Yusef Abul Hagig, el finalizador de la Alhambra
Debajo de las habitaciones del gobernador de la Alhambra se halla la Mezquita Real, donde los monarcas mahometanos rezaban sus devociones. Aunque fue después consagrada como capilla católica, conserva todavía restos de su carácter musulmán; pueden verse aún las columnas árabes con sus dorados capiteles y las galerías de celosías para las mujeres del harén, y en sus paredes están mezclados los escudos de armas de los reyes moros con los de los soberanos de Castilla.
En este sagrado aposento murió el ilustre Yusef Abul Hagig, el noble príncipe que terminó la Alhambra, el cual se hizo digno casi de igual renombre que su magnánimo fundador, por sus preclaras virtudes y singulares dotes. Con grata complacencia sacó de la oscuridad en que ha permanecido por tan largo tiempo el nombre de uno de los soberanos de esta dinastía casi olvidada que reinó con esplendor y gloria en Andalucía cuando toda Europa estaba sumida en un estado de barbarie relativo.
Yusef Abul Hagig —o, como se escribe generalmente, Haxis— subió al trono de Granada en el año 1333, y sus prendas personales y dotes intelectuales le ganaron las simpatías de todos, augurándole un reinado feliz y próspero. Era de noble presencia, de extraordinaria fuerza física y dotado de singular belleza; su cutis era excesivamente blanco, y —según los cronistas arábigos— aumentaba su gravedad y majestad dejándose crecer grandemente la barba y tiñéndola de negro. Tenía una memoria prodigiosa y bien enriquecida de ciencia y erudición; era de genio vivo y estaba reputado por uno de los mejores poetas de su tiempo; sus modales eran por todo extremo corteses, afables y urbanos. Yusef poseía el valor personal de las almas generosas, pero su carácter se adaptaba, más a la paz que a la guerra, viéndose extraordinariamente contrariado cuando se veía precisado a empuñar las armas, lo cual sucedía con frecuencia en aquéllos tiempos. Llevaba su benignidad de carácter hasta la práctica misma de la guerra, prohibiendo toda crueldad innecesaria y desviviéndose por poner a salvo a las mujeres, niños, ancianos, enfermos, religiosos y personas de vida ejemplar y escogida.
Entre sus empresas desgraciadas se cita la campaña que emprendió en compañía del rey de Marruecos contra los reyes de Castilla y Portugal, y que concluyó con la derrota de la memorable batalla del Salado, cuyo desastroso revés fue un verdadero golpe de muerte para el poder musulmán en España.
Después de esta derrota obtuvo Yusef una larga tregua; durante ese tiempo se consagró a la instrucción de su pueblo y al perfeccionamiento de sus costumbres y de su cultura. Con este objeto estableció escuelas en todas las aldeas, con sencillos y uniformes métodos de educación; obligó a cada pueblecillo de más de doce casas a que tuviese una mezquita, y prohibió los varios abusos e irreverencias que se habían introducido en las ceremonias religiosas y en las fiestas y diversiones públicas. Cuidó celosamente de la policía de las ciudades, estableciendo rondas nocturnas y patrullas, e inspeccionando todos los asuntos municipales. Desplegó un vehemente celo por concluir los edificios arquitectónicos comenzados por sus antecesores, e hizo levantar otros de nueva planta. Concluyó también de edificar la Alhambra, comenzada por el ilustre Abu Alhamar, y construyó la elegante Puerta de la Justicia, que forma la entrada principal de la fortaleza, la cual se concluyó en 1348.
Embelleció asimismo muchos de los patios y salones del Palacio, como lo atestiguan las inscripciones que hay en el recinto, en las que se repite con gran frecuencia su nombre. Edificó también el hermoso Alcázar de Málaga, convertido ahora por desgracia en un montón de ruinas, siendo muy probable que presentase su interior el mismo aspecto de elegancia y magnificencia que la Alhambra.
El carácter de un soberano refleja fielmente el de su época. Los nobles de Granada, imitando el elegante gusto de Yusef, adornaron aquella ciudad de suntuosos palacios, cuyos salones ostentaban pavimentos de mosaicos, paredes y cúpula de finísimas labores en estuco y delicadamente doradas y pintadas de azul, rojo y otros brillantes colores, o incrustadas primorosamente de cedro y otras maderas preciosas, de los cuales han sobrevivido modelos en perfectísimo estado de conservación después de algunos siglos. La mayor parte de las casas tenían fuentes que arrojaban surtidores de agua, refrescando el puro ambiente, y torrecillas de madera o mampostería curiosamente edificadas y adornadas, y cubiertas con chapas de metal que reflejaban brillantemente los espléndidos rayos del sol. Tal era el refinamiento y delicado gusto arquitectónico que predominaba entonces en la culta capital del reino granadino, refinamiento que dio origen a este bellísimo símil de un escritor arábigo:
«Granada, en los tiempos de Yusef, era un vaso de plata cubierto de esmeraldas y de jacintos».
Una anécdota sencilla bastará para poner de relieve la magnanimidad de este generoso monarca.
Ya iba a expirar la larga tregua que siguió a la batalla de Salado, y todos los esfuerzos de Yusef por ampliarla habían sido vanos. Su enemigo mortal, Alfonso XI de Castilla, salió al campo con un gran ejército y sitió a Gibraltar. Yusef tomó las armas con gran repugnancia y envió tropas para socorrer la ciudad; pero en medio de su angustia, tuvo confidencias de que su temible enemigo había muerto víctima de la peste. Pues bien; este noble príncipe, en vez de manifestarse contento y regocijado por tal acontecimiento, no tuvo ánimo sino para recordar las grandes cualidades del difunto, y exclamó enternecido con generosa tristeza «¡Ay! ¡El mundo ha perdido uno de sus mejores príncipes! ¡Era un soberano que reconocía el mérito lo mismo en sus amigos que en sus enemigos!».
Los cronistas españoles ensalzan a una este rasgo de nobleza de alma. Según refieren éstos, los caballeros moros participaron del sentimiento de su rey y llevaron luto por la muerte de Don Alfonso.
Aun los mismos moros de Gibraltar, que habían sido tan hostilmente sitiados, cuando supieron que el monarca enemigo había muerto en su campo, determinaron por voto unánime no hacer entonces ninguna escaramuza contra los cristianos.
El día en que aquéllos abandonaron el sitio y partió el ejército con el cadáver de Don Alfonso salieron los moros en gran número de Gibraltar y presenciaron mudos y melancólicos la triste ceremonia. El mismo respeto a la memoria del difunto observaron todos los jeques musulmanes fronterizos, permitiendo el paso a la fúnebre comitiva que llevaba el cuerpo del cristiano monarca desde Gibraltar hasta Sevilla[1].
Yusef no sobrevivió mucho tiempo al enemigo que tan generosamente había llorado. En el año 1354, estando orando cierto día en la Mezquita Real de la Alhambra, se arrojó sobre él repentinamente un maniático y le clavó una daga en el costado. A los gritos del rey acudieron los guardias y cortesanos, y le encontraron bañado de sangre y presa de horribles convulsiones. Fue llevado inmediatamente a las habitaciones reales, donde expiró al poco tiempo. El asesino fue descuartizado y sus restos quemados públicamente para satisfacer el furor popular.
El cadáver del monarca fue depositado en un soberbio sepulcro de mármol blanco, en el cual recordaba sus virtudes un extenso epitafio en letras de oro sobre fondo azul que decía de esta manera:
Aquí yace un rey y un mártir, de ilustre linaje afable, sabio y virtuoso; renombrado por sus prendas personales y su delicado trato, cuya clemencia, piedad y benevolencia eran alabadas en todo el reino de Granada. Fue un gran príncipe, un ilustre capitán, una tajante espada de los musulmanes, un valiente abanderado entre los más poderosos monarcas, etc., etc.
La mezquita en que resonaron los gritos moribundos de Yusef existe todavía; pero el mausoleo que recordaba sus virtudes desapareció ha ya mucho tiempo. Su nombre, sin embargo, permanece escrito en los adornos de la Alhambra, y vivirá perpetuado mientras dure esta renombrada fortaleza, en cuya suntuosidad y embellecimiento cifró su mayor orgullo, y a la que miró siempre como la soberana de sus delicias.