XV

El consejo de jefes se celebró poco antes del amanecer en la casa de un campesino, cerca de Nemea; en medio del más estricto secreto, los hijos de Hípaso se habían ocupado de buscarla y prepararla pocos días antes. El primero en entrar fue el rey Menelao, seguido de su sobrino Orestes y del príncipe Pílades, que iba al mando de los guerreros focenses. Poco después llegó Pisístrato acompañado de su auriga; iba cubierto de bronce y una enorme hacha de doble filo le colgaba del cinturón. La apoyó sobre la mesa, se quitó el yelmo y besó a Menelao en ambas mejillas.

—Mi padre, el rey, te saluda —dijo—, y me encargó que te diga que, a partir de hoy, inmolará cada día en honor a Zeus un toro de sus manadas para que conceda la victoria a nuestros ejércitos. Como es natural, me ha manifestado que si no fuera tan viejo habría guiado al ejército en persona, que los hombres de ahora no están hechos de la misma madera que los de antes y que deberíamos haberlo visto en aquella ocasión en que los arcadios invadieron su territorio para saquear los rebaños…

Menelao sonrió y repuso:

—Conozco esa historia; cuando combatía en Asia creo que me la contaron cien veces. Pero no creas, hay mucho de cierto en lo que dice tu padre. Al parecer, de joven fue un luchador verdaderamente formidable. Lamento que no haya venido, sus consejos nos habrían resultado inestimables.

El dueño de la casa les llevó una cesta de fragante pan recién salido del horno. Menelao partió las hogazas y las distribuyó entre todos. Pisístrato comió unos cuantos bocados y luego dijo:

—Trabajo nos costó a mis hermanos y a mi convencerlo para que se quedara en casa. Quería venir a toda costa. Pero está muy viejo y los excesos de la guerra lo han debilitado mucho. Habría sido un riesgo traerlo con nosotros.

En ese momento se oyeron las ruedas de un carro y los cascos de unos caballos, seguidos de unos pasos que se acercaban.

—Es Pirro —dijo el rey poniéndose en pie para recibir al huésped.

El hijo de Aquiles, vestido con la armadura de su padre, se destacó un instante en el vano de la puerta, llenándolo por completo con su gigantesca mole. Su rostro de adolescente contrastaba extrañamente con la anchura de sus hombros, la potente musculatura, la expresión inquietante de su mirada. Había en él algo sobrenatural, como si no lo hubiese parido una mujer, sino que lo hubiese construido el dios Hefesto forjándolo en su fragua como un autómata exterminador.

Menelao lo saludó, lo hizo sentar y partió pan también para él.

—Ya estamos todos —dijo al cabo—. El consejo puede comenzar.

Un tenue reflejo entró entonces por la ventana anunciando el nacimiento de un nuevo día.

Pirro habló de inmediato sin que el rey lo hubiese invitado a hacerlo.

—¿Qué necesidad tenemos de un plan de batalla? Esperemos a que salgan para exterminarlos a todos. Si no salen, escalaremos las murallas y le prenderemos fuego a la ciudad.

Orestes lo miró y se sintió invadido por una sensación de profunda aversión, casi de repugnancia por aquel ser únicamente capaz de una violencia ciega, pero no dijo palabra.

—No es tan sencillo —dijo Menelao—, sabemos que un contingente argivo marcha hacia nosotros y no podemos excluir un desembarco cretense en algún lugar oculto. En cuanto a la ciudad, no quiero destruirla; Hípaso me dijo que muchos de los habitantes permanecen fieles a la memoria de mi hermano. Creo que debemos destacar un contingente que vigile la retaguardia en caso de que un ejército argivo nos sorprenda por la espalda mientras atacamos las fuerzas de Egisto. He pensado que el príncipe Orestes podría dirigirlo.

Pirro sonrió burlonamente y repuso:

—Tienes razón, así no correrá peligro. Me basto solo para enfrentarme a los micénicos. Tengo que ganarme el lecho de tu hija, ¿no es verdad?

Orestes sintió el fuego de la indignación y se levantó de un salto echando mano de su espada.

—No temo ningún peligro —dijo—. Ni siquiera te temo a ti, aunque seas el hijo bastardo de un semidiós.

Pirro también se levantó de un salto.

—Entonces salgamos y resolvamos ahora mismo este asunto. De todas maneras, podemos prescindir de ti.

Orestes hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero Menelao les cerró el paso.

—¡Alto, príncipes! —aulló—. ¡Cuidaos bien de los ejércitos que se dividen incluso antes de entrar en liza! Por más fuertes que sean los héroes que los guían, están destinados a ser destruidos, y con ellos sus jefes. —Los dos jóvenes se detuvieron—. ¿Acaso no sabes que los aqueos han padecido grandes sufrimientos por la ira de tu padre? —inquirió dirigiéndose a Pirro—. ¿Sabes cuántas vidas de jóvenes generosos fueron segadas en los campos de Ilion a causa de esa terrible contienda? ¿Cuánto luto, cuántas lágrimas provocó? Cuando tu padre vio el cadáver de Patroclo destrozado por las heridas, su cuerpo inmóvil en el rigor de la muerte, habría dado lo que fuese por haber reprimido a tiempo su desdén, por no haber abandonado el ejército a la furia de Héctor. Ahora comed el pan que he mandado cocer en esta casa para que os una el vínculo de la hospitalidad, sagrado a los ojos de los dioses.

Pisístrato les ofreció pan a los dos diciéndoles:

—El rey tiene razón. Este desafío es una locura. Hoy, en el campo, habrá gloria para todos. Y para ti, Pirro, será recompensa suficiente el tomar por esposa a la hija de Helena, que todos los príncipes de los aqueos, quisieran para sí. Los vencidos no serán exterminados, ni habrá saqueos porque ésta es una guerra entre hermanos, entre gente de la misma sangre. Tebas fue maldecida y destruida por haber permitido el duelo sacrílego de Eteocles y Polinices, hijos del mismo padre y de la misma madre. Si esto ocurriera, los dioses nos maldecirían y en nuestra tierra ya no habría paz.

Los dos jóvenes apenas rozaron con los labios el pan que se les ofrecía y reprimieron la cólera. Pero para todos estaba claro que el desafío sólo había sido postergado. El rey dejó que cayera el silencio sobre aquel gesto y luego retomó la palabra con voz firme y tono imperioso:

—Pirro se desplegará en el centro con su falange delante de las puertas de la ciudad, mientras Orestes permanecerá con un escuadrón de carros en la retaguardia e impedirá un ataque por la espalda. Yo me dispondré a la derecha, junto a los focenses de Pílades, y Pisístrato se colocará a la izquierda. Creo que Egisto saldrá a luchar. En estos años, la ciudad se ha extendido extramuros. Muchos de los notables pedirán que esas casas y esas propiedades no queden abandonadas a la destrucción. Los hijos de Hípaso darán la señal con los cuernos cuando yo dé la orden de atacar. Ahora regresad a vuestras secciones y que los dioses nos ayuden.

Pirro salió en primer lugar, subió a su carro y partió veloz hacia septentrión, en dirección a las colinas. Pisístrato lo siguió poco después, pero antes de montar en su carro junto al auriga se volvió hacia Orestes, que lo había seguido hasta la puerta, y le dijo:

—Ten cuidado, Orestes, te ha provocado deliberadamente, seguro de que habrías reaccionado. Es una muy mala señal. Pero ahora no lo pienses. Hoy debemos vencer.

Al partir, un sol velado asomaba desde los montes. A espaldas de ellos, Menelao oyó con angustia aquellas palabras, y en el fondo de su corazón bullían los más negros presentimientos. Temía que el príncipe Orestes terminara por aceptar el reto del hijo invencible de Aquiles y acabara sucumbiendo. El príncipe Pílades se acercó a Orestes y le dijo:

—Pisístrato está de tu parte. Es fundamental. No importa lo que Pirro esté tramando, sabe bien que todos se pondrán en su contra. Aléjate de él, no te dejes provocar, no le sigas el juego.

Después de salir al patio, cuando se disponían a separarse, Pílades añadió en voz baja:

—Es evidente que el rey está muy amargado, piensa que ha cometido un gran error al solicitar la alianza de Pirro, al considerarla indispensable para el éxito de esta empresa. Dile algo para animarlo, hoy en la batalla las dudas y los pensamientos no deben atormentar su mente. Sólo debe pensar en la venganza. Adiós, amigo. Esta noche todo habrá terminado.

Orestes se dirigió a Menelao, le sonrió y le dijo:

—No temas. No es más que un muchacho presuntuoso y todos estamos nerviosos en la vigilia de la batalla. Él ha luchado ya, mientras que para mí es el primer combate en campo abierto. Ha querido que me pesara. Es todo.

El rey sacudió la cabeza y le dijo:

—Tengo miedo, tengo miedo de que esta guerra genere más aflicciones, más desgracias sin fin. La sangre llama a la sangre.

—Tienes razón en una cosa, la sangre de mi padre y la de sus compañeros debe ser vengada. Acuérdate de que eres el Atrida Menelao, pastor de ejércitos. Nadie puede enfrentarse a ti en la tierra de los aqueos.

Subió al carro de un salto y voló hacia el mediodía envuelto en una nube de polvo. Menelao se quedó solo en medio del patio, mirando fijamente al sol, que ascendía lento por el cielo blanquecino. A sus espaldas sonó el balido de las ovejas que el campesino sacaba del corral. Lo miró y deseó ser como él, un hombre sin importancia que sólo piensa en procurarse alimento para la cena.

Pirro reunió a sus epirotas, los formó en columna y comenzó a descender hacia la llanura. Automedonte llevaba las riendas de su carro de guerra. Anquíalo se le acercó y le preguntó:

—¿Me dejarás hablar con el rey Menelao? Me lo prometiste, ¿recuerdas?

Pirro lo miró con una sonrisa ambigua, y haciéndoles una señal a sus guardias, les ordenó:

—Retenedlo en el campo hasta que acabe la batalla y me hayáis visto regresar. No me fío de él, en el fondo podría ser un espía de nuestros enemigos. Nadie lo ha visto nunca, nadie sabe de dónde viene.

Anquíalo se apartó de él, dos guardias lo hicieron retroceder y con una cuerda lo ataron a un palo, en el centro del campo. Mientras se lo llevaban, gritó:

—¡Hombre sin honor y sin palabra! ¡No eres el hijo de Aquíles, eres un bastardo!

Pirro se dio la vuelta y le contestó:

—¡No temas! ¡Cuando vuelva esta noche, te mandaré con mi padre para que se lo cuentes en persona, tú mismo le dirás que no me mantengo fiel a mi palabra!

Su carcajada se perdió en el ruido de los cascos de sus caballos y el rugido de las ruedas de bronce de su carro.

Entre tanto, una escuadra de guerreros salía por la puerta de Micenas, bajaba por el valle de las tumbas y se desplegaba en el declive que dominaba la llanura. Menelao los vio y les indicó a Pisístrato y a Pílades que se desplegaran a la derecha y a la izquierda a la espera de que Pirro ocupara el centro. Tal como se había establecido, Orestes desplegó su escuadrón de carros al sur, para interceptar un eventual ataque por la retaguardia de los argivos. Pisístrato, que se encontraba más próximo a los muros de Micenas, notó que las escuadras adversarias aumentaban cada vez más; azuzó a los caballos y alcanzó a Menelao.

—Son muchos —le dijo—, muchos más de lo que pensaba. ¿Qué espera Pirro para tomar posiciones? No quisiera que nos atacaran ahora. Podrían ponernos en aprietos.

—No creo que lo hagan. Además, si es como tú dices, será mejor así, significa que todas las fuerzas de Egisto se encuentran delante de nosotros y que podremos vigilarlas desde aquí. Por ahora, limitémonos a acercar más nuestras dos formaciones.

Pisístrato obedeció, pero Menelao se equivocaba. Hacia septentrión, Egisto se había ocultado con un fuerte contingente de argivos y un grupo selecto de carros micénicos. Sus informantes le habían avisado hacía tiempo del avance del ejército epirota y él lo esperaba desde la noche en el interior de un valle bien resguardado. Cuando la columna de Pirro pasó por delante de él, mandó que dieran en silencio la señal de ataque. El escuadrón de carros se dispuso en cuña y a la siguiente señal se lanzó a toda velocidad sobre la columna de Pirro, que continuaba en formación de marcha. La infantería argiva avanzó a la carrera.

Cuando Pirro advirtió la amenaza, los carros se lanzaban sobre él de cabeza. Pasaron a través de su columna en marcha como una hoz entre las espigas de grano maduro, dejando atrás el terreno enrojecido de sangre y cubierto de miembros machacados. Los gritos de los heridos quebraron el aire cargado de la mañana, retumbaron en las montañas cercanas y su eco se perdió en dirección a la llanura. Pero las armadas de Menelao y Pisístrato estaban demasiado lejos para oírlos, y Orestes, aún más lejos, tenía en los oídos los relinchos de sus sementales y el fragor de los carros que patrullaban el terreno circundante en una amplia extensión. Los locrenses de la retaguardia se retiraron hacia las colinas y los gritos incitantes de sus comandantes los dispusieron rápidamente en línea de combate. En medio de la confusión reinante, los guerreros que habían combatido en Ilion con Áyax Oileo ordenaron a voz en cuello a sus compañeros que lanzaran sobre el terreno que tenían delante todas las piedras que pudieran recoger para obstaculizar la carrera de los carros enemigos e hicieran avanzar por los laterales a todos los arqueros. Aterrorizados, los epirotas huían en todas direcciones y caían a montones bajo el tiro de los lanceros montados en carros de dos ruedas de Egisto, quien entretanto había reconocido el carro de Pirro y lanzaba sobre él a su escuadrón formado en tenaza.

El sol, velado ya desde primeras horas de la mañana, aparecía oscurecido por un frente de nubes negras empujadas por un fuerte viento septentrional que hacía arremolinarse el polvo levantado por los cascos de los caballos y las ruedas de los carros que a velocidad enloquecida recorrían la llanura.

A derecha e izquierda, Pirro vio los extremos avanzados de la escuadra de sus seguidores y se sintió perdido. Volvió la mirada hacia las colinas y vio el contingente locrense en pleno que lanzaba nubes de flechas contra los asaltantes, diezmando a los conductores de los carros de guerra enemigos.

—¡Allá! —gritó al auriga—, ¡llévame allá antes de que se cierren! ¡Sálvame, Automedonte, sálvame y te haré rey de Tirinto!

Pero Automedonte había descubierto ya la única posibilidad de huida y aguijoneaba al caballo de la izquierda para hacerlo girar, tirando de sus riendas con toda la fuerza, de sus brazos, que otrora dominaran el galope de Balío y Janto. Los perseguidores intuyeron la maniobra y azuzaron más a sus caballos para cortarle el camino a Pirro. Automedonte gritó:

—¡Te pondré a salvo, hijo de Aquiles, pero el carro de la izquierda nos cortará el camino si no abates al auriga!

Pirro estaba fuera de sí y gritaba:

—¡Más deprisa, más deprisa!

Pero Automedonte no podía cerrar la curva más de lo que ya lo hacía sin correr el riesgo de volcar el carro. Del carcaj lateral extrajo una jabalina y se la tendió a Pirro gritando:

—¡Abate al auriga ahora!

Al contacto con el arma, Pirro se estremeció, aferró con la mano el fresno macizo y se encaró con el enemigo más cercano, que le cortaba el paso y le apuntaba ya con su arco. Agitó la jabalina y la lanzó con todas sus fuerzas. La punta de bronce rasgó el coselete del auriga a la altura de la cintura, le traspasó el vientre y salió completamente por el otro lado. Sin guía, el carro dio un bandazo y volcó, arrastrando en un ovillo de hombres y caballos a los otros dos carros que lo seguían. Automedonte lanzó una carcajada salvaje y le dio más rienda a sus corceles, que raudos se pusieron a salvo en dirección a la línea de las colinas. Egisto y los demás se detuvieron, pues se encontraban en la curva externa demasiado amplia y se reunieron con el resto del escuadrón que hacía frente a los locrenses. Pirro se dirigió detrás de las líneas, donde encontró a muchos de sus epirotas; saltó al suelo recuperando de repente la sangre fría. Reagrupó las líneas, formó un frente cerrado colocando a sus hombres escudo contra escudo, hizo arrodillar a la primera línea y ordenó a sus guerreros que apoyaran en tierra el asta de la lanza haciendo sobresalir las puntas. Con eso podría contener a los carros hasta que el resto del ejército se hubiera retirado a un terreno más accidentado. Allí, el enemigo sólo podría acercárseles a pie, y tendría la posibilidad de ganar más tiempo y tal vez abrir una brecha para llegar hasta Egisto…

Entretanto, la preocupación de Menelao iba en aumento. No lograba imaginar qué podía haberle ocurrido a Pirro; mientras, la cerrada formación de los micénicos se tornaba cada vez más amenazante. Ordenó a uno de sus hombres que fuese a buscar a Orestes y lo enviase a septentrión con su escuadrón para que comprobara lo ocurrido. Era un riesgo descubrirse por la parte de Argos, pero debía intentarlo. El cielo se oscurecía cada vez más y de tanto en tanto, en la cima de los montes, se veía relumbrar los relámpagos; en medio del valle, unas ráfagas enfurecidas doblegaban las copas de los álamos y las cimeras de los yelmos de los guerreros. Bajo los yugos, los caballos se agitaban impacientes piafando, presintiendo la inminencia de la tempestad en el cielo y en la tierra.

Cuando Orestes recibió la orden de Menelao dejó un pequeño retén de guardia y se lanzó con el escuadrón entero hacia la línea de las colinas que se perfilaba hacia septentrión. No tardó en darse cuenta de la situación, y se disponía a sofrenar sus caballos para regresar y abandonar a Pirro a su destino, pero el príncipe Pílades lo convenció de que prosiguiera.

—Con Pirro van también tropas locrenses —le gritó—, ésta será tu mejor revancha. ¡El hijo de Aquiles te deberá la vida!

Orestes lanzó nuevamente sus carros al ataque desplegándolos en tres líneas por todo el llano para que se abatieran en oleadas sobre el enemigo. Egisto advirtió demasiado tarde cuanto estaba a punto de ocurrir e intentó desesperadamente colocar el frente en la dirección opuesta, abandonando el enfrentamiento en tierra con los hombres de Pirro. A gritos, ordenó a sus hombres que se dirigieran a los carros y trataran de huir por los flancos antes de que les dieran alcance, pero la maniobra quedó abortada en sus mismos inicios. Los guerreros acababan de montarse en sus carros cuando la primera oleada los embistió y los diezmó. Siguió entonces la segunda oleada, y luego la tercera. El carro de Egisto había volcado, y los caballos, enloquecidos, arrastraron a su auriga por las piedras de un torrente seco y lo despedazaron. Egisto se levantó como perdido y trató de huir, pero Pílades lo vio y le gritó a Orestes, que pasaba no muy lejos de él:

—¡A tu izquierda! ¡Mira a tu izquierda!

Orestes le ordenó al auriga que frenara los caballos y reconoció a Egisto. Saltó del carro y corrió hacia él con la espada desenvainada.

—¡Pagarás por la sangre de Agamenón! —le gritó fuera de sí—. ¡Comparecerás hoy mismo ante él en el Hades con la nariz y las orejas cortadas!

—¡Ven a buscarme, gozque rabioso! —bramó Egisto haciéndole frente—, ¡porque gocé de tu madre y degollé a tu padre, sí, sangraba como un puerco!

Aquellas palabras lo sorprendieron en plena carrera y lo traspasaron como una cuchilla incandescente devastándole el alma. Un velo de sangre nubló la vista del príncipe. La furia desapareció de pronto, dando paso a una calma glacial. Detuvo su carrera y se acercó al enemigo blandiendo la lanza. La burlona seguridad se borró de un plumazo del rostro de Egisto: Orestes era zurdo y lo amenazaba implacable por el flanco descubierto. Egisto miró a su alrededor, y al descubrir un escudo abandonado, se inclinó con movimiento fulminante para recogerlo y enfrentarse a la inesperada amenaza, pero ese instante le bastó a Orestes para lanzar el fresno y alcanzarlo en medio de los omóplatos, entre el cuello y la espalda, donde la coraza lo dejaba al descubierto. En esa posición lo clavó al suelo, arrodillado, y se quedó mirándolo mientras la sangre le salía a borbotones por la boca y era presa de fuertes temblores y estertores. Antes de que muriera se le acercó, le extrajo el asta del cuerpo, le dio la vuelta y lo dejó boca arriba. Desenvainó entonces la espada y le cortó la nariz, los labios, las orejas y los genitales, porque quiso que apareciera de esa guisa ante la sombra del Atrida, su padre, en las casas del Hades.

Con un suspiro, Egisto exhaló el alma en el frío viento que azotaba los campos, y de pronto Orestes se encontró cara a cara con Pirro. Iba empapado de sangre de la cabeza a los pies y llevaba la coraza y las grebas cubiertas de trozos de carne y cerebro humano. Al verlo, un gélido estremecimiento recorrió a Orestes. Jadeaba y despedía un hedor insoportable.

—La infantería argiva ha quedado aniquilada —dijo—. Imagino que debería, darte las gracias por haberme quitado de encima los carros de guerra.

Al ver el cadáver mutilado de Egisto, añadió:

—Por los dioses, he de admitir que sabes cómo hacerlo. No lo suponía, verdaderamente no lo suponía.

A Orestes le incomodó el elogio y repuso:

—Pisístrato y el rey Menelao podrían encontrarse en dificultades. Debemos regresar a Micenas.

Montó en su carro de un salto, seguido por Pílades y su escuadrón y se lanzó a galope tendido hacia la ciudad. Pirro se dirigió a los suyos y les dijo:

—Poneos en marcha ahora mismo y dadme alcance lo antes posible. Corréis el riesgo de llegar cuando la batalla haya terminado, y no quedará nada para vosotros.

Subió de un salto al carro que Automedonte le llevaba en ese momento y partió raudamente tras el escuadrón de Orestes.

—Esta noche serás rey —le dijo—. Tal como te prometí.

—No lo hice por ti —repuso el auriga—. Lo hice porque eres hijo de tu padre. —Dicho lo cual aguijó a los caballos.

Mientras tanto, los comandantes del ejército micénico habían dado la orden de ataque, seguros de que Egisto había acabado con Pirro y aprovechando el hecho de que el escuadrón de carros al mando de Orestes se había alejado hacia septentrión. Las fuerzas estaban equilibradas, tenían posibilidades de salir victoriosos.

Menelao había reunido en un bloque a los pilios de Pisístrato y los había formado en el centro, dejando al hijo de Néstor el ala derecha. El ejército enemigo, aprovechando la pendiente y la dirección del viento, había ganado terreno y estaba repeliendo al adversario, si bien desde el centro Menelao se batía como un león. Le parecía que combatía bajo la mirada de su hermano, que oía los gritos provenientes de los penetrales del palacio. A quienes tenía delante les ordenaba a todo pulmón:

—¡Dejad de combatir! Aceptad la tregua o seréis exterminados. ¡Abandonad al usurpador!

Pero en el fragor de la lucha eran pocos los que lo oían, y aquellos que lograban hacerlo no podían entender. Continuaban luchando denodadamente, porque les habían dicho que iban a matarlos a todos y sus familias iban a ser vendidas como esclavas.

Pisístrato peleaba desesperadamente en el ala derecha blandiendo la enorme hacha de doble filo, derribando a los enemigos uno tras otro y arrastrando a los suyos de manera tal que toda la formación tendía a desplazarse hacia la izquierda. De este modo, cuando hizo su aparición el escuadrón de carros guiado por Orestes, el ejército de la reina Clitemnestra se encontraba prácticamente de espaldas. Sin aminorar la marcha, Orestes se lanzó sobre el enemigo arrastrando tras de sí a los demás guerreros. Incluso Pirro, que lo seguía a escasa distancia, entró en liza, mientras el cielo era surcado por relámpagos enceguecedores y sacudido por fragorosos truenos. En el momento del choque comenzó a caer la lluvia, que no tardó en convertirse en granizo, mientras los dos ejércitos quedaban envueltos en un magma de barro y sangre, en un caos de aullidos y relinchos que obnubiló por completo la mente de los guerreros hundiéndolos en una furia ciega, en un delirio de destructora locura. Si los dioses hubiesen disuelto la densa bruma que vela los ojos de los mortales, el Atrida Menelao y Pirro, Orestes, Pílades y Pisístrato habrían visto pasar entre los nimbos de la tempestad los espectros ensangrentados de Pobo y Deimo, que preceden en la batalla a la potencia del dios de la guerra.

Mientras tanto, habían llegado los locrenses y los epirotas para formar filas detrás del carro de guerra de Pirro. Cruzando toda la formación, el hijo de Aquiles logró abrirse paso hasta la primera línea, y una vez allí, dado que el terreno era muy impracticable, bajó del carro y se puso a combatir a pie con un furor tal que la línea enemiga onduló hasta partirse por su centro, dejando una abertura por la que penetraron en forma de cuña los guerreros que tras él iban. El ejército micénico huyó en desbandada hacia la puerta en busca de refugio tras los muros, pero Pisístrato les cortó el paso y, al verse rodeados, dejaron caer las armas invocando piedad. Al ver el espectáculo, Menelao se detuvo y ordenó a los heraldos que hicieran cesar el combate. El toque de los cuernos resonó en medio del fragor de los truenos y Pisístrato fue el primero en oírlo y reunir a sus guerreros. Lo oyó también Orestes, y detuvo el ímpetu de sus carros. Lo oyó Pílades y convocó a sus focenses en el ala izquierda, pero Pirro continuó la matanza y lanzó a los epirotas hacia el barrio indefenso que se erigía cerca de las murallas.

Entonces, Anquíalo se había quedado solo en el centro del campo, porque al desencadenarse el temporal los epirotas que lo custodiaban buscaron protección en una gruta de la montaña. Esperó a que la lluvia empapara el terreno, y afirmándose en los pies, empujó hacia adelante y hacia atrás hasta desenterrar el palo. Se liberó de las ataduras y corrió hacia su tienda para coger las armas; llegó entonces hasta uno de los caballos que coceaban aterrorizados, tratando de soltarse de las bridas que lo tenían atado a un árbol, en las lindes del campamento. Antes de que los epirotas se dieran cuenta, había desatado a uno y se había montado en él. Lo azuzó y se lanzó al galope por la llanura alumbrada por los relámpagos y barrida por ráfagas de viento. Al llegar a las afueras de Micenas, la cabeza le sangraba y tenía el cuerpo magullado por los golpes del granizo, pero vio claramente al ejército de Menelao inmóvil bajo la lluvia. En ese mismo instante vio pasar a un joven guerrero de rubísimos cabellos montado en un carro de guerra y dirigirse hacia Pirro, que avanzaba hacia la ciudad. El joven le cortó el camino y se volvió hacia él gritando:

—Detente y reúne a tus hombres. El rey ha ordenado que cese el combate. Los supervivientes se han rendido. ¡Basta ya de sangre!

—Lo lamento —repuso Pirro—, pero prometí a mis hombres un rico botín, por eso me siguieron. Detenlos tú, si eres capaz.

—Te detendré a ti si no los reúnes inmediatamente —le gritó Orestes—. ¡Obedece la orden del rey!

—Yo soy el rey —aulló Pirro—. Soy el más fuerte. Vete antes de que te lance al barro. No desafíes a la fortuna.

Orestes extrajo una lanza y le dijo:

—Ésta es mi ciudad, porque soy el legítimo heredero de Agamenón y tú estás en mi territorio. Retírate y manda llamar a tus hombres. Te lo advierto por última vez.

—Si quieres que me vaya habrás de matarme —repuso Pirro—. No te queda otro modo.

Empuñando la lanza en la diestra, Orestes bajó del carro de un salto. El rey Menelao lo vio y gritó:

—¡No! No bajes del carro, te matará.

Pero ya era demasiado tarde: los dos guerreros estaban frente a frente y empuñaban con firmeza las lanzas buscando con la mirada un hueco en la defensa del adversario. Pisístrato se acercó a Menelao y le dijo:

—Debes detenerlo o lo despedazará. Mira, Pirro le lleva una cabeza. Su fuerza es insostenible.

Pero en ese momento, Pirro arrojó su lanza e hirió al adversario rozándole el flanco derecho. La sangre manó a borbotones tiñendo de rojo el suelo. Orestes apretó los dientes. Supo entonces que en su lanza radicaban todas las posibilidades de resolver la lucha. Si fallaba, se vería obligado a aceptar el duelo con armas cortas, lo que para él habría supuesto el fin. Por eso había aferrado siempre la lanza con la diestra. Ensayó una finta para desequilibrar a su oponente, pero Pirro se mantuvo firme como una montaña, y las últimas gotas de lluvia resbalaron por su armadura como sobre una roca pulida. Orestes notó de pronto que Pirro buscaba un apoyo para el pie derecho, mal plantado en una piedra resbaladiza. Con fulminante velocidad dejó caer el escudo, pasó la lanza a la izquierda y la arrojó con fuerza formidable. Pirro reaccionó en un abrir y cerrar de ojos y levantó el escudo hacia la derecha. La lanza golpeó el borde del formidable bronce y salió desviada de lado. Al ser percutido, el escudo del Pelida retumbó con fragor.

Pirro estalló en carcajadas mientras Orestes, mortalmente pálido, se inclinaba para recoger el escudo.

—¡Sabía que eras zurdo! Te vi matar a Egisto, ¿no lo recuerdas? ¡Ha llegado tu fin, muchacho necio!

Desenvainó la espada y se abalanzó sobre él.

—¡Detente! —le gritó Menelao—. Ahora os une un vínculo de parentesco. No cometas un delito tan horrendo.

Pero nada se podía hacer ya para detener al hijo de Aquiles, que golpeaba con gran fuerza. Orestes intentó sorprenderlo tirándose a fondo, pero Pirro reaccionó con un mandoble tremendo que le despedazó la espada. Orestes sintió que la muerte le mordía el corazón. Empapado en un frío sudor, retrocedió tratando de protegerse detrás del escudo, pero comprendió que su tiempo había tocado a su fin. Como perdido, se fue hacia las filas de sus hombres en busca de ayuda, y en ese instante, uno de ellos se adelantó.

—¡Con ésta vencerás! ¡Tómala! —le gritó lanzándole una espada.

Orestes dio un salto hacia atrás y la aferró con gesto fulminante, luego se volvió otra vez para enfrentarse al enemigo. Un relámpago cruzó el cielo y la gran espada brilló en su mano con una luz azulada como el rayo. No era de bronce, jamás había visto un arma igual. Pirro la vio y el miedo surcó raudo su mirada. Él tampoco había visto nada igual.

—¡Ataca! —le gritó Anquíalo, que un instante antes había logrado abrirse paso entre las filas—. ¡Ataca! Es metal hiperbóreo, nada puede vencerlo.

Orestes miró nuevamente la espada, se parapetó detrás de su escudo y comenzó a avanzar. Su mirada tenía los mismos reflejos que la hoja de la espada que empuñaba, su mano se cerraba cual garra en la empuñadura de hueso. Pirro reaccionó ante el oscuro temor que se insinuaba en su interior y gritó:

—¡Es otro de tus trucos! ¡No vas a engañarme!

Diciendo esto, se lanzó hacia adelante, descargando desde arriba una veloz y martilleante lluvia de golpes que apuntaban a la cabeza. Orestes levantó la espada para pararlo, y antes de que se apagara la furia del ataque, el arma de Pirro quedó partida a la altura del gavilán. La sorpresa de Pirro duró un instante que le costó la vida. Orestes le hundió la larga hoja en el costado, su adversario dejó caer lo que le quedaba de espada y cayó de rodillas.

La muerte le velaba ya la mirada y el calor vital abandonó rápidamente sus miembros. Levantó la cabeza con gran esfuerzo para encontrar los ojos del vencedor que, inmóvil, seguía de pie delante de él.

—Ya eres el rey de Micenas —le dijo—, el rey de reyes de los aqueos… también Hermíone es tuya. Ten piedad, si crees en los dioses…

Su rostro de adolescente, surcado por la lluvia, estaba blanco como la cera.

—¿Qué deseas del rey de Micenas? —le preguntó Orestes, y su alma se llenó de un oscuro temor.

—Manda que lleven mi cuerpo a Ptía y lo entreguen al viejo Peleo y a los mirmidones; pídele que me acoja… te lo ruego. —Se llevó la mano a la ancha herida y se la enseñó llena de sangre—. Por esta sangre… por esta sangre tal vez tenga piedad.

Reclinó la cabeza sobre el pecho y exhaló el último hálito. El viento del atardecer recogió su alma y la llevó consigo por el valle de las tumbas, hasta el mar y el promontorio Ténaro, donde dicen que se encuentra la entrada al mundo de los muertos y a las mansiones oscuras del Hades.

Menelao y Pisístrato se le acercaron para abrazarlo, pero Orestes dirigió la mirada hacia la ciudad y la torre del báratro, donde una figura vestida de negro se recortaba contra el cielo plúmbeo.

—Antes de que caiga la noche —dijo— se ha de cumplir otro destino.

Menelao inclinó la cabeza y le dijo:

—Hijo, tu padre ya ha sido vengado. Has matado a Egisto. Nadie te podrá censurar si le perdonas la vida a tu madre.

—No —respondió Orestes—, la sombra de Agamenón no encontrará la paz hasta que los culpables hayan pagado. Y ella es más culpable que nadie.

Se dirigió a la ciudad mientras el eco de los últimos truenos se apagaba en la lejanía, sobre el mar. Las explanadas estaban desiertas, y la puerta de los leones, abierta de par en par. Avanzó por la gran rampa, pasó junto a las tumbas de los reyes perseidas, coronadas por los cipos brillantes de lluvia, y llegó al patio del palacio donde había jugado tantas veces de niño, donde había visto a su padre montar en el carro y partir para la guerra.

No había siervos ni doncellas en el patio ni en los pórticos, ni guardias que custodiasen el atrio, y la puerta se abría de par en par a la oscuridad. Orestes desenvainó la espada, entró y el rumor de sus pasos se perdió en la casa desierta, para acabar devorado por el silencio.

El cielo se despejó lentamente por el horizonte, hacia el mar, y dejó ver unos instantes el ojo dorado del sol poniente; bandadas de cuervos y palomas descendieron sobre las murallas y las torres de la ciudad buscando refugio para la noche. En ese instante, un grito de dolor proveniente de las entrañas del palacio sacudió el silencio aterrorizándolos, y haciendo que levantaran el vuelo con un gran agitar de alas. Volaron en círculos, como perdidos, sobre las escarpas, mientras el eco del grito se perdía en el valle. Y antes de que se apagara, un segundo grito, más fuerte aún, más enloquecido y desesperado, se elevó al cielo oscuro, fue tras los pájaros, se superpuso al primero como en un lúgubre coro, y las dos voces se precipitaron juntas en el báratro para apagarse en el fondo transformadas en oscuro lamento. Las palomas bajaron entonces una por una para posarse en las murallas y los tejados de la ciudad y buscar allí un reparo para la noche. Sólo los cuervos siguieron volando en círculos sobre el palacio, llenando el cielo con sus agudos chillidos.