El veterano
Entre las curiosas amistades que me adquirí durante mis excursiones por la fortaleza fue una de ellas la de un valiente y acribillado veterano, coronel de inválidos, que vivía, a la manera de un gavilán, encerrado en una torre moruna. Su historia, que se complacía en referir, formaba un tejido de aventuras, desgracias y vicisitudes, que imprimían a la vida suya, como a la del mayor número de los españoles, ese sello especial, ese original carácter y singularidad que se encuentran en las famosas páginas del Gil Blas.
Estuvo en América a los doce años de edad, y contaba entre los sucesos más notables y felices de su vida el haber conocido al general Washington. Desde entonces vino tomando parte en todas las guerras de su patria; hablaba, por propio conocimiento, de todas las prisiones y calabozos de la Península; quedó cojo de una pierna y tan tullido de sus manos y tan mutilado y arcabuceado, que era una especie de monumento viviente de las turbulencias de España, pues contaba una cicatriz por cada batalla o escaramuza, del mismo modo que se hallaban señalados cada uno de los años de cautiverio en un árbol de Robinsón.
Pero, entre todas, la mayor desdicha de este anciano y valeroso hidalgo era, al parecer, el haber ejercitado el mando en la ciudad de Málaga en épocas de revolución y gran peligro, y el habérsele conferido el nombramiento de general por sus habitantes para que protegiera contra la invasión de los franceses; circunstancias que debían haberle servido de justos títulos para obtener la merecida recompensa del Gobierno; pero me temo que ha de pasar su vida escribiendo o imprimiendo peticiones y memoriales, con gran esfuerzo de su cerebro, dispendio de sus ahorros y cansancio estéril de sus amigos, pues no puede nadie visitarle sin tener por fuerza que escuchar algún pesado memorial de hora y media de lectura, por lo menos, y que llevarse en los bolsillos media docena de papelotes. Este género de individuos es bastante común en España; por todas partes se tropieza con personas respetables relegadas al olvido, devorando en un rincón la miseria, el amargo agravio y la patente injusticia recibida en pago de sus servicios. Y por cierto que cuando un español se ve precisado a sostener un pleito o formular alguna reclamación contra el Gobierno, puede decirse con seguridad que ya tiene tela cortada para mientras viva.
Visitaba yo con frecuencia a este noble veterano, cuya habitación se hallaba encima de la Puerta del Vino, cuartito que era, por cierto, muy abrigado y con hermosas vistas a la Vega. Tenía todo en él arreglado con el orden y la precisión propios de un soldado: veíanse colgadas en la pared tres carabinas y un par de pistolas, limpias y brillantes, y, junto a ellas, un sable y un bastón, uno a cada lado; y por encima de ellos, dos sombreros de tres picos, uno para gala y otro para diario. Constituía su biblioteca un pequeño armario con media docena de libros; siendo de su lectura favorita un viejo desencuadernado volumen de máximas filosofías que hojeaba y manoseaba todos los días, para aplicarlas a cada uno de los casos y trances particulares de su vida, siempre que tuvieran algún tinte de amargura o tratasen de las injusticias del mundo.
A pesar de todo esto, era el buen señor una persona amable y bondadosa; y, cuando olvidaba sus desdichas y sus filosofías era un divertido compañero. Me gustaba oír a este desheredado de la fortuna, sobre todo relatando sus aventuras de campaña. Ahora bien, en la serie de mis visitas a este respetable inválido me enteré de cosas muy curiosas relativas a otro viejo militar, comandante de la fortaleza, quien, al parecer, había tenido igual fortuna en la guerra que la suya. Todos esos relatos los he completado y ampliado con el resultado de mis indagaciones entre los viejos habitantes de la fortaleza, y en particular con las noticias que me suministró el padre de Mateo Jiménez, de cuyas tradicionales historias es su héroe favorito el personaje que voy a presentar a mis lectores.