad de los sentidos. El objeto del conocimiento tiene que ser inmutable y eterno, libre del tiempo y del cambio, en tanto que los sentidos sólo nos ponen en contacto con lo mudable y perecedero.

Estas reflexiones, juntamente con un profundo interés por las matemáticas pitagóricas, fueron la base de que partió Platón en sus meditaciones sobre los problemas de la definición que Sócrates había planteado en el terreno de la ética. Para él, dos cosas estaban simultáneamente a discusión: la existencia de principios morales absolutos, lo cual constituía el legado de Sócrates, y la posibilidad del conocimiento científico, que, según la teoría heracliteana del mundo, era una quimera. Platón creía apasionadamente en ambas cosas, y puesto que para él era impensable una solución escéptica, hizo la otra cosa que quedaba como única posible. Sostuvo que los objetos del conocimiento, las cosas que pueden ser definidas, existen, pero no pueden ser identificadas con nada del mundo perceptible. Existen en un mundo ideal, fuera del espacio y el tiempo. Tales son las famosas «ideas platónicas», llamadas así por una transliteración de la palabra griega idea, que Platón le aplicó, y que significa modelo o patrón. Así, pues, nuestra palabra «idea» es una traducción todo lo impropia que pudiera desearse, pues nos sugiere algo que no tiene existencia fuera de nuestras mentes, mientras que para Platón únicamente las ideai tenían existencia plena, completa e independiente.

Sin embargo, en otro sentido esa misma palabra nos ayudará a comprender qué eran los entes a los que Platón atribuía esa existencia perfecta e independiente. Decimos que tenemos una «idea» de la bondad o de la igualdad, que nos permite expresar las mismas cosas cuando hablamos de un buen vino o de un buen jugador de cricket, de triángulos iguales y de iguales probabilidades, aunque parezca que tienen poco en común entre sí el vino y los jugadores de cricket, los triángulos y las probabilidades. Si no hubiera una base de significación común cuando aplicamos el mismo epíteto a objetos diferentes, sería imposible la comunicación entre los hombres. Esa base común es lo que llamamos idea o concepto de la igualdad y de la bondad. La mayor parte de las personas defenderían bravamente su derecho a seguir usando la palabra «bueno», y dirían que tiene un significado por sí misma. Sin embargo, su uso implica un verdadero problema intelectual, y, en efecto, algunos filósofos de hoy, en que ya no están de moda las opiniones de Platón entre nuestros intelectuales, se sienten demasiado inclinados a discutir esa pretensión de que el uso de los términos generales sea legítimo en absoluto. Ciertamente, algunos de los que los usamos nos veríamos en grandes aprietos para decir lo que hay de común entre la habilidad corporal necesaria para hacer rodar en derechura una pelota o para atinar a una difícil, y el sabor de un vino. Platón diría que sí tienen algo en común, y que esto sólo podría ser explicado suponiendo que una cosa y otra participen igualmente de la idea de lo Bueno. Tenéis razón en hablar como lo hacéis de las ideas de bondad y de igualdad —añadiría—; pero son precisamente esas cosas que llamáis meras ideas, o conceptos de la mente, las que tenemos que creer que son entidades absolutas con existencia independiente de nuestra mente y fuera del tiempo y del cambio. De otra manera, el conocimiento es un sueño vano y su objeto una fantasía. Asistido por semejante fe, puede uno razonablemente emprender la busca de la definición de lo bueno, y, en consecuencia, comprenderá dos fenómenos diferentes de nuestro mundo —por ejemplo, el jugador de cricket y el vino— en su común carácter de buenos, refiriéndose a un principio común.

Debemos suponer, pues, un mundo ideal que contiene los prototipos eternos y perfectos del mundo natural. Todo lo que nuestro mundo tiene de cuasi existencia lo debe a la imperfecta participación en la plena y perfecta existencia del otro. Y como esta actitud tiene en sí algo de una creencia casi religiosa, y hasta de experiencia mística, y no puede ser completamente explicada por argumentos racionales (aunque Platón haya sostenido con mucho empeño que los argumentos racionales demuestran que no podemos hacer nada sin ella), Platón recurre a la metáfora para explicar la relación entre los dos mundos. Aristóteles reputaba esto como una debilidad, pero difícilmente podía ser de otra manera. Algunas veces habla Platón del mundo ideal como modelo o patrón del otro, que lo imita en la medida en que pueden hacerlo las cosas materiales, y otras veces se refiere a la participación del uno en la existencia del otro. Para expresar esa relación usaba preferentemente una palabra que sugiere la que hay entre la interpretación que un actor hace de un papel y el papel mismo tal como fue concebido por el autor de la obra.

Hemos llegado a la doctrina de las ideas, como lo hizo Platón, por el camino de Sócrates, y, por lo tanto, hemos encontrado primero las ideas morales y los conceptos intelectuales. Pero Platón la amplió hasta incluir todas las especies naturales. Sólo reconocemos a los caballos individuales como miembros de una especie única, y tenemos un concepto que nos permite usar y definir el término general «caballo», porque en el mundo inmaterial existe un ideal absoluto de caballo, de cuyo ser participan imperfecta y transitoriamente los caballos individuales de este mundo.

Cuando Sócrates dice en el Fedón, con manifiesta tautología: «A esto me adhiero de corazón, simple y sencillamente, y quizá neciamente… que es por la belleza por lo que son bellas las cosas bellas».[11] Quiere decir, traduciendo esas palabras a una terminología más moderna: «No podemos dar una explicación científica de una cosa (es decir, de un ejemplo particular) si no lo relacionamos con la clase a la que pertenece, y esto implica el conocimiento del concepto de dicha clase».

Es ésta una afirmación con la que muchas gentes de hoy no se mostrarán disconformes, pero no se mostrarán de acuerdo con Platón en atribuir a ese concepto de clase una existencia individual propia, independiente de los miembros de la clase, ni el carácter constante e invariable que es consecuencia de la existencia independiente. Si a Platón le parecía que todo esto se seguía lógicamente, era indudable que se debía a determinadas predilecciones filosóficas suyas. En primer lugar, compartía con Sócrates estos dos rasgos fundamentales: la fe en la posibilidad del conocimiento y la convicción de que son necesarios principios morales absolutos. Y aunque a nosotros pueda parecernos que es posible compartir esa fe sin suponer que hay entidades eternas fuera del mundo del tiempo y el espacio, la cosa era mucho más difícil en la fase particular de la historia de la filosofía en que Platón desarrolló su pensamiento. No tenemos más que reflexionar por un momento sobre la historia anterior de la filosofía griega que hasta aquí liemos seguido: el incesante flujo que los heraclileanos atribuían al mundo natural, y la insistencia de Parménides en que lo que es real debe ser eterno e inmutable. De hecho, hay en el pensamiento corriente de nuestro tiempo reproducciones de las ideas platónicas mucho más parecidas de lo que pudiera pensarse. Si se les preguntase a quienes las emplean, negarían que tengan en la mente conceptos semejantes; pero, en realidad, una cantidad sorprendente del pensamiento cotidiano se conduce como si hubiera entidades reales e inmutables correspondientes a los términos generales que usamos. En ciencia, tenemos las leyes de la naturaleza. Si no en la actualidad, por lo menos en el pasado más reciente, cada una de esas leyes era tratada como si existiera aparte de los acontecimientos en que se manifiesta, acontecimientos que, naturalmente, nunca son del todo uniformes ni se repiten nunca con exactitud. Si se les pregunta a los científicos, contestan que no son más que conveniencias prácticas y sólo toscas aproximaciones a la verdad. Representan fuertes probabilidades, pero no más. Sin embargo, se han levantado imponentes construcciones de teorías científicas sobre el supuesto de su verdad invariable. Sin la fe en que las mismas leyes de la naturaleza operarán mañana como han operado hoy, la ciencia no progresaría. Pero no es más que fe, a no ser que les demos una validez trascendental y absoluta. Las tratamos como si tuvieran ese carácter absoluto, y al mismo tiempo negamos que lo tengan.

Ejemplo aún mejor de la objetivación, por lo menos en el lenguaje corriente, de un término general es el que se comenta en un apéndice al libro de Ogden y Richards titulado The meaning of meaning. Está escrito por un médico, y el ejemplo se refiere al empleo de los nombres de enfermedades. La palabra «influenza» es ejemplo perfecto de un término general que designa una serie de casos particulares entre los cuales no hay dos exactamente iguales. Y, sin embargo, se habla de «influenza» como de algo absoluto, de una cosa que existe por derecho propio. Hay muchas personas que, si se les plantease la cuestión directamente, aun no acertarían a ver que no tiene una existencia independiente de ese tipo. Y no obstante, como dice el autor, nuestra experiencia no conoce enfermedades, sino personas enfermas, entre las que no hay dos que presenten exactamente los mismos síntomas. El término general no representa nada real que esté fuera y por encima de los casos individuales. El punto ofrece aquí importancia práctica, porque la despreocupada objetivación de la enfermedad puede conducir al médico a un punto de vista rígido que quizá sea más perjudicial que beneficioso para el enfermo.

Podemos decir, pues, que en cierto modo Platón elevó a la jerarquía de doctrina filosófica, y lo defendió como tal, lo que muchos de nosotros admitimos inconscientemente en nuestras conversaciones y escritos; a saber, la existencia de algo invariable que corresponde a los términos generales que usamos, fuera y por encima de los variables ejemplos individuales, incluidos todos en el término general. La diferencia está en que, mientras el hombre corriente sigue todavía en gran medida en la actitud en que le encontró Sócrates —de lanzar gratuitamente términos generales sin detenerse a pensar si sabe lo que significan—, la creencia reflexivamente mantenida por Platón de que representan una realidad metafísica tendía a abonar la enseñanza de Sócrates, según la cual nunca iremos a ninguna parte si no hacemos lo necesario para ello, o sea tomarnos el trabajo de averiguar exactamente lo que esos términos significan.

Dada, pues, la existencia de un mundo modelo perfecto e intemporal, y dado que cualquier realidad que podamos atribuir a los fenómenos del mundo en que vivimos se debe a su participación, en medida limitada, en la realidad de las Formas trascendentes, ¿cómo y cuándo —podemos preguntarnos— conoceremos esas Formas eternas, de suerte que por referencia a ellas podamos identificar las criaturas que vemos, o reconocer como participantes en la bondad o la belleza las acciones que se ejecutan ante nosotros? En este punto, Platón desarrolló y confirmó, a la luz de la enseñanza religiosa de los órficos y de los pitagóricos, otro aspecto de Sócrates. Ya he dicho que otra exhortación socrática que necesitaba explicación y defensa era la que recomendaba el cuidado del alma; y Platón vio el puente entre la mente humana, terrenalmente limitada, y el mundo trascendente de las ideas, en las doctrinas de los reformadores religiosos acerca de la naturaleza de la psyche. Según las creencias corrientes entre los griegos, como ya sabemos, cuando el cuerpo moría, la psyche, mero espectro sin domicilio, se deslizaba («como humo», al decir de Homero) a una existencia pálida y umbrosa, sin inteligencia ni fuerza, pues éstas le eran comunicadas como resultado de su investidura en los órganos corporales. Quizá (como Sócrates el día de su muerte acusa malignamente de creerlo a sus amigos) era especialmente peligroso morir cuando soplaba viento fuerte, porque podía arrastrar a la psyche y esparcirla por los cuatro ángulos del mundo. No tiene nada de extraño que en un ambiente de creencias semejantes la afirmación de Sócrates, de que la psyche era mucho más importante que el cuerpo, y que había que cuidarla aun a expensas de éste, hallase una incredulidad general.

En apoyo de esta convicción de su maestro, Platón afirmó la verdad de la doctrina religiosa pitagórica, a saber, que el alma pertenece en esencia al mundo eterno y no al transitorio. Ha tenido muchas vidas terrestres, y antes y entre cada dos de ellas, mientras estuvo desencarnada, tuvo algunos vislumbres de la realidad del más allá. Para ella, la muerte del cuerpo no es un mal, sino, antes bien, una renovación de la verdadera vida. El cuerpo es comparado a una prisión y a una tumba, de las cuales anhela libertarse el alma para regresar al mundo de las Ideas, con las que había departido antes de su vida terrestre. La doctrina de las ideas va pareja con la creencia en la inmortalidad —o, por lo menos, en la preexistencia— del alma, y explica el saber —la adquisición de conocimientos en esta vida— como un proceso de rememoración. Las cosas que percibimos en torno nuestro no nos dan por primera vez el conocimiento de las nociones de lo universal y lo perfecto que creemos poseer. Mas, a causa de que ya hemos tenido la visión directa de las verdaderas realidades, nos es posible, mediante los débiles e imperfectos reflejos de ellas en la tierra, recordar lo que en otro tiempo hemos conocido, aunque lo hayamos olvidado al contaminarse el alma con los deshechos materiales del cuerpo.

El supuesto básico de la doctrina es que lo imperfecto por sí mismo no podrá llevarnos nunca al conocimiento de lo perfecto. En este mundo no hay dos cosas exactas y matemáticamente iguales. Así, pues, si tenemos en nuestra mente una idea definible del verdadero significado de la palabra «igual», no hemos podido obtenerla del mero examen o comparación de los palos que vemos o de las líneas que trazamos. Estas aproximaciones físicas pueden ser estudiadas, pero sólo porque pueden ayudar a la mente a recobrar el conocimiento perfecto que tuvo en otro tiempo y que, por lo tanto, está latente en ella. Éste es el papel de la sensación en la adquisición del conocimiento. No puede prescindirse de ella; pero, puesto que todo el conocimiento adquirido en este mundo es en realidad, una rememoración, el filósofo, una vez que ha sido puesto en el camino por la percepción sensible, ignorará al cuerpo cuanto le sea posible y subyugará sus deseos, para libertar al alma (esto es, la mente, para Platón) y dejarla elevarse por encima del mundo de los sentidos y recobrar el conocimiento de las formas perfectas. Según la expresión del Sócrates platónico, la filosofía es «una preparación para la muerte», en cuanto que su objeto es preparar el alma para quedarse permanentemente en el mundo de las ideas, en lugar de verse condenada a volver, una vez más a las limitaciones de una fábrica mortal.

Esta opinión acerca de la naturaleza del alma, como explicación última de la posibilidad del conocimiento, impregna todo del diálogo titulado Fedón, donde aparece expuesta en forma dialéctica y a la vez en el lenguaje simbólico del mito con que termina el diálogo. En otro de éstos, el Menón, se intenta tratar la teoría del recuerdo como susceptible de demostración lógica, aunque la combinación de religión y filosofía que implica es sugerida desde el comienzo al referirse Sócrates a ella como doctrina sustentada por «los sacerdotes y las sacerdotisas, que tienen interés en hacerla servir para explicar sus actos». Por otra parte, además, este aspecto del platonismo se encuentra principalmente en los grandes mitos que forman una especie de exorno final en muchos de los diálogos. El mayor es el mito de Er, al final de la República, donde se hace un relato completo de la historia del alma, su serie de encarnaciones, lo que le sucede en los intermedios de sus vidas terrestres, y cómo, una vez del todo purificada, escapa para siempre del ciclo de los nacimientos. El hecho de que no recordemos las verdades que hemos visto en el otro mundo se explica en el mito diciendo que, cuando ya están listas para reencarnar, las almas son obligadas a beber del agua del Leteo. Precisamente cuando se les hace atravesar una llanura ardiente y reseca, las almas sienten el más vivo deseo de beber, y descubren el grado a que han llegado en la filosofía por el vigor que muestren en resistir a la tentación. No obstante, todas beben algo, a menos que ya estén destinadas a escapar del cuerpo para entrar en eterna comunión con la verdad. Este motivo del agua del Leteo tiene paralelos numerosos en Grecia tanto en la mitología como en el culto, y ejemplifica el uso que Platón hacía de materiales tradicionales para sus propios fines. Para él, quizá, no era otra cosa que una expresión alegórica del efecto de la contaminación por la onerosa materia del cuerpo.

En el Fedro hallamos también el mito más definidamente alegórico en que la naturaleza compuesta del alma humana se simboliza representándola por un carro alado en que un auriga humano, que representa a la razón, guía un par de caballos, el uno muy vivo y naturalmente inclinado a obedecer al auriga, y el otro malo y desobediente. Éstos representan el aspecto valiente y heroico de la naturaleza humana, incluyendo la fuerza de voluntad, y los apetitos corporales, respectivamente. Hace mucho tiempo, el carro llegó hasta el borde mismo del universo, donde pudo contemplar las verdades eternas; pero la ingobernable inquietud del mal caballo lo derribó de allí y volvió a sumergirlo en el mundo de la materia y el cambio.

El hecho de que gran parte de la doctrina esté expuesta en forma mítica ha sido causa de que muchos dudasen acerca de la medida en que Platón quería que se la tomase en serio. La mejor respuesta que puede dárseles es quizá la que el mismo Platón da en el Fedón. Como ya he dicho, allí se somete la inmortalidad del alma a la prueba dialéctica, y el diálogo termina con un mito que contiene muchos detalles sobre la vida del alma después de la muerte. Al final, Sócrates resume la materia en los términos siguientes:

Ahora bien, sostener que estas cosas son exactamente como he dicho sentaría mal a un hombre de buen sentido; pero que eso, o algo parecido, es la verdad por lo que respecta a nuestras almas y a sus moradas, esto (ya que se ha demostrado que el alma es inmortal) me parece adecuado, y creo que es un riesgo que bien merece que lo corra el hombre que piensa como nosotros.

Podemos admitir que la existencia de las ideas, la inmortalidad del alma y la opinión de que el conocimiento es recuerdo fueron sustentadas con absoluta seriedad como doctrinas filosóficas. Platón creía que la mente humana no podía ir más allá con la sola ayuda de sus particulares instrumentos de pensamiento dialéctico. Pero esas conclusiones mismas exigen creer en regiones de la verdad a las que no pueden llegar los métodos del razonamiento dialéctico. El valor del mito reside en que nos abre camino a esas regiones, gracias a los poetas y a otros hombres de genio religioso. Tomamos en cuenta el mito, no porque creamos que es literalmente cierto, sino como medio para dar la explicación posible de verdades que, hemos de admitir, son demasiado misteriosas para que tengamos demostración exacta.

En las breves reflexiones sobre la filosofía de Platón que aquí estamos consignando, era un problema saber qué es lo que había que decir y qué lo que había que dejar a un lado. Cualquiera que sea la elección, es prácticamente imposible evitar la unilateralidad al presentar al hombre y sus ideas. Así, en cuanto pude, elegí el hablar de una doctrina fundamental, como es la teoría de las ideas, y concederle la primacía, que naturalmente tiene, sobre los aspectos más metafísicos y aun místicos. Como, por otra parte, las obras que leen más comúnmente quienes sienten un interés general por Platón son la República y las Leyes, y en ellas, probablemente, la mayor atención ha de dirigirse a los detalles de su teoría política, lo anterior está quizá justificado. Es esencial para comprender el espíritu con que emprendió su tarea; y, por lo menos en lo que afecta a la República, es un preliminar indispensable conocer todas las doctrinas importantes que hemos reseñado y la perspectiva espiritual que representan. Sin embargo, por temor a que lo que ha dicho pueda llevar a alguien a imaginarse un Platón sentado e inmóvil, con los ojos eternamente fijos en otro mundo, recordaremos, antes de terminar, el sentido del deber que predicaba, por ejemplo en la alegoría de la caverna, en la República. El filósofo que ha logrado evadirse del drama de sombras representado en la caverna de la vida terrenal y salir al mundo exterior, iluminado por la luz del sol, inevitablemente se sentirá impulsado —dice Platón— a regresar para comunicar a sus antiguos compañeros de prisión la verdad que ha aprendido. Hombres tales deben formar, en verdad, la clase gobernante de la República platónica. «No tendrán fin los trastornos, hasta que no vayan juntos el poder político y la filosofía». Para gobernar adecuadamente, los gobernantes tienen que alcanzar una sabiduría casi divina, pues si han de dirigir el Estado hacia el bien, deben conocer la verdad y no meramente su sombra. Es decir, tienen que recobrar el conocimiento de la idea perfecta, de la cual sólo son reflejos pálidos e inconstantes todas las bondades de este mundo. De ahí la larga y rigurosa disciplina a que tienen que someterse antes de hallarse preparados para gobernar. A la educación elemental, que se prolongará hasta los diecisiete o dieciocho años, seguirán tres años de preparación física y militar. Vendrán después diez años de estudio de las matemáticas superiores, a los que seguirán otros cinco dedicados a las ramas más elevadas de la filosofía. En cada una de esas etapas resultan eliminados algunos individuos, y los que lleguen hasta el fin y sean definitivamente seleccionados podrán entrar en el desempeño de cargos secundarios a la edad de 35 años. Para estos filósofos, el poder político será una carga más que una tentación, pero la soportarán por el bien de la comunidad. Ésta es otra señal de que la clase gobernante en el Estado platónico no será, de ninguna manera, la más afortunada, aunque, por virtud de su sabiduría, sea, en opinión de Platón, la más verdaderamente feliz.