Dos meses después de la ruptura, en marzo de 2014, voy a votar a las municipales. Cerca de l’Isle-Adam, a cuarenta kilómetros de París, donde vivía antes con mi familia, la que había formado antes de conocer a François. Tengo el corazón en un puño al aparcar frente a mi antigua casa, donde todavía vive mi exmarido.
Paso frente a la escuela primaria de mis hijos. Una escuela de las de antes con solo setenta alumnos repartidos en tres clases, situada en la plaza del pueblo, frente a la iglesia del siglo XII. Mis tres hijos fueron allí. Brotan los recuerdos y me atrapan. Vuelvo a ver a mis tres niños, tan guapos, por la mañana en el momento del pánico. ¡Vivíamos tan cerca de la escuela que desde casa se oía el timbre! Ese momento en el que había que ponerse a buscar un par de zapatos, un abrigo o un cuaderno. Y reclamar el beso de despedida. Luego me iba con mi exmarido a dar un paseo por el campo con el perro.
Me invade una oleada de nostalgia. Ahora mis hijos ya casi son hombres. Mi colegio electoral se encuentra en «La casa de los sueños», el antiguo comedor de la escuela. Al salir, los resultados del partido socialista me importan poco, solo me preocupa lo que he hecho con mi vida. Acabo de votar a la izquierda, y pienso en mi familia, en mi brillante marido y en mis maravillosos hijos a los que dejé por François hace siete años. Nadie creía en él, y yo no soñaba en secreto con el Elíseo. Nunca nos planteamos que pudiera ser candidato a la presidencia algún día. No había nada más que amor.
Tantos sacrificios para acabar desechada como un pañuelo usado, en un instante y dieciocho palabras. ¿Tomé la decisión correcta? Me asaltan las dudas mientras apresuro el paso y me voy a andar por el campo para reflexionar, como hacía antes. Un chaparrón de granizo me obliga a dar media vuelta precipitadamente. Dar media vuelta… Cuánto desearía en ese momento volver atrás, que los últimos años no hubieran tenido lugar…
¡Pero cómo no soñar despierta con los primeros años de pasión con François! Una pasión que lo arrastraba todo. Una de esas pasiones que solo se viven una vez en la vida. Y cómo no recordar el «antes del antes», como lo llamábamos nosotros. Todos aquellos años en los que yo me encargaba de cubrir al partido socialista en calidad de periodista política. En una revista llamada Profession politique que me vio debutar junto con una decena de jóvenes periodistas.
Nunca había soñado con ejercer ese oficio, me parecía demasiado inaccesible. Cuando me llegó la oportunidad, gracias a una afortunada e improbable coincidencia de circunstancias veintiséis años atrás, sentí como si hubiera encontrado el Santo Grial.
El año de mi graduación en historia y comunicación política en la Sorbona, me encuentro entre los invitados a las veladas electorales de las elecciones presidenciales de 1988. Saltando de un grupo a otro, acabo en la Casa de América Latina, donde François Mitterrand está celebrando su victoria. Mitterrand me descubre en la sala, me saluda y me dice:
—¿Nos conocemos, no?
¡Desde luego que no conozco al presidente! Yo tengo veintitrés años, llegué de provincias cinco años antes para estudiar en París siguiendo a mi primer amor, pero no conozco a nadie «importante», y mucho menos a un presidente…
Pero aquella pregunta no escapa a los oídos de un inversor de la revista Profession politique cuyo lanzamiento está previsto para dentro de tres meses.
—Vaya a verlos, buscan redactores jóvenes —me dice.
Es mayo y me falta un mes para terminar la carrera. Tengo algunas pistas para encontrar trabajo en el ámbito de la comunicación que sigo con poca convicción. Me cuesta dejar los estudios, me encanta la vida de estudiante. Aun así, me pongo en contacto con la dirección de Profession politique, poco convencida de mis posibilidades de ser contratada.
Estoy segura de que no doy el perfil. Yo no soy la versión femenina del arribista Rastignac, el personaje de Balzac. Como todos, dudo de mí misma; me he topado con el clásico techo de cristal. Pero esa vez siento una nueva fuerza que me guía. Supero una entrevista, después otra. Y sucede el milagro: me ofrecen un trabajo. Voy a empezar a trabajar el 1 de agosto en Profession politique.
Tengo un problema: como cada verano desde hace cinco años, me he comprometido a trabajar en Byblos, una tienda de joyas étnicas en Saint-Gilles-Croix-de-Vie, una ciudad balneario de Vendée. Pasé allí todas las vacaciones de mi infancia con mis padres y mis hermanos. Primero en una casita que alquilábamos en junio, cuando los precios eran más asequibles. Nos perdíamos un mes de colegio. Cuando fuimos algo mayores, pasamos a veranear de cámping. Mis padres acabaron comprándose una caravana de ocasión. No nos instalábamos en el cámping, sino en un terreno sin la menor comodidad que una granjera alquilaba a dos o tres familias. El trabajo de verano en aquella tienda me permitía pagarme los estudios, junto con las becas estatales que recibía y algún que otro trabajillo durante el curso.
Dejé de depender económicamente de mis padres a los dieciocho años. Fue su única condición para dejarme marchar a París, que fuera independiente. ¿Qué otra cosa hubieran podido hacer? No podían mantenerme, y a mí nunca se me hubiera ocurrido pedírselo. Aún recuerdo a mi madre llorando cuando partí a la capital a «hacer fortuna»…
Y ahora me encuentro cinco años después llamando a los propietarios de la tienda para decirles que voy a empezar en un empleo de verdad el 1 de agosto, pero que estoy dispuesta a trabajar para ellos durante todo el mes de julio. Aceptan, contentos y muy orgullosos de mí. A lo largo de los años, se han convertido en amigos de los buenos, de hecho los considero parte de mi familia. Les debo mucho. Nunca nos hemos perdido la pista. Vinieron a verme al Elíseo, intimidados por mi nuevo entorno, treinta años después de que yo trabajara como dependienta en su tienda.
A medida que se acerca agosto, me voy poniendo nerviosa. ¿Seré capaz de ser periodista? Nunca estaré a la altura. La política me interesa, pero no soy una especialista en el tema. El equipo aún no está completo. La redacción está medio vacía. Nos encargamos nosotros mismos de montar los muebles de Ikea. Tengo que familiarizarme con el ordenador, nunca había tenido uno. Pero aprendo deprisa. Nos ponemos manos a la obra con el «número cero». Y por fin llega el primer número, el del lanzamiento. Tengo la suerte de poder sacar una exclusiva: un proyecto secreto de reagrupación de las elecciones preparado por el ministro del Interior de entonces. Es portada del primer número. El redactor jefe me felicita.
—Ha sido cuestión de suerte.
—Un buen periodista es un periodista que tiene suerte, eso es todo.
Jamás olvidaré su respuesta, seguida de otra lección que se graba en mi memoria para siempre:
—No olvides que existes a través de la revista, no por ti misma.
Así es como me veo a cargo de cubrir las noticias del Elíseo, parte del Gobierno y del partido socialista, ¡casi nada! Me piden un artículo sobre el resurgimiento de las viejas corrientes en el partido socialista. Alzo la cabeza y pregunto con ingenuidad:
—¿Qué es eso de las corrientes?
El redactor jefe me mira con desesperación y replica:
—De ser por mí, jamás te hubiéramos contratado.
Soy consciente de mis lagunas. No estudié en el Instituto de Ciencias Políticas de París, me falta de todo. No tengo cultura política suficiente, ni cultura a secas. No conozco los códigos de ese mundo. Tengo veintitrés años y nunca me he subido a un avión. Cuando se lo confieso al director de Aviación civil al que he ido a entrevistar, ¡me propone hacer mi bautizo de aire allí mismo! El único país extranjero que he visitado es Alemania, para un intercambio lingüístico. Nunca he visto el Mediterráneo. De niña, solo fui una vez al teatro, a ver una comedia musical popular… Y al cine muy poco. El ambiente parisino me resulta completamente ajeno. Cuando el director de la revista me diga que para triunfar hay que aceptar «las cenas en el centro», no entiendo de qué me habla. Para una chica de provincias como yo, cenar en el centro consiste en ir en autobús al centro. Y no para cenar: nunca íbamos a un restaurante.
Trabajo duro. Me esfuerzo en estudiar y comprender lo que son las corrientes y las subcorrientes: los chevenementistas, los mauroyistas, los poperenistas, los fabiusianos, los jospinistas, y… los transcorrientes. Uno de los líderes de ese movimiento es un hombre llamado François Hollande. Él y sus amigos están cerca de Jacques Delors, son un grupo abierto e iconoclasta. Me siento políticamente afín a ellos.
Aún conservo algunos ejemplares de su revista Témoin. En mi biblioteca tengo el primer libro de François Hollande, escrito a cuatro manos con Pierre Moscovici y publicado en 1991, L’heure des choix (La hora de las decisiones), con su dedicatoria: «A Valérie Massonneau (mi nombre de soltera) que además de temible especialista en los arcanos políticos se convertirá después de leer este libro en una autoridad en materia económica».
François Hollande y yo nos conocemos desde 1988. Hace veintiséis años que entró en mi universo. No guardo ningún recuerdo de nuestro primer almuerzo. Años más tarde, él me reprocharía durante mucho tiempo haber olvidado ese momento. Fue en el restaurante de la Asamblea Nacional.
Mi memoria recuerda con mayor precisión los encuentros de Lorient, en la Bretaña, organizados por los transcorrientes. Estas jornadas de reflexión que se celebran todos los veranos con Jacques Delors. Muchos años acaban pasados por agua, la Bretagne oblige, pero siempre son momentos felices. La alegría la pone François, como hace dondequiera que vaya. Nunca acuden demasiados periodistas. Vamos a tomar algo todos juntos al final del día. A mí me encanta estar cerca de él. François adora a los periodistas, y yo no tardo mucho en convertirme en su periodista preferida.
En 1989, Profession politique cambia de dueño, y nombran a un nuevo redactor jefe. No le caigo nada bien y me echa prácticamente enseguida. Me toma por una burguesa de buena familia.
Aprovecho mi despido y la indemnización para marcharme un mes a Estados Unidos con el que se convertirá en mi primer marido, Frank, mi amor de juventud. Ya es hora de que vea un poco de mundo, y, además, mis perspectivas son prometedoras. Algunos meses antes, conocí a la redactora jefe de Paris-Match, en la tradicional ceremonia de encuentro con la prensa en el Elíseo. Ese día, un colega mucho más curtido que yo me dijo:
—No te separes de mí. Mitterrand recibirá en petit comité a una docena de periodistas después de la ceremonia, y te llevaré conmigo.
Así es como me encuentro escuchando con devoción al presidente de entonces junto con la élite periodística del país. La redactora jefe de Paris-Match me ve al salir del salón con el grupo de privilegiados y entramos en contacto. ¡Yo solo tengo veinticuatro años, y François Mitterrand acaba de cambiarme la vida por segunda vez! ¿Cómo voy a imaginar que un día yo acabaré al lado de otro presidente, que yo también pisaré la alfombra roja, tendida en el patio de honor del Palacio del Elíseo con motivo de la ceremonia de investidura?
El día de la investidura de François, intenté localizar aquel pequeño salón adjunto a la sala de fiestas. No supe reconocerlo. Habían pasado veinticinco años. ¡Veinticinco! Los años pasaron en un suspiro. Me había casado y divorciado dos veces. Y había tenido a mis tres hijos, lo más importante de mi vida, mi mayor logro y lo que más quiero en este mundo.
Entro en Paris-Match de puntillas en 1989. Empiezo como redactora freelance, y no tengo que ir a la redacción. Para la nueva sección política de la revista necesitan a una reportera joven que trabaje «sobre el terreno». Y como tengo algunos contactos en la izquierda, me acerco con más naturalidad al partido socialista. También tengo algunos conocidos en el Elíseo, algo muy poco frecuente en una periodista joven.
Los más veteranos encargados de política de Paris-Match no ven mi llegada con buenos ojos. Seis meses más tarde, el legendario director de la revista, Roger Thérond, me hace el contrato más bajo del escalafón como redactora. Aquello basta para suscitar todo tipo de celos y alimentar habladurías con listas de nombres improbables a quien debo mi nombramiento. Descubro —¡ya entonces!— las habladurías de los pasillos. Conozco la maledicencia.
Antes del contrato, yo no conocía a Roger Thérond, el legendario director de Paris-Match. Y cuando nos presentan algunos meses más tarde es en unas circunstancias desagradables. Al no tener un contrato oficial, soy una mera colaboradora, envío artículos cuya publicación queda a discreción de la revista. Hay uno que no gusta nada a Bernard Tapie, el célebre hombre de negocios. Un grupo de jóvenes licenciados de la ENA (École Nationale d’Administration) —los llamados «enarcas», el club Mendès France—, me invitaron a asistir a una de sus cenas de debate. Su invitado estrella es Bernard Tapie. Llego cinco minutos tarde y cuando entro ya está todo el mundo sentado. Soy recibida con una frase de Tapie, que entonces también es presidente de fútbol del Marsella:
—¡No iréis a decirme que esa es enarca, con esas pintas que trae!
Intento hacerme pequeña. Aún soy muy tímida por aquel entonces. Me presentan a Bernard Tapie como periodista, y yo llevo mi acreditación en la mano. Él no se deja impresionar:
—¡Ningún problema! Conmigo, nada es extraoficial; me hago cargo de todo lo que digo.
Como político, responsabiliza a Mitterrand del ascenso del Frente Nacional, desprecia a unos y otros, se ríe de los ministros a quienes, dice, no tiene nada que envidiar, puesto que su casa es más grande que el ministerio, etcétera. Es el festival de Tapie, lleno de barbaridades y fanfarronadas. Le propongo hacerle un perfil en Paris-Match, y acepta enseguida. Pero cuando se publica el artículo, Bernard Tapie telefonea a Roger Thérond para asegurarle… que me lo he inventado todo. La redactora jefe me llama a su despacho para preguntarme si de verdad acudí a la cena. Yo me explico, le muestro mi bloc de notas. No basta.
El asunto no acaba ahí, me llaman al despacho de Roger. Cuando era estudiante nunca me mandaron a ver al director, pero tengo la sensación de ser una mala estudiante que va a recibir su castigo. Dudo de mí misma. Prevengo a los jóvenes enarcas de la redacción sobre Bernard Tapie. Se indignan mucho, porque leyeron mi artículo y les pareció muy preciso y objetivo. Eso me da algo de confianza antes de la reunión con Thérond.
Estoy muy asustada cuando entro en el despacho del director. Es un hombre impresionante, que habla separando las palabras. Apenas me atrevo a abrir la boca.
—Me han dicho que puedo confiar en usted, pero no la conozco de nada. Lo mejor será que me enseñe pruebas de todo lo que usted pone en boca de Bernard Tapie.
Es mi primer reto como periodista. Y, una vez más, tengo mucha suerte: el debate fue grabado. Los dos responsables del club están dispuestos a apoyarme y a hacer llegar la cinta con la grabación a Roger Thérond. Son recibidos en su despacho unos días más tarde. Tienen la cinta en la mano, pero el director de Paris-Match se conforma con verla, no la quiere escuchar. Constata que yo tenía razón y que llevaba a cabo mi trabajo con total seriedad.
Bernard Tapie pretendía echarme antes que admitir sus propias palabras. Pero en lugar de conseguir su propósito, ¡su manipulación fue, a todas luces, lo que me valió mi puesto fijo en Paris-Match!
Recuerdo haberle contado este episodio a François Hollande, que ya desconfiaba de Tapie. Por aquel entonces, nos cruzamos todas las semanas en la famosa sala de las cuatro columnas de la Asamblea nacional. Él forma parte del grupo de diputados que atiende a los periodistas. Se le da muy bien extraer lo más interesante de la vida política. Piensa como un periodista, y es capaz de hacerte cambiar la perspectiva de un artículo sin que te des cuenta.
Pasan los años, y cada vez nos acercamos más en el plano profesional. A principios de 1993 me ausento algunos meses, con motivo de mi primera baja por maternidad, después de haber conocido en Paris-Match al que se convertiría dos años más tarde en mi marido, Denis Trierweiler, corrector de la revista, traductor y especialista en filosofía alemana. Es muy guapo, inteligente pero muy taciturno. Viene de un entorno aún más desfavorecido que el mío. Él supo ponerse al día de esa cultura política que a mí tanto me falta. Pero permanecía encerrado en su mundo, sus libros, su filosofía y su búsqueda de conocimiento. Antes incluso de que empezáramos a salir, soñé que iba a ser el padre de mis hijos. Él tuvo el mismo sueño. Formar una familia con él fue algo natural.
Nuestro hijo nace en enero, y cuando me reincorporo al trabajo lo hago directamente en la rue Solférino, donde está la sede del partido socialista, para la noche electoral de las elecciones legislativas del 21 de marzo. Esa noche, los socialistas se llevan una buena tunda. El ambiente es fúnebre. Acabo preguntándome qué pinto en ese ambiente tan nocivo por el que he dejado a mi bebé que aún no tiene tres meses.
Como a la mayoría de los diputados socialistas, a François Hollande lo barre la ola azul de la derecha. Está noqueado. Nos encontramos para comer los dos solos, poco tiempo después, en el restaurante La ferme Saint Simon. Se sincera conmigo, me confía las preguntas que se hace sobre su futuro. Vive para la política, pero ese golpe lo ha trastocado. Se pregunta si no le valdría más abandonar la región de la Corrèze, un territorio electoral demasiado difícil para la izquierda, en plena región de Chirac, y buscar otra circunscripción.
Ese día me impresiona su sinceridad. Al contrario de lo que hace habitualmente, no se oculta detrás de la alegría ni del humor. Recuerdo su mirada perdida. Es un momento muy inusual en la vida de una periodista política, un intercambio verdadero, una confesión. Pero no hay ambigüedad alguna en nuestra relación. Las palabras y acciones de François Hollande hacia mí nunca han estado fuera de lugar, cosa que no puede decirse de muchos otros políticos.
Solo quedan cincuenta y dos diputados socialistas, una cantidad insuficiente para mantener ocupado a un periodista a tiempo completo. La dirección de Paris-Match me encarga cubrir además el Gobierno de Edouard Balladur. Es así como llego a conocer a todas las personalidades de la derecha. Mi agenda engorda. Pierdo un poco la pista a François Hollande.
En esa época tengo a mi segundo hijo. Me gustan mucho estos paréntesis que marcan la vida de una madre, son una experiencia única. Mi hijo mayor nació en plenas elecciones legislativas, ¡y el segundo llega en mitad del escrutinio europeo de 1994! Como periodista política no podría haber elegido unas fechas menos apropiadas, pero me da igual. Adoro mi trabajo, pero el instinto maternal es más fuerte. Volveré a quedarme embarazada dos años más tarde.
Vengo de una familia numerosa: mis padres tuvieron seis hijos en cuatro años y medio. ¡Sí, cuatro años y medio! Dos gemelos, y luego un hijo por año. Y la hazaña no termina ahí. Mi madre dio a luz a su sexto hijo cinco días después de cumplir… veinte años.
Las fotografías en blanco y negro de mi madre rodeada por toda su prole son impresionantes. Está muy guapa, y nadie ha tenido una madre mejor. Es un modelo para mí: siempre se ha encargado de todo.
No tenía coche, y todos los días iba a hacer la compra en bicicleta para nueve personas —mi abuela materna también vivía con nosotros—. Nos llevaba a la escuela en bicicleta de tres en tres. También cuidaba de mi padre, minusválido y tiránico. Le faltaba una pierna, que perdió en una explosión de obús en 1944, cuando tenía doce años. Mis hermanos y yo siempre vimos a mi padre con su pierna ortopédica o su pata de palo. Para nosotros, no era minusválido. Él odiaba esa palabra. Ostentaba el título, mucho más glorioso, de «gran inválido de guerra». Recuerdo que una de mis amigas de la escuela primaria me dijo:
—Si tuviera un padre como el tuyo, lloraría todos los días.
Yo no la entendí. No entendía por qué tendría que llorar.
Mi padre murió en 1986 sin que hubiéramos hablado nunca de su «accidente». Durante la campaña presidencial de François, un periodista de Ouest-France consiguió encontrar un artículo del aquel fatídico día: un automovilista encontró a tres niños en la zanja de una carretera. Uno estaba muerto, y los otros dos, heridos. Mi padre había perdido el conocimiento. Pudieron salvarlo, pero perdió la pierna. Sus ganas de vivir se quedaron también en esa zanja junto con su pierna. El día que leí el artículo, era un breve, fui consciente de la tragedia que vivió mi padre. Y lloré a solas al pensar en todo lo que habría sufrido.
En el colegio, al rellenar la casilla de profesión de los padres, debíamos escribir «GIG» (por «Gran inválido de guerra») tras el nombre de nuestro padre, y «Sin profesión» por nuestra madre. Eso era lo que nos hacía diferentes: nuestros padres no trabajaban. Estaban siempre en casa. ¡Nada de irse por ahí al salir de clase! No nos dejaban mucha libertad.
Cuando volvíamos a casa, después de la merienda de tostadas con mermelada o de falsa Nutella, nos instalábamos todos alrededor de la mesa de una habitación a la que llamábamos «el salón familiar». Allí hacíamos los deberes, mientras que mi madre, sentada a la cabeza de la mesa, hacía punto a la vez que nos mandaba recitar poemas o repasar las tablas de multiplicar.
Mi madre solo tenía el certificado de escuela primaria, y nos ayudó mientras pudo. Yo la admiraba, pero me juré que mi vida no sería como la suya. Era la esclava de toda una familia, nunca se concedía ni un minuto para sí misma. Tenía que soportar más de lo que era posible imaginar.
Poseía una fuerza y un deseo de independencia increíbles. Se sacó el carné de conducir a escondidas de mi padre. Estábamos todos compinchados para cubrir sus ausencias. Cuando aprobó el examen, mi padre acabó no solo por dejar que ella lo llevara en coche, compraron un Peugeot 404 familiar, con tres filas de asientos. Los pequeños íbamos detrás, y el más pequeño de los pequeños, en medio. Aquel fue el comienzo de nuestras excursiones dominicales. Visitábamos castillos en los que podíamos entrar gratis gracias a nuestro carné de familia numerosa.
Mi madre llevó a cabo otro acto heroico a espaldas de mi padre: se buscó un trabajo. Era 1982. Yo ya tenía diecisiete años. Consiguió un puesto de cajera en la pista de patinaje de Angers. Mi padre aceptó de mala gana esa muestra de independencia. Ya había hecho trabajos sueltos en el mercado, ayudando a uno de mis tíos en su floristería. A mí me encantaba ir a ayudarle a envolver los ramos de flores. Pero ahora tenía un trabajo a tiempo completo con unos horarios muy difíciles: acababa muy tarde algunas noches y trabajaba todos los fines de semana.
Su vida, como la de muchas mujeres, se convirtió en una carrera contrarreloj. Pero ella tenía, además, seis hijos y un marido minusválido a quien la edad y la enfermedad volvían cada vez más tiránico. Regresaba a casa corriendo a preparar una cena que no tenía tiempo de comer con nosotros. Se sentaba cinco minutos para comer cualquier cosa de una fiambrera. Mis tres hermanas y yo le echábamos una mano. Mi padre había eximido a mis hermanos, los dos chicos, de toda labor doméstica a excepción de sacar la basura.
Los estudios de los chicos valían más que los míos y los de mis hermanas. Mi madre me animó a no repetir esa situación, a escapar de esta visión del papel de la mujer. Desde que empecé la escuela secundaria, trabajaba todos los domingos por la mañana en una tienda llamada Tout et Tout. Ganaba cincuenta francos por esas cuatro horas de trabajo; así es como conseguí mi libertad comprando un ciclomotor de segunda mano.
En el instituto, combinaba mis clases con trabajillos. Durante el último curso, trabajé como azafata en el Palacio de congresos. Vestida con un uniforme blanco y azul marino, daba indicaciones a los afortunados que podían asistir a los espectáculos. Saqué mucho provecho de todo esto.
Pero acabé por padecer los efectos de la injusticia muy pronto: una de mis compañeras de clase me confesó que sus padres no querían que yo volviera a su casa, porque no vivía en la parte buena de la calle. No era una buena compañía, no era de una buena clase social. Era la primera de la clase, pero no daba el perfil. Lo pasé muy mal con todo aquello, me ha perseguido durante toda la vida. Rechazo el racismo en todas sus manifestaciones, pero descubrí que la gente olvida muy rápidamente los daños del racismo social.
Me marché de Angers, dejando atrás mi barrio obrero y mi familia, el mismo día en que me dieron la nota de la selectividad. A la mañana siguiente me inscribí en la Facultad de Historia de Nanterre. Pasé de una vida de provincias a la vida parisina, de un instituto que había sido nombrado monumento histórico a esa facultad de la periferia, cuna del mayo del 68, y de la vida en casa de mis padres a alquilar la habitación de servicio en el piso de una pareja bohemia. Mi padre murió dos años más tarde.
François Hollande pronto descubre mi historia. Se le da muy bien hacer hablar a los demás, aunque soy yo la periodista que debe sonsacarle confidencias políticas. Durante esos años en los que coincidimos de tarde en tarde, a veces se burla de mis orígenes humildes y me llama Cenicienta. Me ve distinta a mis colegas, muy poco segura de mí misma. A menudo mantengo las distancias, lo que me vale una reputación de frialdad y de altanería que nunca me ha abandonado. En la Asamblea y en la redacción de Paris-Match me consideran «una burguesa», y me hace gracia, yo que vengo de Monplais’, el barrio obrero del norte de Angers.
La diferencia es flagrante, yo no soy como ellos. Pronto empiezo a vestir de una forma distinta a los jóvenes de mi edad. No quiero parecer pobre, quiero destacar. Mi hermana pequeña y yo llevamos siempre ropa heredada de nuestras hermanas mayores. Teníamos «ropa de domingo»: ¡unos pantalones de franela que picaban que habían sido de mi padre y que mi abuela nos había arreglado!
Uno de los peores recuerdos de mi infancia fue tener que calzarme unos zapatones de mi hermano para ir a la escuela de primaria. Mis zapatos debieron de romperse, y mi madre no encontró otra solución. Yo me negaba a ir así al colegio, pero no me quedaba otra, y recorrí todo el camino llorando a lágrima viva. Me quedé durante todo el recreo sentada en un rincón sin moverme, tapándome los pies con una carpeta…
A la salida del Consejo de Ministros, o en la sala de las cuatro columnas de la Asamblea, la mayoría de mis compañeros suelen vestir con vaqueros, yo siempre llevo trajes de chaqueta. En la universidad ya me ponía faldas y blusas vintage que encontraba en los mercadillos de segunda mano de Saint-Ouen. Mi apariencia no hace más que reforzar mi imagen de chica dura y altiva. Pocos se atreven a acercarse.
Pero poco a poco empiezo a hacer amigos en la profesión. Algunos de mis colegas me utilizan como «cebo», en sus propias palabras. Formo parte de un grupo de periodistas todos ellos hombres. Invitamos a comer a hombres y mujeres de la política. Todos somos principiantes y unimos nuestras fuerzas.
En uno de esos almuerzos aprendo una lección que me servirá para el resto de mi vida: es la víspera de una remodelación en el Gobierno y un político de centro nos ha jurado que jamás entrará en un Gobierno de Mitterrand. Tres días más tarde, lo nombran ministro. Lo llamo enseguida para decirle:
—Muchas gracias, ¡gracias a usted ahora sé que nunca hay que creer a los políticos!
Debería haberlo recordado…
En 1997, cuando Lionel Jospin se convierte en primer ministro, François Hollande pasa a ser el primer secretario del partido socialista. Cada vez estamos más próximos, más cómplices. Me hace reír. Admiro su inteligencia y su vivacidad. ¡Su mente funciona tan deprisa…! A cualquier pregunta, su respuesta es rápida, clara y con un punto de ingenio.
Algunos de mis colegas se mofan de esta relación privilegiada. En la Asamblea no se despegan de mí, convencidos de que es a mi lado donde el primer secretario vendrá a hacer alguna confidencia. Lo que de hecho siempre ocurre. Llega incluso a atravesar toda la sala para unirse a mi grupito, entre guiños de mis compañeros periodistas.
Los lunes, el día de cierre de Paris-Match, me llama con frecuencia sin que yo me haya puesto en contacto con él con el pretexto de que tal vez necesite información. También me llama a casa los sábados por la tarde, cuando se encuentra en Corrèze. Me da soplos y yo también le proporciono información porque conozco muy bien el partido socialista.
Los años pasan, y nuestra relación se va afianzando. Un fin de semana de elecciones recibo el encargo de seguirlo con un fotógrafo en Corrèze. Cena con nosotros el sábado por la noche. Después tiene que asistir a un baile de ancianos. Decide ir en nuestro coche en lugar de con su chofer.
Mi fotógrafo no quiere conducir para poder descender del vehículo rápidamente si ve algo interesante que fotografiar. Yo tengo que ponerme al volante. ¡Pero por aquel entonces estoy muy poco acostumbrada a conducir! «Hollande», como yo lo llamo entonces y a quien siempre trato de usted, quiere sentarse a mi lado. Yo llevo unos tacones muy altos que se atascan en los pedales. En tres segundos me he quitado los zapatos y se los he puesto en la mano, eso no se lo esperaba…
Al llegar, representa perfectamente su papel y empieza a sacar a bailar a las abuelitas. Yo lo miro con ojos divertidos, y él me mira con fingida desilusión. Tiene entre los brazos a una dama de más de ochenta años. Es evidente que no es eso lo que le apetece en ese momento.
Los años de Jospin (1997-2002) nos acercan aún más. Nuestras discusiones políticas no tienen fin. Solemos almorzar juntos a finales de julio, antes de las vacaciones, para que me comente sus proyectos para el nuevo curso.
El año 2000 me invita a un almuerzo en los jardines de la Casa de América Latina. Yo estoy convencida de que Jean-Pierre Chevènement va a dimitir de su puesto como ministro del Interior a causa de sus diferencias con Jospin a propósito de Córcega. Por aquel entonces, François Hollande sigue siendo el primer secretario del partido socialista, y no lo cree. Los hechos me darán la razón apenas un mes más tarde. Estamos hablando y riendo juntos. De repente veo llegar a Ségolène Royal directa hacia nosotros. Aviso a François, que se gira hacia la entrada del restaurante. Cree que bromeo, hasta que ella se sienta a la mesa. Es fría como el hielo.
—Espero no molestaros si me siento aquí.
François es incapaz de pronunciar palabra. Soy yo quien responde:
—En absoluto, hablábamos del Tour de Francia.
—¡Dejad de reíros de mí!
—No, es verdad. Además, no estamos haciendo nada malo. Esto no es una habitación de hotel, que yo sepa.
Mi aplomo la confunde, pero él la exaspera. Se vuelve hacia él:
—A mí nunca me traes a estos sitios.
Alza la voz. Solo ella. François sigue callado, molesto por la escena. Antes de montar un verdadero escándalo, se levanta y se va tan rápido como ha venido.
François apenas puede balbucear:
—Sabe, a veces esto no es nada fácil para mí.
—Debería ir a buscarla.
Me da las gracias y se va. Me quedo sola en la mesa del restaurante, aturdida por lo absurdo de la situación. Con la cuenta. Un precio que jamás terminaré de pagar. Esta irrupción y sus sospechas se me antojan delirantes. Ahora comprendo a Ségolène Royal. Su instinto le indicaba un peligro que yo entonces ni sospechaba.
Se acerca la campaña presidencial. Continuamos viéndonos en un contexto puramente profesional. Al menos, eso es lo que yo creo.
Me propone ayudarme a escribir la crónica de la campaña. Que nos veamos regularmente para que él me cuente lo que ocurre entre las bambalinas de la vida política. Yo rechazo la propuesta de inmediato. Siento que debo guardar cierta distancia. Me gusta estar con él, y a él estar conmigo. Nuestra complicidad no es del todo normal y siento que tengo que protegerme.
Nos vemos poco durante esta época, pero nos llamamos a menudo. Sigo muy de cerca la campaña presidencial de Lionel Jospin, y recorro todo el país para seguirlo. Entablo hermosas amistades en ese período con algunos de mis colegas, entre los cuales se cuenta Patrice Biancone, que después estará a mi lado en el Elíseo. François Hollande nos envidia por vivir estos momentos de excitación acompañando al favorito de las elecciones presidenciales. Él debe asistir a innumerables reuniones, y lo siguen pocos periodistas. Solo aparece en los grandes actos regionales del candidato socialista, donde siempre coincidimos.
El 21 de abril de 2002, Lionel Jospin es eliminado en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, tras lo cual Jean-Marie Le Pen, el líder de extrema derecha, se coloca detrás de Jacques Chirac. La noticia es una bomba. Esa noche, l’Atelier, la sede de la campaña, ofrece una imagen de desolación. Intento en vano ocultar mis lágrimas. Me dejo llevar por la misma desesperación y la cólera que arrastra a mis compañeros.
La multitud de militantes desesperados se dispersa. Acompañamos a unos colegas a tomar algo no muy lejos de allí. Pasa de la medianoche. François Hollande anima el cotarro y nos hace reír a todos. Ante lo trágico de la situación, opta por el humor. Es algo habitual en él. El humor es su escudo y su máscara.
Hablamos del título que he pensado para uno de mis artículos sobre el candidato derrotado: «Jospin, al Elíseo o de vuelta a la isla de Ré[4]». Al contrario de muchos otros periodistas, a mí no me sorprende el anuncio de su retirada de la vida política la noche de su derrota.
Mi clarividencia admira a Hollande. De repente, las risas cesan. Ségolène Royal acaba de llegar. Él se transforma en otra persona. Y se marcha con ella. Su última mirada es para mí, y eso me inquieta.
El 21 de abril de 2002 supone un trauma para mi grupo de amigos periodistas, igual que para todos los miembros del partido socialista. Hollande está en primera línea. Me concede su primera entrevista para comentar las lecciones aprendidas en el seísmo. Estamos solos en su despacho. Se sienta muy cerca de mí. Yo me esfuerzo por cambiar de sitio. Más tarde, me recordará a menudo la escena y mi incomodidad.
Seguimos teniendo encuentros frecuentes. Es entonces cuando empiezan a circular los primeros rumores sobre una relación entre nosotros. A mí no me preocupa. Todo el mundo sabe qué vida hago: mis hijos, mi marido en la redacción… La proximidad entre François Hollande y yo viene de lejos, y no ha cambiado en nada.
Yo aún no soy consciente del campo electromagnético que se activa entre los dos cuando estamos juntos. Desde fuera, es evidente que algo pasa. Pero yo estoy ciega, ajena a ese sentimiento amoroso que eclosiona. Una franca camaradería, sí. Una amistad matizada por la atracción entre un hombre y una mujer, tal vez. Pero nada más.
Pasado un tiempo, un día que yo estoy en la sala de las cuatro columnas de la Asamblea, Ségolène Royal viene a mi encuentro.
—Me gustaría quedar con usted.
—Por supuesto, ¿cuándo?
—El sábado.
—El sábado no puede ser, estaré con mis hijos, no trabajo.
—Pues el lunes a las nueve.
Su tono es perentorio.
El día del encuentro, en su despacho de la Asamblea, me recibe con frialdad:
—¿Sabe por qué quería verla?
No me intimida, y yo no tengo nada que ocultar.
—Me hago una idea.
Ella replica enseguida:
—Entonces, está usted al corriente de los rumores.
Respondo que sí, que siempre corren rumores sobre todo el mundo y eso es algo que siempre sucederá, sobre todo entre políticos y periodistas, y que no hay motivo alguno para darles crédito.
Ella parece sorprenderse ante mi aplomo y mi certidumbre; se suaviza un poco, me pregunta qué puede hacerse para luchar contra esta información falsa. Le sugiero organizar una cita doble, una cena con mi marido, François Hollande y ella en un lugar público. No se opone. Mi marido está al corriente de todo el asunto, se lo cuento todo. No tengo nada que ocultarle.
Al día siguiente me marcho tres días a la India para cubrir el viaje oficial de Jean-Pierre Raffarin, que se ha convertido en primer ministro. A mi regreso, mi marido me informa de que recibió una llamada de Ségolène Royal pidiéndole que se vieran. Esta vez creo que se había pasado de la raya. Voy directa a la redacción y la llamo:
—¿A qué juega? Es usted el personaje público, no yo. Es usted quien corre un riesgo al dar crédito a un rumor, no yo. Quede con mi marido si le apetece, ya verá que es un hombre encantador.
Hasta entonces ni se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de tener una relación sentimental con François Hollande. La irrupción de Ségolène Royal, que teme ese amor latente, hace sin duda que la idea empezara a rondarme por la cabeza, aunque yo todavía no fuera consciente. Las cosas aún siguen muy desdibujadas en mi interior.
Al escribir estas líneas, Ségolène Royal acaba de incorporarse al Gobierno con el cargo de ministra de ecología. Tengo un flash. Como en un bucle de noticias de una cadena de información, porque es la segunda vez que obtiene esa cartera. La primera fue veintidós años antes, en el Gobierno de Pierre Bérégovoy. Fue el año en que dio a luz a su hija menor. Yo estaba embarazada de mi primer hijo. Paris-Match me pide un reportaje sobre Ségolène durante la maternidad. Yo sé que François Hollande y su jefe de prensa se oponen. Respondo a la revista que no puede contarse con ello, que nos dirán que no. Al regresar a casa al final de la jornada llaman por teléfono. Al otro lado de la línea, mi redactor jefe está furioso:
—Más te vale conseguir el reportaje porque te informo de que Ségolène Royal acaba de dejar entrar a las cámaras de TF1 a su habitación de hospital.
No salgo de mi asombro. Me pongo en marcha, llamo a la centralita del hospital y me pasan con ella sin el menor filtro. Le propongo el reportaje fotográfico y ella acepta a cambio de una entrevista sobre el medio ambiente. Las fotografías se tomarán en mi ausencia, y el texto lo redactaremos sin vernos, por fax. De ninguna manera me inmiscuí en su intimidad para robarle al padre de sus hijos, como se escribirá más tarde, cuando nuestra historia sea reescrita, tergiversada, reinterpretada hasta el infinito. ¿Quién podría imaginar un plan tan maquiavélico, cuando yo esperaba a mi primer hijo y nunca me había sentido tan feliz?
Al año siguiente traje al mundo a mi segundo hijo, y me casé antes del nacimiento del tercero. Construyo mi vida familiar al mismo tiempo que mi carrera profesional. No tengo otros proyectos, y François Hollande no forma parte de mis sueños. Incluso decido cambiar de apellido. Quiero llamarme Trierweiler, demostrar que pertenezco a mi marido. Esos ataques me han herido, lo admito, porque me tocaron en lo más íntimo, lo más precioso que tenía.
Mientras Ségolène Royal se inquieta, la nueva debacle del partido socialista me hace acercarme un poco más a la derecha. Me encargan a menudo seguir al presidente Chirac en sus viajes. Al principio, siento que el equipo de comunicación del Elíseo desconfía de mí. Pero poco a poco va ganando terreno la confianza. No abandono del todo al partido socialista, aunque las «páginas amarillas» del Paris-Match, las dedicadas a la política, no le prestan mucha atención.
François Hollande y yo almorzamos juntos de vez en cuando, solos o en compañía de otros periodistas. Yo me mudo a las afueras de París con mi familia, y no es raro que él me «acompañe por teléfono»; hablamos durante el largo camino de vuelta, por tarde que sea. Nunca nos quedamos sin tema de conversación.
La actualidad se calienta cuando se avecinan las elecciones regionales de 2004. Hollande se gana los galones tras la victoria del partido socialista en todos los escrutinios. El semanario Le Point lo convierte en su «hombre del año». Yo recorro cientos de kilómetros a su lado durante la campaña regional, en la que él está en primera línea. Es la única vez que escribiré un artículo positivo sobre él. Recuerdo el comentario de un redactor jefe del Paris-Match:
—Ahora tendrás que pegarte a Hollande.