Desde que empecé a escribir este libro, cada día llegan nuevos recuerdos. Los de hoy me transportan al día en que François fue elegido presidente. Ese domingo no consigo dejarme llevar por la alegría. Aquella felicidad tan intensa es para él, no para mí. En un hermoso libro dedicado a la mujer en la sombra de François Mitterrand, Anne Pingeot, la madre de su hija ilegítima, leí que el día de las elecciones que hicieron presidente a Mitterrand Anne Pingeot lloró. Sabía que iba a perder al hombre al que amaba. Curiosamente, al pensar en el 6 de mayo de 2012, me identifico mucho más con ella que con Danielle Mitterrand, que compartía oficialmente la vida con el presidente electo.

François ya no es el mismo. Apenas consigo arrancarle treinta segundos para los dos, el tiempo de darnos un beso en un pequeño despacho del Consejo General de Corrèze, antes de que anuncien los resultados. Y luego llega ese momento que parece irreal, cuando anuncian los resultados por televisión.

Sale elegido.

François es presidente de la República.

Casi no podemos creerlo. Veo que está decepcionado por los resultados. No dice nada, permanece impasible, pero bajo la máscara yo percibo esa ligera decepción. Los dos canales principales de televisión anuncian cifras distintas, pero él se prepara para las menos favorables. Aun así, el equipo de Corrèze decide descorchar una botella de champán para celebrarlo. Él no toma más que un sorbo, y se encierra para trabajar en sus declaraciones. Su futuro «consejero especial» Aquilino Morelle está con él, no se despega de su lado. Como siempre, François desecha el trabajo que han hecho para él y vuelve a empezar de cero.

Mientras reescribe su texto, recibo un mensaje del responsable de comunicación de Nicolas Sarkozy. Me informa de que este desea comunicarse con François, pero su móvil está saturado. Así que utilizan el mío. François se pone al teléfono y yo mando salir a todo el mundo. Estimo que esa conversación no debe ser pública. Ese gesto no me vale muchos amigos.

Rápidamente nos trasladamos a Tulle, la multitud está reunida en la plaza de la catedral desde hace varias horas. Le pido a François que se tome el tiempo para sacarse algunas fotografías, porque es una ocasión única. Pero se muestra irritado y me corta violentamente. Yo no comprendo su reacción. Ese momento, que debería ser de felicidad, acaba de estropearse. Me encierro en el cuarto de baño. Estoy sometida a mucha tensión e intento relajarme. No me siento con fuerzas de ir a la plaza de la catedral. Me hundo y me siento en el suelo, encima de los azulejos.

Intento comprender lo que me pasa. En mi interior han entrado en conflicto dos sentimientos poderosos. Me alegro muchísimo por él, que acaba de ver cumplido uno de los objetivos de su vida, pero siento que él no está en condiciones de compartir su emoción. Pero si no conseguimos comunicarnos en estos momentos, ¿qué nos quedará? Presiento en ese instante que nada volverá a ser como antes.

Estábamos tan cerca el uno del otro, éramos tan cómplices, pero, en ese día de gloria, yo me siento casi ajena a lo que él está viviendo. Todos esos pensamientos zumban por mi mente mientras sigo refugiada en el baño. Llaman a la puerta para avisarme de que tenemos que marcharnos. Yo titubeo, no dejo de pensar en Cécilia Sarkozy, a quien prácticamente llevaron a rastras a la plaza de la Concorde la noche en que su marido fue elegido, pues ella no quería ir. Sus razones eran distintas a las mías. Pero el vértigo, el temor a lo que sucedería son, sin duda, los mismos. ¿Cómo voy a tener ganas de empezar esa vida que no se parecerá en nada a la que tenemos, que ya no nos pertenecerá?

Acabo saliendo de mi ridículo refugio con el tiempo justo de retocarme el maquillaje. En el coche, François no me dirige la palabra. Está absorto en su discurso. Se encuentra en un estado de concentración extrema, como antes de todos los grandes acontecimientos. Yo respeto sus silencios. Él está ensimismado, sé que no debo molestarlo.

Los accesos a la plaza de la catedral están abarrotados, bloqueados. ¡Hay tanta gente! Seguimos a pie a través de la muchedumbre. Yo voy detrás, me empujan por todos lados y me llevo varios golpes de las cámaras. La multitud se pone a gritar de alegría en cuanto François sube al escenario. Yo me quedo abajo.

Nunca lo he seguido a un estrado. Nunca he considerado que ese fuera mi lugar. Después de algunas palabras, es él quien me invita a subir a su lado. Estoy tan poco acostumbrada que me quedo paralizada. Unos brazos me empujan hacia la escalerita. François me tiende la mano. Todo esto es nuevo para mí, y ese gesto me conmueve.

El alcalde de Tulle ha organizado un pequeño concierto de acordeón, el instrumento que representa a la ciudad en su famoso festival de música. Una vez le dije que me encantaba La vie en rose. Me sorprende con esa canción, y la multitud empieza a corearla.

François me toma entre sus brazos para dar algunos pasos de baile. Yo me siento a la vez incómoda y plena. Compartimos un momento muy intenso. Es uno de mis recuerdos más bonitos. Los sofisticados parisinos tal vez se mofarían de la música de acordeón, pero los habitantes de Corrèze desean que la noche no termine nunca. Esa es la foto que el presidente pondrá en su despacho del Elíseo. Sigue allí después de nuestra ruptura. Yo aún no he sacado la mía de las cajas que me llevé del Elíseo, que siguen apiladas en el pasillo de casa, pero la imagen está grabada en mi memoria.

¿Cómo voy a imaginar que, una semana más tarde, la revista L’Express publicará el titular «¿Valérie Trierweiler se ha pasado de la raya?»? ¡El director de la revista afirma que yo pedí expresamente que se tocara La vie en rose en Tulle el día de la victoria, y lo considera un acto político!

A pesar de todo, los recuerdos de Tulle son de los más bonitos que conservo. Apenas tengo tiempo de escribir un tuit para expresar mis sentimientos: «Me siento simplemente orgullosa de acompañar al presidente de la República, y más feliz todavía de compartir la vida con François». A François lo esperan en la plaza de la Bastilla. Es hora de marcharse de Tulle para ir a París. Estrecha tantas manos como puede antes de que nos metan prisa para ir al aeropuerto de Brive. Me hubiera gustado mucho quedarme allí, entre esa multitud tranquila y alegre de la plaza de la catedral, que fueron los primeros en abrirle a François el camino a la victoria acogiéndolo en su tierra treinta años antes. ¡Qué momento tan significativo, tanto para ellos como para él!

Regresamos al coche para salir pitando al avión privado. Lo real se mezcla con lo irreal. Los mensajes empiezan a llegar de todo el mundo. Ese hombre, a quien hace años que amo, en el que casi nadie creía, acaba de convertirse en jefe del Estado. Recibe en directo las felicitaciones de Angela Merkel, de Barack Obama y de muchos otros. Es imparable. Hasta que se corta la línea, como ha sucedido en Corrèze… ¿Cuánto tiempo seguirá siendo el mismo el hombre que tengo a mi lado?

Nos reunimos con su pequeño equipo en el avión. Quince días antes, tras los resultados de la primera vuelta, el ambiente en el grupo era relajado. Todos hacían sus apuestas sobre los resultados de la segunda vuelta en una atmósfera distendida. Todos hablábamos con desenfado. Menos François. Se había aislado, y no compartía nuestro buen humor. No creo que temiera una derrota. Llevaba bastante ventaja. Después de haber compartido con él las angustias de otros escrutinios, sabía que no creería nada con seguridad hasta tener los resultados definitivos. En ocasiones anteriores, siempre me había comunicado su ansiedad devoradora. Me la contagiaba, y yo me ponía peor que él. Pero esta vez estábamos confiados. ¿Qué pensaba él en esos momentos? Sin duda, se estaba preparando. Daba la impresión como de que lo hubieran poseído. Como si el peso de la historia le hubiera caído brutalmente sobre los hombros.

El regreso del día de la victoria, en esa noche de la segunda vuelta, es distinto. François acepta una copa de champán que no bebe. Volvemos a hacer historia. Intercambiamos anécdotas de la campaña. El vuelo se hace muy corto. Es un momento de respiro. Al llegar, una multitud anónima se abalanza sobre las rejas del aeropuerto para ver al nuevo presidente. Él se acerca a estrechar manos. Le da igual llegar con retraso.

En el aeropuerto de París, la muchedumbre es mucho mayor que en el de Brive. Sobre todo, el número de periodistas en moto es impresionante. Imposible contarlos: ¿treinta, cuarenta? Persiguen nuestro coche de camino a la Bastilla. A mis ojos parecen un enjambre de abejas. Temo por la seguridad de los motoristas, dispuestos a correr cualquier riesgo por obtener unas imágenes de un coche en la autopista llegando a la ciudad.

Me vienen a la memoria las imágenes de Jacques Chirac cuando salió elegido. Su mano asomando por la ventana para saludar, su esposa Bernadette junto a él. De golpe, soy consciente de lo que está sucediendo. Me embarga la emoción y tomo la mano de François. Pero no paran de llegar llamadas y mensajes, y no conservo su mano entre la mía durante mucho tiempo… Nuestros dedos se separan. Todos los años anteriores, desde el comienzo de nuestra relación, éramos incapaces de estar sin tocarnos, como dos enamorados. Este acontecimiento increíble ha perturbado nuestra intimidad. A partir de ahora, nuestros momentos a solas se harán cada vez más raros.

Llegamos a la Bastilla pasada la medianoche, entiendo que todo va a ser distinto. Ya no se trata de una muchedumbre, sino de un océano entero de seres humanos que se empujan con impaciencia para acercarse a François. Decenas de miles de personas. Llegamos a la carpa VIP, donde esperan famosos de todo tipo. Los que están desde el principio y los recién llegados. No veo a Julie Gayet por allí, no sé si estaba. No me he cruzado con ella ni una sola vez durante la campaña.

La primera persona a la que veo es a mi madre, que me ha dado la alegría de acudir. Ella es la primera a quien abrazo. Como todas las madres, siempre se preocupa por mí, y ya presiente el peligro de la situación. Veo en sus ojos una mezcla de orgullo y de temor. Es realmente su hija la que se encuentra allí, al lado del presidente de la República, algo inimaginable. Lejos, muy lejos, del barrio de Angers…

A François lo rodean por todos lados, es una verdadera avalancha. Por fin encuentro a mis hijos, escondidos en una esquina para que no los fotografíen. ¿Qué piensan de todo esto? Saben que su vida también cambiará, pero no hasta el punto en que ellos también se convertirán en presa de la prensa y la opinión pública durante esos veinte meses, e incluso después de que yo me vaya del Elíseo. Que en lugar de los enchufes y trato de favor que todo el mundo imagina, no encontrarán más que trampas a su paso. Supuestos romances que les supondrán para desestabilizarme. Me reúno con ellos furtivamente. Ellos también deben de presentir que su madre será arrollada por las circunstancias, y yo temo que le suceda eso a François.

La multitud se agolpa al pie del escenario para verlo y oírlo. Él sube, yo subo, todo el mundo sube. Pronuncia su discurso con la voz ronca: «Gracias, pueblo de Francia, por permitirme ser presidente de la República. Soy consciente de lo que muchos sienten: son muchos años de dificultades, de desgaste, que tendremos que reparar, arreglar y recomponer». Habla durante veinte minutos. «Vivimos un gran momento, una victoria que nos hará felices.»

En ese instante, no oigo sus palabras, o apenas las oigo. La emoción que siento es demasiado grande. La gente se agita, grita de alegría en un estado generalizado de embriaguez.

De repente, me doy cuenta de que François, que estaba a mi lado, se dirige al otro lado del escenario. Giro la cabeza para ver lo que sucede. Atraviesa el escenario para ir a abrazar a Ségolène Royal. Se me desencaja la cara, sin darme cuenta de que me están sacando en primer plano en las pantallas gigantes que flanquean el escenario. ¿Es una falta de generosidad por mi parte? ¿Tan insegura me siento de mí misma, y de él? ¿Aún me siento ilegítima? Cuando regresa a mi lado, le pido al oído que me dé un beso, y preciso: «En la boca».

Sí, quiero que deje clara la diferencia; hay una mujer de antes, con la que tiene cuatro hijos, y una de ahora, con la que vive, y no dos mujeres al mismo tiempo. Estoy harta del famoso «Hollande y sus dos mujeres». Me siento reducida a nada.

Ni por un segundo imagino que la prensa me leerá los labios y publicará estas palabras presentándolas como una prueba más en mi juicio como mujer dominadora. Para mí es como una violación. Ninguna intimidad es ya posible, me lo han robado todo, incluso algo susurrado al oído…

Debería haber comprendido que ese nuevo mundo no estaba hecho para mí. Soy una persona íntegra y espontánea, digo siempre lo que pienso, crecí en un entorno donde no se disimulaba nada. En palacio, lo más habitual es lo tácito, sonreír a aquellos a quienes se menosprecia, urdir en la sombra. No estaba preparada para eso, y lo pagué muy caro.

Amo con pasión a un hombre que ya no puede deberse a nuestra relación, como había sucedido hasta ahora. Estoy prendada de un hombre al que siento alejarse a medida que aumenta su éxito. Todo se invierte.

Ese hombre que tanto me deseó, que me esperó durante tantos años, es ahora presidente, y ya no es el mismo. No puede serlo. François se recluye dentro de sí, y yo siento que ya no me quiere en su vida política, que empieza a poner distancias. Yo me creía capaz de soportarlo todo, o casi todo, pero no esa indiferencia. Todas las mujeres necesitan la atención del hombre al que aman. Y yo no soy ninguna excepción.

Mientras lucho por conservar una vida independiente, me convierto en primera dama, un papel indefinido y sin estatus oficial. Debo adaptarme a esa situación encorsetada, aunque aún no la comprendo. ¿Cuál será el nuevo equilibrio que encontraremos?

Yo era periodista política. ¿Cuántas horas pasamos compartiendo nuestra pasión común? A lo largo de los años, lo compartimos todo. La política también es mi vida. Era lo que nos unía antes de que estallara la pasión. Tengo que soltarme de esta parte de él, aunque es desgarrador.

En el Elíseo, procuro no meterme en asuntos políticos. Mis pasos jamás me conducen al lado del poder. Ni siquiera sé dónde se encuentran los despachos de los consejeros. Apodo «muro de Berlín» a la puerta que separa «el ala de la señora» del resto del Palacio. Así llaman a esos muros, no dicen el Elíseo sino «el Palacio». Nunca llego a cruzar esa puerta. Solo asistí a una reunión con los consejeros del otro lado del muro. Para preparar el día de la mujer trabajadora el 8 de marzo. Todo el mundo dijo que mis ideas eran excelentes, pero no se utilizó ninguna.

El malestar empezó a adueñarse de mí durante la campaña. Desde el principio, me cuesta encontrar mi lugar. Comienzo a engordar, me salen erupciones en la cara con frecuencia y tengo contracturas en la nuca. Mis facciones están tensas, el estrés es visible, tengo la sensación de haber envejecido varios años en cuestión de meses. ¿Se puede llegar a imaginar la violencia de una campaña, la violencia de los flashes cuando no se está preparado? ¿Por qué viví todo esto con tanta angustia?

No entendía por qué me sentía tan frágil. Ahora sí puedo comprender el motivo. Desde el principio de la campaña, François me coloca en un estado de inseguridad permanente con sus mentiras, sus misterios y sus secretismos. Nunca me explica con claridad la distancia que quiere interponer entre nosotros en algunos temas. Así que actúa a su manera —a hurtadillas— mediante medias verdades, evasivas y mentiras. ¿Cuántas veces acabo descubriendo por terceras personas cosas que él mismo hubiera tenido que decirme? Empiezo a desaparecer de vez en cuando, para tomarme el tiempo de recuperar el aliento y la seguridad.

Somos una pareja, pero una pareja en una situación fuera de lo común, camino a la presidencia de la República. Nos creía resistentes, sólidos, como lo habíamos estado en los años anteriores, durante su travesía del desierto. Pero desde que su éxito lo puso en órbita, nuestra complicidad, que había sido tan fuerte, se deshilacha. Cada vez desea menos mi presencia a su lado. Pero para mí solo cuenta él. No su victoria, sino él. Mi gran amor.

La marcha de la Bastilla se acelera. El ministro del Interior teme las aglomeraciones, el coche tiene que dar unos cuantos frenazos al salir de la plaza. Regresamos a nuestro domicilio en la rue Cauchy. A lo largo del camino, los coches hacen sonar el claxon y François saluda con la ventanilla abierta. Aún nos persigue la horda de periodistas en moto. En el portal de nuestro edificio se ha desatado la locura. Docenas de periodistas y fotógrafos desbordan la calle, las televisiones hacen conexiones en directo.

La vida, nuestra vida, va a cambiar de verdad. Yo no me siento eufórica. Emocionada, sí. Me siento distanciada de lo que sucede, como si solo fuera un testigo, una espectadora en lugar de protagonista.

Aquella carrera desenfrenada no se detiene para François. A partir del día siguiente va de reunión en reunión para preparar su Gobierno. Yo conozco el secreto del futuro primer ministro, así como de algunos otros ministros. Pero también sé, gracias a mi experiencia como periodista política, que los nombres no serán definitivos hasta el último momento.

Me contento con sugerir un nombre que pasa desapercibido. Se trata de la directora de la revista Elle, a quien propongo para el Ministerio de los derechos de las mujeres. François me contesta:

—No puedo hacerle eso a Giesbert.

Franz-Olivier Giesbert, que por aquel entonces es director del semanario Le Point, es el compañero de la directora de Elle. En la mente de François, que conoce la situación por experiencia propia, Franz-Olivier Giesbert viviría el ascenso de su pareja como un desaire. Solidaridad entre machos.

Critico también algunos de los nombres que propone, sin que mis palabras tengan la menor consecuencia. La mitad de los candidatos a ministro me resultan desconocidos. Proceden de las entrañas del partido socialista, de los radicales y de los verdes. Su nombramiento es el resultado de cálculos muy precisos, de un juego de billar a varias bandas. La elección de algunas mujeres se hace prácticamente por catálogo. Imaginar que elaboramos esa lista juntos, como escribió la prensa con la certidumbre que la caracteriza, no tiene ningún sentido. François no se deja influenciar. Al regresar a casa, en la rue Cauchy, sigue llamando sin parar a unos y otros. Más de una vez tengo que avisarlo de que lo oigo perfectamente hablar asomado al balcón por la ventana del dormitorio. ¡Todos los vecinos podrían enterarse si ponen la oreja!

Los servicios de seguridad vienen a inspeccionar el piso de arriba abajo, a asegurarse de que no hay ningún micrófono escondido, y que el nuevo presidente no está expuesto a ningún peligro. La galería acristalada supone un riesgo. Varios pisos al otro lado de la calle tienen vistas al nuestro, y nos recomiendan que cubramos los cristales. El coste se estima en varias decenas de miles de euros. François se niega, pues no considera que forme parte del desempeño normal de la presidencia.

Además, ¿de qué serviría, cuando el presidente pasa tanto tiempo en el balcón, donde comíamos cuando hacía buen tiempo? Nuestra protección no va más lejos de la instalación de dos timbres de urgencia, uno en la entrada y el otro en el dormitorio, conectados directamente con los oficiales de seguridad del presidente, con una palabra clave para indicar que hay un peligro real, ¡como que nos estén apuntando con una pistola! Todo está previsto.

François intenta aligerar todo ese dispositivo. Quita el coche patrulla apostado frente al edificio, el control de identidad de todos los que quieran entrar, así como al agente apostado veinticuatro horas en nuestro rellano. En la rue Cauchy, casi somos una pareja… normal. Lo único que nos hace diferentes es la masa de periodistas acechando en la acera, dispuestos a asaltar a François con sus preguntas cuando sale por las mañanas. Tienen motivos para intentarlo, porque cada mañana él les responde…

Tras la locura del último mes de campaña, mi hijo está a punto de hacer la selectividad. Algunos días después de las elecciones, debe acudir a su examen de deporte. Al mirar por la ventana, ve las cámaras y sufre un ataque de pánico que le impide salir. Le suplico que acuda al examen. Está bloqueado. Escribo un tuit pidiendo a los periodistas y fotógrafos que respeten nuestra vida privada y nos dejen tranquilos.

Mi petición se malinterpreta: ¿cómo puedo yo, que también soy periodista, despachar a mis colegas? ¡Increíble que mi hijo no haya podido acudir a un examen por su culpa! No ha podido dormir en toda la noche. Consigo consolarlo y convencerlo. Al verlo llegar en ese estado de desolación, el examinador lo manda a casa y le propone otra fecha para el examen. En ese momento me doy cuenta de hasta qué punto nuestra vida cotidiana no volverá a ser la misma. Al día siguiente mi hijo me anuncia que quiere vivir en otro sitio, que no soporta la presión. En veinticuatro horas consigo que unos amigos le presten un estudio. Me sabe muy mal verlo marcharse en plenos exámenes. Una nueva fisura, cuando solo han pasado dos días de las elecciones.

Se acerca el día de la investidura. El equipo de François se pone en contacto con el de Nicolas Sarkozy para preparar la transición. Yo sigo el asunto de lejos. Recibo un mensaje de texto de Carla Bruni-Sarkozy. Me pide que conserve al equipo dedicado al servicio privado, precisando que son «gente maravillosa, ni tendrás que preocuparte de remover el café».

Le explico que no vamos con la intención de tener un gran servicio, que no es el estilo de François Hollande, ni mucho menos el mío. Quedamos en vernos durante el encuentro tradicional entre los dos presidentes para el traspaso de poder y despachar los asuntos de intendencia.

Solo queda resolver la cuestión de los invitados a la ceremonia de investidura. François no quiere que se parezca en nada a la de Nicolas Sarkozy, con toda su familia recompuesta cruzando el patio de honor por la alfombra roja. No quiere que estén presentes sus hijos ni los míos. Ni siquiera su padre. Organiza una cena con sus cuatro hijos. A petición suya, yo no estoy presente. Quiere resolver a solas con ellos este asunto, así como el de la asistencia de Ségolène Royal. Ella es a la vez una política de primer orden, y su antigua compañera. Su presencia se interpretaría forzosamente como un asunto privado, y François no quiere que su llegada al Elíseo tenga un aire monárquico mezclando la vida pública con la privada, por más que, a posteriori, esto pueda parecer irónico.

Es él quien toma la decisión de dejar al margen a su familia, sin consultarme. Cuando me entero le digo que me parece cruel para con sus hijos. Por mi parte, no me atrevo a invitar a mi madre, que se hubiera alegrado muchísimo de estar allí.

Nadie comprende la ausencia de Ségolène Royal y de sus hijos. La prensa me atribuye la responsabilidad de la decisión. ¿Cuántos artículos me acusan de intentar desbancar a la madre de los hijos del presidente? Nadie menciona que ni mis hijos ni mi familia tampoco están allí, y François nunca saldrá en mi defensa para explicar que fue una decisión que él tomó por principios. Sus hijos saben la verdad. Pero a cada paso se va construyendo una novela mediática a partir de interpretaciones erróneas y malentendidos. La suma de todas estas pequeñas malinterpretaciones de la realidad crea una ficción mediática fuera de todo control. A fuerza de repetirla, acaba siendo verdad. La prensa empieza a escribir un relato protagonizado por un personaje que se supone que era yo, pero en el que yo no me reconozco en absoluto. La primera dama no tiene derecho a la palabra, no puede defenderse.

Me reúno con el equipo de protocolo, que me explica, plan en mano, cómo van a funcionar las cosas. Todo será medido, estudiado, preparado. Empiezo a ser consciente del carácter excepcional de ese acontecimiento. Y comienzo a estresarme.

Llega la víspera del gran día. Apenas nos vemos. François sigue en las fauces de la política; todo se precipita, tiene que tomar decenas de decisiones a diario. Mis preocupaciones son menores, como, por ejemplo, lo que voy a ponerme. Quiero un estilo sobrio. Nunca he llevado ropa de alta costura. Y aunque en Francia modistos no faltan, no se me ocurre ir a llamar a la puerta de ninguno de ellos.

Me pongo en manos de Amor, el estilista que me vestía cuando trabajaba en televisión y que seguía aconsejándome desinteresadamente. Elegimos un vestido de Georges Rech, una marca con la que yo estoy familiarizada. Pero hay que hacerle algunos arreglos, como ponerle mangas y alargar el bajo. La víspera de la investidura, a última hora de la tarde, me lo pruebo. No tiene la caída que yo quería, pero queda muy poco tiempo para arreglarlo. Amor me asegura que todo estaría listo para la mañana siguiente.

Pasamos una noche agitada, dormimos poco. François será investido oficialmente el séptimo presidente de la Quinta República. Por la mañana, nos preparamos en habitaciones separadas. Estilista, maquilladora, peluquero…, pasamos por sus manos como si fuéramos a ir al ayuntamiento a casarnos. Ya nos habían hecho cien veces la pregunta de si pensábamos casarnos, y ese día siento que lo que vamos a vivir será mucho más fuerte que pasar por la vicaría. Me siento totalmente unida a él, incapaz de imaginar lo que sucederá diecinueve meses más tarde. Es simplemente inimaginable después de todo cuanto hemos vivido, de nuestra unión cómplice.

Tengo que salir yo primero, solo unos minutos antes. Cuando aparezco delante de él arreglada, François me dedica algunos halagos. Yo sé que es sincero. Una mujer enamorada sabe cuándo ha conseguido sorprender. François me mira con ojos relucientes. Lo único que no aprueba es la altura de mis tacones; no soporta que sea más alta que él. Un último beso, y sale del apartamento. Nuestras miradas dicen más que las palabras. Y cuando me agarra la mano para estrecharla sé lo que quiere decirme.

Voy sentada en el asiento trasero de «mi» nuevo coche. Un chofer y dos escoltas (dos parejas distintas que hacen turnos semanales) van a acompañarme a todas partes a partir de ahora. Es difícil describir el sentimiento que me embarga cuando el coche franquea la verja del Elíseo. He estado allí tantas veces como periodista… No consigo hacerme a la idea. No logro convencerme de que ahora soy primera dama, ese extraño papel de representación, sin estatus pero tan importante a ojos de los franceses. Muchos no me consideran primera dama por no estar casada con François. Es indudable que, de forma inconsciente, yo interioricé esa desventaja.

La multitud de fotógrafos es impresionante. Recorro la alfombra roja. Oigo cómo me llaman de todos lados, como «Valérie» y como «Señora Trierweiler». A pesar de la tensión, logro esbozar algunas sonrisas. No me es nada fácil, me cuesta muchísimo aparecer natural en las fotografías. No me gusta, no sé cómo ponerme.

Reconozco algunas caras familiares entre los fotógrafos. Durante veinte años de carrera en Paris-Martch he tenido ocasión de conocer a muchos y de trabajar con bastantes. Pero esto no tiene nada que ver. Ya no soy la colega, la periodista, quien les interesa, sino la compañera de François Hollande, la primera dama.

Inicio esa etapa casi sin ser consciente de lo que está sucediendo, de esas imágenes que pasarán a la historia, que durante décadas, con motivo de cada nueva elección, las televisiones reemitirían en bucle. Me embarga la emoción al ver llegar el coche de François, al oír el chirrido de la gravilla bajo los neumáticos. Lo veo diferente.

Nicolas Sarkozy sale a recibirlo, mientras que Carla acude a mi encuentro. Los dos hombres, que se conocen desde hace muchísimo tiempo, suben al despacho presidencial para hacer el traspaso de poder, la transmisión de los códigos nucleares y los expedientes más delicados. François me contará más tarde que ese momento de intercambio entre jefes de Estado fue extremadamente breve. Lo más esencial de la conversación tiene lugar en privado. Nicolas Sarkozy le cuenta que ese período ha sido muy doloroso para Carla, que lo ha pasado muy mal con la mediatización a ultranza de su vida y con los rumores maliciosos. Le confía que se ha visto obligado recurrir a empresas especializadas para «hacer subir» en los algoritmos de los motores de búsqueda artículos y referencias honrosas que oculten los horrores que circulaban por la red y así evitar que su mujer los viera.

Mientras tanto, Carla me guía por «el ala de la señora», la parte del palacio que me corresponde. Me muestra el magnífico despacho, el salón de los helechos, que me está destinado. Fue la antigua habitación de Caroline Murat, da a los jardines. Es amplio, luminoso y femenino, con cortinas floreadas. De una pared cuelgan dos cuadros de Hubert Robert, un pintor del siglo XVIII, de los que descubriría más tarde que estuvieron en la habitación de François Mitterrand. En otra pared, un retrato de Luis XV. Cécilia Sarkozy había transformado el salón en un despacho antes de su divorcio. Bernadette Chirac se había instalado en su época en una estancia más sobria que daba a la rue Faubourg Saint-Honoré, de la que tomaría posesión mi futuro jefe de gabinete, Patrice Biancone, la única persona que pido que contraten.

Carla me cuenta que no ha entrado más de dos o tres veces en ese despacho. Nos sentamos en el salón adjunto, al que uno de mis hijos apodará «el salón Gadafi» por sus sofás y cortinas verdes. Empezamos a charlar de forma franca y sincera. Nunca he sentido la menor animosidad hacia ella. Todo lo contrario. Incluso compré su primer disco, que en aquella época mi exmarido y yo escuchábamos sin parar.

Desde hace meses, sin conocernos de nada, ambas hemos adoptado un pacto de no agresión. Como en tiempo de guerra, creo que no debería tocarse ni a las mujeres ni a los hijos en los lances políticos. Carla Bruni-Sarkozy nunca ha dicho públicamente nada malo de mí y yo tampoco la he criticado jamás. Me explica lo difíciles que han sido estos años para ella. Tiene lágrimas en los ojos.

—Está mal que lo diga, pero estoy contenta de que todo esto se acabe. Esto será más fácil para usted, ya que es amiga de los periodistas.

Le respondo que estoy segura de que las cosas no serán tan sencillas.

Ella añade:

—Tengo miedo de que, sin la política, mi marido pierda las ganas de vivir.

Hace veinte años que conozco a Nicolas Sarkozy. Lo he entrevistado en los noventa y hemos coincidido muchas veces después. La última vez, tras su elección en junio de 2007. En esa ocasión, Paris-Match me encargó acompañar a una delegación canadiense liderada por el gobernador general Mikaelle Kean a un cementerio de canadienses en Normandía. Estábamos todos allí cuando llegó Nicolas Sarkozy y saludó uno a uno a los miembros de la delegación. Al llegar mi turno, me soltó:

—¿Qué tal? ¿Has podido resolver tus problemas?

Era la época en la que mi vida en común con François tenía mucha notoriedad en la prensa después de la victoria de Nicolas Sarkozy y el comunicado de Ségolène Royal, que tomó cartas en el asunto: «He pedido a François Hollande que abandone el domicilio conyugal». Le respondí con un respetuoso:

—Va todo bien, gracias, señor presidente.

Se tomó el que lo tratara de usted como una señal de desafío. Yo no hacía más que respetar su posición. Él insistió, y todas mis respuestas fueron igual de sobrias.

Pasado un tiempo, me permití el lujo de asistir al encuentro con la prensa, un ritual que los presidentes suelen organizar al comienzo del año. Era enero de 2008; mi relación con François Hollande había salido a la luz, hacía más de dos años que estábamos juntos, pero pensábamos llevarlo en secreto hasta el comienzo de las elecciones presidenciales, con el objeto principal de proteger a Ségolène Royal. Ya no era un secreto para nadie. Vi cómo algunos de mis colegas que se jactaban de ser de izquierdas se peleaban por estrechar la mano de Nicolas Sarkozy. No me uní a ellos. Mientras hacía cola para recuperar mi abrigo en el guardarropa, él pasó por allí camino de su despacho, me vio, se acercó y me susurró al oído:

—He visto unas fotos tuyas muy bonitas en Voici.

Así que el presidente tenía tiempo para leer la prensa rosa… Un paparazzi nos había sacado unas fotografías mientras François y yo pasábamos unas vacaciones románticas en Año Nuevo en una pequeña isla de Tailandia.

Conozco bien, pues, al «animal político Sarkozy». Cuando Carla me confiesa sus temores acerca de él y sus ganas de vivir, le contesto:

—No soy yo quien tiene que decirle cómo es su marido, pero conozco a los políticos de este nivel, porque vivo con uno. Son hombres que nunca podrán abandonar la política.

Estoy convencida, y lo he estado siempre, de que Sarkozy, pese a sus declaraciones, será candidato en 2017. Necesitará tomarse el desquite.

Seguimos cambiando impresiones, casi como dos amigas. Me confía su malestar con los kilos que aún no ha conseguido perder, pero también la pequeña victoria de que por fin le quepa el traje pantalón que lleva ese día. Me cuenta asimismo cuánto ha sufrido por los ataques en Internet. En varias ocasiones, sus ojos se empañan.

A petición mía, me enseña fotos de su hija.

—¡Una auténtica Sarkozy, una tragona!

El tiempo pasa a una velocidad increíble. Nuestra conversación se prolonga treinta y ocho minutos. Carla y yo habríamos podido charlar mucho más rato, pero José, que gestionará las cuestiones de protocolo para mí, como ya hizo para Bernadette Chirac, Cécilia Sarkozy y Carla Bruni-Sarkozy, viene a interrumpirnos y nos avisa de que los dos presidentes han concluido su entrevista.

Salimos para reunirnos con ellos en el hall. Sarkozy me dirige unas palabras amables tratándome de usted. También él dice lo duro que resulta para la familia. Aquí estamos los cuatro en la escalinata. Naturalmente, beso a Carla. François les estrecha la mano tanto a uno como a otra. No acompaña al ahora expresidente a su coche.

Surgirá la polémica sobre si se trata de un desaire a su predecesor. No obstante, yo lo conozco. Las reglas del trato social no le son del todo familiares, necesitará tiempo para acostumbrarse al protocolo. Y además, tiene prisa. Una prisa infinita ante lo que viene después: ser oficialmente investido. De hecho, gira sobre sus talones sin esperarme tampoco a mí…

Llegamos al salón de actos, donde François va a ser investido, recibiendo de manos del presidente del Consejo Constitucional el collar de Gran Maestre de la Orden de la Legión de Honor. Estoy situada a su derecha, un poco atrás. No consigo concentrarme en su discurso, que no he leído con anterioridad.

En las fotos tengo la mirada vaga, todo aquello sigue pareciéndome tan irreal. Hoy recuerdo algunas frases, que me vuelven como un eco; dos años después resuenan de modo diferente. «La confianza es la ejemplaridad.» «El ejercicio del poder será ejercido con dignidad.» En esos momentos François me impresiona. Me parece sólido y voluntarioso. Está en su papel, en su función, en su cargo. Me siento orgullosa de estar a su lado, orgullosa de que el hombre al que amo haya llegado allí donde su destino debía llevarlo cuando nadie creía en ello.

Fin del discurso. Se dirige hacia los órganos constitucionales y los invitados. El encargado de protocolo me indica con un gesto que lo siga. Al igual que él, estrecho las manos que se tienden. La casi totalidad de los rostros me resultan familiares, ya he conocido a esos hombres y mujeres en los avatares de mi profesión. También se hallan presentes algunos íntimos.

¡Sacrilegio! Esa misma noche, toda la prensa y algunos consejeros del presidente me reprochan que me haya atrevido a saludar a los órganos constituidos, los dirigentes o representantes de todas las instituciones francesas. No era ese mi papel, se apresuran a escribir. Al parecer no se había hecho nunca. Y sin embargo, me he limitado a seguir las pautas del protocolo. Pero lo cierto es que no lo había ensayado, no me informé sobre las costumbres. Saludar y estrechar la mano me parece más adecuado a la situación que lo contrario. El dilema se me antoja insoluble. Si saludo, me reprochan que me tome por lo que no soy. Si no saludo, critican mi frialdad, me tachan de altiva. ¿Qué hacer? En lo sucesivo me limitaré a permanecer uno o dos metros detrás de él, a asentir con la cabeza y a esbozar de vez en cuando una sonrisa a modo de saludo.

La agenda del día es intensa. Tan cargada como el cielo. La lluvia empieza a caer cuando François se dispone a remontar los Campos Elíseos en su Citroën DS5 híbrido de techo corredizo, fabricado para la ocasión. François rechaza el paraguas. Salgo unos minutos antes que él para esperarlo al final de los Campos Elíseos. Pese a la tromba de agua, verlo remontar la avenida supone uno de los momentos más intensos para mí. Remite a tantas otras imágenes míticas.

Estoy tiritando, intento cobijarme lo mejor que puedo bajo el Arco de Triunfo. La lluvia y el viento me azotan desde todas partes. ¡Me veo obligada a sujetar mi vestido cruzado, cuyo vuelo se levanta, si no quiero regalar la vista a los fotógrafos! Se dará el caso, algo más tarde, durante un homenaje a Jules Ferry en los jardines de las Tullerías…

Tras la ceremonia bajo el Arco de Triunfo, el ahora presidente se acerca a saludar a la multitud. Está previsto por el protocolo que bajaremos juntos los Campos Elíseos en su coche. No sé qué hacer cuando él se aleja sin esperarme para estrechar manos. ¿Debo seguirlo? ¿Quedarme plantada en medio del frío como una idiota? Su coche lo sigue. Nadie me dice qué debo hacer. Intento alcanzar el DS5 antes de que me olviden… Decididamente, ¡mi poder de influencia es inmenso! De vuelta al Elíseo, debo insistirle más de diez minutos para que acepte cambiarse de traje antes del almuerzo. Decir que está empapado es un eufemismo. Se resiste. Cuando le digo que sería una pena que empezase su quinquenio enfermo, acepta por fin mi sugerencia.

Estamos justo al lado del Salón de los Retratos, donde debe celebrarse el banquete, y los exprimeros ministros socialistas y sus esposas esperan con paciencia. La idea de reunirlos se me ocurrió a mí. Constituye mi única contribución a la organización de la jornada de investidura.

En un primer momento, François soñó con invitar al clan de sus fieles «holandeses». Desde luego, merecen estar allí en un día tan especial, dado que fueron ellos los pocos que lo apoyaron en años anteriores. Sin embargo, lo advierto sobre la imagen de clan que el nuevo presidente podría dar si recibe a su guardia personal, cuando ha sabido hacerse elegir con la promesa de la coalición.

Tras las dos ceremonias previstas en homenaje a Jules Ferry, y a Pierre y Marie Curie, queda todavía la recepción del nuevo presidente en el Ayuntamiento de París. Resulta igualmente emotiva. En la plaza del Hôtel-de-Ville, la multitud es numerosa y cálida. Desde luego, resulta algo grotesco ver a François Hollande y al alcalde de París sentados en dos sillones amplios y pomposos, más regios que republicanos, con la primera adjunta al alcalde y yo detrás. ¡Pero hay tantos rostros amigos!

Al salir, Jean-Marc Ayrault me confía lo feliz que se siente por estar a punto de convertirse en primer ministro. Aún no hay nada oficial, pero es un secreto a voces. François no ha vacilado jamás, su elección estaba hecha desde hacía tiempo. Aprecia su lealtad y no quiere que le hagan sombra. Ayrault tiene el perfil perfecto.

Todo está cronometrado. Volvemos al Elíseo. Por fin podemos visitar el lugar. Descubro el despacho presidencial, que nunca había visto, ni siquiera durante mis diecisiete años de periodismo político. Conocía el salón verde, justo al lado, que era el despacho de Jacques Attali en la época de Mitterrand. También allí se celebraban las reuniones informativas off the record de Jacques Chirac. Había podido asistir a algunas, por lo general antes de los viajes oficiales. Pero entrar en el despacho presidencial con François…, ¡qué emoción! Indecible.

Recorremos otros despachos. Después nos llevan al apartamento privado. Carla me había avisado:

—Estaréis muy a gusto en él, lo he reformado entero.

Descubrimos un precioso apartamento, espacioso e impersonal a la vez. De todos modos, tenemos previsto seguir viviendo en la rue Cauchy. Vuelvo allí esa misma noche, tras haber conocido a los maîtres d’hôtel. Estoy sola. François se ha marchado a Berlín, donde debe cenar con la canciller alemana.

Una vez de vuelta en nuestra casa, a la vez extenuada y febril, zapeo de una cadena a otra. Vuelvo a ver imágenes de ese día increíble. De pronto me entero de que el avión de François ha sido alcanzado por un rayo, ha tenido que dar media vuelta y aterrizar en París. Que se ha visto obligado a embarcar en otro Falcon antes de proseguir su viaje. Me siento como si el rayo hubiera caído también sobre mí. No tengo noticias suyas. Cinco minutos más tarde recibo una llamada del secretario general del Elíseo. Apenas nos conocemos, pero intuyo que es una buena persona. Me comunica que François está bien. Pues yo no. No comprendo que no me haya llamado él mismo para tranquilizarme. Ni siquiera un sms. ¿Habrá desde ahora filtros entre nosotros, se ha terminado el vínculo directo? ¿Estará siempre así de atrapado por su nueva vida, sin un pensamiento hacia mí, incapaz de imaginar mi inquietud al conocer el incidente?

Afortunadamente, tengo previsto pasar la velada en casa de unos amigos, no quedarme sola en un día tan especial como aquel. Bailamos y montamos una pequeña fiesta, somos apenas un grupo de diez. Tengo la sensación de que se trata del entierro no de mi vida de soltera, sino de mi vida de mujer libre. La tensión de la jornada se disipa.

Finalmente, François y yo volveremos a casa más o menos a la misma hora, hacia las dos de la madrugada. Dispone del tiempo justo para transmitirme sus primeras impresiones sobre Angela Merkel, decirme que el incidente en el avión no ha sido nada y que no me ha avisado por esa razón. Ambos pensamos en lo mismo, en nuestro pavor común. Se remonta a la campaña de 2004 para las regionales. Por entonces solo soy una periodista que acompaña al primer secretario del partido socialista. Volamos hacia Bretaña en un pequeño cacharro. La previsión meteorológica es en extremo desfavorable. Cuanto más nos aproximamos, más fuerte soplan los vientos. El piloto duda si aterrizar. La carlinga recibe una violenta sacudida. François lo impulsa a correr el riesgo. La idea de que íbamos a morir pasó por mi mente ese día.

Con frecuencia hemos hablado de ello después, de ese día en que habríamos podido morir juntos sin habernos amado jamás. Volvemos a evocarlo, a las dos de la madrugada, la noche siguiente a su investidura. François y yo no tenemos la misma relación con la muerte. Él la teme más que a ninguna otra cosa. Forma parte de esos hombres que se construyen un destino con el fin de escapar del que sufren el común de los mortales. Para dejar una huella, para sobrevivir de un modo u otro. Para pervivir en los libros y en la historia. Es su búsqueda de la inmortalidad. Se niega a hablar de la muerte, no sabe cómo actuar con los moribundos ni con los enfermos graves. Le dan miedo. Huye de los que viven tragedias, como si la desgracia fuera contagiosa.

Me doy cuenta de ello tras descubrir la grave enfermedad de su madre, durante la campaña de 2007, cuando me pide que la llame de su parte para recabar noticias. No es capaz de pedirlas él mismo, en directo.

Por entonces solo conozco a Nicole, su madre, por teléfono. Varios años atrás tuve que escribir un retrato de François para Paris-Match. Ella accedió a hablar conmigo, por recomendación de su hijo. La comunicación entre nosotras es fluida, se sincera sin dificultad. En ese retrato, escribo que François Hollande es «anormalmente normal»…

En 2006 me pide que llame a su madre para ponerla al corriente de nuestra historia de amor. No se atreve a hacerlo él mismo. ¡Se trata de un momento especial en la vida! La cosa va bien. Nicole es feliz al saber que su hijo es feliz, tanto más cuanto que sus relaciones con Ségolène Royal no siempre fueron armoniosas a lo largo de los años. Durante la campaña de 2007 la llamé casi todos los días.

Conozco a sus padres en el verano de 2007, me reciben con los brazos abiertos. Sin embargo, la enfermedad de Nicole avanza inexorable. Cuanto más se deteriora su salud, más le cuesta a François hablar con ella directamente. Vamos a visitarlos el fin de semana a Cannes. El final de su vida es terrible. Ya no hay otra cosa que hacer que esperar el fatal desenlace.

Nicole está hospitalizada en su domicilio, tras largas estancias en la clínica. Philippe, el hermano mayor de François, pasa las noches en la cabecera de su cama. Cuando llegamos, tomamos el relevo. Es muy poco en relación con lo que Philippe hace durante toda la semana. Dormimos en la misma habitación de Nicole, a su lado. Dormir no, eso es imposible, escuchamos sus estertores, nos pasamos la noche preguntándonos si su respiración será la última. Tiene la piel seca, agrietada.

François me pide que le dé un masaje con crema hidratante, su pudor le impide hacerlo él mismo; tocar el cuerpo que lo ha llevado dentro le resulta inconcebible. Lo hago. Me dice:

—Nunca te abandonaré, eres tan amable con mi madre…

Sus palabras me conmueven y me sorprenden. Es natural hacer compañía a una madre cuando se ama a su hijo. Siento el poderoso vínculo entre esos dos seres.

Philippe telefonea un día entre semana, pidiéndonos que vayamos lo antes posible. Está convencido de que el fin es inminente. Creo recordar que era un miércoles. François tiene compromisos, quiere esperar al sábado, y también convencer a sus hijos de que visiten por última vez a su abuela. Dos de ellos aceptan a condición de que yo no vaya. La separación oficial de sus padres data de pocos meses atrás y la herida aún está abierta. Me retiro a fin de cederles el sitio.

La mañana de la partida, el teléfono suena muy temprano. Nicole ha exhalado su último suspiro. Al otro extremo del hilo, Philippe llora. François también. Sus hijos anulan el viaje y yo puedo acompañarlo a estar junto a los restos mortales de esa madre a la que tanto quiere. Tres días más tarde no soy admitida en la incineración, porque finalmente sus hijos han acudido.

Nunca olvidaré el rostro de François cuando regresa a la rue Cauchy… Me ha avisado de que volverá con las cenizas de su madre, para los funerales previstos en París. Compro cinco ramos de flores blancas, que dispongo en la cómoda que ella nos regaló, alrededor de una foto de Nicole. Una especie de altar para acoger sus cenizas durante los dos días que aún nos separan de la ceremonia. François llama a la puerta. Lleva la caja que contiene las cenizas en una sencilla bolsa de plástico de supermercado. No podría describir su expresión, jamás se la he visto a nadie. Descompuesto es una palabra demasiado suave. Se encuentra en estado de shock, traumatizado, devastado.

Las flores que he preparado lo conmueven. Al día siguiente vamos juntos a organizar las exequias, conocer al sacerdote y localizar el emplazamiento en el cementerio de Saint-Ouen… Todavía no sé si me autorizarán a asistir a la ceremonia. Hasta el momento, sus hijos se han negado a conocerme.

No me atrevo a preguntárselo a François, hasta tal punto tengo miedo de ser apartada, de no compartir ese momento con él. Y sin embargo me veo obligada a hablarle de ello, dado que él no aborda la cuestión. Como ocurre con frecuencia, prefiere lo no dicho. Me confía que sí, que para él es natural que yo esté allí.

Mi presencia sigue suponiendo un problema para sus hijos. Hasta el último momento, no se sabe si vendrán o no. Al llegar a la iglesia, François me dice:

—La familia se colocará allí, a la izquierda, tú vas al otro lado.

Así pues, una pareja no es familia. Encajo el golpe. Se trata de los funerales de su madre, no tengo derecho a ser una molestia para él en un día así. De manera que me encuentro sola en la fila de la derecha. Acto seguido sale de la iglesia a esperar a sus hijos. No sé exactamente lo que ocurre. Al cabo de un buen rato, vuelve acompañado de sus cuatro hijos, triste y dichoso a la vez. Infinitamente triste por su madre y sumamente feliz de que sus hijos estén allí, ¡que acepten entrar en la iglesia incluso en mi presencia!

A la salida de la ceremonia me ignora, no me los presenta. Me acerco sola a saludarlos. No me rechazan. La mayor de sus hijas incluso viene a comer a la rue Cauchy con el resto de la familia de François, unos primos a los que hasta entonces no conocía. Tan triste día supone la ocasión de un principio de normalidad.

En esos días de duelo, me conmueve la pena de François. Que un hombre de cincuenta y siete años esté afectado hasta ese punto por la muerte de su madre me emociona, a mí, madre de tres hijos. Y al mismo tiempo sé que en lo sucesivo se sentirá liberado de la mirada y la opinión de su progenitora, que es lo que más teme desde siempre. ¡Lo ha querido tanto su madre! Nadie le ha tendido un espejo tan grande como el que ella le presentaba. La muerte nos propulsa a todos a primera línea, solos frente a nuestro destino. Supone un arrebatamiento y una liberación.

Lo cual no le impide, y hasta qué punto, pensar ante todo en Nicole el día de su elección. Reservo una hora de su agenda con la complicidad de su secretaria y compro las flores. Vamos por la mañana temprano, ningún paparazzi viene a estropear ese momento. Como cada vez que acudimos al cementerio, lo dejo a solas ante la tumba de la persona que le dio la vida y, aún más, la alegría de vivir.

¿Qué piensa en ese instante tan especial? Sin duda en todo lo que le debe. En su presencia, que tanto echa de menos, precisamente en el momento en que su vida se transforma en destino. Recuerdo nuestras largas conversaciones, a principios de la enfermedad, todo lo que Nicole esperaba para nosotros dos. Y algo muy bonito que dijo:

—He tenido que esperar a que mis dos hijos tuvieran más de cincuenta años para verlos así de enamorados.

Por entonces también Philippe había rehecho su vida, con Caroline.

Al final, Nicole dijo también:

—Puedo irme feliz, puesto que mis dos hijos también lo son.

El día de su investidura, de nuevo es en ella en quien piensa François.

Después de ese día de locura, hay que dormir. Desde la primera vuelta, las noches han sido tan cortas, las jornadas tan apretadas, que la fatiga se ha ido acumulando para los dos. Por no hablar de nuestros insomnios respectivos, que no siempre coinciden. François se despierta todas las noches desde las primarias socialistas. Su sueño está perturbado por completo. Él, que no muestra a nadie un ápice de sus preocupaciones, se deja inundar de noche por lo que lo acosa. Ante todo el miedo a perder. Luego el peso del cargo. Sabe que el menor acontecimiento exterior puede cambiar las tornas. No hay que echar las campanas al vuelo antes del día D.