Un paseo por las colinas

A la caída de la tarde, en cuyas horas el calor es menos intenso, recreábame con frecuencia dando largos paseos alrededor de los vecinos cerros y profundos y umbrosos valles, acompañado de mi historiógrafo escudero Mateo, al cual daba amplio permiso para que charlase cuanto quisiese; con lo que apenas había roca, ruina, rota fuente o solitario valle acerca del cual no me refiriese alguna historia maravillosa; y, sobre todo, algún peregrino cuento de tesoros, pues nunca hubo un pobre diablo tan espléndido en prodigar tesoros escondidos.

Una noche en la que dábamos uno de esos largos paseos de costumbre manifestose Mateo más comunicativo que de ordinario. Cerca de la puesta del sol habíamos salido por la gran Puerta de la Justicia y subíamos por lo alto de una alameda, cuando de pronto se paró Mateo delante de un grupo de higueras y granados, al pie de un enorme torreón ruinoso llamado La Torre de los Siete Siglos, y, señalándome una bóveda subterránea debajo de los cimientos de la torre, me dijo que allí se ocultaba un monstruoso vestigio o fantasma que, según se decía, habitaba en aquella torre desde el tiempo de los moros, y que guardaba los tesoros de cierto monarca musulmán. Añadiome también que algunas veces salía a medianoche y recorría las alamedas de la Alhambra y las calles de Granada bajo la forma de un caballo descabezado perseguido por seis perros que lanzaban terribles ladridos y aullidos espantosos.

—¿Se lo ha encontrado usted alguna vez en sus excursiones? —le pregunté.

—No, señor, ¡a Dios gracias!; pero mi abuelo el sastre conoció muchas personas que lo vieron, pues entonces salía con más frecuencia que ahora, y ya bajo una forma, ya bajo otra. Todo el mundo en Granada ha oído hablar de El Velludo, y las viejas y las nodrizas asustan a los niños llamándolo cuando lloran. Se dice que es el alma en pena de un cruel rey moro que mató a sus seis hijos y los enterró bajo estas bóvedas; en venganza de lo cual éstos le persiguen todas las noches.

Me abstengo de ser prolijo en contar los maravillosos detalles que me dio el crédulo Mateo acerca de este terrible fantasma, que en tiempos pasados servía de tema favorito para los cuentos de viejos, y que pasó a la categoría de tradición popular en Granada, acerca de la cual un antiguo e ilustrado historiador, topógrafo de este sitio, ha hecho honrosa mención. Yo le haré presente tan sólo al lector que en esta torre está la puerta por donde el infortunado Boabdil salió a entregar su ciudad a los Católicos Monarcas.

Dejando este famoso baluarte, seguimos nuestro paseo, dando la vuelta a los frondosos jardines del Generalife, en los cuales dos o tres ruiseñores lanzaban al aire sus trinos melodiosos. Atravesando por estos jardines visitamos gran número de cisternas moriscas y una puerta cortada en el corazón de la roca, pero obstruída en la actualidad. Estos aljibes —según me informó mi cicerone— eran los baños favoritos suyos y de sus camaradas en la niñez, hasta que se asustaron con la historia de un horroroso moro que solía salir por la puerta abierta en la roca para atrapar a los incautos bañistas.

Dejando estos encantados aljibes detrás de nosotros, seguimos nuestra excursión por un solitario camino de herradura que va dando la vuelta a la colina, y nos encontramos al poco tiempo en unas tristes y melancólicas montañas desprovistas de árboles y salpicadas de escaso verdor. Todo lo que se veía estaba yermo y estéril, y parecía casi imposible concebir el que a corta distancia de donde nos encontrábamos estuviese el Generalife con sus floridos huertos y bellos jardines; que nos hallásemos en los contornos de la deliciosa Granada, la ciudad de la vegetación y de las fuentes. Tal es el clima de España; el desierto y el jardín encuéntranse siempre el uno al lado del otro.

El estrecho barranco por el cual pasábamos llamábase —al decir del buen Mateo— el Barranco de la Tinaja, porque allí se encontró en tiempos pasados una llena de monedas de oro morunas. En el cerebro del pobre Mateo no cabían más altos pensamientos que los de estas áureas leyendas.

—¿Qué significa aquella cruz que veo allí a lo lejos, sobre un montón de piedras, hacia la angostura del barranco?

—¡Ah! Eso no es nada: un arriero que asesinaron allí hace algunos años.

—Según eso, amigo mío, ¿hay ladrones y asesinos casi en las puertas de la Alhambra?

—Ahora no, señor; eso era antiguamente, cuando multitud de vagos merodeaban por los alrededores de la fortaleza, pero hoy se ha limpiado el terreno de esa mala gente. No digo yo que los gitanos moradores de las cuevas de las faldas de la colina, fuera de la fortaleza no sean capaces alguna vez de cualquier cosa; pero no hemos tenido ninguna muerte por aquí desde hace mucho tiempo. Al que asesinó al arriero lo ahorcaron en la fortaleza. Continuamos nuestro camino por el barranco arriba, dejando a la izquierda una altura pedregosa llamada la Silla del Moro, por la tradición ya citada de haber huido el infortunado Boabdil a aquel sitio durante una insurrección popular, y haberse estado muchos días sentado en la peñascosa meseta contemplando tristemente a su amotinada ciudad.

Llegamos, por último, a la parte más elevada de la montaña, donde se domina perfectamente a Granada, al Cerro del Sol. La noche se aproximaba; el sol poniente doraba los elevados picos de la montaña; aquí y acullá veíase algún solitario pastor que lentamente conducía su rebaño por las vertientes para encerrarlo en el establo durante la noche; o bien a algún arriero con sus cansadas bestias acelerando su caminata por la montaña, para llegar a las puertas de la ciudad antes del anochecer.

De pronto el grave sonido de la campana de la Catedral vino ondulando por los desfiladeros arriba, proclamando la hora de la Oración. El toque fue respondido por los campanarios de todas las iglesias y por los dulces esquilones de los conventos, que se oían desde la montaña. El pastor se paraba en la falda de la colina, el arriero en medio del camino, y, quitándose los sombreros, permanecían inmóviles un momento rezando la oración de la tarde. Hay cierta ternura y solemnidad en esta religiosa costumbre: a una señal melodiosa, todos los hombres del circuito de un país se unen en el mismo instante para tributar gracias a Dios por las mercedes del día. Parece que se esparce cierta momentánea santidad sobre la tierra, añadiendo el espectáculo del sol, al hundirse esplendorosamente en el horizonte, cierta majestuosa solemnidad a este cuadro.

En aquella ocasión el efecto resultaba más sorprendente por el agreste y solitario aspecto del sitio. Estábamos en una desnuda y escabrosa meseta del famoso Cerro del Sol, cuyos ruinosos aljibes y cisternas, junto con los desmoronados cimientos de extensos edificios, hablaban de la antigua población que allí se levantaba, ahora todo silencio y soledad.

Mientras vagábamos por entre los restos de los pasados siglos Mateo me señaló un agujero circular que parecía penetrar en el corazón de la montaña. Era, sin duda, una profunda cisterna, abierta por los infatigables moros para sacar y conservar su favorito elemento en el más perfecto estado de pureza. Mateo, sin embargo, me contó una historia de las suyas, según costumbre. Siguiendo su tradición, aquélla era la entrada a las subterráneas cavernas de la montaña en donde Boabdil y su corte estaban encantados, y desde donde salían a ciertas horas de la noche a visitar sus antiguas residencias.

El crepúsculo en este clima es de muy corta duración, y ya nos advertía que debíamos abandonar aquel suelo encantado. Cuando descendimos por las vertientes de las montañas ya no se veía ni arriero ni pastor, ni se oía otra cosa que nuestros propios pasos y el monótono chirrido del grillo. Las sombras del valle se hicieron cada vez más densas, hasta que todo se oscureció alrededor de nosotros. La elevada cumbre de Sierra Nevada conservaba solamente el vago resplandor de la luz del día; sus nevados picos brillaban sobre el azul del firmamento, y parecía que estaban junto a nosotros, por la extremada pureza de la atmósfera.

—¡Qué cerca se ve la Sierra esta tarde! —dijo Mateo—. ¡Parece que se puede tocar con la mano, y, sin embargo, está a algunas leguas de aquí!

Mientras pronunciaba estas palabras apareció una estrella sobre el nevado pico de la montaña, la única que se veía en el cielo, y tan pura, grande, brillante y hermosa, que hizo exclamar en un transporte de alegría al bueno de Mateo: «¡Qué clara y qué limpia es! ¡No puede haber otra más reluciente!».

He notado varias veces esta sensibilidad de la clase baja de España por los encantos de las cosas naturales. La lucidez de una estrella, la hermosura y fragancia de una flor, la cristalina corriente de una fuente, todo les inspira una especie de poética alegría; y entonces, ¡qué frases más hermosas dicen en su magnífico lenguaje para expresar sus transportes de alegría!

—¿Pero qué luces son aquéllas, Mateo, que veo brillar en la Sierra Nevada sobre los hielos, y que parecerían estrellas si no fueran rojas y no brillasen sobre la falda de la montaña?

—Aquéllas, señor, son las hogueras que encienden los neveros que abastecen de hielo a Granada. Suben a la Sierra todas las tardes con mulos y pollinos, y turnan, descansando unos, calentándose con lumbres, mientras que otros llenan los serones de nieve. Después bajan de la Sierra y llegan a las puertas de Granada antes de la salida del sol. Esa Sierra Nevada, señor, es un monte de hielo puesto en medio de Andalucía para tenerla fresca todo el verano.

Ya era completamente de noche y volvíamos a pasar por el barranco donde estaba la cruz del arriero asesinado, cuando divisamos a alguna distancia muchas luces que se movían y que parecían subir por el barranco. Cuando estuvieron más cerca resultaron ser antorchas llevadas por un cortejo de figuras extrañas vestidas de negro. A otra hora hubiera parecido una procesión horrendamente lúgubre, aunque entonces lo era bastante por lo agreste y solitario del lugar.

Mateo se me acercó, diciéndome en voz baja que aquello era un entierro: que llevaban un cadáver al cementerio situado en aquella montaña.

Al pasar la procesión, los lúgubres reflejos de las antorchas iluminaron las sombrías facciones y fúnebres vestidos de los acompañantes, presentando un efecto muy fantástico; pero este efecto era todavía más horrible cuando se bañó de luz el rostro del cadáver, que, según costumbre de España, iba descubierto. Permanecí un buen rato siguiendo con la vista el cortejo que serpenteaba por la montaña, y me vino a la memoria aquella antigua conseja de una procesión de demonios que se llevó el cuerpo de un pecador al cráter de Stromboli.

—¡Ah, señor! —exclamó Mateo—. Yo le podría contar la historia de una procesión que se vio una vez en estas montañas; pero usted se reiría de mí y creería que es uno de los cuentos heredados de mi abuelo el sastre.

—No, a fe mía; cuéntala, pues nada hay que tanto me divierta y halague como tus historias maravillosas.

—Pues, señor: el personaje de mi cuento era uno de esos hombres de que hablábamos hace poco; era un nevero de Sierra Nevada. Sabrá usted que hace muchos años, en tiempos de mi abuelo, había un viejo llamado el Tío Nicolás, el cual con los serones de su acémila cargados de nieve, volvía de la Sierra. Cuando empezó a sentirse soñoliento se montó en el mulo y quedose dormido al poco tiempo; el hombre iba dando cabezadas y bamboleándose de un lado a otro, mientras su segura acémila marchaba por el borde de los precipicios, bajando pendientes y escabrosos barrancos, tan firme y diligente como si anduviera por el llano. Al cabo de algún tiempo el Tío Nicolás se despertó, miró a su alrededor, y quedose asombrado y atónito… ¡Y en verdad que había motivos para ello! Pues a la hermosa luz de la luna, que alumbraba como si fuera de día, vio la ciudad por debajo tan perfectamente como una taza de plata a la luz del astro de la noche, pero ¡por Dios, señor, que no se parecía en nada a la ciudad que él había dejado unas cuantas horas antes! En vez de la Catedral con su gran cúpula y sus torrecillas, las iglesias con sus campanarios y los conventos con sus chapiteles, todos coronados con la sagrada cruz, no vio sino mezquitas moriscas, minaretes y cúpulas terminadas en relucientes medias lunas, tal cual se ven en las banderas berberiscas. Ahora bien, señor: como ya le he indicado, el Tío Nicolás se quedó hecho una pieza al ver aquello; pero he aquí que, mientras estaba embobado mirando hacia la ciudad, un formidable ejército subía la montaña, girando en torno del barranco, viéndosele unas veces a la luz de la luna, y ocultándose otras en la oscuridad.

»Cuando ya se aproximó, distinguió perfectamente que eran soldados de infantería y de caballería armados a la usanza morisca. El Tío Nicolás intentó salirse del camino, pero su viejo mulo se mantuvo firme y se resistía a dar un paso, temblando al mismo tiempo, como la hoja en el árbol, pues los animales, señor, se asustan tanto de estas cosas como las mismas personas racionales. El fantástico ejército no tardó en pasar junto a ellos; entre aquellos guerreros iban unos —al parecer— tocando trompetas, y otros, tambores y címbalos; y, sin embargo, no se oía ningún sonido; antes al contrario, iban todos marchando sin hacer el menor ruido —del mismo modo que los ejércitos pintados que he visto muchas veces desfilar en el escenario del teatro de Granada—, y sus rostros eran pálidos como la muerte. A la retaguardia del ejército, y entre dos negros moros a caballo, cabalgaba el gran inquisidor de Granada en una mula blanca como la nieve. El Tío Nicolás quedose admirado de verlo en semejante compañía, pues el inquisidor era famoso por su odio a los moros y a toda clase de infieles, judíos o herejes, y acostumbraba perseguirlos a sangre y fuego. Sin embargo, el Tío Nicolás se creyó a salvo teniendo a mano un sacerdote de tanta santidad; por lo que, haciendo la señal de la cruz, le pidió a voces su bendición, cuando, ¡hombre!, le arrimó un porrazo mayúsculo en la cabeza, y él y su mulo vinieron a parar al fondo de un barranco, rodando unas veces de cabeza y otras de pie. El Tío Nicolás no dio cuenta de su persona hasta después de salir el sol, encontrándose en aquella profunda sima con el mulo paciendo a su lado y la nieve de los serones completamente derretida. Se arrastró a duras penas hasta Granada, con el cuerpo molido y magullado; pero ¡cuánta no fue su alegría al encontrar la ciudad como siempre, con las iglesias cristianas coronadas de cruces! Cuando contó la historia de su aventura nocturna todos se reían de él: unos le decían que aquello sería un sueño que habría tenido mientras dormitaba en su mulo; otros que eran invenciones suyas; ¡pero lo más extraño, señor, lo que más dio en qué pensar a las gentes en este negocio, fue que el gran inquisidor se murió en aquel mismo año! He oído también decir con frecuencia a mi abuelo el sastre que aquello de llevarse el ejército fantástico la contrafigura del clérigo tenía un significado mucho más grande que lo que la gente se pensaba.

—Entonces, ¿querrá usted decir, amigo Mateo, que aquí hay una especie de Limbo o Purgatorio morisco en el seno de estas montañas, al cual fue arrebatado el padre inquisidor?

—¡No quiera Dios, señor! No sé nada de esto. Yo solamente cuento lo que oí a mi abuelo.

Al mismo tiempo que Mateo concluía esta conseja —que he procurado relatar sucintamente, y que él ilustró con muchos comentarios y detalles minuciosos—, nos encontrábamos de regreso en las puertas de la Alhambra.