«Pero quizá la consolase...»
«Lo que necesita es centrarse en los estudios, mamá, no perder el tiempo con viejos diarios. Dejémoslo hasta que esté más fuerte y haya aprobado el curso. ¡Así lo habría querido papá!»
Joyce Kibby captó el fervor en la mirada de su hijo y optó
por mostrarse deferente. «Sí..., era muy importante para él», admitió. A Kibby le rechinaron los dientes, paladeando su naciente seguridad en sí mismo. Se iban a enterar, todos, en especial aquel acosador de Skinner, de qué pasta estaba hecho. Mientras el ascensor subía hacia la sala de conferencias del departamento, a Danny Skinner le palpitaba el corazón a un ritmo enloquecido, como cuando un niño arrastra un palo a lo largo de una extensa reja. La mejor idea, sin embargo, había sido la cocaína; había aportado a su mente cierta claridad y restablecido su confianza en sí mismo. Lo que pasó con Cooper tuvo lugar juera del horario de traba- jo y no tiene una puta mierda que ver con nada.
Cuando entrase en aquel salón de conferencias, miraría a Cooper directamente a los ojos, y si éste tenía algo que decirle, pues que se lo dijera.
O lo arreglamos siguiendo los cauces oficiales, Cooper, so cabrón, o lo arreglamos en la calle de hombre a hombre. Tú eliges, Cooper.
¿Eh? Perdona, ¿qué has dicho? No he captado del todo lo que decías, so mamón. ¿Adonde quieres llegar, cabrón? ¿Eh? ¿Nada? Ah, conque ahora no has dicho «nada», ¿verdad? Ya me parecía a mí. Las puertas del ascensor se abrieron y Danny Skinner echó
a andar por el pasillo con la espalda bien tiesa hasta llegar a la sala de conferencias. Al entrar en la misma casi se desconcertó
al notar la luz blanca de los fluorescentes rebotando sobre las paredes color crema y penetrando en el interior de su espitosa cabeza. Evocaba esa estancia blanca que precede a la muerte, pensó, pero sin aprensión, pues tenía al polvo blanco de su lado. 165
Que les den.
La mayor parte de la plantilla se encontraba alrededor del carrito del café, aguardando para llenar sus tazas. A él no le habría venido mal un café, pero llegaba tarde, y el hecho de que muchos no hubiesen tomado asiento todavía dejaba la iniciativa de nuevo en sus manos. De manera que Danny Skinner le lanzó una sonrisa farlopera a Cooper, quien le correspondió con un gesto de asentimiento lento e inexpresivo. Skinner pensó que en una de las pulsaciones del silencio de Cooper habrían cabido las obras completas de Tolstói.
«Hola, familia», dijo con jovialidad Danny Skinner mientras se aproximaba hasta el retroproyector. Lo encendió con un gesto del pulgar, al mismo tiempo que con la otra mano abría el maletín. Tenía las cosas sólo a medio preparar, pero se las arreglaría sobre la marcha sin ningún problema. Por el rabillo del ojo vio a Foy mirado su reloj.
Cooper se puso en pie. «Sentaos todos, por favor», dijo en tono sociable antes de añadir en tono malhumorado: «Danny,
¿estás preparado?»
«Preparado y listo», anunció éste con una sonrisa, permaneciendo en pie mientras el último de sus colegas tomaba asiento. Oyó una risita y observó a Kibby, que llegó danzando hasta su asiento, como una marioneta manejada por hilos, estremeciéndose de hilaridad como un idiota ante un comentario de Foy. Están hablando de mí, joder.
Skinner sintió que se le abrían las carnes y que se desangraba como la víctima de un psicópata carnicero. Pese a que le reconcomía la sospecha de que todos los presentes le veían como un fenómeno de feria de la era victoriana, arrancó con autoridad: «Gran parte de la reputación que posee nuestra ciudad como centro turístico de primer orden depende de la calidad de sus restaurantes y cafés, la cual depende a su vez del rigor y de la vigilancia de este departamento y, más en concreto, de la calidad de los equipos de inspección y supervisión...»
166
Sacó la primera diapositiva, y la colocó en el aparato. Se fijó
en las expresiones de espanto grabadas en todos los rostros y se volvió para ver
CCS RULE1
en grandes letras verdes sobre la pantalla que tenía a sus espaldas. McKenzie, maldijo para sus adentros antes de sonreír, retirando rápidamente la diapositiva y cogiendo la que correspondía, en la que aparecía un diagrama de flujo del procedimiento de confección de informes vigente. «Debe haber algún saboteador suelto», dijo con una sonrisa, ante un público que en su mayor parte le correspondió de igual forma. Satisfecho de que la subversión ca- sual de su amigo no le hubiese hecho perder los papeles, continuó: «Como se sabe, la calidad de nuestra plantilla es del máximo nivel. No puede decirse lo mismo, sin embargo, de algunos de los anacrónicos procedimientos de trabajo que en la actualidad están en vigor. Los procedimientos de inspección, en particular, requieren una revisión seria. En lo que a mí respecta, no cabe la menor duda. No están a la altura de los requisitos de la sección, ya no digamos de las necesidades más generales del departamento en su conjunto», declaró con gesto solemne, barriendo la habitación con un gesto de la mano para incluir de forma magnánima a los colegas de las otras dos secciones. Es el momento de pisar el acelerador afondo.
«Tampoco están, ni mucho menos, a la altura de las exigencias del servicio», espetó Skinner en tono casi amenazador, viendo cómo el rostro de Foy adquiría la misma tonalidad que el Forth Bridge. Era del dominio público que Foy había diseñado dichos procedimientos años atrás, y que se había resistido tenazmente a revisarlos. «El actual sistema de responsabilidad individual de cada inspector por unidades designadas de antema-1. «¡Vivan los CCS!» (N. del T.) 167
no, sin rotación, durante años y bajo la misma supervisión, deja demasiado margen para que se establezca la clase de relaciones con los hosteleros que incita a mirar para otro lado y fomenta la corrupción a pequeña escala.»
Mientras Foy se esforzaba por controlar sus convulsiones y Kibby miraba con mala cara, Skinner puso otra diapositiva y comenzó a desgranar el procedimiento alternativo que proponía, el cual requería verificaciones y rotación de tareas. Ahora bien, hacia el final de la perorata comenzó a sentirse indispuesto, y no tardó en evidenciar una fatiga evidente y a titubear. El volumen de su voz llegó a descender hasta el extremo de que al fondo no podían oírle.
«Por favor, Danny, ¿podrías levantar un poquitín la voz?», le pidió Shannon.
Fijo que ella no trataría de tenderme una trampa, tan cabro-na no sería, seguro...
«Disculpa..., eh..., estoy un poco acatarrado», dijo él, lanzándole una mirada gélida antes de dirigirse de nuevo a todos los presentes. «Eh..., me parece que he perdido gas. De todos modos, ése es el procedimiento que propongo. Está en los apuntes que he repartido... ¿Alguna pregunta?», inquirió, arrastrando la voz y arrellanándose en el asiento.
En torno a la mesa se produjo un intercambio de miradas de asombro, pero el silencio duró muy poco. «¿Cuánto viene a costar el nuevo procedimiento?», quiso saber Kibby con su estrepitosa voz de pito, echándose hacia delante en el asiento y enfocando con sus enormes ojos a Skinner. Un solo golpe limpio a la cara de ese cabrón, joder..., con eso bastaría...
«Aún no lo he puesto en cifras concretas», dijo Skinner con una repugnancia tal que ni siquiera podía mirarle, «pero no preveo ningún incremento de costes significativo.»
Skinner se percató de la inanidad de su respuesta al ver las expresiones de semi-incredulidad de quienes le rodeaban. 168
¡Si me hubiese enfrascado con una calculadora esa media hora!
Con eso habría bastado para parir una serie de cifras de análisis de coste-beneficio de farol para engañar a todos los capullos presentes en la mesa. Si anoche me hubiera ido a casa...
Foy dejó que uno de sus párpados se cerrase mientras levantaba el otro como una persiana. «¿Ningún incremento de costes significativo? ¿Con un nivel extra de supervisión, controles y verificaciones?» Sacudió la cabeza con una expresión apesadumbrada que casi parecía sincera. «Me temo que aquí
estamos en las nubes», objetó mientras sacudía lentamente la cabeza.
Antes de que Skinner pudiera responder, Kibby volvió a la carga. «No creo que nadie pueda sostener en serio eh... que no habría un incremento significativo en los costes. Pero eh... Danny quiere dar a entender que ello se vería compensado por un aumento intangible en los ingresos procedentes del turismo. Con todo, a mí no me da la impresión de que los turistas perciban nuestros restaurantes como hervideros de plagas, pestilencia y enfermedades. Tampoco creo que exista motivo alguno para que eh... pensemos que los miembros de esta plantilla no cumplen con sus obligaciones de una forma profesional y honrada. Si hemos de cambiar un sistema debido a la posibilidad de que este sistema esté, eh, corrompido, eh, entonces, eh, hemos de tener pruebas de que efectivamente es ése el caso. De lo contrario, aparte de eh... desperdiciar tiempo y dinero, también estaríamos eh... minando la moral de la plantilla. Así que, Danny», dijo Kibby con una sonrisa, «¿acaso sabes tú algo que no sepamos los demás?»
Skinner fulminó a Kibby con una mirada de odio reconcentrado en estado puro que no sólo dejó helado a su destinatario sino también al resto de los presentes. Y la mantuvo. Permaneció allí sentado, con calma y frialdad, juzgando a Brian Kibby, asomándose a su alma, viendo lagrimear sus ojos, hasta que éste, ruborizado, se vio forzado a apartar la vista y bajar los ojos para 169
mirar a la mesa. Skinner siguió mirándole fijamente, y habría seguido haciéndolo en silencio y hasta el fin de los tiempos de haber sido preciso, hasta que otro hubiese hablado. Si lo que querían era subir la apuesta y hablar de corrupción y sobornos, él estaba dispuesto. Mentalmente, ya veía a los gusanos reptando para salir de la lata oxidada. El ambiente estaba volviéndose de lo más incómodo. Entonces intervino Colin McGhee. «Creo que como punto de partida tendríamos que averiguar los costes del nuevo procedimiento. Si existen pruebas palpables de prácticas corruptas de la clase que sea, entonces habrá que examinar las disposiciones actuales a la luz de dichas pruebas. Pero no podemos dar carpetazo a un conjunto de procedimientos rentables sobre la base exclusiva de rumores y especulaciones caprichosas.»
Brian Kibby quiso mostrar su acuerdo asintiendo con la cabeza pero fue incapaz de moverse, pues aún sentía sobre él la mirada rapaz de Skinner. Consciente de que la reunión había derivado hacia aguas embravecidas, Cooper aprovechó el impasse para poner fin a la reunión con gesto irascible. Skinner recogió apresuradamente sus papeles. Mientras se dirigía hacia la puerta oyó que Foy le gritaba: «¿Qué aftershave llevas, Danny?»
Skinner se volvió y se encaró con él.
«¿Qué?»
«No, si me gusta», le dijo Foy con una sonrisa de reptil.
«Tiene un aroma muy característico, tiene fuerza.»
«Pero si no...», empezó Skinner antes de detenerse abruptamente y sonreír. «Disculpa, tengo que hacer una llamada muy importante», declaró, mientras daba bruscamente media vuelta para bajar a la oficina de planta abierta, golpeando con las suelas de los zapatos el insolente dibujo de los escalones de mármol.
Situado ya ante su escritorio, Skinner notó cómo los subi-dones de la coca se iban ralentizando más y el alcohol abando-170
naba su torrente sanguíneo, y cómo con ellos se iba filtrando y le abandonaba su propia sensación de omnipotencia. Toda presencia resultaba invasora; toda llamada de teléfono parecía cargada de una amenaza en potencia. Oía retumbar la risa de Foy mientras la voz quejumbrosa de Kibby le arrancaba a tiras carne trémula de la espalda. Un adversario tan raquítico, tan débil y tan lamentable como él parecía haber adquirido de repente poderes inhumanos y demoníacos. En determinado momento, Skinner le miró a los ojos y se asustó al comprobar que no desprendían timidez y miedo, sino rebeldía, astucia y suficiencia. De modo que Danny Skinner, poco acostumbrado a mostrarse tan poco enérgico, trabajó sin parar, recogiendo el papeleo que había dejado acumularse durante semanas, tratando de restablecer de algún modo el equilibrio, de enmendar sus errores y de volverse irreprochable. Sin embargo, no estaba en condiciones de hacerlo; emprendía una tarea, se cansaba de ella y pasaba a otra antes de quedar sumido en una ciénaga de asfixiante exasperación a medida que en su escritorio iban amontonándose tareas a medio completar. A medida que, a las cinco, el despacho comenzó a vaciarse, Skinner se relajó un poco y se perdió en sus cavilaciones, sintiéndose al cabo de un rato casi demasiado fatigado para irse a casa. Cuando a las seis sonó el teléfono, descolgó el auricular. Puesto que todos los demás se habían marchado hacía ya rato, tenía que tratarse de la llamada de algún amigo.
«Hoy te has quedado trabajando hasta tarde», le reprochó
McKenzie, antes de la pregunta inevitable: «¿Te apetece una pinta rapidita?» Para Skinner fue como si le ofreciesen la salvación.
«Sí...», dijo Skinner, abrumado por una sensación de culpa e inseguridad. Pero así era. No había que darle más vueltas: le apetecía una pinta. Tenía mil motivos para no hacerlo, para marcharse a casa sin más, pero en comparación con las tres que dictaban que sí lo hiciese parecían nimios: era la hora de cerrar, 171
llevaba treinta y siete libras de calderilla en los bolsillos y estaba temblando y con ganas de tomar una copa.
En el pub, Rab McKenzie ya ocupaba un lugar prominente en la barra; su porte le recordaba a Skinner el del capitán de un barco sobre el puente de la nave. Cuando se volvió hacia un camarero y pidió una pinta de Lowenbrau para Skinner, era como si le ordenase navegar a una velocidad de muchos nudos. Las bebidas cayeron con rapidez, y mientras pagaba la siguiente ronda, los procesos de autojustiflcación de Skinner avanzaron a toda máquina.
Me da igual cuántos de esos gilipollas que se autojustifican en las columnas de estilo de las revistas y los periódicos digan que has de ser esta clase de hombre o aquélla, o que debes comportarte de un modo responsable con tu esposa, hijos, tu empresa, tu país, tu go- bierno, tu dios (táchese lo que no proceda): ni uno solo de ellos se- ría capaz de convencerme de que Kibby no es un puto mamón ni de que yo no soy un tipo cojonudo. Por mucho que acicalen a este Hombre Responsable para convertirlo en un Nuevo Hombre de Ac- ción
u
Hombre
Renacentista,
o
un
Hombre-que-no-le-ríe-las-gra-cias-a-nadie, en la vida real siempre es un puto pelma y un soso como Kibby.
La puta verdad es que son todos unos maníacos del control y unos cobistas, y se mueren de ganas de decirte cuál es tu responsabi- lidad. Y Kibby es muy responsable.
Una poderosa fantasía especulativa reconcomía a Skinner:
¿no sería fantástico que Kibby apechugase con las resacas y los marrones en su lugar? ¿Que él, Danny Skinner, disfrutase de los placeres de la vida de la manera más disipada y temeraria, y al imberbe, pedazo de pan, gilipollas e hijo de mamá de Kibby le tocara pagar el precio?
¡Qué fantástico sería! Kibby. Dios, cómo le aborrezco. Cómo odio y detesto a ese puto pedorrín pueril de mierda. Le odio. ODIO
ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO ODIO
ODIO ODIO ODIO.
172
Sentado ante su cerveza, Skinner sintió cómo aquellas cavilaciones ociosas y semialcoholizadas se convertían, en un ocken-blink,1 en una violenta plegaria cuya ferocidad e intensidad le estremeció hasta el tuétano.
ODIO ODIO ODIO QUE TE CAGAS A ESE CABRÓN DE
KIBBY. QUE SEA ÉL EL QUE SE QUEDE HECHO POLVO.
Aquel bar de techo bajo dio la impresión de vaciarse de luz, y que ésta penetraba en su cabeza como el agua por un sumidero, como si su hambrienta psique o sus neuronas la sorbiesen con voracidad. Entonces se le apareció el rostro de Kibby: el
«buen chaval» abierto y sonriente que en el trabajo caía bien a todo el mundo. Durante una fracción de segundo, vio en él, por contraste, su propia faz de granuja. Y volvió a alterarse de nuevo, regresando al pequeño hijo de puta, astuto, manipulador y pelota que él consideraba como el verdadero Kibby.
A la gente le gusta que le chupen el culo pero no entiende... Le falló la respiración y vio rostros dando vueltas ante sus ojos: Cooper, Foy...
Joder, me está dando un delírium trémens...
De repente, el bar se quedó un poco a oscuras, y todo se movía, asombrosamente, a cámara lenta. Era incapaz de distinguir a nadie, pues se habían convertido todos en sombras palpitantes y ondulantes; luego vio aparecer la voluminosa silueta de Rab McKenzie, abriéndose paso entre el gentío con la elegancia de un bailarín de ballet, manteniendo en equilibrio las bebidas. Y a Skinner se le encogió el corazón con un espasmo estremece-dor, tan violento que por uno o dos segundos pensó
que le estaba dando un ataque de convulsiones.
HOSTIA PU...
«Allá vamos, Skinny, muchacho. Tómate eso», tronó McKenzie, depositando las bebidas en la mesa con una semipi-rueta.
1. En holandés en el original: «abrir y cerrar de ojos». (N. del T.) 173
Mientras las luces recuperaban la intensidad y la habitación recobraba una apariencia normal, Skinner sudaba y respiraba con dificultad. Un infarto. Un derrame. Algo estaba sucediendo..., se estaba quedando sin aliento... JODER, ESTOY..., ESTOY
«Parece que tienes problemas, chaval», se burló McKenzie.
«¿Qué pasa? ¿No aguantas el ritmo?»
Danny Skinner se llenó de aire los pulmones mientras McKenzie le sacudía una palmada en la espalda. Skinner se llevó la mano al rostro para indicarle a su amigo que le dejase en paz. McKenzie miró con preocupación a su amigo, sudoroso y con el rostro colorado, pero en ese instante, cuando su ansiedad parecía haber llegado al límite, Skinner notó cómo en su interior se disolvía una barrera y rápidamente volvió a respirar con normalidad. Miró al techo antes de bajar la vista y enfocar a Rab.
«¿Sólo me lo ha parecido a mí, o hace un momento se han ido un poco las luces?»
«Una subida de tensión o algo por el estilo. ¿Estás bien?»
«Sí...»
Una subida de tensión.
Skinner miró a McKenzie, Rab el Grande, su mejor amigo, elegido para ser el padrino de su boda, y su mejor compadre1 de borracheras. No importaba cuánto bebiese, nunca podría igualar del todo el ritmo de Rab el Grande. Jamás podría igualar su consumo, su forma pausada y estoica de vaciar una pinta tras otra, las monstruosas rayas de coca que esnifaba, que hacían que Skinner temiese por su corazón, el cual, cada vez que se encerraban en un servicio, se le estremecía en el pecho como el perdigón del pito de un arbitro demasiado solícito. Pero algo, desquiciado y anómalo, estaba ocurriendo, porque ahora era Skinner quien experimentaba una subida de tensión, una irrupción del delirio de inmortalidad del alcohólico 1. En castellano en el original. (TV. del T.)
174
quizá, la creencia de que en realidad nada podía llegar a conmoverle jamás. No obstante, aunque habían sido muchas las veces que se había sentido así, nunca había experimentado aquella sensación de forma tan intensa. Tenía que cabalgar aquella ola. Apuró el chupito de Jack Daniel's. «¡Venga, McKenzie, so maricona, a ver quién es el que no aguanta el ritmo!»
175
II.
Cocinando
15. VIRUS FANTASMA
Fue la primera vez que dejó a los pollos a la intemperie. Llovió, los postes de la cerca se pudrieron y entraron los perros asilvestrados. Se había quedado sin pollos. No lograba concentrarse. Sentía mareos; mareos y náuseas. El enorme y colorista póster de Star Trek: la última frontera, que le había regalado Ian, en el que aparecía una nave Enterprise emergiendo de un agujero negro, resonaba y palpitaba, orquestando el baile de sus nervios destrozados. Levantándose temblorosamente del escritorio donde tenía el portátil, regresó a la cama tambaleándose, metiéndose debajo del edredón, sudoroso y lleno de náuseas, mientras oía los pasos de su madre subiendo las escaleras.
Joyce Kibby subió fatigosamente los peldaños con una bandeja de té plateada. Parecía pesar demasiado para sus raquíticos brazos, abarrotada como estaba con un gran plato de huevos revueltos, beicon y tomate, y uno más pequeño en el que se amontonaba una formidable pila de tostadas, así como una tetera. La llevó a la habitación de su hijo, y se sobresaltó al ver el aspecto tan poco saludable que éste presentaba aquella mañana.
«Te he traído algo de desayuno, hijo. Dios mío, Brian, no te veo con muy buena cara. Bueno, no importa, ya conoces el dicho: alimentar un resfriado y matar de hambre a una fiebre. ¿O
179
es al revés? De todas formas, daño no te hará», declaró a la vez que depositaba la bandeja al pie de la cama.
Brian Kibby logró esbozar a regañadientes una sonrisa afligida. «Gracias, mamá. Estaré perfectamente», dijo, esforzándose por tranquilizarse a sí mismo. No le apetecía comer. Se sentía fatal, tenía la cabeza a punto de estallar y una sensación como si tuviera las entrañas cubiertas de ampollas y le estuvieran estallando por dentro. Siempre trataba de jugar un mínimo de tres partidas de Harvest Moon antes de desayunar. Aquella mañana apenas había logrado jugar dos y ahora todos los pollos habían desaparecido.
¿Cómo he podido ser tan estúpido?
«Será el virus ese que anda suelto por ahí», se aventuró
Joy-ce mientras Brian se incorporaba, ahuecaba las almohadas y se recostaba de nuevo sobre ellas. Incluso ese esfuerzo tan minúsculo le hizo sudar. Tenía la boca seca y en los brazos y piernas sentía nodulos de calambre y fatiga. «Me siento fatal, es como si fuera a explotarme la cabeza.»
Pero Brian Kibby también se sentía culpable. Era evidente que durante la presentación de ayer Danny Skinner también se encontraba mal, y todo el mundo lo achacó al alcohol, incluso después de que el propio Skinner dijera que había pillado alguna clase de resfriado o de virus. Le hice pasar un mal rato cuando se encontraba fatal, no le concedí el beneficio de la duda. Ahora ya tengo mi castigo, se regañó Kibby a sí mismo. Skinner me ha pegado el virus.
«Llamaré de tu parte para decir que estás malo, hijo», se ofreció Joyce mientras corría las cortinas.
Presa del pánico, Kibby se incorporó de golpe. «¡No! ¡No puedes! Hoy es el día de mi presentación. ¡Tengo que ir!»
Joyce sacudió la cabeza con frialdad. «Tú no estás para ir a trabajar, hijo. Fíjate cómo estás, sudando y tiritando. Lo comprenderán; tú nunca te coges la baja por enfermedad. ¿Cuándo 180
fue la última vez que lo hiciste? ¿De qué serviría, Brian? ¿De qué
serviría?»
Era cierto, Brian Kibby nunca se había cogido la baja por enfermedad. Y no pensaba hacerlo ahora. Se metió en el cuerpo lo que pudo del desayuno, se dio una ducha moderadamente caliente y se vistió con escaso entusiasmo. Cuando bajó las escaleras y entró en la cocina, se encontró con Caroline, que estaba sentada ante la mesa y guardaba con gesto furtivo sus libros en la bolsa de deportes. «Mamá dijo que te ibas a pasar el día en la cama», comentó.
«No puedo, tengo una pres...» Sus ojos repararon en los movimientos de su hermana. «¿Aún estás con ese trabajo de anoche?»
Ella se apartó de la cara el cabello rubio, que le llegaba hasta los hombros. «Sólo estaba introduciendo unos pequeños cambios», dijo.
«Caroline...», se quejó Brian Kibby, «tendrías que haberlo terminado anoche. ¡Prometiste que lo harías antes de ir a ver a Angela!»
Caroline rascó los bordes de la pegatina Streets de su bolsa de deportes con sus uñas esmaltadas. Levantó la vista para mirarle, enarcando de forma glacial unas cejas finas y depiladas.
«¿Que lo prometí, Brian? Yo no le prometí nada a nadie, que yo recuerde.» Sacudió la cabeza y reiteró con lentitud: «No recuerdo haberte prometido nada.»
«¡Pero se trata de la facultad!», exclamó quejumbrosamente Kibby, sintiéndose con mal cuerpo y preguntándose por qué él pasaba apuros para acudir al trabajo mientras su hermana no hacía más que desperdiciar su tiempo y su talento. «Esa Angela no tiene ambiciones, Caroline. Ten cuidado, no te vaya a arrastrar a su nivel. ¡No sería la primera vez que sucede!»
Caroline y Brian Kibby estaban muy unidos y rara vez discutían. A veces se ponía plasta, pero por lo general su hermana lo toleraba. Cuando saltaba, siempre era contra su madre, jamás 181
contra su hermano. Pero estaba acusando las copas que había tomado la noche anterior en el club nocturno Buster Brown's, y el recién descubierto afán de su hermano por imponerle un régimen de estudios draconiano no le acababa de seducir. «Tú no eres mi padre, Brian. Acuérdate», le dijo en un tono lindante con la advertencia.
Brian Kibby miró a su hermana, notó cómo se le vidriaba la mirada y sintió el dolor compartido por ambos. Ninguno de los dos era propenso a invadir el espacio personal del otro y el advenimiento de la pubertad poco menos que había destruido cualquier contacto físico entre ellos. Ahora, sin embargo, sentía el impulso de rodearla con un brazo tembloroso y vírico. «Perdona..., no quise decir eso...»
«No, perdóname tú a mí...», resopló violentamente Caroline, «sé que sólo quieres lo mejor para mí...»
«Es sólo porque es lo que él hubiera querido», confesó
Brian, reprimiendo sus propias lágrimas y dejando caer los brazos de los hombros de su hermana para que colgaran lánguidamente a los lados, «pero ahora ya eres una mujer, lo que hagas es cosa tuya, no tengo derecho a...» Tragó saliva. «Papá habría estado muy orgulloso de ti, ¿lo sabes?», dijo Brian, con cierta sensación de culpa, al sopesar el testimonio de los diarios que él y Joyce habían decidido ocultarle a Caroline.
Caroline Kibby besó a su hermano en la mejilla. Aún tenía aquella fina capa de pelusa que a ella siempre le había recordado los melocotones. «Él también habría estado orgulloso de ti, porque yo lo estoy. Eres el mejor hermano que nadie podría tener.»
«Y tú la mejor hermana», poco menos que gritó Kibby en respuesta, estropeando un tanto el momento a ojos de Caroline con aquella reciprocidad chillona y lacrimógena, aunque logró
transformar el impulso de hacer una mueca en el de sonreír. Desesperados ambos por escapar del torbellino de emociones desconocidas e incómodas que se arremoliba en torno a ellos desde la muerte de su padre, Brian y Caroline recobraron la 112
compostura y se despidieron de Joyce, quien, tras hacer las camas, había bajado las escaleras. Se marcharon, al trabajo y a la Universidad de Edimburgo respectivamente.
Brian Kibby fue recibido como un héroe por acudir al trabajo, según pudo constatar con amargura Danny Skinner. «Vaya aspecto tan terrible tiene, parece que tenga la gripe», comentó
Shannon McDowall. Skinner asintió, sospechando sin poderlo remediar que cuando el día anterior había entrado él, el comentario había sido: «Danny tiene un aspecto terrible, parece que tenga la gripe o algo por el estilo...»
Ese crucial o algo por el estilo. Y es en esos apartes tan trivia- les donde se afianzan o se socavan las reputaciones de la vida pro- fesional. Pero para socavar la de Kibby harán falta muchos. Tiene todo el beneficio de la duda de su parte.
De forma inexplicable, a Danny Skinner le acuciaba la idea de que quizá el tiempo estuviera de la suya. Se sentía sorprendentemente bien, sobre todo teniendo en cuenta la caña que se habían dado la noche anterior. Quizá le pasara lo que a Rab el Grande, meditó, y se estuviera volviendo inmune al alcohol y las drogas.
Estoy listo para lo que me echen, cono. Venga Kibby, chaval, ¡a ver de qué pasta estás hecho!
Los miembros de la plantilla se abrieron paso hasta la sala de conferencias y se acomodaron para escuchar la presentación de Brian Kibby. Mientras recogía sus cosas, Skinner le dedicó
una sonrisa y, arrimándose a él, le cuchicheó al oído: «Ay, la que te espera, cabrón.»
Sólo una o dos personas parecieron fijarse en el espasmo de temblor y agitación que recorrió brevemente a Kibby.
¡Hoy no vas a hacer una sola carrera, bobochorra!
Todos estaban ansiosos por ser testigos de la presentación de Kibby. Bob Foy le dio una palmadita de ánimo en la espalda, la cual, notó Skinner con regodeo, casi le da a su destinatario un susto de muerte. Kibby no era un orador seguro de sí mismo, 183
pero lo compensaba con el salvavidas de las transparencias más meticulosas y detalladas, de las que echaba mano cuando las cosas se torcían un poco. O, más bien, así podría haber sido, de no haberles volcado encima una taza de café, empapándolas por completo. Acto seguido, sus intentos por limpiar el desaguisado sólo desembocaron en un desorden mayor. Oswald Aitken acudió en su auxilio, haciéndose cargo de la operación de limpieza e instándole a continuar.
¡Primer strike!
Danny Skinner permaneció sentado, observando con gran regocijo cómo Brian Kibby cavaba su propia tumba.
«Lo siento..., yo..., eh, no me encuentro muy bien..., algún virus o así...»
«Ya», dijo Skinner en voz alta, «últimamente hay muchos circulando por ahí.»
«Así es, yo mismo me encuentro bastante enclenque últimamente.» Oswald Aitken hizo un esfuerzo solidario por quitarle mordiente a la pulla de Skinner. Mientras Kibby exponía a trancas y barrancas una presentación de lo más vergonzosa, las preguntas, salvo las procedentes de una instancia muy concreta, fueron poco exigentes. Danny Skinner jugueteaba con Brian Kibby, y sus preguntas, aparentemente inocuas, siempre sondeaban en pos de algún detalle que su adversario, trémulo y vacilante, era incapaz de recordar. La boca de Skinner adoptó una mueca cruel, el mohín de un señorito que se considera mal servido pero que no está dispuesto a causar un bochorno mayor montando un numerito. Por añadidura, hizo circular detalladas notas con cifras que explicaban su omisión de la semana anterior, lo cual sirvió para desautorizar a Kibby incluso antes del comienzo de su presentación. Bob Foy estaba sentado, echando chispas silenciosamente, pero -y Skinner tomó nota de ello-su ira parecía menos dirigida contra él que contra Kibby, por defender de forma tan inepta su status quo y su posición. 184
Fue Skinner quien, de hecho, cerró la reunión arremetiendo contra la defensa del sistema de informes en vigor efectuada por Kibby, al decir: «Entonces, Brian, lo que en sustancia propones es: cero pelotero. Dejémoslo todo como está», imitando la hastiada melancolía de Foy del día anterior hasta el punto de parodiarle, cosa de la que todos salvo el jefe parecieron darse cuenta. En cierto momento, Shannon, que había sido agasajada con dichas imitaciones en el pub, tuvo que ahogar una risita cuando Skinner hizo aquello con los ojos. «Mucha gente podría pensar que hacerles venir aquí para decirles aquello que podría haber circulado en un correo electrónico no constituye la mejor inversión posible de su tiempo», prosiguió Skinner con una arrogancia que iba en aumento, «y, por extensión, de los recursos municipales, cuyo empleo eficiente tanto dices que te importa», añadió sonriendo con frialdad, sin apartar del rostro de Kibby su sonrisa.
Brian Kibby estaba mudo de asombro. Fue incapaz de replicar. Tenía la cabeza a punto de reventar y se le aflojaron las piernas. Paralizado como un animal por los faros de un coche, miró en torno a los miembros de la tensa plantilla.
¡Segundo strike!
«Si algo no está estropeado, no hace falta arreglar...», empezó en tono débil, hasta que su hilillo de voz quedó reducido a un siseo gutural.
Colin McGhee se volvió hacia Skinner con expresión estupefacta, y luego hacia Kibby con idéntica cara de perplejidad, que se fue extendiendo por la mesa como un reguero de pólvora.
«Lo siento, Brian», interrumpió secamente Skinner, «no te oigo. ¿Podrías levantar un poquito la voz?»
«Si algo no está estropeado...», quiso reiterar Kibby con contumacia, pero no pudo acabar la frase, pues sintió cómo le subía algo desde la boca del estómago. Trató de taparse el rostro, y volviéndose, logró que gran parte del vómito fuera a pa-185
rar a una papelera, pese a que parte del mismo cayó sobre la mesa y salpicó la manga del traje de Cooper.
¡Tres stñkes y fuera!
Shannon y Colin McGhee acudieron en ayuda de Kibby; mientras tanto, Foy sacudía la cabeza con gesto cansino.
«Parece que el virus fantasma ataca de nuevo», dijo Skinner con cara de póquer, mientras Kibby potaba humillantes bocanadas de huevos revueltos, beicon y tomate dentro de la papelera, y Cooper se limpiaba la manga de la chaqueta con un pañuelo y una mueca de asco en la cara. Danny Skinner se levantó y abandonó la sala de conferencias, como consagrado, dejando tras de sí a un afligido Kibby y a sus inquietos y divididos colegas. A despecho de su exaltación y emoción, se afanó por entender la situación.
¿Qué cojones ha pasado ahí dentro?
Se trata, sin duda, de algo puramente casual. Es obvio que Kibby tiene la gripe o algún virus auténtico, mientras que última- mente yo he estado bebiendo tanto que mi tolerancia se ha dispara- do. Resulta preocupante que te cagas; podría tratarse del último chispazo del alcohólico, de un subidón final de omnipotencia antes del comienzo del aciago declive.
Con todo... ¡Kibby la ha cagado1. Ha estado total y absoluta- mente de los nervios.
¡Presentaba todos los síntomas de alguien que hubiese estado empinando el codo!
Nah..., qué más quisiera yo.
La tarde se le pasó volando, y quedó atónito al comprobar que, al llegar la hora del cierre, tenía el escritorio inmaculado. Completamente maravillado, de camino a casa se detuvo en varios de sus establecimientos hosteleros favoritos de Leith Walk: el Oíd Salt, el Windsor, Robbie's, el Lorne Bar y el Central. Aquella noche, en su piso, se quedó levantado pegándole a una botella de Jack Daniels con un litro de Pepsi sin gas, mientras veía El bueno, el feo y el malo en Channel 4. Algo, no obs-186
tante, le reconcomía a pesar de su satisfacción. Tenía que cerciorarse. Encendió un cigarrillo, y tras vacilar sólo un instante, lo apagó contra su mejilla. Prorrumpió en un feroz alarido de dolor; los ojos se le llenaron de lágrimas. El aborrecimiento que sentía por sí mismo le dolía más que la quemadura.
¿Cómo he podido ser tan estúpido, joder? Probablemente me he hecho una cicatriz para toda la puta vida.
Vio el resto de la película en un estado de honda depresión, tentándose de vez en cuando el feo quemazo que se había hecho en la mejilla.
Finalmente Skinner se fue a la cama, a la espera de uno de esos sueños dolorosos e intermitentes, del tipo que solía tener cuando estaba empapado de alcohol. Pero durmió profundamente, y a la mañana siguiente, al despertarse, se sentía tonificado. Se examinó el rostro en el espejo del cuarto de baño. Algo no cuadraba. Faltaba algo. Sintió desatarse en él tal grado de excitación que tuvo que sentarse en la taza, temeroso de desmayarse, mientras las implicaciones se le agolpaban en la cabeza.
El caso es que dolía una barbaridad. Brian Kibby se estremecía de dolor mientras Joyce aplicaba un poco de antiséptico sobre la fea herida que su hijo tenía en la mejilla. «Desde luego, fea es. Tienes que recordar haber hecho algo. Parece como una quemadura o un bocado...»
Aquel dolor era horrible y repugnante, y le preocupaba que ni siquiera se hubiese dado cuenta de cuándo había tenido lugar. Parecía que se le hubiese inflamado en plena noche. Le despertó el escozor, y encendió la luz, blandiendo un ejemplar enrollado de la revista Which Computer, y mirando por todas partes bajo la cama, detrás de las cortinas, en busca de algún exótico intruso con muchas patas. No logró encontrar nada.
«Qué más quisiera yo», se quejó desconsoladamente.
«Tienes un aspecto terrible, hijo», dijo Joyce, sacudiendo la 187
cabeza con expresión lúgubre, «estoy segura de que has cogido algo. Deberías ir a ver a un médico.»
Brian Kibby tenía que reconocer que no se encontraba nada bien, pero se sentía poco inclinado a dar alas a los aspavientos de su madre, pues sabía por experiencia que eso sólo le hacía sentirse peor. La forma en que ella le mimaba había sido un punto de fricción frecuente entre su padre y ella. Ahora que Keith ya no estaba entre ellos, Brian era el hombre de la casa, y estaba resuelto a comportarse como tal. «Estaré perfectamente, no es más que una picadura de algún insecto que habrá
llegado con la primavera. Son cosas que pasan», dijo alegremente, pero sintiéndose mucho más débil y enfermo de lo que dejaba ver.
Sin embargo, en su vida estaban ocurriendo muchas cosas emocionantes, y sentía que en aquel momento no podía permitirse el lujo de doblegarse ante la enfermedad. El viernes iba a haber una reunión de los Hyp Hykers en el McDonald's de Meadowbank, lugar que se había convertido en uno de sus lugares de encuentro regulares. En ocasiones Kibby disfrutaba del placer prohibido de un Big Mac, pese a saber que al estar lleno de azúcar, sal, grasa y aditivos, aquello no podía ser saludable. Pero lo más emocionante era que Lucy y él habían quedado en ir al polideportivo para disputar un partido de bádminton después de la reunión.
¡Eso sí que dará que hablar en el club!
Tenía mal cuerpo, pero la cabeza ya le daba vueltas con la noción prematura, quizá incluso ridicula, de que ya eran novios con todas las de la ley. A lo mejor después del partido hasta la invitaba al pub Golden Gate a tomar una copa, aunque probablemente él se ciñera al zumo de naranja fresco con gaseosa. Ian había llamado anoche para recordarle lo de la convención de Star Trek a la que pensaban acudir el sábado en New-castle.
¡Pues sí, este fin de semana pinta movidito!
188
El peliagudo problema de su matrimonio estaba todavía por resolver. Decidió asesorarse en un chat de Internet de Har- vest Moon. Como tantos otros jugadores, su favorita era Ann. Tenía que reconocer que había algo en ella que en la versión 64 era mejor que en la BTN, pero además de ser guapa, era fiel y seria.
Una buena esposa. Un buen activo.
Sin embargo, no lograba quitarse a Muffy de la cabeza. Le encantó ver que Jenni Ninja estaba on-line. Ella (dio por supuesto que era mujer) era muy sensata, y conocía el juego al dedillo, por lo que acumulaba unas puntuaciones muy altas. 05-03-2004, 7.58
Über-Priest Rey del
Cool
Hola, Jenni, preciosa. Sigo atascado con lo de mi decisión matrimonial. Es muy importante. La cosa está tomando visos de convertirse en una batalla de las super-monas, Ann contra Muffy, aunque Karen y Elli siguen siendo candidatas. ¿Algún consejo?
05-03-2004, 8.06
Jenni Ninja
Una Deidad Divina
Sí. He de reconocer que yo voté por Ann y Muffy. Son mis favoritas de siempre. Antes me gustaban Karen y Celia pero ya no. Buena suerte con tu decisión, Über-Priest. Espero que todo vaya sobre ruedas.
Me ha respondido inmediatamente. Y lo entendió. ¿Quién será
Jenni Ninja? Parece de lo más enrollada y sexy, pero a lo mejor es lesbiana, y quiere casarse con otras chicas y tal. ¡Pero sólo es unjue- 189
gol A lo mejor debería contestarle y preguntarle dónde vive. Pero eso me parece un poco baboso.
05-03-2004, 8.21
Über-Priest Rey del
Cool
Gracias por tus consejos, Jenni, preciosa. Se trata de una decisión difícil de tomar pero aquí, desde el Palacio del Amor, el Rey del Cool toma nota de la sabiduría de tu verbo.
Sonrío ante mis propias palabras pero noto un calor ardiente en las mejillas. Me siento tentado de esperar y ver si Jenni Ninja contesta, pero tengo que ponerme en marcha y me encuentro fatal. Cierro la ventana del chat, y luego salgo de Harvest Moon y apa- go el monitor. En el reflejo veo la fea cicatriz de mi mejilla. La ca- beza me da vueltas y tengo náuseas; me siento sucio, sucio por den- tro. Aquí hay algo que no cuadra.
Así pues, Brian Kibby fue a trabajar como un zombi. En la oficina se sintió muy desasosegado. Danny Skinner había llegado antes que él y eso era algo que rara vez, si alguna, había sucedido. Por añadidura, Skinner parecía encantado de verle, lo que hizo que Kibby se sintiera cohibido, pues los ojos de aquél no abandonaban su rostro, donde se encontraba la marca de la picadura. «Eso tiene mala pinta, Bri, ¿qué es?»
«¿A ti qué te importa?», saltó éste, inusitadamente irritable. Era la gripe aquella, que le secaba la boca, hacía que le doliera la cabeza, le envenenaba las tripas y le destrozaba los nervios. Skinner levantó los brazos en un ademán burlón de rendición. «Perdona, si lo sé, no digo nada», dijo, suscitando un gesto de empatia por parte de Colin McGhee y otro de Shannon, a pesar de que se pasó un pelín al añadir: «¡Esta mañana alguien se ha levantado con el pie izquierdo!»
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Brian Kibby salió a efectuar sus inspecciones. De camino a sus lugares de destino, leyó todo lo que pudo acerca del ayuntamiento y de su modo de funcionar, así como viejos papeles del comité e informes sobre iniciativas relativas a la salud pública. Quería estar bien preparado para la prueba.
Tengo que obtener este ascenso.
A la salida de un restaurante italiano, una jovencita que llevaba un chaleco adornado con el logotipo de la asociación para la investigación del cáncer le sonrió con gesto suplicante. No debía haberse detenido, pero aquella mirada torva le conmovió. Parece una chica realmente encantadora y una persona muy agradable.
Sheryl Hamilton estaba harta. Se sentía como una prostituta, todo el día abordando a tíos. Los que se detenían eran o repulsivos hombres de negocios o víctimas absolutas, como éste. Ahora hasta pienso como una puta, reflexionó, mientras soltaba de nuevo su perorata. Kibby descubrió, cosa alentadora, que la mayoría de cánceres pueden prevenirse y son tratables, y que constantemente se estaban produciendo grandes avances médicos. Sin embargo, añadió Sheryl con tono grave, para poder seguir realizando tales progresos hacían falta fondos de forma urgente. Kibby firmó diligentemente por debajo de la línea de puntos, animado por la conciencia de estar haciendo algo solidario y útil. Pensó en preguntarle a la chica si alguna vez le apetecería quedar a tomar un café, pero Sheryl se puso inmediatamente a hablar con otra persona y pasó su oportunidad.
Más adelante empezó a sentirse un poco mejor. Durante el descanso de la tarde, se sentó al lado de Shannon, maravillado por su esmalte de uñas rojo, como si estuviera en un club nocturno en lugar de en la oficina. Estaba leyendo una revista del corazón y Danny Skinner estaba presente, tomándole el pelo.
«No es más que una inofensiva distracción popular, Danny. A ver, que ya sé que no es la clase de publicación que va a lograr que el mundo cambie.»
«Ya lo ha hecho. A peor», dijo Skinner, levemente preocupado por parecerse a su madre. Shannon enrolló la revista y fingió golpear con ella a Skinner antes de arrojarla sobre el escritorio. A éste le puso un poco nervioso aquella muestra pública de intimidad. Se fijó en la raqueta que asomaba de la bolsa de deporte de Kibby.
«¿Bádmin-ton, Bri?»
«Sí...», dijo éste con recelo. «¿Tú juegas?»
«Demasiado duro para mí. Esta noche voy a salir por ahí a ponerme ciego», le dijo con una sonrisita de suficiencia. Como si a mí me importara, pensó Kibby mientras recogía la revista de Shannon.
Kibby se fijó en las gemelas norteamericanas, las Olsen; en la portada de la revista estaban hablando de su próxima película. Consideraban que se trataba del «paso siguiente», opinión compartida, al parecer, por las chicas, el equipo de dirección y el redactor de la revista. A él le parecían unas muchachas muy dulces y muy bonitas.
Esas chicas son preciosas. No puedo decidir cuál de ellas más. Lo cierto es que parecen idénticas.
Skinner se dio cuenta de la atención con la que Kibby leía.
«No hay pervertido que no lleve siglos esperando a que lleguen a la pubertad», dijo como quien no quiere la cosa, lo que hizo que Kibby pasara la página tímidamente. «Es el rollo de las gemelas. Apetece tirarse a las dos sólo por ver si una de ellas resulta ser diferente. ¿No, Bri?»
«Piérdete», saltó Kibby, pese a estar un poco desasosegado.
«Venga», insistió Skinner, fijándose en que ahora parecía haber captado el interés de Shannon, «tienes que sentir cierta curiosidad. Unas gemelas idénticas, criadas en el mismo hogar, que lo han hecho todo de la misma manera e interpretado el 192
mismo papel en la tele..., ¿tendrán inclinaciones sexuales diferentes?»
«No pienso tomar parte en esta conversación», dijo Kibby con aire estirado.
«¿Y tú, Shannon?»
«¿Quién sabe? ¿Tendrá uno de los Bros la polla más grande que el otro?», dijo ella, cogiendo el auricular y llamando a una de sus amigas, ajena al hecho de que aquel comentario de pasada, que Skinner parecía estar sopesando, había dejado helado a Kibby.
Ha conseguido que ella se vuelva tan mala como él. Jamás de los jamases permitiré que se acerque lo más mínimo a Lucyl ¡Es un cabronazo enfermo y malvado!
193
16. STARTREKKING
Brian Kibby permaneció en vela toda la noche, cociéndose en su propio sudor. La fiebre hizo estragos en su cuerpo maltrecho, y su mente torturada estuvo inundada de visiones delirantes, lo que le hizo temer por su estabilidad mental. Era incapaz de ver otra cosa que el rostro cruel y burlón de aquel matón psi-cótico de Danny Skinner.
¿Por qué me odia tanto?
En el colegio, Brian Kibby era lo bastante sensible, tímido e inseguro como para llamar la atención de muchachos agresivos como Andrew McGrillen, que olfateaban instintivamente el rastro de las presas del patio de recreo. Y, no obstante, ni siquiera en el colegio se había topado con alguien como Skinner, tan implacable, tan resuelto a transitar la senda de un odio controlado y manipulador contra su persona. Al mismo tiempo, sin embargo, su némesis estaba dotado de una inteligencia y de una personalidad que hacían pensar que tendría que estar por encima de semejante conducta. Este aspecto era el que más le perturbaba.
¿Por qué se tomará tantas molestias conmigo?
Llegado el sábado por la mañana, Brian Kibby se encontraba peor que cuando se había levantado el día anterior. Salió a rastras y gimiendo de la cama a su pesar, y se dirigió al centro, 194
donde se encontró con Ian en la estación de Waverley. Éste estaba emocionado y los dos amigos intercambiaron su tradicional choque de palmas; Ian, en broma, sacó su iPod.
«¿Llevas el iPod en posición de "aturdir"?», preguntó Kibby, como era su costumbre, a lo que Ian respondió: «¡No, tío, el iPod está programado para matar! Maroon 5, Coldplay, U2...», dijo con entusiasmo.
«Si añadimos a Keane y a Travis a la lista, ya tenemos la fiesta montada», replicó Kibby con gesto cansino, levantando y meneando su propio aparato. Hasta aquel ritual, habitualmente vigoroso, resultaba ahora agotador, y Kibby se disculpó por el virus, subiendo su cuerpo somnoliento y sudoroso a bordo del tren. Normalmente los viajes en tren le producían gran placer, pero en aquella ocasión se limitó a sentarse, esforzándose por leer el periódico mientras, apretujado y abatido, sudaba profusamente. Entretanto, Ian hablaba por los codos de la importancia de Star Trek como visión idealista y fuente de inspiración de cara al futuro: era un universo en el que no había países en guerra, ni dinero, ni racismo, y donde se respetaban todas las formas de vida. Le encantaban las convenciones y la gente a la que conocía en ellas, sus correligionarios Trekkies. Kibby escuchó en silencio, con una sonrisa débil y afligida, que puntuaba de vez en cuando asintiendo fatigosamente con la cabeza. Su resentimiento iba en aumento, ya que su amigo parecía ajeno a su malestar. Dos Nurofen le habían ayudado un poco, pero seguía sintiéndose fatal. Al atravesar un túnel, el tren traqueteó, produciendo un repetitivo «zum» sonoro semejante al de los efectos especiales que simulaban una salva de misiles espaciales. Kibby temblaba, y se sintió contento al bajarse en Newcastle.
Ya en el hotel, Ian conectó sin dilación la consola de la Playstation que había traído consigo al televisor. Su amigo cargó
Brothers in Arms: Road to Hill 30.
195
«Éste te va a encantar, Bri, Game Informer le dio un ocho y medio...»
Kibby asintió; estaba saliendo del cuarto de baño con un vaso de agua con el que bajó dos paracetamoles más. «Ocho y medio. No está mal», dijo con voz ronca, sentándose en la cama.
«Pues a mí me parece que tendrían que haberle dado un nueve, o quizá hasta un nueve y medio. Se basa en la historia real, sin censurar, de la invasión de Normandía. Ya he llegado al nivel francotirador. ¿Te apetece probarlo?»
«La resolución parece un poco desleída», dijo Kibby, desplomándose de nuevo sobre la cama.
«Vale.» Ian se levantó. «Ya veo que quieres ir a lo que hemos venido. ¡Vamos donde la marcha!»
Kibby se incorporó a regañadientes y se afanó por ponerse la chaqueta.
En el National Gene Centre se respiraba un ambiente de intensa emoción. La iluminación era tenue y el formidable sistema de sonido emitía una vibrante música electrónica. De pronto, se encendieron y se apagaron unas luces de láser mientras las estroboscópicas resonaban a una cadencia lenta y la voz del actor William Shatner surcaba el aire: El espacio, la última frontera. Éstos son los viajes de la nave estelar Enterprise, que continúa su misión de exploración de mundos desconocidos, descubrimiento de nuevas vidas y de nuevas civilizaciones, hasta alcanzar lugares donde ningún hombre ha podido llegar.
«Eso me parece un pelín sexista», dijo Ian mientras se internaban en el salón. «Tendrían que haber puesto la introducción de Patrick Stewart, la que dice "hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar".»
Se rumoreaba que el actor DeForest Kelley, que interpretaba al doctor «Bones» McCoy en la serie original, estaba en el país, y que, de ser cierto, lo más probable es que hiciera acto de presencia. Mientras daban vueltas entre el gentío, inspeccionando los múltiples tenderetes, con sus expositores, sus mercancías y sus sociedades de ciencia ficción, Ian le comentó a Kibby: «Sería estupendo hablar con Bones. Me pregunto qué opinará de verdad de Leonard Nimoy como persona.»
Fueron aglomerándose hacia la plataforma situada al fondo del salón para escuchar al presentador, vestido de representante de una especie alienígena conocida como los Borg, que les daba la bienvenida desde el estrado. «Así que disfrutad», les exhortó,
«y no lo olvidéis: ¡toda resistencia será inútil!»
A Kibby le puso nervioso verse inmerso en aquella concurrida multitud, pero se sintió más nervioso aún al notar que algo le rozaba las nalgas.
¡Ha sido una mano!
Se volvió bruscamente y vio a un hombre de mediana edad con cabellos claros y canas incipientes a la altura de las sienes, que lucía un gran bigote tipo Zapata y que le sonreía lujuriosamente. Tenía una tez de un moreno anaranjado y llevaba una camiseta de color tan eléctricamente blanca bajo las luces como sus dientes. Llevaba impresa la palabra TELEPÓR-TAME.
Volviéndose de nuevo, Brian Kibby oyó decir a Ian: «¡Al fin y al cabo no es DeForest Kelley, sino Chuck Fanón, que interpretó a un miembro de la tripulación Klingon en uno de los episodios de Deep Space Nine!»
¡Otra vez!
El roce inicial había dado paso a un magreo descarado. Algo en su fuero interno restalló como una cinta elástica. Tendría que volverse y soltarle un guantazo a aquel tipo o decirle que se fuera a tomar por ahí. Pero Brian Kibby no le pegaba a nadie, y no juraba ni montaba numeritos en lugares concurridos. Por razones desconocidas hasta para él mismo, siempre soportaba los insultos y humillaciones en silencio. En su lugar, chasqueó débil-Í97
mente la lengua y se orientó hacia la salida, tras lo cual se encaminó al hotel. Ian Buchan se dio la vuelta a tiempo para ver cómo Brian Kibby se abría paso entre la multitud, y salía cabizbajo. Estaba a punto de salir tras él cuando vio que a su amigo le seguía aquel tipo sórdido que siempre andaba por las convenciones y que era un notorio pervertido. Vaciló, tratando de descifrar lo que pasaba. Con la cabeza gacha, atravesando un puente en compañía de un grupo de amigos con el cuello de la chaqueta vuelto hacia arriba para protegerse del viento frío y cortante mientras encendía un cigarrillo, Danny Skinner mantuvo la vista al frente, ansioso por ver aparecer los bloques de viviendas protegidas que habrían de protegerle del asalto del vendaval. Las displicentes nubes, que bullían y se arremolinaban en lo alto, se iban aproximando cual pandilla rival resuelta a infligirles serios daños. De pronto, una bolsa de aire levantada por el viento le arrojó arenilla a la cara. «Joder», escupió al chocar con una muchacha que venía en la dirección contraria: era obesa, estaba amargada y chasqueaba la lengua. Ante él bailaba una bolsa de patatas fritas cuyo revoloteante movimiento amanerado y sus colores chillones parecían burlarse de su situación. A medida que lagrimeaba e iba expulsando el polvo, la palabra colocada en lo alto de una valla publicitaria, en austeros caracteres negros sobre fondo blanco, fue haciéndose legible: CONTACTO.
«Me alegraré que te cagas cuando estemos dentro del campo», le dijo gimiendo a McKenzie mientras se aproximaban a los molinetes.
«Ya, y yo», asintió McKenzie, entrechocando las palmas de sus heladas y voluminosas manos.
Skinner dirigió a Gareth una rápida mirada cómplice, que parecía indagar, de forma clandestina, cómo podía esperarse si-198
quiera que un hombre de la envergadura de Rab el Grande atravesase los molinetes. En algún lugar había leído que desde la década de los cincuenta, el molinete británico había aumentado su anchura en una media de unos treinta centímetros. El artículo también decía que seguía siendo insuficiente, pues en la actualidad tenían que entrar más personas no discapacitadas que nunca por las puertas para discapacitados.
Seguía apeteciéndole un pastel.
«Creía que habías dejado el fumeque, Skinny», dijo Gary Traynor indicando el cigarrillo con un gesto de la cabeza.
«No parece que tenga mucho sentido», sonrió Skinner. «Soy de los que opinan que en realidad es bueno para la salud. Para mí que lo que mata de verdad es ser fumador pasivo.»
Desde la destartalada grada este, «la sarnosa» o «el establo», como con mayor pertinencia la denominaban sus ocupantes, la grada sur, la de los visitantes, era un caleidoscopio de rostros apenas visibles. Traynor lamentó no haberse puesto las lentillas. A aquella distancia, divisar las caras de los del Aberdeen era imposible. Como sucedía con frecuencia, destacaba un gordo cabrón zumbando a un tipo calvo y pelirrojo próximo. El obeso casual del Aberdeen saludó el coro de «gordo cabrón, gordo cabrón» con una obsequiosa reverencia, lo que hizo aullar a los simplones, mirar fijamente y con malevolencia premeditada a los psicópatas, y sonreír con silenciosa gratitud a los chicos espabilados. De repente el viento cambió de dirección, arrojando una rociada de lluvia al rostro de la multitud. Un minúsculo riff de politono interpretó el comienzo de «The Boys are Back in Town» mientras McKenzie encendía el móvil. Skinner, pese a aparentar despreocupación, sabía que era el proveedor de coca y se dio a sí mismo el gusto de ese «¡sí!» interno que seguía a una victoria psicológica de medio tiempo de ese calibre. Skinner miró a sus amigos, subsumidos en el interior de una cuadrilla más grande. Aquel día había salido bastante gen-199
te. Se sentía preparado para un poco de movida en serio, más que hacía mucho tiempo. Para después del partido se había organizado un encuentro en East London Street, y se suponía que Is&firms tenían que trasladarse allí en grupos pequeños. Mientras los seguidores de los Hibs comenzaban a marcharse diez minutos antes del pitido final, los muchachos del Aberdeen lanzaron un ataque sorpresa. En lugar de cruzar el puente de Bothwell Street, de algún modo lograron llegar a la parte de atrás de la Grada Sur, donde se enfrentaron a los restantes seguidores de los Hibs. La mayor parte de las brigadas de los Hibs había abandonado «la sarnosa» y se dirigían al punto de encuentro, pero hubo unos cuantos rezagados, entre ellos Skinner, que quedaron sorprendidos de ver a las cuadrillas del Aberdeen embistiendo contra manadas de hinchas aterrorizados mientras se abrían paso en su dirección.
Allá vamos...
Mientras la adrenalina le surcaba el cuerpo, Skinner sintió
cómo se le aceleraba el pulso. La policía estaba pura y simplemente ausente cuando las brigadas del Aberdeen se lanzaron hacia delante. La cosa estaba desatada, pensó Skinner con emoción, y con unas multitudes casi del estilo de los años setenta y ochenta. Por todas partes. Una bulla de las de antes, como mandaban los cánones, de esas para las que habían pasado años preparándose, pero que debido a la ritualización de la violencia producto de la vigilancia policial y de los seguratas, rara vez tenía lugar a escala alguna fuera de las páginas de los periódicos. Skinner no sólo no cedió terreno, sino que se lanzó de cabeza hacia los muchachos del Aberdeen lanzando puñetazos por el camino.
Venga ya, follaovejas de mierda...
Al esquivar de un paso lateral a un fornido muchachote rural que lucía una chaqueta Stone Island de color negro, de repente Skinner se encontró intercambiando golpes veloces y en-200
tusiastas con un tipo dentudo y con el rostro chupado, de mirada dura y ojos de comadreja, el cual llevaba una Paul & Shark roja. Había decidido permanecer atento y en la guardia de combate correcta, pero su adversario fue el primero en golpear, asestándole un potente derechazo en la nariz que le dejó aturdido y le llenó los ojos de lágrimas, de modo que muy pronto Skinner empezó a lanzar golpes sin ton ni son, moviendo los brazos cual aspas de molino, como un aficionado cualquiera.
Hijo de puta...
Encajando una buena galleta en el ojo y otra en el mentón, Skinner reculó un poco a la vez que se tambaleaba, notando fugazmente la lánguida luz de la sosa farola de sodio sobre el tenebroso fondo del cielo crepuscular. Sólo entonces se dio cuenta de que había ido a parar al suelo. Al reparar en que no le sostenían las piernas, se dio cuenta de que era improbable que pudiera levantarse, por lo que se colocó en posición fetal. Aquello no iba a entrañar su defunción, pues sería otro el que se llevase la paliza. Sí, Kibby iba a sufrir, porque ahora él, Danny Skinner, era invencible. ¡Era inconcebible y demencial, pero suyo era el poder!
¡Hala, Aberdeen, venga, hostias!
Después de que le hubieran clavado un par de recias bota un aguafiestas gritó: «¡Ya vale, tío, ya es suficiente!»
Vete a tomar por culo... estúpido capullo...
Al inundarse el aire con el sonido de las sirenas policiales la lluvia de golpes empezó a remitir y después cesó.
Los Kibby le deben una ronda a algún follaovejas decente, o mejor dicho, a la fuerza pública de Lothian. Con todo, ha sido una tunda de lo más completa...
Durante un rato pensó que lo habían apuñalado. Algunos de los golpes parecían demasiado crudos e incisivos como para haber sido ocasionados exclusivamente por puños o botas, pero cuando los enfermeros le levantaron del pavimento no vio ningún rastro de sangre. Antes de que éstos pudiesen subir su atur-201
dido cuerpo a la parte trasera de la ambulancia, dos policías se lo arrancaron de las manos pese a sus protestas, esposándole y arrojándole al furgón, donde le quitaron una de las manillas y la cerraron de nuevo sobre una barra que corría a lo largo del vehículo. La locura del niki Lacoste, pensó, entre el aturdimiento de la doble visión, sentado en silencio dentro de la tocinera, mientras el efecto anestésico de la adrenalina se disipaba y se daba cuenta de que le dolían los costados y que tenía la cabeza a punto de estallar. A su lado estaba su adversario del Aberdeen.
«¿Estás bien?», le preguntó el chico, mirando a un maltrecho Skinner con cara de arrepentimiento y ofreciéndole un cigarrillo. Su oponente, dolorido y mareado, aceptó de buena gana.
«La verdad es que lo habéis hecho muy bien», reconoció éste.
«Tío, vaya paliza te acabas de llevar.»
«Ah, ya se sabe, accidentes laborales, colega. En cualquier caso, en Leith nos crían duros de pelar», dijo, sonriendo a través de su terrible y a la vez dulce dolor. Espero, por el bien de uno que yo me sé, que hagan lo mismo en Featherhall.
Fijándose en la chaqueta del muchacho, Skinner comentó:
«Bonitos trapos. ¿Una nueva gama de Paul & Shark?», preguntó, señalándole el pecho.
«Sí, me la pillé en Londres, ¿sabes?», le dijo el nativo de Aberdeen con una sonrisa de oreja a oreja. Skinner trató de sonreír a su vez, pero la cara le dolía demasiado. Sin embargo, el dolor no duraría demasiado, pensó con buen humor. Vaya, en todo caso no a mí.
Ian Buchan se preocupó al ver que Brian Kibby regresaba temprano al hotel. Reflexionó acerca de por qué Brian se había marchado; quizá tendría que haberse ido con él. Pero ¿a qué venía eso de marcharse con aquel tipo tan extraño? ¿Podría ser... que Brian fuera gay? Seguro que no, siempre había mostrado in-202
teres por las chicas, como Lucy por ejemplo, y la chica esa de su trabajo de la que siempre hablaba. Pero quizá... se trataba de un caso de «dime de lo que presumes...».
Al llegar al hotel, Ian no quiso subir a la habitación. Brian era un adulto, lo que hiciera o dejara de hacer era cosa suya. Se detuvo en el malecón de la ribera, se fijó en el refulgir de la luz de luna sobre el Tyne, y en el nuevo bar temático a orillas del río asomando bajo el vidrio y el cromado.
¡Quizá Brian está en la habitación con aquel tío!
Se quedó levantado en el bar hasta altas horas con algunos Trekkies más, hablando de convenciones anteriores. La fiesta prosiguió en una de las habitaciones de hotel, donde Ian se despertó, completamente vestido, junto a un Trekkie al que apenas conocía de nada.
En una habitación del piso situado directamente encima de él se filtraba una luz tibia a través de las cortinas; estaba amaneciendo. Brian Kibby trató de levantar su dolorida cabeza de la almohada pero su cuerpo gruñía de forma amenazadora ante tal idea. Recordó, aterrorizado, los acontecimientos del día anterior. El tipo raro que le había metido mano. Se había sentido fatal por el acoso y la humillación, y había regresado al hotel sin decirle a Ian una palabra. Y ahora la cama de éste estaba vacía; no había venido a dormir.
¡El tío asqueroso aquel incluso le había seguido, diciéndole cosas repugnantes acerca de mantener relaciones sexuales ellos dos! Se estremeció al recordar las palabras de aquel pervertido:
«Quiero petarte el culo. Quiero oírte chillar.»
«¡DÉJAME EN PAZ!», le aulló a la cara Brian Kibby, quien rompió a llorar y echó a correr mientras todo aquel que entraba y salía del salón se volvía y miraba, para horror y vergüenza de Brian, al pervertido del mostacho.
Después, Kibby volvió al hotel con los nervios crispados, preguntándose qué le estaba sucediendo. Se hizo un ovillo bajo la manta. En lugar de conciliar un sueño reparador, se quedó
ahí, aletargado; se sentía como si hubiera sufrido un accidente de automóvil. Tenía la boca y la garganta completamente secas, como si hubiese tragado tórrida arena candente. Trató de generar algo de saliva pero sólo logró soldarse la lengua al paladar. Ahora se atragantaba con aquel calor áspero y seco, que parecía habérsele incrustado en la garganta y el pecho... Extendió la mano para coger el vaso de agua que había junto a la cama, pero había olvidado llenarlo. Exhausto y dolorido, no era propenso a dejarse acosar de esa forma tan flagrante por sus necesidades, pero una tos convulsiva se apoderó de él, empezaron a llorarle los ojos y se vio forzado a levantarse y acudir tambaleándose hasta el minibar en busca de un poco de agua mineral, mientras experimentaba un insoportable y ardiente dolor en las piernas, la espalda y la cabeza.
Tenía los labios extrañamente entumecidos e hinchados: al sorber el agua, ésta se le escurrió sobre el pecho y el pijama. Las primeras horas de la madrugada fueron transcurriendo lentamente, al igual que lo había hecho la noche, entre agónicos desvelos. A Kibby le dolían y le picaban los ojos, que tenía hinchados y llenos de légañas fantasmas del insomnio. Se retorció
en la cama como una marsopa varada, empapado en sudor. Al oír que llamaban a la puerta, se levantó dificultosamente, sintiendo como si un desfile de tamborileros tocase una retreta sobre sus piernas, espalda, cabeza y brazos. Al abrir tímidamente la puerta, vio cómo Ian contraía el rostro, horrorizado. Lejos de que formulasen cargos contra él por sus actividades durante la pelea que tuvo lugar tras el partido con el Aber-deen, Danny Skinner se llevó tal paliza que el sargento de guardia le envió directamente a urgencias, reprendiendo a los agentes que lo habían arrebatado de manos de los enfermeros. Allí decidieron mantenerle en observación durante una noche. En el pabellón habló con un reportero del Evening News que trataba de sonsacar información a los heridos. Era un tipo joven,
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con una calvicie incipiente y una piel terriblemente picada de viruelas. Viendo sus ademanes serios pero nerviosos, Skinner sintió lástima por él. El reportero colocó una grabadora delante de él y le preguntó «¿Te importa?» con el mismo tono con que podría haber preguntado si le importaba que encendiera un pitillo. La postura adoptada por Skinner fue decir que mientras abandonaba el campo unos matones del Aberdeen se le habían echado encima. La suerte le había sonreído, pues en el único trozo de metraje de televisión por circuito cerrado concluyeme en lo que se refería a su participación en el conflicto, aparecía postrado en el suelo mientras varios individuos le pateaban. Habló largo y tendido mientras el reportero escuchaba, con expresión preocupada pero imparcial. Aquella misma noche le administraron unos analgésicos que no hicieron absolutamente ningún efecto sobre los terribles dolores que estaba padeciendo. En cierto momento sintió la necesidad de ir al baño, pero se encontraba demasiado dolorido como para moverse. Permaneció quieto hasta sumirse finalmente en un sueño regular. Al despertar por la mañana temprano, saltó de la cama y vació la vejiga, mirándose acto seguido en el espejo.
¡No tengo ni un rasguño!
Disgustado por su pobre rendimiento durante la pelea, adoptó una guardia y practicó boxeo de sombra durante un rato. Luego se vistió y abandonó el pabellón, dándose de alta, avergonzado por la ausencia en su rostro de la más mínima marca. «Antes de que se marche tendrá que verle el médico», le dijo una sorprendida enfermera, mirando las notas y tratando de reconciliar al Skinner que tenía delante con el que habían admitido sus compañeros el día anterior. Fue a buscar al médico de guardia, pero cuando regresó
Skinner había desaparecido.
Al llegar a casa aquel domingo por la mañana, Skinner oyó
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sonar el teléfono tres veces antes de que saltara el contestador. Llamó al 1471, deseando que fuera Kay preocupada por sus lesiones, pero el número que apareció era el de su madre. Debía de haber leído algo sobre él en el Mail. Pensó en llamarla, pero su orgullo se lo impidió, diciéndose que si tanto le importaba, ya volvería a llamar.
«Venga, tortuguita», le dijo Ken Radden a un maltrecho y magullado Brian Kibby, que iba jadeando y resollando a unos pasos de distancia del resto del pelotón por la ruta de West Highland. «Como no lleguemos a ese refugio antes de que anochezca...», le espetó en un tono que no auguraba nada bueno, agregando a continuación: «Tú deberías saberlo mejor que muchos.»
Ken jamás le había dicho eso antes. Aquélla era su frasecita privada de chantaje emocional, utilizada habitualmente para descalificar discretamente a otros que, en opinión de ellos, hacían quedar mal al conjunto del grupo. Peor aún, le había llamado «tortuguita», aquel insulto genérico y condescendiente de los Hyp Hykers para alguien que en realidad no daba la talla. Ahora Brian Kibby se arrepentía de los hastiados bufidos de exasperación que profería cuando Gerald -siempre Gerald el Gordo— les hacía ir con retraso. Había que ver el interés que ponía en prodigarle en tono superficialmente amigable voces de ánimo entreveradas de censura a Gerald cuando Lucy estaba lo suficientemente cerca como para oírle: «¡Venga, Ged! Tú puedes, colega. ¡Ya queda menos!»
Y Lucy. Lo único que hicieron fue intercambiar chocolati-nas. Esta vez la suya había sido una Yorkie y la de ella una Bournville Dark. La veía ahora, a poca distancia, tratando de aguardarle, pero incapaz de remediarlo a medida que él se iba rezagando más. Se quedó mirando su mochila naranja, cada vez más fuera de su alcance. Un joven Hyp Hyker de tez morena llamado Angus Heatherhill, con quien Kibby no había hablado
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nunca, se colocó a su altura. Heatherhill tenía una mata rebelde de cabellos negros, bajo la cual a veces se divisaban un par de ojos oscuros de mirada acerada.
Kibby se sintió apesadumbrado, lo que engrosó su carga física; su corazón, plúmbeo, pareció hundirse unos centímetros dentro de la cavidad torácica. Las cosas estaban yendo tan terriblemente mal... No podía comprenderlo. Todas las mañanas se despertaba sintiéndose fatal. Y había que ver el estado en que se encontraba ahora...
Y encima Ian no había llamado. Se había comportado de una forma muy extraña durante el viaje de regreso en tren, cuando Kibby se despertó, magullado de mala manera, tras sufrir lo que desde entonces había postulado con trepidación como cualquier cosa, desde una reacción alérgica grave a la estrambótica improbabilidad de que se hubiese caído por unas escaleras en estado de sonambulismo. Su madre, al igual que Ian, no podía creerlo; pensaba que le habían pegado una paliza. ¡Ni siquiera iba a dejarle ir a las excursiones de los Hyp Hykers!
A medida que veía la espalda, cada vez más lejana, de Lucy, y los brazos de Heatherhill gesticulando a su lado como las aspas de un molino, Kibby pensó en sus rasgos delicados y frágiles, tan acentuados por aquella fina montura dorada que en ocasiones llevaba en lugar de las lentillas. A menudo fantaseaba con ser el novio de Lucy. En aquellas ensoñaciones, unas prosaicas escenas domésticas le producían casi tanta satisfacción y menos remordimientos que las imágenes masturbatorias prefabricadas. En una de sus favoritas, Lucy iba sentada a su lado, viajando en el coche, el viejo Capri de su padre, con Joyce y Caroline montadas detrás.
A mamá le encantaría Lucy, y Caroline y ella se harían gran- des amigas, como hermanas, pero por las noches estaríamos Lucy y yo solos en nuestro piso y nos daríamos besos y... ¡pero basta ya!
Espabilado por aquella fantasía semiadolescente, Kibby elevó la vista hacia el cielo, cada vez más oscuro. 207
Señor, siento mucho lo de todos esos tocamientos porque sé que está mal. Si me consiguieras una novia la trataría bien y no tendría necesidad alguna de...
A Kibby se le cortó de nuevo la respiración al mirar adelante y ver cómo las espaldas del grupo iban perdiéndose cada vez más en el horizonte. Pero alguien se había detenido. Caminó
tambaleándose sobre sus doloridas piernas. ¡Era Lucy! Su rostro casi translúcido pareció abrirse mientras él avanzaba de modo vacilante. Un molde de inquietud -¿o sería lástima otra vez?-pareció cincelar su quebradiza sonrisa mientras Kibby sentía que le fallaban las piernas. A cada paso parecían hacerse más cortas o que se estuviera hundiendo en una ciénaga. Pero la tierra empapada subía con rapidez para encontrarse con él y lo último que vio antes del topetazo fue la boca de Lucy formando una O perfecta.
Estaba en la parada del autobús, esperando que uno de los vehículos granates de la región de Lothian le llevara al otro extremo de Leith Walk, y rebosaba de energía, entreteniendo a los demás parroquianos de la cola con su palique. La prensa dominical había hecho mención de los disturbios en Easter Road, y los periódicos del lunes no hablaban de otra cosa. Ya había salido en el Daily Record, donde le describieron como Daniel Skin-ner, empleado del gobierno local e inocente víctima de la violencia del sábado.
Apareció un 16 y vio bajar del mismo a Mandy, la aprendi-za de peluquera de su madre, que le contempló con gesto sorprendido: «¡Danny! ¿Te encuentras bien? Es que... ¡en el periódico decían que habías sufrido heridas graves en la cabeza!»
«Siempre he estado mal de la cabeza», se rió él antes de agregar: «No, en serio, menos mal que sólo fue en la cabeza.» Se golpeó el cráneo con los nudillos con bastante contundencia, preguntándose si Kibby lo notaría. «La prensa siempre exagera, no dicen más que chorradas.»
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Ya en el despacho, Skinner hizo méritos presentándose con un estado de ánimo rebosante de aplomo, sin quejarse de sus lesiones una sola vez y, curiosamente, sin una marca en la cara. Sí
que cojeaba ostensiblemente, pero fue Dougie Winchester quien reparó en que, tras unas cuantas pintas a la hora de comer, pareció haberse curado de forma milagrosa. Brian Kibby, en cambio, no se había presentado, tras telefonear para solicitar la baja por enfermedad, algo extremadamente insólito en él. Los dedos de Beverly Skinner extendían el suavizante por la cabellera gris y estropajosa de Jessie Thomson. La información de la etiqueta decía algo acerca de «aceites de frutas» y los describía como «nutrientes» y, cosa extraña, parecía que, en efecto, al masajear el cuero cabelludo de la anciana, produjera cierto efecto rejuvenecedor. Los ojos y la boca de Jessie se iban animando por momentos. «Por supuesto, Geraldine siempre ha sido propensa a los quistes ováricos. Su hermana también los sufría. Martina, ¿te acuerdas? La del chico que murió en aquel accidente de moto, ¿te acuerdas? Qué peligrosas son. Qué pena, y un chaval tan majo además. ¿Cómo se supera algo así? A ver, que mis dos hijos no son unos angelitos precisamente, pero si les pasara algo...»
La dienta iba a la caza de algo, tratando de sonsacar a Beverly sobre el mal trago que acababa de pasar Danny. Debería ir a visitarle. La agresión futbolística llevaba preocupándola todo el fin de semana.
Llevo años cantándole las cuarenta a ese estúpido cabroncete por lo de esas tonterías del fútbol...
Es todo lo que tengo. Mi chiquitín. No era mal chico. Era... Mandy Stevenson entró como Pedro por su casa, con el pelo pegado al cuero cabelludo y a un lado de la cara, y las hombreras de su abrigo beige oscurecidas por un súbito chaparrón. 209
«Siento llegar un poco tarde, Bev. He visto a Danny al pie de Leith Walk.»
«¿Qué?... Ah, ¿cómo estaba?»
«Justo en ese momento subía al autobús para ir al trabajo», dijo Mandy con una sonrisa. «Tenía muy buen aspecto. Ya conoces a Danny, siempre de broma.»
«Vaya que si lo conozco», caviló Beverly. [Cabroncete egoís- ta. Joder, mira que preocuparnos por nada,] pensó, haciendo penetrar más suavizante en los agradecidos rizos de Jessie. «Ya verás como esto te sienta de maravilla, cariño», amenazó, mientras Jessie Thomson se sumía en un abrupto silencio puntuado por una mirada tensa.
Brian Kibby era propenso a la hipocondría desde hacía mucho tiempo. De colegial rara vez andaba lejos de la consulta del médico: un certificado de baja procurado para poder gozar de cierta tregua ante el acoso era un bien preciado. Pero desde entonces, se había vuelto remiso a visitar a su médico y jamás faltaba al trabajo. Cualquier supuesta enfermedad era ahora, por lo general, poco más que un hábito de autocompasión, y acostumbraba a hacer uso de su frase rutinaria «Creo que he debido de coger algo», para recabar algún tipo de atención femenina. Ahora que tenía una dolencia auténtica y sin diagnosticar, le preocupaba la posibilidad de estar perdiendo el juicio. Sin embargo, aquel lunes por la mañana, las insinuaciones de Joyce, sus magulladuras y terribles dolores, por no hablar de su embarazoso colapso durante la caminata, le obligaron finalmente a realizar una visita al doctor Phillip Craigmyre, el médico de cabecera, en su consulta de Corstorphine. «Escucha, hijo...», empezó su madre con cierto desasosiego, «no te olvides de mudarte de calzoncillos..., acuérdate de que vas a ir al médico.»
«¿Qué...?» Kibby se puso rojo como un tomate. «Por supuesto que llevo calzoncillos limpios..., yo siempre...»
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«Es que cuando fui a echar tus calzoncillos a la lavadora me encontré... unas manchas de "eso"...», dijo Joyce con nerviosismo, «ya sabes, de esas que a veces puede dejar un chico...»
A Kibby se le encendieron las mejillas y bajó la cabeza de vergüenza. Su madre le había mencionado aquello en otra ocasión, pero había sido hacía muchísimo tiempo, cuando era adolescente.
«Sé que puede resultar difícil, Brian, pero es pecado y puede ser muy debilitador, no digo más. Recuerda», dijo ella mientras levantaba la vista hacia el cielo, «El lo ve todo.»
Kibby estaba a punto de decir algo pero lo pensó mejor. Se sintió más mortificado aún cuando ella insistió en acompañarle, e incluso tuvo que convencerla para que aguardase fuera mientras el médico le sometía a un examen físico a fondo. La confianza que tenía con éste permitió a Kibby reunir el coraje suficiente para plantearle tímidamente la pregunta.
«Doctor, ¿podría esto deberse a que, eh, porque, eh, a veces me... toco?»
Craigmyre, hombre de aspecto rapaz, de cabellos cortos y plateados y aire de gran energía, miró a Kibby con una expresión inequívoca.
«¿Te refieres a la masturbación?»
«Sí..., es que mamá dice que es muy debilitadora y yo...»
Sacudiendo la cabeza, Craigmyre dijo en tono tajante:
«Creo que aquí están pasando cosas mucho más relevantes que una vulgar masturbación», antes de tomarle muestras de sangre, orina y heces. Fue tal el disgusto de Kibby que a su cuerpo le costó un rato deshacerse de sus excrementos.
Cuando hubo acabado, el doctor Craigmyre invitó a la preocupada madre de Brian a pasar al interior de la consulta. Describió los síntomas de modo diligente, y a continuación sostuvo sin alterarse: «Desde luego, está claro que aquí ha habido alguna clase de exceso», expuso.
«¿Qué quiere decir?», preguntó Joyce.
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«Fíjese en su hijo, señora Kibby, está lleno de contusiones.»
«Pero no se ha peleado..., no es de los que se meten en líos», alegó ella.
«Es verdad..., no lo hago», insistió Kibby, rompiendo a llorar. Craigmyre se mantuvo impasible, quitándose el estetoscopio y depositándolo sobre la mesa. «A decir verdad, todo lo que aquí vemos concuerda con las secuelas que dejaría un fin de semana de libertinaje alcohólico.» Sacudió la cabeza. «Estas contusiones son del mismo género que las que se ven cada fin de semana en la unidad de urgencias como resultado de reyertas callejeras en estado de embriaguez», sostuvo mientras Brian Kibby y su madre eran incapaces de creer lo que estaban oyendo. «Y esta marca en la mejilla parece una quemadura de cigarrillo, de la clase que podría infligirse alguien a sí mismo en un momento de depresión alcohólica. Me decías antes que hace poco perdiste a tu padre...»
«Sí, pero no bebo...», protestó Kibby.
«A pesar de todo, su hijo dice que no bebe y que no ha consumido alcohol durante el fin de semana», expuso Craigmyre casi con sorna, mientras Joyce se quedaba convulsionada. «He de decirle que en caso de que Brian tenga un problema con el alcohol se trata de un asunto muy serio y que ni él ni nadie facilita las cosas ocultándolo.»
¡Ahora el muchacho estaba siendo estigmatizado como un alcohólico que se negaba a reconocerlo pese a sus lágrimas insistiendo en que no bebía! ¿Qué clase de médico era aquél?, se preguntó Joyce, hirviendo de indignación. «¡Pero si ni siquiera bebe! ¡Este fin de semana asistió a una convención de Star Trek, doctor!», imploró ella, antes de mirar fijamente a su hijo en busca de signos de duplicidad. «¿No es así?»
«¡Sí! ¡Sí! ¡Estuve con Ian! ¡Estuvimos juntos todo el tiempo! ¡Él te dirá que en ningún momento bebí!», chilló Kibby ante tamaña injusticia, mientras se le enrojecía la cara y comenzaba a sudar. «Regresé al hotel yo solo cuando empecé
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a encontrarme un poco mal..., ¡pero no bebí en ningún momento!»
«A mí me gustaría tener alguna prueba de ello», dijo Craigmyre. Había visto a montones de alcohólicos con anterioridad, algunos de los cuales llegaban a extremos muy enrevesados con tal de minimizar su problema con la bebida.
«Yo se las conseguiré», saltó Joyce. «Gracias», dijo con aire despreciativo mientras se dirigía hacia la puerta. «Vamos, Brian», y Kibby salió lastimeramente tras su madre, resoplando y transpirando por el camino.
Le llevó hasta el final de la semana encontrarse lo bastante bien como para regresar al trabajo, y los moratones y la hinchazón seguían siendo prominentes. Pero cuanto más hablaba de su desconcertante enfermedad, más parecía sumirse en la auto-compasión. Al menos se libró de los improperios de Skinner, pues su rival se había tomado dos días de fiesta para preparar la entrevista de la semana entrante.
Kibby se quedó en casa durante la mayor parte del fin de semana, preparando su propia entrevista. Aparte de eso, tenía justo la energía suficiente para subir las escaleras metálicas hasta su bienamado ferrocarril en miniatura, y pasó algún tiempo viendo al City of Nottingham recorrer el circuito, imaginando a los pasajeros en el interior del vagón. En su imaginación, se veía a sí mismo y a Lucy viajando en el interior de un lujoso compartimiento. Lucy iba vestida al estilo vic-toriano, con un ceñido corsé realzándole el escote. En la vida real había determinado de forma subrepticia que sus pechos tiraban más bien a pequeños, pero a efectos de su fantasía Kibby los había dilatado generosamente. Ahora, mientras el tren se dirigía hacia West Highland —no atravesaba Europa, al estilo del Orient Express-, Kibby bajaba la cortina y jugueteaba con los encajes del vestido para liberar aquel par de domingas.
Craigmyre parecía pensar que era inofensiva...
«Para, Brian..., no debemos...», jadeó Lucy, tiernamente excitada pese a su temor.
«Ahora ya no puedo parar, nena, y tampoco creo que tú
quieras que lo haga...»
Pero está mal..., esto está mal..., tengo que parar... Era demasiado tarde. Kibby resollaba sonoramente mientras bombeaba su lefa en el pañuelo y se quedaba tendido sobre el suelo de contrachapado, más consumido aún por sus esfuerzos. 214
17. ENTREVISTA
Sentado en el sillón de cuero de su despacho del entresuelo, Bob Foy se levantó y fue a echar un vistazo al cronograma Sas-co que colgaba de la pared. Se ocupaba de su mantenimiento de forma maniática: se adhería resueltamente a su sistema de claves a base de símbolos de colores, lo que indicaba un cuerpo de inspectores organizado y ordenado. No obstante, como la mayor parte de artefactos del mismo género, tendía más a la representación de deseos piadosos que a la realidad. El semblante de Foy adquirió un cariz lúgubre. Las cosas estaban en el aire, y eso no le gustaba. La entrevista para la plaza vacante del nuevo puesto de jefe de sección no sólo correría a cargo de él y de Cooper, sino también de los miembros electos del Comité de Sanidad y Medio Ambiente, pese a que personalmente Foy fuera de la opinión de que ninguno de los candidatos estaba a la altura.
Y sin embargo...
Danny Skinner se había comportado de un modo muy distinto en los días transcurridos desde el extraordinario percance de Brian Kibby. Se había espabilado, presentándose por las mañanas a primera hora en un estado de excepcional dinamismo. Kibby, por el contrario, su candidato preferido en un principio, se había echado a perder. Con la jubilación de Aitken y el ansiado traslado de McGhee a Glasgow, la cosa quedaba entre 215
Skinner, Kibby y «la chávala», como acostumbraba Foy a referirse a Shannon McDowall. Shannon fue la primera en ser entrevistada. Proyectaba una imagen culta y erudita. No era consciente, sin embargo, de que Foy y Cooper habían dedicado tiempo a amañar el perfil requerido para desempeñar el puesto para asegurarse de que sus aptitudes no fueran consideradas esenciales y que habían compilado por adelantado una lista de argumentos acerca de los motivos por los que ella no era la persona idónea para el puesto. Danny Skinner impresionó al comité. Se presentó bien arreglado, y se mostró muy espabilado y vivaz, pero sobre todo deferente, poniendo buen cuidado en no dárselas de sabelotodo. Ante todo, proyectó una imagen diligente, vendiéndose con éxito como prototipo de funcionario veterano de la autoridad local. Mucho menos impresionante resultó Brian Kibby, cuya entrevista fue una auténtica pesadilla. El jurado inhaló bruscamente, de forma colectiva y sincronizada, cuando vio comparecer aquel rostro maltrecho y magullado. Sudaba y estaba muy alterado; su voz, cuando resultaba audible, era un siseo moribundo. Kibby parecía menos un cero a la izquierda que una sórdida y desesperada ruina humana en plena crisis personal. Mientras su compañero se sometía a la tortura del interrogatorio, Skinner y Shannon tomaban un café en el despacho.
«Por supuesto que aspiro al puesto, pero si no me lo dan a mí, ojalá te lo den a ti», le decía Skinner. Y era sincero.
«Gracias, Danny; igualmente», le correspondió ella, aunque de forma menos sincera. Ambos sabían que en realidad quien lo merecía era ella.
Tiene más experiencia que todos nosotros juntos. Es competente y cae bien.
Pero cuando poco después de que un destrozado Kibby apareciese y se desplomase en su silla vio a Foy y Cooper entrar en el despacho, pensó, casi con tristeza, qué lástima que sea mujer. 216
Pasaron unos días antes de que se anunciase la decisión acerca del ascenso. Foy consideró que Le Petit Jardin era el lugar idóneo para la comida de celebración. «Yo no soy sexista, pero sé que algunos de los varones de la sección sí lo son», le dijo a Danny Skinner, «así que estaba protegiendo a Shannon de sus actitudes. Algunos de ellos jamás serían capaces de trabajar a las órdenes de una jefa. No sería justo ponerla a ella en esa tesitura y no estoy dispuesto a sembrar la discordia en la sección. Y en lo que respecta al sector hostelero..., ¿crees que alguien como nuestro amigo el señor De Fretais se tomaría en serio a una mujer?» Bajó la voz y agregó: «Le metería mano bajo la falda y le sacaría las bragas antes de que ella pudiera decir "Ayuntamiento de Edimburgo, Inspección de Sanidad".»
«Umm», dijo Skinner, asintiendo sin comprometerse. Aunque el éxito personal le complacía, resultaba un tanto doloroso por su relación con Shannon. Sus encuentros sexuales se habían vuelto más regulares, siendo ambos conscientes con frecuencia de que era un error. Skinner era el que más había insistido de los dos, sencillamente se sentía tan vigorizado, tan salido a todas horas. Al menos hasta ese momento.
A ella le conmocionó tremendamente que le dieran el puesto a él, pero logró felicitarle con elegancia, lo cual, combinado con su propia sensación de la injusticia cometida, hizo que Skinner se sintiera más bien mezquino.
Foy se arrimó, de lo que Skinner pudo deducir hasta qué
punto la esencia de algunos hombres venía definida por su loción para después del afeitado. «Y las chicas, ya sabes, desde luego no son inspectoras por naturaleza. Reaccionan ante cosas diferentes. "¡Uy, qué mantel más bonito tienes ahí!", o "¡Qué
cortinas tan monas!" y todas esas chorradas. ¡Qué más da el estado en que se encuentre la puta cocina!»
Skinner sintió que la sangre se le helaba en las venas cuando de pronto se abrieron las puertas de la cocina y la voluminosa figura de Alan De Fretais —tocado con el delantal de rigor—
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entró majestuosamente en el comedor y se aproximó a ellos. Despavorido, Skinner se levantó con rapidez y fue derechito hacia los servicios. «El deber me llama», le dijo con una sonrisa a Foy mientras partía apresuradamente.
Mientras se iba, se volvió para echar un rápido vistazo al maestro cocinero departiendo con el funcionario municipal. En el retrete, Skinner echó una larga meada, mientras pensaba que era una temeridad mantener relaciones con gente de la oficina. Te la follas y encima le robas su futuro profesional, se lamentó, mirándose en el espejo. Después pensó en Kibby, y se preguntó
en voz alta: «¿Y a él qué cojones le estoy robando?»
¿Qué siento en realidad? ¿Quién cono soy? ¿Y qué pensaría mi viejo de mi conducta? ¿La censuraría o la alabaría?
De Freíais. El me daría su aprobación, estoy seguro.
¡Qué espanto!
El viejo Sandy fue su padrino. ¡No es de extrañar que el pobre vejestorio beba como una esponja! El ya está totalmente descartado, pero De Freíais es un follador, eso es de dominio público. Puede que no sea el viejo esbelto, cachas y moreno que yo me imaginaba, pero es bebedor y ha triunfado.
Al regresar al comedor y tomar asiento, sintió un gran alivio al ver que De Fretais se había marchado, y que lo había sustituido una botella de Cuvée Brut. «Ah, esto es un obsequio que nos ha dejado nuestro buen amigo para que lo disfrutemos», dijo Foy, enarcando una ceja apreciativa.
Skinner no tuvo reparo alguno en paladear aquel elixir mientras recordaba cierto pasaje de Secretos de alcoba de los gran- des chejs:
Esto desencadenó una vía de reflexión que me sentí
movido a explorar en el transcurso de una comida con mi editor. Estábamos remojando con varias botellas de champán Krug 2000 la noticia de que mi libro Tras la pista del arte culinario: viaje por la mente de un chef había superado 218
la cifra de los doscientos mil ejemplares vendidos en el Reino Unido. Mi hipótesis, inducida por el alcohol, era que el sensualista, tanto por predisposición como por deformación profesional, posee ciertos conocimientos y cierto nivel de destreza que transmitir a otros en la materia. La mayoría de los chefs (o maestros de cocina, como yo prefiero denominar a mis pares) son sensualistas por naturaleza. Si nos interesan el amor, el sexo y las relaciones humanas (¿acaso alguno de nosotros puede decir honradamente que no le interesan?), entonces parecía de cajón acudir a mis colegas como fuente privilegida en este recorrido en pos de la iluminación erótica. Cuando regresó, el cocinero traía consigo una botella de excelente borgoña. Esto y el efecto del champán mitigaron la repulsión de Skinner. «Bien hecho, señor Skinner», dijo De Fre-tais en un tono ceremonioso, con una sonrisa forzada y calculadora en los labios.
Skinner se le quedó mirando durante unos segundos. Al sostenerse mutuamente la mirada, se sumergió en un extraño lodazal de emociones, pues la proximidad de aquel corpulento ser le atraía y le horrorizaba al mismo tiempo.
¿Este gordo cabrón, mi padre? ¡No me jodas! ¡Ni de coña!
«Muchas gracias», dijo Skinner, «muy agradecido.»
«No hay de qué», repuso De Fretais con altivez. «Bien, señores, he de dejarles. Me marcho a la soleada España.»
«¿De vacaciones?», preguntó Foy.
«Lamentablemente, no. A rodar otra serie televisiva. Pero volveré para el día 28, pues voy a celebrar una pequeña fiesta de cumpleaños. ¿Les gustaría asistir?»
Tanto Foy como Skinner asintieron con la cabeza mientras el maestro cocinero se marchaba.
¿Sería De Fretais como yo cuando era más joven, un palillo que se infló de repente al llegar a la madurez? ¡No puedo creerlo!
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Quería hacerle preguntas a De Fretais sobre el Archangel, sobre Sandy Cunningham-Blyth, sobre el cocinero americano
—Tomlin se llamaba— con el que se había formado, pero sobre todo sobre Beverly. Pero ahora la bebida comenzaba a hacer efecto y, por encima de cualquier otra cosa, quería pasárselo bien. ¿Y
por qué no? ¡Estaba en su derecho y el precio lo iba a pagar Kibby!
Esta situación demencial no puede durar eternamente; pronto el orden normal se verá restablecido. Más vale que lo disfrute mien- tras pueda. ¡Que pague esa ratita viscosa!
Foy se volvió hacia Skinner y, sosteniendo la botella con gesto solemne, comentó con una risita burlona: «Claro, casi no me acordaba. A ti no te gusta el tinto, ¿verdad, Danny?»
Skinner deslizó su copa sobre el blanco mantel de lino.
«Quizá haya llegado el momento de ser un poco menos conservador», dijo con una sonrisa de oreja a oreja. El siguiente sábado por la mañana, Ken Radden llamó a la puerta de la casa de los Kibby. Acudió a abrir Joyce, sobresaltada y nerviosa cuando miró más allá y vio a un grupo de rostros que la miraban desde un minibús aparcado frente a su hogar.
«Señor Radden..., eh..., Brian acaba de...»
Brian Kibby estaba ahora a su lado. Aún seguía con el rostro hinchado y los ojos inyectados en sangre.
«¿Lo pasaste bien anoche?», preguntó Radden, arrugando la nariz ante el olor de los aromas de comida casera y productos de limpieza que llegaban a la puerta.
«No..., no..., estuve en casa..., me quedé aquí...», protestó
Kibby, mientras se le hundía el alma viendo el minibús. «Es una especie de virus, he ido a ver al médico...»
Por supuesto..., la excursión a Glenshee..., ¿cómo se me ha po- dido olvidar?
«Es cierto, es cierto», dijo Joyce con demasiada premura e insistencia.
«Es una especie de gripe», alegó Kibby en tono suplicante. 220
«Hoy no puedo ir», dijo, fijándose, con una terrible sensación de desaliento, en que el prepotente Angus Heatherhill estaba sentado junto a Lucy.
«Muy bien», comentó secamente Radden, «ya te veremos cuando te encuentres mejor.»
Pero en esos momentos parecía que faltaba mucho para que llegara ese «mejor.» A lo largo de las siguientes semanas, Brian Kibby soportó pacientemente un montón de visitas a distintos especialistas médicos, e interminables baterías de pruebas. Éstas dieron lugar a toda clase de diagnósticos especulativos, en los que se sugirió con una desesperación cada vez mayor que Kibby padecía presuntos virus, la enfermedad de Crohn, cánceres desconocidos, trastornos metabólicos y víricos aún más sombríos, esquizofrenia, prácticamente cualquier cosa. Lo cierto era que el estamento médico no sabía qué pensar.
Pese a que la salud de Kibby seguía deteriorándose, éste se negó a doblegarse ante aquella misteriosa enfermedad. Se hallaba completamente agotado, pero acudía con regularidad al gimnasio local y trabajaba duro en un intento de adquirir algo de fuerza y resistencia. Y su cuerpo empezó a cambiar; a medida que hacía pesas, la gente notó que su esquelético cuerpo iba ganando peso. En un hombre tan delgado, en un principio pareció motivo de celebración, pero pronto quedó claro que no se trataba de músculo, sino que estaba echando barriga e hinchándose. Consultó los cuadernos de su padre de forma tan compulsiva como su madre, aunque siempre de un modo muy discreto, advirtiendo en ocasiones a Joyce de que no los dejase a la vista, donde Caroline pudiera verlos. Su hermana había empezado a beber, mostrándose tan taciturna al respecto como él, pese a no probar ni gota. Concluyó que su dolencia le había vuelto egoísta. Comprendía lo que le pasaba a Caroline.
Oyó que la puerta principal hacía ruido; avanzó pesadamente hacia ella para abrir, sólo para ver a dos chiquillos riéndose de él y salir corriendo. 221
Pequeños ca...
Brian Kibby regresó al goce furtivo de los estimulantes diarios de su padre. Aunque confirmaban el amor que Keith Kibby sentía por su familia, también estaban llenos de apuntes acerca de diversas novelas que había leído, lo que le reveló a Brian una faceta de su padre de la que hasta entonces no había sido consciente. Al parecer, a Keith le habían conmovido de forma especial libros como El retrato de Dorian Gray, de Osear Wilde, y El extraño caso del Dr. Jeckylly Mr. Hyde, de Robert Louis Steven-son. Y, sin embargo, Brian, que nunca había sido un gran lector de narrativa, era incapaz de recordar que en casa su padre hubiese leído otra cosa que el periódico. Por algún motivo, la literatura era una pasión que se había esforzado por ocultar.
Brian Kibby intentó buscar solaz en las novelas, pero tenía la cabeza a punto de reventar y no lograba concentrarse. A él se le antojaban áridas y monótonas, y acabó por regresar a los juegos de ordenador. Dejó de ir al gimnasio, pues suponía demasiado desgaste. Una noche, estaba sentado respirando entrecortadamente en el sillón, viendo Coronation Street con su madre. Cada inspiración ruidosa por su parte ponía a prueba los nervios de ésta. Joyce miró a su hijo con una expresión de fatiga y comprensión.
«Si estuvieras bebiendo me lo dirías, ¿verdad, Brian?»
«Ya te lo he dicho», gimió éste exasperado, «¡yo no bebo!
¡¿Cuándo iba a hacerlo?! Estoy todo el día en el trabajo, estuve en el Royal Hospital para que me hicieran las pruebas..., ¡de dónde voy a sacar tiempo para beber!»
«Perdona, hijo», dijo Joyce, preocupada, pues últimamente había visto a su hija en claro estado de embriaguez en alguna que otra ocasión, «sólo quiero que sepas que puedes confiar en mí...»
«Lo sé, mamá», dijo Kibby agradecido, antes de añadir pensativamente: «¿Sabes los americanos esos que vienen por aquí?
¿Los misioneros?»
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«El hermano Clinton y el hermano Alien, de la Nueva Iglesia de los Apóstoles de Cristo, en Texas...», dijo Joyce con una sonrisa. «Les he dicho que jamás me convertirán, pero son un par de muchachos encantadores.»
«A ellos no les está permitido beber ni..., eh..., andar con chicas, ¿verdad?»
«No pueden beber alcohol y lo otro está excluido hasta que contraen matrimonio», dijo Joyce con añoranza. Opinaba que el Libro del Moderno Testamento era una sarta de bobadas y sus autores unos herejes y unos falsos profetas, pero el código moral de sus seguidores le había impresionado.
«Son jóvenes..., seguro que, eh, tienen ciertos impulsos.»
«No dudo de que así sea», dijo Joyce, «pero para eso está la fe, Brian. Quizá te vendría bien pasar un poco más de tiempo en la iglesia.»
No era aquello lo que él habría querido oír.
Poco tiempo después, Kibby estaba sentado en el comedor del ayuntamiento ante una ensalada, enfrentado a un nuevo dilema. Sentía un hambre voraz, en particular de comestibles azucarados y grasientos, pero trató de refrenarse, sintiendo cómo la tripa le sobresalía por encima de la parte superior de sus pantalones. «No puedo creer que esté engordando tanto», rumió desconsolado. Shannon McDowall trataba de confortarle dicién-dole que era algo propio de la edad. Kibby miraba, boquiabierto de envidia a un inmaculado Skinner, que se estaba poniendo como el quico. Últimamente su antiguo rival se había venido mostrando más amigable, al menos a la cara.
«No es justo, tú nunca pareces engordar, y sin embargo comes como una muía y bebes como un pez.»
«Metabolismo acelerado», le informó Skinner con una sonrisa jovial, mientras miraba hacia el mostrador de la cocina.
«Creo que me apetece otro trozo de ese pringoso pudín de tof-fee. ¡Jamás he podido resistirme a él!»
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18. RICK'S BAR
Ann lo comprendería..., pero Muffy; ésa tenía algo, pensó
Kibby, jadeando mientras arrastraba el icono hasta la tienda de alpistes. Los pollos necesitaban pienso. Sentado ante el portátil con los ojos ardiéndole y picándole, si se sumergía lo suficiente en Harvest Moon casi podía llegar a olvidarse de su dolor. Era tan agudo que temía las interrupciones. Además de por motivos prácticos le horrorizaban de forma visceral, pues le gustaba estar solo con Muffy.
De todos modos, tengo que andarme con ojo, mamá está abajo con esos americanos, no es como si estuviera en el desván... Ahora que había acumulado un buen rebaño de animales y tenía algo de dinero en el banco, tenía que centrarse en el asunto del matrimonio. Pasaba mucho tiempo hablando con Muffy, y en los sitios web dedicados al juego, ésta tenía muchos fervientes admiradores. 12-05-2004, 19.15
HM# i Lover Top
Man
Muffy es la mejor. Es tan guapa y preciosa. En el primer juego me casé con Ann porque estaba loquita por mí,
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pero no me dejéis empezar a hablar de Muffy..., ¡fuaa, tíos, menuda hembra!
Pero también había voces discrepantes, gente que veía a aquella chica bajo otra luz:
12-05-2004, 19.52
Nijitsu Master
Usuario Registrado
No me gusta Muffy porque es demasiado coqueta. Eso
de que le l ame a uno «sexy» me parece como un poco
ordinario.
El chaval no se entera, sería fantástica..., tan buena..., pero qué tontería..., es sólo un juego. Pero es una muñeca, una hermosa jovencita japonesa...,sería estupendo besarla y follársela, enseñarle cómo folla un muchacho blanco anglosajón..., follarme ese estrecho chochito nipón, ese felpudo peludo...porque en cuanto haya probado una polla blanca nunca más volverá a querer otra cosa..., no..., no..., basta..., perdóname, Dios mío..., perdóname, Dios...,
Mientras Kibby se sumía en palpitaciones extremas, oyó el desgarrador sonido del timbre, lo que casi le dio un susto de muerte. Pero detrás de su miedo también había una hermosa expectativa.
¿Quiénpuede ser? Seguro que no es Lu...
Joyce fue a abrir. Era Gerald el Gordo, que había telefoneado la semana anterior al hogar de los Kibby, presuntamente como amigo, para ver cómo andaba Brian de salud. A Joyce le pareció un gesto amable que los Hyp Hykers hicieran causa común cuando su hijo se encontraba tan enfermo. Acompañó a Gerald al salón y le presentó a aquellos téjanos trajeados, rapados y dentudos, que movieron la cabeza al unísono para tomar
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nota de su presencia. Después le acompañó arriba, anunciándole a Brian con entusiasmo: «Ha venido uno de tus amigos del club de senderismo.»
Kibby había deseado primero, y temido después, dado su estado, que se tratara de Lucy. En su defecto, Ian le habría valido, pero cuando detrás de Joyce atravesó la puerta Gerald el Gordo, Brian Kibby tuvo que esforzarse por ocultar su desilusión. El obeso senderista, por su parte, se dejó caer en la silla de mimbre colocada frente a él antes de que pudiera reaccionar.
«Hola, Bri», le dijo Gerald en un tono frío y neutro. Kibby percibió en aquellos ojos bovinos una crueldad reconcentrada y supo que se avecinaba un mal rato. «Hola, Ged...», dijo receloso.
Joyce se había retirado a la cocina, y cuando regresó les trajo sendos vasos de naranjada, del que el hogar de los Kibby andaba últimamente siempre abastecido dado que a los hermanos Alien y Clinton les gustaba. Como remate, venía acompañado de un plato rebosante de Jaffa Cakes y Digestives de chocolate McVitie's. Joyce atravesó el dormitorio de puntillas, como si se tratase de un campo minado, depositando la bandeja al pie de la cama de Kibby. Gerald no le quitó los ojos de encima en ningún momento, e hizo inventario mental del contenido del plato.
«Espero que te recuperes pronto, Bri», dijo Ged, cogiendo un JafFa Cake. «Te estás perdiendo unos ratos estupendos», comentó, regodeándose indisimuladamente, contándole a continuación que habían estado en una discoteca en Glenshee. Gerald —con cierto júbilo, pensó Kibby— le contó que Angus He-atherhill estuvo morreándose con Lucy en el autobús tanto durante el trayecto de ida como durante el de vuelta. «Parece que esos dos ya son pareja», dejó caer con una tirria maquina-dora destinada a aporrear la ya maltrecha psique de Kibby.
Ged... es... tan... gordo...
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Y, no obstante, estaba demasiado débil para reaccionar, a medida que se amontonaba la miseria en un plato tan rebosante como el que su madre había llenado de galletas, y que su cuate senderista iba jalándose sin prisa pero sin pausa. Rumiando lo triste e inevitable de todo ello, permaneció sentado delante de Gerald con expresión enfermiza y lánguida.
Gordo..., gordo..., gordo...
«¿Vas a venir a la acampada de Nethy Bridge?», le preguntó
Gerald.
«Puede, si para entonces me encuentro bien», fue la iracunda réplica de Kibby. Eres un gordo y un día te mataré..., empujaré tu obeso cuerpo por el borde de un acantilado y te veré caer como un fardo y reven- tar sobre las afiladas rocas de abajo... Ay, Dios, no, qué estoy pen- sando, perdóname Señor, perdóname Ged, no estoy bien... Y Gerald el Gordo contemplaba a la enfermiza criatura que tenía delante sin dejar de ponerse morado de Jaffa Cakes, mientras el chute de azúcar le sacaba brevemente de la depresión a largo plazo que provocaba una dieta semejante. Disfrutaba revolcándose en el lodo de su malévolo desdén. Saboreaba la venganza, pues aún sentía el resquemor de los años de inequívoca animosidad light que le había prodigado Kibby. Lo único que se le pasaba por la cabeza a Gerald el Gordo era que Bri no era ni guay ni inteligente ni buena gente. No: Bri era un fracasado al que le estaban devolviendo la pelota.
Por fin Gerald se marchó, al mismo tiempo, por lo que pudo oír Kibby, que los americanos. Pensó que podría volver a Harvest Moon, pero Joyce vino a su habitación y le entregó un panfleto. «De parte del hermano Alien y el hermano Clinton..., dicen que a ellos les ayudó mucho.»
Kibby la miró con ojos que trinaban mientras sostenía el folleto con manos temblorosas. El panfleto se titulaba «Cómo superar la masturbación», por el Comité de Vida Cotidiana de la Nueva Iglesia de los Apóstoles de Cristo.
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«¿Has estado hablando de mí?... ¿De mis masturbaciones con extraños... con unos extraños americanos?»
«¡No! ¡Claro que no! ¡No les dije que se trataba de ti! Sólo les dije que tenía un sobrinito que se tocaba mucho. Léelo, hijo», insistió su madre con mirada fervorosa, «está lleno de buenos consejos prácticos.»
Kibby dejó el panfleto sobre el escritorio del ordenador. Esperó a que su madre saliera de la habitación antes de cogerlo y empezar a leer:
Sabemos que nuestros cuerpos son los templos de Dios y que es preciso mantenerlos limpios para que pueda habitarlos el Espíritu Santo. La masturbación es un hábito pecaminoso. Aunque no sea físicamente dañina si no se lleva a extremos, despoja a la persona del espíritu y engendra remordimientos y ansiedad emocional. Es una actividad egocéntrica y reservada, y en modo alguno expresa de forma apropiada el poder de procreación del que ha sido dotado el hombre para cumplir con las metas eternas. Separa a la persona de Dios y frustra la realización del plan divino.
Ten la certeza de que tu problema tiene remedio. Son muchas las personas, tanto hombres como mujeres, que lo han superado, y tú también puedes hacerlo si estás resuelto a que así sea. La determinación es el primer paso. Por ahí se empieza. Tienes que decidir que vas a poner fin a esta práctica; una vez tomada la decisión el problema queda muy disminuido por sí solo.
Sin embargo, tiene que tratarse de algo más que una esperanza o un deseo, y de algo más que saber que te conviene. Tiene que tratarse una DECISIÓN. Si de veras decides curarte, entonces dispondrás de la fuerza de voluntad necesaria para resistirte a cualquier tendencia que tengas y a cualquier tentación que pueda presentársete. Después de 228
haber tomado esta decisión, deberás observar las siguientes directrices.
Guía para el autocontrol:
1. No tocarse nunca las partes íntimas del cuerpo salvo durante los procesos normales requeridos para cum
plir con las necesidades fisiológicas.
2. Evita estar solo o sola cuanto te sea posible. Busca buenas compañías y pasa tu tiempo libre con ellas.
3. Si mantienes relaciones con otras personas que pade cen el mismo problema, DEBES ROMPER TU
AMISTAD CON ELLAS. No pienses que los dos
podréis conseguirlo juntos. Jamás lo haréis. Este pro blema hay que sacarlo de la mente, donde radica, y
eso no se puede conseguir mientras se frecuenta a
personas aquejadas por el mismo mal.
4. Al bañarte, no te admires en el espejo ni permanez cas en el aseo durante más de cinco o seis minutos,
lo justo para secarte, vestirte Y DESPUÉS SALIR
DEL CUARTO DE BAÑO y acudir a una habita
ción en la que esté presente algún miembro de tu fa
milia.
5. En la cama, vístete de una manera que garantice no poder tocarte con facilidad las partes pudendas.
6. Si estando en la cama la tentación resulta abrumado ra, LEVÁNTATE DE LA CAMA, VE A LA COCI
NA Y PREPÁRATE UN TENTEMPIÉ, aunque es
tés en plena noche y no tengas hambre. No te
preocupes por engordar, el propósito de esta suge
rencia es CONSEGUIR QUE PIENSES EN OTRA
COSA.
7. Nunca leas material pornográfico o excitante.
8. Llena tu cabeza de reflexiones sanas en todo momen to. Lee buenos libros, libros de la Iglesia, las Escritu-229
ras, los Sermones de los Hermanos. Acostúmbrate a
leer al menos un capítulo diario de las Escrituras.
9. Reza, pero no en relación con este problema, pues eso hará que lo tengas más presente que nunca. Reza
pidiendo fe y comprensión pero NUNCA MEN