El taxi que había cogido en el aeropuerto de Guadalajara
había recorrido a paso de tortuga el distrito comercial a causa del
denso tráfico, y había tardado casi veinte minutos, durante los
cuales el taxista no hizo otra cosa que maldecir continuamente y
dar bocinazos. Al otro lado de los cristales del taxi, se veían
muchas personas vestidas elegantemente paseando por los bulevares y
mirando escaparates. Vio algunas vallas publicitarias que le
llamaron la atención, como Jarritos, Salsa Picante Tapatio, o
Tequila Don Julio, compartiendo espacio con los gigantes
estadounidenses. Coca Cola y restaurantes
O'Tolleys.
Sacó un pañuelo del bolso y se lo pasó delicadamente por la
frente. La temperatura era insoportable. El calor era húmedo y
pegajoso, y la sensación de que iban avanzando a trompicones por un
atasco continuo no ayudaba mucho que digamos.
–¿Es su primer viaje a México, señorita? – preguntó el
taxista con un fuerte acento mexicano.
–No, pero es mi primer viaje a Guadalajara -respondió
Eileen.
–Pues, entonces, si está buscando un sitio padrísimo para cenar, debe ir al Sancho Coyote, en
la Avenida de las Américas. La carne asada es
excelente.
Seguro que sí pensó ella, y estoy segura de que la comisión que te da el
restaurante también es sustanciosa.
–Gradas, pero no tengo previsto quedarme mucho por
aquí.
–Vamos, Eileen, aun así tendrás que comer, ¿no? Otra cosa,
soy yo, claro. – La voz provenía del taxista, pero había algo
extraño. Miró la joven cara del taxista reflejada en el espejo
retrovisor, y por un instante le pareció ver un aura plateada a su
alrededor. Luego todo volvió a la normalidad. A excepción de que el
taxista ya no hablaba con acento mexicano.
–Teo, ¿estás loco? – susurró al cuerpo del taxista-. ¡Sal de
ahí! Ya conoces las reglas. Se supone que solo puedes hacer esto
cuando no hay otra opción.
–¡Chíngale huevón! -dijo la voz-.
¿Sabes cuál es tu problema, Eileen? Que nunca te diviertes en tus
misiones. A veces pienso que naciste con una lupa pegada a la mano,
como el tío ese, Sherlock Polmes. O Dolmes.
El taxi había llegado frente al edificio de cristal negro.
Eileen abrió la puerta y le pidió a su compañero que le abriera el
maletero para sacar su equipaje.
–Es Sherlock Holmes, señor García -dijo tras recoger sus dos
maletas del coche.
El espíritu que ocupaba el cuerpo del taxista le dedicó una
amplia sonrisa.
–Lo que diga mi Jane Bond favorita.
Cerró el maletero con un golpe seco y sacó su monedero del
bolso.
–Ya basta, Teo, deja a ese hombre. ¡Ahora
mismo!
La expresión del taxista cambió como si fuera a añadir algo,
pero entonces se detuvo. Al ver el modero en la mano de Eileen, el
espíritu volvió a hablar.
–No te molestes con la tarifa -dijo- me temo que nuestro
simpático taxista llevó a la ingenua gringa por el camino más largo
desde el aeropuerto. Dejaré en su mente la impresión de que has
pagado, y que luego le explique a su jefe esta noche cómo ha
desaparecido el dinero.
–No, Teo. Quizás para ti sea divertido, pero no merece la
pena el esfuerzo. No queremos llamar demasiado la atención -dijo,
mirando de reojo a los transeúntes que cruzaban la calle-. Por aquí
abajo no se nos quiere demasiado. – Dejó la cantidad exacta que
marcaba el taxímetro sobre el asiento del copiloto-. Por supuesto,
eso no significa que le vaya a dar propina.
Los ojos del taxista parecieron despedir un destello
plateado, y entonces puso cara de confusión.
–Gracias por el viaje, señor -dijo Eileen.
El joven taxista, que no tenía ni la menor idea de cómo había
llegado hasta allí, la observó mientras se marchaba… Finalmente,
cuando llegó a las escaleras frente a la puerta principal del
edificio, la saludó con la mano.
–Gracias, señorita, disfrute de su estancia en
Guadalajara.
Después de que el taxi hubiera arrancado, Eileen echó un
último vistazo al edificio y entró. El sol del atardecer brillaba
con intensidad y el reflejo de sus rayos deslumbraban. Entonces le
pareció ver algo por el rabillo de su ojo, una forma que avanzaba
hacia ella por la superficie espejada. Se trataba del fantasma
traslúcido de un joven delgado de piel oscura que no aparentaba más
de dieciséis o diecisiete años.
–Es un edificio enorme -dijo Teo, con una sonrisa picara en
el rostro.
Eileen vio que algunos viandantes se detenían sin dar crédito
a sus ojos. Algunos pasaron de largo con paso rápido, otros se
frotaron los ojos y miraron de nuevo, y otros fruncieron el ceño
intentando encontrar una explicación lógica y racional. Pero luego,
como pasa cuando algo fuera de lo normal desafía de forma radical
las ideas preconcebidas, el fenómeno pasó inadvertido y la gente
dejó de prestarle atención.
Nada interesante que ver por aquí
pensó Eileen, sigan
circulando.
–¡Carajo, señorita Savitch! Creí que la central me había
enviado a unos profesionales. – La voz provenía de un hombre que
había cruzado la gran puerta automática de entrada. Llevaba puesto
un traje que, como mínimo, le habría costado tres mil
dólares.
–¿Y usted es…?
–Mi nombre es José Cardinale, director general del Grupo
Orpheus aquí en Guadalajara.
–¿De veras? – dijo Teo con ojos brillantes-. Yo no iría
diciendo eso por ahí, porque según Eileen no somos muy queridos por
estos lares.
–No, no lo somos, y los pendejos como
tú, que no se toman el trabajo en serio, no ayudan. – La imagen de
Teo desapareció.
Eileen pudo sentir la rabia de su protegido.
–Es culpa mía, señor Cardinale -se disculpó-. Es la primera
misión de Teo. Como preparadora, a veces le doy demasiado
margen.
–¡Bueno, pues eso se ha acabado desde ahora mismo! Dios mío,
si hubiera oído lo que ha comentado el Papa sobre el Grupo Orpheus
la semana pasada… ¡y mañana es el día de difuntos! Lo único que
necesitamos ahora para que todo se vaya al carajo es un pequeño
incidente. – Con un ademán, indicó a Eileen y al invisible Teo que
lo siguieran al interior del edificio.
»Me temo que por ahora no tenemos más que una pobre
infraestructura, el esqueleto de lo que debería ser la sección
Guadalajara. El edificio entero es nuestro, pero la mayoría de los
pisos todavía no están amueblados ni equipados convenientemente.
Todavía no hemos tenido tiempo ni de poner el logotipo del Grupo en
la puerta, como habrán podido ver. – Entraron en la recepción de
mármol-. De hecho, todavía no estábamos operativos cuando se
presentó esta situación.
El edificio era tan feo por fuera como por dentro. Los muros
estaban cubiertos con espejos de marcos dorados y el suelo estaba
decorado con baldosas de mármol blancas y negras. Un enorme reloj
digital marcaba las siete y media. No había nadie, a excepción de
algunas personas que acababan de salir de unos amplios ascensores y
se dirigían hacia la puerta principal. Eileen supuso que se trataba
de agentes de Orpheus. Salían en medio de un silencio incómodo que
ella había visto muchas veces en las oficinas centrales de Orpheus
en Estados Unidos. Sus miradas eran las de alguien que sabe más de
cómo funciona el mundo de lo que debería.
–Tampoco quiero intranquilizarla -continuó Cardinale-. Hemos
recibido entrenamiento y conocemos todos los procedimientos
operacionales. Hemos habilitado un perímetro de seguridad temporal
para su uso. También tenemos una sala médica en condiciones con el
equipo preparado para cualquier eventualidad.
–¿Le enviaron un fax de la central con instrucciones sobre
cómo quiero mi cubículo?
Cardinale asintió, y entraron en un ascensor de paneles de
madera. Apretó el botón «14» y las puertas se cerraron. Tras una
breve pausa, el ascensor inició su camino con un suave sonido
eléctrico.
–¿Puede darme detalles de qué es lo que ha ocurrido
exactamente? El e-mail que envió decía tan
solo «necesitamos agentes con experiencia que hablen español en la
sección de Guadalajara, lo más pronto posible». Lo envió con la
codificación A1A, la más urgente. Una llamada de
desastre.
El hombre asintió con un ligero movimiento de la
cabeza.
–Me temo que el cliente merece una atención preferente. Ella
me dio instrucciones de que nada de esto saliera de aquí, y como
director general, le di mi palabra. Una vez que haya terminado su
trabajo, por supuesto, redactaré un informe
completo.
Ya empezamos con cosas raras, pensó
ella. ¿No quería que nada saliera de aquí? ¿A
qué se refiere exactamente? En este trabajo todos son tan discretos
que necesitan una autorización por triplicado para decirte que
tienes un incendio en el culo. Utilizar ese código ha sido un
error. Veamos de qué va todo esto.
La puerta del ascensor se abrió, y Eileen y Teo siguieron al
director general hasta un amplio salón con decenas de puertas a los
lados. Finalmente, llegaron a una de ellas, idéntica a todas las
demás, y entraron. En la sencilla pero confortable sala de
descanso, una mujer de mediana edad estaba tomando té sentada junto
a una mesita de madera. Había dos mujeres más en un sofá cercano,
lleno de cojines. La más mayor de las dos estaba un poco gorda,
pero conservaba a pesar de todo el rastro de una belleza
aristocrática. La joven sentada junto a ella tenía una piel dorada
y un cabello largo color azabache. Las dos vestían trajes hechos a
medida, muy caros, de colores diferentes pero del mismo corte. La
joven lucía además unos pendientes de los que colgaban plumas
azules.
Cuando los tres agentes de Orpheus entraron en la habitación,
las mujeres se levantaron al unísono, se arreglaron la falda con
gesto idéntico, y se acercaron a ellos.
–Agentes, les presento a nuestras clientes -dijo Cardinale,
incluyendo a Teo, que había vuelto a materializarse-. Señora y
señorita Arguelles, les presento a dos de nuestros mejores agentes,
recién venidos de los Estados Unidos, Eileen Savitch y Eleuterio
García.
–Teo, por favor -puntualizó el joven mientras los cuatro se
daban las manos.
–Señora Torrente, le ruego que nos excuse -dijo Cardinale a
su secretaria, que asintió dando otro sorbo a la taza de té-. Por
favor, acompáñenme a mi despacho.
El despacho del director era, como el resto de la planta,
sencillo y confortable, pero demasiado anónimo y desangelado.
Eileen se percató de que no había ningún objeto personal en ninguna
parte del edificio, ni fotografías, ni postales, ni bolsas de
aperitivos. Todos tomaron asiento mientras Cardinale hacía lo
propio detrás de su escritorio.
–De acuerdo -empezó Eileen-. ¿Podrían decirme cuál es el
problema, por favor?
Laura Arguelles respiró profundamente.
–Creo que mi marido está intentando destruir la constructora
de mi familia.
–¿Qué te lleva a pensar eso? – preguntó Teo.
Tono de voz equivocado, tuteo
injustificado y diálogo demasiado agresivo pensó Eileen,
anotando mentalmente las indicaciones que después le haría a Teo
sobre sus habilidades sociales.
–Me lo dijo él mismo -respondió ella con voz tensa, como si
fuese la primera vez que alguien ponía en duda su palabra-. Su
espíritu se me apareció hace algunos días.
–Un momento, por favor -la interrumpió Eileen-. Lo que mi
colega intenta decir es que, aunque creemos sin ningún género de
dudas que usted vio a su marido, necesitaríamos un poco más de
información sobre los antecedentes. Eso nos ayudaría a saber si
alguien está intentando engañarla. También nos servirá para
desenvolvernos mejor en la situación.
La mayor de las dos mujeres se relajó un
poco.
–Claro -dijo-. Supongo que debo empezar por el principio. La
constructora de mi familia, Tierra Arguelles, es una de las más
importantes y prósperas de México. Tenemos proyectos de gran
envergadura a lo largo y ancho del país, incluido este edificio
-apuntó, lanzándole una mirada significativa a Cardinale-.
Desafortunadamente, hemos tenido un problema con el Benito Juárez,
un centro de conferencias que estamos construyendo aquí en
Guadalajara.
Eileen emitió un pequeño sonido de reconocimiento, suficiente
para que Laura Arguelles continuara con su relato.
–Han de saber que mi compañía está acostumbrada a vérselas
con dificultades a la hora de llevar a cabo algunos proyectos
-señaló-. Hemos edificado en la jungla, en zonas ocupadas por la
guerrilla, nos hemos enfrentado a terremotos y hemos sufrido el
acoso de políticos corruptos. Todo eso forma parte del negocio.
Pero el Centro Juárez parece maldito desde el mismo día en que nos
adjudicaron el contrato.
La hija de Laura Arguelles interrumpió a su
madre:
–Por favor, madre, no uses la palabra «maldito». Suena
demasiado primitivo y supersticioso.
La señora Arguelles miró a Zoia.
–A pesar de todo lo que ha ocurrido, mi hija todavía no cree
en fantasmas. A decir verdad, yo tampoco creía en ellos hasta que
Francisco se me apareció.
Eileen miró de reojo a su compañero fantasmal. El esfuerzo
que necesitó Teo para no hacer ninguna puntualización ingeniosa no
le pasó inadvertido, y cuando finalmente el joven consiguió
dominarse, sintió una pequeña oleada de orgullo.
–¿De modo que está diciendo que el Centro Juárez parece
maldito? – preguntó.
–Sí -contestó Laura-. Incluso antes de comenzar la
edificación, Juárez era ya un proyecto impopular. La mayoría de las
viviendas de la zona no tienen permiso de construcción, se han
edificado sin criterio ni estándares de seguridad, y acaban siendo
focos de droga y delincuencia. El proyecto Juárez es la primera de
una serie de renovaciones urbanísticas que van a revitalizar el
área y acabar con esa situación.
–Y a proporcionarles cuantiosos beneficios.
Los ojos de Laura parecieron echar fuego.
–¿Hay algo de malo en eso?
Eileen le dirigió una mirada reprobatoria a
Teo.
–Por favor, continúe.
–Desgraciadamente, el proyecto implica desalojar por la
fuerza a cientos de residentes y reclamar la tierra que esos pobres
desgraciados creen que es suya. Como puede imaginar, todos los
partidos de izquierda, la prensa radical, los activistas, e incluso
Amnistía Internacional, se nos han echado encima. Y luego hemos
tenido algunas dificultades internas…
–¿Cuáles, en concreto?
Laura permaneció en silencio durante unos segundos, como si
estuviera sopesando si debía continuar hablando. Al final torció el
gesto y respondió.
–No me gusta discutir asuntos domésticos con extraños, pero
asumo que son ustedes tan discretos como el señor Cardinale, ¿me
equivoco?
–En absoluto. Puede confiar plenamente en ellos -respondió el
director general.
–Muy bien, pues. Todo esto empezó hace varios años ya, cuando
yo era joven, de la edad de Zoia más o menos. Yo era una chica
demasiado alocada. Durante unas vacaciones en Grecia conocí a un
atractivo turista. Era encantador, educado, elegante, y provenía de
una de las mejores familias del norte de California, con miles de
acres de viñedos. Con el tiempo nos enamoramos, nos casamos,
tuvimos una hija, y yo empecé a trabajar en la constructora de mi
padre.
–¿Qué pasó después? – preguntó Eileen.
–Lo que pasa a menudo cuando un hombre de cara bonita sin
dotes para los negocios se casa con una mujer rica. Se convirtió en
un vago. Intenté luchar contra su actitud por un tiempo, intenté
que sentara la cabeza e hiciera algo productivo, incluso le di un
trabajo donde no tuviera que hacer nada, en el departamento de
relaciones públicas de Tierra Arguelles. Y entonces fue cuando se
volvió contra mí.
–¿Perdón? – intervino Teo, mientras una leve sonrisa afloraba
a su boca.
–¡He dicho que se volvió contra mí! – repuso Laura-. Cogió
ese trabajo sin importancia y se convirtió en la imagen pública de
la corporación. Y mientras yo estaba trabajando duro día tras día
asegurándome de que miles de empleados, entre ellos él, recibían su
cheque correspondiente a fin de mes, él se dedicaba a perder el
tiempo de comida en comida de negocios, saliendo en la portada del
Time magazine y congraciándose con mi
padre. Cuando papá estaba muriéndose, iba a hacer a ese gusano
director ejecutivo de la compañía. ¡Quería darle mi
trabajo!
Zoia puso una mano sobre la rodilla de su
madre.
–Para ser justos -dijo-, mi padre era bastante bueno en su
trabajo. Quizás no tuviera buen ojo para los negocios, pero tenía
una buena imagen, era un buen orador y tenía un don especial para
las relaciones públicas. A pesar de sus rencillas, formaron un buen
equipo de trabajo durante más de quince años.
–Nosotros no fuimos nunca un equipo -puntualizó Laura-.
Siempre estábamos en guerra. Luchábamos por el alma de la compañía.
Cada vez que él intentaba interferir en uno de los proyectos, casi
conseguía que lo perdiéramos todo. Yo intentaba contenerlo,
mantenerlo bajo control. Si hubiéramos seguido sus pasos, nunca
habríamos conseguido el proyecto Juárez.
–Siento decir que el Centro Juárez fue lo que enfrentó
definitivamente a mis padres -dijo Zoia-. Tierra Arguelles había
invertido demasiado en los últimos años, más de lo que permitía su
capacidad real. El centro nos habría permitido recuperar el dinero
y estabilizar la compañía, a costa de un poco de mala imagen
pública. Mi madre quería el proyecto, pero mi padre se
oponía.
Eileen se inclinó hacia delante, interesada.
–¿Y no se podría haber hecho algo al respecto? ¿A través de
la Junta?
–¡La Junta! – dijo Laura con desprecio-. Esos inútiles han
estado en el bolsillo de mi marido durante años. No, Francisco vio
la oportunidad de acabar conmigo y decidió
aprovecharla.
Zoia parecía curiosamente indiferente.
–El problema era que, para el público, para nuestros socios,
incluso para el gobierno, Francisco Arguelles era Tierra Arguelles
-apuntó-. Incluso se cambió el apellido por el de mi madre cuando
se casaron. La única cosa que salvó a mi madre fue la muerte de mi
padre, hace seis meses. Después de eso, mamá se hizo con el control
de la compañía y se firmó el proyecto del Centro
Juárez.
–Dígame -preguntó Eileen, a pesar de que ya sospechaba la
respuesta-. ¿Cómo murió exactamente su marido?
–Los médicos no fueron capaces de ofrecer un diagnóstico
concluyente -respondió Zoia-. Suponen que fue algún tipo de
bacteria que provocó un colapso a su sistema inmunológico. Todo
sucedió muy rápido, en apenas tres meses.
–¿No le hicieron la autopsia? – quiso saber
Eileen.
–Por supuesto que no -replicó Laura-. Tuve que pagar mucho
dinero para que mataran a mi marido, y no iba a dejar que todo se
echara a perder.
–¡Madre!
–Por favor, Zoia, esta gente está recibiendo una gran
cantidad de dinero por su discreción. Si necesitan saber toda la
verdad para hacer que tu padre se hunda en el infierno, que es
donde debería estar, entonces les daré la verdad. La realidad no es
agradable, niña, nunca lo es. ¿Es que no te he enseñado nada
durante todos estos años?
Eileen trató de aliviar la tensión de la
sala.
–Entiendo, señora Arguelles. Por supuesto, esta información
no saldrá de la habitación. Gracias por ser tan honesta, eso nos
facilita el trabajo. Nos ofrece alguna idea sobre las motivaciones
de su marido y del por qué de su regreso. ¿Qué sucedió
después?
–Los problemas en el Centro Juárez comenzaron casi
inmediatamente. Ha habido decenas de accidentes muy extraños. Una
grúa que acabábamos de adquirir se desplomó porque las juntas se
habían desgastado. ¡Por exceso de uso! Estuvo a punto de caerse
encima de un grupo de obreros. Una sierra circular se salió de su
rail y causó heridas a dos trabajadores. Las cosas se mueven por la
noche, cambian de sitio y se rompen. Al principio pensamos que era
cosa de Tianquiztli…
–¿Tianquiztli? – inquirió Eileen.
–Se trata de un grupo marxista de la Universidad de
Guadalajara. Son los que más se han opuesto al proyecto. Ha habido
un grupo de ellos tras las barricadas de la policía prácticamente a
diario, gritando idioteces como que estábamos destruyendo el
patrimonio histórico y cosas así.
–¿A qué se refieren?
–Bueno… hay una iglesia abandonada entre los edificios que
estamos derribando -dijo Laura con tono vago-. Hemos encargado a un
equipo de arqueólogos un informe sobre la iglesia y la conclusión
es que se trata de un edificio sin valor alguno. Simplemente es
viejo. Se trata de una pandilla de lunáticos que se oponen al
progreso.
–¿Y no hay alguna posibilidad de que estos lunáticos sean los
que estén detrás de estos actos de sabotaje?
–No. Ya hemos tenido problemas con actos de sabotaje
ecologista anteriormente, y por eso hemos invertido tanto en
seguridad para un trabajo como este. Sabemos lo que nos
hacemos.
–¿Y está segura de que…? – empezó a decir
Teo.
–¡Por supuesto que estoy segura! – replicó Laura-. ¿Cree que
cada vez que tenemos un accidente damos automáticamente por
supuesto que se trata de fantasmas? Hemos investigado todas las
posibilidades. Pero los empleados han dado parte de herramientas
que flotaban en el aire y de horribles apariciones que bloquean los
accesos a las áreas de trabajo. Ahí fue cuando empezamos a
decantarnos por esta posibilidad.
Hubo un momento de silencio tenso. Laura se volvió para
seguir explicándole la situación a Eileen.
–Oí hablar de Orpheus cuando construimos este edificio, y
pensé que quizás… Bueno, entre los accidentes y la reputación del
Centro Juárez, nos está saliendo bastante caro el tener a nuestros
empleados aquí. Por no hablar del daño a la maquinaria. En las
actuales circunstancias, si no podemos acabar el proyecto, será el
fin de la compañía.
–Ya veo. Y decía que su marido se le apareció hace unos pocos
días…
Laura asintió.
–Fue unos pocos minutos antes de medianoche. Acababa de
meterme en la cama cuando me pareció oler la colonia de mi marido.
No había olido ese perfume en más de un año, pero créanme, no
podría olvidarlo. Después sentí que algo me agarraba el brazo con
fuerza, y… y… -unas gruesas lágrimas amenazaron con escaparse de
sus ojos.
–¿Vio entonces a su marido? – soltó Teo.
–Sí… si. Yo… al principio no sabía si era él, porque… porque
cuando le miré -dijo. Empezó a llorar y a dar pequeños hipidos-. Su
rostro… por un momento, cuando le miré no tenía rostro. Luego
pareció como si la carne se le fuera pegando al cráneo poco a poco
hasta volver a formar sus rasgos. Estaba más guapo que
nunca.
Enterró la cara entre las manos temblorosas.
Eileen miró a Zoia.
–¿Te comentó tu madre si tu padre le había dicho
algo?
Zoia asintió.
–Lo único que le dijo fue «pronto, mi amor.
Pronto».
Cuando la entrevista hubo concluido, los tres agentes de
Orpheus se sentaron en el despacho de Cardinale.
–¿Qué les ha parecido? – preguntó el delgado
mexicano.
–La historia parece verídica -concluyó Eileen-. Tendremos que
investigar un poco más, claro. No creo que obtengamos más
información de la señora Arguelles en lo que respecta a esto, pero
creo que estamos ante un caso típico de escenario maldito. Que no
parece justificar por qué se nos ha traído aquí de la forma en que
se ha hecho.
Cardinale soltó una risita nerviosa.
–¿No es obvio? La mujer que se va a encargar de habilitar
nuestro edificio tiene problemas. Si no se lo resolvemos, nosotros
empezaremos a tenerlos. Ya llevamos mucho retraso.
–Pero eso no es ni la mitad de todo el embrollo, ¿verdad,
señor Cardinale? – insinuó Eileen.
–Yo… no sé de qué está usted hablando
-balbuceó.
–Por favor, no me insulte, señor director general. Usted
envió un e-mail de código A1A. Esta misión
no es un simple favor para un amigo. Ni siquiera tiene que ver con
el edificio. Al margen de las particularidades especiales que
requiere una sede de Orpheus, estoy segura de que se podría haber
encontrado otra compañía que se hiciera cargo de las obras sin
ningún problema.
–Escuche -dijo Cardinale casi con un susurro-. Usted no tiene
ni idea de la influencia política que tiene aquí la señora
Arguelles. Puede estar segura de que Laura Arguelles puede hacer
que ningún departamento gubernamental me reciba
jamás.
–Si Tierra Arguelles se va a la quiebra, toda su influencia
política se irá al traste. Eso no afectaría a Orpheus para nada…
Pero quizás sí le afectaría a usted. ¿Me equivoco?
El pequeño burócrata no respondió.
–Por supuesto -razonó Eileen-. ¿Qué parte del presupuesto
para la construcción del edificio ha acabado en su bolsillo, señor
Cardinale? ¿A cuántos agentes va a poner en peligro gracias a
ello?
El hombrecillo agitó sus manos débilmente y balbuceó una
protesta.
–No, no. Eso es ridículo.
–Bueno, señor director general del Grupo Orpheus. Usted nos
llamó con total urgencia. Parece que está metido en la cuestión
hasta las rodillas, ¿no cree?
–Por favor -se explicó con voz suplicante-, necesito su
ayuda. Lo que les he dicho sobre la influencia política de la
señora Arguelles es cierto. Si se arruina, mi carrera se arruinará
con ella. Y esa publicidad no le haría ningún bien a
Orpheus.
Esta vez fue Eileen la que sonrió.
–Relájese, señor Cardinale. Nosotros le ayudaremos. Pero será
a cambio del triple de nuestro sueldo, más una bonificación, y
gastos aparte.
El rostro del director recorrió la gama entera del
rojo.
–¡Pero eso es inadmisible! – gritó-. ¡Triple sueldo! ¿Está
loca?
–Piense que tiene mucho más que perder si todo el asunto no
se resuelve satisfactoriamente. Considérelo como una ganga. ¿Qué me
dice?
El director guardó silencio unos instantes.
–¿Qué necesitan de mí? – dijo al fin.
–Únicamente que nos conduzca a mi
habitación.
Cardinale señaló una esquina de su despacho.
–Debajo de esa pintura hay una puerta de acero que he
instalado con un código electrónico de seguridad. Tras ella está la
habitación temporal que hemos preparado para usted, siguiendo sus
indicaciones. Únicamente los médicos, usted y yo tendremos acceso a
la combinación. – Garabateó una serie de números sobre un papel-.
Tengo entendido que los agentes incursores como usted se ponen
nerviosos si sus cuerpos no están bajo llave.
Eileen sintió la tentación de hablarle de los peligros a los
que se habían enfrentado agentes como ella, al volver a su cuerpo
para descubrir que algo se había introducido en él. De la carne
muerta, de la agonía espiritual, de los entes que flotaban en el
aire, incluso allí mismo. En lugar de eso, se decantó por una
demostración.
–Teo -dijo-, ¿podrías mostrarle al señor Cardinale lo en
serio que me tomo la protección de mi cuerpo?
Con una sonrisa de lobo, el joven se aproximó al delgado
burócrata.
–¿Qué hace? – exclamó Cardinale dando un paso atrás. Teo
continuó avanzando, atravesando el escritorio y agarrando al hombre
por el cuello. A continuación, le acercó la mano derecha a la
garganta, y le apuntó con los dedos índice y
corazón.
–Esto le va a doler. Bastante. – Los dos dedos parecieron
fundirse en uno solo, perdieron consistencia y adquirieron una
forma nueva, como un arpón con espinas. Cardinale apenas tuvo
tiempo de reaccionar cuando Teo le hundió el arpón en la
frente.
El arpón no le causó daño físico, pero Eileen pudo ver cómo
se agitaba y retorcía ante la presencia que se estaba abriendo
camino hasta su mente. Después de eso, el cuerpo de Teo desapareció
y tan solo quedó la figura del director general, cuyos ojos alegres
despedían resplandores plateados.
–Deja que me escuche -le indicó Eileen. El cuerpo de
Cardinale asintió con la cabeza-. Lo que siente usted reptando
alrededor de su pequeña cabecita es mi compañero, señor Cardinale.
Si le ocurre algo, lo que sea, a mi cuerpo, volveremos, y Teo le
hará otra demostración. Y le costará mucho olvidarla. ¿Está
claro?
El cuerpo de Cardinale se estremeció e hizo un gesto
afirmativo.
–Bien, pues -dijo Eileen-. Me voy a retirar a mi cubículo.
Cuando salga, iremos a inspeccionar las obras. Le mantendré
informado de nuestros progresos.
Los dos agentes salieron por la puerta de
seguridad.
Al menos hemos dejado algo claro,
pensó mientras entraba en el pequeño apartamento. Tal como le
habían asegurado, todo se había decorado según sus
especificaciones. Luces tenues, una cama confortable, televisión,
cadena de música, una selección de CD de Brahms, y un pequeño
frigorífico con refrescos y barritas de chocolate para cuando
regresara a su cuerpo.
A pesar de la apariencia de confort, Eileen odiaba aquellos
cubículos. Cerró la puerta, mientras su corazón comenzaba a
acelerarse. Conectó el aparato de música y puso uno de los CD. La
cama estaba fría y, cuando, tras descalzarse, se sentó sobre el
edredón con las piernas cruzadas, notó el colchón duro al tacto.
Adoptó la primera posición prona, y se concentró en el trance
adecuado que le permitiría realizar lo que, en la jerga de Orpheus,
se llamaba una "incursión". El trance y la meditación no le
proporcionaron paz interior ni relajación algunas. Poco a poco, sus
funciones vitales fueron apagándose. Podía sentir cómo luchaba la
carne por mantenerse con vida, agonizando, mientras ella la
empujaba al borde de la muerte. Se concentró en la delgada hebra
que representaba su alma. Gradualmente, su pulso y su respiración
se fueron haciendo cada vez más débiles.
Después, en ese preciso instante, envió una orden mental y su
cuerpo murió. Revivió de nuevo aquel momento, como le ocurría
siempre:
–¿No debería estar sentado en el asiento?
–¿Quieres que esté llorando todo el camino? Mi madre está a
menos de dos kilómetros y el niño está hambriento.
La sensación de Nicholas junto a su
pecho, sus labios suaves sobre su pezón. Las hormonas fluyendo
mientras él comenzaba a mamar.
El dolor se fue apoderando de ella, recorrió su inexistente
cabeza, mientras dejaba su cuerpo atrás.
El rasgar de metal, el cristal haciéndose pedazos. Dolor y
después todo negro. Dulce olvido.
Una dolorosa sensación en su pecho, como si ardiera, como si
lo tuviera abierto en carne viva.
Y luz que vuelve. Algo con sabor metálico
resbala por su boca. Nicholas está entre sus brazos, y es tan
pequeño, y está tan inmóvil…
–¡Nicholas! – gritó. Otros incursores que conocía decían que
disfrutaban con todo el proceso de descarnación, que para ellos era
como quitarse un traje demasiado ajustado. Pero para ella era
horrible.
Tan solo le costó un momento acostumbrarse a la nueva
percepción de las cosas. Todo a su alrededor parecía vibrar y
refulgir con colores brillantes. Las cosas bailaban por el rabillo
del ojo, cosas horribles, cosas que no estaban allí cuando ella las
miraba directamente. Ya había aprendido a
ignorarlas.
Se volvió hacia su cuerpo, sobre la cama, y comprobó con
satisfacción que respiraba y sus funciones vitales eran las
normales. Después salió del cubículo y atravesó el despacho del
director general, sin molestarse en manifestarse ante
él.
–¿Qué hacemos ahora? – preguntó Teo.
–Las Arguelles quieren que nos encontremos mañana en las
obras para un tour oficial -dijo Eileen-. Pero esta noche quiero
hacer un primer reconocimiento del área. Quizás los muertos hayan
visto algo que se les ha escapado a los vivos.
Teo señaló a Cardinale con el pulgar.
–¿Y ese tipo? – El hombrecillo se limpiaba el sudor de la
frente mientras intentaba relajarse, sentado sin saberlo, entre Teo
y Eileen-. No irás a dejar que ande suelto y nos la pueda jugar,
¿no?
–A partir de ahora va a ser un buen chico, no nos va a causar
ningún problema, puedes estar seguro. Cuando todo esto acabe, vamos
a tener a este rico ejemplar metido en el
bolsillo.
Los dos agentes salieron del despacho flotando entre paredes
y muros de contención, y atravesaron las plantas del edificio hasta
llegar a la calle. Pasaron junto a la secretaria, bajaron por el
hueco del ascensor y salieron por la puerta principal. La torre de
oficinas tenía el mismo aspecto. Eileen se miró en la superficie
espejada y se vio con su aspecto descarnado. Una aparición vestida
con una toga blanca, agitada levemente por una brisa espectral, que
le daba la apariencia de estar flotando a unos centímetros del
suelo. Por supuesto, más que lo que parecía aparentar, lo que
llamaba la atención era lo que no podía ocultar: la sangre que
goteaba lentamente de su pecho derecho.
Miró la mancha roja sobre la toga. Estaba a punto de ayudar a
una mujer de negocios asesina y a un directivo corrupto a cambio de
dinero y de los favores que a partir de entonces Cardinale le
debería. ¿Qué pensaría Thomas? Una gota de
sangre fantasmal resbaló por la toga y cayó al
suelo.
–Tu primera misión -dijo ella, intentando cambiar el rumbo de
sus pensamientos-. ¿Te sientes preparado, Teo?
Teo era la única persona que jamás le había preguntado por la
mancha de sangre y esa era una de las razones por las que le
gustaba tanto trabajar con él.
El joven fantasma miró fijamente a los ojos de su
instructora.
–He estado preparado desde el día en que me encontraste. Voy
a hacer que te sientas orgullosa.
–Lo sé.
El cielo era oscuro y frío cuando salieron a la calle. Los
enormes edificios proyectaban sombras que formaban valles y colinas
a su paso. Lo más curioso para los ojos muertos de Eileen era el
aspecto festivo que todo parecía tener. Entre aquellos edificios
silenciosos, asomaban banderas y cuerdas policromas fantasmales,
dándole un toque de color al lugar. Flores fantasmales adornaban
las avenidas centrales, mientras el recuerdo de su aroma se
expandía por el aire nocturno, y, por dondequiera que anduviesen,
se escuchaba la melodía lejana de algún mariachi. Las melodías eran
tristes y conmovedoras, ecos de algún amor perdido, de locura y de
suicidio.
Mientras se dirigían al centro de la ciudad, Eileen percibió
que la primera reacción hacia la decoración festiva de la ciudad
dejaba de transmitirle una sensación positiva. Casi todos los
dibujos y pancartas eran tristes, mostraban la agonía y el dolor de
una existencia más allá del puro olvido. Los muertos, más numerosos
que en cualquier otro lugar que hubiera visto, caminaban entre Teo
y ella. Todos parecían ignorar a los dos agentes, impulsados por
una fuerza interna, errabundos sin un destino
determinado.
Los dos agentes doblaron una esquina y se encontraron ante
una plaza abierta, rodeada de muros y bloques de edificios de
tamaño impresionante. En una de las esquinas de la plaza se alzaba
una enorme iglesia rodeada por una multitud de muertos que
observaban a las personas vivas que entraban a la ceremonia. De vez
en cuando, uno de los muertos reconocía a alguna figura entre los
vivos e intentaba desesperadamente llamar su atención. Con un
enorme esfuerzo de concentración, Eileen volcó toda su atención en
los sonidos del mundo de los vivos, ahogando todos los gritos y
gemidos de los muertos. Como sospechaba, se oía música por la calle
y reinaba un ambiente de fiesta. Había una especie de desfile de
personas disfrazadas de aztecas, de momias, de espectros. Los
muertos parecían disfrutar también del espectáculo y de las risas
de los vivos.
–El día de los difuntos -dijo Teo-. El día de los muertos. El
festival de los muertos, sí. Recuerdo un desfile como este, hace
unos años. Uno de mis pocos recuerdos felices de este retrete
tercermundista.
El tono amargo de su voz sorprendió a
Eileen.
–Mi madre… -una mueca de dolor atravesó su rostro-. Este país
es la razón por la que mi hermana y yo nos escondimos en un camión,
a cincuenta grados, para llegar a San Diego. De no ser porque en
Orpheus casi no hay agentes que hablen español, jamás habría
vuelto.
–No tenías por qué volver, puedo encargarme de esto
sola.
La mirada de Teo era inescrutable.
–Supongo que mi trabajo me gusta demasiado.
Eileen se echó a reír.
–No, Teo, no me mientas a mí, hazlo con los demás si
quieres.
–¡Míralos! – dijo, cambiando de tema y señalando a los
viandantes, vestidos de alegres colores-. Mañana es día de
difuntos. Debajo de todos esos trajes de colores, esas calaveras
pintadas y esas máscaras sonrientes, se esconden vidas tristes,
llenas de miseria y miedo. Una vez al año organizan esta pequeña y
triste comedia para ocultarse la verdad a sí mismos. Que el miedo a
la muerte es lo que gobierna sus vidas.
–Y se supone que nosotros somos diferentes, me
imagino.
–¡Pues claro que lo somos! Míranos. Podemos vestir la carne
cuando queramos, pero mientras tanto caminamos entre los espíritus.
¿Qué significa el miedo a la muerte para nosotros? Ya sabemos lo
que es estar al otro lado. No hay misterios para nosotros, y por lo
tanto, no hay miedo. No necesitamos a nadie.
Eileen negó con la cabeza lentamente mientras pensaba en voz
alta.
–Más cosas en el Cielo y en la Tierra.
–No he entendido eso.
–Significa que hay más cosas en el Cielo y en la Tierra de
las que tu filosofía puede soñar -dijo ella-. Es de Hamlet. Acto
primero, cuando Hamlet y Horacio se encuentran con el fantasma del
padre de Hamlet.
–Si ellos hubieran sido agentes de Orpheus, él habría llevado
a su padre al inframundo, a donde pertenecía. Además, siempre he
pensado que Shakespeare era un gringo
sobrevalorado.
Eileen posó una mano sobre el hombro de Teo por un instante.
Él se la sacudió.
–De acuerdo. Querías hablar con algunos muertos de
Guadalajara. ¿Por dónde empezamos?
–Por aquí no. Tenemos que ir al solar de la obra. Espero que
alguien allí conozca algo de San Francisco.
–¿Cómo llegamos? El Centro Juárez esta al final de la calle
Posada, pero es un trayecto largo y no estoy seguro de saberme el
camino.
–Quizás yo pueda ayudar, amigos -dijo un hombre apoyado sobre
un carromato mortuorio uncido a dos burros. Llevaba un traje
elegante con ribetes dorados, y un sombrero sujeto al cuello por
una cuerda colgaba a su espalda. Tenía las manos metidas en los
bolsillos, y miraba a los dos agentes con aire
divertido.
El hombre no tenía carne en absoluto, era un esqueleto.
Aunque no un esqueleto normal. Incluso Eileen, cuyos conocimientos
de Biología no superaban los rudimentos, pudo darse cuenta de que
aquellos huesos nunca habían sido humanos. El cráneo era demasiado
cuadrado, y los huesos se engarzaban unos con otros por medio de
discos circulares. Parecía más el dibujo que habría hecho un niño
de un esqueleto que un verdadero esqueleto humano. Se podían ver
rastros de pintura verde, roja y dorada sobre la frente del muerto,
las cuencas de sus ojos y su mandíbula.
–¡Eres un cráneo! -dijo
Teo.
El esqueleto pareció tomarse el comentario a mucha honra, e
hizo una reverencia.
–Marco Cráneo, para ser más precisos. Viajero de los
muertos.
Teo negó con la cabeza.
–No, no era eso lo que quería decir. Quería decir que eres un
cráneo, uno de los disfraces típicos del
día de difuntos que la gente se pone en los
desfiles.
Marco soltó una carcajada.
–Vosotros no sois de Guadalajara, ¿verdad?
–No -respondió Eileen-, venimos de Estados
Unidos.
–Ya veo. ¿Y cómo han venido a parar aquí dos fantasmas
yanquis?
–Eso no es asunto tuyo -dijo Teo.
–Como tú digas, amigo -dijo Marco alzando una mano a modo de
disculpa-. ¿Queréis ir a alguna parte?
Dicho lo cual, señaló a un coche fúnebre que había
cerca.
–¿Quieres decir que nos podrías llevar en eso sanos y salvos?
– preguntó Teo.
–Por supuesto, es a eso a lo que me dedico -replicó-.
Mientras estéis en mi carruaje, no os pasará nada.
–Nos gustaría ir a la zona donde están construyendo el nuevo
edificio, el nuevo centro de convenciones.
El esqueleto pareció estremecerse, sacudido levemente por
alguna emoción intensa, pero nada concreto pudo deducirse de su
expresión.
–Por favor, señores. Ustedes no desean ir allá. Hay muchos
otros sitios interesantes que visitar antes en Guadalajara. Podría
llevarles al Teatro Degollado, o…
–Necesitamos llegar a las obras de Tierra Arguelles -lo cortó
Teo-. ¿Nos vas a llevar o no?
El esqueleto pareció resignarse.
–De acuerdo, les llevaré. No me puedo negar. – Se encogió de
hombros-. Ya no.
Eileen se acercó a Teo y le susurró al oído:
–Teo, ¿quién es ese? No deberíamos confiar en cualquiera que
nos encontremos por aquí, podría ser peligroso.
–Es un cráneo, Eileen. Hace algo en
la muerte que no pudo completar en vida. Si Marco nos ha prometido
llevarnos hasta el solar sin que nos pase nada, hará lo que sea
necesario para cumplir su palabra -señaló-. O aceptamos su ayuda, o
caminamos.
El esqueleto, subido a su carruaje fantasmal tirado por dos
mulas espectrales, hizo señas con el látigo a los dos agentes para
que subieran. Una vez que estuvieron cómodamente sentados, el coche
fúnebre comenzó a avanzar por la avenida a una velocidad
increíble.
En cuanto los agentes y su especial cochero salieron del
enclave de la Zona Rosa, el aspecto de la ciudad cambió
drásticamente. La decoración, tanto la de los muertos como la de
los vivos que se preparaban para el carnaval que comenzaría a
medianoche, seguía siendo una constante, pero las piñatas y las
flores no podían ocultar ya las grietas de los edificios ni los
grafittis.
También los muertos tenían un aspecto diferente. Antes
parecían tristes, desesperados, pero ahora la emoción predominante
era el odio. Las pancartas y carteles de los muertos, colgados de
los edificios, eran de color rojo intenso, y estaban en su mayoría
rasgados. Parecían estandartes de guerra más que banderolas
festivas. Las estatuas de motivos religiosos eran cada vez más
frecuentes. Cristos crucificados o Vírgenes dolorosas parecían
surgir de todas las esquinas. En muchas ventanas asomaban los
rostros de niños fantasmas que sujetaban velas y tenían aspecto de
estar terriblemente hambrientos.
–¿Quiénes son? – preguntó Eileen.
–Son los angelitos -contestó el
conductor, volviendo el rostro hacia la ventanilla del carruaje
mientras sujetaba las riendas-. Debemos tener fe y esperar que
incluso esas almas perdidas encuentren finalmente el amor de la
Gran Madre.
Acarició inconscientemente con su mano huesuda un medallón
que colgaba de su cuello. Eileen se fijó en él. Era circular, y
tenía grabada la imagen de una mujer ataviada con túnica, con los
brazos abiertos, como si quisiera abrazar al mundo
entero.
Eileen nunca había visto una imagen de la Virgen como
aquella. De pronto, un escalofrío recorrió su espina dorsal, y la
imagen de una bestia similar aun calamar cruzó por sus ojos.
Aturdida, cerró los ojos y volvió a mirar al colgante, pero ahora
se balanceaba entre las sombras mientras Marco se agitaba
dirigiendo la carrera del carruaje, y ya casi no pudo distinguir
los rasgos de una mujer en él.
–¡Socorro, por favor! – dijo una voz débil. Parecía provenir
de una mujer que estaba de pie en mitad de la calle. El espíritu
llevaba una falda de colores vivos y una camisa blanca. Tenía una
corona de flores en la cabeza, y sus ojos les miraban fijamente. En
los brazos sujetaba un bebé, apoyado en su pecho. Los únicos
detalles que desentonaban en aquella imagen eran los orificios de
entrada y salida de una bala que había hecho blanco en su
cabeza.
–¿Pueden ayudar a mi bebé? – les rogó de nuevo, tendiendo el
niño hacia la ventana del carruaje.
–Está bloqueando el paso -dijo el esqueleto.
–¿No puedes rodearla? – preguntó Teo.
–Entonces se moverá y volverá a ponerse en medio. Ya lo he
visto antes. A no ser que queramos esperar, alguien va a tener que
responderle.
–¿Responderle? ¿A qué te refier…? – Teo se dio cuenta
entonces de que Eileen estaba bajando del
carruaje.
–¡Eileen, espera!
–¿Su bebé necesita ayuda? – preguntó Eileen, acercándose poco
a poco a la extraña mujer.
La mirada del espíritu cambió de dirección, aunque no era
fácil decir si seguía viéndola o no. Entonces Eileen comenzó a
cantar.
Ya me canso de llorar y no
amanece
Ya no sé si maldecirte o por ti
rezar.
Tengo miedo de buscarte y de
encontrarte
Donde me aseguran mis amigos que
vas.
La pequeña figura del bebé comenzó a agitarse, nerviosa, y
volvió el rostro hacia la agente de Orpheus.
–¿Mamá? – dijo.
El rostro de Eileen pareció demudarse mientras miraba al
pequeño con ojos llorosos.
–¿Nicholas? – susurró.
El espíritu sonrió.
–Sí, Nicholas -dijo, haciendo ademán de entregarle el niño a
la agente.
Teo saltó del coche fúnebre.
–¡Eileen, no! ¡Es un truco!
–¡Nicholas! – rugió el espíritu, y abrió la boca más de lo
que ningún cuerpo humano hubiera sido capaz, revelando una hilera
de enormes, amarillentos y afiladísimos colmillos. La cosa que
tenía en los brazos perdió su forma humana y se convirtió en una
pequeña criatura negruzca con ojos brillantes y muertos y un gran
agujero en la mitad del cráneo del que supuraba un líquido viscoso.
De repente, el espíritu arrojó al pequeño fantasma contra el rostro
de Eileen.
–¡Teo! – gritó Eileen mientras saltaba hacía atrás para
esquivar el ataque. El pequeño espíritu cayó a sus pies, se agarró
a su pierna y le clavó los dientes en ella.
–¡Nicholas! – continuó gritando con voz demencial la figura
espectral. Eileen intentó zafarse desesperadamente de la pequeña
criatura arrojándola unos metros más allá, pero el ser reptó a toda
velocidad hacia ella para atacarla de nuevo, mientras la mujer
fantasmal se le echaba encima con las manos convertidas en garras y
el rostro desfigurado…
Y topaba con los puños de Teo García. El joven ya no parecía
aquel afable muchacho que había llegado con Eileen a la ciudad. Sus
manos se habían fundido y tenían la forma de un martillo pilón. Su
cara se había agrietado y de las fisuras goteaba un líquido negro,
mientras que de su espalda, hombros y antebrazos afloraban púas de
varios centímetros de longitud. Se lanzó sobre el espíritu, lo
golpeó con furia y lo arrojó al suelo. Cuando la mujer fantasmal se
levantaba del pavimento, le asestó un golpe que produjo un
desagradable sonido sordo. El espíritu cayó a la carretera y al
instante recobró el aspecto de una joven adorable. Teo frenó su
ataque y el espíritu se perdió entre las sombras.
Entretanto, Eileen intentaba sujetar a la pequeña criatura
que se revolvía furiosa entre sus brazos. Tras un breve forcejeo,
el monstruo se zafó de sus manos y se abalanzó sobre su cuello.
Eileen cayó al suelo y trató de escapar de aquellas garras que le
rasgaban la carne fantasmal. La criatura acercó los afilados
dientes a su cuello y entonces dos puños cayeron al unísono sobre
su cabeza y la reventaron como una fruta podrida.
–Oh, Dios -farfulló Eileen, palpándose la herida del cuello
mientras el cuerpo del niño caía inerte a su lado-. ¿Qué era
eso?
–La china era una paloma negra, y él,
un niño perdido -respondió el
esqueleto.
Un chico perdido, repitió Eileen para
sus adentros. ¿Dónde he oído eso
antes?
–Gracias por la ayuda, señor Cráneo -dijo Teo con mirada
furiosa-. ¿Qué pasó con aquello de llevarnos sanos y
salvos?
Las heridas de su cuerpo se iban cerrando rápidamente
mientras ayudaba a su entrenadora a ponerse en
pie.
El esqueleto se encogió de hombros.
–Yo soy conductor. Si quieren desmontar, es bajo su propia
responsabilidad, y deben correr ustedes con los riesgos.
¿Continuamos?
Teo se volvió hacia Eileen, indeciso. La agente miraba al
esqueleto casi como si esperara alguna señal divina que le dijera
lo que debía hacer. Su piel estaba perforada por los pequeños
dientes y las garras del niño espíritu. Ella sabía que su cuerpo,
en el cubículo, estaba sufriendo las mismas heridas, y rezó para
que el servicio médico fuera competente.
–Estoy bien, Teo, creo que me pondré bien. – Su protegido
había recobrado su apariencia normal. Iba a añadir algo, pero
entonces sonó una canción en una cantina en la
esquina.
Solitaria camina la
bikina
La gente se pone a
murmurar
Dicen que tiene una
pena
Que la hace llorar
La voz parecía cantar con el corazón roto, llena de una
angustia y una sensación de pérdida insoportables.
–¿Y ahora qué? – preguntó Teo al esqueleto-. ¿Qué es
eso?
Aunque el cochero era incapaz de cambiar de expresión. Eileen
creyó percibir en él una extraña energía nerviosa cuando Teo le
preguntó aquello.
–Eso es malo, señor -respondió-. Es la voz de la llorona. No la escuchen. Únicamente les traerá
mentiras y destrucción.
Altanera preciosa y
orgullosa
No permite que la quieran
consolar
Pasa luciendo su gran
majestad
Pasa, camina, y los
mira
Sin verlos jamás
Eileen escuchó con atención, sintiendo el dolor y la angustia
que la canción transmitía. Sin saber por qué, sintió que la voz que
cantaba aquello era un alma afín.
–No, Teo -dijo ella-. Creo que no hay peligro. Espera
aquí.
–¡Eileen! ¡No lo hagas! – repuso Teo-. Ya has caído en la
trampa una vez.
Eileen le cogió la mano un momento.
–Confía en mí -susurró-. Me cogieron con la guardia baja la
última vez, pero creo que esto es algo que tengo que
hacer.
La música parecía crear un rastro visible hasta la cantina.
Eileen dudó un instante, y luego siguió aquel rastro que le
conducía a la mujer que cantaba. Dentro de la cantina, había un
grupo de rudos lugareños sentados a unas mesas sencillas, con la
mirada perdida en las llamas de las velas que ardían sobre ellas.
Delante de casi todos ellos, reposaban solitarias botellas medio
vacías. Cada pocos minutos, alguno de ellos llenaba un vaso
mugriento, lo apuraba de un trago y, dando un fuerte golpe en la
mesa, volvía a dejarlo en su sitio. Ninguno de ellos se percató de
su presencia cuando entró en la cantina, ni parecía oír la canción
que llenaba la sala.
La bikina tiene pena y
dolor
La bikina no conoce el
amor
La voz provenía de una figura que se sentaba sola en una
mesa, entre las sombras de una de las esquinas de la cantina. No
había ninguna vela sobre la mesa, pero podía adivinarse una mano
huesuda que agarraba una botella de tequila. Eileen trató de
discernir el rostro del viejo espectro, pero ninguna luz parecía
alcanzar la sombra que cubría su cuerpo. La canción siguió
sonando.
Por la calle camina la
bikina
La gente se pone a
murmurar
Dicen que alguien ya vino y se
fue
Dicen que pasa la vida soñando con
él.
Dicen que pasa la vida soñando con
él.
–Buenas noches, Llorona -dijo de pronto la voz que cantaba.
Su tono era tan poderoso como lo había sido la canción, y a pesar
de ella misma, Eileen se sentó en la mesa, enfrente del
fantasma.
–Llorona. Eso es lo que el cráneo ha
dicho que eras -dijo Eileen.
–Es lo que somos las dos -replicó el fantasma-. Mujeres que
lloran. Eres como yo, aunque no tan vieja.
–No, a los espíritus como yo los llamamos banshees.
La figura decrépita se encogió de hombros.
–Llorona, banshee, da igual, es lo
mismo. Llevamos el mismo peso sobre nuestros hombros, el mismo
dolor. No podemos soportarlo y lo gritamos o lo cantamos para
aquellos que no pueden oír y que no nos escuchan.
–¿Quién eres? ¿Por qué me has traído aquí? No
tengo…
–No tienes tiempo -terminó la anciana. Sus palabras parecían
arrastrar una sonrisa-. Eres como yo, así que quizás ya lo sepas.
Las lloronas a veces podemos decir lo que va a pasar, ¿no es
cierto?
–En ocasiones los banshees pueden
llegar a percibir retazos del futuro, pero matemáticamente
hablando…
–¡No! – gritó la mujer-. No hablemos de ciencias y de
números, tan solo de culturas y de creencias.
Eileen guardó silencio sin saber qué
responder.
–He venido hasta ti porque te buscan. Te he traído aquí
porque hay un momento entre ahora y el futuro donde el curso de los
acontecimientos se puede alterar, como una piedra perdida puede
cambiar la dirección de una avalancha.
Eileen se volvió, como si temiese que la criatura con aspecto
de niño fuera a cruzar el umbral de la puerta para atacarla de
nuevo.
–Ah, la paloma negra y el niño -dijo la anciana-. No te
preocupes por ellos. Has frustrado su primera intentona. No
volverán.
–¿La primera intentona de Francisco Arguelles? ¿Es eso?
¿Envió esa cosa a por nosotros?
–Sí -respondió la figura con una risa amarga-, aunque tampoco
deberías preocuparte por él. Es un peón tan solo. No, debes
preocuparte de la cosa que viene de la profundidad, y que te sigue
el rastro incluso ahora mismo.
–¿Qué cosa? ¿A qué se refiere?
–He venido a advertirte, niña. Mi canción te ha mostrado lo
que va a venir. Ella te está buscando, viene hacia ti con sus
zarpas de gato. Ten cuidado con todos ellos, pero sobre todo ten
cuidado con Ella.
Algo en aquella voz la hizo temblar.
–¿Quién es «ella»? – preguntó, haciendo un esfuerzo-. ¿Qué es
lo que sabes exactamente?
–¿Saber? – Una risa grave brotó de su boca desdentada-. Sé
más de lo que nadie debería saber. He visto más allá de donde nadie
debería adentrarse.
El fantasma se inclinó hacia delante, emergiendo poco a poco
de entre las sombras, acercando a la luz un rostro increíblemente
arrugado y lleno de cicatrices. Eileen dio un respingo al
comprender la naturaleza de aquellas cicatrices.
–He visto demasiado -dijo el fantasma, mirando a Eileen desde
las cuencas vacías de sus ojos. Grandes lágrimas negras brotaban
incesantemente de las hendiduras donde deberían haber estado sus
ojos-. Me los arranqué yo misma, para borrar la imagen de la Madre
de las Pesadillas, Coatlicué. Aun así, su poder es tan grande que
ahora es lo único que veo.
Incapaz de evitarlo, Eileen se asomó al interior de aquellas
cuencas vacías y creyó entrever una profunda e insondable
oscuridad. Y aun así, pudo divisar un pequeño destello, el reflejo
de una forma tentacular, el fragmento del aspecto de un monstruo
que hizo que sintiera deseos de escapar gritando de
allí.
–Ahora ya has visto un poco de lo que yo veo -dijo la
Llorona-, y así comprendes un poco mejor mi
angustia.
El fantasma se sirvió un vaso de la botella de tequila y lo
apuró de un trago.
–Pero en el conocimiento, en la visión, hay esperanza.
Todavía hay esperanza para ti, Eileen Savitch. Incluso en la
desesperación, tu voz no se acalla.
La vieja aparición tomó dulcemente la mano de
Eileen.
–Todo muere una vez, Eileen. Algunos, como tú, mueren muchas
veces. Pero finalmente todos debemos afrontar el Gran Misterio que
llega al final de la muerte. No hay que temer eso. Lo único que hay
que temer es morir sin haber completado tu
propósito.
–¿Y qué se supone que debo hacer yo? – La voz de Eileen era
apenas audible.
–Fracasarás, Eileen Savitch. Fracasarás y morirás, y como tú,
todos aquellos que tú creías que no podrían ser derrotados. Aun
así, en tu fracaso se esconden las semillas de la victoria final.
Antes de morir, encontrarás a uno que sabe más de lo que debería,
uno que es muchos lugares a la vez. Y si le dices a ese hombre lo
que tú sabes, cambiarás el curso de la avalancha.
–¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan
segura?
La mujer volvió a encogerse de hombros, se reclinó sobre la
silla y desapareció de nuevo entre las sombras con otro vaso de
tequila entre las manos.
–¿Quién puede decirlo? Como dijiste antes, el futuro siempre
está cambiando. Yo he hecho lo que he podido. Ahora debes
irte.
Bebió su tequila y, con un fuerte golpe, dejó el vaso sobre
la mesa.
Eileen salió de la cantina. El edificio estaba oscuro y la
cantina parecía vacía. La música había
desaparecido.
–¿Qué ha pasado? – preguntó Teo-. Las luces se apagaron en
cuanto entraste.
–No estoy segura -respondió ella-, pero creo que estamos
metidos en un embrollo mucho mayor de lo que creíamos en un
principio.
Se acercó al carruaje mortuorio y le indicó al esqueleto que
continuara el camino.
–Llévenos hasta el distrito Posada, y no se detenga hasta que
hayamos llegado. Bajo ningún concepto.
Cráneo golpeó las riendas y los burros fantasmas comenzaron a
trotar con rapidez. Continuaron la travesía en silencio durante una
hora, pasando por barrios cada vez más pobres, llenos de fábricas
humeantes. La desesperación de vivos y muertos era allí tan intensa
que se podía sentir en el aire como una densa
niebla.
–Señora, estamos llegando a nuestro destino -dijo la
calavera-. Este es el distrito
Posada.
El distrito Posada parecía una zona de guerra. No se veían
signos de la inminente fiesta por ningún lado. La mayoría de las
puertas y las ventanas estaban tapiadas con tablas, y los edificios
precintados con cintas amarillas donde se leía:
PASAR
–Ahora entiendo por qué quieren tirar abajo esta barriada
-dijo Eileen-. Es horrible.
Unas débiles luces al final de la calle se les fueron
acercando hasta convertirse en faroles que anunciaban que habían
llegado a su destino. La obra estaba rodeada por un muro de tres
metros de alto acabado en una valla de alambre de espino. Había
focos giratorios que iluminaban gradualmente todo el contorno,
aunque el efecto inmediato era hacer la oscuridad aún más
impenetrable. Ya habían derribado varios edificios, y se podían ver
muros caídos y escombros de todo tipo por el suelo, entre las
excavadoras y las grúas inmóviles. Junto a la garita de vigilancia
de la entrada al complejo, se podía ver un letrero con el fénix de
la compañía, acompañado de un texto:
FUTURA LOCALIZACIÓN DEL CENTRO DE CONVENCIONES BENITO JUÁREZ.
UN FUTURO BRILLANTE PARA GUADALAJARA.
Y un poco más abajo, en letras más pequeñas, se podía
leer:
NO PASAR. LOS GUARDIAS ESTÁN AUTORIZADOS A EMPLEAR LA
FUERZA.
–Un brillante futuro de fuerza mortal -comentó Teo-. Así es
México.
El esqueleto paró el carruaje y abrió las puertecillas para
que los agentes bajaran.
–Aquí estamos, amigos -dijo-. ¿Seguro que quieren quedarse?
Este no es un buen lugar.
Eileen se volvió hacia el conductor.
–¿Por qué es un mal lugar? – dijo-. ¿Conoce a Francisco
Arguelles?
Aunque la expresión del esqueleto no cambió -no podía- Eileen
tuvo la sensación de que su sonrisa había
desaparecido.
–Yo no pronunciaría ese nombre demasiado alto, señora
-respondió.
–¿Por qué? ¿Qué es lo que sabe usted?
–Señora, hay cosas que incluso los muertos deben temer,
destinos peores que acabar como una paloma
negra.
–¿Es Francisco una de esas cosas? – preguntó
Eileen.
–Los rumores son populares entre los muertos -replicó el
esqueleto-. No sé más que lo que he oído en los últimos meses. Que
hay un nuevo movimiento entre los espíritus. Se han visto cosas, y
espíritus inofensivos que nunca han molestado a nadie han
desaparecido como si se los hubiera tragado la tierra. Mire a su
alrededor -dijo, señalando las calles vacías-. No hay vivos. No hay
muertos. Nadie vive aquí. Algo en este lugar se los ha tragado. Y
si permanecen aquí demasiado tiempo, también se los tragará a
ustedes.
–Gracias por el consejo, Marco, pero creo que nos vamos a
quedar.
El esqueleto levantó las dos manos, como dándose por
vencido.
–Lo he intentado, señora. Buena suerte.
El fantasma se alejó con el sonido del látigo y los cascos de
sus cabalgaduras.
–Juraría que no nos trajo a tanta velocidad.
Eileen no dijo nada, sino que siguió con la mirada el largo
muro que rodeaba la obra. Había algunas pequeñas entradas para los
obreros, cerradas con candado, además de la puerta principal junto
a la caseta de la seguridad. Se acercó a la caseta, y asomando por
los ventanucos, pudo ver la figura de un guardia de seguridad bajo
la luz tenue de un monitor que estaba mirando. Se oía un débil
sonido de risas y música proveniente de allí. Reconoció la
musiquilla, era parte de un anuncio televisivo de Toyota.
–¿Qué hacemos? ¿Interrumpimos el «trabajo» del guarda de
seguridad o pasamos sin más por algún lado? – preguntó
Teo.
–Aquí hay algo que va mal -le susurró Eileen al oído sin
apartar la mirada del hombre de la caseta.
–Eileen, aquí todo está mal -respondió Teo, señalando los
bulldozers y casas derribadas que los rodeaban.
–No me refiero a eso, Teo. Llevamos aquí casi dos minutos y
el guardia no se ha movido ni una sola vez. ¿Y dónde está toda esa
seguridad especial de la que nos habló Zoia
Arguelles?
Teo se asomó a la ventana, tratando de ver mejor al guardia
de seguridad.
–Tienes razón, no se mueve en absoluto.
Eileen le hizo una seña y se dirigieron a la puerta. El
guarda inmóvil les daba la espalda. Estaba reclinado sobre la silla
con los pies sobre una mesa, viendo una pequeña televisión que en
aquellos momentos estaba cubriendo el festival del día de difuntos.
Junto al televisor había un teléfono negro con una lucecita roja,
lo que indicaba que había un mensaje grabado en el contestador
automático.
Teo se concentró y Eileen vio que su forma fluía y se
manifestaba en el mundo de los vivos.
–¡Oye, güey! -dijo al guarda de la
silla.
»¿Colega? Aquí un par de intrusos quieren hablar contigo. –
Teo le tocó en el hombro, y el breve contacto bastó para que el
guarda se cayera de la silla y arrastrara la pequeña mesa tras él-.
¡Chinga tu madre! – gritó Teo, que no lo
había visto venir.
La sangre que había manado del cuello del guarda era tan
copiosa que casi impedía ver el emblema con el fénix de la
compañía. Tenía varias heridas en la cara, pero la del cuello era,
con diferencia, la más grande y la que lo había cubierto de sangre.
El corte era tan profundo que casi le había cortado la cabeza. Algo
pequeño y rosa sobresalía de la herida.
–Dios mío -dijo Eileen-. ¿Qué es eso?
–Es su lengua -respondió Teo, que se había vuelto a
desmaterializar-. El culpable le hizo el corte y tiró de la lengua
para que saliera por la herida. Lo llaman corbata
colombiana.
–¿Y los ojos?
Alguien le había cortado los ojos con una precisión casi
quirúrgica.
–Ni idea -respondió Teo-. Eso es nuevo para
mí.
Eileen recorrió la estancia con la mirada y se fijó en la
lucecita del teléfono.
–Tiene un mensaje.
Teo se concentró y presionó el botón. Se escuchó un pitido
agudo y, un segundo después se pudo oír una voz de
mujer.
–Ramón, soy Betty. Solo te llamaba para decirte que han
anulado el contrato de Seguridad Ilimitada S.A., de modo que hoy no
vas a tener a nadie haciéndote compañía. Si los vándalos de la
universidad saltan el muro, enciérrate y llama a la policía.
¡Suerte y buenas noches!
–Bien por Zoia y su seguridad especial -dijo Eileen-. Lo
siento, Ramón.
Se oyó un sonido metálico fuera de la
caseta.
–¡Ándele huevón! ¡Están todavía aquí! – dijo Teo-. ¿Qué
hacemos?
Eileen se detuvo un instante para considerar sus
opciones.
–Vamos a buscarlos.
El joven agente esbozó su sonrisa lupina.
–Excelente.
–No, Teo -le advirtió Eileen-. Sigue mis instrucciones. Los
queremos vivos.
Los dos agentes salieron de la garita de seguridad. Unos
metros más allá, la puerta de entrada estaba abierta, y el candado
en el suelo, reventado. En el interior del recinto, lo que más
llamaba la atención era una enorme iglesia que se alzaba en la
esquina más alejada, donde todavía no habían comenzado los trabajos
de demolición. El edificio, de corte gótico, parecía elevarse
amenazadoramente sobre las construcciones y ruinas circundantes,
como si los vigilara en silencio.
–¡Puaj! – exclamó Teo-. ¿Y alguien quiere salvar ese
edificio?
Se oyó otro chasquido metálico entre las
obras.
–¡Baja la voz! – susurró Eileen.
–¿Perdón? Nadie nos puede oír, Eileen -apuntó
Teo.
–¡FUERA DE AQUÍ!
La voz sonó enorme y hueca, como si viniera de muy lejos
o…
–Pssst, Teo -siseó Eileen-, esa pila de tubos de cobre.
¿Puedes llegar hasta el otro lado?
–Dame dos minutos -Las piernas del joven comenzaron a
licuarse y se formaron de nuevo con unos grandes músculos. Cuando
el proceso hubo concluido, Teo echó a correr a toda velocidad hacia
la oscuridad, rodeando algunos muros derruidos y
grúas.
–¡DEJAD EN PAZ ESTE LUGAR SAGRADO! ¡ESTÁIS PROFANANDO ESTE
SANTO SUELO CON VUESTROS PIES IMPÍOS!
Eileen avanzó poco a poco, acercándose cada vez más a los
tubos de cobre. Un momento más tarde, estaba junto a sus bocas
abiertas. Se podía distinguir una pequeña luz al otro lado de los
tubos. Eileen los recorrió con la mirada y pudo ver luz a través de
todos ellos, menos uno. Allí había algo. Un bulto oscuro estaba
bloqueando el tubo. Aguzó la vista para distinguirlo, pero fue
inútil. Se agachó. Se pasó la mano por la herida sangrante que
manchaba su toga. Era como meter el brazo en una cuba de
ácido.
–Lo siento. Lo siento muchísimo.
–Un asiento de coche. Un jodido asiento.
Gritos y quejidos, insultos del hombre que ella
amaba.
–No puedo… no puedo soportar esto… no puedo verte
más.
–¿Thomas? Por favor. ¿Dónde estás? No
puedo pasar por esto sola…
La mano sintió la humedad y el calor de la sangre sobre la
túnica.
El olor a pólvora. El eco del disparo de
un arma vibrando todavía en el aire. La mirada acusadora en el ojo
que todavía quedaba intacto en su cabeza. El ojo que ella veía cada
noche cuando trataba de dormir.
–¡NO ME OBLIGUES A MOSTRARTE MI PODER!
Vio una ráfaga de movimiento tras los tubos de cobre. Teo ya
estaba en posición, preparado para actuar. Era el
momento.
–Teo, vamos a por él… ¡Ya! – En ese momento, arrojó un puñado
de la sangre coagulada de la túnica, que ahora sostenía en la mano,
a través del tubo.
Thomas. De alguna forma, ella siempre
había creído que su alma se volvía más liviana cada vez que hacía
esto, pero, sin embargo, siempre parecía brotar más sangre, más
culpa.
–¡AAAGGGHH! ¡ESTO QUEMA! – La voz seguía retumbando, pero ya
no parecía amenazadora. Teo saltó de su parapeto sobre el bulto que
había al otro lado del tubo, que se agitaba presa del
dolor.
–¡Lo tengo! – gritó Teo-. No, espera, ¡la
tengo!
¿Una mujer? Pensó Eileen mientras
corría hacia el otro lado del tubo. Cuando llegó hasta donde se
escuchaban los ruidos de pelea, vio a Teo, revolviéndose en el
suelo con una silueta oscura. Teo tardó unos segundos en controlar
la situación e inmovilizar a la figura en el suelo. Solo entonces
pudo Eileen comprobar que se trataba de una joven
atractiva.
–¡Puta gringa! – escupió la chica-. Quítame a este
mierdecilla de encima.
Había renunciado a forcejear con Teo, pero intentaba quitarse
toda la sangre ardiente de la cara.
–¿Puedes verme? – preguntó Eileen, sabiendo que seguía siendo
invisible.
–Por supuesto que puedo verte, puta -respondió la chica.
Tenía unas profundas ojeras y la saliva le resbalaba por las
comisuras de la boca-. El sacramento me otorga el poder de ver a
los espíritus ¡Incluso a los espíritus malignos como
tú!
–¿El sacramento? – preguntó Eileen-. ¿De qué estas hablando?
¿Quién eres?
–No le debo explicaciones a una blasfema impía como tú, perra
blanca.
Eileen miró más atentamente a la chica. Tenía las pupilas
dilatadas y el rostro congestionado. Llevaba puestos unos
pantalones vaqueros desgastados y unas caras botas de trabajo que
no parecían haber visto nunca un día de trabajo. Tenía una camisa
con una imagen estampada del Che Guevara y una chaqueta vaquera de
marca, deshilachada y llena de botones.
Al acercarse más, Eileen pudo ver que los botones tenían
pequeñas fotografías pegadas. Fidel Castro, John Lennon, un arco
iris, un puño negro y una pirámide escalonada. Otros incluían
eslóganes como «¡yanqui go home!». No se
veía bien el resto de sus accesorios a causa de la oscuridad y de
la sangre que le había manchado la ropa.
–¿Blanca? – dijo Teo-. Deberías mirarme bien a
mí.
La expresión de odio de la chica cambió un poco y adquirió un
matiz de asco.
–Tú eres peor que ella. Eres un traidor a tu pueblo, como
Malinche, la puta de Cortés. Un perrito faldero de nuestros
opresores.
–¿Tienes idea de qué está hablando? – le preguntó a Eileen,
volviéndose mientras sujetaba con firmeza a la
joven.
Eileen se concentró y se hizo tangible materializando su yo
fantasmal, volviéndolo físico y real. Hurgó entre la chaqueta de la
joven y sacó una cartera. Se dio cuenta entonces de que la chica
tenía una daga de bronce en el cinturón enfundada en su vaina. La
sacó y la examinó de cerca.
–¡Te mataré, ramera! – gritó como una histérica-. ¡Eso es
mío! ¡Tengo mis derechos!
–Cuéntaselo a la policía -repuso Eileen.
La daga era muy bonita, afilada y amenazadora, pero muy bien
trabajada. La empuñadura tenía la forma de un jaguar con las fauces
abiertas.
–¿Qué opinas de esto? – dijo Eileen alargándole la daga a
Teo. Sobre la superficie del filo dentado se podían ver claros
rastros de sangre húmeda.
–¿Que qué opino? – farfulló él mientras contenía los
esfuerzos desesperados de la chica por liberarse-. Que es
claramente un arma homicida.
Eileen volvió a coger la daga y abrió la cartera de la joven.
Dentro estaba su carné de conducir, un carné universitario y una
credencial de un grupo activista de la
universidad.
–Perla Montez -leyó Eileen-, estudiante de primer curso de la
Universidad de Guadalajara. ¿Qué diablos es el «Movimiento
Estudiantil de Aztlán»?
Perla escupió al suelo.
–Aztlán… ¡son unos cobardes! Tienen miedo de golpear al
enemigo donde más le duele. ¡Miedo a beber su sangre! Los hemos
dejado. Ahora somos Tianquiztli. ¡Nos cobraremos el precio de
nuestra tierra con la sangre de nuestros enemigos, los blancos
traidores!
–¿Aztlán? – preguntó Teo-. Espera un minuto. ¿Tianquiztli es
parte de Aztlán? – Zarandeó violentamente a la chica -. ¿Eres parte
del puto Aztlán?
–¿Has oído hablar de esa gente? – preguntó
Eileen.
–Aztlán empezó su andadura cuando yo era un crio, en los
setenta -le explicó Teo-. Creen que los mexicanos de ascendencia
azteca son los verdaderos dueños de Norteamérica. Quieren echar a
todos los blancos del continente y reconstruir el imperio azteca.
¡Aztlán!
–¿Hablas en serio? ¿Hay gente que se traga toda esa
mierda?
Teo se volvió hacia la chica y la sacudió contra el
suelo.
–¡Dile que vas en serio, puta! Cuéntale que raptáis a
empleados del gobierno y que vuestras bombas matan gente inocente,
como mi pa… -se detuvo un momento- que matáis a gente como Ramón.
¡Díselo zorra!
Los ojos de Perla se volvieron inconscientemente hacia la
vieja iglesia por un momento.
–Aztlan no. ¡Tianquiztli! Si no estás con nosotros, entonces,
tú… eres… un… enemigo… -se debatió con una fuerza rayana en lo
sobrehumano, que estuvo a punto de zafarse de Teo, quien tuvo que
hacer un gran esfuerzo para no caer al suelo y retener a la
joven.
–Teo, espera -dijo Eileen-. Estaba mirando a la iglesia. ¿Es
por eso por lo que estás aquí? ¿Hay alguien en la
iglesia?
La chica permaneció en silencio.
Eileen abofeteó a la joven con la mano
libre.
–¡Contesta!
La voz de Teo se volvió cavernosa.
–No es necesario que hagas eso, Eileen. Tengo una idea mejor
-entrecerró los ojos y se concentró. Liberó una de sus manos y la
puso sobre el rostro de Perla. La joven detuvo sus esfuerzos por
liberarse, como hipnotizada por los dedos que flotaban amenazadores
junto a su nariz. Vio cómo se transformaban en hojas afiladas y
tragó saliva. Entonces, sin previo aviso, las clavó sobre su
cabeza.
El grito de dolor de la joven resonó por toda la obra. Perla
se agitó convulsivamente en el suelo, como si la estuviesen
electrocutando atada a un potro de tortura.
La boca de la chica se abrió.
–Está luchando contra mí. Bien duro -dijo Teo. Los dedos de
ella arañaban el suelo. Entonces Teo pareció desvanecerse, los
movimientos de la chica cesaron y se levantó del suelo con
tranquilidad.
–Está hasta arriba -dijo la boca de Perla.
–¿A qué te refieres?
–De drogas. Está hasta arriba de drogas. Eso es lo que le da
la fuerza para luchar contra mí, y lo que le permitía
vernos.
–¿De qué se trata?
–El nombre que hay en su cabeza es «océano de
color».
–¿Océano de color? ¿Qué demonios…? Espera un segundo. Ya lo
tengo. Es pigmento. ¿No?
La cabeza de Perla asintió.
–Sí. Pero ella no lo llama así, sino «océano de color» o
«sacramento».
Eileen sabía que la heroína negra, que estaba comenzando a
inundar las calles, podía otorgar a los que la consumían la
capacidad de proyectarse como los agentes de Orpheus, pero que sus
efectos secundarios incluían pérdidas de control, accesos de
violencia y rabia asesina, alucinaciones o trastornos mentales
severos.
Sí, parece encajar pensó Eileen.
Aunque nunca había oído decir que el pigmento le diera a alguien la capacidad de luchar
con un espíritu.
–¿Qué demonios está ocurriendo aquí? – murmuró, para luego
añadir, en voz alta-: ¿Puedes sacar algo más de
ella?
Teo sacudió la cabeza de Perla.
–No. La droga bloquea el acceso total a sus recuerdos. Lo
único que puedo hacer es controlar su cuerpo. Si me concentro en
sonsacarle información, podría recuperar el control y echarme de
aquí.
–Bueno -dijo Eileen encaminándose hacia la vieja iglesia-.
Entonces veamos exactamente qué es lo que estaba haciendo
aquí.
El pie de Perla avanzó un paso pesadamente, y luego otro,
siguiendo a su pesar al espíritu de la gringa
blanca.
La iglesia, construida con enormes rocas de basalto negro,
era larga y estrecha. Un gran ventanal redondo, una roseta, estaba
tapiada con tablones desvencijados. En sus esquinas se observaban
restos de cristales polícromos. Una vez dentro, Eileen observó que
había algunas pequeñas lámparas colgadas en las columnas y un
pequeño generador eléctrico.
–¿Qué hacen estas lámparas aquí? – preguntó
Teo.
–Probablemente pertenecen a la comisión arqueológica de la
que nos han hablado las Arguelles -respondió Eileen. Se acercó al
generador y lo enchufó. Con un pequeño zumbido, las lámparas se
fueron encendiendo una tras otra hasta inundar la sala de una luz
amarillenta y espectral.
–¿Esto es? – dijo el cuerpo de Perla-. ¿Esto es lo que tanto
preocupa a Tianquiztli? ¡Aquí no hay nada!
Eileen pensó que decir que no había «nada» era una
exageración, pero desde luego no había mucho. Los negros muros de
la iglesia estaban prácticamente desnudos, sin decoración alguna.
Las ventanas del templo ya no tenían cristales. Había una hilera de
oscuros y tenebrosos bancos de iglesia que conducían a un altar
tallado en granito. Tras él, se alzaba una enorme estatua de una
mujer cubierta con una toga y los brazos extendidos, con el rostro
en sombras.
–La Madona -dijo la voz de Teo desde el cuerpo de Perla. Y
luego la voz de Perla añadió-. Coatlicué.
–¿Qué?
–No sé -respondió Teo-. Ha salido sin más. ¿Significa
algo?
Eileen recordó las palabras de la llorona. Coatlicué, la Madre de las Pesadillas.
Luego sintió algo más, en su cabeza, en su alma. Amor. Un vasto,
inhumano amor.
Ven conmigo.
Eileen se estremeció y luego recorrió con la mirada las
largas hileras de bancos buscando a alguien escondido allí. Nada.
Se volvió hacia la imagen, recortada contra el muro negro. Como
otras imágenes que había visto, la mujer de la toga tenía una
especie de capucha sobre el rostro y las mangas le cubrían las
manos.
–Coatlicué -susurró-. Dime algo, Teo. Tú has recibido una
educación católica. ¿Hay algo en este sitio que te parezca
extraño?
–¿Bromeas? Todo en esta situación es
extraño.
–Hablo en serio, Teo. Mira a tu alrededor, como católico, y
dime lo que ves.
Su compañero se detuvo un momento mientras paseaba la mirada
a su alrededor.
–No estoy seguro de qué quieres que busque, pero esta es la
iglesia más fea y aburrida que he visto, eso
seguro.
–¿Y no te extraña que en una iglesia cristiana no haya cruces
ni imágenes de Cristo?
Teo se encogió de hombros.
–Este lugar lo han limpiado a base de bien, Eileen.
Probablemente la única razón por la que la madona está todavía aquí
es porque es demasiado pesada para que la roben.
Eileen no parecía convencida.
–No creo que sea una imagen de la Virgen ni creo que sea una
iglesia cristiana -dijo mientras se acercaba al altar, un bloque de
piedra de metro y medio de alto-, y no creo tampoco que esto sea un
altar en el sentido estrictamente cristiano del
término.
La cabeza de Perla comenzó a agitarse violentamente, como si
quisiera sacarse algo de encima.
–Creo que no quiere que te acerques ahí, Eileen -dijo Teo. La
cabeza de Perla se fue deteniendo conforme Teo recuperó el control
total de su cuerpo.
Eileen extendió las manos sobre el bloque de granito. El
tacto era suave y la superficie estaba limpia.
–Ni polvo, ni manchas de sangre -murmuró. El gesto de su boca
se torció cuando sus dedos llegaron hasta una grieta que había en
la roca, junto al suelo-. No es cristiano en
absoluto.
Metió la punta de la daga en la hendidura, y descubrió, como
esperaba, que encajaba perfectamente. Se oyó un chasquido y el eco
lejano de un engranaje oculto. El cuerpo de Perla dio un respingo
mientras el altar se movía dejando ver un oscuro pasadizo. Unas
escaleras toscamente talladas en la roca conducían a la
penumbra.
–¿Es aquí hacia donde te dirigías, pequeña?
–No va a responderte -dijo Teo-, pero a juzgar por su caótico
estado emocional, yo creo que hemos encontrado lo que andábamos
buscando.
–¿No puedes decirme lo que hay allá abajo? – preguntó
Eileen.
–No -respondió Teo. De repente, el cuerpo de Perla pareció
retorcerse, y el tronco superior de Teo se hizo visible por un
instante. Teo pareció concentrarse y volvió a desaparecer-. Está
luchando contra mí con fuerzas redobladas, Eileen. – Parecía que le
costaba respirar.
–¿Cuánto más podrás contenerla?
–No estoy… seguro -replicó él-. Estoy cansado. Creo que
todavía puedo.
Eileen miró hacia los escalones que bajaban.
–No creo que sea una buena idea. No me gustaría encontrármela
a mis espaldas si la pierdes.
–¡Vamos, jefa! – dijo Teo-. Evidentemente, Tianquiztli está
protegiendo algo que hay ahí abajo. No sé si tiene algo que ver con
Francisco, pero, oye, ¿pigmento y además fantasmas? Demasiada
coincidencia para mí.
Eileen le dirigió a su protegido una de sus poco frecuentes
sonrisas.
–Teo, voy a incluir eso en mi informe. El análisis no es
normalmente uno de tus puntos fuertes.
Teo utilizó la boca de Perla para devolverle la
sonrisa.
–La vida es cambio, jefa -dijo. Su hombro se movió por un
espasmo.
–De acuerdo, avísame cuando esté comenzando a liberarse.
Tiene que haber alguna caja de herramientas o algo con un par de
linternas. Estaré de vuelta en un par de minutos.
–No hace falta que te molestes -dijo Teo-. He captado una
imagen mental de Perla cuando has mencionado lo de las linternas.
Creo que hay antorchas o algo al final de las
escaleras.
–Entonces de acuerdo -sentenció Eileen-. ¿Estás
listo?
–Eh, somos fantasmas. ¿Qué podría haber allá abajo para
asustarnos?
Para él es como si fuese un paseo por el
campo, se adentra silbando en la oscuridad, pensó Eileen
mientras ponía el pie en el primer escalón y miraba a su alrededor.
Literalmente.
La escalera era complicada de bajar. Cada escalón tenía una
altura diferente, y por si eso fuera poco, había algunos más
inclinados y otros más toscos de lo normal. Todo ello le daba un
ligero toque antinatural, como si la escalera no estuviera pensada
para seres humanos. Después de unos pocos minutos, torció unos
treinta grados hacia la izquierda, y quedaron aislados de la luz de
la iglesia que se filtraba por la angosta abertura del altar. Sin
ninguna luz a la que aferrarse, Eileen avanzó a tientas lentamente
para no caer escaleras abajo.
De pronto sus manos toparon con una boca abierta a un lado
del muro, y no pudo reprimir un grito de sorpresa.
–¿Qué ha sido eso? – gritó Teo a su vez.
Eileen se tranquilizó y obligó a su mente a controlar la
sensación de sus dedos recorriendo aquella boca
abierta.
Una boca con dientes, pero fría,
inmóvil. Volvió a recorrer la pared con los dedos hasta
encontrarla de nuevo. Al darse cuenta de que se trataba de una
cabeza de piedra tallada en la pared estuvo a punto de echarse a
reír.
–Lo siento, Teo -le dijo-. Hay una estatua o un altorrelieve
excavado en la roca, y no me lo esperaba. – Su mano recorrió la
forma de la figura y encontró algo alargado y de madera-. Y además
creo que he encontrado la antorcha a la que se refería la
chica.
–Pásamela -dijo Teo-. A ver si puedo
encenderla.
Eileen arrancó la antorcha de la pared y se la alcanzó a
tientas en la oscuridad.
Unos segundos después se oyó una pequeña deflagración, y la
antorcha empezó a arder, inundando la escalera con una luz
amarillenta tintineante.
–Vaya, qué rápido -exclamó Eileen-. ¿Cómo lo has
conseguido?
–Fácil -contestó Teo- es una de esas antorchas de diseño para
barbacoas que incluyen líquido inflamable y un encendedor -comentó
mientras se la alargaba.
–Gracias -dijo ella-. Ahora pareces más fuerte, más
descansado. ¿Qué está haciendo ella?
–Creo que se ha rendido, al menos por el momento. Sigo sin
poder sacar nada de su memoria, pero al menos me ha dejado en paz y
no intenta echarme.
Eileen asintió.
–De acuerdo, pero mantén la guardia alta. Esta chica ha
matado a un hombre a sangre fría. No parece de las que se rindan
fácilmente.
El cuerpo de Perla levantó el pulgar
afirmativamente.
Eileen acercó la antorcha al rostro esculpido en la pared, y
tuvo que reprimir un respingo ante la imagen de ferocidad inhumana
de aquella escultura que nacía de la roca. Al observarla con más
detenimiento se percató de que no se trataba de una cabeza humana,
sino de la de un jaguar con las fauces abiertas.
–Es un jaguar de jade, o eso creo. Parece azteca, como la
daga. – Agitó la antorcha para iluminar el resto del túnel. Apenas
había unos pocos escalones más. Al final de la escalera les
esperaba un pasillo con bajorrelieves de un estilo similar en cada
centímetro del espacio, incluido el techo. Cada cinco metros más o
menos, se podía ver otro animal de roca con las fauces abiertas,
sosteniendo una antorcha y con una cavidad en la frente destinada a
esta cuando estuviera encendida.
–De hecho, todo esto parece azteca.
–¿Crees que es auténtico?
–No lo sé, no soy arqueóloga, pero quizás lo sea. – Ajustó la
antorcha en la cabeza del jaguar y se adelantó hasta la siguiente
antorcha.
–Sin embargo -dijo mientras la encendía- estas antorchas no
son aztecas. Alguien ha estado por aquí
recientemente.
El rostro de Perla daba cuenta de la confusión de
Teo.
–No lo entiendo. Laura dijo que había venido un grupo de
arqueólogos a catalogar el valor de la iglesia. ¿No habrían
encontrado ellos esto?
–Das por supuesto que ella quería que encontraran este sitio,
o que no lo pasaría por alto y lo derribaría de haber sido así. Si
este túnel es realmente azteca, querría decir que Tianquiztli tenía
razón, que este lugar es históricamente importante, y eso
significaría el fin del proyecto. Por otro lado, Tianquiztli no
parece querer que nadie lo encuentre. Por eso han puesto todas sus
esperanzas en decir que lo importante desde el punto de vista
histórico era la iglesia, y en los pequeños actos de
sabotaje.
Los dos agentes continuaron avanzando a lo largo del túnel,
encendiendo antorchas al pasar.
–¿Y Francisco? ¿Dónde encaja él en todo
esto?
Eileen señaló a Perla.
–La chica ha consumido pigmento, Teo.
Ella lo llamaba «sacramento», así que doy por sentado que parte del
grupo al menos también lo consume. Si tú fueras el carismático
Francisco, ¿cuánto tiempo crees que tardarías en hacerte con estos
pobres desgraciados contándoles algún cuento de espíritus aztecas?
Tú estás dentro de su mente. Ya ves que el pigmento no estimula precisamente la capacidad
mental.
–Está bien pensado, sí -apuntó Teo-. Tierra Arguelles se
hunde, Francisco tiene su venganza, Tianquiztli protege su secreto,
y todos salen ganando. Menos nuestro cliente,
claro.
Eileen se permitió una pequeña sonrisa de
triunfo.
–Todo viene con el tiempo, Teo -dijo.– Ya verás que, al fin y
al cabo, todas las misiones son parecidas. Misma oposición, mismas
motivaciones, y al final, el mismo resultado. Lo único que queda
por aclarar es dónde está Francisco y qué es exactamente lo que
Tianquiztli quiere esconder… ¡auch!
Se había dado de bruces con una caja que estaba junto a la
puerta de una cámara lateral.
El cuerpo de Perla profirió un grito agudo y a Teo le costó
varios minutos retenerla.
–Yo diría que hemos encontrado algo -dijo al
fin.
Eileen miró la caja de metro y veinte de alto con la que
había tropezado, y a la sala que se abría a su izquierda, llena de
otras cajas como aquella. La puertecilla de la caja se había
abierto con el impacto. Eileen se concentró y terminó de abrirla
con un pequeño esfuerzo de sus inexistentes músculos. Cuando lo
logró, arrimó la antorcha al interior de la caja y echó un
vistazo.
–¿Qué hay? – preguntó Teo.
Eileen sintió que un escalofrío recorría sus huesos
fantasmales.
–Armas. Montones y montones de armas.
–¿Armas? ¿Pero qué carajo…? – De repente, la cabeza de Perla
se echó violentamente hacia atrás, y una extraña voz con dos tonos,
el suyo y el de Teo, profirió un grito terrorífico. Sus ojos
relampaguearon intensamente con una luz plateada, y el cuerpo
astral de Teo cayó al suelo, a sus pies. Libre del control del
agente, echó a correr adentrándose en la
oscuridad.
–¡Teo! – gritó Eileen corriendo hacia él. La figura del
incursor parecía translúcida, débil. Cuando llegó a su lado, vio
que estaba temblando.
–Lo siento, Eileen -dijo con voz entrecortada-. Me ha cogido
por sorpresa. No he podido contenerla por más
tiempo.
–Está bien, Teo, no pasa nada -lo consoló ella, observando
cómo iba recuperando el resuello rápidamente- vamos a por la
chica.
El túnel continuaba unas decenas de metros más, y luego
desembocaba en una gran caverna. Los dos agentes se detuvieron en
la puerta de la cueva.
–¿Y ahora qué? – preguntó Teo.
Eileen no tuvo la oportunidad de responder. Cuando abrió la
boca, los dos operativos de Orpheus vieron cómo relampagueaba una
luz al final de la caverna. Cuando el débil resplandor se difuminó,
un destello flamígero se disparó desde la misma posición, y dos
rayos de fuego recorrieron las paredes de la caverna iluminando la
estancia a su paso, dejando una estela de llamas detrás de sí.
Eileen pudo ver que las paredes de roca estaban rociadas de algún
combustible que ardía a gran velocidad. Conforme la luz disipaba
las sombras de la cueva, se podían percibir más detalles excavados
en las paredes, así como una columna enorme cuya cúspide se perdía
en la oscuridad que se alzaba en mitad de la
caverna.
Si se hubiera tratado de otro momento, Eileen se habría
dejado llevar por su curiosidad y habría dejado volar su
imaginación por las paredes decoradas con motivos aztecas
preguntándose por el origen de todo aquello. Pero no había tiempo
que perder en tonterías, y Eileen no sentía otra cosa que miedo
observando a la chica drogada que junto a un altar de piedra
similar al de la iglesia, parecía estar en trance mirando hacia el
techo oculto por la oscuridad reinante.
El altar estaba al final de dos escaleras de caracol que se
alzaban a unos ocho metros del suelo. Entre las escaleras, se podía
ver un pozo del cual sobresalían llamaradas. Detrás de Perla había
una estatua de una figura humanoide, vagamente femenina, cuya boca
abierta mostraba unos afilados colmillos y una lengua que caía
hasta el suelo. Las dos manos de la estatua estaban echadas hacia
delante, con los brazos doblados a la altura de los codos. Una de
las dos manos portaba una larga lanza, y la otra un corazón humano
envuelto en llamas.
–¡Huitzilopochtli! – chillaba Perla-. ¡Dios de la guerra! ¡Yo
te convoco para defender tu altar!
Unos sonidos burbujeantes brotaron del pozo
llameante.
–¡Tezcatlipoca, Señor del Espejo de Humo, amado de Coatlicué,
la Madre Tierra, acepta el sacrificio de tu sierva y acaba con los
conquistadores! – La chica dirigió entonces su mirada penetrante a
los dos agentes, con los reflejos del fuego sobre los ojos-.
¡Ahora, europeos, contemplad la fe de la raza de bronce que
arrojará vuestra cultura decadente fuera de nuestras sagradas
costas!
Y dicho aquello, se arrojó a la oscuridad desde el altar.
Para Eileen, todo aquello estaba sucediendo a cámara lenta. Teo y
ella escucharon en silencio cómo golpeaba un cuerpo el suelo con un
sonido seco. Después de unos instantes, el borboteo del pozo de
llamas pareció redoblarse, y un sonido escalofriante, como un
aullido hambriento, llenó la sala. Hubo un momento de silencio,
seguido de un estertor humano y el sonido de unas articulaciones
que se quebraban y carne despedazada que era separada de los huesos
y se dejaba caer sobre el suelo de roca.
Una fina línea de luz dorada cayó sobre el altar desde lo
alto. La siguió otra de color plateado que también golpeó la
superficie de piedra. Eileen y Teo permanecieron inmóviles, sin
poder hacer otra cosa que mirar fijamente la escena, y comprobar
con horror cómo aquellos dos rayos se convertían en figuras
antropomórficas. La primera parecía un guerrero de ropajes
brillantes y anchos con motivos geométricos, con sandalias de cuero
verde brillante y grebas ricamente decoradas, y un cinturón
adornado con plumas de águila. Llevaba puesto un peto de cuero
ajustado a su amplio pecho y en una de sus manos descansaba un
pesado escudo redondo, sobre cuya superficie había un dragón
pintado. Su rostro estaba oculto por una máscara que semejaba a una
serpiente con docenas de plumas de diferentes aves cayendo en
cascada sobre su cabeza y cuerpo.
El hombre de la armadura era casi inhumanamente hermoso. A
Eileen le parecía que de alguna forma atraía toda la luz de la
estancia. A decir verdad, su brillo dorado, levemente azul, parecía
atraer toda la atención, dejando entre tinieblas a la aparición que
había surgido a su lado, una figura oculta con una toga y la cabeza
cubierta por una capucha. Esta figura, que Eileen no podía adivinar
si era masculina o femenina, permanecía detrás del guerrero, con la
cabeza baja como en actitud servil. Eileen intentó fijar su mirada
en ella, pero notó que sus ojos resbalaban extrañamente por su
figura, como si estuviera más allá de su alcance.
Teo se arrimó más a Eileen al ver que cuatro translúcidos
guerreros-espíritu, con cascos adornados con plumas y petos de
cuero pulidos, brotaban por parejas a ambos lados del círculo de
fuego que ardía en las paredes de la caverna. Los guerreros se
acercaron a ellos poco a poco, resplandeciendo con un fulgor
dorado. Los soldados llevaban armas diferentes, lanzas, espadas,
redes, y todos parecían expertos luchadores.
–Eh, Eileen -dijo Teo, mientras comenzaba a retroceder hacia
la entrada del túnel-. Creo que será mejor que salgamos de aquí a
toda velocidad y pidamos ayuda.
Eileen asintió y se dirigió a la abertura de la caverna sin
dejar de mirar a los guerreros que se acercaban.
–Tienes razón, Teo, vámonos de aquí.
Los dos agentes estaban a punto de saltar hacia el túnel y
echar a correr, mientras los cuatro guerreros apuntaban sus lanzas
con un rictus cruel en su rostro.
–¡Alto! – gritó el guerrero de la máscara de dragón desde el
altar, con una voz penetrante y poderosa que resonó por toda la
caverna. A su pesar, Eileen se detuvo-. ¡Volveos!
Ambos se volvieron hacia el altar, como movidos por un
resorte invisible. El sacerdote saltó entonces ágilmente hasta el
suelo y se encaminó hacia ellos con paso firme, seguido por su
silencioso compañero. Ninguno de los dos agentes podía ver con
claridad el rostro o los miembros de la figura que acompañaba al
sacerdote-guerrero, aunque sus brazos se movían en direcciones
extrañas y en ocasiones parecía que algo en el interior de aquellos
ropajes quisiera salir huyendo al exterior. Los gruñidos y aullidos
que escapaban del pozo en llamas se exacerbaron cuando el sacerdote
pasó junto a él, para acallarse cuando miró hacia su interior con
una sonrisa y alzó una mano a modo de saludo.
Eileen sintió cómo la aferraban por los brazos las fuertes
manos de uno de los guerreros. Los otros tres guerreros rodearon a
Teo y lo inmovilizaron. Teo intentó zafarse de ellos, pero los
guerreros fantasma lo sujetaron firmemente sin cambiar la expresión
de sus rostros impenetrables.
–¿Esto? – dijo el sacerdote fantasma mientras se aproximaba-.
¿Esto es lo que envían para detener el ritual de los
muertos?
En su mano derecha sostenía una espada que recordaba
ligeramente a las que llevaban algunos en el desfile por el día de
los difuntos que habían presenciado hacía unas horas. Se trataba
básicamente de una maza de madera con la empuñadura en forma de
serpiente tachonada de afiladas cuchillas de
obsidiana.
Son guerreros jaguares, se dijo
Eileen. Había sonreído al ver la cantidad de personas que se habían
disfrazado como guerreros aztecas en el desfile por el día de
difuntos, pero no había nada gracioso en el hombre que ahora se
alzaba ante ellos. Todo lo que portaba y el arma que empuñaba
parecía completamente funcional y mortal. Es más, a juzgar por las
muescas de la espada, parecía que la utilizaban con
frecuencia.
–¿Sabéis quién soy yo? – preguntó el hombre.
–Sé a quién te pareces -respondió Eileen intentando dotar a
su voz de una seguridad que no sentía-. Te pareces a
Huitzilopochtli, el dios azteca de la guerra. Y como eso es lo que
la pobre chica te ha llamado, asumo que es lo que crees que
eres.
Huitzilopochtli se inclinó hacia ella.
–¿Y qué te hace pensar que no lo soy? – Eileen notó que la
mitad de la cara que asomaba de la máscara de dragón, estaba
pintada con pintura blanca para asemejarse a una calavera. La otra
mitad estaba recorrida por manchas de color verde oscuro, que según
pudo apreciar, eran reales.
–Primero, te has dirigido a mí y a tus hombres en español, y
no en nahuatl. Segundo, teniendo en cuenta el buen estado de tu
dentadura, me aventuraría a decir que durante tu vida tuviste
acceso a un buen dentista. Tercero, incluso bajo la pintura y las
manchas puedo reconocer el rostro de Francisco
Arguelles.
Francisco perdió la sonrisa de superioridad y descargó con
furia un golpe de su espada. La obsidiana hizo un corte en el brazo
de Eileen, que profirió un grito de dolor. En algún lugar de
Guadalajara, su brazo empezó a perder sangre y manchó el suelo de
la enfermería de Orpheus. Los expertos médicos de Orpheus, fríos y
encientes, frenaron la hemorragia y vendaron la
herida.
–¡No vuelvas a llamarme por ese nombre! – gritó Francisco-.
Asi es como se me conocía antes de que Ella viniese. ¡Antes de mi
ascensión a la divinidad!
Dios santo, realmente cree que es
Huitzilopochtli, pensó Eileen. Está loco. La agente sintió que las manos que la
retenían la sujetaban con más fuerza. Desgraciadamente, no es el único.
Francisco se volvió hacia el pozo, haciéndole una seña a sus
soldados para que arrastraran a los dos agentes tras él. La figura
encapuchada lo seguía sin hacer el menor ruido. Eileen intentó
descubrir algún rasgo de su cara, pero bajo la capucha parecía
surgir un extraño vapor que cubría su rostro. Más detalles de la
mitología azteca que encajaban en la escena. Se
supone que este es Tezcatlipoca, el espejo humeante, pensó
ella. El dios de los ladrones y los
mentirosos.
Como antes, conforme Francisco se acercaba al pozo, los
rugidos se hicieron más fuertes.
–Esta es poderosa -dijo la figura encapuchada. Aquella voz no
parecía provenir de ningún lugar en concreto, sino surgir en su
propio cerebro. Eileen se estremeció como nunca antes. Le pareció
que aquella voz era la que surgía en sus pesadillas, la de aquel
monstruo que acechaba en la oscuridad de su cuarto cuando era
pequeña y que, al encender la luz, ya no estaba, la voz de aquel
espectro que, cuando estaba sola, le ponía los pelillos de la nuca
de punta sin motivo aparente.
–¿Crees que se la puede convertir? – preguntó el guerrero a
la figura encapuchada.
La figura negra se acercó a ella y la observó con
detenimiento. Eileen se sintió como un pequeño roedor ante la
presencia de un reptil que todavía no se hubiera percatado de su
presencia. La sangre de su pecho brotaba con más energía que
nunca.
–Esta ha conocido la pérdida -dijo la voz que no era voz-.
Conoce el dolor de la traición. Necesita una
familia.
Tezcatlipoca, el espejo humeante, dirigió una breve mirada a
Teo.
Francisco se volvió para encararse con sus prisioneros. Para
su sorpresa, se dirigió a ellos en un inglés con acento de la costa
oeste.
–Crees que me he vuelto loco, ¿verdad? No te preocupes,
puedes responder. Ninguno de mis hombres entiende
inglés.
Su sonrisa era radiante, y su anterior expresión amenazadora
se había convertido en comprensión y compasión.
–No… -respondió Eileen con cautela.
–Eso está muy bien. Tú me ves vestido de dios azteca y
piensas «vaya, el marido de Laura ha perdido el norte». Pues deja
que te asegure que no es así.
Eileen guardó silencio.
–De acuerdo. No esperaba que me creyeras sin más -dijo él-.
Trabajas para Orpheus y para mi antigua esposa. Yo soy el enemigo,
¿verdad? Solo que no lo soy, soy tu amigo.
Teo dio un resoplido. Eileen lo ignoró.
–¿Conoces Orpheus?
–Por supuesto. Era de esperar que Orpheus interfiriese. Creía
que no ibais a poder encontrar este lugar, pero ahora que lo habéis
hecho, quizás haya sido lo mejor.
Se acercó más a Eileen y alargó una mano hacia la herida de
su pecho.
La pequeña mano de Nicholas cerrando su
puñito. El olor de su piel recién lavada. El amor que latía en él
cuando lo abrazaba.
Francisco posó su mano suavemente sobre el pecho de Eileen,
sin que, aparentemente, le importara la sangre que manaba de
él.
El intenso olor de su marido. Sus fuertes
brazos al depositarla sobre la cama. El calor y el contacto piel
con piel al hacer el amor.
–Familia y amor. Siempre es lo mismo, ¿verdad? Ven conmigo.
Siente Su Amor.
–¡Eileen! No escuches a ese chingue huevón. – La voz de Teo
no era cálida ni mágica. Ni siquiera sonaba
agradable.
Es real, pese a todo, la voz de Teo es
real. Fantasma o no. Teo es real.
–¡Aparta tus sucias manos de mí! – dijo, dándole una bofetada
a Francisco.
Francisco retiró la mano de su pecho como si quemara. Su
expresión cambió, de la compasión y la compresión a una rabia
incontenible.
–Sois unos tontos ridículos -dijo con desprecio-, como el
resto de los agentes de Orpheus. ¡Sois todos unos necios! Sois
niños jugando con fuerzas que rebasan vuestra compresión, ¡y cuando
comiencen a surgir, vais a ser barridos del mapa en un segundo, sin
saber siquiera quién os ha matado!
–Ya es suficiente -dijo Teo- ya me he hartado de esta
gilipollez. Le voy a abrir un culo nuevo.
Su cuerpo cambió más rápido de lo que Eileen había visto
jamás. Las fisuras de su piel se abrían mientras su rabia crecía
desbocada. Las espinas brotaron de sus hombros y sus codos, y sus
manos se alargaron adoptando la forma de garras afiladas. Al
siguiente segundo se había revuelto y estaba sobre los tres
guerreros jaguar.
El rostro de Francisco se endureció y, con un ademán, ordenó
al guerrero jaguar que sujetaba a Eileen que reforzara su
presa.
–¡Alto! – gritó Francisco-. Detente o ella
morirá.
Teo se detuvo un instante, sin saber cómo reaccionar, y los
tres guerreros aprovecharon la ventaja y se lanzaron sobre él. Lo
inmovilizaron en cuestión de segundos y lo golpearon hasta que cayó
al suelo. Luego lo arrastraron rápidamente al pozo y lo arrojaron
sin contemplaciones. Los rugidos comenzaron de nuevo, junto con el
ruido de cuerpos que se agitaban y los gritos de Teo. Luego todo
quedó en silencio.
–¡Teo! – gritó Eileen en dirección al pozo-. ¡Maldito cabrón!
¡Te voy a matar de nuevo y esta vez vas a permanecer
muerto!
–¿Creías que esto era una negociación? – bramó Francisco-.
¿Creías que tu dulce vocecita me iba a sonsacar como a un villano
de película y acabaría contándote mi plan secreto? Soy
Huitzilopochtli para las masas estúpidas, pero he descubierto el
poder que se esconde detrás de las leyendas de los dioses y los
monstruos.
Sus ojos relampaguearon con un brillo demencial que superaba
con creces la locura que Eileen había creído ver cuando afirmaba
ser el dios azteca de la guerra.
–He descubierto a La Que Duerme Bajo la Tormenta. ¡Ella me ha
elevado más allá de lo que significa ser un mero dios! Tú tienes un
poder, Eileen, que es lo que te mantiene viva. Pero eso solo sirve
hasta que el chupacabras te alcance.
Chasqueó los dedos y se escuchó un ruido de garras contra la
roca
–¿Chupacabras? – Eileen había oído hablar de aquel ser mítico
que devoraba cabras chupándoles la sangre del cuello, hasta
dejarlas totalmente secas y vacías.
La voz del hombre encapuchado resonó en su cabeza de
nuevo.
–Nos conoces como espectros -dijo.
Su mente se puso en blanco y recordó una cantinela que le
habían hecho aprender en su iniciación como agente de Orpheus.
Tiburón es a pez de colores lo que lobo a
terrier, lo que espectro a fantasma.
Aquello se podía resumir de otra forma: sí ves
un espectro, echa a correr.
La criatura que había en el pozo estaba trepando. A su pesar,
no pudo contenerse. Se asomó y miró qué era aquella cosa que estaba
ascendiendo poco a poco hasta donde ellos estaban. Solo pudo ver
dos puntos rojos y brillantes que se acercaban lentamente,
haciéndose cada vez más grandes, reflejando un odio y una furia
inhumana más allá de lo que ella hubiera llegado a imaginar
jamás.
–El tiempo vuela -comentó Francisco-. Elige.
Presa de una gran desesperación, Eileen hizo lo único que
podía hacer. Reunió todo el odio, el miedo y la angustia por Teo, y
la concentró en un grito mortal dirigido a Francisco. Gritó como
solo un banshee podía
hacerlo.
El grito provocó una onda de energía estática de tal
intensidad que tiró al suelo al guerrero que la sujetaba. Todos los
guerreros se acurrucaron en el suelo, tapándose los oídos con las
manos y apretando los dientes para ignorar el dolor. Francisco se
llevó el impacto total de la descarga, y su cuerpo cayó hacia
atrás, empujado por la fuerte sacudida.
Eileen no quería esperar a ver cuánto iba a tardar en
recuperarse de aquellas heridas. Echó a correr con todas sus
fuerzas hacia la salida. A sus espaldas pudo escuchar un gruñido
animal, mientras la criatura lograba salir del pozo y un hedor a
muerte inundaba el aire del túnel como impulsado por una brisa
fantasmal que apagó las antorchas del pasillo.
Corrió como nunca antes había corrido, y alcanzó las
escaleras que conducían a la iglesia en un tiempo récord. Mientras
subía los escalones a trompicones en la oscuridad, se arriesgó a
mirar a sus espaldas, y pudo ver que aquellos dos puntos rojos se
le acercaban con rapidez.
Finalmente, logró recorrer todos los escalones hasta la
iglesia, que permanecía tan solitaria y expectante como al
principio. Sin embargo, podía distinguir sonidos que se iban
aproximando, una especie de cánticos acompañados por el resonar de
tambores y los acordes tristes de guitarras.
El aliento insano de la criatura que la perseguía se acercaba
peligrosamente. Podía oír el sonido de sus garras al arañar los
escalones de piedra. Siguió huyendo y abrió las puertas de la
iglesia de par en par, sin importarle qué era lo que iba a
encontrar al otro lado.
Incluso en aquel momento de pánico intenso, no pudo evitar
clavar su mirada en la multitud que se acercaba y en sus trajes de
colores intensos. Se trataba de una procesión muy similar a la que
habían visto Teo y ella hacía unas horas. Se veían los mismos tipos
de disfraces, se oía la misma música… En esta ocasión, un gran
número de fantasmas seguían también a la procesión. Abriendo la
marcha, ondeaban los restos de las banderas quemadas de México y de
Estados Unidos.
Taianquiztli, pensó Eileen. Dios mío, Francisco ha llamado a sus seguidores. Su
única idea ahora era llegar hasta el edificio de Orpheus. Alguien
tenía que saberlo todo. Orpheus sabría lo que debería hacerse antes
de que aquel culto completara su trabajo. Un gruñido salvaje a sus
espaldas la despertó de sus cavilaciones.
Sin preocuparse por si la tropa de fanáticos podría verla o
no, Eileen corrió con todas sus fuerzas hacia la multitud,
empujando a quienquiera que se interpusiera en su camino. Los
quejidos de dolor y sorpresa crecían a su espalda, mientras los
fantasmas que acompañaban a la procesión parecían estar a punto de
intervenir. Pero entonces el espectro se lanzó sobre la multitud, y
tanto los humanos como los fantasmas tuvieron problemas más grandes
en los que pensar.
La bestia fantasmal era la rapidez y violencia
personificadas. A su paso, los gritos de dolor y los chillidos de
angustia se hacían más intensos. Eileen volvió la mirada sin dejar
de correr y vio vagamente unas garras afiladas que despedazaban
carne de vivos y muertos. No pudo hacerse una idea exacta de cómo
era su cabeza, porque la chica que se agitaba espasmódicamente
entre sus enormes mandíbulas bloqueaba su campo de visión. Lo peor
era que el resto de las personas parecían ignorar lo que estaba
pasando a la cabecera de la procesión, y continuaban avanzando
hacia el espectro bestial, rodeándolo como un río a un pequeño
islote y dirigiéndose a la negra iglesia sin acelerar el
paso.
Lo que vino después pareció confuso, como un sueño. Eileen se
recordaba corriendo mecánicamente a través de la ciudad en fiesta,
y sin saber muy bien cómo, a lo lejos pudo ver el negro edificio de
Orpheus. Hacía tiempo que había perdido de vista al
espectro.
Casa, pensó, seguridad.
Un resplandor anaranjado se alzaba contra el cielo. En la
plaza donde antes había visto el primer desfile del día de
difuntos, la música y la fiesta habían sido sustituidos por los
gritos de dolor y las sirenas de los bomberos.
Las puertas de cristal del edificio de Orpheus estaban
abiertas.
Orpheus tiene que saberlo todo,
repetía su mente agotada. Tienen expertos que
sabrán qué hay que hacer, cómo detener a
Francisco…
Recorrió como una autómata el solitario edificio, escuchando
el sonido de sus pisadas embarradas al cruzar el amplio recibidor
de losas de mármol.
El ascensor estaba en la planta baja, con la puerta abierta.
Eileen subió y apretó el botón del piso catorce. La puerta se cerró
y, por fin, logró calmarse un poco ante el tranquilizador y
familiar zumbido del ascensor. De pronto, todo parecía normal: el
ligero traqueteo del ascensor, el panel de números rojos que
mostraba en qué piso estaban, el hilo musical con la canción
Rain drops keep falling on my
head…
Eileen casi se sentía humana cuando la puerta se abrió y
salió al vestíbulo vacío. Con paso rápido fue dejando atrás las
puertas anónimas que jalonaban el camino hasta el despacho de
Cardinale, mientras reunía las pocas fuerzas que le quedaban y se
concentraba lo suficiente para hacerse tangible. El cansancio y el
estrés hacían que su figura tuviese un aspecto fantasmal, casi
translúcido a veces. Mejor esto que nada,
pensó.
Eileen abrió la puerta del despacho del director general y
entró casi gritando.
–¡Señor Cardinale!
Pero lo que vio casi la hizo caer al suelo de
rodillas.
Detrás de su escritorio, la secretaria, señorita Torrente,
estaba tirada sobre su silla como una muñeca de trapo. Le habían
sacado los ojos y le habían cortado la garganta, por donde asomaba
la punta de su lengua. La corbata colombiana.
–¡Señor Cardinale! – gritó Eileen-. ¡Señor
Cardinale!
Entró en su despacho privado como arrastrada por un vendaval,
y vio al director general atado de pies y manos a su silla, con
todos los dedos rotos. Tenía la cabeza echada hacia atrás, pero aun
así se podían ver con claridad los moratones que le recorrían toda
la cara y la nariz rota, que le había manchado de sangre todo el
rostro y la camisa.
–¿Señor Cardinale? – susurró Eileen, acercándose a él. No iba
a responder, ella lo sabía, pero no pudo dejar de repetir su nombre
una y otra vez. Fue después cuando se dio cuenta de que la puerta
acorazada al final de la estancia estaba abierta. Volvió a mirar al
hombre que yacía atado a la silla giratoria. Le habían torturado
para obtener el código de la puerta.
Todo aquello era demasiado. Su mente se estaba saliendo de
los raíles del pensamiento racional, asomándose al abismo tenebroso
de la histeria. Con el pulso acelerado, cruzó el umbral del
cubículo y vio dos cuerpos muertos sobre el suelo. Se trataba del
servicio médico. Dos cuerpos muertos. No tres.
Dos. El cuerpo de Eileen había desaparecido. Y sin él, ella iba
a morir.
La muerte de verdad. Oh, Dios, voy a enfrentarme con lo que
viene después.
El espíritu de Eileen gritó. Era un grito de banshee, una mezcla de angustia y sensación de
pérdida. El aparato de música explotó, y las estanterías de la
habitación se desplomaron. Entonces cayó al suelo en posición fetal
y se desmayó.
No sabía cuánto tiempo había permanecido así, llorando y
rezándole a alguna fuerza superior para que la ayudase y le dijese
qué hacer, para que le dijese que todo marchaba bien. Después de
todo aquello, le sobrevino una extraña paz, mientras sentía sus
sentidos embotados, como en un sueño. Se levantó y todo le pareció
meridianamente claro. Lo único que tenía que hacer era lo que tenía
que hacer.
Informar, pensó. Tengo que informar. El teléfono se había desprendido
del muro por culpa de la fuerza de su grito. Volvió al despacho del
director y cogió el teléfono que había sobre su mesa. Marcó el
código A1A, de emergencia prioritaria y llamó a la central de
Orpheus. El teléfono sonó y sonó, pero nadie respondió. Es imposible, pensó. Este
teléfono siempre está atendido. El teléfono continuó sonando,
hasta que alguien lo descolgó y cortó la
comunicación.
Eileen comprobó en la pantalla del teléfono el número al que
había llamado. Era el correcto. Apretó el botón de rellamada. El
teléfono sonó tres veces.
–¿Diga? – El tono de la voz era extrañamente alto. Se podía
oír otra voz un poco más allá, una risilla
nerviosa.
–¿Quién es? – preguntó ella-. Soy el agente de campo Eileen
Savitch, con un código A1A. Necesito hablar inmediatamente con el
jefe de mi proyecto.
–¿Diga? – Esta vez la risita pudo oírse con más
claridad.
–¿No me ha oído? – exclamó Eileen-. Le digo que necesito que
me ponga en contacto con el jefe de mi proyecto. Rebeca O'Hare.
¡Código A1A!
–¿Rebeca O'Hare? – La voz aguda parecía estar hablando con
otra persona. Ahora Eileen pudo distinguir la otra
voz.
–Debe de referirse a ella.
–Ah, ella. – Se oyó el ruido de unos cristales que se rompían
y gritos de dolor-. Lo siento, pero en este momento no puede
atenderla. Nadie puede atenderla.
Entonces escuchó una nueva voz, que gemía envuelta en una
agonía más allá de toda medida.
–Oh, Dios, ¡dónde están mis ojos!
Y se cortó la comunicación.
Eileen escuchó un sonido detrás de sí, un zumbido de
estática. Un brillo azulado salía de su cubículo. Se acercó,
dejando caer el teléfono sobre el escritorio. La televisión se
había encendido sola. El volumen estaba bastante alto, dejando
escuchar el siseo de un canal sin señal. Luego pudo distinguir algo
parecido a una voz que hablaba entre la estática.
–… adió… erte… ibre…
Una imagen pareció definirse en la pantalla, un trozo de
carne sangrante. Volvió a escucharse la voz, en esta ocasión con
mayor claridad.
–Radio Muerte Libre. Necesita encontrar… -más ruido de
estática- Orpheus. Cualquier agente… -por supuesto, Eileen había
oído hablar de radio Muerte Libre, aunque la Compañía siempre les
había advertido de que no le prestaran atención. Algunos decían que
radio Muerte Libre les había ayudado en el pasado, otros que su
información era demasiado críptica para ser de ninguna
utilidad.
–¡Hola! – le gritó al televisor-. ¡Hola! ¿Alguien puede
oírme?
Aparecieron más imágenes. Sangre que resbalaba por unas
baldosas, carne despedazada, y luego una mujer, que Eileen
reconoció como su jefa de sección, Rebecca O'Hara, temblando en
shock mientras la sangre manaba de las cuencas vacías de sus ojos.
La voz volvió a hacerse oír.
–… urgente… cualquier agente de Orpheus… siendo
destruida…
Eileen recogió el teléfono arrancado y lo acercó a la
pantalla del televisor.
–¡Contéstame!
A través de la estática, se pudo escuchar otra
palabra.
–Corre.
En su mente resonaron las palabras de la llorona. Uno que sabe más de lo que debería. Uno que es
muchos lugares a la vez.
–No sé si puedes oírme -le dijo a la televisión-, y tampoco
sé si queda algo de Orpheus a lo que se pueda avisar, pero si es
así, diles que todo lo que está pasando tiene un denominador común.
El pigmento, el culto, los espectros. Todo está conectado de algún
modo. La Bestia bajo la Tormenta, Coatlicué. ¡No sé lo qué es pero
alguien tiene que encontrarla!
No llegó ninguna respuesta desde la televisión. Eileen se
preguntó si la voz la habría oído, y en su corazón supo que nunca
conocería la respuesta.
El teléfono estaba sonando.
Casi se echó a reír. El sonido era normal, parecía no tener
nada que ver con el resto de su entorno. Lentamente, salió del
cubículo y cogió el teléfono. El auricular reposaba sobre la mesa,
y la luz roja de una llamada por la segunda línea brillaba
intermitentemente en el panel de control. Levantó el teléfono y
apretó el botón.
–¿Diga?
–¿Señorita Savitch? – Era la voz de Zoia Arguelles, presa de
una gran agitación-. Señorita Savitch, ¿está usted bien? Necesito
su ayuda.
–¿Usted? – la situación casi parecía cómica-. ¿Usted necesita
mi ayuda?
–Por favor, señorita Savitch, mi padre se ha llevado a mi
madre al área de construcción. Algunos de sus seguidores han
irrumpido en casa y se la han llevado por la fuerza. Dijeron que si
no la traía conmigo, ¡la matarían!
Algo se accionó en la mente de Eileen.
–Por supuesto que voy a ayudarla, Zoia. ¿Puede venir a
recogerme?
–Sí, estoy en camino en la limusina de la
empresa.
Eileen asintió con la cabeza, aunque sabía que Zoia no podía
verla.
–De acuerdo entonces. Yo la esperaré en la calle junto a la
puerta principal.
Zoia pareció serenarse y se despidió
agradecida.
Eileen no tenía nada a lo que aferrarse más que a su fuerza.
Pensó en la llorona. Fracasarás. Eileen
Savitch. Fallarás y morirás, y como tú, todos aquellos que tú
creías que no podrían ser derrotados. Aun así, en tu fracaso se
esconden las semillas de la victoria final.
Nicholas. Thomas. Imágenes de amor y familia. Teo. Y
apretando los puños, salió del despacho hacia el ascensor. Al poco
tiempo esperaba en la calle, sintiendo la brisa nocturna mientras
intentaba poner en orden sus pensamientos. A lo lejos, un
resplandor anaranjado y las sirenas de bomberos anunciaban que el
incendio que había visto al venir seguía sin poder contenerse.
Después de unos minutos vio que la limusina negra se acercaba a la
sede de Orpheus.
–Muchísimas gracias, señorita Savitch -dijo Zoia, saliendo
rápidamente del coche e invitándola a entrar.
–Eileen -replicó la agente.
–Eileen.
Se subió al asiento trasero del coche y miró hacia atrás
mientras el edificio de cristales negros se iba empequeñeciendo en
la distancia.
–¿Qué va a hacer cuando lleguemos? – preguntó Zoia mientras
la limusina atravesaba calles llenas de personas en estado de
confusión y pánico. Eileen pudo distinguir pequeñas bandas de gente
vestida con disfraces del día de difuntos, con los ojos en blanco
por el efecto del pigmento volcando
contenedores de basura y disparando a los viandantes. Las cosas
encajaban poco a poco, y una sensación de clarividencia comenzó a
abrirse paso en su mente-. ¿Puede rescatar a mi
madre?
–¡Cállate, Zoia! – le espetó Eileen por toda
respuesta.
La joven puso cara de asombro.
–¿Perdón?
–He dicho que te calles. No me estás llevando a rescatar a tu
madre. Me estás llevando a morir con ella. ¿Qué habrías hecho si yo
no te hubiera creído? ¿Habrías mandado a un par de matones
disfrazados de aztecas para arrastrarme allá?
–No sé de qué está hablando…
–Ya es suficiente, Zoia. No me trates como a una idiota.
¿Quién tiene autoridad para levantar el cordón de seguridad del
proyecto Juárez? ¿Quién más iba a saber exactamente cuándo
llegaríamos Teo y yo al Centro Juárez para encontrar «casualmente»
a un miembro de Tianquiztli, y «descubrir» la cripta? Oh, y ahora
que lo pienso, quizás esas plumas azules de los pendientes ayudan a
explicar parte de la conexión.
–Pero… pero… -balbuceó Zoia.
–Ella ya no nos puede detener -dijo una tercera voz,
penetrante y tenebrosa. El cristal tintado que separaba los
asientos traseros del piloto bajó mecánicamente y Eileen pudo
distinguir la figura de un esqueleto con traje que conducía la
limusina-. ¿Me equivoco?
–Marco Cráneo.
–Uno de mis muchos nombres -replicó la voz. Su forma vibró un
instante y fue reemplazada por una figura encapuchada que Eileen
conocía bien-. Soy Tezcatlipoca. A veces soy algo completamente
diferente. Soy lo que Ella necesita que sea.
El esqueleto volcó su atención de nuevo en la
carretera.
–Esta noche, simplemente soy tu chofer.
–Me gustabas más como Marco.
–El esqueleto no es mi forma verdadera. Mi voz no es mi voz
verdadera. Yo no hablo con los de tu especie. Tú oyes lo que deseas
oír a través de mi voluntad. ¿Qué quieres que sea? – preguntó el
esqueleto.
–Sé Tezcatlipoca -replicó Eileen-. Aunque no se tu verdadero
rostro, sigue siendo más honesto que esta sonrisa complaciente de
huesos.
Su desprecio llenó el silencio del coche por unos
instantes.
La limusina fue atravesando los barrios de Guadalajara más
rápido de lo que Eileen hubiera creído posible. Conforme se
acercaban al distrito de Posada, poco a poco los edificios fueron
haciéndose más viejos y sucios.
–Dime algo, Zoia -dijo Eileen-. ¿Qué es lo que te ha ofrecido
tu padre para traicionar a tu madre y destruir la empresa
familiar?
La expresión de Zoia cambió. Ya no trató de ocultar sus
intenciones tras una máscara de inocencia.
–¿Qué te hace pensar que voy a destruir mi compañía? – dijo
con una risa floja mientras observaba cómo crecía el resplandor de
los incendios por toda la ciudad-. Después de esta noche, mi
compañía va a tener tantos encargos como si hubiera que reconstruir
Guadalajara desde sus cimientos. Con mi madre fuera de juego, yo me
haré cargo de todo.
Eileen se echó a reír.
–¿Hablas en serio? Zoia, vas a ser la marioneta viva del
fantasma de tu padre. ¿Esa es la vida que quieres
tener?
Zoia negó con la cabeza.
–Todavía no lo comprendes, ¿verdad? Mi padre me ha mostrado
lo que está por venir. ¿Crees que los tumultos de un culto
minoritario son el objetivo final de todo esto? Esto no es ni la
punta del iceberg de los poderes que están surgiendo ahora mismo en
el mundo. Al final, todos tendrán que hacer una elección: si van a
liderar, a unirse al nuevo movimiento, o a ser destruidos. Y yo he
elegido como mi padre eligió en su momento. Ser uno de los
líderes.
La limusina había cruzado el puesto de guardia del área de
construcción del Centro Juárez. Allí esperaban docenas de fanáticos
con la mirada perdida en el vacío. Otros se agitaban en el suelo a
causa de los efectos secundarios del pigmento, y había algunos más que yacían inmóviles
mientras su espíritu permanecía de pie, fuera porque la droga les
había conferido la habilidad de proyectarse, o porque ya estaban
muertos.
La limusina se detuvo y la figura encapuchada bajó del coche
y le abrió la puerta a Eileen. Zoia salió de la limusina por sí
misma acariciándose las plumas azules de los
pendientes.
–¿Cómo sabías que el colibrí era un animal consagrado a
Huitzilopochtli?
–No lo sabía. Pero recuerdo las ilustraciones de los libros
que leí en su día sobre la cultura azteca. Eso, y que tu padre
estaba disfrazado como un payaso relleno de plumas de esas. Supongo
que el mal gusto es cosa de familia.
La voz helada de Zoia cortó la brisa
nocturna.
–Disfruta de tu última broma, puta, pronto llegará tu
hora.
La chica y el fantasma escoltaron a la agente hacia la
iglesia y a través de las escaleras de la cripta azteca. Las
antorchas volvían a estar encendidas, y se oía una extraña música
que provenía de la caverna, acompañada por cánticos de voces
neutras. Mientras caminaban por los túneles decorados con
bajorrelieves, Tezcatlipoca observaba alguna de las
representaciones.
–Hay alguna verdad aquí -dijo- mezclada con mitología sin
sentido.
–Este lugar es un verdadero tesoro histórico -comentó Zoia
como si estuviera haciendo una guía por un museo-. Aquí fue donde
se nos ocurrió la idea de utilizar a Tianquiztli. Con sus
creencias, resultaban una presa fácil para
nosotros.
–¿Quiénes son «nosotros»? – preguntó Eileen-. ¿Quién eres
tú?
La joven mujer se detuvo y señaló a unos
jeroglíficos.
–No sé si puedes entender esto, pero narran la historia de
Coatlicué.
La voz de Tezcatlipoca volvió a entrar en su
mente.
Antes de la Creación, reinaban el caos y
la oscuridad. El Monstruo Femenino de la Tierra nadaba en el agua
devorándolo todo. Quetzalcoatl y Tezcatlipoca decidieron dar forma
a la Tierra. Se convirtieron en serpientes y lucharon con el
Monstruo de la Tierra hasta que la partió en dos. La parte inferior
de Coatlicué se convirtió en el Cielo. Suporte superior descendió y
se convirtió en la Tierra. Pero su espíritu todavía permanece.
Cuando era carne, Coatlicué devoraba los corazones de los hombres y
no daba frutos sin sangre humana. Como espíritu, ahora consume las
almas de los vivos.
Se aproximaban a la caverna. Estaba todavía más iluminada que
la otra vez. Además del círculo de fuego, habían encendido
antorchas a intervalos regulares y todo estaba lleno de un brillo
naranja que le daba un toque demoníaco a la cueva. Sin embargo, el
pozo permanecía oscuro. Hileras de fanáticos disfrazados
permanecían orando, con toda su atención volcada en el estrado
situado bajo la imagen deformada de la estatua. Sobre él, se alzaba
Francisco, resplandeciente en su armadura emplumada, agitando un
siniestro cuchillo de piedra mientras su viuda estaba arrodillada a
sus pies con las manos atadas.
–Vosotros no me adoráis a mí, mis descarriados -gritaba
Francisco cuando entraron en la cueva-. No, vosotros estáis
adorando el futuro de la raza de bronce y a aquella que os traerá
el futuro: ¡Coatlicué!
–Co-a-tli-cué -cantaba la muchedumbre. Eileen no sabia si era
a causa de la neblina que despedían las antorchas o por algún otro
efecto, pero la multitud parecía estar cambiando. Los espíritus
flotaban entre los cuerpos y la carne y parecían fundirse con
ellos. La muchedumbre estaba empezando a convertirse en
Muchedumbre, un monstruo lleno de brazos y bocas y pechos y
deseos.
–¡Sí, Coatlicué, la que barrerá a la escoria europea de
nuestras costas! Recuperaremos el día de difuntos en su honor.
Asesinaremos a los conquistadores y pondremos a la raza de bronce
en el lugar al que pertenece, ¡el corazón de una nueva
Aztlán!
La multitud prorrumpió en vítores mezclados con
furia.
–Pero antes, mis amigos, hay mucho que hacer, y nuestra
sagrada tarea comienza esta noche. Sois los últimos de Tianquiztli,
vuestros hermanos y hermanas ya han partido a realizar su sagrada
misión, destruir la cultura del hombre blanco y recoger una cosecha
de sangre y almas para Coatlicué. Pronto, tomaréis el sacramento y
algunos de vosotros sentiréis cómo os llenáis de fuego y fuerza
hasta arder, mientras que otros dejaréis vuestros cuerpos y
cosecharéis almas para la Madre Sagrada. ¿Estáis
preparados?
Esta vez el estruendo del gentío se escuchó aún con más
Fuerza.
–Esto es ridículo. – Sin que ella lo pretendiera, el
comentario de Eileen resonó por toda la bóveda en un intervalo de
silencio, y todos pudieron oírlo. Francisco le dirigió una mirada
venenosa, pero se rehizo rápidamente.
–Por supuesto, hijos míos, toparemos con oposición. – Hizo un
gesto a Zoia y Tezcatlipoca, quienes condujeron a la agente hacia
el altar-. Aquí tenemos a una agente de los conquistadores, una que
utiliza su brujería para sus oscuros fines. ¡Para apartar a la raza
de bronce de su destino!
–Esto es absurdo, Francisco -dijo Eileen mientras la llevaban
hacia el altar. Ignoró lo que sus ojos estaban presenciando,
esforzándose por imaginar a la multitud como personas individuales
y no como un monstruo informe. Quizás no es
demasiado tarde, pensó.
»Quiero decir, sí, es una pieza de teatro muy lograda
-continuó- y has conseguido engañar de veras a toda esta gente,
pero no puedes creer de verdad que vas a vencer, Escuchad todos! –
gritó al gentío. Su voz. Impulsada por la rabia y la resignación,
tronó en la caverna-. Este no es Huitzilopochtli. ¡El dios azteca
no existe! Este es Francisco Arguelles, y no es más que un maldito
fantasma. Dista mucho de ser un dios, porque, de hecho, cuando
estaba vivo, ¡distaba mucho de ser un hombre!
La multitud la miraba sin convencerse, pero había dejado de
gritar y la escuchaba en silencio.
Ovejas, pensó ella. Ovejas esperando a un pastor.
Francisco parecía ultrajado.
–¡Cómo te atreves a cuestionarme delante de mis acólitos!
Ellos conocen la verdad. ¡Les he mostrado el futuro donde las
pirámides escalonadas se construirán de nuevo, donde volverán a
celebrarse los juegos de pelota y los corazones de nuestros
enemigos serán cocinados y ofrecidos como sacrificios a la diosa
que resurge! – Alzó la mano y una fuente de lava brotó de la boca
de la estatua de la diosa, y resbaló por su lengua hasta el
suelo.
Eileen se apartó para que la lava no la salpicara. Luego se
detuvo. No está caliente, pensó. Es un truco, una ilusión. Muy convincente, pero aun así,
un truco.
Miró a Laura Arguelles. Estaba magullada pero no tenía
heridas serias. Sus ojos, clavados en el cuchillo de piedra que su
no tan muerto marido sostenía ante ella, mostraban su terror. Su
hija Zoia también se había apartado de la lava por miedo a
quemarse. Tezcatlipoca se había alejado incluso más, hasta
confundirse casi con las sombras de la pared de
roca.
–¡Tú no puedes detenerm… detenernos! – exclamó Francisco,
casi traicionado por las palabras-. ¡Nosotros somos el futuro, y el
poder de su fe y su amor me hace invencible!
¿Fe y amor? Reflexionó Eileen.
Por supuesto. Fe y amor, ahí está la
respuesta. Eileen gritó en una frecuencia que Orpheus le había
enseñado. Muy aguda, como la de un polluelo piando por comida,
concentrándose en Laura Arguelles. Solo ella iba a
oírla.
–Laura, préstame atención. Tu marido necesita la fe y el
amor, se alimenta de ellas, es lo que lo retiene aquí. Debes
arrebatárselo.
Los ojos de la mujer la miraron por un instante, sin
comprender, pero entonces pareció que las palabras encajaban
perfectamente, y la mirada de terror dejó paso a una gran
determinación.
–Francisco -susurró Laura. Su voz estaba reseca y quebrada,
pero todavía era fuerte e intensa-. Francisco,
¡escúchame!
Casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, el fantasma
de la armadura se volvió hacia la mujer atada, con la cabeza gacha
y los hombros bajos.
–Sí, querida -dijo cambiando de tono, con una voz que
recordaba a un cachorrillo. Pero al momento siguiente reaccionó y
volvió a tronar con la seguridad de un dios-. ¡Cierra tu sucia
boca, puta! Aquí no tienes poder. Yo soy el poder
aquí.
Con un quejido, Laura se incorporó hasta quedar frente a
frente con Francisco.
–Todavía vives en tu mundo de fantasía, ¿verdad, Francisco?
«Nadie reconoce mi trabajo», «nadie me da una oportunidad», «nadie
me quiere». Me pones enferma.
–¡Cállate, Laura!
Eileen comenzó a murmurar por lo bajo, enfocando la potencia
de su grito banshee de tal forma que
parecía el sonido de una muchedumbre siguiendo la conversación de
una heroína contra un villano, apoyando las palabras de Laura y
mostrando su disconformidad con las de Francisco.
–Eso es lo único que sabes decir, ¿no, Francisco? – continuó
Laura, cada vez más crecida ante su marido-. «Cállate». Alguien se
aparta de tus mentiras, tus trapícheos y tus manipulaciones, y lo
único que sabes decir es «cállate». ¡Madura de una
vez!
Las plumas de la cabeza de Francisco se desvanecieron cuando
el supuesto dios comenzó a perder la concentración. Su armadura
perdió brillo y los rasgos de su cara se hicieron menos
majestuosos.
–¡Tú nunca me dejaste vivir! – gritó él-. Y la primera vez
que te llevé la contraria en algo, ¡me hiciste
asesinar!
–Tú lo permitiste, Francisco. Fuiste demasiado débil para
detenerme. Te costó treinta años planear una confrontación, y al
final volví a triunfar porque llegué donde tú no te atreviste a
llegar. – Dio un paso hacia él, y Francisco retrocedió, dejando
caer su cuchillo de piedra al suelo.
Los suntuosos ropajes aztecas prácticamente habían
desaparecido, sustituidos por los Jirones de un traje de
negocios.
–Tú me apartaste de todo lo que podía haber llegado a ser y
me convertiste en una marioneta. Pero ahora, mira -hizo un
aspaviento hacia la multitud que, confundida, observaba la
confrontación-. Ahora yo tengo el poder. ¡Ni siquiera la muerte
pudo acabar con mi grandeza! ¡Y tú me temerás y adorarás y luego
entregaré tu alma a mi bestia!
Se escuchó un rugido desde el pozo.
–¡Madre, para esto o te mataré ahora mismo! – Zoia había
recogido el cuchillo y la amenazaba con clavárselo. Para sorpresa
de Eileen, Tezcatlipoca le quitó el cuchillo de las
manos.
–No -dijo- esta es la prueba. Para tener el poder, no tiene
que conocer más amor que el de Ella.
Laura no parecía haber oído nada de aquello. Su atención
estaba totalmente absorbida por el patético fantasma que permanecía
junto a ella con los restos del traje con el que le habían
enterrado.
–¿Adorarte a ti? – exclamó con una risa que pareció dañar
físicamente a Francisco-. ¿Como esos idiotas? Pobre
infeliz.
–¡Te mataré, Laura!
La mujer escupió su desprecio a Francisco.
–¡Pues hazlo! – le gritó-. Yo te maté a ti, así que me
imagino que es justo. Pero eso es lo único que puedes hacer,
pequeño. Puedes matarme, pero no puedes hacer que te tema, no
puedes hacer que te adore, no puedes hacer que te ame. Toda tu vida
era una mentira, y ahora, incluso en la muerte, vives otra mentira,
regodeándote en la gloria de una civilización muerta. ¡Mátame,
Francisco! Ya me he cansado de tus lloriqueos. Nunca te adoraré.
Nunca te tendré el menor respeto. ¡Y nunca te
amaré!
Eileen captó el preciso instante en el que Francisco fue
consciente de que nunca iba a ser capaz de calmar aquel odio que le
había mantenido vivo en el mundo, nunca iba a ver cumplida su
venganza. Consciente de que había llegado su
final.
Se escuchó un crujido, como si la puerta del mundo se
estuviera abriendo. La lava dejó de manar de la boca del ídolo. La
roca que había bajo los pies de Francisco cambió de color y comenzó
a licuarse, mientras Eileen oía lo que parecía ser el soplido de
una tormenta atravesada por un grito lejano.
–¡Ayudadle! – gritó Zoia a la multitud-. ¡Ayudad a vuestro
dios.
Pero Muchedumbre se había desvanecido, dejando allí
únicamente a un numeroso grupo de personas disfrazadas que no
sabían muy bien qué hacer. Eileen no tenía ese problema. Aunque sus
habilidades físicas nunca habían estado a la altura de las del
pobre Teo, eran más que suficientes para dar cuenta de aquella
chiquilla.
Francisco gritó mientras unas garras afiladas lo agarraban a
través de la roca, hacían presa de él y lo arrastraban. Sus brazos
se agitaron, desesperados, y tras un instante desapareció. El
portal se cerró detrás de él con un estruendo que resonó por toda
la cueva.
Por un momento todo fue silencio, y luego la multitud comenzó
a chillar y a correr, intentando escapar de aquella caverna como
fuese. Eileen no entendía qué era lo que les había aterrorizado de
esa forma, hasta que vio que uno de ellos se retorcía y sangraba en
mitad de unas mandíbulas invisibles. Se volvió hacia Tezcatlipoca.
Estaba mirando a la mancha en el suelo por donde había desaparecido
Francisco, sacudiendo la cabeza con tristeza.
–Deten a esa cosa -le dijo-. ¡Ya has
perdido!
El rostro encapuchado vibró y se convirtió en el
esqueleto.
–¿Perdido? – rió-. Francisco sólo era una herramienta, nada
más. Y en cuanto al espectro, siento decir que una vez que su amo
ha muerto, continuará destruyéndolo todo hasta que haya sido
destruido.
La bestia saltaba entre la multitud, envuelta en sangre,
manifestándose o despareciendo según atacase a un vivo o a un
espíritu. El esqueleto se apartó un poco, alzó su mano y como si
corriera una cortina dimensional, desapareció.
Eileen vio cómo se acercaban las pesadas pisadas de la
criatura al estrado. Mientras su fétido aliento se hacía más
evidente, observó la gruesa columna que sostenía el techo, y tomó
una decisión.
–¿Podéis salir de aquí? – le dijo a Laura, que estaba sentada
en el suelo sosteniendo la cabeza inconsciente de Zoia en su
regazo.
–Lo siento, mi amor -murmuraba-. Nunca debí haber dejado que
las cosas llegaran tan lejos.
–¡Oye! – gritó Eileen-. Tenemos que salir de aquí. ¿Puedes
moverte?
Laura continuó en la misma posición.
–Mírame, estoy demasiado gorda para correr. Esa cosa me
alcanzará antes de que pueda ponerme en pie. – Bajó la mirada hacia
su hija desmayada y sonrió-. Además, ya sé qué es lo que viene
después. No sé exactamente cómo es, pero quizás tenga la
oportunidad de arreglar las cosas con mi pequeña.
Algo pareció recorrerle las venas a Eileen. Algo que no
estaba acostumbrada a sentir. Esperanza.
Tan solo tardó un momento en concentrar toda la miseria y la
angustia que había llegado a experimentar en vida, y canalizarla a
través de su voluntad. La voz de la llorona
resonaba en su cabeza. Fracasarás, Eileen
Savitch. Fracasarás y morirás.
–Pues entonces que así sea -se dijo-. Ya he muerto
antes.
Liberó el grito banshee, un aullido
terrible que era el conjunto de todo lo que había sufrido y la
miseria y angustia de las que había sido testigo en su vida. El
rayo impactó en la roca, y por un instante, no pareció ocurrir
nada. Luego, poco a poco, empezaron a desprenderse pedazos de
piedra de la columna y enormes grietas fueron recorriendo toda la
estructura desde la base, mientras caían pedazos de roca cada vez
más grandes. La columna pareció gruñir mientras se torcía, y
millones de toneladas de piedra cayeron con ella sobre la cueva.
Mientras el mundo desaparecía, Eileen reunió los restos de su
desmayada voluntad y se desvaneció.
Cuando despertó, estaba en la oscuridad, en un espacio lleno
de humo, sin ecos. Estaba rodeada de piedras por todas partes, pero
con un pequeño esfuerzo de concentración logró desplazarse a través
de todo aquello.
Estoy viva, pensó. ¿Pero, cómo? Repasó los últimos instantes antes de
que el techo se desplomara sobre su cabeza y recordó aquel último
esfuerzo de voluntad que había utilizado para hacerse inmaterial.
Mientras ascendía entre las rocas apiladas, una oleada de
satisfacción la asaltó.
Lo conseguí.
Alcanzó la superficie y vio que toda la zona del proyecto
Juárez se había venido abajo, tragada por la tierra como en un
terremoto. Poco a poco fue dejando atrás las calles oscuras del
distrito Posada, sin volver la vista hacia las polvorientas ruinas
que quedaban a su espalda. El barrio parecía desierto. No había
nadie, ni vivos ni muertos, paseando por las calles o asomándose a
las ventanas a causa del estruendo.
–¿Qué vas a hacer ahora? – la voz había sonado a sus
espaldas. Se trataba de un esqueleto que conocía muy bien, vestido
con un traje de mariachi. Eileen detuvo sus pasos y se encaró con
él.
–Vete o mátame. Ya te he vencido -dijo. Estaba tan agotada
que le daba igual lo uno que lo otro.
El esqueleto pareció lamentarse, y se transformó en la figura
encapuchada.
–Creíamos que Francisco iba a ser la herramienta perfecta.
Nos equivocamos. Aun así, es una lección de la que podemos aprender
y sacar cosas en claro.
–¿Quién es «nosotros»? ¿Aprender qué? Ya estoy cansada de
toda esta mierda en clave. ¿Qué hacías allí? ¿Cuál es el sentido de
toda esta locura?
–Únete a nosotros -dijo él-. Ella todavía puede
amarte.
–¿Unirme a vosotros? Ni siquiera sé quiénes
sois.
–Todavía no es el momento apropiado. Cuando llegue el
momento, todo el mundo sabrá quiénes somos.
–Pues lo siento, pero no voy a unirme a vosotros. Voy a
combatiros.
–Tu cuerpo se está muriendo -apuntó la figura encapuchada-.
No durarás más allá de esta noche. Nos hemos asegurado de eso. Si
no te unes a nosotros, vas a cruzar el umbral.– Y no te gustará lo
que vas a encontrar cuando llegues allí. Nosotros podemos
salvarte.
Eileen cerró los ojos. Thomas, Nicholas,
Teo.
–No te creo -replicó-. Sea lo que sea que me espere, va a ser
mejor que tú.
El encapuchado se dio la vuelta y comenzó a alejarse.
Mientras caminaba, su forma fue cambiando, de Tezcatlipoca al
esqueleto, del esqueleto al de un pequeño hombre vestido con un
traje naranja de convicto. No obstante, la voz seguía siendo la
misma.
–¿Has leído la Biblia? – preguntó cuando estuvo a casi una
decena de metros.
–¿No crees que es una pregunta poco usual viniendo de un dios
azteca?
El hombre del mono naranja se detuvo pero no se dio la
vuelta.
–De Isaías, capítulo catorce:
»El Infierno abajo se espantó de ti; despertó muertos que en
tu venida saliesen a recibirte, hizo levantar de sus sillas a todos
los principes de la tierra, a todos los reyes de las
naciones.
»Todos ellos darán voces, y te dirán: ¿Tú también te
debilitaste como nosotros, y llegaste a ser como
nosotros?
»Descendió al Infierno tu soberbia, y el sonido de tus arpas;
gusanos serán tu cama, y gusanos te cubrirán.
–¿De qué demonios me estás…?
–El Infierno se está moviendo para saliros al encuentro,
Eileen. Y está muy, muy hambriento. – La sombra naranja siguió
alejándose.
–Os vamos a detener, ¿sabes? – le gritó Eileen a la figura
que se perdía calle abajo-. Orpheus no se va a quedar sentado
viendo cómo un grupo de gente como tú amenaza al
mundo.
–¿Gente como yo, dices? Te recuerdo que tú trabajas para
asesinas y has enterrado a cientos de ciudadanos de Guadalajara en
aquella caverna para siempre. ¿Te crees con autoridad moral para
juzgarnos?
–Lucharemos -continuó ella, sintiendo su voz más hueca y gris
de lo que pretendía, consciente de que Tezcatlipoca, por llamarlo
de alguna forma, tenía más razón de lo que le gustaría haber
admitido.
El espíritu se volvió una vez más y sonrió. De alguna forma,
el poder y la amenaza que representaba aquel pequeño hombre vestido
con su traje de presidiario parecía más terrible que cualquier
monstruo. Era un mal diferente a la locura de Francisco Arguelles o
a la ferocidad del Chupacabras. La sonrisa que esbozaba aquel
hombre de ojos negros rebosaba de maldad humana, una maldad que era
perfectamente consciente de lo que era justo y bueno y había
renegado de ello, para complacerse en los actos más degenerados que
pudiese encontrar.
–Tú eres muy lista, Eileen. Estás muy bien educada. – La voz
sonaba ahora perfectamente normal, y quizás por eso, más aterradora
que nunca-. Vuelve a leer tus libros de mitología. En la historia,
Orfeo fracasa.
Se volvió, siguió andando hacia la oscuridad, y
desapareció.
Eileen se quedó allí sin poder apartar la vista del lugar
donde había desaparecido durante mucho, mucho
tiempo.