VI

Frascati, 7 de agosto, ocho de la mañana.

Elizabeth subió la persiana veneciana y la luz del día inundó el dormitorio despertando a su compañero, que se incorporó en la cama.

—Tu amigo Barresi fue muy amable al prestarnos su casa para el fin de semana. Es un lugar maravilloso.

Ottaviani la miró como si la viera por primera vez: el cuerpo perfecto se recortaba contra las cortinas de encaje, en el halo luminoso de la mañana estival. Un cuerpo como el que había imaginado únicamente en sus primeros e ingenuos sueños adolescentes, y que no creía que pudiera existir. La acarició largamente con la mirada mientras recorría el dormitorio para buscar el albornoz.

—No te tapes, por favor —le pidió casi con melancolía—. Quiero seguir viéndote.

—Pero si ya me has visto un montón de veces cuando hacemos el amor —le dijo la muchacha, sonriendo.

—Cuando hacemos el amor es distinto, es como si un torbellino me tragara. Todo se vuelve oscuro y no te veo. Elizabeth lo miró fijamente a los ojos y le preguntó:

—¿Qué me quieres decir?

—Verás… dentro de poco te marcharás y yo lamentaré no haberte mirado lo suficiente, no haberme grabado en la mente hasta el último detalle de tu persona.

—¿Por qué se te ocurre pensar en esto justo ahora? —inquirió la muchacha sentándose en la cama, delante de él—. Estoy aquí.

—Es raro —le dijo—, estoy tan acostumbrado a mirar el pasado que el futuro me confunde, me asusta. De muchacho, en la granja de mi padre, bajaba a menudo al fondo del pozo para medir el nivel del agua y no tenía miedo. Pero si había que subirse a los árboles me daba vértigo. ¿Cuándo vuelves a Estados Unidos?

Elizabeth no le contestó; se le humedecieron los ojos y se le nubló la vista. Se acercó a él y le acarició el pelo largo rato.

—¿Quieres explicarme una cosa? —le preguntó al cabo de un instante.

—Claro.

—¿Te acuerdas de cuando fuimos a ver a Silvia al museo para reunimos con Paolo? Ella te enseñó el epígrafe y aquel anillo. Te lo pusiste en el dedo y dijiste «creo que lo entiendo… creo que lo entiendo» y de pronto te pusiste muy pálido y te empezaron a temblar las manos; te dejaste caer en la silla, como a punto de desmayarte.

—Me sentí mal, ya te lo dije.

—No te creo. Eres fuerte, estás sanísimo. No había motivo para que te sintieras mal. Cuando té quitaste el anillo recuperaste los colores, como si nada hubiera ocurrido. Lo que te puso en ese estado está relacionado con esos objetos. Pero ¿por qué? Acabas de decirme que el pasado no te da miedo.

—Es algo extraño, no sé cómo explicártelo. En cuanto me puse el anillo en el dedo me sentí presa de un repentino pánico, como si mi muerte fuera inminente. Como si aquella lápida hubiera sido preparada para mí.

—A eso hacías referencia cuando dijiste «creo que lo entiendo». Ottaviani se tornó repentinamente sombrío y le pidió:

—Por favor, Lizzy, no me siento con ganas de hablar del tema.

—Perdóname, cariño, forget it… Y ahora levántate, que debes ducharte y prepararte. Hoy te esperan en la abadía, ¿no?

—Sí, hoy, pero ya no estoy tan seguro de que quiera ir.

Come on, Fabio, no seas tonto. Tienes la posibilidad de descubrir algo excepcional. Eres un estudioso, no debes ser tan emotivo.

—Ya… la ciencia por encima de todo, como diría mi jefe.

—¡Vamos, muévete! —le ordenó Elizabeth con una carcajada al tiempo que lo sacaba de la cama—. Vamos, a ducharse toda.

Salieron de casa alrededor de las nueve y media y fueron en el coche de Elizabeth.

—No entiendo qué pudo pasarle a mi moto —comentó Ottaviani—. Funcionaba estupendamente y de pronto no hubo manera de que arrancara.

—No será nada importante —le dijo Elizabeth—. Mañana llamaré al taller. ¿Me telefonearás esta noche?

—Seguro, a eso de las ocho.

El potente coche subió la pendiente a velocidad constante; en lo alto se veía el centro antiguo del pueblo dominado por la aguja del campanario románico de San Nilo. Elizabeth entró en la plazoleta que había delante de la abadía y aparcó. Ottaviani sacó del maletero una pequeña maleta.

—Are you okay, love? —le preguntó la muchacha.

—En plena forma, cariño.

Le dio un largo beso y luego, con paso decidido, se dirigió hacia el portón de la abadía.

El archimandrita lo recibió con mucha cordialidad y se entretuvo en agasajarlo. Era un anciano agradable, alto e imponente, con unos ojos muy azules y profundos. Sabía latín, griego, hebreo clásico y arameo, y para él, la valiosa biblioteca de la abadía no guardaba secretos. Mantenía una relación epistolar con el patriarca Porphirios III de Antioquía, con Máximos VIII de Alejandría, con Hakim II de los maronitas y con el patriarca ecuménico de Constantinopla, al que había hospedado un día, en ocasión de una visita que le hiciera al pontífice.

Concluida la conversación llamó a un novicio (había cuatro en total, por la escasez de vocaciones) y le ordenó que acompañase al huésped a visitar la abadía. El joven llevó a Ottaviani a ver la estructura más antigua del complejo en la que se había albergado por primera vez la comunidad fundada por san Nilo: el cuerpo central de un edificio romano, la galería subterránea de una villa, según algunos, cuyas ventanas con pesadas rejas habían dado nombre al pueblo, Crypta ferrata, es decir, Grottaferrata. Vio la iglesia con el iconostasio cubierto de brillantes oros y con el ábside adornado de mosaicos. En el centro de la amplia cúpula descollaba la figura del Pantocrátor, sentado, sobre el globo terráqueo, envuelto en la dalmática purpúrea. Sobre él aparecía la figura barbada de Dios Padre y la paloma con las alas desplegadas que emergía de un centelleo dorado.

Vio el giro de las murallas de defensa, los macizos torreones redondos de Giuliano de Sangallo y por último, a la tarde, la maravilla y la gloria del ilustre monasterio: la biblioteca y el taller de restauración de libros antiguos, famoso en todo el mundo.

Se encontró con una escena de otros tiempos. En una amplia sala con bóveda de aljibe, los monjes estaban concentrados en su trabajo; unos quitaban con solvente el papel de seda de protección pegado en antiguos pergaminos, otros reavivaban las miniaturas de un salterio, otros rehacían una encuadernación con finísimo hilo de cáñamo. Tendidos sobre mesas, abiertos y desmembrados vio los tesoros de las bibliotecas más famosas de Europa, códices de papel, de pergamino, de papiro y, por todas partes, los instrumentos más sofisticados de la técnica moderna: humidificadores, ampliadoras, aparatos de rayos X, microscopios, lámparas de rayos infrarrojos y ultravioletas. Esos textos que habían transmitido la cultura antigua a través del medievo, una vez cumplido su cometido, eran embalsamados para la posteridad por los lejanos epígonos de quienes los habían salvado de la destrucción.

Se paseó por las mesas observando las miniaturas, los textos de canto gregoriano, los misales, las obras de famosos autores clásicos: Varrón, Eusebio, Amiano Marcelino y un estupendo evangeliario griego, abierto al comienzo del Evangelio de san Juan, donde dice: «En el principio existía la Palabra…».

Visitó la famosa biblioteca. De allí provenía el texto de la Vaticana; entre sus paredes habían escrito la glosa críptica cuyo significado intentaría descubrir.

Volvió a pasar por la entrada para coger la maleta y siguió al novicio hasta el ala del monasterio en la que se hallaban las celdas de los monjes. Al pie de la escalera se encontraron con el archimandrita que en ese momento salía de la capilla.

—¿Qué tal, profesor? —le dijo a Ottaviani—, ¿ha visitado nuestra abadía?

—Un conjunto estupendo, padre, pero me propongo conocerla mejor en estos días en que me aprovecharé de su hospitalidad.

—Por favor, usted no se aprovecha de nada, al contrario, es usted bienvenido en nuestra casa. Su eminencia Montaguti me habló muy bien de usted. Por desgracia, nos vemos obligados a aceptar una modesta contribución por los gastos de alojamiento, profesor: los tiempos no nos permiten prodigarnos en hospitalidades tal como sería nuestro deseo.

—Su paternidad ha sido demasiado generoso al aceptarme en el monasterio.

—Vete a traer las sábanas y las fundas —le ordenó el archimandrita al novicio—. Ya acompañaré yo a nuestro invitado hasta el primer piso.

Subieron la escalera y se encontraron al comienzo de un largo corredor al que daban las puertas de una docena de celdas.

—Aún no me ha dicho cuál es el tema de su investigación —le comentó el archimandrita—, ¿o estoy siendo indiscreto?

—En absoluto —respondió Ottaviani—. Verá, he descubierto una glosa críptica en el códice polibiano 4731 de la Vaticana que, como sabrá, proviene de esta abadía. Querría llevar a cabo una investigación del archivo para tratar de interpretar su significado.

El anciano frunció el ceño.

—¿Hay alguna dificultad?

—No, no —contestó el archimandrita.

—Menos mal. Si quiere usted enseñarme mi celda…

—Sólo están ocupadas las cuatro últimas —le explicó el archimandrita—. Elija la que quiera.

Ottaviani enfiló despacio por el corredor sumido en el silencio en el que resonó cada uno de sus pasos. Se detuvo frente a la séptima puerta.

—Esta me irá bien —dijo volviéndose.

—Como usted quiera, profesor —respondió el anciano—, haré que le traigan las sábanas.

—Le doy las gracias otra vez —dijo Ottaviani con una reverencia. Abrió la puerta y entró.

El venerable anciano se quedó de pie en medio del corredor con una expresión de estupor en el rostro.

—¿Dónde llevo las sábanas, su paternidad? —le preguntó el novicio que llegó en ese momento.

—Ha elegido la séptima celda —dijo como hablando consigo mismo—. La séptima.

Ariccia, restaurante La Pérgola, 7 de agosto,

nueve y media de la noche.

—Tu moto estará lista dentro de tres o cuatro días —le informó Elizabeth—. Ya sabes que en esta época está todo cerrado y no resulta fácil encontrar un taller de servicio.

—Qué se le va a hacer, paciencia —respondió Ottaviani—, eso significará que viviré estos días de trabajo en aislamiento monástico. Lo que lamento es no poder ir a verte cada vez que tenga ganas.

—Vendré a verte yo por la noche, cariño, como hoy; de día estoy en la excavación con Quintavalle y los del Instituto.

—¿Alguna novedad?

—Y muy importante. Tenías razón: apareció la séptima estatua y parece ser que es la última; ya nos encontramos en el fondo de la fosa. ¿Y tú has descubierto algo?

—Por el momento he echado un vistazo al edificio y he tomado posesión de mi celda. Empezaré mañana.

—¿Cómo te encuentras?

—Bueno, no sabría decirte. Por una parte estoy entusiasmado por la idea de descubrir el significado de esa glosa que encontré en el códice vaticano pero por otra lamento separarme de ti. Dormir solo en esa celda me pone melancólico. ¿Y tú? ¿No te sientes sola?

En ese momento entró en el restaurante un grupo de muchachos discutiendo en voz alta.

—¿Por qué no salimos? —le pidió Elizabeth. Ottaviani llamó al camarero y pagó la cuenta. Salieron a la calle y echaron a andar debajo de los árboles.

—Yo también me siento sola —admitió Elizabeth—. No me había dado cuenta hasta qué punto llenabas mi vida. Hace tan poco que nos conocimos…

—¿Quieres decir que soy un incordio? —le preguntó Ottaviani echándose a reír.

—Hablo en serio, Fabio. Por poco que sea, el tiempo que pasas lejos de mí me parece un desperdicio.

—Lo dices para agradarme. Dentro de unos meses te volverás a Estados Unidos, donde tendrás un montón de admiradores, de amigos.

—Te equivocas. Soy una mujer solitaria.

—Eres inteligente, hermosísima, por lo que se puede deducir, hasta diría que rica. ¿Qué haces saliendo con un tipo como yo? No pretendo ser tu gran amor. De acuerdo, no me considero ni estúpido ni antipático y te creo cuando dices que te encuentras a gusto conmigo, pero no espero que me consideres más que un buen amigo; como decís vosotros, un boy friend con el que pasas un verano agradable.

—Lo dices porque temes reconocer que me quieres de verdad.

Ottaviani la apretó contra él al tiempo que se reclinaba en el tronco de un tilo secular.

—Llevo dentro tantas palabras de amor…

—Y no quieres decírmelas… please, lover

—¿Para dejar que se deslicen por tu rostro y tu cuerpo como un baño caliente, y por tu pelo como un perfume? No, querría saber palabras fuertes, capaces de penetrarte, de destruir tu perfección olímpica, de hacerte llorar como una niña aterrada de la oscuridad…

En ese momento comenzó a soplar el viento y a su derecha, el lago de Nemi, hundido en el negro cráter volcánico, se encrespaba de olas oscuras.

—Querría enturbiar la limpidez eterna de tus ojos… No temo las profundidades…

Elizabeth se desembarazó de su apretado abrazo, retrocedió y lo miró. Poco a poco, su mirada se ensombreció, una sombra se le agolpó en los ojos y los labios le temblaron. Inmóvil y muda, lloró delante de él con grandes lagrimones.

—Elizabeth… Dios mío, Elizabeth, perdóname… cariño. La abrazó y la besó. Sus labios tenían un sabor salado y amargo.

Llegaron al coche y Ottaviani volvió a sentarse al volante.

—Fabio.

—¿Sí?

—I’m sad… Don’t do that to me… never again… never.

—No sé por qué te dije esas cosas.

—¿Me crees cuando te digo que te quiero?

—Sí.

—Más que a mi propia vida.

—Sí, te creo.

—Fabio, quiero pedirte algo importante.

—Lo que tú quieras.

—Volvamos a Roma. Vete de ese lugar, please. No puede haber nada que no sea ya conocido, todos los libros de la abadía están catalogados en los repertorios bibliográficos y los he cotejado yo misma. Vuelve a casa conmigo… now.

—Lizzy, de qué me estás hablando.

—Te estoy hablando en serio, please. Fabio, vuelve conmigo a casa, esta noche quiero dormir a tu lado y mañana, y pasado…

—Lizzy, pero es que no tengo intención de pasar en Grottaferrata más tiempo del necesario. Quizá sea como tú dices, que no encontraré nada, pero al menos deja que lo intente. Para mí es importante.

—¿Más que yo?

—Caray, Lizzy, ya no entiendo nada. Siempre me estás diciendo que no debo dejarme llevar por las emociones, que un hombre de ciencia no se deja llevar por las emociones y después vas y de repente te comportas tú así. Siempre me has dado ánimos y ahora te echas atrás.

All right, como quieras —se resignó Elizabeth. Ottaviani arrancó y fue hacia San Nilo. Paró en la plazoleta de la iglesia y apagó el motor.

—¿Hay noticias del profesor Lanzi?

—No. La policía excluye la hipótesis del secuestro porque ni la familia, ni los periódicos, ni nadie ha recibido una petición de rescate.

—Es raro —dijo Ottaviani—, pero yo sigo en mis trece. Para mí que lo secuestraron y el robo de ese torso que estaba en el almacén está relacionado en cierto modo.

—Olvídalo, Fabio, para eso está la policía. Ahora ocúpate de tu trabajo, quiero que vuelvas pronto a mi lado. Ottaviani la acarició largamente sin hablar.

—¿En qué piensas? —le preguntó Elizabeth.

—Lo que siento por ti me está cambiando la vida.

—¿Cuánto?

—Mucho… tal vez demasiado. Por eso tengo miedo.

—Yo también he cambiado —le comentó Elizabeth—, pero no tengo miedo. Es bonito quererte y saber que me quieres. —Le dio un ligero beso en la boca y le preguntó—: ¿Me llamarás mañana?

—¿A eso de las siete?

All right… ¿Seguro que no quieres volver a Roma conmigo?

—Volveré pronto, cariño. Ahora déjame marchar.

Se bajó del coche y entró en el monasterio un instante antes de que el portero cerrara y se fue a su celda. Se asomó a la ventana y vio partir el coche de Elizabeth. Le entraron entonces ganas de estar a su lado, en casa, de dormir apretado a ella después de pasarse un largo rato escuchando el ulular del viento.

De repente lo asaltó una sensación de soledad y miedo: las luces de la ciudad, sus ruidos familiares se le antojaron lejanos, como si no fuera a salir nunca más de entre aquellas paredes.

El viento cobró más fuerza y agitó las copas de los acebos y los cipreses contra el cielo negro, después empezó a llover y del jardín subía un olor a tierra mojada y el perfume intenso de los pinos.

Cerró la ventana, encendió la lámpara que había sobre la mesa y se puso a leer el periódico. Un rayo cayó sobre la ciudad, trífido como la serpiente de Atenea; poco después se oyó estallar el fragor del trueno. La luz de la lámpara se atenuó, palpitó un instante y se apagó. Ottaviani sacó las cerillas y encendió la vela que había en el reclinatorio. Cogió el asa de la palmatoria y la levantó para iluminar la celda. La llama trémula difundió su claridad sobre la pared donde se abría la ventana revelando todas las protuberancias de las piedras con las que estaba construida.

En ese instante posó la mirada en una extraña marca trazada en una de las piedras. Acercó la vela a la pared y en el fuerte contraste de luz y sombra alcanzó a distinguir una especie de grafito grabado en la cal. Parecía un óvalo cruzado en su mitad por una línea transversal… como una letra theta mayúscula del alfabeto griego. Le pasó la mano derecha para palpar los bordes pero en ese mismo instante se encontró mal, le entró una especie de vértigo, una fatiga extraña e imprevista. Notó una fuerte sensación de náusea al tiempo que la frente se le perlaba de un sudor helado, seguida de un conato de vómito. Con gran esfuerzo se dio la vuelta para apoyar la espalda contra la pared y mientras se iba dejando deslizar hasta el suelo, con la mano izquierda se aferró del picaporte de la ventana y la abrió. Lo embistieron una ráfaga de viento frío y la lluvia y se sintió revivir. Respiró profundamente apoyándose en el alféizar con las dos manos; el malestar se le había pasado.

Volvió a cerrar la ventana y tanteando buscó la cama, se acostó tratando de relajarse y poco a poco, los latidos de su corazón se apaciguaron y la respiración se le normalizó. Cuando volvió la luz y la lámpara de la mesa volvió a encenderse, dormía profundamente.

En cuanto se levantó al día siguiente fue a llamar al despacho del archimandrita.

—Pase —le dijo una voz desde dentro. Ottaviani entró y vio que delante del archimandrita había una persona sentada.

—Pase, profesor, acérquese. Le presento a un colega suyo, el doctor Ioannidis, especializado en el estudio de antigüedades bizantinas. Está interesado en la historia de nuestra orden y también ha venido a quedarse una temporada con nosotros.

—Mucho gusto —dijo Ottaviani estrechándole la mano. Ioannidis hizo una inclinación y antes de salir le planteó un deseo:

—Me gustaría que nos viéramos después para intercambiar ideas, sé que también ha venido por motivos de estudio.

—Encantado —dijo Ottaviani y cuando se hubo marchado le comentó al archimandrita—: Pero no es italiano.

—No, efectivamente. Creo que es de Creta. Y bien, profesor, usted dirá.

—Padre, ayer por la noche, cuando se cortó la luz encendí una vela y noté que en la pared exterior de la celda hay un grafito, una especie de letra theta mayúscula. Quería saber si usted conocía su existencia y su significado. Poseo conocimientos de epigrafía, pero se trata de un signo que no había visto nunca. Quise examinarlo con mayor detenimiento pero me sentí mal, tal vez fue la comida del restaurante o quizá cogí frío, y esta mañana se me ha ocurrido preguntárselo.

—Sí, profesor —contestó el anciano—, conozco ese signo que es más bien antiguo. Comúnmente se considera que es la inicial de la palabra griega Theòs, Dios. Tal vez un monograma como la famosa chi griega de Chrístòs que se ve en las lápidas de las catacumbas.

—¿Existe testimonio en alguna otra parte?

—No sabría decirle, pero no lo creo, nunca he oído decir que…

—Yo tampoco, la verdad. De todas maneras, le doy las gracias y perdone la molestia.

—Considéreme siempre a su disposición —replicó el archimandrita al tiempo que se ponía de pie para acompañarlo a la puerta.

Ottaviani salió a desayunar al bar y a comprar el diario. La página de sucesos dedicaba un magro artículo suelto a la desaparición del profesor Lanzi. Había transcurrido más de una semana desde su desaparición y todavía no se tenía ninguna noticia; ¿no sería que la prensa guardaba un prudente silencio para favorecer los eventuales contactos con los secuestradores? La página cultural estaba ocupada completamente por una extensa nota sobre los guerreros de Villa Giulia, asediados por muchedumbres cada vez mayores. La policía había tenido incluso que intervenir para dispersar a un grupito de facinerosos que quisieron entrar cuando estaba cerrado. Tanto sociólogos como psicólogos se tomaban el trabajo de buscar una explicación a ese fenómeno singular, con resultados al menos discutibles. Los arqueólogos, por su parte, se mostraban mayormente molestos por aquella ruidosa invasión del vulgo profano: ¿qué diablos quería toda esa gente que no entendía ni jota del arte y la civilización griegas? Los más enfadados eran los que normalmente se lamentaban del total desinterés de la opinión pública ante la ruina del patrimonio artístico y monumental.

Encendió un cigarrillo mientras se tomaba el cappuccino que el camarero le había dejado sobre la mesa y siguió leyendo el periódico: Rusia se veía agitada por graves disturbios. En las ciudades, la gente desesperada y muerta de hambre salía a la calle a manifestarse; por todas partes, el ejército hacía pronunciamientos de unidad en favor de la ultraderecha nacionalista liderada por Dimitri Zamjatin. La flota de la OTAN volvía a trasladarse a las proximidades de los estrechos, mientras que en la zona del Cáucaso se producían grandes movimientos de tropas. Desde los montes Zagros miles de soldados persas bajaban en dirección a Ninrud, Kalaa, Irbil. Entre Mahabad y Kars, en las inaccesibles montañas de Urartu, miles de pesmergas cruzaban, inquietos, las fronteras de cinco naciones, dispuestos a poner en pie de guerra a su gente dividida y sometida.

Pero se trataba de pequeñas noticias cuya voz se perdía. Las playas rebosaban de familias de clase media dedicadas al baño de agosto; los contables se tostaban apresuradamente en Rímini y Viareggio para, al cabo de nada, poder lucir, en las ventanillas de los bancos de Milán. Turín y Bolonia un tono exótico.

Miles de turistas se paseaban por los zoos arqueológicos de la península, hormigueaban alrededor de los colosos mutilados, despiadadamente prostituidos ante instamatics y cámaras de vídeo.

En Umbría ardían los últimos bosques, se quemaban como antorchas los robles de Cerdeña y los pinos lorigados de Calabria; acosados por las llamas, los últimos lobos itálicos huían de los montes del Sannio para morir como perros vagabundos bajo las ruedas de los TIR. Y el sol triunfante, deus sol invictus, reinaba sobre un imperio de turistas, irradiaba su gloria sobre vientres fornidos y nalgas obscenas, derramaba sin piedad su fuego sobre las tierras resecas de los campesinos, secaba los forrajes, agostaba las vides obstinadas, abrasaba los inmortales olivos.

La noche anterior el agua había caído sólo sobre la ciudad pero en las afueras se había transformado inmediatamente en grueso granizo que cubrió el suelo de fruta verde y hojas laceradas.

El cappuccino estaba malo y sabía a leche esterilizada; no había pastas frescas porque la pastelería estaba de vacaciones. Sólo tenían las envasadas, rellenas de mermelada cáustica, descaradamente roja. Ottaviani volvió a trasponer los muros de la abadía y, disgustado, se encerró en su celda. Se tumbó en la cama y colocó la almohada sobre el cabezal de hojalata pintada: justo delante tenía el signo, apenas visible bajo la luz difusa de la mañana, casi imperceptible. Buscó un poco de música en el transistor y encendió un cigarrillo.

El signo era una letra theta. Theta como Theòs, es decir, Dios… casualmente la letra theta, pero si se rezaba o se creía en latín… tendría que haber sido una D, como en Deus (¿Deus ex machina?) pero no, era una letra theta… como corresponde a la celda de un monje del rito griego basilio… un monje como… ¿Theodoros? El cappuccino se le había atravesado y le entraron náuseas, ganas de vomitar. ¿Qué hacía ahí, como un estúpido, en un convento de frailes en vías de extinción cuando podía hundir la lanza en una tierra fértil, comer la fruta prohibida, volar alto en un cielo sin nubes, navegar en un mar verde como las esmeraldas, tocar el ombligo del mundo, escupir fuego como un dragón mientras estuviera a tiempo (tempus irreparabile fugit?) antes de volverse mortal, hoja otoñal de árbol… antes de iniciar el descenso que conduce a la muerte (stipendium peccati, mors). «Veo una vela negra —gemía Jethro desde la radio— en el horizonte… I see a dark sail on the horizon set under a dark cloud that hides the sun…» Antes de que fuera demasiado tarde, mientras estuviera a tiempo…

El signo seguía allí, era la letra theta, th… e… t… a, como en… «THEODÒROS ÉGNOKE TÈN ALÉTHEIAN» «Theodoros sabía la verdad». Y también sabías, maldito fraile, que te entendería. ¿Cuántos años, cuántos siglos han pasado, seis, siete, ocho? Sólo yo te he comprendido, te he desenterrado en una atmósfera controlada, humidificada, vigilado por el cancerbero alemán… no me decepciones ahora, hermano… te lo ruego, no me decepciones».

Fabio Ottaviani se había sentado en el borde de la cama con los codos en las rodillas y la cara entre las manos: lloraba.

9 de agosto, cuatro de la tarde.

—Siéntese, por favor —dijo Ottaviani escondiendo en el cajón la navaja multiusos. Ioannidis se sentó en el banco que había delante del escritorio.

—Vamos a ver si he entendido bien, Ottaviani, usted ha venido aquí para una investigación filológica.

—Más o menos.

—¿Y cómo le va?

—Nada mal, pero podría irme mejor. ¿Y usted?

—Como le ha dicho el archimandrita, estoy especializado en antigüedades bizantinas y me interesa la historia de este convento.

—¿Por casualidad busca algún testimonio inédito?

—Exactamente. Pero este lugar es extraño. ¿Lo ha notado?

—La verdad, no es nada del otro mundo, para serle sincero.

—A mi juicio, el archivo del monasterio está incompleto y una parte de los documentos resulta prácticamente inaccesible porque están en el archivo privado del archimandrita.

—¿Donde nos presentaron?

—No, ésa es sólo una oficina, el archivo privado se encuentra en el sótano, detrás de la cripta. Pero debo decirle, mi querido colega, ¿puedo llamarle colega? —Ottaviani asintió—. Debo decirle que cuando se trata de investigar, no me detengo ante nada.

—¿Y cómo se ha enterado de la existencia de ese archivo privado?

—Mi querido Ottaviani, no se le escapará que quienes nos dedicamos a esto, nos parecemos un poco a los detectives… ¿cómo los llaman en italiano? Investigadores; eso es.

—Comprendo. Pero habla italiano mejor que yo aunque me han comentado que es cretense.

—Sí, pero estudié en Rodas, cuando la isla era italiana. ¿Conoce usted Grecia?

—Sí, he ido muchas veces, casi siempre por motivos de estudio —respondió Ottaviani en griego, con un buen acento ateniense, para poner a prueba a su interlocutor.

—Ah, omilàte hellenikà poly kalò —lo felicitó Ioannidis.

«No es ningún tonto —pensó Ottaviani—, pero tampoco es cretense… diría más bien que del norte… de Tracia, tal vez».

—¿Puedo preguntar sobre qué tema está investigando? —inquirió Ioannidis.

—Nada especial. Estudio la Geografía de Estrabón, los códices de Polibio. Se trata de una investigación crítica.

—Interesante. Será un placer comentarlo con usted en una próxima ocasión y hablar también de mis resultados, si es que le apetece, claro.

—Me encantaría —mintió Ottaviani, que no veía la hora de que se marchara.

Ioannidis lo saludó y se marchó; él sacó rápidamente la navaja, abrió la cuchilla serrada de acero y empezó a rascar alrededor de la piedra marcada con la letra theta.

Trabajó cuatro horas con método y paciencia conservando en un trozo de papel el material que iba sacando, deteniéndose sólo un instante antes de que cerraran las tiendas para ir a comprar a la ferretería dos gruesos destornilladores. Una vez que terminó de rascar alrededor del bloque de piedra, con esas herramientas empezó a hacer palanca alternativamente a la derecha y a la izquierda para sacarlo de su sitio.

Hacía rato que había sonado la hora del silencio nocturno cuando introdujo la mano despellejada y trémula en la cavidad oscura de la pared. Exploró a la derecha, a la izquierda y luego en el fondo, delante de él y finalmente tocó algo con los dedos: una superficie resbaladiza y rugosa como la piel de un sapo. Apartó la mano con un estremecimiento de asco y fue a buscar la linterna para iluminar la cavidad. A unos treinta centímetros había una especie de bulto negro y verrugoso con forma de paralelepípedo; cogió la linterna con la boca, metió las dos manos y con inmensa precaución sacó el extraño objeto.

Lo colocó sobre la mesa y despacio empezó a rascar su superficie con la navaja: debajo de una película de polvo y moho humedecido encontró una capa irregular de cera. Quien había llevado a cabo aquella operación había utilizado un cirio encendido para cubrir el objeto con una capa protectora.

Ottaviani comenzó a quitar la cera tratando de contener como podía la emoción, pero las manos le temblaban como si fuera un artificiero inexperto que manipulara un paquete de explosivo plástico. Cuando hubo terminado se encontró con una caja de madera: la abrió y en su interior encontró un libro antiquísimo. En la primera página destacaba la inscripción «POLIBIOU HISTORIAI».

Tuvo que hacer una pausa y acercarse a la ventana para recuperar el Allento y respirar el aire fresco de la noche. De la calle le llegó precisamente en ese momento el rugido de un motor que arrancaba, un motor potente que funcionaba como una seda… un seis cilindros… como el Ford Cámaro de Lizzy.

¡Había olvidado por completo que debía llamarla! Tal vez se había preocupado y se había desplazado desde Roma para verlo. Pero ya era demasiado tarde para visitas y, sin duda, había encontrado el portón cerrado. Regresó a la mesa donde se puso a leer y no tardó en tener entre sus manos el texto integral de las historias de Polibio. Cogió la cámara fotográfica y el flash y se dedicó a fotografiar página por página. Siguió trabajando toda la noche sin parar. A las seis en punto, concluida la tarea, había vuelto a dejar el códice en su sitio, cerrado la cavidad con la piedra y estucado los bordes con restos de cal y goma arábiga. Poco después bajó al bar donde fue el único parroquiano además de un guarda nocturno que acababa de terminar su turno.

—Ugo —le dijo el guarda al tabernero soñoliento—, te digo que en la abadía hay fantasmas.

—Y yo te digo que anoche te tomaste un trago de más.

—Qué trago ni ocho cuartos, si soy abstemio. Te digo que me pasé toda la noche viendo salir relámpagos por una ventana de la abadía. ¡Si parecía que ahí dentro hubiera un temporal!

—¿Me pone un cappuccino? —preguntó Ottaviani para interrumpir la conversación. El tabernero puso manos a la obra—. ¿Tiene fichas de teléfono?

—Créame, doctor —insistía, mientras tanto, el sereno, dirigiéndose a Ottaviani—, ahí dentro hay fantasmas.

Ottaviani se tomó el cappuccino, cogió las fichas y fue al teléfono.

—¿Lizzy? Soy yo, Fabio.

—¿Fabio? —respondió una voz soñolienta—. ¿Qué hora es? ¿Qué pasa?

—Escúchame, Lizzy, ayer no te llamé porque pasó algo. Lo he logrado, Lizzy, lo he logrado; es un descubrimiento fantástico. Escúchame, en cuanto abran las tiendas cómprame todo lo que haga falta para revelar en blanco y negro: ácido, fijador, cubetas. ¿Me has entendido? Estupendo, luego ven aquí enseguida. Telefonea a Paolo y dile que no puedes ir a la excavación, que irás mañana. Te lo pido encarecidamente, es algo importantísimo… Okay?

—Okay, Fabio, quédate tranquilo. Llegaré a eso de las nueve, ¿te parece bien?

—Muy bien. Adiós, cariño, te espero.

Pagó y volvió a su celda, donde trató de dormir un poco. A las nueve en punto lo despertó el portero avisándole que en la entrada lo esperaba una señorita.

Durante unos kilómetros, Elizabeth lo llevó en su coche por la carretera de Albano y luego se adentró por un camino de campo y se detuvo en una especie de explanada, debajo de una morera.

—Esta mañana no he podido volver a dormirme de los nervios que me metiste en el cuerpo —le dijo—. Es magnífico, Fabio… y pensar que yo no tenía fe y quería llevarte de vuelta a Roma.

—Yo tampoco me lo puedo creer —admitió Ottaviani—. ¿Te das cuenta?, un códice de Polibio, íntegro, más antiguo que el vaticano 4731, es el descubrimiento filológico más grande de los últimos cuatro siglos. Elizabeth lo abrazó y le preguntó:

—¿Dónde está ahora?

—Lo escondí en un lugar seguro donde nadie lo podrá encontrar. Antes quiero estudiarlo bien, y sobre todo, descubrir el significado de la glosa críptica del códice vaticano. Está claro que el copista hacía referencia a algún testimonio contenido en el original, algo que le llamó la atención y lo trastornó. Fotografié el original y hoy voy a revelar los negativos, ni siquiera hará falta que haga copias porque la escritura saldrá en blanco y negro, y con un formato grande sólo necesitaré una lupa para poder leerlo sin problemas.

—¿Por qué no vuelves conmigo a Roma?

—No, Lizzy, todavía no. No quiero abandonar el códice y tampoco puedo transportarlo. Ten paciencia.

Elizabeth lo miró, tenía la cara tensa, los ojos enrojecidos.

Watch out, Fabio —le advirtió pasándole la mano por el pelo—, estás exhausto, te hace falta descansar.

—Luego, cariño, luego. Ahora tengo que seguir trabajando.

11 de agosto, siete y media de la tarde.

Se pasó todo el día revelando los negativos del capítulo veintidós y los había colgado para que se secaran. Casi todas las películas estaban secas y eran legibles. Se hizo un visor improvisado utilizando la lámpara de la mesita de noche y empezó a examinar el texto:

«… Enterados de la derrota en Tracia de Cnaeus Manlius Vulso, los senadores se dirigieron al simulacro de Palas ilíaca como el único amparo que podía salvar a la ciudad de la ira divina; el simulacro se conservaba en Lavinium junto a seis réplicas con las que el verdadero Paladión se confundía. También se había consultado al oráculo de Delfos, que había dado una respuesta de difícil interpretación: sobre el Capitolio se debía colocar el Paladión, vigilado por los héroes preferidos de la diosa, Ulises y Diómedes».

Ottaviani dejó la lupa y se restregó los ojos cansados. No había duda, las siete estatuas de las que hablaba el historiador eran las mismas que Quintavalle había encontrado en Lavinium, pero le parecía rara la referencia que hacía el oráculo a Ulises y Diómedes. Continuó leyendo con dificultad la parte que seguía, plagada de lagunas allí donde las manchas de moho habían invadido el tejido en el que estaba escrito el códice.

… Alguien conocía un santuario en el que se veneraban las estatuas de Ulises y Diómedes por lo que se envió a la embarcación Águila para que fuera a buscarlas a la isla donde se encontraban y las llevara nuevamente a Roma, pero en el momento de desmontar las armas que empuñaban las estatuas, un prodigio había aterrorizado a los marineros y las armas cayeron al mar. A su regreso, cuando la embarcación se encontraba ya próxima a Italia, se desató un temporal que la hizo zozobrar. Sólo se salvaron dos marineros. Inmediatamente después, un terremoto sepultó al cónsul Vulso entre las ruinas de su casa… Justo castigo por haber desobedecido el oráculo sibilino… A partir de ese momento se corrió la voz de que el Paladión se encontraba en Roma, en los penetrales del templo de Vesta…

Ottaviani no podía creer lo que acababa de leer; ¡las teorías del profesor Cassini quedaban plenamente confirmadas! La noticia difundida por el senado según la cual el Paladión se encontraba en el templo de Vesta era falsa, desde el momento en que el simulacro se encontraba, con toda probabilidad, entre las siete estatuas recuperadas por Quintavalle. Pero había otro aspecto: ¡las estatuas de Ulises y Diómedes a las que Polibio hacía referencia eran, sin duda, las de los héroes de Taormina! ¿No eran acaso el joven de la melena leonada el divino Tidides y el otro, el guerrero pensativo, el gran Ulises, maestro de engaños? ¿Y acaso no les faltaban las armas, no habían sido recuperados del mar, cerca de la costa? Todo encajaba a la perfección: el oráculo decía que eran los héroes predilectos de la diosa, tal como aparecían en los poemas homéricos, mientras que en la versión tardía de la Eneida de Virgilio, Atenea los maldecía por haber osado tocar el Paladión con las manos ensangrentadas.

Las piezas del mosaico se recomponían de forma tan perfecta que le costaba creerlo y tenía la impresión de que de un momento a otro despertaría de un sueño y vería desaparecer el códice, las paredes de su celda, todo.

El torso. ¡El torso robado! ¡Había una divinidad entre dos desnudos masculinos armados! Buscó en la cartera la foto que Quintavalle le había dado y la exploró detalladamente con la lupa: en ella se representaba un templete estilizado y debajo de él aparecían tres figuras. Quien había plasmado ese relieve conocía sin duda el oráculo al que Polibio hacía referencia.

Prosiguió con la lectura del texto: ahí tenía la verdad de Theodoros, una verdad que lo había trastornado, igual que lo trastornaba a él, Fabio Ottaviani, después de tantos siglos.

Esa misma noche buscó a Ioannidis pero no lo encontró. Lo vio al día siguiente, por la tarde, cuando se disponía a entrar en su dormitorio.

—Oiga, Ioannidis, usted está estudiando la historia de este monasterio, ¿no es así? Verá, quería preguntarle si existe algún documento que haga referencia a los miembros de esta comunidad, especialmente a los del período de la Alta Edad Media.

—¿Es algo que pueda interesarle para su investigación? «Este hombre contesta a las preguntas con otra pregunta», pensó Ottaviani.

—Efectivamente —le dijo—, estoy tratando de precisar quién copió una serie de códices hacia finales del siglo XI, entre los cuales estaba el polibiano vaticano 4731.

—Comprendo: un problema de cotejo de textos, ¿o se trata de la preparación de una edición crítica?

—Ambas cosas —mintió Ottaviani—. Verá, el copista que me interesa se llamaba Theodoros. Estoy tratando de comprobar si se le puede atribuir la paternidad de un cierto número de códices que estoy estudiando.

—Theodoros me ha dicho; no, por ahora no encontré ese nombre, para colmo, aún no he logrado consultar los textos que se conservan en el archivo privado del archimandrita. Pero todavía no me he dado por vencido, a lo mejor, en estos días… De cualquier manera, le avisaré si encuentro alguna noticia interesante.

—Se lo agradezco y desde ahora mismo estoy a su disposición por si puedo servirle de algo.

Ottaviani salió y se fue al bar, donde compró un puñado de fichas y se colgó del teléfono.

—¿Es usted, señora? Habla Fabio, ¿está Alfredo?

—Ese desgraciado —le soltó la señora Settembrini— se pasa la noche de parranda y después duerme todo el día. Usted que es tan sensato, ¿por qué no le pide que siente la cabeza? Está desayunando, en seguida le digo que se ponga.

—Dime —le respondió al cabo de un instante la voz de Scooter.

—¿No tenías que bajar a Roma a hacer ese trabajo para Arqueología y Arte?

—Sí, salgo hacia las doce de la noche, con la fresca. Claudio Rocca y Dino Rasetti no vienen porque están ocupados.

—Lástima. Oye, mi moto está fuera de combate. Tendrían que arreglármela mañana. ¿No podrías pasar a echarle un vistazo? No me fío de ese mecánico.

—¿Tengo que hacerle también la imposición de manos?

—No sé, fíjate tú, si te dejan. El taller está en vía Tuscolana 352.

—Recibido. Pero ¿dónde estás?

—En un convento.

Pax tibi —contestó Scooter sin inmutarse. Ottaviani llamó después a Elizabeth.

—¿Lizzy? Soy yo. Ya he terminado mi trabajo. Mañana por la tarde puedes venir a recogerme.

It’s about time —dijo Elizabeth —. I’m dying to be with you again.

—Lo mismo digo, cariño, no veo la hora.

Tomó un bocado en la fonda y volvió al convento donde trabajó hasta bien entrada la noche. Se acostó tarde, extenuado.