PRELUDIO
Ella sólo quería bailar, 20 de enero de 1980
«¡Que son los putos Clash!», gritó la muchacha del pelo verde a la cara del portero de mirada despiadada que la había obligado a volver a sentarse a empujones.
«Y esto es una puta sala de cine», le había respondido éste. En efecto, aquello era el cine Odeon, y el personal de seguridad parecía resuelto a impedir que hubiera bailes de ninguna clase. Sin embargo, en cuanto hubo terminado de tocar el grupo local Joseph K, la principal atracción de la noche apareció en el escenario haciendo fuego a discreción, interpretando «Clash City Rockers» a toda pastilla, y el público se abalanzó de inmediato sobre el escenario. La chica del pelo verde echó un vistazo para ver si el portero andaba cerca, vio que estaba ocupado y se puso en pie de un salto. Los empleados de seguridad trataron de contener la marea durante algún tiempo más, pero tuvieron que capitular a mitad de repertorio, entre «I Fought the Law» y
«(White Man) in the Hammersmith Palais.»
La multitud quedó inmersa en aquel ruido ensordecedor; los que estaban delante del escenario daban botes, extasiados, mientras quienes se encontraban al fondo se subían a bailar sobre los asientos. La chica del pelo verde, que en aquel instante se encontraba en pleno centro de la parte delantera del escenario, parecía saltar más alto que los demás; quizá se tratara sólo 9
de su cabello y de la forma en que incidían en él los rayos es-troboscópicos lo que producía el efecto de una espectacular llama verde brotándole de la cabeza. Algunos, unos pocos, lanzaban lapos al grupo y ella les gritaba para que dejasen de hacerlo, pues él -su héroe-acababa de salir de una hepatitis. Ella había estado en el Odeon en contadas ocasiones, la última para ver Apocalypse Now, pero no había sido comparable con aquélla y habría apostado lo que fuera a que ninguna lo había sido. Su amiga Trina estaba a sólo unos pasos; era la única otra chica tan próxima al escenario que prácticamente podía olerlos.
Echando un último trago de la botella de plástico de Irn Bru, que había rellenado con una mezcla de sidra y cerveza, la apuró y la dejó caer sobre el viscoso suelo enmoquetado. El co-locón que le produjo, en conjunción con el sulfato de anfeta-minas que había tomado antes, le hizo chisporrotear el cerebro. Mientras saltaba, rugía las letras hasta alcanzar un frenesí desafiante, viajando a un lugar en el que casi pudo olvidar lo que él le había dicho aquella tarde, justo después de hacer el amor, cuando se quedó tan callado y distante, su cuerpo delgado y fibroso temblando sobre el colchón.
«¿Qué pasa, Donnie? ¿De qué se trata?», había preguntado ella.
«Se ha ido todo a la mierda», fue la enigmática respuesta. Ella le dijo que no fuera idiota, que todo era cojonudo, que aquella noche era el concierto de los Clash y que llevaban siglos esperándolo. En ese momento, él se volvió hacia ella con lágrimas en los ojos y una expresión infantil. Fue entonces cuando su primer y único amante le contó que había estado follándose a otra un rato antes; allí mismo, en el colchón que compartían todas las noches, donde acababan de hacer el amor.
No significaba nada; había sido una equivocación, le aseguró él de inmediato, mientras que, a medida que la reacción de ella ponía de relieve las dimensiones de la transgresión, en su in-10
terior iba acumulándose el pánico. Era joven y estaba aprendiendo acerca de los límites, y su vocabulario emocional se desplegaba ante él de forma algo más lenta de lo debido. Sólo había querido contárselo, ser franco. Ella le vio mover los labios un poco, pero apenas escuchó
los matices de su explicación mientras se levantaba del colchón y se ponía la ropa. Luego sacó del bolsillo la entrada de él y la despedazó allí mismo, ante sus narices. Después acudió al Southern Bar a reunirse con los demás, como habían quedado, y de ahí fueron al Odeon porque la mejor banda de rock and roll de todos los tiempos tocaba en su ciudad; ella iba a verlos y él no; así, al menos, se haría un poco de justicia.
De repente, un tío más bien alto, de pelo negro y corto, vestido con una chupa de cuero, vaqueros y un jersey de mohair, que estaba bailando el pogo a su lado, le gritó algo al oído mientras el grupo comenzaba a atacar «Complete Control». No logró
entender lo que le decía, pero tampoco importaba, porque enseguida empezó a comerle la boca, y resultó agradable sentirle rodeándola con los brazos.
El segundo bis empezó con la poco habitual «Revolution Rock» y terminó con una versión incandescente de «London's Burning», rebautizada para la ocasión como «Edinburgh's Bur-ning». Y ella también se estaba derritiendo como consecuencia del speed que llevaba en el cerebro, que seguía palpitando cuando, entre la atmósfera helada, salieron del cine. El chico iba a acudir a una fiesta en Canongate y le preguntó si quería ir. Aceptó.
No le apetecía ir a casa; más aún, le deseaba. Y también deseaba enseñarle a cierta persona que a aquello podía jugar más de uno.
Mientras caminaban entre la fría noche, él hablaba de forma frenética, fascinado al parecer por su melena verde, y le contó que en tiempos aquella parte de la ciudad era conocida con el sobrenombre de La Pequeña Irlanda. Le explicó que los in-11
migrantes irlandeses se habían establecido allí, y que fue en esas mismas calles donde Burke y Haré asesinaron a pobres e indigentes para abastecer de cadáveres a la facultad de medicina. Ella le escudriñó el rostro; había en éste algo marcadamente duro, pero los ojos eran sensibles, femeninos incluso. El señaló con el dedo la iglesia de St Mary, y le contó que muchos años antes de que existiera el Celtic de Glasgow, los irlandeses de Edimburgo habían fundado allí el Hibernian Football Club en el salón de actos parroquial. Se animó al señalar un poco más allá y le dijo que en aquella misma calle nació el hincha más célebre del Hibernian, James Connolly, quien encabezaría la insurrección de Pascua de 1916 en Dublín, la cual culminó en la emancipación de Irlanda del imperialismo británico.
A él le parecía importante que ella supiera que Connolly había sido socialista, y no nacionalista irlandés: «En esta ciudad no sabemos nada acerca de nuestra verdadera identidad», declaró con pasión. «Nos viene todo impuesto.»
Sin embargo, ella tenía en mente cosas ajenas a la historia, y aquella noche, él se convertiría en su segundo amante, pese a que al final de la misma éstos acabarían siendo tres.
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I. Recetas
1. SECRETOS DE ALCOBA, 16 DE DICIEMBRE DE 2003
Danny Skinner se levantó el primero, inquieto; le había resultado imposible conciliar el sueño. Aquello le preocupaba, pues después de hacer el amor solía quedarse profundamente dormido. Hacer el amor, pensó, sonriendo antes de reconsiderarlo. Follar. Miró a Kay Ballantyne, que dormía plácidamente con su largo y lustroso cabello negro desparramado sobre la almohada; los labios delataban todavía los vestigios de la satisfacción que él le había proporcionado. Una oleada de ternura se abrió paso desde las profundidades de su ser. «Hacer el amor», dijo con ternura, besándole la frente con cuidado, para evitar arañarla con el vello facial de su larga y puntiaguda bar-billa.
Envolviéndose en una bata de tartán verde, acarició el escudo bordado en oro. Era el emblema del Hibernian Football Club, con el arpa irlandesa y el año de admisión del equipo en la Asociación Escocesa de Fútbol: «1875». Kay se la había regalado el año pasado para navidades. Aún no llevaban mucho tiempo saliendo juntos, y como regalo le había parecido muy significativo. Sin embargo, ¿qué le había regalado él a ella? Fue incapaz de recordarlo; quizá unos leotardos.
Skinner fue hasta la cocina y sacó una lata de Stella Artois de la nevera. Tras tirar de la anilla, encaminó sus pasos hacia 15
el salón, donde rescató el mando a distancia de la televisión de los pliegues del voluminoso sofá y sintonizó Secretos de los grandes chefs. El popular programa se hallaba entonces en su segunda temporada. Lo presentaba un famoso chef, que recorría Gran Bretaña pidiendo a cocineros de cada localidad que pusieran a prueba sus recetas secretas para una partida de famosos y críticos culinarios, que a continuación emitía un veredicto. No obstante, el veredicto definitivo quedaba en manos del eminente Alan De Fretais. El célebre chef había suscitado cierta controversia últimamente, al publicar un libro titulado Secretos de alcoba de los grandes cbefs. En las páginas de aquel libro de cocina afrodisíaca, expertos culinarios internacionalmente reconocidos habían presentado cada uno su receta, explicando cómo la habían empleado para que prosperase una seducción o como condimento de un encuentro carnal. No tardó en convertirse en un éxito de ventas y permaneció durante varias semanas en cabeza de las listas de bestsellers. Aquel día, De Fretais y sus cámaras se encontraban en un gran hotel en Royal Deeside. El chef televisivo era un gigantón de modales grandilocuentes y fanfarrones, y era evidente que el cocinero local, un joven de aspecto concienzudo, se sentía intimidado en su propia cocina. Mientras sorbía su lata de cerveza, Danny Skinner observaba la mirada nerviosa y parpadeante y la actitud defensiva del cocinero novato, pensando con orgullo que él le había tomado la medida a aquel tirano, y que en el par de ocasiones en que habían tenido trato, se había mantenido firme. Ahora sólo tenía que esperar y ver qué pasaba con su informe.
«Una cocina ha de estar in-ma-cu-la-da», le regañó De Fretais, subrayando sus palabras con collejitas de broma en la nuca del joven chef.
Skinner observó cómo el joven cocinero le daba la razón, desesperanzado y cohibido ante la ocasión, las cámaras y la mole 16
del obeso chef, que le acosaba y le relegaba al papel de títere infeliz. Ya se guardará de intentar algo semejante conmigo, pensó, llevándose la lata de Stella a los labios. Estaba vacía, pero en la nevera había más.
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2. SECRETOS DE COCINA
«La cocina de De Fretais es un puto estercolero, eso es lo que es.» El joven de complexión pálida se mantenía firme. No es que su atuendo -una mezcla elegantemente combinada de ropa de diseño de marca-insinuase unas pretensiones por encima de su posición social y de su salario: las proclamaba a gritos. Levantando del suelo apenas un metro noventa, a menudo Danny Skinner parecía más grande: su presencia quedaba subrayada por unos penetrantes ojos castaños, y por las cejas negras y pobladas que los dominaban. El ondulado cabello azabache tenía la raya a un lado, lo que le daba un porte de pilludo, casi de arrogancia, impresión realzada por un rostro angular y el deje de unos finos labios, que sugerían un carácter frivolo hasta en los momentos más lúgubres.
El fornido hombretón que tenía delante rondaba ya el medio siglo. Tenía un rostro rubicundo, angular y con manchas hepáticas, rematado en una melena de cabellos color ámbar, peinados hacia atrás con gomina; en las sienes asomaban ya las canas. Bob Foy no estaba acostumbrado a que lo desafiasen de aquella forma. Enarcó una ceja con gesto de incredulidad. Y no obstante, en aquel movimiento y en la expresión adoptada por aquellos flaccidos rasgos, se traslucía una pizca de duda, incluso de leve fascinación, lo que permitió a Danny Skinner continuar: 18
«Me limito a cumplir con mi trabajo. La cocina de ese hombre es una vergüenza», adujo.
Danny Skinner había sido funcionario de Sanidad y Medio Ambiente en el ayuntamiento de Edimburgo durante tres años, y de ahí había pasado a desempeñar un puesto de directivo en formación. Un tiempo muy corto, en opinión de Foy. «Hijo, estamos hablando de Alan De Fretais», resopló su jefe. La discusión tenía lugar en una espaciosa oficina de planta abierta, dividida por pequeñas mamparas en terminales de trabajo. Por las grandes ventanas de uno de los lados entraba luz, y aunque habían instalado dobles ventanas aún podía oírse el ruido procedente del tráfico del exterior, en la Milla Real de Edimburgo. Los sólidos muros estaban abarrotados de anticuados archivadores, heredados de distintos departamentos de la autoridad local, y una fotocopiadora que daba más trabajo a los del servicio de mantenimiento que a los empleados de la oficina. En un rincón había un fregadero en perenne estado de suciedad, junto a una nevera y una mesa de barniz muy desgastado, sobre la cual reposaban una tetera y una cafetera. Al fondo había una escalera que conducía a la sala de juntas del departamento y el espacio de otra sección, pero en medio había un entresuelo con dos oficinas independientes más pequeñas.
Mientras Foy dejaba caer ruidosamente el informe que tan meticulosamente había preparado sobre la mesa que separaba a ambos, Danny Skinner echó una ojeada a los lúgubres rostros que le rodeaban. Podía ver a los otros dos, a Oswald Aitken y Colin McGhee, mirando en todas direcciones menos hacia él y hacia Foy. McGhee, un nativo de Glasgow bajito y achaparrado, con pelo castaño y un traje gris demasiado ajustado, simulaba buscar algo entre la montaña de papeles amontonados sobre su mesa. Aitken, alto y de aspecto tísico, pelo ralo de color rubio rojizo y con una cara surcada de arrugas y de expresión casi afligida, miró brevemente a Skinner con expresión de desagrado. En él veía un joven gallito cuyos ojos preocupante-19
mente inquietos delataban que el alma que se ocultaba tras ellos se hallaba en perpetua pugna con una cosa u otra. Los jóvenes de esa clase siempre daban problemas, y Aitken, que ya contaba los días que le faltaban para jubilarse, no quería saber nada de ellos.
Al darse cuenta de que no podía contar con apoyo alguno, Skinner dedujo que quizá había llegado el momento de despejar un poco el ambiente. «No estoy diciendo que hubiera humedad en la cocina, pero en la ratonera no sólo me encontré un salmón, sino que encima el pobre estaba asmático. ¡Estuve a punto de llamar a los de la protectora de animales!»
Aitken hizo un mohín, como si alguien se hubiera tirado un pedo ante sus narices en la iglesia de cuyo consejo rector él era miembro. McGhee ahogó una risotada pero Foy se mantuvo inescrutable. Después dejó de mirar a Skinner y posó la vista en la solapa de su propia chaqueta a cuadros, de la cual retiró un poco de caspa, ligeramente preocupado de que sus hombros pudieran estar cubiertos de ella. Tenía que acordarse de decirle a Amelia que cambiara de champú.
A continuación Foy volvió a mirar directamente a los ojos a Skinner. Éste conocía muy bien aquella mirada inquisitiva, y no sólo por su jefe: era la mirada de quien trata de ver más allá de lo que le dejas ver, que trata de leer en tus entrañas. Skinner la sostuvo con firmeza mientras Foy apartaba la vista para hacerle un gesto con la cabeza a Aitken y McGhee, quienes captaron la indirecta y, muy agradecidos, se marcharon. Acto seguido reanudó el contacto visual con intensidad centuplicada. «¿Es que has estado de pedo o qué?»
Skinner se enfureció, y de forma instintiva sintió que el ataque era la mejor defensa. En su mirada apareció una chispa de ira: «¿Pero tú de qué cono vas?», saltó.
Foy, acostumbrado a que sus empleados le tratasen con deferencia, quedó un tanto desconcertado: «Disculpa, eh, no quería insinuar...», empezó, antes de adoptar un tono más cómpli-20
ce: «¿Has bebido algo a la hora de comer? Entiéndeme, ¡estamos a viernes por la tarde!»
En su calidad de encargado jefe, el propio Foy solía pasarse los viernes por la tarde de tragos; de hecho, a partir del mediodía aproximadamente, solía estar en paradero desconocido; aquél era uno de los raros viernes en los que se dedicaba a deambular de forma ostentosa, asegurándose de que tanto superiores como subordinados le viesen atareado y sobrio. Por lo tanto, Skinner se sintió lo bastante relajado como para hacer la siguiente revelación: «Dos pintas en el bar durante la comida, eso es todo.»
Aclarándose ruidosamente la garganta, Foy adelantó su propuesta: «Espero que no inspeccionaras el local de De Fre-tais con priva en el aliento, por poca que fuera. Está
acostumbrado a detectarla entre su propia plantilla. Y sus cocineros también.»
«La inspección tuvo lugar el martes por la mañana, Bob», dijo Skinner antes de recalcar: «Sabes que jamás acudiría a ningún local bebido. Esta tarde sólo tenía que ponerme al día con unos papeles, así que me permití un par de pintas», bostezó
Skinner, «y he de reconocer que la segunda fue un error. Con todo, una taza de café lo solucionará enseguida.»
Recogiendo de la mesa la delgada carpeta que contenía el informe de Skinner, Foy dijo: «Bueno, ya conoces a De Fretais, es nuestro famoso local y Le Petit Jardin es su buque insignia. Tiene dos estrellas de la guía Michelin, hijo. ¿Cuántos restaurantes de este país pueden presumir de lo mismo?»
Skinner meditó brevemente al respecto antes de decidir que no lo sabía y que le importaba un comino. Soy inspector de Sa- nidad, no groupie de un puto cocinero.
Mordiéndose la lengua, Foy rodeó el escritorio, y estrechó
los hombros de Skinner con el brazo. Pese a tener menos estatura que su joven subordinado, era un verdadero morlaco, cuyo cuerpo se deterioraba de forma lenta y a regañadientes, y Skin-21
ner notó su fuerza. «Me dejaré caer por allí y charlaré tranquilamente con él para que se ponga un poco las pilas.»
Como siempre que se sentía desautorizado y desamparado, Danny Skinner sintió que el labio inferior se le curvaba hacia fuera. Había cumplido con su obligación. Lo que había dicho era cierto. No era ni bobo ni ingenuo, estaba al tanto de la real-politik de la situación: algunos siempre eran más iguales que otros. Pero le sacaba de quicio que si un inmigrante de Bangla-desh tuviese un puesto de currys de madrugada con una cocina tan cochina como la de De Fretais, lo más seguro es que en aquella ciudad no volvería a hacer ni un huevo pasado por agua. «Muy bien», dijo, abatido.
Pero quizá había exagerado un poco. De Fretais no le caía bien, pese a reconocer que tenía algo extrañamente cautivador. Su ejemplar de Secretos de alcoba de los grandes chefi había sido una de esas compras de la hora del almuerzo de las que se avergonzaba, y lo tenía escondido en el maletín. Recordó el párrafo inicial del prólogo, que con tanto desagrado había leído: Los más sabios de entre nosotros saben desde hace mucho tiempo que las preguntas más simples son con frecuencia las más tendenciosas. Yo intento iniciar mis relaciones con todos los estudiantes de las artes culinarias que entran en mi órbita con la siguiente pregunta: ¿Qué es un gran chef? Las respuestas nunca dejan de ser instructivas y enigmáticas, pues para ayudarme en mi búsqueda de la excelencia culinaria, ésta es la pregunta a la que me veo abocado a responder sin cesar. Sin duda, el gran chef ha de ser un artesano que se sienta orgulloso de los meticulosos y a menudo rutinarios detalles de su oficio. Desde luego, el gran chef también ha de ser un científico: es un alquimista, un hechicero y un artista, pues sus creaciones no están pensadas para remediar los males del cuerpo o de la mente, sino para atender a la tarea, mucho más sublime, de elevar el alma.
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Nuestro vehículo para alcanzar dicha meta es, pura y simplemente, la comida, pero este recorrido ha de llevarnos por los senderos de nuestros sentidos humanos. Así pues, a menudo sostengo ante mis desconcertados discípulos, y ahora ante ti, querido lector, que si algo ha de ser un gran chef es -ahora y siempre— un sensualista total y absoluto.
¡No es más que un puto cocinero, y anda que no se lo tienen creído tantos de esos capullos!
¡Yqué decir de la puta guía de comida erótica esta! ¿Ese gordo cabrón? ¡Venga ya! ¡La de años que llevará ese fantasma sin verse la polla si no es con la ayuda de un espejo! Claro que unos yuppies anodinos y asexuados de mierda reaccionarían ante algo así: lo comprarán a millares y convertirán a un gordo cabrón, rico y ca- prichoso, en alguien todavía más gordo, rico y caprichoso. ¡Yaquí
me tenéis a mí, habiendo apoquinado un puto ejemplar!
Mientras observaba el enrojecimiento progresivo de la faz de Skinner, Foy sintió cierto desasosiego y retiró el brazo.
«Danny, en esta época del año no podemos hacer olas, así que nada de indiscreciones de barra de bar acerca de lo mal que está
la cocina de nuestro amigo De Freíais, ¿vale?»
«Ni que decir tiene», respondió Skinner, tratando de disimular el creciente morbo que le producía pensar que aquella noche en el pub se lo cascaría a todo aquel que quisiera escucharle.
«Así se habla, Danny. Eres un buen inspector y no nos sobran precisamente. Ahora mismo sólo tenemos cinco», dijo Foy, sacudiendo la cabeza con expresión de desagrado, antes de animarse súbitamente: «Eso sí, el chico nuevo, el de Fife, empieza mañana.»
«¿Ah, sí?», dijo Skinner, enarcando las cejas de forma inquisitiva e imitando inconscientemente a su jefe.
«Sí..., se llama Brian Kibby. Parece un chaval majo.»
«Muy bien...», dijo distraídamente Skinner, mientras sus 23
pensamientos vagaban en torno al fin de semana. Aquella noche echaría unos cuantos tragos; las cuatro pintas de la comida le habían dado mucha sed. Después, hecha la salvedad del partido del sábado, pasaría el resto del fin de semana con Kay. Todo el mundo tenía su propia opinión acerca de dónde terminaba Edimburgo y empezaba el puerto de Leith. Oficialmente, se decía que en el viejo Boundary Bar de Pilrig, o donde comenzaba el código postal EH6. Sin embargo, cuando Skinner bajaba por el Walk, nunca se sentía del todo en Leith hasta que notaba la grandiosa sensación de la pendiente nivelándose bajo los pies, como si su cuerpo fuera una nave espacial que aterrizase en su hogar tras un largo viaje por tierras inhóspitas. Por lo general, dicha sensación comenzaba a partir del Balfour Bar.
Por el camino de vuelta a casa, Skinner decidió parar en casa de su madre, que vivía al otro lado de la calle de la peluquería regentada por ella, en un pequeño callejón adoquinado que salía de Junction Street. Allí fue donde se crió, antes de marcharse el verano anterior. Siempre quiso tener su propio espacio, pero ahora que lo tenía, echaba de menos su hogar más de lo que nunca habría imaginado.
Mi vieja ha terminado el turno y apesta a líquido de permanente. Ya había olvidado hasta qué punto el garito entero olía así, cómo lo impregna todo. Aún lleva en el antebrazo el tatuaje casero ese de tinta china que dice BEV; no hace el menor esfuerzo por ocultarlo, pese a trabajar en contacto directo con la clientela en un negocio del sector servicios. Aunque, claro, hay que reconocer que no hablamos de una base de clientes muy exigente: está a un millón de leguas del ganado que frecuentaría, por ejemplo, el restaurante del tocino de De Fretais. Yo me crié en esa tienda, donde todas las viejas gallinas cluecas que constituían la clientela regular eran mis tías o abuelas suplentes. Me frotaban, como si fuera un ungüento de lujo, con-24
tra todas aquellas voluminosas delanteras. Un chavalín sin papá: objeto de lástima, de mimos y hasta de cariño. El viejo y soleado Leith: no hay lugar que ame tanto a sus bastardos como un puerto.
El fuego eléctrico, con su falsa pantalla de carbones, da cierto calor, pero el enorme gato persa azul está tendido en la alfombra delante de él, absorbiendo todo su calor como un cabronazo egoísta, que es lo que es. La repisa de la chimenea suele ser el centro de la habitación, pero ahora ha cedido la preeminencia al abrumador y gigantesco árbol de Navidad que hay en el rincón. En la pared, sobre el fuego, cuelga una copia enmarcada del álbum de los Clash London Calling. Garabateado en él con rotulador se lee:
Para Bev, punk n.° 1 de Edimburgo.
Con cariño, Joe S.
20/1/80
Mi vieja presume de ser una estudiosa de la naturaleza humana, pues está convencida de que, gracias a su trabajo, es capaz de leer a las personas como si fueran ejemplares del Hola. Cuando entran y le cuentan que quieren que les haga esto o lo otro a sus grasientas, secas o lacias greñas, ella les mira a los ojos y les suelta: «¿Estás segura de que eso es lo que quieres?» Ellas la miran con nerviosismo y enumeran algunas posibilidades hasta que ella asiente con un gesto de aprobación y dice: «Eso.» Después acelera, susurrando «Es muy bonito», o «Te va mucho, nena.» Y siempre vuelven. Como acostumbra a alardear la vieja,
«Las conozco mejor de lo que se conocen ellas a sí mismas». Sin embargo, en el trato con su única y bastarda descendencia semejante actitud está de más. Se sienta en la silla mientras yo me desplomo en el sofá, cojo el mando a distancia y pongo el telediario. «Me imagino que el dinero aquel de la indemnización», empieza, entornando la mirada bajo esas 25
grandes gafas, «ya estará todo en manos del sector hostelero,
¿no?»
La vieja se está poniendo fondona. Siempre fue una retaco-na, pero ahora la cara se le está poniendo cada vez más carnosa. Como siempre le ha gustado vestir de negro, ahora que con los años ha ido engordando, no puede valerse del efecto adelgazante de dicho color. «Esa observación me parece muy injusta», respondo mientras echan el resumen deportivo de la jornada y otro gol de Riordan se estrella en la red, «son muchos los corredores de apuestas que se han llevado su tajada.»
Pero me está vacilando. Sabe cuánto me costó dar la primera entrada para el piso. ¡Fueron quince de los grandes los que me dieron a cuenta del accidente, no ciento quince!
«¿De modo que lo has despilfarrado todo?», me pregunta, pasándose la mano por su cabellera carmesí.
No pienso entrar en este tema con ella: «Parafrasearé a un gran futbolista: "La mayor parte me lo gasté en bebida, en mujeres y en las carreras. El resto lo despilfarré".»
«Ya, claro», gruñe la vieja, levantándose y apoyando las manos sobre las caderas, imitando sin darse cuenta la pose de Jean-Jacques Burnel en el póster de los Stranglers que hay a sus espaldas. «¿Y supongo que te quedarás a cenar?»
Eso no acostumbra a ser el placer gastronómico que ella se imagina. «¿Qué es lo que hay?»
«Salchichas.»
Que alguien me sujete. «¿De ternera o de cerdo?»
La vieja se quita las gafas, lo que deja a ambos lados de su nariz unas hendiduras de color vino. Se esfuerza por enfocarme de nuevo, como si acabase de despertarse, y se limpia las gafas sobre la blusa. «¿Te quedas a cenar o no?»
«Vale..., está bien.»
«No me tienes que hacer ningún favor, Danny», comenta, antes de soplar sobre las gafas y volver a frotarlas. Vuelve a ponérselas y se va a la cocina, donde abre la nevera. 26
Yo me levanto y me acerco al área de la cocina, apoyándome sobre la barra de desayunar. «Quizá tendría que haber invertido mi dinero en productos concretos, en algo popular y duradero», digo estirándome y pinchándole con el dedo el tatuaje del brazo, «como la tinta china.»
Ella se aparta, y me fulmina con la mirada tras las gafas.
«No empieces con eso, hijo. Y no te pienses que puedes andar sableándome a todas horas. Tienes un buen empleo; puedes pagarte los recibos de la tarjeta por tus propios medios.»
Cada vez que vengo aquí me recuerda lo de los putos recibos. A mi vieja le gusta imaginarse que sigue siendo punk, pero es pequeña empresaria hasta la médula.
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3. LA VIDA AL AIRE LIBRE
A medida que la pendiente de la colina se volvía más pronunciada, los heléchos iban haciéndose más escasos. Brian Kibby, con un jersey de lana de Aran demasiado grande y un anorak impermeable ondeando bajo el viento, se enjugó un poco el sudor del ceño bajo una gorra de béisbol tan ajustada que le hacía daño. Respiró hondo y sintió cómo el aire fresco de la montaña le limpiaba los pulmones. A medida que la vida inundaba su enjuto cuerpo, se detuvo frente al mirador, volviéndose para contemplar la gran cordillera de Munros y la extensión del valle que serpenteaba bajo él. Mientras disfrutaba de aquella idea de comunión con el universo, se apoderó de él una sensación de superioridad moral: apuntarse al club de senderismo con Ian Buchan, el único amigo de los tiempos del colé que le quedaba, que seguía siendo su compañero del alma, era lo mejor que había hecho jamás. Se habían conocido por medio de una afición común
—los videojuegos— y trataron de convertirse el uno al otro a sus respectivas pasiones. Ian era una de las pocas personas a las que Brian Kibby había permitido poner los pies en su desván, donde se encontraba su muy codiciado ferrocarril a escala, a pesar de que Kibby sabía que a Ian le interesaba en muy escasa medida. Y aunque él mismo apenas toleraba la obsesión de 28
aquél con Star Trek, la devoción que sentía por el senderismo era auténtica.
Brian adoraba los fines de semana que pasaba en compañía de aquella pandilla saludable y campechana, que se divertía de lo lindo bajo el rótulo colectivo de los Hyp Hykers. A su convaleciente padre le agradó inmensamente saber que salía más a menudo y que tenía un amigo, pese a que Keith Kibby recelaba un tanto de la naturaleza un tanto exclusiva de la amistad de su hijo con Ian Buchan y más aún de la obsesión de este último con Star Trek. Incluso en aquellas desiertas colinas, el estado de su padre rara vez andaba muy lejos de las cavilaciones de Brian Kibby. En aquellos momentos su padre se hallaba muy enfermo y, la noche anterior, cuando había acudido a visitarle al hospital, lo encontró muy débil y delicado. Brian Kibby lamió la sal que se le había depositado en los labios, y tras el esfuerzo de la caminata por el sendero que bordeaba la colina, se llevó la botella de Evian a la boca. Asomado sobre el valle con cierta inquietud ante la mayor nube de mosquitos que jamás hubiera visto, sintió cómo el agua mineral masajeaba su garganta reseca. Pletórico y boquiabierto, contemplaba el hondo desfiladero hasta llegar a las oscuras y amplias colinas que tenía frente a él, panorama acompañado por el álbum Parachutes, de Coldplay, que sonaba en su iPod. Apagando el aparato y sacándose los auriculares de los oídos, dejó resonar un poco el silencio de la naturaleza, roto únicamente por los leves graznidos de algunas aves que les sobrevolaban. Acto seguido, el repentino sonido del matorral crujiendo bajo unos pies indicó la presencia de alguien a su lado. Dando por supuesto que sería Ian, dijo sin volverse:
«Fíjate en eso, ¿a que da gusto estar vivo?»
«Es precioso», asintió una voz femenina. Kibby sintió que en su pecho brotaban a la vez el pánico y la euforia, en pugna por la supremacía. Al volverse, notó cómo se le encendían las mejillas y se le humedecían los ojos: era Lucy Moore, con aquellos ojos de
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intenso color azul y esos rizos pajizos, ondeando desafiantes bajo el viento, y le hablaba a él. «Eh..., sí...», logró articular mientras posaba su mirada sobre la vaina escarlata que tenía por boca. Lucy pareció no reparar en la torpeza y la incomodidad de Kibby. Su mirada, serena pero penetrante, escrutó las cimas de las montañas que atravesaban el valle, espolvoreadas con una capa de nieve, antes de detenerse en la más elevada de todas.
«Me encantaría tratar de escalarla», dijo ella, lanzándole una mirada cómplice.
«Nah... eh... con el senderismo tengo de sobra», respondió
Kibby de manera poco convincente, lamentándolo inmediatamente al cobrar conciencia de que el vago interés que Lucy había mostrado por él iba disipándose progresivamente. Peor aún, fue reemplazado por un aura de leve desprecio, emoción que parecía suscitar de forma habitual en muchos miembros del sexo opuesto. «Aunque la verdad es que me tienta...», agregó él, en un intento de arreglar las cosas.
«Me encantaría», reiteró Lucy, aventurándose de nuevo, ahora de forma más cauta.
Kibby no supo qué decir y con cierto azoro le soltó: «Sí, sería estupendo, ya lo creo.»
A esto le siguió un silencio tan insoportablemente embarazoso que Brian Kibby, que muy a su pesar había conseguido atravesar la adolescencia y los primeros años de su segunda década de vida sin siquiera besar a una chica, habría aceptado sin dudarlo un instante permanecer virgen toda la vida a cambio de verse libre de aquel tormento. Se ruborizó, tenía los ojos -que parpadeaban de forma incontrolable-llenos de lágrimas, de la nariz le manaba un reguero ininterrumpido de mocos y la garganta se le secó de tal forma que tuvo la plena certeza de que, de haber hablado, la voz se le habría quebrado como ramitas secas bajo los pies.
Sólo se salió del impasse cuando Lucy le preguntó en un tono de voz cansino: «¿Qué hora es?»
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Kibby sentía tal ansia de verse libre de su tormento que, en su premura por responder, se le enganchó la correa del reloj en el elástico del puño del impermeable, y la tela se desgarró ligeramente. «Ca... casi las dos», tartamudeó.
«Supongo que deberíamos regresar al refugio para comer», reflexionó Lucy, mirando a Kibby con expresión perpleja.
«Sí», gorjeó Kibby, quizá en un tono demasiado agudo, «¡si no esos triperos se lo comerán todo!»
Y algo dentro de él se vino abajo al ver la sonrisa ligeramente apesadumbrada que aquel comentario suscitó en ella. Aquella expresión le resultaba familiar. La había visto en la cara de su hermana, en la de las amigas de ésta y en la de las chicas de la oficina. La veía en los rostros de todas las jóvenes que conocía. Se quitó la gorra de béisbol roja y se la guardó en el bolsillo, dando así un respiro a sus sienes. Los muros de piedra de la presa eran empinados y solemnes, severos como una hilera de lápidas en un cementerio. Desde la orilla del lago artificial situado enfrente, Danny Skinner echó
un vistazo a los árboles marchitos que se estiraban hacia lo alto buscando luz entre la sombra premonitoria arrojada por aquellas grandes piedras. Llevaba todo el día lloviendo. Ahora ya había parado, dejando atrás un cielo cubierto que anunciaba una noche húmeda y fría.
Ya notaba cómo iba asentándose en su pecho un resfriado, agravado por el reguero de mocos farloperos que le bajaba por la garganta sin cesar. Miró a los tres hombres escasamente abrigados que le acompañaban. Observaban con gesto depredador a otros dos varones que estaban pescando en la presa, los cuales iban vestidos de un modo más apropiado para las inclemencias de la estación. Rab McKenzie, un metro noventa y dos y obeso, era su mejor amigo desde los tiempos del colegio, y seguía siendo su más querido compañero de borracheras. A Gareth no lo conocía tan bien; sólo hacía unas semanas que 31
eran amigos, pero antes de llegar a conocerse ya le caía bien por su reputación.
El que le ponía nervioso era Dempsey. Pese a su relativa juventud, los variopintos círculos en los que entraba y salía significaban que Skinner se había topado con unos cuantos tipos duros, e incluso con algún que otro psicópata. Se había fijado, sin embargo, en que cuando alcanzaban cierta etapa de desarrollo, ya sólo nadaban en compañía de otros tiburones. Con todo, había en Dempsey algo característico y arrollador. Su presencia resultaba sin duda muy útil en cierto tipo de confrontaciones callejeras, pero en aquella situación estaba fuera de su elemento. Aunque quizá, meditó Skinner, era él quien estaba fuera de lugar.
Se conocían todos del fútbol, y los campos inundados habían aniquilado el programa de encuentros en todo el país. Pero eso es lo que hacían; se reunían los sábados y se entregaban a un poco de diversión inofensiva; de vez en cuando alguna pelea, pero por lo general sólo gestos de cara a la galería. Con todo, Skinner volvió a preguntarse qué hacía en una presa de West Lothian un sábado de diciembre por la tarde mientras caían chuzos de punta.
Respuesta: cocaína. Un poco antes, en un pub del centro, Dempsey había preparado una raya tras otra mientras los presentes se fueron reduciendo hasta quedar sólo ellos cuatro. Después propuso una pequeña aventurilla campestre. En ese momento no parecía mala idea: una confabulación fanfarrona inducida por las drogas, urdida en un pub del centro calentito. Ya allí, la cosa había pasado de emocionante a dudosa, y por último, había degenerado en aburrimiento puro y duro. Skinner se moría de ganas de estar en casa con Kay.
Le había contado que, a falta de fútbol, se iba de pesca con algunos de los chicos. Era improbable pero de hecho era casi verdad. Sin embargo, sabía que ya debería estar con ella, de modo que se puso ansioso. Recordó, esperanzado, que ella le ha-32
bía mencionado algo acerca de unos ensayos de danza. A veces éstos se prolongaban. Pero seguía inquieto, aunque quizá no tanto como los dos pescadores.
«Está bien llena de lucios esta presa», explicó Skinner a ambos muchachos, en un esfuerzo por distender un poco las cosas.
«En tiempos, no había más que percas. De manera que echaron un par de lucios, en plan lucio-lago, lago-lucio», siguió diciendo, sin esperar reacción pero percibiendo la sonrisa retorcida de Dempsey, «y los muy hijos de puta dejaron las reservas de perca en la nada. Las diezmaron.» Se volvió hacia sus amigos. «¡Las percas empezaron a escasear de tal manera que los lugareños lanzaban al agua los palos de madera de las jaulas de periquitos sólo para que pareciera que había más!»1 Y, al oler el miedo en aumento de los dos pescadores, Skinner empezó a esbozar involuntariamente una deslumbrante sonrisa fúnebre. Se dio cuenta de que habían captado la crudeza de su aviesa reacción, y por un instante se sintió despreciable.
Y el insípido sol poniente se vio cubierto por otra oleada de renegadas nubes negras, proyectando una sombra asesina sobre el lago, lo que hizo temblar visiblemente a uno de los pescadores, el pelirrojo. McKenzie, sintiéndose llamado a reaccionar, volcó de una patada la caja de aparejos de pesca y el cebo. Los gusanos se retorcieron sobre el lodo. «Qué torpe soy, ¿no?»
Skinner apretó los dientes y le lanzó a Gareth una mirada cómplice que decía: qué típico de McKenzie dejarnos a la altura del betún con una gracia tan sosa y acompañada de forma tan grosera.
«¿Sois de la parte límite del condado o qué, chavales?», preguntó Dempsey. «No sois de ninguna cuadrilla, ¿verdad?», preguntó a los desconcertados muchachos antes de señalar con el 1. Juego de palabras intraducibie, basado en la nomografía y homofo-nía de las palabras «perca» y «percha» (perch) en inglés. (TV. del T.) dedo y levantarle la voz a uno de ellos: «¡Tú! ¡Capullo pelirrojo!
¡Te he preguntado que de qué puto equipo sois!»
«No me gusta el fútbol...», empezó el muchacho.
Dempsey pareció darle vueltas a aquella declaración durante un par de segundos, asintiendo con la cabeza, paladeándola del mismo modo en que un pijo habría paladeado un vino de categoría.
«Los lucios son muy hijos de puta», dijo Skinner riéndose.
«Son tiburones de agua dulce. Lo son por naturaleza.»
«¿Conoces a Dixie, de Bathgate?», le preguntó bruscamente Dempsey al muchacho pelirrojo; parecía no oír a Skinner, quien estaba pendiente del incremento de la tensión.
El muchacho pelirrojo sacudió la cabeza, y el otro asintió
con gesto afirmativo; ambos evitaron escrupulosamente mirarse. «Sólo de oídas.»
«Si le ves por ahí le dices que Dempsey le estuvo buscando», dijo éste, subrayando su propio nombre y con cierto gesto de desilusión al ver que los chicos no reaccionaban en absoluto ante aquella revelación.
Exasperado, Skinner pateó de refilón una piedra y observó
cómo ésta hacía cabrillas durante un segundo sobre la superficie del lago antes de que éste la engullera con un ruido sordo. Habían tomado un par de cervezas y algo de perica y les habían engatusado para ir a West Lothian para una oscura vendetta que Dempsey tenía planeada contra un viejo conocido desde hacía años, probablemente por algo que ninguno de los dos recordaba ya. No encontraron ni rastro del tipo y empezaron a deambular sin rumbo. Aquel mezquino numerito de acoso e intimidación era resultado de la frustración de no haber logrado ningún resultado en esa dirección. Sin embargo, había algo más; también se trataba de la vieja guardia frente a la nueva generación, decidió Skinner, de un pulso entre McKenzie y Dempsey, en medio del cual se vieron cogidos aquellos dos pobres chavales. «Perdonen ustedes las molestias, muchachos, y buena suer-34
te con la pesca», canturreó alegremente mientras le hacía un gesto con la cabeza a Gareth y ambos se marchaban. McKenzie y Dempsey se entretuvieron, lo cual no auguraba nada bueno. Gareth hizo una mueca: «Esos dos tendrían que irse de vacaciones a un bed & breakfast y darse a los placeres griegos hasta que se les pasen las ganas.»
A Skinner Gareth le caía bien, pero optó por sonreír y reservarse la opinión. «La gente tiene derecho a pescar sin que la molesten. Es un derecho humano elemental», fue su inane comentario. Oyeron gritos y chillidos, pero siguieron caminando de forma resuelta, encaminándose con rapidez hacia el coche. Algunos instantes después, vieron por el espejo retrovisor a McKenzie y a Dempsey aproximándose hacia ellos. «Les hemos metido bien», anunció entre jadeos un aturullado Dempsey mientras subían a los asientos de atrás. Llevaba un ojo hinchado y magullado. McKenzie lucía una sonrisa de depredador.
«¿Llevaban móvil?», preguntó Gareth en tono irritado.
«Porque si es así, la puta poli estará encima cagando leches.»
«A lo mejor aquí no hay señal», dijo Dempsey con cierta timidez, «por lo de los muros de la presa y tal.»
Gareth arrancó el coche y aceleró mientras subían por la pista hasta llegar a la carretera principal rumbo a Kincardine Bridge. «Iremos por la ruta turística. Vosotros dos, cabrones, cogéis el tren desde Stirling», dijo, indicando con un gesto de la cabeza a Dempsey y McKenzie. Skinner se preguntó si habría ofendido a Dempsey al sentarse en el asiento de delante. Era inevitable que así fuera, sobre todo teniendo en cuenta que detrás, al estar sentado al lado del voluminoso Rab McKenzie, estaría apretujado.
«¡Capullo paranoico!», protestó Dempsey.
«Vete a tomar por saco, Demps; yo no he venido a este estercolero a ver cómo te dabas de bolsazos con civiles inocentes», replicó Gareth.
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«Ya, pero...», empezó Dempsey.
«Ni peros ni peras. Pensé que ibas detrás de Andy Dickson y fui lo bastante estúpido como para ayudarte a emprender esta boba caza del hombre porque iba hasta las cejas de coca y, en cualquier caso, a ese retrasado no le tengo ningún cariño. Pero
¿acaso alguno de esos chavales era Andy Dickson? ¿No? Ya me parecía a mí.»
«Se estaban sobrando que te cagas», le espetó Dempsey.
«Estaban pescando», le rebatió Gareth.
Por el retrovisor, Skinner vio los ojos coléricos de Dempsey clavados en la nuca de Gareth, pero el conductor no parecía consciente de ello. Entretanto, McKenzie relataba con entusiasmo la paliza que habían propinado a los dos chavales. Al darse cuenta del rumbo que tomaba aquello, uno de ellos había ido a por todas y asestó el primer golpe, sacudiéndole un buen derechazo en el ojo a Dempsey. «El capullo pelirrojo», se explayó
McKenzie con cierta alegría malévola. Luego siguió explicando cómo tumbó al amigo de éste de un solo puñetazo y observó, entretenido, cómo un Dempsey fuera de sí, casi paralítico de furor y de frustración, se imponía poco a poco a su agresor y después lo reventaba a coces. Dempsey, sentado en el asiento trasero del coche, iba más tenso que un muelle comprimido, forzado a escuchar el relato de McKenzie. Como no fuera matando al pescador, sabía que poco podía hacer para borrar de la memoria de McKenzie el recuerdo de ese primer golpe que asestado por sorpresa por el pelirrojo, pese a que el chico acabó pagando caro su coraje y su dignidad. Pero la historia de cómo aquel amodorrado capullo pelirrojo le había metido una en la presa circularía. La especta-cularidad de aquel golpe se magnificaría cada vez más, mientras que la represalia de Dempsey se volvería cada vez más insignificante e intrascendente. La radiante sonrisa de McKenzie daba fe de que la anécdota acabaría tergiversada y sacada totalmente de contexto.
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En el coche, Gareth, posiblemente consciente de la humillación de Dempsey e inquieto por las repercusiones, acabó por ceder y llevó a todo el mundo de vuelta a la ciudad en coche. A medida que las casas de las zonas residenciales daban paso a los bloques de apartamentos de las áreas deprimidas del casco urbano, Skinner pensaba que lo que debía hacer era volver con Kay en ese mismo momento, pero McKenzie propuso ir a tomar una pinta. Bueno, a lo mejor tomaba sólo una antes de volver a casa.
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4. SKEGNESS
Los atolondrados ojos de Joyce Kibby sólo se habían apartado de la sartén de huevos revueltos durante lo que a su confusa conciencia se le antojaron uno o dos segundos, para echar un vistazo, distraída, al retrato. Ahí estaba, posado inocuamente en la balda ornamental de la cocina de estilo Tudor que su marido había construido con sus propias manos.
Era una foto en la que aparecían ella, Keith y los niños en Skegness. Debía correr el año 1989 y había llovido durante la mayor parte de la quincena. La había tomado el encargado del Crazy Golf. Barry, así se llamaba. La mayoría de las personas que visitaban el domicilio de los Kibby la habría considerado una foto de familia más, sobre todo teniendo en cuenta que la casa estaba plagada de ellas. Para Joyce, sin embargo, poseía una cualidad mágica, trascendental.
Para ella era la única foto que captaba la esencia de todos ellos: Keith, con su alegría ganada a pulso; Caroline, con aquella jovialidad pugnaz y provocadora que evidenciaba ya de niña y que jamás la había abandonado. Y luego estaba la felicidad de Brian, siempre con un matiz de precariedad, como si exhibirla de forma demasiado ostentosa pudiese precipitar la aparición de fuerzas oscuras prestas a destruirla. En resumen, estimó con desasosiego, era igualito que ella. 38
Un olor a quemado le hizo arrugar la nariz. «Pestes», musitó
Joyce, sacando la sartén del anillo ardiente de la cocina eléctrica y rascando los huevos con la cuchara de madera para asegurarse de que no quedasen pegados al fondo. Aquellas pastillas que el doctor Craigmyre le había recetado para ayudarla a lidiar con el estado de Keith la estaban volviendo lenta, la embotaban.
¿Dónde estará Caroline?
Mujer delgada, ya muy pasados los cuarenta, con una nariz prominente, ojos grandes y una mirada inquieta, Joyce Kibby atravesó rápidamente las baldosas de pizarra. Asomando la cabeza de la cocina al pasillo gritó escaleras arriba: «¡Caroline!
¡Venga!»
Arriba, en su habitación, Caroline Kibby se apoyó sobre un codo, se incorporó lentamente y se apartó del rostro sus cabellos rubios. Desde la pared de enfrente, una sonriente imagen gigante de Robbie Williams le daba los buenos días. Aquella fotografía concreta siempre le había parecido dulce y extrañamente conmovedora. Hoy, sin embargo, a Robbie no parecía favorecerle en absoluto; quizá hasta le diera un aspecto un poco simplón. Balanceando las piernas y sacándolas de la cama, dispuso de un segundo para notar la piel de gallina que las cubría antes de que resonase de nuevo la voz chillona de Joyce:
«¡Ca-roliiinne!»
«Ya va, ya va», protestó ésta, lanzando un murmullo de exasperación ante el gran póster.
Caroline se puso en pie; durante los pocos pasos que le costó descolgar la bata azul del gancho de la puerta y envolverse en ella, notó el frío que hacía. De forma instintiva, se la ciñó al cuerpo al salir al pasillo, desde donde pudo comprobar que su hermano ya estaba listo; había dejado la puerta del cuarto de baño abierta para que se disipara el vapor de la ducha. En el espejo se veía una chorreante estrella de David. Brian ya iba vestido con el traje azul marino que su padre había insistido en que se comprara para el nuevo empleo. Le
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quedaba bien; el corte le imprimía una delgadez más elegante que dolorosa, impresión esta última que era la que solía ofrecer habitualmente. Le daba mejor aspecto, pensó; desde luego, Brian había nacido para llevar traje. «Muy elegante», dijo Ca-roline con una sonrisa.
Brian sonrió de oreja a oreja, exhibiendo sus grandes y blancos dientes. Mi hermano tiene unos dientes bonitos, pensó ella. Para él, aquél era un gran día. Se trataba de un puesto de funcionario en un cuerpo de inspectores más grande que el de Fife, y varios niveles más arriba en la escala salarial. Por añadidura, no había que tener en cuenta unos gastos de transporte del mismo calibre. No obstante, en cierto modo constituía un gran paso en lo referente a responsabilidades, y de un modo que asomaba quizá en la fatiga de su mirada, a Caroline le parecía que acusaba un poco la presión. No obstante, en aquellos momentos todos ellos padecían mucho estrés. «¿Nervioso?», preguntó.
«Nah», respondió Brian, antes de admitir, «bueno, quizá un poquitín.»
«¡Caroline!» La voz de Joyce, aguda y nasal, volvió a ascender desde abajo. «¡Se te va a enfriar el desayuno!»
Caroline se inclinó sobre el pasamano de la escalera. «¡Vale!
¡Ya te oigo! ¡Bajo enseguida!», rezongó; Brian Kibby se fijó en la tirantez de los tendones del cuello de su hermana.
Joyce interrumpió abruptamente los característicos ruidos de preparación del desayuno; un silencio vacilante se elevó de la cocina como vapor caliente. Era como si un francotirador emboscado acabase de volarle la cabeza a un compañero que tuviese al lado. Brian Kibby miró a su hermana con gesto consternado, pero Caroline se limitó a devolverle el mohín y encogerse de hombros.
«Venga, Caz...», suplicó él.
«A veces me pone de los nervios.»
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«Creo que es por lo de papá», dijo Brian, agregando a continuación: «Es muy estresante.»
Había algo condescendiente y excluyente en el tono de voz de su hermano que le dolió. «Lo es para todos nosotros», replicó con brío. A Brian le desconcertó un poco el tono de voz de Caroline. Había dado pocas muestras declaradas de que le hubiese afectado la enfermedad de su padre. Pero por supuesto que así tenía que ser; al fin y al cabo, era su favorita, pensó, un tanto melancólico. Con su acostumbrada indulgencia, Kibby lo atribuyó
a la juventud de su hermana, decidiendo que ése era su modo de ser. «Y creo que está nerviosa por mí porque es mi primer día de trabajo y esas cosas...», continuó, implorando de nuevo:
«Intenta no sacarla de sus casillas, Caz...»
Caroline se encogió de hombros con gesto indiferente y los hermanos Kibby bajaron las escaleras que conducían a la cocina. Brian enarcó las cejas al ver la gran bandeja de huevos revueltos, tomate asado y champiñones que había sobre la mesa. A su madre le preocupaba que estuviera tan delgado, pero era capaz de comer lo que fuera y no engordar; lo consideraba un destino metabólico compartido por ambos. «Luego te alegrarás», le aseguró Joyce de forma preventiva mientras se sentaba.
«No sabes cómo será la comida del comedor municipal ese. Siempre dijiste que el de Kircaldy no estaba muy allá», rumió en voz alta, volviéndose hacia Caroline, que colocó un huevo sobre una tostada mientras dejaba a un lado una loncha de beicon. Joyce torció el gesto, cosa que Caroline captó de inmediato.
«Ya te he dicho que no como carne», dijo Caroline. «¿Por qué me la sirves cuando sabes que no me la como?»
«No es más que una loncha», respondió Joyce con gesto suplicante.
«Disculpa, pero ¿es que no has oído lo que he dicho?», preguntó Caroline a su madre, mirándola directamente a la cara.
«¿Qué crees que significa la frase "no como carne"?»
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«La carne es necesaria. Sólo es una loncha.» Joyce entornó
los ojos y miró a Brian, que estaba ocupado untando de mantequilla una tostada.
«Yo. No. Como. Carne.», afirmó Caroline por tercera vez, ahora cambiando de tono, casi riéndose de su madre.
«Apenas es nada», dijo ésta, irritada. «Todavía estás creciendo.»
«De todas las maneras equivocadas, si por ti fuera.»
«Eres anoréxica, ése es tu problema», declaró Joyce. «He leído acerca de esa estúpida obsesión con el peso que tenéis las jóvenes de hoy y...»
«¡No puedes llamarme así!», exclamó Caroline, roja de ira.
«¡Es como tachar a alguien de enfermo mental!»
Joyce miró con gesto atribulado a su hija. ¿Qué sabría aquella niña escuchimizada y respondona de enfermedades? «Ahí tienes a tu padre, luchando por su vida en el hospital, con goteros por todas partes; seguro que daría cualquier cosa por poder comer algo sólido...»
Caroline ensartó el trozo de beicon con el tenedor enseñándoselo a su madre. «¡Entonces llévaselo a él!», exclamó, poniéndose en pie de golpe y subiendo en tromba las escaleras hasta su habitación.
Joyce prorrumpió en hipidos pequeños y entrecortados.
«Esa pequeña..., ¡ay!...» De pronto se detuvo, como si acabara de recordar que Brian estaba presente. «Lo siento, hijo, y encima en tu primer día en el nuevo empleo. Hay veces que ya no reconozco a esa chica», dijo levantando la vista hacia el techo. «Jamás se atrevería a hablar de esa manera si tu padre...»
«No te preocupes. Subiré y hablaré con ella. También está
alterada, mamá. Por lo de papá. Simplemente es su forma de manifestarlo», discurrió Brian.
Joyce respiró hondo. «No, hijo, termina de desayunar. Llegarás tarde y es tu primer día de trabajo. No es justo; no, no es justo», dijo ella sacudiendo la cabeza y dejándole desconcertado, preguntándose a qué injusticia se refería exactamente. 42
Brian Kibby estaba ansioso por hacer eso mismo y salir de casa. Aunque iba un poco sobrado de tiempo, engulló la comida y se colocó la gorra de béisbol roja en la cabeza. El ímpetu y la emoción le hicieron recorrer Featherhall Road hasta llegar a St John's Road con gran rapidez; allí vio cómo se aproximaba un autobús número 12. Corriendo hasta la parada para cogerlo, tuvo la suerte de encontrar asiento y se asomó por un cristal empañado a la ciudad, fría y empapada. Avanzaron muy lentamente hasta pasar el zoo, parando luego en Western Córner, Roseburn, Hay-market y Princes Street, antes de que él bajara en la estación de Waverley y subiese por Cockburn Street hasta llegar a la Milla Real. Se quitó la gorra de béisbol roja con el logotipo futbolero, ya que no hacía juego con el traje, y la guardó en su bolsa.
Su apresurada salida de casa le había hecho entrar en calor, pero al desembarcar del autobús, el húmedo frío matutino había empezado a insinuarse. Al notar cómo la llovizna y la neblina del Mar del Norte le saturaban paulatinamente la ropa, se le ocurrió que a veces salir a la intemperie en Escocia era como meterse en una sauna fría. Para matar un poco de tiempo recorrió un trecho de la Milla Real. En la papelería compró un ejemplar del Game Informer de aquel mes y lo guardó en la bolsa. Luego se metió por una bocacalle, sintiendo el palpito de la emoción en el estómago, al ver una de sus tiendas favoritas, con su pintoresco rótulo:
A. T. Wilson Hobbies y Pasatiempos
Brian se acordaba de cómo su padre disfrutaba tomándole el pelo por sus frecuentes compras en aquella tienda. «¿Conque todavía vamos a la tienda de juguetes, hijo? ¿No crees que ya vas siendo un poco mayor para esas cosas?» Keith Kibby se reía, pero con frecuencia se adivinaba en su humor un matiz burlón y desdeñoso que avergonzaba a su hijo y le hacía mostrarse más circunspecto en lo referente a sus adquisiciones.
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La maqueta del ferrocarril en miniatura que ocupaba el desván de los Kibby era impresionante, aunque como Brian tenía pocas amistades, no eran muchas las personas que habían tenido el privilegio de verla. En su condición de maquinista, Keith Kibby había pensado en un principio que su hijo simplemente compartía su fascinación por las locomotoras, y le desilusionó
descubrir que aquella pasión se limitaba exclusivamente a las locomotoras en miniatura. No obstante, en un bienintencionado intento de alentarle en aquella dirección, su padre, entusiasta del bricolaje, recubrió de parquet el desván, colocó una escalera de mano de aluminio y hasta puso la instalación de luz. Brian Kibby había heredado de su padre la habilidad para la carpintería. El taller de Keith estuvo al otro lado del desván hasta que enfermó demasiado como para subir las escaleras con tanta frecuencia y empleó el cobertizo del jardín en su lugar. Por consiguiente, toda la planta quedó consagrada al complejo ferroviario y urbano de Brian, si se exceptuaban unos cuantos armarios viejos en los que había almacenados algunos juguetes y libros de la infancia, y un montón de estanterías que albergaban sus revistas de reseñas de videojuegos.
Era algo muy inusitado que alguien más subiese allí arriba, y el desván se convirtió en el refugio de Brian, un lugar de retiro cuando le acosaban en el colegio o cuando tenía cosas —o chicas-en las que pensar. Fueron pasando tardes de masturbación solitaria y culpable a medida que su febril imaginación evocaba imágenes de chicas del vecindario o el colegio, desnudas o ligeras de ropa, a las que casi era demasiado tímido para mirar, ya no digamos dirigir la palabra.
No obstante, su pasión abrumadora era el ferrocarril en miniatura. También se avergonzaba de ella; se encontraba tan lejos de las cosas con las que disfrutaban otros chicos, o al menos profesaban disfrutar, que el placer que le proporcionaba era tan deliciosamente clandestino como sus sesiones masturbatorias. De resultas, se volvió más circunspecto y retraído ante sus coe-44
táñeos; sólo se sentía libre cuando se encontraba en su desván, donde era amo y señor del entorno por él creado.
Las bromas en familia de Keith acerca de su «expulsión» del desván disimulaban ansiedades de mucho mayor calado, y no sólo relativas a su salud en declive. Le preocupaba que pudiera haber encerrado psicológicamente a su hijo en aquel espacio; al alentar aquella afición había suministrado a aquel muchacho tan tímido un medio de sepultarse en vida.
Cuando Brian alcanzó la edad en la que Keith le consideraba demasiado mayor como para que les acompañase durante las vacaciones familiares, el padre preguntó al hijo adonde pensaba ir.
«A Hamburgo», le dijo Brian con entusiasmo.
Keith se sintió preocupado por la sordidez de la industria del sexo de la Reeperbahn, pero enseguida se dio cuenta, con cierto alivio, de que aquello no era sino un rito iniciático por el que hacía tiempo que tendría que haber pasado su hijo, al rememorar sus propias aventuras adolescentes en el barrio chino de Amsterdam. Sin embargo, algo chirrió en su interior cuando el muchacho añadió: «¡Tienen el mayor ferrocarril en miniatura del mundo!»
Sabía, sin embargo, que había sido él quien había iniciado la obsesión. Había ayudado a su hijo a construir grandes colinas de cartón piedra, alrededor y por debajo de las cuales circulaban los trenes, y le había ayudado también a realizar construcciones minuciosas. El edificio de la estación y el del hotel, inspirados en los de St Paneras, en Londres, eran el orgullo de Brian. Formó parte de un trabajo de carpintería en el colegio, donde sobrevivió a varios intentos de sabotaje por parte de Andy McGrillen, un perdonavidas que había puesto especial empeño en acosarle. En cuanto logró llevarlas a casa, sanas y salvas, sin embargo, no hubo forma de detener a Brian Kibby, pues todo creció a partir de aquellas estructuras amorosamente labradas por él.
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Ahora Kibbytown, como a menudo la denominaba, también albergaba un estadio de fútbol construido alrededor de un campo de Subbuteo. Junto al mismo pasaba la vía férrea, recordándole al observador Brockville o Starks Park. Su proyecto más reciente era la construcción de una ambiciosa y nueva tribuna que formaría un puente sobre la vía, tomando como modelo el estadio de Lansdowne Road, en Dublín. Incluso dejó de lado su aversión a los deportes, asistiendo a varios partidos en Tyne-castle y Murrayfield para fijarse en el diseño de los estadios.
Cuando comenzaba una nueva fase de construcción, Keith siempre se encontraba ansioso. Le preocupaba que su hijo apisonase sus colinas de cartón piedra, por las que parecía desmesuradamente preocupado, pero Brian siempre edificaba alrededor de ellas. Y vaya si el chico edificaba: bloques de pisos, torres, bungalows, cualquier cosa que se le ocurriera a medida que su ciudad se extendía por el desván, reflejo del desarrollo de la parte oeste de Edimburgo en la que creció. Ahora, bajo la lluvia matutina, en la calle y asomado al escaparate de Wilson's Hobbies, Kibby se quedó pasmado al instante. No podía creer lo que veía, ¡pero allí estaba! La elegante locomotora de color granate y negro resplandecía mientras leía con impaciencia y anticipación lo que estaba grabado en la placa del lateral: CITY OF NOTTINGHAM. Era una R2383 BR
Prin-cess Class City of Nottingham. Había estado agotada debido a la demanda, convirtiéndose en algo excepcional de la noche a la mañana.
¿Cuánto tiempo llevo detrás de una de ellas?
Mientras miraba el reloj se le aceleró el pulso. La tienda abriría a las nueve en punto, dentro de apenas cinco minutos, pero él tenía que presentarse ante un tal señor Foy a las 9.15. Costaba ciento cinco libras, y si la dejaba allí, se la llevarían antes de que pudiese regresar a la hora de comer. Brian Kibby atravesó a toda prisa la calle para llegar al cajero y retiró su dinero, temblando de emoción y temor en todo momento, no fuese que 46
algún otro entusiasta de los ferrocarriles en miniatura entrase a hurtadillas y le birlase el codiciado artefacto.
Mientras regresaba a toda velocidad a la tienda, Kibby vio a Arthur, el viejo propietario, llegar cojeando hasta la entrada y meter las llaves en la cerradura para abrir. Entró tambaleándose tras él, incapaz de contener su emoción, tuvo que detenerse abruptamente, pues de pronto el anciano se agachó para recoger el correo matutino. En lo que a Kibby se le antojó una eternidad, reunió toda la correspondencia y dijo después con discernimiento: «Ah, hola, Brian, hijo, creo que sé lo que buscas.»
Echando un rápido vistazo al reloj, a Kibby le preocupaba ahora llegar tarde. No podía hacer algo así; no podía causar tan mala impresión en su primer día de trabajo. Era importante empezar con buen pie. Su padre siempre había hecho hincapié en la puntualidad hasta el punto de convertirla en una de las obsesiones de Brian Kibby. Cosas de maquinistas, concluyó. El viejo Arthur pareció un poco molesto al ver que el muchacho se marchaba inmediatamente después de adquirir la locomotora, sin quedarse a charlar como tenía por costumbre. La gente joven siempre andaba con prisas, pensó con cierta desilusión, pues durante mucho tiempo había considerado que Brian Kibby estaba hecho de otra pasta.
Kibby cruzó la calle a la carrera con la caja bajo el brazo. No, no podía llegar tarde, se repitió sin cesar a sí mismo una y otra vez en un mantra nervioso. Aquella noche acudiría al hospital y tenía que ser capaz de mirar a su padre a los ojos y contarle que todo había ido bien en su primer día. El reloj del Tron le dijo que disponía de un poco de tiempo, y comenzó a relajarse y a recobrar el aliento.
Delante de las cámaras municipales se estaban realizando unas obras importantes. Siempre estaban levantando los adoquines de la Milla Real, reflexionó Kibby. Entonces reconoció a uno de los operarios. Era Andy McGrillen, su antiguo verdugo del colegio, ataviado con una chaqueta guateada sin mangas
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mientras manejaba un gran martillo neumático cuyo temblor ponía de manifiesto la tensión de los poderosos músculos de sus brazos. Kibby contempló sus propios y enclenques bíceps, y recordó lo ridículo que quedó que su padre le dijera: «Si alguien se mete contigo en el colegio, dales con esto», mostrando su propio puño lleno de cicatrices a modo de ejemplo.
Brian Kibby agarró con más fuerza la caja que llevaba. Cuando McGrillen levantó la vista y le reconoció con lentitud, Kibby notó que en su interior se desencadenaba el acostumbrado relámpago de temor engendrado por la presencia de su viejo antagonista. No obstante, al contemplar a McGrillen, pareció dar paso a otra emoción, menos definible. El desprecio seguía presente en la mirada de su viejo torturador, pero esta vez, vestido con ropa de obrero, se veía frente a un Kibby trajeado, y alguna parte burguesa reprimida de su alma se sintió disminuida. Y Kibby se dio cuenta de ello; se dio cuenta de que McGrillen se veía levantando calles durante el resto de su vida, mientras él, Brian Kibby, en traje y corbata, se convertía en un hombre de provecho, ¡un inspector municipal!
Kibby no pudo reprimir una sonrisita de suficiencia, pues, después de todas las humillaciones de patio de colegio y de años atravesando la calle a la altura de la pastelería o la tienda defish and chips, acababa de obtener cierto grado de venganza, de justicia. Aquella pequeña sonrisa de autosatisfacción, ¡menudo clavo en el corazón del pobre McGrillen!, pensó mientras atravesaba el patio delantero casi brincando de alegría, dejando de mirarle de forma instantánea y avanzando de un modo estudiadamente distraído, serio y formal, ¡como si McGrillen fuera alguien al que pensaba que conocía pero reparando de inmediato en su error!
Ya en el interior del impresionante vestíbulo, Kibby subió
por una escalinata revestida con paneles de caoba hasta llegar a un grupo de ascensores. Al meterse en uno de ellos, vio a un tipo trajeado, de su misma edad o quizá un poco mayor. Kibby pensó que tenía una pinta guay, pues el traje parecía caro. Y el tipo hizo un gesto con la cabeza y le sonrió, ¡a él, a Brian Kibby!
¿Y por qué no? Ahora era alguien, un funcionario municipal, no sólo un currante sin cualificar como McGrillen.
¡A alguien como Andrew McGrillen un tío como ése no le da- ría ni los buenos días!
Entonces se dio cuenta de que el chico iba con una chica; pues bien, Kibby sintió cómo se le aceleraban las hormonas, y antes de empezar a hablar con el chico, ella también le dedicó
una sonrisa. ¡Vaya!, pensó Kibby, admirado ante los cabellos castaño claros, los inquietos y grandes ojos marrones y los voluptuosos labios de la chica. Qué preciosidad, dijo para sus adentros, atónito, presa de una especie de subidón extático tan fuerte que por unos instantes casi se olvidó de la caja que llevaba bajo el brazo.
Al llegar a la siguiente planta subieron al ascensor dos hombres vestidos con mono azul, y acto seguido una profusa y cálida hediondez inundó el compartimento en el que estaban apiñados. Alguien había soltado un pedo. El olor era espantoso, y antes de entornar el rostro en un gesto de asco el tío del traje miró a los ojos primero a Kibby y luego a los muchachos del mono azul. Los obreros se bajaron en la planta siguiente. El joven trajeado exclamó a voz en cuello: «¡Vaya tufarada!»
Alguna gente sonrió y la chica se rió. «Danny», le reprendió.
«No es coña, Shannon», le oyó decir Kibby. «No hay derecho. Hay servicios en todas las plantas.»
Shannon, pensó Kibby, demasiado excitado y aturullado para volverse y fijarse si iban a la misma planta que él. No, pensó, aquélla era su gran oportunidad. Ellos no le conocían; no iba a ser el chico tímido del colegio o el silencioso aprendiz de la oficina que preparaba el té para los viejos gruñones, como en su último empleo. Aquí iba a acceder a la mayoría de edad, iba a derrochar confianza en sí mismo, se iba a mostrar sociable y sería respetado. Acto seguido, tomó aire y se volvió para mirar al 49
tal Danny y a la tal Shannon. «Disculpad..., ¿sabéis dónde está
la sección de Sanidad y Medio Ambiente? Tengo una cita con el señor Robert Foy.»
«Tú debes ser Brian», dijo la chica llamada Shannon son-riéndole, cosa que también hizo, como notó Kibby con gratitud, el chico llamado Danny.
«Sigúenos», dijo éste.
¡Apenas he traspasado el umbral y ya he hecho migas con una gente estupenda!
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5. INDEMNIZACIÓN
El implacable martilleo del despertador arrojó a Danny Skinner de un infierno a otro. Su mano salió disparada, activando de un manotazo el botón de «apagado», pero durante un rato el ruido continuó palpitando en su cerebro. Los sueños atormentados y febriles habían desaparecido, sólo para verse reemplazados por la realidad de una fría e inhóspita mañana laboral de lunes. A medida que las sombras del alba comenzaban a definir los contornos de la habitación, su cabeza, muy cargada, fue despejándose. Una oleada de pánico le atravesó cuando por instinto sacó la pierna al frío para explorar el otro lado de la cama. No.
Kay no había regresado, no había pasado la noche allí. Solía pasar mucho tiempo en su casa, a decir verdad, la mayor parte de los fines de semana. Quizá había salido a tomar una copa con su amiga Kelly; dos chicas en forma, dos bailarinas, de marcha. A Skinner le atraía la idea. De repente, un olor amargo le llegó a las fosas nasales. En un rincón, vio un charco de vómito. Dio gracias de que estuviese confinado al suelo de madera de pino lavada y de que no hubiese llegado hasta la alfombra oriental en la que aparecían varias posiciones del Kama Sutra, la cual le había costado la mitad de su sueldo mensual en una tienda de antigüedades del Grassmarket.
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Skinner encendió la radio y escuchó a un DJ inverosímilmente alegre babear durante un intervalo de tiempo espantosamente largo antes de que una melodía bienvenida y familiar aliviase ligeramente su sufrimiento. Se incorporó de forma paulatina y se fijó en su ropa, desperdigada por el suelo y colgando de la parte inferior de la cama con la desesperación con que un náufrago se aferra a una tabla. Luego contempló morbosamente la botella de cerveza vacía y el cenicero rebosante que yacían junto a la cama. Dichos restos estaban iluminados, como en una abominable composición, por el parco sol matutino que se filtraba por las raídas cortinas. A través de los marcos agrietados y vibrantes de las ventanas soplaba ruidosamente un viento fresco, azotando su pecho desnudo.
Anoche volví a acabar destrozado. El último fin de semana. No me extraña que Kay optase por volver a casa. Eres un puto cretino, Skinner... un puto fantasma, un hijo de perra inútil..., te compor- tas como un imbécil...
Se paró a pensar en que antes nunca le había importado el frío. Ahora notaba cómo iba socavando su energía vital. Tengo veintitrés años, pensó con nerviosa desesperación, espeso por la resaca. Se llevó la mano a las sienes para frotárselas y así disipar un puntito de neuralgia que quizá anunciase la llegada del explosivo aneurisma que habría de enviarle al otro barrio. En este sitio hace un frío que te cagas. Frío y además oscuro. Nunca será Australia ni California. No va a mejorar en nada. A veces pensaba en el padre al que nunca conoció. Le gustaba la idea de que quizá estuviera en algún lugar cálido, quizá
en lo que denominan «el Nuevo Mundo». Como si pudiera verlo, se imaginaba a un hombre saludable y moreno, quizá con la cabeza surcada de canas y una familia bronceada, joven y rubia. Y sería aceptado en su seno en un acto de reconciliación que daría sentido a su vida.
¿Puedes echar de menos aquello que nunca tuviste?
El invierno pasado estaba pelado y había intentado quedar-52
se en casa y dejar la bebida. Acabó escuchando a Leonard Cohén, estudiando las obras filosóficas de Schopenhauer y leyendo a diversos poetas escandinavos, en su opinión deprimidos clínicos torturados por largas noches invernales. Sigbjórn Obstfel-der, el modernista noruego que escribió a finales del siglo XIX, le gustaba en especial por sus grandiosos versos de decadencia morbosa, el más memorable de los cuales, para Skinner, era éste:
El día se pasa entre risas y canciones.
La muerte siembra durante la noche entera.
La muerte siembra.
A veces pensaba que podía verlo escrito en los rostros de los vejetes de los pubs de Leith: cada pinta y cada chupito aproximando un paso más a la Parca, a la vez que alimentaba delirios de inmortalidad.
¡Ah, cuan dulces delirios!
Y se acordó de que había sacado a su novia al pub casi a la fuerza el domingo por la tarde, cuando lo único que ella quería hacer era quedarse tumbada viendo la televisión con él. Skinner, sin embargo, sentía la imperiosa necesidad de sacudirse la resaca del viernes y el sábado noche y poco menos que la había sacado a empujones por la puerta, conduciéndola por Leith Walk hasta Robbie's, donde se encontraban bebiendo varios de sus amigotes. Con todo, Kay, la única mujer en todo el local, permaneció allí sentada, sonriendo y sin quejarse, consentida o ignorada por aquellos hombres extraños y maravillosos que no hacían más que beber sin parar. Era como si algunos de ellos no hubiesen posado jamás sus ojos inyectados en sangre sobre una mujer, mientras que otros habían visto al menos una más de las que hubieran querido volver a ver jamás. A Kay no le preocupaba demasiado; le hacía feliz estar con el chico al que amaba, fuesen a donde fuesen. Ella no podía hacer como ellos, sin embargo. Tenía que controlarse el peso y mantenerse en for-53
ma para poder bailar. Solía decir: «Tú no lo entiendes, tengo que mantenerme en forma.» Y él le contestaba: «Pero si lo estás, nena.»
Pero a medida que caían las copas, Skinner se iba poniendo más bullanguero y más pedante. Discutía con su colega, Gary Traynor, un joven fibroso, de cabellos claros rapados y expresión severa pero traviesa. «Últimamente ésos no tienen una. firm en condiciones. ¿A cuántos podrían reunir?»
Traynor se encogió de hombros con una leve sonrisa de suficiencia y dio un sorbo a su cerveza. Alex Shevlane, una especie de rata de gimnasio con la cabeza afeitada y aspecto de abusar de las pesas, le echó una mirada subrepticia a sus bíceps en el espejo mientras se llevaba la botella de cerveza a los labios: «La última vez que estuvimos allí los muy cabrones ni aparecieron. Una puta pérdida de tiempo», dijo entre dientes.
«Siempre estás con lo mismo», dijo Traynor sonriendo y descargando una palmada en las anchas espaldas de Shevlane.
«Déjalo estar. ¿Qué quieres, demandarles por daños y perjuicios? Daños emocionales por arruinarte el fin de semana», se rió, señalando con un gesto de la cabeza a un joven elegantemente vestido y de aspecto huidizo que bebía solo en la barra. «¡Pero si es Dessie Kinghorn!»
Skinner se dio la vuelta y guipó a Des Kinghorn, que le sostuvo la mirada con gesto duro y penetrante. Skinner se levantó
y caminó hacia él mientras el rostro de Traynor se dilataba de alegría.
«¿Qué tal, Dessie, colega?»
Kinghorn le miró de arriba abajo, se fijó en la chaqueta Aquascutum y las Nike nuevas, y asintió con la cabeza en un gesto pausado y valorativo. «Bien», dijo con brusquedad. «¿Trapos nuevos?»
Han pasado tres años y el muy capullo sigue mosqueado, pensó Skinner. «Sí..., ¿te apetece tomar una, colega?», le preguntó, señalando la barra.
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«Nah, gracias, ya me marchaba», dijo Kinghorn, apurando su cerveza, saludando con la cabeza de manera cortante y dirigiéndose a la salida. Mientras salía por la puerta a la calle, Traynor le echó una mirada a Skinner, frunciendo los labios y poniendo los ojos en blanco. La sonrisa de Shevlane reflejaba el retrato del tiburón que lucía en su jersey de rayas blancas y negras. Skinner se encogió de hombros y mostró las palmas en un gesto de impotencia. Kay se estaba quedando con toda la escena, tratando de determinar lo que sucedía y por qué aquel tipo había desairado a su novio. «¿Quién era ése, Danny?», preguntó.
«Sólo un viejo amigo, Dessie Kinghorn», dijo él. Al darse cuenta de que su respuesta no satisfacía a nadie en toda la mesa, y a Kay menos que a nadie, se vio obligado a contarles un cuento. «¿Recuerdas que te conté que el verano antes de que nos conociéramos me atropello un coche? ¿Pierna rota, brazo roto, dos costillas y una fractura de cráneo?»
«Sí...», asintió ella. Nunca le gustaba pensar en lesiones de ese calibre. No sólo tratándose de él sino en general. Se avecinaba una audición importante para ella. ¿Quién podría recuperarse de lesiones semejantes y volver a bailar de nuevo? ¿Cuánto tiempo llevaría? Incluso ahora, a veces imaginaba que su novio caminaba de forma un poco desigual; quizá fuera una secuela del accidente.
«Bueno, pues reclamé una indemnización por las lesiones. Dessie trabaja en seguros y él me la preparó; me pasó los formularios y todo eso, y me puso en contacto con un fotógrafo.»
Kay asintió con la cabeza. «¿Para que sacara fotos de las lesiones?»
«Sí. Le estaba muy agradecido, y le dije que le invitaría a unas cuantas rondas. Bueno, pues me dieron quince de los grandes, cosa que me alegró, pero no nos engañemos, estuve seis meses sin trabajar, inmovilizado y toda la pesca», apeló Skinner. «Fui a darle quinientas libras cuando llegó el dinero de la indemnización. A 55
ver, que apreciaba lo que había hecho, pero todo el mundo iba detrás insistiendo en que reclamase una indemnización, sólo que lo hice a través de la compañía de seguros para la que trabajaba Des-sie. A mi modo de ver le di un poco de trabajo y le ofrecí una bonita mordida. El cabrón no quiso aceptarla. "Olvídalo", me soltó. Se mosqueó y está así conmigo desde entonces.» Skinner daba tragos a su pinta como si estuviese tragándose su amargura.
«El puto imbécil iba por ahí haciendo correr la voz de que a él le correspondía la mitad.» Skinner buscó apoyo primero en Traynor, después en Shevlane, luego en Kay y, por último, en algunos de los demás. «Se lo dije en McPherson's. "Si quieres la mitad, te daré la mitad..., siempre y cuando me dejes romperte la pierna, los brazos, las costillas y el cráneo con un bate de béisbol. Porque son ésas las únicas circunstancias bajo las que tendrías derecho a la mitad." Después de eso el muy cabrón se puso todo paraca; pensó que le estaba amenazando», dijo Skinner, con ojos desorbitados de indignación. «Amenazar yo a ese cabrón. Anda ya. Sólo intentaba aclararle las cosas, joder.»
Kay asintió con gesto prudente. «Es horrible cuando los amigos se pelean por dinero.»
Traynor le guiñó un ojo a Kay y le dio una palmada en la espalda a Skinner. «El amor y el dinero son las únicas cosas por las que vale la pena pelearse entre amigos, ¿no, chicos?», declaró entre risas estentóreas. Dos hombres sentados en la mesa de al lado con un chiquillo que llevaba puesta una camiseta verde con el logo de Carls-berg les miraron. Los hombres bebían chupitos de whisky y pintas y el chaval bebía Coca-Cola. Skinner les echó una mirada larga y fría y apartaron la vista.
El azúcar se convierte en alcohol.
A Kay no se le escapó la fealdad de su mirada, captó los indicios. Aquel tío de la barra le había puesto de mal café. Le cuchicheó al oído en tono sugestivo: «Vamonos a casa a tumbarnos un rato en la bañera juntos.»
5§
«¿Quién cono crees que soy? ¡Sólo bebo como un pez!
¡Tumbarnos en la bañera juntos, dice!», profirió Skinner, atrayendo la atención de los presentes, pero en lugar de que la salida quedara ingeniosa, jocosa y coqueta como pretendía, la máscara del alcohol la distorsionó, convirtiéndola en una brusca reprimenda, interpretada por Kay como un alarde ante sus amiguetes para demostrar quién llevaba los pantalones. Kay sintió la humillación como una puñalada en las entrañas y se puso en pie. «Danny...», dijo suplicante, por última vez. Skinner, sacudido de su indolencia aletargada de borrachín, se sintió impelido a añadir, en tono conciliatorio: «Tú adelántate, yo bajaré en cuanto me acabe ésta», y agitó su vaso medio lleno de cerveza.
Kay dio media vuelta, salió del bar y echó a caminar por Leith Walk. Estaba perdiendo el tiempo. Podría haber ido al estudio, trabajado en la barra y haberse preparado mental y físicamente para la audición.
«Hay que ver cómo son las tías», dijo Skinner a sus amigos. Un par de ellos asintieron con la cabeza de manera cómplice. La mayoría se limitó a sonreír débilmente. Procedían casi todos de la juventud local interesada por el recrudecimiento en boga de la violencia futbolística. La mayoría estaban impresionados con los relatos de Skinner y de Rab McKenzie acerca de sus experiencias con los muchachos de la vieja escuela de los CCS.1 Estaban tan deseosos de escuchar el relato de su excursión por West Lothian con las instituciones del graderío Dempsey y Ga-reth como Skinner estaba de narrarlo sin que Kay estuviera presente. También tenía ganas de hacerse con la peli porno que Traynor le había conseguido, La resurrección de Nuestro Señor, y esconderla para que ella no la viese.
1. Siglas de Capital City Service, casuals seguidores del Hibernian Football Club. (N. del T.)
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Su intención era regresar a casa después de aquella pinta, pero Rab McKenzie apareció por la puerta, se contaron más historias y cayeron más copas. No, la bebida nunca hacía preguntas. Hasta la mañana siguiente.
A la mañana siguiente, cuando no vio a Kay por ningún lado.
Skinner se levantó despacio, se duchó y se vistió. Tenía ironía que fuese un hombre ordenado y muy exigente que pasaba horas aseando compulsivamente tanto su piso como su persona, sólo para arrasarlos ambos de forma casi total con una regularidad que a mucha gente se le antojaba sencillamente incomprensible. Contempló el desorden en el que se hallaba el piso y maldijo, entre náuseas y aborreciéndose a sí mismo, la visible quemadura de colilla que había en el sofá. Tendría que darle la vuelta al cojín, pero no, del otro lado había una peor, donde a alguien se le había caído una chinita de hachís incandescente.
¡Una puta quemadura de colilla en tu sofá!¡Motivo de sobra para dejar de fumar para siempre jamás. Motivo de sobra para prohibir a cualquier coleguita débil y apestoso que oliese siquiera a tabaco que se acercase lo más mínimo a tu puta casal El mando a distancia estaba cubierto de pegajosas manchas de cerveza. Estaba atascado y costó tiempo y esfuerzo apretarlo y menearlo hasta que funcionó. El animador apareció en pantalla, presentando el programa matinal. Volviendo a echar un vistazo al despertador, Skinner luchó por ponerse la ropa y afrontar el día. Al anudarse la corbata azul y mirarse en el espejo, su confianza para capear la semana que se avecinaba fue creciendo paulatinamente.
Parezco un puto villano de opereta. Si me dejara bigote pare- cería Pierre Nodoyuna.
Danny Skinner sabía que si bien era relativamente joven en su departamento, su afilada lengua era respetada y temida, incluso por algunos de sus mayores y superiores, que le habían vis-58
to hacer uso de ella sin piedad en varias ocasiones. Más aún, hacía bien su trabajo: era popular, inteligente y muy querido. Y no obstante, comenzaba a percibir una creciente desaprobación por parte de algunos colegas situados más arriba en el escalafón en relación con su afición a la bebida y su actitud a menudo displicente e irreverente. Pero gran parte de ellos eran unos hijos de puta corruptos como Foy.
Cogió el autobús número 16 y se bajó en el este de la ciudad. En Cockburn Street se encontró con su compañera de trabajo favorita, Shannon McDowall, entrando en las Chambers por la puerta de atrás; ambos cogieron el ascensor que conducía a la quinta planta. Era la única persona del trabajo con la que Skinner realmente hablaba, más allá de trivialidades, y a menudo coqueteaban de modo superficial. Le asombraba el aspecto tan repipi que tenía Shannon con aquella larga falda de color marrón, blusa amarilla y rebeca marrón claro y el pelo recogido en un moño. Lo único que delataba a la vivaracha chica marchosa de los fines de semana era la sonrisa autosatisfecha que lucía. «¿Qué tal, Dan? ¿Buen finde?»
«Debe de haberlo sido, Shan, debe de haberlo sido, pues no recuerdo nada en absoluto», dijo Skinner. «¿Y tú qué?»
«Kevin y yo estuvimos en el Joy. Fue una noche alucinante», dijo Shannon con una sonrisa lujuriosa.
«Me alegro por ti. ¿Alguna indiscreción reseñable?»
Shannon bajó la voz hasta un tono casi inaudible y miró a su alrededor, apartándose el cabello del rostro: «Sólo una pasti-llita, pero me mantuvo despierta toda la noche.»
A una sola pastilla que le den, pensó Skinner, pero después, echando una fugaz mirada de soslayo, que le dieran también a Shannon. Aunque él jamás le pondría los cuernos a Kay y, además, Shannon tenía novio, Kevin, aquel tipo creído del peinado raro. No, él jamás engañaría a Kay, pero sería estupendo echarle un polvo de muerte a Shannon sólo para tocarle los huevos a ese capullo de Kevin, pensó Skinner antes de experimentar un acceso de vergüenza. Shannon es estupenda, es una amiga. No se puede pensar en las amigas en esos términos. Es el alcohol: deja en la mente una mácu- la de sordidez y suciedad. Si lo mezclas con cocaína en grandes can- tidades durante prolongados períodos de tiempo lo más probable es que encamines tus pasos hacia el pabellón de los pederastas. Joder, tengo que...
Recordó aquella vez que él y Kay estaban en un club del West End y se encontraron con Shannon y Kevin. Tendría que haber sido un agradable encuentro entre parejas, pero por algún motivo él y Kevin no llegaron nunca a congeniar, y tampoco, era evidente, Shannon y Kay. No se trató de algo tan marcado como para generar una aversión instantánea por parte de ninguna de las dos, pues en la superficie las cosas fueron bastante amables, pero la antipatía mutua saltaba a la vista. Chicas diferentes, pensó Skinner. Kay era la más joven de su familia; tenía dos hermanos mucho mayores. La princesita mimada. Cuando Shannon era adolescente y aún iba al colegio, su madre murió de forma súbita, y su padre se vino abajo de resultas. En la práctica eso significó que tuvo que ser ella quien criase a su hermano y a su hermana pequeños. Skinner se fijó en el perfil de su rostro redondeado, captando la concentración y la fuerza que desprendía su mirada. Ella le pilló admirándola y le lanzó una sonrisa encantadora, como un sol que aparece detrás de una nube. En la primera planta un tío flacucho con un traje azul de C&A subió nerviosamente al ascensor. Había algo en la torpeza del muchacho que hizo que a Skinner le inspirase lástima y le sonrió antes de fijarse en que Shannon había hecho lo propio. Skinner tenía las tripas revueltas por la cerveza y el curry que había ingerido durante el fin de semana y se le escapó una ventosidad silenciosa, viscosa, de esas que hacen saltar las lágri-60
mas, tan dolorosamente supurante como el último adiós de un amante, justo cuando el ascensor se detenía en la planta siguiente, donde subieron dos hombres enfundados en monos. Todos sufrieron en silencio. Cuando los operarios se bajaron, en la planta siguiente, Skinner se abalanzó sobre la ocasión exclamando: «¡Vaya tufarada!», mirando fijamente a los currantes recién apeados. Sabía que en materia de pedos, todo el mundo se convertía en un rancio y arcaico juez del Tribunal Supremo: siempre se sospechaba de los varones antes que de las mujeres, y siempre se culparía a los varones en ropa de trabajo antes que a los que iban trajeados. Ésas eran las reglas. Danny Skinner y Shannon McDowall se dirigían a la oficina cuando el tío flaco del traje les detuvo y les pidió indicaciones. Era un muchacho verdaderamente escuálido, pensó Skinner, todo piel y huesos. Por delante parecía que lo hubiese atropellado una apisonadora, mientras que visto de perfil, su cuerpo presentaba la delgadez de una cerilla y acababa en una cabeza un poco más grande de la cuenta. No obstante, tenía cara de buena persona, con pecas y cabello castaño claro.
«Sigúenos», dijo Skinner, antes de presentarse él y después a Shannon.
Acompañaron al chico nuevo, Brian Kibby, hasta la oficina de planta abierta. Foy aún no había llegado, así que le sirvieron un café y le presentaron a todo el mundo. «No vamos a enseñártelo todo hasta que Bob llegue, Brian», le explicó Shannon,
«porque habrá preparado su propio programa de inducción laboral. ¿Qué tal el fin de semana?»
Brian Kibby empezó a relatar su finde con entusiasmo. Al cabo de poco, Skinner desconectó, al acusar el impacto de la resaca. Se fijó en el ejemplar de Gante Informer que el tío nuevo había sacado de su bolsa y lo cogió. No era muy aficionado a los videojuegos, pero su amigo Gary Traynor los tenía a patadas, y a menudo le presionaba para que echara unas partidas con él. Vio la reseña de uno que Traynor había mencionado reciente-mente, Midnight Club 3: Dub Edition. «¿Has jugado alguna vez a éste?», le preguntó a Kibby.
«¡Es buenísimo!», exclamó Kibby con voz chillona. «No creo que haya jugado nunca a un juego que diese una impresión de velocidad como la que da éste. Y no se trata sólo de la carrera; se hace mucho hincapié en el tuning, así que te pasas un montón de tiempo en el garaje poniendo la maquinaria a punto.»
«Fuaa», exclamó Skinner, «para mí sería un trabajo ideal, ¡yo siempre tengo la maquinaria a punto!»
Kibby se ruborizó hasta la raíz del pelo. «No es..., no...»
Shannon le interrumpió: «Danny sólo estaba bromeando, Brian. Es el gracioso oficial de la oficina», le informó ella con una sonrisa.
Brian retomó el hilo de su elogio del juego. La creciente falta de interés de Skinner dio paso a un ligero desprecio cuando Kibby, avergonzado, tuvo que abrir la caja que contenía el tren en miniatura, después de que Shannon insistiera en que les explicase lo que había dentro. También llevaba en la bolsa una gorra del Manchester United, se fijó McGhee. «¿Así que eres foro-fo del Man U, Brian?», le preguntó a Kibby.
«No, el fútbol no me gusta, pero el Manchester United sí
porque es el club más importante del mundo, así que seguirles es casi ineludible», chilló Kibby con entusiasmo, recordando unas vacaciones en familia en Skegness, en el transcurso de las cuales su padre y él vieron la final de la Copa de Europa de 1999
en el hotel. Fue allí donde compró aquella gorra que, desde que Keith cayó enfermo, había adquirido valor sentimental. Santo cielo, pensó Skinner, que hable Shannon con él. Se excusó y se dejó caer en la silla de su escritorio, junto a la ventana. Este lugar está lleno de incordiantes cabezas cuadradas que no hacen más que ponerte la olla como un bombo con sus chorradas acerca de la casa, el hogar y el golf. Pronto llegará ese vejestorio meapilas de Aitken...
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...y ahora el nuevo también nos ha salido cuadriculado que te cagas...
Skinner se sintió chafado; se daba cuenta de que, secretamente, lo que quería era un cómplice de su afición a la bebida. Se volvió y le echó un vistazo a Kibby.
Incorruptiblemente cuadriculado que te cagas. Con esa puta voz de pito...
Aquellos grandes ojos de camello irradiaban entusiasmo, pero de forma fugaz Skinner también creyó captar en ellos un cálculo taimado, el cual ofrecía quizá un rastro que conducía a una parte menos sana de la personalidad del tal Kibby. Cuando Aitken, y tras él Des Moir, un tipo de mediana edad en estado de perpetua animación, hicieron su aparición, mojados por la llovizna, prepararon sus cafés y le estrecharon la mano a Kibby, Skinner tuvo la impresión de que él era el único capaz de ver la veta artera del novato.
No le quitaré el ojo de encima a ese cabrón.
Una lluvia de granizo hizo que traquetearan con urgencia las grandes ventanas; éstas, pese a sus dimensiones, sólo parecían dejar pasar luz suficiente en determinados intervalos del día. Ello se debía a la proximidad de edificios más altos del otro lado de la Milla Real, estrecha vía pública que discurría del castillo al palacio, otrora sede de poderes soberanos pero que en la actualidad era esencialmente un gran museo de planta abierta. Skinner se levantó para mirar a los peatones que, abajo, corrían para ponerse a cubierto. Un hombre empapado, con el traje gris ya negro por la parte de la espalda y los hombros, y la cara roja a cuenta del bombardeo de granizo, correteó hasta llegar a una arcada próxima, mirando al exterior con impotente beligerancia frente al asalto de los elementos. Sólo cuando reunió el valor para precipitarse a la carrera por el patio delantero y empezó a vérsele el rostro con claridad Skinner lo reconoció como Bob Foy.
Complacido por la incomodidad de su jefe, Skinner se arrellanó en la silla. En consonancia con su lugar en el escalafón, ésta carecía de apoyabrazos. Sobre el escritorio había una jarra de cerveza envuelta en cuero con el emblema en blanco y negro del Notts County F. C, en el que guardaba los bolígrafos y los lápices. Cuando la luz del fluorescente del techo rebotó desde el papel que estaba sobre la mesa y penetró en su cabeza, deseó ardientemente que estuviese llena de cerveza fresquita. Sólo una puta pinta para arrancar. Es todo lo que pido. Pensó en echarle pelotas hasta la hora de comer, cuando quizá a Dougie Winchester le acuciase idéntica necesidad. Winchester, encerrado en su buhardilla, un pequeño despacho convertido en armario para trastos al final de una vieja escalera, era el atribulado beodo municipal para el que se había encontrado un pseudopuesto.
Un árbol caído, a la espera de que algún cabrón lo bastante despiadado como para levantar el hacha lo convierta en leña. Y no tardará mucho en aparecer, eso no lo dudes, coleguita. Como si la viese, se imaginó la cara lívida de Winchester: ahora ya casi sin cuello, con ojos mortecinos y hundidos y un pelo cada vez más escaso, peinado sobre la calva, exhibición de vanidad tan ridicula que sólo podría ocurrírsele a un cabrón clínicamente deprimido. Skinner recordó una conversación particularmente lúgubre que tuvo con él en un pub un viernes después del trabajo. «Por supuesto, a medida que uno se hace mayor, el sexo se vuelve menos importante», aseguró Winchester. Skinner le miró, vestido con aquel traje reluciente, y pensó
que estaba enunciando una obviedad. «Sí, claro, la idea del sexo te sigue gustando, pero se convierte en algo a lo que se le da muchas vueltas sin llegar a nada. Demasiado incómodo y sudoroso, Danny, hijo mío. Una buena paja o una mamada hecha por una putita que esté bien buena, hombre, claro, eso es la gloria. Pero todo ese rollo de satisfacer a la mujer es mucho curro. Demasiado agobio. Mi segunda mujer nunca tenía suficiente. Tan-64
L
tas marcas de roce en el nabo, el escroto y la cara interior de los muslos, ¿para qué?»
Danny Skinner se estremeció en su dura silla de oficinista, quedándose frío al tratar de pensar en el número de veces que Kay y él habían hecho el amor a lo largo del fin de semana. Sólo una: un polvo violentamente sudoroso y desprovisto de toda sensualidad para curar la resaca, el sábado por la mañana. No, también hubo un polvo alcoholizado el sábado por la noche que apenas recordaba.
Tendría que estar follando con un atleta, no con un puto bo-linga...
Irguiéndose, Skinner vio aparecer a Foy y en el rostro malhumorado de éste asomó una sonrisa paternal y amistosa al reparar en la presencia de Kibby. Guiñó un ojo, se frotó las manos para hacerlas entrar en calor y acompañó al chico nuevo arriba, al entresuelo y a su despacho.
¡Otro puto clon, otro pelotillero adulador para lamerle el culo a Foy y bailarle el agua a cabrones como el sesomierda obeso de De Freíais!
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6. LITTLEFRANCE
Anoche nevó. Algunos de los camiones quitanieves están ahí fuera pero no parece que hagan falta, pues la nieve ya se ha convertido toda en fango. Cuando hace esta clase de tiempo uno siempre piensa en lo duro que debe de ser trabajar en una granja. Se hace uno una idea con el videojuego Harvest Moon. Una enorme e interminable panzada de trabajar tras la cual, antes de que uno se dé cuenta, amanece de nuevo y hay que levantarse y volver a hacerlo todo otra vez. Me molesta cuando sacan granjeros en televisión siempre de brazos cruzados, holgazaneando o bebiendo en pubs rurales. Una vez le dije a papá, «esa gente no tiene tiempo para eso», y estuvo de acuerdo. Esa clase de vida acabaría con la mayor parte de la gente. Los de ciudad, como nosotros, que nos pasamos la vida en oficinas, no sabemos lo afortunados que somos.
No, no me gustaría tener que estar a la intemperie con este tiempo. Vamos en el coche de papá; conduzco yo. Vamos camino del hospital nuevo en Little France, tomando la circunvalación. Llevamos todo el viaje muy callados. Mamá se está poniendo nerviosa; dice algo acerca de la nieve que hay sobre las colinas de Pentlands, pero Caroline, sentada en la parte de atrás, se limita a seguir leyendo su libro.
«¿Crees que volverá a nevar?», pregunta mamá, insistiendo.
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«Para mí que esas nubes son de nieve.» Acto seguido se vuelve hacia mí y me dice: «Perdona, hijo, no debería distraerte mientras conduces. Caroline, un poquito de conversación por tu parte no estaría de más.»
Caroline exhala bruscamente y deja el libro sobre su regazo.
«Tengo que leer este libro, mamá. Es para el curso. ¿O sería mejor mandar la universidad a paseo sólo por no haber cumplido con las lecturas requeridas?»
«No...», dice enseguida mi madre. Está arrepentida y se nota, porque sabe lo mucho que significa para mi padre que a Caroline le vaya bien en la uni.
Las navidades tendrían que ser una buena época del año; antes siempre lo eran. Pero ahora ya no.
Tengo que tener mucho cuidado a la hora de casarme. No es una decisión que pueda tomarse a la ligera. En estos momentos he reducido el número de candidatas a cinco: Ann
Karen
Muffy
Elli
Celia
Ann es dulce y fidedigna, pero Karen me gusta porque es muy amable. Muffy también me gusta, pero no sé. ¡Creo que es la clase de chica a la que papá calificaría de «dudosa»! Elli también es majísima, y aunque no quisiera descartar a Celia, creo que va a tener que desaparecer de la lista.
Nos metemos en el parking; mamá y yo compartimos el paraguas, pues ahora llueve con fuerza. Caroline también podría compartirlo si quisiera, pero se limita a ponerse la capucha de la sudadera roja que lleva y rodearse el cuerpo con los brazos, atravesando rápidamente el asfaltado para cobijarse debajo del baldaquino que hay sobre la puerta de la entrada. Cuando llegamos al pabellón me siento nervioso al acercarme a la cama de mi padre. Al verle noto que se desencadena en mi interior una fuerza terrible que parece surgir del suelo de linóleo y atravesar las suelas de cuero de mis zapatos. Por un momento creo estar a punto de perder el conocimiento. Respiro hondo, pero apenas tengo ánimos para fijar la mirada sobre su rostro, fatigado y demacrado. Algo me pesa por dentro. He de reconocer algo que hasta ahora no he podido aceptar: mi padre decae con rapidez. No es más que un montón de piel y de huesos; y me doy cuenta de que todos hemos estado fingiendo —yo, mamá e incluso Caz, cada uno a su manera— que todo va a salir bien.
El declive de mi padre me impresiona tanto que me lleva un par de segundos fijarme en el tipo que está de pie junto a la cama; nunca le había visto antes. Es un hombre corpulento y de aspecto bastante tosco, aunque papá dice que no hay que fiarse nunca de las apariencias, lo cual es cierto. El no se presenta y papá tampoco lo hace; no nos estrecha la mano, se limita a saludar con una leve inclinación de la cabeza y luego largarse enseguida. Creo que le daba vergüenza robar tiempo a la familia, pero no deja de ser amable que haya venido.
«¿Quién era ese tío, papá?», pregunta Caroline. Veo la cara de preocupación de mi madre, porque es obvio que ella tampoco sabe quién es.
«Sólo un viejo amigo», dice mi padre, casi sin aliento.
«Será alguien de los ferrocarriles», arrulla mi madre. «¿Era alguien de los ferrocarriles, Keith?»
«Los ferrocarriles...», dice papá, pero como ausente, pensando en otra cosa.
«¿Ves? Era alguien de los ferrocarriles», dice mamá, más apaciguada ahora.
«¿Cómo se llamaba?», pregunta Caroline, frunciendo el ceño.
Papá intenta hablar; parece muy incómodo, pero mamá in-erviene. Le coge de la mano y le dice a Caz: «No fatigues a tu
>adre, Caroline», antes de volverse hacia papá y preguntarle:
¿Estás cansado?»
Aquello no cuadraba, porque mi padre no tiene demasiados migos; siempre fue muy hogareño. Pero sí, no deja de ser ama-)le por su parte venir.
Cuando hablo sé que me esfuerzo por hacer que papá vea
[ue todo está en orden, como si buscara convencerle de que yo stoy bien... antes de que no nos volvamos a ver, por así
decir-o. Pero no estoy bien, eso lo sé. El trabajo va bien y son todos nuy majos, bueno, al menos la mayoría, aunque no me gusta-ía caerle antipático a Bob Foy.
Con el que no me llevo tan bien es con el tal Danny Skin-Ler. Es curioso, porque el primer día estuvo amable conmigo, ne sonrió en el ascensor y me presentó a todo el mundo. Pero lesde entonces se ha comportado de un modo muy raro, un loco sarcástico. Probablemente se deba a que me llevo bien con ihannon, y tengo la corazonada de que a él, le gusta. He oído [ue tiene novia, pero hay mucho tipejo por ahí
suelto al que eso to le importa, utilizan a las chicas y ya está. En la prensa se lee acerca de tipos como David Beckham. iay chicas que andan diciendo que se lió con ellas mientras su nujer estuvo embarazada. A mí en tiempos David Beckham me aía bien, así que espero que no sea cierto y que esas chicas no ean más que unas sacacuartos.
Me pregunto si le gusto a Shannon. Probablemente no; me acá dos años y medio, aunque en realidad eso no significa nada. Sé que le caigo bien!
Miro a Caroline. En su mirada se percibe una tensión terri-ile. Sé que la situación es horrible en estos momentos, pero de-iería esforzarse por sonreír, aunque sólo fuera por papá, o in-luso por mamá. Me preocupa que pueda andar con malas ompañías. Le fue muy bien en la uni de Edimburgo, pero el itro día la vi bajando por la calle con Angela Henderson, la que
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ahora trabaja en la pastelería. La tal Angela es exactamente el tipo de chica que haría falsas alegaciones acerca de alguien como David Beckham si pudiera sacar tajada de ello. No permitiré
que alguien de esa calaña rebaje a Caroline.
Papá respira con dificultad, de forma entrecortada; está hablando de los ferrocarriles. Parece trastornado y confundido. Probablemente serán todas esas drogas que le administran, pero a mamá parece perturbarle muchísimo. Despotrica un poco, y veo mucha agitación en su mirada, como si quisiera dejar algo muy sentado.
Me indica que me acerque a él y me coge la mano con una fuerza que uno no creería posible en alguien tan enfermo. «No cometas los mismos errores que yo, hijo...»
Mi madre oye aquello, empieza a sollozar y dice: «Nunca cometiste ningún error, Keith. ¡Ninguno!» Después se vuelve hacia Caroline y yo y fuerza una sonrisa un tanto desconcertante. «¿Qué errores? ¡Vaya bobada!»
Mi padre, sin embargo, no me suelta de la mano. «Sé sincero, hijo...», resuella mientras me mira, «sé consecuente...»
«De acuerdo, papá», le digo, y permanezco sentado a su lado hasta que me afloja la mano y se desliza hacia la inconsciencia. Aparece una enfermera pidiéndonos que le dejemos descansar un ratito. No quiero. Quiero quedarme aquí. Siento que si me marcho nunca más volveré a verle.
Pero ella insiste; dice que estará más cómodo y que necesita descansar. Supongo que ellos sabrán lo que más conviene. Durante el viaje de vuelta estamos más callados que nunca. Al llegar a casa, subo las escaleras y cojo el gancho para abrir la trampilla del desván y bajo la escalera de mano metálica. A medida que fui haciéndome mayor me di cuenta de que a papá le dolía que yo siguiese subiendo aquí con tanta frecuencia. Oía el chasquido del aluminio de la escalera cada vez que la sacaba, así
como los chirridos que hacía ésta al subir los peldaños. Sé que le molestaba, aunque rara vez me dijera algo. A veces una mera 70
¡acudida de su cabeza me hacía sentir tremendamente insignifi-:ante. Como me sentía en la calle y en el colegio. Pero allí arriba estaba fuera del alcance de todos ellos, de McGrillen y todos ésos, que se metían conmigo por no ser como ellos. No siempre sabía qué decir, no me interesaba el fútbol ni los grupos de música que les gustaban a ellos, ni los raves y las drogas; también se metían conmigo por ser tímido con las chicas. Y ellas podían llegar a ser aún más horribles: Susan Halcrow, Dionne Mclnnes, la tal Angela Henderson... todas ésas. Veo venir a esa clase de putas asquerosas a un kilómetro de distancia. Casi me muero :uando vi a Caroline con aquella sucia zorra de la Henderson. Sé que en realidad la chica no tiene la culpa, sino la familia en la que se ha criado.
Pero mi hermana es mejor que todo eso.
No obstante, aquí arriba, en la ciudad que construí con mi padre, en mi sitio, estaba a salvo. A salvo hasta de la desaproba-:ión de mi padre, pues llegó a estar tan débil que era incapaz de trepar por la escalera. Este fue siempre mi lugar, mi universo, y siento que ahora lo necesito más que nunca. 71
7. ESTAS NAVIDADES
Los días habían ido abreviándose hasta quedar reducidos a estrechas tiras de luz, exprimidas sin misericordia por la turbia oscuridad. Rara vez nevaba, pero la poca escarcha que llegaba a formarse relucía durante horas y antes de que el aguijón del frío desapareciese del aire, caía la noche.
Era el día de la comida navideña en la oficina y Brian Kibby estaba más animado. Su padre había pasado una noche relativamente apacible y parecía más alegre y espabilado que durante la visita anterior. Se disculpó por su comportamiento de la noche pasada con un aire de satisfacción, y dijo que tenía la mejor esposa e hijos que un hombre hubiera podido desear jamás. Aquello le devolvió hasta cierto punto el optimismo a Brian. Quizá su padre se pusiera bien y recobrara fuerzas. Quizá estuviese siendo demasiado morboso. Y él tendría que mostrarse fuerte a su vez, y esforzarse más con gente como Danny Skinner, que le miraba con una expresión de hostilidad apenas velada, como si lo supiera todo acerca de él.
No me conoce. No sabe nada de mí. Le demostraré quién soy yo. ¡Soy tan enrollado como el que más! Sé de música. Escucho cosas.
De modo que Brian Kibby, esperanzado, entró en la oficina con gesto arrogante y aire juguetón, girando sus estrechas cade-72
ras al llegar a la altura del escritorio de Shannon McDowall, saludándola con un gesto de la cabeza al pasar. Ella le respondió
con una sonrisa benévola. Durante todo ese tiempo, Kibby iba improvisando sonoros efectos percusivos con el aire que hacía pasar entre sus apretados labios. Danny Skinner se encontraba junto a la ventana, observando su entrada. Un percusionista oral: prueba concluyente de mediocridad, pensó, con un desprecio aplastante y feroz. Kibby notó la mirada de Skinner sobre él. Se volvió y le despachó una débil sonrisa, correspondida con una lacónica inclinación de cabeza. «¿Qué habré hecho?», se preguntó Brian Kibby con ansiedad. Y Danny Skinner se preguntaba algo muy semejante, pues sus reacciones cada vez más hostiles ante el chico nuevo le asombraban tanto como a éste.
¿Por qué detestaré tanto a Kibby? Supongo que porque es un niño de mamá pelotillero que lamerá los culos que hagan falta con tal de subir.
Culo... qué gran palabra. Mucho mejor que posaderas. Las po- saderas suenan más a algo para sentarse, en tanto que un culo tie- ne connotaciones indudablemente eróticas. Los yanquis tenían cla- se, de eso no hay duda. Algún día tengo que ir a América.'
El culo de Kay... prieto que te cagas, pero al mismo tiempo ter- so. Uno no puede decir de verdad que ha vivido hasta que no ha re- corrido con las manos un par de nalgas desnudas como ésas... Tuvo una inmediata erección resacosa, que pugnaba con la tela de los calzoncillos y los pantalones. Incómodo, Skinner tomó un poco de aire, pero después vio a Foy dirigirse a su despacho, pensó en las navidades, y la erección (para alivio suyo) desapareció tan rápido como había aparecido.
1. Juego de palabras entre el inglés americano ass («culo») y el británico arse («posaderas»). En realidad, ambos términos tienen prácticamente el mismo significado, pero Skinner les atribuye de forma un tanto arbitraria connotaciones distintas. (N. del T.) 73
Cuando llegaron en una flota de taxis al restaurante Ciros, en el South Side, Bob Foy se arrogó de inmediato el derecho a escoger el vino con el que iban a acompañar la comida. Pese a que se oyeron algunos murmullos en voz baja, en general, por deferencia, la plantilla parecía dispuesta a consentirle aquel capricho. Entre ésta corría el chiste de que Foy era el hombre idóneo para el puesto, pues no cabía duda de que conocía las cartas de vinos como la palma de su mano. Según se decía, eran varios los restauradores de la ciudad que presuntamente se beneficiaban de su laxitud selectiva a la hora de aplicar la normativa sanitaria, y que éstos a su vez no se hacían los remolones a la hora de mostrarle su gratitud.
Foy se arrellanó en su asiento y estudió la carta. Movía la boca con el irascible mohín de los emperadores romanos de las películas de Hollywood cuando, al presidir los Juegos del Coliseo, aún no habían decidido si lo que estaban presenciando era de su agrado o no. «Creo que un par de botellas de Cabernet Sauvignon», decidió por fin con aire satisfecho. «Este particular tinto californiano suele ser de fiar.»
Aitken expresó su aprobación con una lenta y atormentada inclinación de cabeza, y McGhee hizo lo propio con el entusiasmo de un cachorro. Nadie más se movió. Siguió un silencio ensordecedor roto sólo por una única voz discrepante, la de Danny Skinner: «No estoy de acuerdo», dijo con firmeza, mientras sacudía lentamente la cabeza. Un mutismo sepulcral se apoderó de la mesa mientras el rostro de Bob Foy enrojecía de ira y de vergüenza lenta pero inexorablemente, hasta tal punto que casi se asfixió de furor al contemplar a aquel joven advenedizo. Lleva en mi sección unos cinco puñeteros minutos. ¡Es la pri- mera comida laboral a la que el muy cabrito se digna asistir si- quiera! ¿Quién cojones se habrá creído que es?
Recobrando la compostura, Bob Foy se esforzó por lucir una sonrisa paternal y amistosa. «Se trata de una pequeña tradi-74
ción...», vacilando brevemente antes de optar por dirigirse a Skinner por su nombre de pila, «Danny, que en la comida navideña sea el cabeza de sección quien elige el vino», explicó, exhibiendo una hilera de dientes con funda mientras se alisaba con naturalidad una de las mangas de su chaqueta de tweed, sacudiéndose una inexistente miga de pan. Aquella «tradición» había sido inventada e impuesta exclusivamente por Foy, pero cuando escudriñó todos los rostros presentes en la mesa, nadie le contradijo. Salvo Danny Skinner. Lejos de sentirse intimidado, Skinner se encontraba en su salsa. «Me parece muy bien, Bob», dijo, imitando el mismo estilo presuntuoso que acababa de emplear Foy,
«pero ésta es una velada social que no guarda relación alguna con la jerarquía en el trabajo. Corrígeme si me equivoco, pero todos hemos abonado la misma cantidad para costear la comida, de lo que se deduce que todos tendríamos que gozar de idénticos derechos. No tengo inconveniente alguno en someterme a tu magisterio en materia de vinos, pero es que yo no tomo tinto. No me gusta. Sólo bebo blanco. Es así de sencillo.» Danny Skinner hizo una breve pausa, y vio que Foy estaba al borde de la apoplejía. Acto seguido, se volvió hacia el resto de los comensales y añadió con una fría sonrisa: «¡Y ni de coña voy a pagar para que otros tomen tinto mientras yo me quedo sin beber nada!»
A medida que en torno a la mesa las cejas fueron enarcándose de forma involuntariamente concertada y la gente tomaba aire con muda diplomacia, Bob Foy sintió pánico. Era la primera vez que alguien le plantaba cara de semejante forma. Skinner, además, poseía cierta reputación como imitador, y Foy acababa de vislumbrar un retrato poco halagüeño de sí mismo en la irreverente parodia de aquel joven. Dando un puñetazo sobre la mesa, elevó estridentemente el tono de voz. «De acuerdo. Entonces votemos», propuso con voz cada vez más chillona:
«¿Quiénes están en desacuerdo con la opción del Cabernet Sau-vignon?»
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Nadie se movió.
McGhee asentía con gesto adusto, en el enjuto rostro de Aitken apareció una mueca de asco y Des Moir se dedicó a examinar su sorpresita navideña. Shannon miraba detenidamente a otro grupo de comensales, al parecer del parlamento escocés, que acababan de entrar y que estaban tomando asiento en una mesa próxima. Skinner levantó la vista hacia el techo, en un gesto de escarnio ante la cobarde aquiescencia de sus colegas. Foy entrecerró un ojo y, pagado de sí mismo, se dispuso a tomar la palabra.
Antes de que lo hiciera, una voz de pito dijo: «Yo estoy de acuerdo con Danny. Todos hemos pagado», expuso Brian Kibby, casi con un hilillo de voz y con los ojos llorosos. «No sé..., me parece que es lo justo.»
«A mí el blanco me parece muy bien», adujo con voz cantarína Shannon McDowall, incorporándose al coro. «¿Por qué
no pedimos un par de botellas de blanco y un par de tinto y vemos qué tal?», sugirió, mirando a Bob Foy. Foy no les hizo el menor caso ni a ella ni a Skinner. Volviéndose con verdadera saña hacia Kibby, golpeó de nuevo la mesa con la mano y se levantó de golpe. «Haced lo que os dé la puta gana», dijo con un tono intermedio entre el canturreo y el gruñido, con una sonrisa no por deslumbrante y abierta menos incongruente. Acto seguido se marchó a los lavabos, donde arrancó el dispensador de toallas de papel de la pared.
¡EL PUTO CABRÓN DE SKINNER Y EL HIJO DE PUTA LAMECU- LOS DE KIBBY!
Bob Foy cogió una toalla de papel del montón que había en el suelo, la humedeció y se la puso en la nuca. Cuando se reunió de nuevo con el inquieto grupo de comensales, se habría dicho que ni siquiera vio las botellas de vino blanco que había sobre la mesa. Kibby quedó atónito ante la violencia apenas contenida de Foy.
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¿Qué he hecho? Bob Foy... Pensé que era un buen tipo. Voy a tener que ganarme de nuevo sus simpatías...
Foy no estaba nada contento con Skinner, circunstancia que aquel desplante había hecho muy poco por aliviar. Cuando se reunía con su propio jefe, John Cooper, y también cuando estaba en compañía de los miembros electos del comité del ayuntamiento, a menudo se sentía inclinado a desacredir a aquel joven motejándolo de botarate. A partir de ahora redoblaría dichos esfuerzos.
En tanto que miembro impenitente del club de los sensualistas, hace largo tiempo que creo que el único placer capaz de rivalizar con el placer amatorio es el de la buena mesa. Los ruedos gemelos del auténtico sensualista han de ser, por extensión, el dormitorio y la cocina, y éste ha de esforzarse por alcanzar la maestría en ambos entornos. Al fin y al cabo, tanto las artes culinarias como las amatorias exigen el cultivo de la paciencia, el sentido de la oportunidad y cierto conocimiento instintivo del terreno que se pisa. Danny Skinner arrojó lejos de sí el ejemplar de Secretos de alcoba de los grandes chefs, de Alan De Fretais. Opinaba que era una de las mayores colecciones de sandeces y de chorradas imaginables, pero lo cierto era que muchas de las recetas tenían buena pinta. Decidió probar algunas, pues tenía ganas de empezar a comer de una forma más saludable.
Ahora estaba en la cocina, tratando de prepararle a Kay un desayuno a base de fritanga. Muy pronto -mientras rascaba los huevos quemados del fondo de la sartén, rompiendo por descuido una de las yemas— hubo de lamentar que sus desayunos estuvieran diseñados más para resacas que para seducciones. Mientras los arrojaba sobre unos platos fríos en los que la grasa desprendida por las salchichas, la morcilla, el beicon y el tomate se coagulaba hasta adquirir la consistencia de una cera, nota-77
ba cómo se le obstruían los poros con la grasa animal en suspensión que saturaba el ambiente. Kay seguía en la cama, profundamente dormida, lidiando con una resaca mucho más discreta que la suya de un modo que nunca estaría a su alcance. Él era incapaz de dormirlas; no hacía sino retorcerse, sudar y no dejar de moverse hasta que no le quedaba otro remedio que levantarse. Hacía una jornada de Nochebuena cruda pero sorprendentemente soleada; al día siguiente tenían previsto ir a celebrar la comida del día de Navidad en casa de la madre de Danny. A su madre le caía bien Kay, pero a Skinner las navidades siempre se le habían hecho cuesta arriba.
Aquel día, sin embargo, los Hibs se enfrentaban a los Ran-gers en el estadio de Easter Road. Sin duda habría algo de follón y, de no haberlo, resolvió ser él quien lo armase. Los ruidos que salían del dormitorio y del cuarto de baño le anunciaron que Kay se había levantado. No quedó
impresionada por el desayuno que le había preparado; se instaló en un taburete de la larga y estrecha cocina de Skinner y comenzó a extender mantequilla sobre una tostada fría, preguntándose por qué él era incapaz de hacerlo mientras aún estaban calientes. Era como masticar cristales rotos. «No puedo comer esta mierda, Danny. Soy bailarina», dijo con una mueca.
«No puedes vivir a base de morcilla, salchichas y beicon y esperar que te den un papel en Cats.»
Skinner se encogió de hombros mientras extendía un poco de mantequilla sobre su propia tostada. «Menuda mierda los rollos esos de Andrew Lloyd Webber.»
«Es mi trabajo», dijo ella entre dientes, mientras le miraba de forma harto significativa con aquellos ojos penetrantes y claros. Se había despertado de mal humor y no le hacía mucha gracia que él fuera a ir al fútbol. «Estamos en Navidad, Danny. Ve al partido si quieres, pero no vuelvas borracho si pretendes que mañana vaya contigo a casa de tu madre.»
L
«¡Es Nochebuena, por Dios, Kay! ¡Tengo derecho a tomarme una puta copa en navidades!», dijo Skinner con voz entrecortada, suplicante y escandalizado, con los nervios a flor de piel por la resaca.
Levantando la vista con calma de la encimera, Kay hizo un esfuerzo simbólico y untó en la yema la esquina de la tostada.
«Ahí está el problema, que crees que tienes derecho a tomarte una copa todos los días.»
«Pues, hala, entonces ya puedes irte a casa de tu madre», saltó Skinner.
«Muy bien», dijo Kay, levantándose con rapidez y poniéndole en evidencia al acudir al dormitorio y meter sus cosas en la mochila. Skinner notó que algo se le agolpaba en el pecho, pero se lo tragó como si de un trozo de morcilla se tratase, y sólo sintió la necesidad de salir detrás de ella cuando cerró de un portazo la puerta principal. Apaciguó aquel impulso yendo a buscar una Stella helada a la nevera, aunque cogió el móvil y llamó, pero le salió el contestador. Se fijó en el desayuno que ella no se había comido, y lo tiró a la basura.
Skinner decidió llamarla más tarde, en cuanto ella se hubiese calmado y se diera cuenta de que estaba comportándose como una vacaburra picajosa. En vez de hacer eso, fue hasta la nevera y sacó otra lata de Stella Artois. Después cogió el móvil una vez más y marcó el número de Rab McKenzie.
«Roberto, ¿dónde hemos quedado, jefe?»
El partido iba a ser televisado, lo cual, sumado al ambiente festivo general, conspiró para reducir la presencia del elemento hooliganesco por ambas partes. La cuadrilla efectuó una batida por los tugurios de Tollcross en busca de seguidores de los Ran-gers que hubiesen venido a pasar el día echándole el ojo a las strippers, pero lo único que encontraron fueron unos borrachínes de rostros flaccidos que canturreaban canciones sectarias y versiones de un viejo tema de Tina Turnen Después de zurrar con muy poco entusiasmo y por puro aburrimiento a unos
cuantos fanáticos de paisano, pusieron de nuevo rumbo a Leith para ver el partido, pero al cabo de veinte minutos, Skinner, McKenzie y algunos otros se marcharon, irritados y aburridos, y regresaron al pub que habían elegido como la base de operaciones previa y posterior al partido. En el bar, sin darse cuenta de lo que hacía, Skinner se sorprendió a sí mismo fumando un cigarrillo. Se suponía que tenía que haberlo dejado la semana anterior, pero antes de darse cuenta de lo que sucedía había encendido un B&H y le había dado dos caladas. «Capullo», maldijo, haciendo rechinar los dientes mientras en el pecho se acumulaba el áspero asco que sentía por sí mismo.
Las cervezas fueron cayendo una tras otra con una facilidad pasmosa y Skinner se sintió feliz de poder aguantar el ritmo de McKenzie. Más tarde, Gary Traynor y su adlátere más reciente, un tipo de constitución fuerte llamado Andy McGrillen —al que Skinner recordaba, con vaga hostilidad, de un encuentro de carácter negativo que tuvo lugar en su adolescencia-, sugirieron ir a un bar del centro. Skinner tenía intención de telefonear a Kay, pero por el camino hicieron efecto el alcohol y la cocaína, distorsionando su sentido del tiempo y comprimiendo las horas en bloques de quince minutos. «¿Quién es el mejor personaje de dibujos animados de todos los tiempos?», le preguntó Traynor a Skinner, pasándose la mano por su cráneo rapado.
Skinner lo pensó durante un segundo. Como no se le ocurrió nadie, se encogió de hombros.
«A mí me gustaba aquel patito tan mono que salía en Tom y Jerry», dijo McKenzie.
Skinner le echó una mirada a Traynor; ambos estaban totalmente atónitos de que el grandullón pudiera ser tan sentimental. McGrillen, que se sentía intimidado por McKenzie, mantuvo un silencio estudiado. A fin de evitar que se le escapase una sonrisita, Traynor presentó una propuesta: «Nah, un ca-rajo, tiene que ser Sawtooth, el de los Autos Locos.»
«¿Sawtooth? ¿Y ése quién cono es? No recuerdo haberle visto en Autos Locos», declaró McKenzie con expresión dubitativa.
«Eso es porque es poco conocido», explicó Traynor. «Es el compañero de Rufus Ruffcut, ¿te acuerdas? El del coche de madera con las ruedas en forma de sierra circular. Todo dios se acuerda de Pierre Nodoyuna y de Patán, de Penélope Glamour, de Pedro Bello, del profesor Locovich y de Matthew y sus Pandilleros, pero siempre se olvidan de Rufus Ruffcut y de Sawtooth.
«¡Ah, sí! Rufus Ruffcut era el leñador y Sawtooth era la ardilla que iba con él en el carro. Ahora caigo», dijo McKenzie.
«Que no, hombre, que Sawtooth no era una ardilla, joder», le dijo Traynor a la vez que sacudía la cabeza. «Era un puto castor. ¡Díselo tú, Skinner!»
«El mejor felpudo de castor americano nunca visto hasta que apareció Pamela Anderson», se rió Skinner.
Luego, mientras salían del bar, Skinner vio a McGrillen darle a un tío un empujón, lo que desembocó en una ráfaga de golpes entre ambos. McKenzie y Traynor se lanzaron a ayudarle, pero algo indujo a Skinner a mantenerse al margen y quedarse viendo cómo sus tres colegas se enfrentaban a cinco tíos. No es que necesitasen mucha ayuda, pero Skinner no estaba dispuesto a ofrecérsela; no a McGrillen, en cualquier caso.
Después se inventó una sarta de mentiras harto inverosímiles, a saber, que estaba pegándose con otro tío en la puerta, pero por la silenciosa desilusión mostrada por sus amigos se dio cuenta de que éstos sabían tan bien como él que se había rajado. Ese instante de temor, de vacilación, podía costarle a uno la credibilidad, pensó, con desprecio por sí mismo. Pero, ¿por qué?
Se trataba de algo más que el hecho de que la bronca la hubiese instigado McGrillen, que no le caía bien y al que no consideraba uno de ellos. Por un instante, lo único que podía ver era a Kay, mi madre, mi empleo, mis navidades y toda mi puta vida: todo ello yéndose al traste. Dejé que me obsesionaran todos esos elementos de la vida real de los que intentamos alejarnos riñendo. Qué cojones estoy... Cuando llegó a casa, no vio ni rastro de Kay. Skinner permaneció levantado bebiendo la mayor parte de la noche, antes de dormir malamente en el sofá. Un viaje al retrete le ayudó a orientarse, y acabó en la cama. Al despertarse completamente vestido unos quince minutos más tarde, destrozado y deshecho, trató de llamar a Kay al móvil pero volvió a saltar el contestador. Le envió un mensaje de texto, preguntándose si lo habría deletreado correctamente:
K, llámame. Danny. Besos.
Se duchó, se vistió, salió a Duke Street, y de ahí a Junction Street. «Feliz Navidad, hijo», le dijo al pasar una anciana achaparrada de cabellos blancos. La reconoció, era la señora Carru-thers, que vivía en la escalera de su madre.
Aunque se sentía como un cadáver hecho al microondas, Skinner logró soltarle un cortés y elegante: «Lo mismo digo, guapa.»
Al llegar al bloque de pisos donde vivía su madre, se encontró con Busby, el viejo empleado de seguros al que detestaba de todo corazón, quien salía justo en ese momento.
¡Ese tipejo de andares patizambos y sonrisa asquerosa, saliendo de la escalera de mi madre! Hay seis pisos en la planta donde vive mi madre, pero yo sé cuál ha ido a visitar Busby. ¿Qué querrá a es- tas horas ese pesado de mierda...?
Skinner detestaba a Busby por motivos que era incapaz de expresar. Al pensar en ello, sentado en el acogedor living/cocina de su madre, comenzó a reírse para sus adentros cuando ella sacó dos platos repletos de pavo y guarnición y los colocó sobre una mesa plegable empotrada en un hueco en la pared que había decorado especialmente para la ocasión. Era obvio que iba bien mamada, puesto que también había 82
puesto cubiertos para Kay. Danny Skinner se fijó en sus manos hinchadas, en sus dedos, colorados como salchichas crudas, mientras depositaba enérgicamente los platos sobre la mesa. Hasta que cumplió los cuarenta, Beverly Skinner jamás había sido una mujer corpulenta; a partir de ahí se fue hinchando hasta llegar a la obesidad. Ella le echaba la culpa a una histerecto-mía prematura, en tanto que Skinner culpaba a las pizzas y las cenas precocinadas que consumía. Su madre siempre decía que cocinar para uno solo no tenía ningún sentido.
Beverly se había tomado muchas molestias para preparar aquella comida, y además se había puesto un vestido nuevo, a pesar de que éste, según se fijó Skinner, era negro, como todos los demás. Su disgusto por la incomparecencia de Kay flotaba en el ambiente; sabía quién era el culpable, dijese lo que dijese. Regresó al horno para apagarlo, señalando con el dedo al gato que estaba tumbado delante del fuego eléctrico. «No dejes que Cous-Cous se suba al sofá, está mudando el pelo.»
En cuanto ella se hubo metido en el área de la cocina, el gato persa de color azul se levantó y se estiró, arqueando el cuerpo. Acto seguido se subió al sofá de un salto, al lado de Skinner. Caminó sobre las piernas de éste y luego dio la vuelta y repitió
la maniobra. Éste sacó un mechero del bolsillo y le chamuscó la piel de la barriga, que crepitó y despidió un olor desagradable. El gato huyó y se refugió en un rincón. Skinner se puso en pie y derribó una vela encendida sobre la mesa de centro, derramando la cera. Beverly se asomó desde el área de la cocina, con un plato lleno de coles de Bruselas en las manos. Arrugó la nariz ante el olor a pelo quemado. «¿Qué ha sido eso?»
«El gato», dijo Skinner señalando la mesa de centro. «El muy gilipollas ha tirado la vela.»
«Ay, Cous-Cous, no...», regañó al animal mientras dejaba las coles sobre la mesa.
Madre e hijo se embarcaron en el rebuscado ritual de abrir una sorpresa cada uno y colocarse gorritos de papel en la cabeza. La frivola vacuidad de aquel gesto parecía ridiculizarlos a ambos, pues el día ya había sido un chasco tanto para el uno como para la otra. Skinner deglutió cautelosamente durante toda la cena, tratando de concentrarse en la película de James Bond que echaban por la tele, a la vez que se iba preparando para el inevitable e inminente asalto verbal. Cuando éste llegó, comenzó de forma discreta: «Apestas a bebida otra vez. No me extraña que esa chica haya salido corriendo», comentó Beverly como quien no quiere la cosa, enarcando las cejas mientras se servía otra copa de Chardonnay.
«No ha salido corriendo», protestó Skinner, repasando la mentira ya ensayada. «Ya te lo he dicho, su madre no se encuentra bien, así que ha ido a casa de su familia a ayudar a preparar la cena. Además, no puede ponerse morada durante las vacaciones de Navidad, tiene una audición importante para el día de Año Nuevo. Les Miserables. Y la bebida que has olido es de anoche. Sólo me he tomado una pinta antes de venir aquí, eso es todo. ¡Estamos en Navidad! ¡Llevo trabajando todo el año!»
Pero Beverly se limitó a fulminarle con la mirada: «A ti te importa un pepino la época del año que sea, para ti no es más que otro fin de semana perdido», saltó ella.
Skinner no dijo palabra pero intuyó que su madre tenía ganas de bronca y que no se quedaría satisfecha hasta que lo lograra.
«Tu..., pobre chávala..., ¡no la culpo por no querer pasar las navidades con un crápula!»
En el pecho de Skinner se encendió una ardiente chispa de ira: «Será un rasgo de familia», le espetó con una sonrisa malévola. Su madre le sostuvo la mirada con una expresión belicosa de cosecha propia, tan fría que hizo que Skinner desease no haber respondido de aquella forma. La resaca; le ponía a uno nervioso. Odiaba acudir a casa de su madre con resaca. No se podía li-84
diar con la gente que no estaba en el mismo estado; constituían una raza hostil de depredadores demoníacos que querían arrancarte el alma. Olían la debilidad que emanabas, lo diferente y lo sucio que eras. Y su madre era un adversario formidable en cualquier momento.
«¿Y eso qué quiere decir exactamente?», le preguntó Beverly. Sus palabras le fueron taladrando lentamente.
Pese a que en ese instante pensaba que lo más prudente habría sido dar marcha atrás, de forma inexplicable, Skinner se sorprendió a sí mismo diciendo: «Mi padre. No tardó mucho en darse el piro, ¿verdad?»
El rostro de Beverly, que ardía de indignación, enrojeció, contrastando con el papel crepé verde que le cubría la coronilla. Era como si tratase de respirar de modo uniforme, pero dicha acción parecía absorber todo el oxígeno que había en aquella pequeña estancia.
«¡Joder! ¡Cuántas veces te he dicho que no menciones nunca...!»
«¡Tengo derecho a saberlo, joder!», saltó Skinner. «¡Tú al menos sabes quién es Kay!»
Beverly miró a su hijo con una expresión que Skinner sentía que no podía ser más que de aborrecimiento. Cuando por fin habló, fue entre dientes: «¿Quieres saber quién fue tu padre?
¿De verdad?»
Danny Skinner miró a su madre. Esta había ladeado la cabeza. Se dio cuenta de que después de todos aquellos años, quienquiera que fuese su padre, el odio en estado puro que ella sentía por él -absoluto, abyecto-jamás había remitido ni por un segundo. Peor aún, aquella mirada le decía que también él podía acabar siendo igual de detestado si insistía más de la cuenta. Sintió deseos de decirle: vale, olvidémoslo, tengamos la fiesta en paz, pero no pudo pronunciar una sola palabra.
«Yo», dijo Beverly señalándose vigorosamente a sí misma.
«Tu padre soy yo, y tu madre también. Yo ponía la comida so-85
bre la mesa y la preparaba. Te llevaba al fútbol en el colegio y pateaba un balón contigo en el patio. Te tejí la bufanda y te llevé a los partidos. Iba al colegio cuando se metían contigo. Puse en marcha un negocio para poder vestirte y darte de comer. Lavé y corté el pelo de todas las sarnosas cabezas de Leith para que tú pudieras seguir estudiando y sacarte los diplomas necesarios para conseguir un empleo decente. Te llevaba de vacaciones a España todos los años. ¡Pagué la fianza para sacarte de aquella puñetera comisaría de la High Street cuando participaste en aquellos estúpidos follones y además pagué la multa! ¡Yo!
¡Lo hice yo! ¡Yo y nadie más!»
Skinner tuvo que esforzarse por mantener la boca cerrada. Pero era cierto. Miró a aquella mujer dura, amargada, cariñosa y maravillosa, que había consagrado su vida entera a su bienestar. Pensó en la forma en que se había criado, con ella y sus amigas Trina y Val, sus tías punkis sustitutas, que le cuidaban y nunca le hablaban en un tono condescendiente, valorando su opinión y tratándole como un adulto aún cuando no era más que un niño. Lo único malo era cuando trataban de inculcarle la música que les gustaba a ellas. Los grupos de los que no paraban de hablar, los Rezillos, los Skids y los Oíd Boys. Pero aquello era pecata minuta, porque el meollo del asunto era que su madre se aseguró de que tuviera oportunidades no sólo igual de buenas sino mejores que las de los chavales con padre y madre que le rodeaban. Bajó la vista, vio la comida que Beverly le había preparado, cerró el pico y comió.
8. FESTIVIDADES
Dougie Winchester me brindó un buen consejo durante mis primeras vacaciones como empleado del ayuntamiento. Me dijo que si uno era bebedor la peor época para irse de vacaciones era entre Navidad y Año Nuevo, porque de todas formas son días de cogorza colectiva y nadie sensato da un puto palo al agua. Sólo quedan los bolingas; la mayoría de la gente a la que le va el rollo familiar -que suelen ser jefes o cretinos que desaprueban la priva en el lugar de trabajo-se queda en casa, de modo que hay carta blanca para ponerse hasta el culo. El rollo que hay hace pensar en el último día de colé, en ese presentimiento de que va a suceder algo asombroso. En aquel entonces, por alguna razón, siempre nos pasábamos el tiempo merodeando por la tienda de mi madre; yo, McKenzie, King-horn y Traynor, esperando sin más. Por supuesto, rara era la vez que sucedía algo digno de nota, pero la sensación de expectativa era deliciosa.
Cuando llego tambaleándome a eso de las diez y media, cocido que te cagas tras unas navidades de mierda, no me vendría mal que sucediera algo maravilloso. Me ciega el resplandor de la nieve y llevo la boca como el fondo de la jaula de un periquito. Shannon ha ido a alguna reunión pero va a ir al sarao del Departamento de la Vivienda a la hora de comer, aunque creo que necesitaré atizarme un par de birras antes de ir a ver cómo pinta aquello. Sólo pienso en privar, privar y privar. Me pregunto si Winchester andará por aquí o si Rab McKenzie estará trabajando en el centro. El único problema es que ese pequeño hijo de puta pelotillero de Kibby está aquí, trabajando como una hormiguita. ¿Qué cono hará aquí? ¡Delatar a todo hijo de vecino a Baxter o Foy, fijo!
No han encendido los fluorescentes grandes, afortunadamente, y Kibby ofrece una excelente estampa dickensiana, sentado allí solo, trabajando a la luz de la lámpara. Repentinamente inspirado, cojo una carpeta de papel manila de mi mesa y me dirijo hacia él. Al aproximarme, me sorprende ver que Kibby parece jodido; es como si estuviera a punto de romper a llorar en cualquier momento. Tomo asiento en la silla vacía que hay delante de la suya. «¿Todo bien, Brian?»
«Sí...», dice con recelo, tensándose mientras se atusa el pelo por los lados.
Entorno los ojos ante la áspera luz que emite la lámpara de su escritorio. «¿No estás de fiesta esta semana?»
«No, mi padre no se encuentra bien de salud y voy a tener que aplazar las vacaciones», dice, arrugando la nariz, supongo que a causa del aliento a cerveza rancia que desprendo.
«Mal rollo, jefe», farfullo, recostándome y pensando en la suerte que tiene el muy cabrito de tener padre, antes de adoptar unos ademanes más serios: «Escucha, Bri, la semana que viene voy a estar un par de días de fiesta, y he oído que algunos de mis informes de seguimiento te va a tocar hacerlos a ti.»
Kibby asiente con la cabeza, en un gesto de aquiescencia meditabunda, y yo le pongo la carpeta delante.
«Se me ocurrió que podríamos echarles un vistazo rápido. Mis apuntes a mano son infames», le digo, doblando la muñeca y disparando una telaraña imaginaria hacia el techo. Como Kibby pone cara de no haber captado, le amplío los detalles:
«Tengo una letra bastante pachucha.»
«Guay», dice Kibby, de un modo que hace que me sienta como si acabara de arañar una pizarra con las uñas, mientras él se arrellana en la silla. Ojalá supiera por qué este puto mamonéete me incordia tanto.
«Es todo bastante sencillo», le explico, cogiendo la carpeta y colocándosela delante.
La abre, y echa un vistazo de roedor a los contenidos. Este pequeño retrasado todavía tiene pecas. «¿Qué me dices de éste?», pregunta, señalando Le Petit Jardin con el dedo.
«De Fretais. Esa cocina es una puta pocilga», le explico. El cabroncete me mira con ojos perspicaces y cautelosos. Si aparece por ahí, ese gordo maricón de De Fretais probablemente tratará de petar su escuálido culito blanco. Será él quien pase una inspección: una inspección culera. Dudo que esta nenaza-lameculos tenga pelotas para plantarle cara a De Fretais, aunque sí da la impresión de ser un cabrito perversamente meticuloso. «Pero es... famoso, vaya», dice Kibby, mirándome con cara de agobio.
«Lo sé, Bri, pero hay que llamar a las cosas por su nombre. Somos unos profesionales y estamos aquí para servir al público, no a un cocinero pagado de sí mismo. En cualquier caso, sigue yendo a parar a la mesa de Foy y la última palabra acerca del procedimiento a adoptar la tiene él.»
«Pero si escribo algo demasiado crítico en el informe, ahí
se queda, por escrito...», gimotea Kibby como un cordero lechal. Joder, seguro que De Fretais lo saltea y lo sirve con salsa de menta.
«Por eso lo mejor es ser franco. Si algún pobre cabrón agarra una intoxicación alimentaria —lo cual es muy probable dado el estado de ese garito-y presenta una demanda -y no olvidemos que vivimos en una era de litigios-entonces los poderes establecidos querrán echar una mirada al informe del funcionario responsable. Si tu informe no está en sintonía con el mío, o bien uno de los dos es un embustero —y mi informe lo ha refrenda-89
do Aitken-o en el plazo de tres meses De Freíais ha gastado el gordo de la lotería en su cocina.»
Puedo ver girar los engranajes de la cabeza de Kibby; con una lentitud exasperante, eso sí, pero girando al fin y al cabo.
«Ya te digo, Bri, casi me cago de miedo cuando eché un vistazo dentro de una enorme y asquerosa olla sopera. Casi esperaba que saliera el monstruo de la Laguna Negra. Cojo por banda a un cocinero y le suelto: "¿Y eso qué es?" El tío me dice: "Ah, sopa de alubias." Yo le contesto: "Ya sé que fue sopa en otro tiempo, so capullo, ¿pero ahora qué cojones es?"»
Kibby esboza una débil sonrisa a lo largo de su careto atormentado por la duda. Este cretino no capta ni siquiera el humor más ínfimo. Me levanto de la silla, y me golpeo el trasero con la carpeta. «Ponió a salvo, Bri, ponió a salvo», le digo antes de arrojar la carpeta sobre su mesa con un guiño, en plan colega. Hay algo en él... Ahora me sorprendo sintiendo lástima por él, pues el pobre cabrito parece completamente perdido. Veo un ejemplar de Game Informer sobre su mesa. Lo cojo y lo hojeo.
«¿Qué opinas de Psychonauts?», le pregunto. «Se supone que es bastante ingenioso. Ya sabes, no es el rollete gilipollas de siempre acerca de frustrar los planes de células terroristas y rescatar bellas princesas.»
«A ése no he jugado», dice Kibby con recelo, antes de mostrarse un poco menos reservado. «Pero mi amigo Ian lo tiene. En la reseña le dan una puntuación de 8,75», dice con entusiasmo.
«Ah..., vale», respondo con cierta desazón. «Escucha..., voy a acercarme a la fiestecilla del Departamento de la Vivienda para echar un trago. Van a ir Shannon y Des Moir. ¿Te apetece venir?»
«No, voy a tratar de acabar algunas de estas inspecciones», gimotea.
Cabroncete presuntuoso. Estarán encantados de verle por los restaurantes en esta época del año.
90
Mientras regreso a mi escritorio para telefonear a McKen-zie, me pregunta: «¿De verdad crees que debería... con De Fre-tais...?»
«Lo mejor es ser francos», le digo con una sonrisa de oreja a oreja, dejándome caer en la silla y levantando el auricular. «Ya sabes lo que dicen, sé fiel a ti mismo.»
Mientras bajaba por la Milla Real el cielo cubierto formaba una oscura bóveda sobre las casas de piedra que tenía a ambos lados, y en los oídos de Brian Kibby resonaban los comentarios de Danny Skinner, dejando una impresión más duradera de lo que su perpetrador habría imaginado jamás.
Danny tiene razón..., no importa que sea uno de los mejores restaurantes del país ni que sea uno de sus cocineros más célebres,
¡las reglas son las mismas para todos!
Todavía era por la mañana cuando llegó a Le Petit Jardín, donde estaban preparándose para la hora de la comida. Una nutrida partida de tipos trajeados se había congregado en el exterior, a medida que iba clareando el cielo oscuro. Kibby se dio cuenta de que era un restaurante de la gama superior al ver que hacía gala de la confianza suficiente como para hacer pocas concesiones a la temporada navideña. Sólo un modesto árbol navideño colocado en un rincón delataba la época del año. Al penetrar en el interior, sobriamente iluminado y decorado con madera de caoba y magnolio, Kibby se relajó un tanto, notando cómo sus pies se hundían en la mullida alfombra marrón. El comedor estaba absolutamente inmaculado, por lo que consideró completamente inconcebible que la cocina pudiera estar en tan mal estado como había afirmado Skinner. Su período de iniciación con Foy alrededor de algunos de los restaurantes de la ciudad había confirmado lo que aprendió como inspector novato en Fife: si el comedor está excepcionalmente cuidado, la cocina suele estar llevada de acuerdo con los más altos requisitos de higiene. SI
Pero para toda regla había siempre una excepción.
Kibby le mostró su pase de inspector a un maitre indiferente, quien hizo un mohín a la vez que le indicaba las puertas giratorias. Al atravesarlas, se le cayó el alma a los pies: se había preparado para el golpe de calor, pero no por ello dejó de encogerse físicamente. Lo primero que vio fue al propio De Fretais, apoyado ociosamente sobre una encimera. Los aromas de diversos alimentos en proceso de fritura, asado y horneado entraban y salían danzando de sus fosas nasales; su cerebro andaba a la rebatiña con los datos sensoriales, esforzándose por identificar la miríada de fragancias. El enorme cocinero observaba a una muchacha vestida con un mono, de rodillas, que estaba descargando cosas de una pila de cajas colocadas en una carretilla y colocándolas en el estante inferior. Kibby le oía charlar con aquella voz retumbante que conocía de la televisión, y captó la presunción y la altivez que desprendían los ojos oscuros y la boca fina del maestro cocinero. Durante una fracción de segundo, percibió una familiaridad que no acababa de ubicar en la postura que había adoptado, los chistes, las palabrotas...
Brian Kibby se aproximó al obeso cocinero con un intenso aire de temor. Aquella cocina no tenía buen aspecto. A De Fretais le entusiasmó aún menos aquella intrusión y dispensó a Kibby una somera mirada de arriba abajo. «Ah, conque eres el chico nuevo del ayuntamiento. ¿Qué tal está mi viejo amigo Bob Foy?»
«Muy bien...», dijo Kibby con un hilillo de voz, volviendo a pensar tanto en la ira de Foy como en las palabras de Skinner. Pero la cocina estaba sucia y una cocina sucia era una cocina peligrosa. Regla número uno. Aquello no lo podía obviar. Y lo cierto es que estaba muy sucia. Quizá no tanto como había dado a entender el informe de Skinner, pero había partes del suelo y algunas superficies que no sólo necesitaban una limpieza a fondo sino una reforma. Por si fuera poco, había cajas y latas de provisiones amontonadas bloqueando los accesos, las salidas de incendios estaban abiertas con cuñas y buena parte de la plantilla parecía un tanto desaliñada en lo tocante a su aspecto. El mismo De Fretais parecía sudoroso y despeinado, como si acabara de salir de la cama o hubiese venido directamente del pub.
Imagino que será cosa de la temporada navideña..., ¡pero no deja de ser un restaurante1.
De Fretais era tan enorme y obeso como delgado y frágil era Kibby. Se acercó al joven hasta el punto de hacerse incómodo, haciendo valer su amedrentadora mole. «¿Del ayuntamiento, eh? Creo recordar a una inspectora de cocina bastante atractiva..., perdón, quise decir funcionaría de Sanidad y Medio Ambiente», se corrigió burlonamente el gordinflón. Kibby captó el aliento perfumado de éste cuando se fijó en los pelos negros que le asomaban de las fosas nasales. Hacía mucho calor; el cogote le ardía como si estuviera en una playa tropical. «¿Cómo se llamaba...?» De Fretais lo meditó. «Sharon..., no, Shannon. Eso es, Shannon. ¿Sigue allí la encantadora Shannon?»
«Sí», dijo Kibby, enronqueciendo de incomodidad.
«Ya no la envían aquí..., lástima. Una verdadera lástima.
¿Sale con alguien? A menudo me lo pregunto.»
«No sé...», mintió Kibby, desorientado ya por la sórdida proximidad de aquel sujeto. Para Kibby, el cocinero tenía un cuerpo en forma de lágrima, como el de los payasos, y aunque intentaba mostrarse superficialmente jocoso, sólo lograba transmitir una imagen de engreimiento y malévola grandilocuencia. Sabía que Shannon tenía novio pero no tenía intención de contarle sus asuntos a nadie, y mucho menos a De Fretais.
«De todas formas, sigue con lo tuyo, aquí estamos a tu servicio», dijo con brío el maestro cocinero, «pero quizá debería decir nuestro servicio», agregó, echando una mirada a dos pinches de cocina que estaban de pie junto a un carrito, «¡POR-93