Me he acostado muy tarde. No consigo ni levantarme ni volver a dormirme. No es la primera vez desde nuestra ruptura. Pongo la radio. Me acuna, me adormece. De pronto, una emisora capta mi atención. En France Inter, el programa Servicio público habla del ascenso social, sobre el tema: «Aún no se ha dicho todo».
El autor de un libro testimonio evoca su infancia en la DDASS, la Dirección de Asuntos Sanitarios y Sociales, y su regreso, ya adolescente, al hogar de su madre alcohólica y su padrastro. Hoy ocupa el alto cargo de consejero delegado de una empresa. Una investigadora que participa en la emisión pronuncia una frase que me resulta impactante:
—Cuando se asciende, hay que saber ser fiel a uno mismo, y a menudo lo que te duelen son los otros.
¿Por qué es necesario que oiga a los demás explicar cosas evidentes para comprenderlas por fin? Desde mi barrio obrero de Angers, he ascendido, pero ya no soy yo y me duele todo, me duelen los otros.
Durante el transcurso de la emisión radiofónica, la sensación de ilegitimidad se repite como un leitmotiv. ¿Es a causa de mi periplo social por lo que siempre me he sentido ilegítima, tanto en mi pareja como en el Elíseo? ¿Por qué he amado tanto a este hombre que no se parecía en nada a mí?
Recuerdo una noche, al salir de una cena de Navidad en casa de mi madre, en Angers, con todos mis hermanos y hermanas, cuñados, cuñadas, sobrinos y sobrinas, en total veinticinco personas. François se vuelve hacia mí, con una risita de desprecio, y me suelta:
—No puede decirse que los Massonneau sean gente guapa…
Su frase es como una bofetada. Meses más tarde todavía me escuece. ¿Cómo puede decir eso François de mi propia familia? «¿Los Massonneau no son gente guapa?» Y sin embargo, es muy representativa de sus electores.
He dudado mucho antes de contar esta anécdota tan reveladora de cómo es, que sin duda herirá a los míos, quienes se sintieron tan felices de conocerlo y tan orgullosos de recibirlo. Sin embargo, quiero purificarme de tantas mentiras, salir de este libro liberada del peso de lo no dicho.
Os pido perdón, a vosotros, mi familia, por haber amado a un hombre capaz de carcajearse de la falta de belleza de los Massonneau. Estoy orgullosa de vosotros. Ni uno solo de mis hermanos y hermanas se ha distanciado. Algunos han triunfado, otros no tanto, pero todos sabemos tendernos los brazos y expresar nuestro amor, las palabras «familia» y «solidaridad» poseen un sentido concreto, mientras que para François solo son abstracciones. Ni una sola vez ha invitado a su padre o a su hermano al Elíseo. Aspira a un destino excepcional, un presidente orgullosamente solo.
Pero ¿dónde hay que nacer para ser gente guapa? Es cierto que en mi familia nadie ha ido a la ENA (École Nationale d’Administration) ni a la HEC (École des Hautes Études Commerciales). Ninguno de nosotros ha tenido clínica propia, ni ha hecho negocios en el sector inmobiliario como su padre. Nadie tiene propiedades en Mougins, en la Costa Azul, como él. Ninguno es alto funcionario ni una celebridad como la gente que frecuenta desde la promoción Voltaire de la ENA. Los Massonneau somos una familia de franceses modestos. Modestos pero orgullosos de ser lo que somos.
Su expresión tan desdeñosa me atormenta desde que el encanto se rompió, desde que me liberé del hechizo de su mirada. Se ha presentado como el hombre al que no le gustan los ricos. En realidad, al presidente lo que no le gustan son los pobres. Él, un hombre de izquierdas, los llama en privado «los desdentados», muy orgulloso de su toque de humor.
He vuelto a pensar con amargura en lo de la «gente guapa» al saber que François ha frecuentado, durante su relación, el suntuoso castillo de los padres de Julie Gayet, con sus fachadas del siglo XVII en mitad de un magnífico parque. ¡Sin duda tiene mucha más distinción que una vivienda de alquiler en una zona de protección oficial de provincias! Es mucho mejor que una caravana estática instalada en un cámping sin estrellas cerca del mar.
Se trata de una familia muy del gusto de François: un abuelo cirujano, una madre anticuaria, un padre médico reputado y consejero de ministros. Un mundillo muy de «gente guapa», muy «burgués bohemio», de gustos definidos y refinados, en el que los invitados son célebres, en el que todos votan a la izquierda pero desconocen la cuantía del salario mínimo interprofesional. En mi casa no se requerían notas redactadas por consejeros para saberlo, bastaba con echar un vistazo a la parte inferior de la nómina.
Me han tomado por una burguesa glacial y malvada, sencillamente no estaba en mi sitio. Doblemente ilegítima. Después del comunicado de ruptura, mi familia se solidarizó conmigo. Los Massonneau no reniegan de los suyos. Todos me han apoyado. Ese hombre que les contaba chistes en la mesa para hacerse el simpático se aburría entre los que no eran «gente guapa» y prefería las cenas en la ciudad; habrían podido enseñarle muchas cosas sobre lo que sienten los franceses: entre ellos no se andan con rodeos, no mienten, dicen las cosas a la cara.
Sin embargo, un día, François, tan ambivalente él, me dijo también:
—Lo que me gusta de ti es que nunca olvidas tus orígenes.
¿Cómo iba a olvidarlos? Yo, a quien los rumores atribuyen una fortuna colosal, heredada de un abuelo banquero, muerto antes de que yo naciera, como si en Francia resultara imposible atravesar las capas sociales en sentido contrario. ¿Mi madre habría sido cajera de haber poseído dicha fortuna? Hasta un niño de cinco años se daría cuenta de que eso no se sostiene, pero el tenaz rumor perdura todavía y sigue colgado en la Wikipedia.
No, no poseo castillos ni propiedades como otras primeras damas antes que yo, Carla Bruni, Bernadette Chirac o incluso Anne-Aymone Giscard d’Estaing. Sin embargo, nuestra vivienda de protección oficial se me antojó un palacio la primera vez que franqueé la puerta de entrada. Tenía apenas cuatro años, veníamos de un edificio de viviendas sociales. Aquella era una casa con jardín. Y si bien dormíamos cuatro en la misma habitación, en efecto, era un palacio.
Pero, decididamente, está claro que yo tenía todos los defectos posibles para ese papel: no estaba casada, carecía de fortuna, necesitaba trabajar… No son las características de una auténtica primera dama. No obstante, rompí mi techo de cristal el día en que pisé la alfombra roja. Lo hice añicos de tal manera que miles de esquirlas me cubrieron de cortes al pasar.
Aun así, pongo toda la carne en el asador al llegar al Elíseo. De entrada, recibo al antiguo equipo de Carla Bruni. A su encargada de misión, así como a cada una de sus ayudantes, les pregunto qué desean hacer. Pese a la reputación de histérica que me precede, deciden quedarse. Todas. No creo que se hayan arrepentido, al contrario. Hemos vivido juntas momentos muy intensos.
Nada más llegar, me ayudan a entrar en el meollo del asunto y a preparar el viaje del presidente a Estados Unidos. Me piden que elija un regalo para Michelle Obama. Me decanto por artículos fabricados en Corrèze, un bolso y productos de belleza, un regalo de coste irrisorio comparado con los habituales, a la vez que un guiño a los habitantes de Corrèze.
Unos días después de las elecciones, vuelo junto con el presidente en dirección a Washington. Al subir al avión presidencial, descubro lo que la prensa ha llamado «Air Sarkozy»: un amplio dormitorio, un cuarto de baño, un despacho para el presidente y una sala de reuniones o comedor. Once personas a la mesa. Casi siempre los ministros, el jefe del Estado Mayor y el consejero diplomático. Dos hombres de gran valía. Exceptuando a Laurent Fabius, no es preciso ser un experto para comprender que la mayor parte de los nuevos ministros que forman el Gobierno no dan la talla. Lo que oigo me apena. Los observo en silencio, mientras me pregunto cómo es posible que tal o cual haya sido nombrado ministro. Paridad de corrientes, paridad de sexos, paridades regionales o de partido. Pocos están allí presentes debido a su competencia. Lo cual mortifica a la veterana periodista política que en el fondo sigo siendo. La prensa critica su diletantismo. Si siguiera al servicio político de Paris-Match, ¿escribiría algo diferente a lo que escriben ellos? No obstante, guardo silencio.
En Washington experimento la extraña sensación de ser actriz y espectadora de una película. La esposa del embajador se hace cargo de mí. Organiza los encuentros con la prensa americana. Suscito curiosidad: soy «la francesa que continúa trabajando» y «la primera mujer de presidente que no está casada». A sus ojos sigo siendo una colega y el contacto es positivo.
No formo parte del programa presidencial, dado que no se trata de un viaje de Estado: François Hollande participa en un Consejo de la OTAN. Caigo en la cuenta de que me marcharé de Estados Unidos sin haberme cruzado con Barack Obama. Me habría gustado mucho conocerlo. Cumplo el programa «de esas damas». Ser recibida en la Casa Blanca por Michelle Obama es un honor que valoro. Nos espera apostada en el vestíbulo de entrada y nos saluda una por una. Somos ocho primeras damas. Nos estrecha en sus brazos como si fuéramos amigas. Al estilo americano.
Michelle Obama es la persona que más me ha impresionado en el curso de estos últimos años. De entrada, físicamente. A pesar de mis altísimos tacones, me saca una cabeza. ¡En cuanto a savoir faire, no le llego ni a la suela del zapato! Es alta, bella y mucho más fina de lo que reflejan las imágenes. Posee carisma, es algo palpable. Proyecta un aura imponente. Despliega sus largos brazos como alas de cisne.
Michelle Obama interpreta el papel de la perfecta anfitriona y nos invita a visitar la Casa Blanca antes de pasar a la mesa. Hablo conmigo misma interiormente para tomar conciencia de dónde me encuentro. Me repito que no debo perder ni un segundo de esos momentos que me ofrece el destino. La first lady se ha informado sobre cada una de nosotras. Cambiamos impresiones brevemente a propósito de mis proyectos con la fundación Danielle Mitterrand. En mi inglés deficiente, la interrogo sobre su programa contra la obesidad. Me confiesa que necesitó un año tras las elecciones para adaptarse a ese papel tan especial de primera dama. Todo el mundo ha olvidado que al principio hizo unas declaraciones escandalosas sobre su marido y sus calcetines sucios, que fueron mal vistas por los americanos, a quienes les ha costado acostumbrarse a la primera pareja negra en la Casa Blanca.
Como buena profesional, Michelle Obama concede el mismo tiempo de charla a cada primera dama. La conversación es bastante trivial. La observo. Me interrogo sobre ella, tan perfecta y tan impenetrable en realidad. ¿Le agrada recibirnos, o bien interpreta un papel escrito de antemano, en el que no se permite la menor improvisación?
Me viene a la mente que renunció a una carrera brillante de abogada para estar al servicio de su marido. Habría podido ganar millones de dólares, participar en procesos de altos vuelos. Y ahí la tenemos, hablando con calidez milimetrada de su huerto, que iremos a visitar a continuación. Las verduras del huerto están en nuestro plato, cocinadas con esmero, en raciones tan pequeñas que al acabar el almuerzo sigo con un poco de hambre. Por cierto, tengo hambre de todo. ¡Me gustaría tanto mantener una verdadera conversación con ella! Bajo su máscara perfecta, daría cualquier cosa por saber qué piensa de su vida de first lady, con sus obligaciones, mucho más importantes en Estados Unidos que en Francia, pero con un estatus auténtico.
Al día siguiente vuelvo a encontrarme con Michelle Obama en Chicago. Esa mañana he descubierto en Internet que ahora tengo derecho al mote de first girlfriend: un periódico americano ha utilizado esa expresión, y toda la prensa francesa disfruta de lo lindo con ella. Hago una mueca. Tengo la impresión de haber superado la edad de ser la novia de nadie, tras siete años de vida en común, pero así es el juego mediático.
Michelle Obama nos lleva a su casa, en el barrio donde creció. Quiere enseñarnos un centro que acoge a niños desfavorecidos y que les brinda acceso a toda clase de actividades que sus padres no podrían pagarles.
Después de la visita, está previsto que pronuncie un discurso ante nosotras, las primeras damas, y una platea llena de jóvenes. Me siento sorprendida por esa mujer, que pronuncia un verdadero discurso político:
—Tal vez no todos lleguéis a ser presidentes, pero podéis ser médicos, abogados… Barack y yo nos hemos convertido en lo que somos a fuerza de trabajar, ¡de modo que poned todos los medios a vuestro alcance!
La lección me impresiona. Desde entonces, en el curso de diversos viajes oficiales, cuando visito orfelinatos, en Sudáfrica o la India, por ejemplo, en los barrios más pobres, retomo sus palabras y trato de insuflarles la fuerza que ella sabe darles. No renunciar porque no hayas nacido en el lugar adecuado, esa es la filosofía. La suerte se la busca uno. Y después se comparte.
Esa noche cenamos con un grupo de mujeres, entre ellas dos de sus mejores amigas, en el museo de Chicago. El decorado resulta mágico. Michelle Obama ha hecho las cosas a lo grande. La víspera, François ha volado a última hora a Camp David, donde la presencia de las mujeres no está prevista. Me quedo sola en el hotel, en la suite custodiada por un número impresionante de miembros de la seguridad del Estado.
Acepto cenar con una periodista francesa que vive en Estados Unidos, a la que conozco desde hace años. Me dice que quiere escribir un libro sobre la historia de las primeras damas. Le comento que me apetece lo de la cena, pero no por su libro. Recordamos cosas de nuestras vidas, le hablo de mis hijos y de ciertos estados de ánimo. Al acabar de cenar, me confiesa que está preparando un libro sobre mí… Me deja alarmada:
—¿Estamos de acuerdo en que esta cena era extraoficial?
Me asegura que sí. Además, no ha tomado ninguna nota ni grabado la conversación. No me preocupo. Dos meses después descubro lo que es una traición. Mis confidencias no solo han sido utilizadas, sino también deformadas por completo. Me apresuro a poner un pleito contra su libro La frondeuse («La revoltosa»). En el juicio, la autora da a entender que le hice confesiones sobre mi vida sentimental anterior. Se trata de una mentira descarada.
La serie de libros sobre mí escritos por periodistas a los que con frecuencia no he llegado a conocer, y que desvelan mi supuesta personalidad histérica, constituye una de las pruebas más crueles de mi vida. Se suceden durante los primeros meses del quinquenio. El primero se titula La favorite («La favorita»), firmado por un antiguo director adjunto de Le Monde, y marca la pauta: solo el título ya es un insulto. Nunca nos hemos visto, ni siquiera conocía su nombre. Exagera, deforma, inventa, ataca. Un ejercicio de estilo de una gran bajeza. Ver tu vida reinventada y novelada supone una experiencia extraña. Asisto al nacimiento de un personaje, que lleva mi nombre, mi rostro, mi vida, pero que no soy yo, sino una doble de ficción.
Estoy sola. Realmente sola. Ni una voz de mujer, ni siquiera la de una feminista, se alza para defenderme. François me hace objeto de su indiferencia, como si el problema no le concerniese. Me encasquetan ese apelativo infame y ni se inmuta.
Una colega de Paris-Match hace circular como una ocurrencia que soy la «Rottweiler» de François Hollande, su perro guardián. La expresión hace furor. La maledicencia es una enfermedad lamentable, aunque entre amigos suele ser benigna. Sin embargo, las consecuencias se centuplican cuando puedes dedicarte, como hoy en día, al juego de la crueldad con el mundo entero en las redes sociales. Las sociedades conectadas favorecen lo que los investigadores americanos llaman «una epidemia de denigración» y «la cultura de la humillación».
Por entonces aún no había aprendido a soportar los ataques, eso vendría después. Son duros y me siento mancillada. Es mi talón de Aquiles. Intento no mostrar a mis hijos hasta qué punto estoy afectada —casi hundida— por todos esos libros y sarcasmos, porque también ellos acusan el golpe. Debo aguantar, pero tanta violencia me hace mella. Haber aprendido de joven a combatir la adversidad ha deformado mi visión del mundo. A fuerza de ver adversarios por todas partes, me creé muchos.
No obstante, soy consciente de que esta mala suerte no me está reservada en exclusiva. Recuerdo las lágrimas de Carla Bruni-Sarkozy cuando el traspaso de poderes. Las primeras damas extranjeras también me hacen confidencias sobre el trato mediático que todas han sufrido en uno u otro momento.
En los ataques hay reproches recurrentes, con independencia del país o la personalidad de unas y otras. Casi siempre existe la sospecha de que las esposas de los jefes de Estado se entrometen en los asuntos de sus maridos, abrigan ambiciones personales y gastan de manera indebida el dinero público… Los rumores mancillan su reputación.
Una de ellas me confiesa lo que sufre al oír todo lo que se dice de ella porque tiene veinte años menos que su marido y la acusan de haber «echado el anzuelo a un presidente». Me digo que eso, al menos, no pueden reprochármelo. ¡Ni siquiera era presidente del Consejo General!
Una noche, la esposa del primer ministro japonés, Abe, me hace reír con ganas cuando me cuenta que la vilipendiaron por haber apoyado a un amigo suyo en las elecciones al Senado. Eso me consuela en parte de mi lamentable tuit. Narra con un humor delicioso que, cada vez que toma la palabra, los medios se desmadran. Cabe decir que no vacila en proclamarse antinuclear cuando su marido toma decisiones a la inversa…
Entablo una verdadera amistad con la esposa del expresidente de Malí, Traoré. Todavía hoy, cuando ya no desempeño ningún papel, Mintou Traoré sigue interesándose por mí con regularidad. Con ocasión de mi primer viaje en solitario, en mayo de 2013, fue ella quien me recibió en Malí. En ese mismo momento, el presidente de Malí estaba en Francia con François. Hay algo simbólico en ello. Los hombres ocupan el terreno militar y nosotras, las mujeres, el humanitario.
Nos dirigimos a Gao con los miembros de la Operación Serval a bordo de un Transall. Eso me brinda la ocasión de valorar la grandeza de los militares, un mundo que desconocía. Me conmueve verlos in situ, al servicio de la población traumatizada por las exacciones de los jihadistas.
Visitamos una escuela en la que no hay nada: ni mesas, ni sillas, ni libros, ni lápices. Hemos traído libros de texto. En el hospital, tan desprovisto de todo, entro en una sala donde se encuentran las jóvenes parturientas. Una de ellas acaba de traer al mundo mellizos, una niña y un niño. No tienen ni dos horas y aún no les han puesto nombre. Mintou los deja muy decidida en mis brazos y me suelta:
—¡Él es François y ella Valérie!
Estallido de risa general. Es una de mis fotos de recuerdo favoritas. Se adivinan en mis ojos brillantes las lágrimas de emoción que reprimo. Si realmente aquellos dos niños se llaman hoy François y Valérie, les deseo mayor felicidad de la que yo tuve…
Almorzamos en la tienda del campamento militar, entre los soldados y su comandante, a cuarenta y cinco grados a la sombra. Dondequiera que vaya he de pronunciar unas palabras, incluso a veces un pequeño discurso. No sé hacerlo. Improviso. Hasta cierto punto, empiezo a comprender el placer que puede experimentar François cuando vive momentos parecidos.
Se anuncia una tormenta, la lluvia empieza a caer en tromba. Todo el mundo corre de acá para allá. Es la primera lluvia de la estación. Los periodistas se divierten. Dicen que he heredado el poder de François: ¡traer la lluvia dondequiera que esté, como al principio del quinquenio! No obstante, el viento se levanta con fuerza y nos vemos obligados a acelerar nuestra partida.
En Bamako, visito el hospital y el orfelinato. Lo que veo allí se queda grabado para siempre en mi interior: docenas de niños de pecho, recién nacidos y ya con síndrome de dificultad respiratoria o muy prematuros. Su posibilidad de supervivencia está comprometida. A nuestro regreso se enviará una misión médica para tratar de comprender por qué en ese hospital hay tantos recién nacidos que sufren. Jamás olvidaré la situación de los niños discapacitados en la guardería. Todos sentados en el suelo, en fila, sea cual sea su minusvalía, en un pasillo sórdido.
Malí ha bloqueado toda posibilidad de adopción internacional. Me he fijado el objetivo de solicitar al Gobierno que dé marcha atrás a la anulación del acuerdo con setenta familias francesas. La nueva ley es retroactiva y esas familias han visto esfumarse sus esperanzas, tras haber celebrado la buena nueva del niño que iba a llegar. Antes de mi partida he recibido en varias ocasiones al colectivo Adopción Malí. He visto su angustia, les he prometido mi ayuda, contando con la aprobación del presidente. Sin embargo, una vez allí comprendo que es necesario esperar a que se celebren las elecciones. Vuelvo después a la carga con la esposa del nuevo presidente. Las cosas avanzan. Con lentitud, pero avanzan. Las familias me mantienen al corriente en todo momento. Algo que espero con ansia… Justo antes de marcharnos de Malí, se organiza una conferencia de prensa. Hacen una pregunta a la señora Traoré sobre el compromiso de Francia con su país. Su respuesta es explosiva: «Un hombre, cuando se va a la cama, no ha tomado ninguna decisión. La toma con quien tiene al lado. Y quien se acuesta con él es Valérie». También nosotros explotamos, pero de risa. Malí es una tierra de emociones a flor de piel. Comprendí la de François cuando viajó allí como jefe de las fuerzas armadas tras la intervención francesa. En cambio, no cuando afirmó que «es el día más hermoso de mi vida política». Menos de un minuto después se lo reprochaba en un mensaje: «Si el día más hermoso de tu vida no fue el día en que los franceses te eligieron presidente de la República, es que se equivocaron». No lo traté bien, es cierto, pero ¿quién se atrevía a hablarle entre aquella horda de cortesanos, de aduladores? Nadie, me temo. No soportaba la crítica. Era mejor callar para no recibir un varapalo.