IV. La reacción hacia el humanismo

Los sofistas y Sócrates

HEMOS llegado a la segunda mitad del siglo V a. C. Sócrates está a la mitad de su vida, y Platón ha nacido ya o está a punto de nacer (nació en 427). Es el tiempo en que se produce una reacción contra la especulación física y los filósofos empiezan a dirigir su pensamiento hacia la vida humana, la segunda de las dos vertientes de la filosofía que mencioné al comienzo de este libro. No es difícil de encontrar la razón de este cambio. Fue una rebelión del sentido común contra la lejanía e incomprensibilidad del mundo tal como los físicos lo presentaban. El hombre corriente se hallaba ante el dilema de creer, con Parménides, que todo movimiento era ilusión y la realidad un todo inmóvil, o de «salvar los fenómenos» (como tenían la insolencia de decir los otros) aceptando como realidades únicas los átomos —los átomos invisibles, incoloros, inodoros, áfonos— y el vacío. Ninguna de las dos teorías era satisfactoria ni particularmente creíble. De todos modos, si se creía a los físicos, entonces lo que ellos llamaban la physis o naturaleza real de las cosas era algo extremadamente remoto del mundo en que nos parece vivir. Si estaban en lo cierto, la naturaleza del mundo real resultaba de muy poca importancia para el hombre, que tenía que tratar todos los días con un mundo completamente distinto.

Para comprender esa actitud, tenemos que recordar una vez más la falta absoluta de toda prueba experimental de las aserciones de los físicos y de toda forma de ciencia aplicada. Los físicos de hoy también me dicen que la mesa que parece tan sólida bajo mi máquina de escribir es, en realidad, un torbellino en perpetuo giro que contiene más espacio vacío que materia sólida. Puedo replicar que no es eso lo que me dice mi experiencia, pero no puedo volverles la espalda ni concluir que su concepción de la realidad no tenga importancia para mí. Todos sabemos demasiado bien la acción práctica que la ciencia atómica puede tener sobre nuestras vidas. Los griegos eran más felices. Podían volver la espalda a los físicos, y lo hicieron, y gracias a esta circunstancia, por lo menos en parte, tenemos hoy algunas de las reflexiones más profundas sobre la naturaleza y objeto de la vida humana.

Las razones para que aquel cambio se produjese eran muy complejas. Atenas había llegado a ser la directora de Grecia, por todos reconocida, en el orden intelectual y en otros órdenes; de suerte que los pensadores de las otras partes del mundo griego, como Anaxágoras y Protágoras, se sentían atraídos por Atenas y se establecían en ella. Pero desde el año 431, la ciudad estaba empeñada en una guerra larga y terrible que produjo su caída treinta años más tarde, y poco después de haber estallado la guerra sufrió todos los horrores de la peste. Si la investigación científica desinteresada exige, como dijo con razón Aristóteles, un mínimo de sosiego y de circunstancias materiales propicias. Atenas no era va el lugar en que la investigación resultase fácil, sino al contrario, una ciudad en que los problemas de la vida y de la conducta humanas eran cada día más apremiantes. Además, Atenas era una democracia, una democracia bastante pequeña para garantizar que la participación de todos los ciudadanos libres en la vida política era una realidad, y no simplemente cuestión de votar cada cierto número de años por un representante político. Algunos cargos se proveían por sorteo, y todos los ciudadanos veían que tenían muchas probabilidades de representar un papel activo en la dirección de los negocios del Estado. Esto, a su vez, alimentaba la ambición de saber cada vez más acerca de los principios que sirven de fundamento a la vida política y de las artes que garantizan el éxito en esas actividades.

Pero obligado a resumir con mucha brevedad la materia, y así, después de haber recordado rápidamente que también actuaban factores sociales y políticos importantes, concentraré mi atención sobre las causas de naturaleza más filosóficas que determinaron el cambio, lo cual tendrá por lo menos la ventaja de permitirme seguir el hilo de una argumentación ininterrumpida. La reacción ante la investigación de la physis se atribuye a veces, entre otras cosas, a lo que se ha llamado la bancarrota de la ciencia física, y ya hemos tenido un atisbo de lo que esta frase significa. La base de la ciencia física griega fue, como hemos dicho al principio, la busca de la permanencia y la estabilidad y de la unidad subyacente en un universo manifiestamente mudable e inestable, el cual consiste sólo en la pluralidad más confusa. Al hombre corriente debió parecerle que, sin duda alguna, los físicos habían fracasado. Le daban a elegir entre Parménides y los atomistas. Una de dos cosas: podía aceptar la unidad del mundo a costa de renunciar a creer en todo lo que le parecía real y de admitir que todas sus sensaciones eran falsas; o podía seguir a quienes habían renunciado a toda idea de unidad más allá de lo múltiple y ofrecían un mundo de infinita pluralidad, y ni siquiera concedían el nombre de realidad a las cualidades secundarias que formaban la mayor parte del mundo de su experiencia, el mundo que se ve y se oye, se huele y se gusta.

La reacción hacia el humanismo está asociada con la aparición de una clase nueva, los sofistas. Se dice con frecuencia que los sofistas no fueron una escuela filosófica particular, sino que la sofística más bien constituía una profesión. Eran maestros ambulantes, que hicieron su modo de vivir del anhelo que empezaron a sentir los hombres de ser dirigidos y orientados en los asuntos prácticos, anhelo que nació en aquel tiempo de las causas que ya he mencionado: las crecientes oportunidades para tomar parte en la política activa, la insatisfacción cada vez mayor respecto de las doctrinas de los filósofos naturales, y (podemos añadir también) el creciente escepticismo acerca de la validez de la enseñanza religiosa tradicional, con sus representaciones de los dioses toscamente antropomórficas. La palabra sophistes («maestro de sabiduría») no había implicado hasta entonces ningún sentido peyorativo. Era, en efecto, la palabra que se aplicaba a los siete sabios de la tradición. Fue la impopularidad de los sofistas del siglo V la que le dio el matiz que tiene desde entonces.

Pero, aunque no puede decirse que formara una escuela filosófica particular, los sofistas tenían en común determinados puntos. Uno era la naturaleza esencialmente práctica de su enseñanza, la cual tenía por objeto, según decían, inculcar la areté. Ya hemos analizado el sentido de esta palabra, cuya significación práctica está puesta de manifiesto en la anécdota del sofista Hipias, según la cual éste, como una especie de anuncio viviente, se presentó en los juegos olímpicos llevando cosas que él mismo se había fabricado, inclusive el anillo que portaba en un dedo.

En segundo lugar, los sofistas compartían algo que puede llamarse con más propiedad una actitud filosófica: es, a saber, el escepticismo, la desconfianza respecto de la posibilidad del conocimiento absoluto. Era esto el resultado natural del callejón sin salida a que parecía haber llegado la filosofía natural. El conocimiento depende de dos cosas: la posesión de facultades capaces de ponernos en contacto con la realidad, y la existencia de una realidad estable que pueda ser conocida. En cuanto instrumentos del conocimiento los sentidos habían sido tratados con gran severidad, y no se les había sustituido con nada; y la fe en la unidad y la estabilidad del universo había sido socavada, sin que hasta entonces hubiera surgido la idea de que puede haber una realidad permanente y cognoscible fuera y más allá del mundo físico.

Lo que anima a la filosofía es la controversia. Pasados ya sus primeros comienzos, todo nuevo desarrollo representa generalmente una reacción contra las ideas anteriores. Tal ocurre con los más grandes pensadores griegos: Sócrates, Platón y Aristóteles. Por eso merece la pena invertir algún tiempo, como lo estamos haciendo, en estudiar a sus predecesores para comprender los productos de su pensamiento propio; y para este objeto es particularmente importante advertir el punto a que ahora hemos llegado, a saber, que la filosofía moral y política nació en Grecia (lo cual significa tanto como que nació en Europa) en una atmósfera de escepticismo. A combatir este escepticismo consagraron sus vidas Sócrates y sus sucesores. En el terreno físico, Demócrito había dicho que las sensaciones de dulce y amargo, caliente y frío, eran meros términos convencionales. No correspondían a nada real. Por esta causa, lo que a mí me parece dulce puede parecerle amargo a otro, y aun a mí mismo cuando estoy enfermo, y la misma agua puedo sentirla caliente con una mano y fría con la otra. Todo es cuestión de la disposición accidental de los átomos de nuestro cuerpo y de su reacción a la combinación igualmente accidental en que se hallan los del objeto llamado sensible. La transferencia al terreno moral era muy fácil, y la realizó en aquel tiempo, si hemos de dar crédito a la tradición, un ateniense llamado Arquelao, discípulo de Anaxágoras. Si el calor y el frío, el dulzor y el amargor, no existen en la naturaleza, sino que dependen de nuestra sensibilidad en un momento determinado, ¿por qué no hemos de suponer que la justicia y la injusticia, lo recto y lo tuerto, tienen una existencia igualmente subjetiva e irreal? No puede haber en la naturaleza principios absolutos que rijan las relaciones entre los hombres. Todo es cuestión de lo que en cada momento nos parezca.

La actitud escéptica de los sofistas puede ser ilustrada mediante citas de los dos más famosos e influyentes entre ellos, Gorgias y Protágoras. El título que preferentemente habían dado los filósofos naturales a sus obras era: «Sobre la Naturaleza (physis) o lo Existente». Parodiando deliberadamente los numerosos libros que llevaban ese título, Gorgias escribió uno al que tituló «Sobre la Naturaleza, o lo No existente», en el que se propuso demostrar tres cosas: a) que nada existe; b) que si existiese algo, no podríamos conocerlo; c) que si conociésemos algo, no podríamos comunicárselo a nuestro prójimo.

Protágoras expresaba sus opiniones religiosas en los siguientes términos: «En lo que concierne a los dioses, no dispongo de medios para saber si existen o no, ni la forma que tienen; porque hay muchos obstáculos para llegar a ese conocimiento, incluyendo la oscuridad de la materia y la cortedad de la vida humana». Fue él también el autor de la sentencia famosa: «El hombre es la medida de todas las cosas», que significa —si hemos de fiarnos de la interpretación de Platón— que la manera como las cosas se le presentan a un hombre es la verdad para él, y el modo como se presentan a otro es la verdad para éste. Ninguno de los dos puede achacar error al otro, pues que si uno ve las cosas de una manera son de esa manera para él, aunque le parezcan diferentes al vecino. La verdad es meramente relativa. Sin embargo, Protágoras concedía aún cierto espacio a las opiniones convencionales sobre la verdad y la moral al añadir que, aunque ninguna opinión es más verdadera que otra, puede ser mejor. Si a los ojos de un hombre enfermo de ictericia todo le parece amarillo, las cosas para ese hombre son realmente amarillas, y nadie tiene derecho a decirle que no lo son. Pero puede merecerle la pena a un médico hacer cambiar el mundo de ese hombre modificando el estado de su organismo, de manera que las cosas dejen de parecerle amarillas. Análogamente, si a un hombre le parece sinceramente que es bueno robar, le parecerá que ésa es la verdad mientras siga creyéndolo. Mas la gran mayoría de los hombres a quienes eso les parece malo debe esforzarse por cambiar aquel estado mental, orientándolo hacia creencias que en sí misma no son más verdaderas, pero son mejores. Así queda abandonada la prueba de la verdad o de la falsedad, sustituida por la prueba pragmática.

El irreverente escepticismo de los sofistas afectó a la sanción de las leyes, no discutida hasta entonces porque se basaba en la creencia en su origen divino. Se creía que los antiguos autores de constituciones, como Licurgo, legendario fundador de Esparta, habían sido inspirados por Apolo, y era aún costumbre entre los legisladores acudir al oráculo de Delfos y obtener, si no el consejo del dios, por lo menos su sanción para las leyes en proyecto. Este fundamento religioso de las leyes estaba siendo socavado no sólo por la tendencia atea de la filosofía natural, que los sofistas mantuvieron muy gustosamente, sino también por circunstancias externas tales como el creciente contacto de los griegos con países extranjeros y el gran volumen que entonces alcanzó la actividad legislativa en relación con la fundación de nuevas colonias. Los sofistas eran hijos de su tiempo. Lo primero les enseñó las diferencias fundamentales que pueden existir entre las leyes y las costumbres de pueblos que viven en climas distintos; y en cuanto a lo segundo, era difícil creer que las constituciones vinieran del cielo, cuando los propios amigos de uno (o lo que es peor, sus enemigos políticos) formaban parte de las comisiones encargadas de hacerlas. El mismo Protágoras figuró en la comisión enviada en 443 a. C. para dar una constitución a la nueva colonia ateniense de Turii, en el sur de Italia. No es sorprendente, por lo tanto, que haya sido el primero en formular la teoría sobre el origen de las leyes que nosotros conocemos ahora con la denominación de contrato social. Dijo que para su propia protección contra los animales selváticos y para mejorar su modo de vida, los hombres se habían visto obligados en tiempos muy remotos a reunirse en comunidades. Hasta entonces no habían tenido ni principios morales ni leyes; pero la vida en sociedad no era posible si prevalecía la ley de la selva, y así, lenta y penosamente aprendieron que eran necesarias las leyes y las convenciones por virtud de las cuales los más fuertes se comprometen a no atacar ni robar a los débiles, basados simplemente en el hecho de que son más fuertes.[7]

Dada la premisa inicial de que las leyes y los códigos morales no eran de origen divino, sino imperfectos y hechos por los hombres, era posible deducir ampliamente conclusiones prácticas diferentes. El mismo Protágoras dijo que existían porque eran necesarias. Por esta razón, fue un defensor del contrato social y pidió la sumisión a las leyes. Otros sofistas más radicales lo rechazaron y sostuvieron el derecho natural del más fuerte a abrirse camino. Podían sacarse diversas conclusiones, pero la premisa era la misma para todos. Todos a la par se apoyaban en la ausencia total de valores y principios absolutos, ya se basasen o no en consideraciones teológicas. Para los sofistas, toda acción humana se basaba en la experiencia únicamente y sólo era dictada por su utilidad o eficacia. Lo justo y lo injusto, la sabiduría, la justicia y la bondad eran meros nombres, aun cuando pudiera argüirse que algunas veces era prudente obrar como si fuesen algo más que eso.

En esa situación mental, apareció Sócrates, y dedicó su vida a combatirla, porque le parecía intelectualmente errónea y moralmente dañosa.[8]

La mayor fama de Sócrates descansa probablemente en la célebre sentencia que suele traducirse por «virtud es conocimiento». Descubrir lo que ella significa es un medio tan bueno como cualquiera otro para llegar a la esencia de su enseñanza. Se le comprende mejor históricamente, es decir, poniéndola en relación con los problemas que el pensamiento anterior y contemporáneo y las circunstancias de su tiempo exponían a su atención, y que él hizo cuanto pudo por resolver.

Ya sabemos que la palabra virtud ofrece falsas asociaciones con la palabra griega areté, la cual originariamente significaba eficacia en una actividad determinada. Hemos visto también que los adversarios contra quienes se dirigía la enseñanza de Sócrates pretendían dos cosas: a) que podían enseñar o infundir areté; b) que el conocimiento, por lo menos el conocimiento que pudiera ser compartido, es una quimera. No existe tal conocimiento. Por lo tanto, al identificar areté y conocimiento, la sentencia de Sócrates tomaba deliberadamente el aspecto de un reto, que únicamente podemos comprender si nos remontamos mentalmente a la época en que él vivió.

Una de las cosas de Sócrates que irritaba a los atenienses sensatos y prácticos era que le gustase hablar con gentes tan humildes y sin importancia como los zapateros y los carpinteros, cuando lo que ellos querían saber era qué es lo que constituye la habilidad política y si existe algo que pueda llamarse obligación moral. Si quieres ser buen zapatero —decía Sócrates—, la primera cosa necesaria es saber lo que es un zapato y para qué sirve. No es lo habitual decidir acerca de cuáles son las mejores herramientas y el mejor material que deben emplearse, y los mejores métodos de usar unas y otro, antes de haberse formado una idea clara y detallada de lo que se quiere hacer y de la función que eso que quiere hacerse ha de desempeñar. Para emplear la palabra griega, la areté de un zapatero depende primero y ante todo de la posesión de ese conocimiento. El zapatero debe ser capaz de definir en términos claros la naturaleza de lo que se propone hacer, y la definición debe incluir el uso a que va destinado eso que se propone. Era absolutamente natural hablar de la areté de un zapatero, lo mismo que de la de un general o un estadista. En ninguno de esos casos tenía la palabra areté relación alguna necesaria con la esfera moral, como lo sugiere nuestra palabra «virtud». Significaba simplemente lo que hay en el zapatero, el general o el estadista que les gradúa de buenos en sus particulares tareas; y tomando primero los humildes ejemplos de los oficios útiles, no le fue difícil a Sócrates demostrar que la adquisición, en cada caso, de aquella capacidad dependía del conocimiento, y que el conocimiento primero y más necesario es el del fin que se persigue, el de lo que el hombre quiere conseguir. Dada la comprensión correcta del fin, se seguirá la de los medios que deben emplearse, pero no al contrario. Por consiguiente, la areté depende en cada caso, primero, de tener alguna tarea definida que hacer, y después, de saber bien en qué consiste dicha faena y lo que con ella nos proponemos alcanzar. Así, pues —añadía Sócrates—, si se puede hablar legítimamente de una areté absoluta o general, como la que pretendían enseñar los sofistas, es decir, si hay una eficacia para la vida que todo hombre debe poseer en cuanto hombre, síguese de ahí que debe haber un fin o una función que todos por igual, en cuanto seres humanos, tenemos que desempeñar. Por lo tanto, nuestra primera tarea, si deseamos adquirir esa virtud general, consiste en averiguar cuál es la función u objeto del hombre.

Ahora bien, en los informes que acerca de la enseñanza de Sócrates nos han dejado sus discípulos (pues él no escribió nada, por creer que lo único valioso era el intercambio vivo de ideas mediante preguntas y respuestas entre dos personas en contacto directo) no encontramos la respuesta a esa primera cuestión acerca del fin u objeto universal de la vida humana. Puede afirmarse que esta ausencia fue la razón más poderosa que indujo a Platón, más inclinado a la precisión de las ideas, a considerar como deber suyo no sólo reproducir las enseñanzas de su maestro, sino desarrollarlas. No podemos, en este caso, deducir del carácter de Sócrates cuál sería su respuesta. Tenía por costumbre decir que no sabía nada, y que lo único en que era más sabio que los demás hombres estribaba en que tenía conciencia de su ignorancia, y los otros no. La esencia del método socrático consistía en convencer a su interlocutor de que, aunque creía saber algo, en realidad no lo sabía. La convicción de la propia ignorancia es el primer paso necesario para adquirir el conocimiento, pues nadie busca el conocimiento de un asunto ni se hace la ilusión de que ya lo posee. Las gentes se quejaban de que la conversación de Sócrates tenía el efecto paralizador de una descarga eléctrica.[9] Si consideraba como su misión en la vida convencer a las gentes de su ignorancia, no es sorprendente que fuese impopular, ni podemos vituperar totalmente a los atenienses —por trágico que haya sido su error— por haberle confundido con los sofistas y haber descargado sobre él el odio que los sofistas habían despertado. Decían los sofistas que el conocimiento era imposible; y Sócrates demostraba a todo el mundo que no sabía nada. En realidad, había una diferencia profunda, porque la actuación de Sócrates se basaba en la creencia de que el conocimiento era posible, pero que los despojos de ideas incompletas y erróneas que llenan la cabeza de la mayoría de los hombres tienen que ser aventados antes de empezar a buscar el conocimiento verdadero. Lo que ofrecía a los hombres, en fuerte oposición con el escepticismo de los sofistas, era «un ideal de conocimiento aún no alcanzado».[10] Una vez que los hombres conociesen el camino hacia la meta. Sócrates estaba dispuesto a acompañarlos hasta alcanzarla, y para él toda la filosofía se resumía en esa idea de la «búsqueda en común». Ni su interlocutor ni él mismo conocían todavía la verdad, pero sólo con que aquél se convenciese de que era así, podrían emprender juntos la búsqueda con la esperanza de encontrarla. El verdadero socratismo representa ante todo una actitud mental, una humildad intelectual fácilmente confundible con la arrogancia, ya que el verdadero socrático está convencido de la ignorancia no sólo suya, sino de toda la humanidad. Más que un cuerpo positivo de doctrina, eso constituye el legado de Sócrates.

Volviendo, pues, a su insistencia sobre la idea de que, si queremos adquirir areté, la tarea esencial preliminar es averiguar cuál es la función u objeto del hombre, y definirlo, diré que no esperemos encontrar ese objeto o función definido clara y precisamente por Sócrates mismo. Su misión consistió en hacer que los hombres sintiesen la necesidad de esa definición, y en sugerirles un método para buscarla, de suerte que él mismo y sus interlocutores pudieran emprender la investigación.

En la confusión de las ideas éticas que fue característica de su tiempo, una cosa le parecía particularmente dañosa. En el lenguaje corriente se mezclaban una gran variedad de términos generales, en especial términos que pretendían expresar nociones éticas: justicia, templanza, valor, etc., etc. En mi ignorancia —dice Sócrates— empecé por suponer que las gentes que las usaban sabían lo que significaban esas palabras, pues las empleaban con tanta soltura, y concebí la esperanza de que me lo enseñasen, a mí que no lo sabía. Sin embargo, cuando los interrogué, descubrí que nadie podía darme una explicación satisfactoria. Quizá a la luz de las enseñanzas de los sofistas había que suponer que esas palabras no tenían en realidad ningún sentido, y si en efecto es así, los hombres debieran dejar de usarlas. Si, por otra parte, tienen un significado fijo, entonces las personas que las usan deben ser capaces de decir cuál es. No podemos hablar de la rectitud de la conducta bien y adecuadamente, si no sabemos lo que son la sabiduría, la justicia y la bondad. Si, como sospechaba Sócrates, las personas que usan las mismas palabras dicen con ellas cosas distintas, hablan sin entenderse y de ello sólo confusiones pueden resultar. Tales confusiones serán a la vez intelectuales y morales. Intelectualmente, la discusión con un hombre que usa las palabras dándoles un sentido diferente al que les da su interlocutor no puede conducir a nada como no sea a reñir, probablemente; y moralmente, cuando las palabras en cuestión representan nociones éticas, no puede resultar más que la anarquía. Este doble aspecto del problema, moral e intelectual, es el que quería expresar Sócrates al decir que la virtud es conocimiento. Además, era tan claro su propio pensamiento y tan firme su carácter, que le parecía evidente por sí mismo que si los hombres llegaban a comprender esta verdad automáticamente elegirían lo justo. Lo único que se necesitaba era moverles a tomarse el trabajo de averiguar qué es lo justo. De aquí su otra sentencia famosa: «Nadie hace el mal voluntariamente. Si la virtud es conocimiento, el vicio se debe únicamente a la ignorancia».

¿Cómo procederemos, pues, para adquirir el conocimiento de lo que son la virtud, la justicia, etc.? Sócrates, como ya he dicho, estaba dispuesto a sugerir un método, tanto para los otros como para sí mismo. El conocimiento se adquiere en dos etapas a las que se refiere Aristóteles cuando dice que Sócrates podía en justicia reclamar para sí el mérito de dos cosas: el argumento inductivo y la definición general. Estos términos lógicos un tanto secos, que indudablemente hubieran sorprendido al mismo Sócrates, no parecen tener mucha relación con la moral; mas, para Sócrates, esa relación era vital. La primera fase consiste en recoger ejemplos a los cuales todos estén de acuerdo en que se les puede aplicar el nombre de «justicia» (si es la justicia de lo que se trata). Después, esos ejemplos de acciones justas son sometidos a examen para descubrir en ellos alguna cualidad común por virtud de la cual merecen aquel nombre. Esta cualidad común, o más probablemente este grupo o nexo de cualidades comunes, constituye su esencia en cuanto actos justos, y es, en realidad, abstraído de las condiciones accidentales de tiempo y circunstancias que corresponden individualmente a cada uno de los actos justos, lo que define la justicia. Así, pues, el argumento inductivo, como lo dice su nombre griego, es un «llevar a» de la mente desde los ejemplos particulares, reunidos y considerados colectivamente, a la comprensión de su definición común.

El defecto que Sócrates hallaba en las víctimas de su infatigable afán de preguntar era que creían suficiente realizar sólo la primera etapa, es decir, citar algunos ejemplos sueltos y decir: «La justicia es esto y lo otro». El tipo está representado por Eutifrón, quien, en el diálogo platónico de ese título, conversa con Sócrates acerca del significado de la palabra piedad, habiendo surgido el tema en relación con el hecho de que Eutifrón hubiera sido impulsado por lo que él consideraba el sentido del deber a procesar a su padre por homicidio casual. Habiéndole preguntado qué sentido daba a la palabra «piedad», contestó: «Piedad es lo que yo estoy haciendo ahora». En otro diálogo de Platón, Sócrates le dice a su interlocutor: «Yo sólo te pregunté una cosa, qué es virtud, y tú me has dado todo un enjambre de virtudes». Trataba de hacerles ver que, aun cuando hay muchos y diversos ejemplos de acciones justas, todos ellos debían poseer una cualidad o carácter común por razón del cual se les reputa justos. Si no, esta palabra no tendría sentido.

Tal era la finalidad de las insistentes preguntas que le hicieron tan impopular: llegar desde un enjambre de virtudes a la definición de una cosa sola, la virtud. Parece un ejercicio de lógica; pero aquél era en realidad el único modo por el que le parecía posible a Sócrates combatir los subversivos efectos morales de las enseñanzas de los sofistas. Los hombres que, al contestar a preguntas como «¿Qué es la piedad?», dicen: «Lo que yo estoy haciendo ahora», son precisamente los mismos que dirían que la única regla de conducta consiste en decidir, bajo el apremio del momento, qué es lo más ventajoso. Reglas en el sentido generalmente admitido, principios universalmente aplicables, no los hay. La falacia lógica lleva directamente a la anarquía moral.

Sócrates pagó caro el adelantarse a su tiempo. Su claro y recto pensamiento fue incluido en el mismo grupo que el de los sofistas contra quienes se dirigía su ironía, y fue acusado por dos ciudadanos reaccionarios de corromper a los jóvenes y de no creer en los dioses de la ciudad. Preciso es reconocer que los más famosos de sus discípulos y amigos no le honraban mucho. Uno era Alcibíades, de quien no es necesario decir más. Otro era Critias, el amargado y vengativo oligarca que volvió del destierro al poder después de la caída de Atenas en 404, y fue en gran parte responsable de la sangrienta purga que tuvo lugar bajo los llamados Treinta Tiranos, el más violento y extremoso de los cuales fue. Los acusadores de Sócrates pidieron para él la pena de muerte. De acuerdo con la costumbre ateniense, podía Sócrates solicitar una pena más leve, y los jueces estaban en libertad de elegir una de las dos. Sin embargo, lo que solicitó o propuso fue que se le mantuviese a expensas de la ciudad, a título de bienhechor público. En cualquier caso —dijo—, no tengo dinero para pagar una multa adecuada. Ante las vivas instigaciones de Platón y de otros amigos, ofreció una multa que ellos pagarían, pero sin comprometerse a abandonar sus actividades «corruptoras», que para él eran más importantes que la vida misma. Esto dejaba a los jueces poco margen para elegir, y Sócrates fue enviado a la cárcel, a esperar la ejecución. Otra vez actuaron sus amigos, ofreciéndole ahora un plan que le facilitaría la evasión. Es probable que muchos, si no la mayor parte, de los que le censuraban no deseaban verle morir y se habrían dado por muy contentos si se hubiera dejado convencer para abandonar Atenas e irse a residir a otro lugar cualquiera. Sócrates replicó que durante toda su vida había gozado de los beneficios que las leyes de Atenas concedían a los ciudadanos, y ahora que esas mismas leyes juzgaban conveniente que muriese, sería injusto y desagradecido si eludiese su aplicación. Por otra parte, ¿quién podía asegurarle que no iba a entrar en una existencia mejor que la que hasta entonces había conocido? Y, con la mayor serenidad de ánimo, bebió la cicuta en el año 399 a. C., a la edad de 70.

La muerte de Sócrates causó impresión tan honda en uno de sus jóvenes amigos, que lo decidió definitivamente a no ingresar en la vida política, a la cual parecía destinado por su nacimiento y sus talentos. En todo caso, desilusionado por la situación en que había caído la ciudad y por los excesos de sus últimos gobernantes, Platón creyó que el Estado que había condenado a muerte a un hombre como Sócrates no era el Estado en que él pudiera tomar una parte activa. Y, en lugar de esto, se dedicó a escribir aquellos diálogos admirables en que nos dejó una vivida descripción de su maestro y desarrolló, confirmó y amplió sus enseñanzas en palabras que puso en boca de aquel grande hombre. Mucho más podría decirse de Sócrates, pero su pensamiento está tan estrechamente relacionado con el de Platón, y la línea divisoria entre ambos es tan difícil de discernir con claridad, que en este punto dejaré de hablar de Sócrates directamente y por él mismo. Cuando entremos en el estudio de Platón, inevitablemente tendremos que volver atrás de tiempo en tiempo para tomar en consideración diversos aspectos del mensaje filosófico de Sócrates, y creo que es así, relacionados con los frutos ulteriores que la meditación platónica sacó de ellos, como mejor pueden ser presentados.