VI. Platón
2) Respuestas ética y teológica a los sofistas
ME AGRADARÍA ahora desarrollar un poco más la doctrina ética de Platón exponiendo otra de sus concepciones fundamentales. La doctrina de las formas trascendentes no fue la única respuesta, puesto que no era una respuesta completa en sí misma, a las ideas antisociales de algunos sofistas. Platón siguió también otra línea de ataque, que consistió en suscitar la cuestión de saber cuál era el estado del alma mejor y más saludable, y en afirmar que éste depende de la presencia del orden, que él designaba con las palabras kosmos, que ya nos es familiar, y taxis, palabra más estrictamente limitada al sentido de «disposición ordenada». Me propongo, pues, inquirir lo que significaba esta concepción del orden anímico y por qué puede decirse que rebatió los argumentos sofísticos. Será necesario examinar primero algunas cuestiones preliminares, y en particular —como ya he advertido que tendríamos que hacer— volver por un momento al pensamiento de Sócrates. Pero menciono el tema desde el principio, para que lo tengamos presente hasta llegar al fin a que ha de llevamos nuestro razonamiento.
En las sociedades primitivas, en que las comunidades son pequeñas y las circunstancias culturales sencillas, no se observa ningún conflicto entre el deber moral y el interés particular.
Como advierte Ritter:[12]
Quien en sus relaciones con los hombres y con los dioses observa las costumbres existentes, es alabado, respetado y considerado bueno; mientras que el que las infringe es despreciado, castigado y considerado malo. En estas condiciones, la obediencia a las leyes le produce beneficios al individuo, mientras que la transgresión le produce daños. El individuo que obedece a las costumbres y a las leyes es feliz y se siente satisfecho.
Desgraciadamente, ese estado de cosas tan sencillo no puede durar. Los griegos habían alcanzado un grado de civilización más complejo, en el que se imponía a su atención el hecho de que los actos de bandolerismo, en especial los de bandolerismo en gran escala —los de los héroes conquistadores, que podían desafiar con éxito las leyes y las costumbres—, también producían beneficios; y que el hombre respetuoso con las leyes podía verse obligado a vivir en condiciones muy modestas y hasta quizá sufrir opresión y persecuciones. De aquí nació la oposición sofística entre «naturaleza» y «ley», y el concepto de la «justicia de la naturaleza» no sólo como diferente de la del hombre, sino como algo mucho más grande y más puro. Esto es lo que sostiene Calicles en el Gorgias de Platón, pues aunque Calicles alardea de despreciar a los sofistas, representa las opiniones sofísticas en su expresión más extremada. Pone como ejemplo la enseñanza de Jerjes.
Corolario de lo anterior es la ecuación de lo bueno con lo agradable, por donde la idea del deber queda explícitamente negada. El hombre fuerte, que es el hombre justo de la naturaleza, no tiene más deber que el de actuar conforme a su propio placer. Ha nacido el hedonismo como doctrina filosófica.
Sócrates y Platón se dedicaron a negar la igualdad de lo bueno y lo agradable. Puede decirse con verdad, por ejemplo, que el orador que al dirigirse al pueblo sólo busca agradarle puede causarle mucho mal; y que el orador que tiene por objetivo el bien público puede hallar necesario decir algunas cosas sumamente desagradables. Pero si lo agradable es lo bueno, entonces es imposible hacer afirmaciones como ésas. ¿Cómo acometieron Sócrates y Platón la empresa de demostrar que quienes identificaban lo agradable con lo bueno estaban equivocados?
Sócrates los atacó, en primer lugar, insistiendo en la necesidad del conocimiento para comprender lo que es bueno, incluso lo que por egoísmo parece bueno. Si ha de haber intereses egoístas, que sean inteligentes al menos. La busca irreflexiva del placer no puede conducir más que a la desdicha. Pero de esto —que todo el mundo admite— se sigue que algunas acciones agradables en sí mismas pueden causar gran daño al hombre, aun cuando restrinjamos el sentido de «daño» a lo que es desagradable o penoso, lo cual no ocurriría si el placer fuese idéntico a lo bueno, es decir, si fuese la última meta de la vida. No puede ser el fin por sí mismo, aunque algunas veces pueda conducir a él. Necesitamos otra palabra que pueda igualarse con «lo bueno» y explicarlo. Sócrates sugiere una palabra que significa «lo útil» o «lo beneficioso». Lo bueno tiene que ser algo que siempre beneficia y nunca daña. Si lo definimos así, los actos que en sí mismos producen placer pueden ser referidos a un beneficio último como a la regla más alta y definitiva, aunque nos mantengamos todavía en el terreno del egoísmo puro.
Con toda probabilidad Sócrates, tan fuertemente práctico, no pasó más allá de este ataque a los sofistas en su propio terreno. Se compadece con su carácter al suponer que la regla definitiva por él formulada tenía un valor pragmático. Pero se puede andar mucho camino sobre bases pragmáticas, si Sócrates es el guía. Una vez que admitáis la necesidad de la reflexión y el cálculo, en cuanto opuestos a la aceptación irreflexiva del placer del momento, ya estáis encerrados en su tesis favorita, que constantemente repetía: la necesidad de conocimiento para dirigir nuestra vida. Sostenía que sólo el hombre experto puede decir lo que es beneficioso en cada especie de acción y repetía la comparación con los oficios. La recta dirección de la vida requiere la misma habilidad para vivir que el zapatero debe poseer en su oficio. En el Protágoras aparece, en efecto, defendiendo, en una discusión con los sofistas, la equivalencia del placer y de lo bueno, pero usa la palabra «placentero» en este sentido más amplio. Dice que el placer sobre el cual basemos nuestros cálculos debe ser en lo futuro lo mismo que en el presente, y antes de terminar ya ha logrado incluir en ese concepto todo lo que en otros diálogos considerara beneficioso y que deliberadamente excluye del placer cuando en el Gorgias discute contra la equivalencia de lo agradable y lo bueno. En realidad, la idea de Sócrates acerca del placer como equivalente de lo bueno incluye todo lo que en el lenguaje moderno cae bajo el epígrafe de «valores», aunque poniendo más interés en los valores espirituales que en cualesquiera otros. La posibilidad de distinguir entre placeres buenos y malos, mientras aparentemente adopta una actitud de firme hedonismo, queda lograda al admitir el principio de la reflexión o cálculo. Ninguno de los defensores del placer se mostraba dispuesto a negar esto, y, al admitirlo, el llamado hedonismo podía ser refinado casi indefinidamente hasta convertirlo en un código de alta moral.[13]
De esta suerte, en sus investigaciones Sócrates redujo todas las virtudes a una sola, y definía esta virtud única como sabiduría o conocimiento: el conocimiento del bien y del mal. En el Menón, después de haber enumerado todas las virtudes comúnmente admitidas, añade:
Tomad ahora las que no parecen ser conocimiento, y pensad si algunas veces no son tan dañinas como beneficiosas. El valor, por ejemplo. Supongamos que el valor no es sabiduría, sino una especie de imprudencia. ¿No es cierto que cuando un hombre es valiente sin razón causa daño, pero cuando lo es con razón produce el bien? Todas esas cualidades, cuando se practican y disciplinan asociadas a la razón, son beneficiosas; pero sin la razón son dañinas. En resumen, todo lo que emprende el espíritu, y todo lo que sufre, conduce a la felicidad cuando es guiado por la sabiduría, y a lo contrario cuando es guiado por la necedad. Por consiguiente, si la virtud es un atributo del espíritu, atributo que no puede dejar de ser beneficioso, la virtud tiene que ser sabiduría. Porque todas las cualidades espirituales, en sí mismas y por sí mismas, no son ni beneficiosas ni dañinas, sino que resultan beneficiosas o dañinas según las acompañe la sabiduría o la necesidad.
Juzgada según la regla pragmática que Sócrates propugna, no es el valor o la justicia de una acción lo que la diferencia, sino la presencia del nous, cuyo objeto es distinguir lo verdadera y perdurablemente beneficioso de lo que es espurio, por ser superficialmente placentero y justo. Éste fue, a lo que creo, el punto culminante de su enseñanza. No le haremos plena justicia si nos negamos a reconocer la altura que puede alcanzar esta doctrina, aparentemente terca y egoísta.
Cuál puede ser esa altura, espero que ha quedado suficiente y claramente indicado. Para el objeto presente, que es llegar a Platón, deseo más bien mostrar sus insuficiencias. En cuanto doctrina moral, considerada en su propio campo, hay mucho que decir en su favor; pero no era una respuesta completa a los sofistas. El mismo Sócrates, lo contrario por naturaleza de un hedonista, había empleado los argumentos hedonísticos de sus adversarios volviéndolos contra ellos. Pero este recurso tenía sus límites. Les obligó a admitir que el placer no es el fin o bien último de la vida humana; pero la sustitución de lo placentero por «lo beneficioso» dejaba sin resolver aún el problema del fin último, pues suscitaba la pregunta: «¿Beneficioso para qué?». En realidad, todavía le era permitido al hombre considerar el mismo placer físico como meta de su vida siempre que procediese con cautela suficiente para que los placeres de hoy no impidiesen los de mañana. También podría sostenerse que el fin era lograr el poder sobre sus semejantes. El conseguirlo puede imponer la restricción de los placeres ordinarios y hasta obligar a una vida ascética, como se dice que fue la vida de Hitler. Aunque Sócrates pensase otra cosa, no puede darse respuesta lógica a esos argumentos, a base de un cálculo hedonístico. Sócrates puede replicar, como en efecto lo hace en los mitos con que terminan los diálogos platónicos, que tales argumentos fracasan porque sólo tienen en cuenta la vida presente, siendo así que la muerte no es, de hecho, el fin del goce ni del sufrimiento; pero esto es en sí mismo un acto de fe de cuya fuerza convincente no es fácil persuadir a un incrédulo. Por lo tanto, el cálculo hedonístico es por sí mismo insuficiente para asegurar el acuerdo acerca de lo justo y de lo injusto, de lo acertado y de lo erróneo. Pueden practicarlo dos hombres igualmente y, sin embargo, seguir conductas diametralmente opuestas, porque sean opuestas sus ideas acerca del objeto o finalidad de la vida. El cálculo hedonístico no puede decir la última palabra en este asunto.
Ya he dicho que es difícil saber dónde termina el pensamiento de Sócrates y dónde empieza el de Platón. Al exponer la solución más importante, que señala el camino para salir del punto muerto a que hemos llegado, y que, lo mismo que los intentos primeros y menos satisfactorios, hallamos bajo el nombre de Sócrates en los diálogos de Platón, me propongo abandonar el nombre del primero y comenzar a usar el del segundo. Pero no todo el mundo estará de acuerdo. Esta segunda solución está someramente indicada en el Gorgias y desarrollada con más amplitud en la República, y muestra hacia las concepciones pitagóricas una simpatía que hay más razones para atribuir a Platón que al maestro a quien defendía.
En el Gorgias sólo hace algunos tanteos para explorar el camino hacia la solución. Cuando un hombre hace o construye algo —por ejemplo, una casa o un navío—, la descripción más estricta de sus actos consiste en decir que toma una materia dada y le impone determinada forma. La moldea y la junta de manera que resulte una cosa buena en su género y que sirva para lo que él quiere que sirva. «Cada obrero lleva cada una de las partes a su lugar adecuado en el conjunto, obligándolas a ajustarse unas con otras, hasta que el todo resulta una cosa bellamente ordenada». Los entrenadores y los doctores, que trabajan sobre el cuerpo humano, se proponen el mismo fin: establecer entre sus partes relaciones fijas. A esta verdad puede dársele una aplicación universal: kosmos y taxis, son los que hacen que una cosa sea buena en su género. Por consiguiente, también puede decirse del alma que para ser buena debe ofrecer un orden saludable en sus partes, es decir, en sus facultades; y en la esfera espiritual, el elemento kosmos y taxis lo proporcionan la obediencia a la ley, la justicia y el autodominio.
Tal es el primer esbozo, tosco aún, de la idea. En términos generales, el concepto central de Platón es que todo tiene una función que realizar, y que la virtud o estado perfecto de las cosas es aquel en que mejor preparadas se encuentren para ejecutar su función. Y todas las analogías tienden a demostrar que la realización correcta de la función depende de la organización, para usar una palabra más inmediatamente comprensible. En el Cratilo describe Platón a un hombre que está haciendo una lanzadera de madera. Toma un trozo de material, y mientras lo talla y lo acopla, lo que constantemente tiene que tener presente es el trabajo del tejedor. No le da forma según su capricho sino con subordinación a un fin prefijado, que es el que determina la estructura que ha de tener. Mirándolo desde el otro lado, el tejedor no podrá ejecutar correctamente su trabajo si no es con una lanzadera correctamente hecha y acoplada.
En la República se completa la transferencia al ser humano de esta doctrina según la cual la realización correcta de la función depende de la estructura, concebida como la debida subordinación de las partes al todo. Las habituales opiniones sofísticas sobre la conducta humana van destacadas al comienzo, y se indica que la única razón válida para abstenerse de hacer daño es el peligro de que uno, a su vez, sufra también daño. Se arguye que ninguno de los que exhortan a los hombres a obrar con justicia se interesa en la rectitud inherente al acto en sí mismo. Se ve en los poetas y en otros maestros de moral que todo lo que importa es aparentar que se ha obrado rectamente, pues todo lo que alegan en favor de sus opiniones es que el bueno recibirá el favor divino y el injusto recibirá en el Hades lo que merece. Esta crítica sirve también para revelar la inadecuación, como defensa de la rectitud, de lo beneficioso en cuanto medida o criterio de la conducta justa, aun tomando en cuenta los beneficios que se recibirán en la vida futura. Fracasa ese criterio porque, debido a su individualismo, implica que si fuese posible a un hombre engañar a todos los demás, e incluso a los dioses, haciéndoles creer que ha vivido rectamente, no siendo así, no habría argumento alguno para no ensalzar su justicia. En otras palabras, eso no es una defensa de la justicia por mor de la justicia misma. Platón se muestra ansioso de proporcionar esta defensa, teniendo en cuenta únicamente la naturaleza de la justicia en sí misma, y demostrando que ésta es tal, que el hombre justo debe ser inmediatamente feliz sólo porque es justo y virtuoso. El problema relativo a su reputación, y el de los premios o castigos que le esperan en la vida futura, deben descartarse como algo fuera de propósito.
Platón empieza repitiendo que todo tiene su propio ergon, y pone como ejemplos las herramientas, los ojos y los oídos. Por lo tanto, todo tiene su propia areté, que define como el estado en que cada cosa puede realizar mejor su ergon. El espíritu del hombre no es una excepción. Tiene su ergon, que podemos llamar gobierno, o deliberación, o de otra manera, o definirlo más sencilla e indiscutiblemente como vida racional. Sea cualquiera la función, su existencia no puede ponerse en duda. Debe haber, pues, una areté o estado óptimo del alma, en el cual ejecutará aquella función lo mejor posible. Esa areté es lo que llamamos justicia. Por lo tanto, el hombre justo vive de la manera mejor y más plena, y no puede por menos de ser feliz y bueno al mismo tiempo.
Al llegar a este punto, el sofista Trasímaco se da irónicamente por satisfecho, y se va. Sócrates resume el razonamiento observando que, después de todo, no es mucho lo que han conseguido todavía, pues aún no han determinado cuál es ese «estado óptimo» del alma, al que se dan los nombres de justicia y virtud. Esta nueva investigación es la que, naturalmente, lleva de un modo directo a la definición de la constitución política ideal, porque inmediatamente se muestran todos de acuerdo en que tiene que ser más fácil ver primero la justicia realizada en grande en la ciudad, y después, ya con una idea más precisa de su naturaleza, buscarla en el alma del individuo. En el lenguaje corriente, la justicia o dikaiosyne en griego, se refiere primordialmente a las realizaciones entre los hombres. De aquí que sea razonable buscarla primero en la comunidad. Después de determinar cuáles son las relaciones rectas y justas entre los hombres que viven en la misma comunidad, estará uno en posición mejor para determinar lo que significa la frase «un hombre justo», pues con ella nos referimos, sobre todo, al hombre de carácter tal, que tiende naturalmente a mantener relaciones justas con sus vecinos. Esto es lo que entendemos por justicia en el individuo.
Al formular la constitución política que viene a continuación, se advierte que ha de ser como todas las demás cosas en que, si ha de resultar una comunidad en que los hombres puedan llevar una vida todo lo plena y feliz que sea posible, tiene que ser un organismo. Todas sus partes deben adaptarse a la realización de sus funciones propias y adecuadas, contribuyendo al orden y al bienestar del todo. Esas partes son tres. Hay la clase gobernante, cuyo rasgo más sobresaliente tiene que ser necesariamente la capacidad intelectual. Su función es gobernar, y tiene sobre todo que emplear sus inteligencias, especialmente preparadas, en planear y dirigir la política de la ciudad. Viene en segundo término la clase de los guerreros, cuya función es la defensa de la ciudad y cuyo rasgo dominante es el valor. Actuarán bajo la dirección de los gobernantes, quienes canalizarán su ardor y fiereza naturales, de suerte que, en vez de manifestarse en actos desordenados, sirvan para conservar la integridad y la estabilidad de su patria.
Estas dos clases de gobernantes y defensores formarán una aristocracia natural. La tercera clase será mucho más numerosa y tendrá por función proveer a las necesidades económicas. Todo lo concerniente al aspecto material de la vida —agricultura, industria y comercio— estará en sus manos, y se distinguirá, como se distingue la gran masa del pueblo, por su preferencia por las cosas de los sentidos.
Por consiguiente, la República platónica puede definirse como una aristocracia natural en su origen. Con el transcurso del tiempo se irá formando una numerosa aristocracia de nacimiento, pues piensa Platón que inevitablemente los hijos de cada clase, tanto por herencia como por el ambiente en que viven, tenderán a parecerse a sus padres y serán miembros adecuados de la misma clase. Sin embargo, añade que debe proveerse un mecanismo por el cual puedan efectuarse transferencias de una clase a otra cuando en la inferior aparezca un niño excepcionalmente dotado, o uno de la superior se muestre indigno de ser educado para gobernante.
Hay que insistir en ciertos puntos de esta organización a fin de evitar errores y equívocos. Algunas veces los escritores modernos hablan de «masas» refiriéndose a la clase inferior del estado platónico, y es indudable que en cuanto a número sería, con mucho, la de mayor volumen; pero difiere notablemente del proletariado de que hablan los marxistas, ya que era la única clase a la que se permitía tener propiedad privada. Uno de los males más grandes de la vida política, según Platón, es la ambición material de los políticos. Era, ciertamente, un mal que no estaba ausente en la envilecida democracia de su tiempo. En consecuencia, la finalidad que perseguía era el divorcio completo de los poderes político y económico. Por este medio esperaba obtener una clase de estadistas cuya única ambición fuese gobernar bien. Los que tuviesen mayor interés en enriquecerse podían hacerlo enhorabuena, pero renunciando a los cargos de gobierno y limitando sus actividades al comercio. Los gobernantes debían llevar una vida verdaderamente espartana, pues el sistema de las comidas en común y de la propiedad común de las cosas necesarias a la vida estaba fielmente calcado del de Esparta.
Inmediatamente advertimos que de las cuatro virtudes cardinales reconocidas por los griegos, en el Estado ideal la sabiduría reside en la clase gobernante, y el valor en la guerrera. La temperancia o autodominio estriba en el acuerdo de los ciudadanos acerca de quién ha de gobernar. Y la justicia o virtud general, la areté, que permitirá al Estado llenar su función propia como un organismo sano, consiste en la buena disposición de cada una de las clases para dar su aquiescencia a los deberes y los placeres propios de su situación, sin tratar de usurpar la situación ni las funciones de otra clase.
Volvamos ya al hombre individual, primer objeto de la investigación. También en él se distinguen tres partes. A diferencia de los animales, tiene el nous, o sea la capacidad de deliberar y pensar. En segundo lugar, puede poseer valor, y este origen espiritual tiene la justiciera cólera que siente cuando presencia una acción que le parece injusta. Los griegos lo llamaban thymos, y, en términos generales, puede definirse como la parte fogosa del carácter humano. En tercer lugar, tiene un deseo natural de bienestar material y de satisfacciones físicas. En los conflictos entre la razón y los deseos, la función del thymos es ponerse del lado de la razón, y entonces equivale a fuerza de voluntad. Podemos decir, por lo tanto, que en el alma sana, organizada para realizar de la mejor manera posible la función de vivir, la razón debe tener el mando, guiando y dirigiendo la política del conjunto. El thymos le dará valor al hombre para poner en ejecución lo que la razón le dice que es lo mejor. Asimismo, los deseos físicos tienen su función propia en el alimento del cuerpo y en la perpetuación de la especie, pero hay que mantenerlos sujetos a la dirección del intelecto.
Ésa es la respuesta a nuestra pregunta: «¿Qué es la justicia?» en su aplicación al individuo. Es un estado de armonía interior, de equilibrio y organización de los diferentes elementos del carácter. Un carácter así organizado y equilibrado no puede dejar de mostrarse ostensiblemente en la realización de aquel género de acciones que de ordinario se consideran justas. Desde este punto de vista, la justicia es el estado saludable del espíritu, y la injusticia una especie de enfermedad. Con esta orientación intelectual, que es totalmente distinta de la de los sofistas, los problemas suscitados por éstos pierden toda importancia. Si la justicia es la saludable organización del alma, aun admitiendo la descripción tan precisa que de ella ha dado Platón, la cuestión relativa a cuál de las dos, justicia o injusticia, le proporciona más beneficios al hombre ya no tiene sentido.
A Platón le debemos el haber señalado que la hipótesis de las tres partes del alma, o elementos del carácter humano, no se basa meramente, como podría pensarse por lo que hemos dicho, en la simple analogía con la organización del Estado. Ambas cosas se influyen recíprocamente. La posibilidad de las tres clases del Estado depende, sin duda, de que podamos contar con la triple naturaleza del carácter individual, que era, después de todo, el primer objeto de la discusión. No todas las almas están en el estado mejor o más saludable. Dado su triple carácter, tenemos que observar que, como es natural, en unos hombres predomina una característica, y en otros otra. Si no fuese por ese fenómeno, el Estado de Platón sería inconcebible. La pacífica coexistencia de las tres clases, con la contribución de cada una a la justicia del conjunto ejecutando su función propia y no la de otra, únicamente es concebible en el supuesto de que dichas funciones corresponden a las diferencias psicológicas naturales entre los hombres.
Si Platón hubiera tomado como base para el carácter tripartito del individuo la existencia de tres clases en el Estado, su argumentación sería irremediablemente circular. Pero no es eso lo que sugiere la República. Lo basa en la observación, reforzada por su propia premisa según la cual dos impulsos contradictorios, que se dan simultáneamente en el alma, no pueden proceder de la misma fuente. Tales impulsos contradictorios —dice— todos los conocemos por nuestra experiencia común. Un hombre siente una sed desesperada, pero sospecha que la única agua disponible está infectada. Hay algo dentro de él que le impulsa a beber, y algo que le impulsa a contenerse. Son dos elementos en lucha, que Platón llama deseo y razón, respectivamente. Pero tiene que haber un tercer elemento. Al enfrentarse con un conflicto entre la razón y el deseo, unos caen y otros resisten. Aunque el hombre asombroso que fue Sócrates no lo creyera, es posible decirse: Video meliora proboque, deteriora sequor. La razón necesita un brazo ejecutivo, por así decirlo, para reforzar sus decisiones, y ese brazo lo suministra el tercer elemento, el thymos, la fuerza de voluntad, que Sócrates, de manera harto extraña, no tuvo en cuenta.
Con esta concepción de la salud del alma, basada en la perfecta organización de sus partes, los sofistas recibieron la respuesta definitiva en el campo de la ética. Así llegó a su fin la controversia entre la naturaleza y la ley, porque el alma sana y natural no puede encerrar conflictos en su seno, sino que inevitablemente se expresará en actos legales y justos. Espero haber logrado mi propósito de demostrar en cuánto excede esta doctrina al simple «virtud es conocimiento» de Sócrates, sin restar importancia, al mismo tiempo, a lo que el propio Sócrates había logrado. Como doctrina independiente, la suya puede conducir teóricamente a una vida de moralidad impecable, aunque su psicología quizá es insuficiente y pueda decirse con toda justicia que el reconocimiento explícito que hizo Platón de la posibilidad de conflictos internos constituye un progreso indudable. Como intento para combatir a los hedonistas en su propio terreno, logró mucho; pero no era una respuesta cabal a los problemas del día. Éstos únicamente podían resolverse no combatiendo a los adversarios en su propio terreno, sino negando toda su concepción de la finalidad humana y formulando otra sobre bases más sólidas. Y fueron resueltos al fundar Platón los estudios psicológicos; fundación muy rudimentaria, podrá decirse, pero fundación indudable de dichos estudios.
Sin embargo, los sofistas, como ya vimos, conocían los resultados obtenidos por los filósofos naturales, y fundaban sus opiniones en la constitución del universo en su conjunto. También aquí profesaban su antítesis favorita entre la ley y la naturaleza. Cosmologías del tipo de la atomista no dejaban lugar en la naturaleza a ninguna fuerza, sino al puro azar. Para completar la refutación, además de una ética, era necesario formular también una teología y una metafísica. Me propongo resumir, aunque muy brevemente, lo que Platón dice acerca de esto, en parte porque he hecho del conflicto con los sofistas el eje de mi exposición y en parte porque revestirá nueva importancia cuando pasemos a Aristóteles, cuya teología arranca del punto en que la dejó Platón, y es necesario compararlas.
La defensa teológica de la ley está contenida en el libro décimo de las Leyes. Al comienzo, aparece resumida la argumentación de los adversarios en los términos siguientes. Las cosas más importantes del mundo son los productos de la naturaleza, a la cual podemos llamar también azar, porque es una fuerza puramente inanimada e irracional. El mundo mismo, el ciclo de las estaciones, los animales, los planetas y la naturaleza inanimada son, en primer lugar, resultado de combinaciones fortuitas de la materia. Vino después el arte o designio, fuerza insignificante de origen puramente humano, y creó algunas sombras que apenas si contienen algo de realidad. La ley y las creencias que la acompañan son productos de esa fuerza secundaria, y se oponen a la naturaleza con los conceptos antinaturales de lo justo y lo injusto. La justicia es una mera creación de la ley humana, y no existe en la naturaleza. Los dioses mismos son productos del artificio humano, creados con arreglo a convenciones que difieren de un lugar a otro. La «vida de acuerdo con la naturaleza», que esta doctrina propugna, es ser más fuerte que los demás y no obedecer a ninguna ley ni convención.
Platón contesta que, lejos de haber ninguna oposición entre naturaleza y arte o designio, la naturaleza y el arte son la misma cosa. El arte es producto de la inteligencia, y la inteligencia es la manifestación más alta de la naturaleza, anterior no sólo en importancia, sino también en el tiempo, al azar. La inteligencia, es en realidad, la causa primera de todo. He aquí una metafísica que, indudablemente, tendrá efectos de gran alcance sobre las teorías éticas, si es que puede ser demostrada.
Las doctrinas sofísticas, dice Platón, han invertido el orden regular de causación al suponer que la primera causa fue un movimiento fortuito de materia sin vida, y del cual surgió la vida como una manifestación secundaria. En realidad, la vida existía antes, y es la causa primera de los movimientos de la materia. La demostración empieza con el análisis del movimiento, en el amplio sentido de la palabra griega kinesis, que incluye toda especie de cambio, y, finalmente, es estudiado bajo dos rúbricas principales: movimiento espontáneo y movimiento comunicado. Lo que produce movimiento de la segunda especie, por ser ello mismo movido desde fuera, no puede ser el origen primero del movimiento aunque es causa de todo movimiento subsiguiente. El origen tiene que ser algo que puede comunicar movimiento a todas las demás cosas, porque contiene en sí mismo la fuente del movimiento. Ya sea eterno el movimiento, o ya haya empezado en determinado momento del tiempo, el movimiento primero y originario tiene que ser automovimiento. ¿Conocemos por nuestra experiencia algo a lo que podemos llamar «automotor»? Sí —contesta Platón—, una cosa, y sólo una cosa, a saber, la psyche, el principio de la vida. Ésta, por lo tanto, es la más antigua de todas las cosas y la primera causa eficiente de todo.
Esta conclusión rebate la inmoral enseñanza de los sofistas, ya que de ella se deduce que si el alma es anterior al cuerpo, sus atributos son anteriores a los atributos materiales, lo cual significa que la inteligencia y la voluntad son anteriores al tamaño y la fuerza. La primera causa es el designio inteligente, y no la fuerza ciega. Platón consideraba como legado de Sócrates la unificación en una única cosa, la psyche, de los atributos de la vida, tales como el automovimiento y las facultades morales e intelectuales. Pero esto no hacía más que aclarar y desenvolver una tendencia que venía manifestándose en la filosofía griega desde su comienzo. Tan lejos estaban los jonios de ser materialistas, como con frecuencia se les considera, que resolvieron el problema del origen del movimiento con la hipótesis de que la materia primaria del mundo se movía a sí misma, es decir, que era un ser vivo. Y no cabe duda en que Anaximandro y Anaxímenes hallaban acertado llamar a la materia prima del mundo theos, «dios», palabra cuyas asociaciones llevaban a todos los griegos mucho más allá de los meros problemas mecánicos del movimiento y el cambio.
En esa argumentación Platón se limita a demostrar que la primera causa de las operaciones del universo es inteligente y moral. No muestra interés en resolver si hay un dios o muchos, ni por qué medio el alma suprema inició en la materia el movimiento de que es causa. La existencia, por un lado, del mal moral, y por otro, de movimientos irregulares, significa que indudablemente en el universo actúan almas depravadas, así como actúa un alma buena. Pero el alma buena y racional actúa ordenadamente, como se desprende del hecho de que los movimientos principales, los que tienen lugar en una escala cósmica, como las revoluciones de las estrellas y del sol, la sucesión del día y de la noche y de las estaciones, presentan un orden y una regularidad que indican estar gobernados por la inteligencia, y no por el furor de la demencia. El alma buena, pues, actúa según una dirección suprema, y para Platón esto es todo lo que importa. Muestra una indiferencia típicamente helénica para el problema del monoteísmo y el politeísmo en cuanto afecta meramente a la existencia de un dios o de muchos. La misma falta de espíritu dogmático manifiesta acerca del modo de operar de la causa primera, y sugiere varias maneras posibles de iniciar el alma el movimiento en la materia, para terminar diciendo: «En todo caso, esto es lo cierto: que de cualquiera de esas maneras, es el alma la que dirige todas las cosas».
En ciertos respectos nos servirá de descanso, por lo que afecta a la presente exposición, pasar de Platón a Aristóteles. En uno y otro caso, la obligada condensación de la materia echa una pesada responsabilidad sobre quien se arriesga a elegir lo que haya de incluirse y lo que haya de omitirse, a determinar el orden que ha de seguir la exposición y a eslabonar los diferentes aspectos de las filosofías de uno y otro. Dicho esto, quedan señaladas las mayores dificultades por lo que respecta a Aristóteles. Son las dificultades inherentes a tener que explicar en breve espacio un sistema filosófico sumamente complicado, sistema que, sin embargo, está expuesto en una prosa directa, seca en ocasiones, pero siempre precisa y razonada. Los diálogos de Platón son tan diferentes, que todo el que vuelva a ellos después de leer mi exposición, quizá se pregunte desde luego si verdaderamente es él el escritor cuyo pensamiento he expuesto. Me esforcé en explicar algunas de las principales ideas filosóficas que contienen. Pero los diálogos son tanto literatura como filosofía, y teatro tanto como literatura. La sutil caracterización de los interlocutores no es muchas veces el último de los propósitos del autor. Ni se puede entender a Platón si no se toman en cuenta los elementos poéticos y religiosos, tanto como filosóficos, que los diálogos contienen. El valor que cada individuo da a esos escritos es intransferible, porque depende del efecto directo que producen en cada lector. Con esto se relaciona otra cosa muy interesante, ya que abre la puerta a todo un aspecto del pensamiento de Platón en el que hubiera sido muy deseable haber ahondado más. Me refiero al acceso a la filosofía por el lado de la estética. Ya he dicho que, según Platón, es la percepción sensible la que nos hace recordar las ideas eternas. Esto no significa solamente que si miramos dos palos aproximadamente iguales nos venga a la mente la noción geométrica de la igualdad. Significa sobre todo que el filósofo es sensible a la belleza, y por su susceptibilidad a la belleza de este mundo es llevado a la suprema belleza del otro mundo. No sólo la razón, sino el espíritu de Eros, el amor a todas las cosas bellas, es parte necesaria de su equipo, según se explica en prosa inolvidable en el Banquete y el Fedro. El platonismo es, indudablemente, una filosofía de los dos mundos, y aquéllos cuyo pensamiento esté confinado a este mundo, que no esperen llegar a entenderlo. Pero es también un libro cerrado para quien no sea sensible a la belleza terrenal, la cual debe ser para el filósofo (cito las palabras de Diótima a Sócrates en el Banquete) como el primer peldaño de la escala que le elevará, finalmente, de la belleza física a la belleza de las acciones, de ésta a la de la sabiduría, y de aquí a la maravillosa visión de la belleza en sí misma, que nunca cambia, que no aumenta ni disminuye, que no es hermosa por un lado y fea por otro, sino que es la belleza misma, despojada de todo color carnal y de toda escoria mortal y perdurable en el inmortal resplandor en que belleza y verdad son la misma cosa.