III

Torre Rossa, en las afueras de Roma,

10 de junio, cuatro de la tarde.

—Profesor, salga, han venido los de la televisión, quieren entrevistarlo los del telediario —dijo un ayudante asomándose al borde de la excavación.

—Lo que nos faltaba… dónde diablos están…

El arqueólogo surgió de la trinchera con un cigarrillo entre los labios y un trozo de arcilla en la mano derecha y miró hacia el lado equivocado. A sus espaldas, a poca distancia de la zona de excavaciones, esperaba un grupito de personas armadas de cámaras portátiles, caballetes, focos y grabadora. Los seguía un hombre de unos cincuenta años, gruesas lentes y expresión vagamente trastornada.

—¡Por aquí, profesor, mire hacia aquí! —insistió el joven.

Paolo Emilio Quintavalle, de cuarenta años rampantes, bigotes poblados y abundante cabellera negra, se volvió al tiempo que se abrochaba la camisa y salió del foso. El jefe del equipo de televisión se le acercó con una sonrisa amplia y la mano tendida.

—Mucho gusto, profesor, me llamo Giorgio Biagini, de la primera cadena. Como le dije ayer por teléfono, venimos a entrevistarlo en relación con su reciente descubrimiento.

—El gusto es mío —dijo Quintavalle tirando la colilla del MS—. Bien, comencemos de una vez, que tengo mucho trabajo.

—Cómo no, profesor, estamos listos.

El director hizo una señal y los dos cámaras tomaron posición con sus equipos mientras el jefe de iluminación, cargado de focos, se las veía y se las deseaba para iluminar las violentas sombras de la tarde estival.

Quintavalle parpadeó al notar el impacto de los dos mil watios de los reflectores mientras el objetivo enfocaba su perfil proconsular.

—Señores telespectadores —comenzó a decir fuera de cámara la voz del entrevistador—, nos encontramos con nuestro equipo en lo que fue la antigua Lavinium. Según la leyenda, aquí desembarcó Eneas al huir de Troya y fundó esta ciudad dando origen a la nación latina. El profesor Quintavalle de la Universidad de Roma es autor de un sensacional descubrimiento. Basándose en antiguos documentos ha logrado establecer no sólo el punto exacto del desembarco —el segundo cámara utilizó todo el zoom del que disponía para ofrecer una panorámica de la playa de Torvaianica devastada por la especulación inmobiliaria—, sino que ha logrado descubrir la tumba del héroe. Ahora bien, profesor —continuó Biagini mirando a la segunda cámara—, ¿querría explicarles a nuestros espectadores cómo logró esta excepcional empresa?

—La verdad —empezó a decir Quintavalle encendiendo otro cigarrillo y soltando una gran nube de humo hacia el objetivo—, la verdad es que ésta no es la tumba de Eneas sino una sepultura de la edad del bronce inferior o principios de la edad del hierro. Se trata de una tumba en forma de túmulo que los antiguos romanos identificaron con la de Eneas a la que en el siglo XV le añadieron un arimez para conferirle dignidad monumental. En realidad no sabemos quién era el guerrero, el Jefe sepultado en el cajón de toba que hay dentro del túmulo…

—¡Corten! ¡Corten! —gritó Biagini dirigiéndose con brío a sus hombres, y luego mirando a Quintavalle, le preguntó—: Pero profesor, ¿qué quiere decir? ¿No es ésta la tumba de Eneas? Yo creía que…

—Verá, mi querido Biagetti…

—Biagini…

—Usted perdone. Como le decía, señor Biagini, ésta no es la tumba de Eneas sino la que los antiguos romanos consideraban como la tumba de Eneas.

—Vaya, menuda diferencia… —dijo Biagini casi para sus adentros—, pero entonces…

—Es un engaño, quiere usted decir.

—No exactamente, pero…

—Amigo mío —intentó explicarle Quintavalle a su desolado interlocutor—, suponiendo que Eneas haya existido de verdad, hecho sobre el que hay ciertas dudas, las probabilidades de que sus restos se encuentren en esa tumba son prácticamente nulas. Vea, nosotros partimos de un testimonio de Dionisio de Halicarnaso que describía el heroon de Eneas, es decir, su monumento fúnebre. Sobre esa base lo localizamos y ahora estamos completando el análisis del conjunto; la importancia del descubrimiento radica en el hecho de que un testimonio antiguo ha resultado creíble y aparte de eso, si usted quiere, en haber dado con un monumento que para los romanos tuvo un enorme valor simbólico y una importancia fundamental en su cultura y su tradición religiosa. El resto cuenta muy poco.

—O sea que Eneas no tiene nada que ver —comentó Biagini, claramente irritado.

—¡Santo Dios! —exclamó Quintavalle colérico—. Durante siglos, los romanos consideraron este lugar como el santuario del origen de su nación. ¿No le basta?

—Sus comentarios no tienen vuelta de hoja, profesor, pero verá, a mí me dijeron que…

—Ya lo comprendo, le dijeron que habían encontrado la sepultura de Eneas y, en cierto modo, es verdad. Mire, nadie demostró nunca que el Santo Sepulcro haya sido verdaderamente el sepulcro de Jesucristo; sin embargo, en el curso de los siglos lo han visitado millones de peregrinos, y en las cruzadas decenas de miles de hombres se mataron para hacerse con él. A estas alturas no tiene importancia si en esa tumba depositaron en realidad el cuerpo de Cristo, lo que tiene importancia es lo que creyeron millones de personas, lo que tiene importancia es su voluntad de identificar en un objeto material y concreto una reliquia de su historia religiosa y espiritual… no sé si me explico —concluyó sacándole una última bocanada de humo a la colilla.

—Tiene usted toda la razón —prosiguió, melifluo, Biagini—, y capto sus razonamientos. Pero debe usted tener la amabilidad de ponerse en mi lugar. Verá, los telespectadores no apreciarían una distinción (y usted perdone) tan sutil. Si pudiera decir que…

—Lo siento, Biagini. Verá usted, en este mundo todo es posible; por tanto, es posible que haya existido Eneas, que haya desembarcado por esta zona y que sus huesos hayan sido trasladados de un lugar a otro y a lo largo de los siglos venir a parar a esta tumba, pero francamente, las posibilidades me parecen remotas. De veras no puedo decirle más de lo que ya le he dicho.

Al ver la expresión cada vez más desconsolada del director, añadió:

—Oiga, le juro que a mí también me gustaría creer que ahí dentro estaba el cuerpo de Eneas. No crea, los arqueólogos también tenemos nuestro corazoncito. Pero no puedo. Sea bueno, confórmese.

Finalmente domado, el director se resignó a la dolorosa mutilación de lo que consideraba el plato fuerte de su nota y se conformó con una entrevista no demasiado técnica, unas cuantas imágenes de las excavaciones y una descripción del pequeño heroon. Terminó su trabajo sin excesiva convicción y se marchó. Quintavalle regresó a su excavación pero ya se había hecho tarde.

—Muchachos —les dijo a los estudiantes—, por hoy podemos cerrar. Mañana completaréis la numeración de los últimos hallazgos y de las fotos de la estratigrafía; el lunes haremos un último intento en la colina antes de cerrar la campaña; además, ya se nos ha acabado el dinero. Os deseo un buen fin de semana. Ah, se me olvidaba, el lunes llegará la arqueóloga norteamericana, una tal Elizabeth Allen; repasad un poco de inglés.

—Profesor, dicen que está de miedo —le comentó el ayudante que había anunciado al equipo de televisión.

—No nos vendrá mal —respondió el arqueólogo guiñando un ojo—, no nos vendrá nada mal.

Fue a buscar su coche, aparcado en el patio de una granja, y se dirigió a Roma. Todavía había una bonita luz dorada y la carretera describía amplias curvas entre las colinas arboladas. Hacía varias semanas que la recorría al regresar de las excavaciones y le parecía que podía conducir con los ojos vendados. Llegó a la carretera de circunvalación a las siete de la tarde y encendió la radio para escuchar las noticias. El locutor anunciaba en ese momento los acontecimientos del extranjero: grandes maniobras navales en el Mediterráneo meridional, duelos de artillería en el río Litani, enfrentamientos con carros de combate en el río Charun.

«El Charun… si no me equivoco, es el antiguo Choaspes —pensó para sus adentros—, el hidrónimo original se perdió…»

A las siete y media aparcaba debajo de su casa, con tanto tránsito, todo un récord.

Roma, 12 de junio, once y cuarto de la noche

Paolo Quintavalle no lograba conciliar el sueño; daba vueltas en la cama pensando en lo que había descubierto en su campaña de excavaciones. En algo más de un mes de trabajo había conseguido un resultado excepcional y tenía que detenerse justo cuando empezaba a recoger los frutos de un estudio iniciado hacía años. La dotación de fondos de su Instituto se había terminado y el principal objetivo de su investigación, que quizás estaba al alcance de la mano, podía escapársele. Las últimas pruebas revelaban la presencia de objetos votivos: tenía que haber un santuario allí cerca, quizás el santuario de los penates de Troya, el más venerado sagrario de la nación latina. Sí, caray, si el pequeño heroon indicaba el lugar en el que los antiguos romanos colocaron la tumba de Eneas, el santuario no podía estar lejos.

¡Y toda esa condenada publicidad de la televisión! Estaba claro que los ladrones de tumbas no tenían problemas ni de dinero ni de tiempo. En cuanto hubiera cerrado la excavación, éstos habrían hecho acto de presencia taladrando el suelo con sus malditas sondas mecánicas.

Se levantó procurando no despertar a su mujer, fue a sentarse en su estudio y encendió un cigarrillo. Sin embargo, esa tarde en la excavación, antes de que el equipo de televisión fuera a distraerlo, había notado algo raro. Pero, qué sería, maldita sea… algo que no cuadraba con la estratigrafía… era… ¡claro, la arena amarilla! Había una zona de un metro cuadrado toda cubierta de arena amarilla, mientras que alrededor no se veía más que tierra roja o toba. ¿No se trataría de las tierras de acarreo de los cimientos del santuario? ¿O quizá de una sepultura sagrada?

Rebuscó entre sus papeles, encontró los dibujos, las fotos aéreas… Santo Dios, el lugar era adecuado, no podía ser de otro modo… ¡Ahí debajo había algo, debajo de esa arena amarilla había algo!

El reloj de péndulo del pasillo tocó la media. Imposible volver a meterse en la cama. Cogió el teléfono y llamó al vigilante nocturno de Torre Rossa. Sonaba pero nadie le contestaba; cuando se disponía a colgar, oyó la voz del vigilante.

—Niño, soy Quintavalle. Perdóname, pero la excavación me tiene preocupado y quería saber si todo está en orden. ¿Dónde te habías metido?

—Profesor, tiene que perdonarme, pero aquí se fue la luz y estamos a oscuras… casi me caigo por coger el teléfono… Sí, sí, está todo tranquilo, no se preocupe que estando yo aquí…

—De acuerdo. Niño, pero te pido por favor que estés al tanto… es muy importante. «Maldición —pensó—, lo único que faltaba».

Llamó a la compañía de la luz.

—Disculpe, querría saber si en Torre Rossa estarán mucho tiempo sin luz. Es que tengo allí un congelador repleto de carne…

—¿Torre Rossa? —respondió el técnico de guardia—. Es el distrito de Pomezia… Pero señor, en esa red no hay ninguna avería, está todo en orden, no hay averías. ¿De dónde llama usted?

Grottaferrata, abadía de San Nilo, doce menos cuarto de la noche

El archimandrita Demetrios XII estaba muy cansado. Había trabajado hasta tarde para poner a punto su intervención en el sínodo del día 14 y luego había tenido que contestar una correspondencia urgente. Concluidas sus oraciones, se levantó del reclinatorio y se disponía a acostarse cuando se detuvo y aguzó el oído. Había escuchado un ruido, el chirrido de un portón seguido de pasos. Se asomó a la ventana y miró hacia el patio: estaba desierto y el portón que daba al exterior estaba cerrado. Sin embargo, no se equivocaba, en el silencio había oído bien el chirrido de un portón, pero no había otros portones más que el del patio, a excepción del de la cripta que llegaba hasta debajo de su dormitorio.

Pero ¿quién podía haber bajado a la cripta a esas horas? El sacristán se había marchado después de vísperas y hacía rato que los monjes se habían retirado a sus celdas. Apoyó la oreja sobre la mesita de noche y, a través del suelo, percibió el ruido de un paso. Jesús, ¿y si se trataba de un ladrón? Se dirigió a su despacho, contiguo al dormitorio, para llamar a la policía… Pero vamos, ¿qué ladrón iba a caminar de ese modo para que lo oyeran claramente? Volvió a la mesita de noche y apoyó otra vez la oreja: no se oía nada, quizá se lo había parecido…

Se disponía a meterse en la cama pero lo detuvo el ruido clarísimo de una puerta que se abría y volvía a cerrarse con un golpe seco. ¡Dios de los cielos, en la cripta no había más que una puerta… la del archivo reservado!

Se echó sobre los hombros el guardapolvo, cogió un manojo de llaves de un cajón del escritorio, salió al rellano y pulsó el interruptor de la luz de la escalera pero no se encendió. Regresó a su despacho pero también estaba a oscuras: se había cortado la luz. Cogió la palmatoria que ardía delante de la imagen de la Virgen y bajó a la cripta que encontró desierta. Se dirigió a la entrada del archivo reservado, una mampara hábilmente disimulada en la pared que cerraba parte del ábside detrás del altar. No se había equivocado: en la oscuridad apenas iluminada por la lámpara del Santísimo y la vela que sostenía en la mano advirtió que una luz se filtraba por debajo de la puerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó con voz firme—. ¿Quién anda ahí? ¡Conteste!

Se acercó con precaución a la puerta y volvió a apoyar la oreja: no se escuchaba ningún ruido.

Se dio cuenta de que la puerta cedía bajo la leve presión de su mejilla, la empujó con la mano y entró.

El archivo, ordenado sobre estantes en hemiciclo, que seguía la estructura curva de la pared absidal, estaba desierto: los libros y documentos de los anaqueles se encontraban en perfecto orden, únicamente en la mesa de lectura del centro de la sala había un candelero, con una vela encendida y muy cerca un fascículo de pergaminos abierto en la primera página.

El archimandrita se sentó y lo tomó entre sus manos: se trataba de un documento antiquísimo, escrito con una tupida caligrafía protobizantina. Empezó a leer las primeras líneas que decían:

Theodoros de Focea escribió estas páginas

para que no olvidaran su nombre

y las vicisitudes que condujeron a su fin…

En ese instante, el viejo monje notó que un gélido escalofrío le recorría la espina dorsal; se volvió hacia la puerta que había dejado abierta y lanzó una mirada al altar: estaba a oscuras, la lámpara del Santísimo se había apagado.

Lavinium, 13 de junio, nueve y media de la mañana

Sobre la pendiente de una colina, las pruebas de la excavación habían permitido descubrir un muro de gruesos bloques en seco y detrás de él se habían encontrado dos estratos, uno de toba batida, tal vez de acarreo, y el segundo, de arena amarillenta. En un momento dado, los estratos parecían invertirse y se podían reconocer los bordes de una infiltración que partían del plano de campaña como debía de haber sido a principios del siglo II antes de Cristo.

Se trataba de una sepultura excavada probablemente a toda prisa y llenada de inmediato. En cuestión de minutos las palas de los obreros habrían llegado al fondo.

Sentado sobre los talones, con los brazos apoyados en las rodillas, Quintavalle miraba sin moverse el lugar en el que los estudiantes, después de identificar algunos fragmentos de cerámica, comenzaban a remover la última capa de arena con espátulas y escobillas. Apretaba entre los dientes el cigarrillo humedecido y de vez en cuando parpadeaba para quitarse las gotas de sudor que le caían sobre los ojos. Marcaba como un sabueso la presa que rastreaba desde hacía tiempo. En un momento dado indicó un lugar delante de él.

—Ahí —le dijo a uno de los estudiantes—, limpia ahí, a tu izquierda.

El joven se puso a trabajar con la espátula y, poco a poco, tomó forma una frente amplia, pulida, enmarcada por un montón de rizos iguales, dividida por la mitad por un diafragma realzado: el protector nasal de un yelmo. Aparecieron luego los ojos, inmensos y entrecerrados, la nariz recta y puntiaguda, severa aunque femenina, después la boca, dura, contraída, con las comisuras hacia abajo en expresión colérica, y luego la barbilla fuerte, voluntariosa, casi viril.

—Dame —ordenó Quintavalle y casi le arrancó la espátula de la mano al estudiante.

Se hincó de rodillas quedando cara a cara con la imagen surgida de la tierra, le quitó la arena de la parte superior y apareció el yelmo ático con la cimera crestada. El arqueólogo se encontraba prácticamente sentado a horcajadas sobre lo que debía de ser el cuerpo de la estatua, como queriendo impedirle que se levantara. Le liberó despacio el ancho pecho cubierto de escamas y apareció la máscara cadavérica de la Gorgona, y después una serpiente enorme, tricípite, enroscada a la mano que ceñía el arriaz de una espada. A los costados pululaban otras serpientes entrelazadas al borde de un escudo roto.

Quintavalle se puso en pie cubierto de sudor:

—¡Ven, Elizabeth! —gritó—. ¡Ven!

Una bonita muchacha morena que trabajaba en una trinchera de prueba a poca distancia de allí, llegó a la carrera hasta el borde de la excavación, saltó ágilmente al fondo y se acercó al arqueólogo.

—Mira —le dijo volviendo a inclinarse sobre el simulacro medio aprisionado en la tierra—, mira: es Palas… Palas Atenea.

La muchacha miró atónita la formidable aparición.

Incredible… just incredible —dijo inclinándose hacia la tierra y rozando con los finos dedos la terrible frente cubierta por la gálea.

A su alrededor se había hecho silencio; los estudiantes dejaron en el suelo sus herramientas de trabajo y uno por uno fueron rodeando el gran cuerpo de terracota tendido en la arena. En el campo soleado el aire parecía inmóvil y caliente. Quintavalle miró a su alrededor y como si saliera de un aturdimiento, agitó las manos y les espetó:

—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis ahí pasmados? ¿Es que nunca habíais visto una estatua? Vamos, vamos, que ya la tenemos, vamos, deprisa, clavad los piquetes y tended los hilos que hay que cuadricular toda la fosa.

Los jóvenes se dispersaron para recuperar sus herramientas y comenzaron a clavar los piquetes alrededor de la excavación, a nivel del último estrato, disponiéndolos en fila, a intervalos iguales sobre los lados de un cuadrilátero. Luego tendieron los hilos para formar una cuadrícula ortogonal que circunscribía el suelo en una serie de recuadros identificados en un lado por una letra y en el otro por un número.

La misteriosa sepultura había caído presa en la red de la ciencia.

Volviendo al borde de la excavación, Quintavalle bebió a morro de una botella de agua mineral, luego se sentó en un bloque de toba y encendió un MS; Elizabeth Allen se le acercó y se sentó cerca de él, en la hierba.

—Paolo —le dijo—, what do you think? Tengo la impresión de que la han enterrado. ¿Has visto los estratos invertidos del interior del foso? Am I right?

—Sí —respondió Quintavalle alisándose el bigote—, sí, creo que tienes razón. La enterraron ellos, los antiguos… y no sólo a ella, cualquiera sabe qué más puede haber ahí debajo. En todo caso, resulta prematuro adelantar un juicio; debemos desenterrar todos los hallazgos que haya, estudiar las tipologías, analizar las influencias estilísticas. Aunque la verdad es que resulta extraño; quizá nos encontramos ante un santuario que fue cerrado, desacralizado… vete a saber por qué.

—Por lo que sé, very unusual —dijo Elizabeth en su peculiar italiano—. Las estatuas de la acrópolis de Atenas fueron enterradas después de las guerras persas por una… how do you say?

—Profanación.

Right, profanación, porque los persas habían invadido el lugar sagrado.

—¡Eh, Gigi! —gritó Quintavalle que continuaba vigilando los trabajos—. Esta vez procura exponerlas lo justo, que las últimas fotos parecían para arqueólogos ciegos de tan oscuras que te salieron. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, profesor —repuso el fotógrafo desde detrás del ocular—, ¡le haré una obra de arte que ni el David Hamiltón!

—Es cierto —prosiguió Quintavalle dirigiéndose otra vez a la muchacha—, pero aquí estamos a principios del siglo dos antes de Cristo, second century —precisó levantando los dedos índice y medio—, understand?

—Tal vez Hannibal…

—No, querida, Aníbal había pasado hacía rato, y de todas maneras, no fue por aquí… No, debe de haber habido otro motivo.

—Profesor —dijo una muchacha asomándose al borde de la excavación—, ¿puede venir, por favor? —le pidió con ligero tono de reproche pues consideraba que el maestro perdía el tiempo con aquella norteamericana melindrosa—. Estamos encontrando más cosas.

—¿Qué te decía? —le comentó el arqueólogo a Elizabeth dirigiéndose hacia la sepultura.

El espectáculo con el que se encontró lo dejó con la palabra en la boca: a pocos metros del lugar en el que habían encontrado la estatua de Atenea, otra cuadrilla había quitado la ligera capa de arena para dejar al descubierto miembros desperdigados de estatuas: aquí una cabeza con el dulce óvalo de la cara enmarcado de suaves rizos, allá una mano delicada que aferraba una granada; el brazo musculoso de un atleta asomaba allí cerca, en medio de fragmentos de su cuerpo despedazado y más cuerpos destrozados, mutilados, tendidos boca abajo o boca arriba… cual pecios abandonados sobre la playa del mar cronológico.

En toda su vida de investigador, Paolo Emilio Quintavalle jamás había visto nada parecido. Resultaba evidente la urgencia con la que aquellas estatuas habían sido conducidas a aquel lugar y lanzadas a montones para ser cubiertas rápidamente de tierra. Sintió casi la tentación de desenterrarlas en seguida a todas del lugar en el que llevaban sepultadas veintidós siglos, pero se le pasó inmediatamente. Organizó varias cuadrillas, cada una de ellas al mando de uno de los ayudantes, y comenzó la recolección detallada para obtener un testimonio fotográfico de la situación cada vez que desenterraban uno de los hallazgos y lo numeraban para mandarlo al almacén. El trabajo continuó todo el día y nadie parecía cansado a pesar del calor agobiante. Cuando faltaba poco para marcharse, Quintavalle se fue al bar del pueblo a llamar a su mujer.

—La señora Silvia todavía no ha vuelto de Bellas Artes —le informó la mujer de la limpieza—. Me ha dicho que llegará tarde porque les han comentado que habían encontrado algo en la vía Salaria. Hice una ensalada de arroz y también hay un poco de pollo frío, profesor. ¿Quiere dejarle algún mensaje a la señora?

—No, Matilde, no importa, no creo que me retrase. —Colgó.

—¿Lo de siempre, profesor? —le preguntó el tabernero, que estaba detrás de la barra.

—Lo de siempre, Sergio.

Tomó despacio una copa de Frascati helado y luego se dirigió a su coche.

—Profesor, por favor, espere —le pidió un estudiante que llegaba a toda carrera.

—¿Qué ocurre, quieres que te lleve a Roma?

—No, profesor, acabamos de encontrar otra cosa… y nos parece muy importante. ¿Puede venir, por favor?

Enfilaron por el largo sendero que llevaba a la excavación. Eran casi las siete y el sol empezaba a bajar hacia el mar. En pocos minutos el arqueólogo se encontró al borde de la fosa y miró hacia el fondo: la habían puesto de pie, justo en medio de la trinchera y la luz oblicua la iluminaba de frente cubriéndola de una reverberación rojiza. Seguía siendo un simulacro de Palas Atenea, un ídolo arcaico, rígido, completamente envuelto en la égida que le llegaba hasta los pies, recorrida por extrañas nervaduras oblicuas, ceñida a la cintura por una serpiente. Sobre el pecho llevaba la cabeza mutilada de la Gorgona que parecía mirarlo fijamente con ojos trastornados. El rostro de la diosa, cubierto por el yelmo crestado, era casi senil y sus ojos muy abiertos, vueltos hacia arriba, tenían la extraña fijeza de la mirada de los ciegos. Por un instante, el leve silbido del viento que soplaba desde el mar pareció salir de la boca entreabierta del inquietante fetiche.

Elizabeth Allen se acercó:

—Da la impresión de tratarse de una antiguo xoanon… I mean, la reproducción en arcilla de un antiguo original en madera… don’t you think so?

—¿Un xoanon, dices? —repuso Quintavalle como ausente, sin dejar de mirar la estatua.

—Has hablado de la posibilidad de que los romanos veneraran aquí el santuario de Eneas, el templo de los penates de Troya. El heroon de Eneas no está muy lejos y esa estatua es sin duda arcaica.

—Sí, claro… casi todos los autores antiguos lo situaban por esta zona, Licofrón, Dionisio…

So… it could be… —dijo Elizabeth señalando a la estatua—, the legendary Palladion… or the last remake of it.

Quintavalle la miró con una sonrisa irónica.

—¿El Paladión? Vamos, Elizabeth, no seas ingenua. Volvió a echarle una mirada a la estatua y luego se puso la chaqueta.

—Por favor —dijo dirigiéndose a uno de los ayudantes—, asegúrese de que el guardián cumpla con su deber; y que esté sobrio, de lo contrario, llame a la policía. Mejor dicho, llámela sin dudarlo, ¿entendido?

—Entendido, profesor, quédese tranquilo —respondió el ayudante.

—Adiós, Elizabeth, nos vemos mañana.

Of course —contestó la muchacha.

El arqueólogo se dirigió a su coche, un Alfa GT vetusto pero todavía gruñón; subió, lo puso en marcha y encendió la radio. Sonaba una vieja canción de Mina:

No tengo futuro ni presente

y vivo ahora eternamente,

mi pasado está para mí

lejano…

«Figura rígida y desproporcionada… rodillas bajas y separadas, pies demasiado grandes… es obra de un modesto coroplasta local», pensó. Puso la primera y salió haciendo chillar los neumáticos en el sendero polvoriento.

Roma, kilómetro 4 de la vía Salaria, siete y media de la tarde

Silvia Quintavalle bajó de su coche en una plazoleta de detención y saludó al empleado de la Dirección General de Bellas Artes que la esperaba en la acera junto a un ordenanza del ayuntamiento.

—Buenas tardes, Stefano, ¿de qué se trata?

—Buenas tardes, doctora. Verá usted, los de la empresa del gas estaban desenterrando una tubería y encontraron una tumba. Se me ocurrió que seria mejor que no me moviera de aquí hasta que usted llegara. Me he traído a Giuseppe con la furgoneta, por si usted decidía sacar los hallazgos.

—¿Por qué, hay una serie de utensilios?

—No. La sepultura fue violada hace mucho, sólo quedan una moneda y la inscripción fúnebre, la lápida está rota, pero el texto se lee bastante bien. Acompáñeme, que se la enseño.

La trinchera abierta por la empresa del gas había topado con los cimientos de la Salaria antigua, y después, la excavadora había arrancado la piedra sepulcral que yacía partida sobre un montón de tierra. Silvia Quintavalle se inclinó para leer la inscripción.

—Es bastante interesante —dijo—, se trata de un personaje con rango de senador que sirvió en el ejército como tribuno militar pero que murió antes de iniciar el cursus honorum. No se cita ninguna magistratura.

—¿Entonces la subimos a la furgoneta? —le preguntó el empleado.

—Sería lo más conveniente, si pueden levantarla. Si la dejamos, a lo mejor mañana ya ha desaparecido.

—No se preocupe, doctora, ya nos encargamos de todo.

—¿Está seguro de que no se ha dejado nada en la tumba?

—Yo no encontré nada más, pero si quiere, eche usted otro vistazo, así nos quedamos más tranquilos. Mientras tanto, nosotros cargaremos el epígrafe.

—De acuerdo, Stefano, adelante, déjenla en el almacén de restauración y después se pueden marchar a casa, que ya es tarde. Yo me quedo un rato a echar un vistazo.

Cuando la furgoneta se hubo marchado, Silvia Quintavalle sacó la espátula que llevaba en el coche y bajó a la fosa para efectuar una última inspección mientras quedara algo de luz. Sondeó el fondo de la sepultura unos centímetros alrededor del asiento de la urna y, de inmediato, la punta de la espátula chocó contra un pequeño objeto metálico: un anillo de bronce, de escaso valor.

«Menos mal que la habían revisado bien», pensó.

Lo limpió cuidadosamente y en el engaste descubrió el sello de familia y el nombre del difunto: «L. FONTEIUS C. F. HEMINA».

No encontró nada más. Metió el anillo en su bolso y emprendió el regreso a su casa. No valía la pena pasar de inmediato por la Dirección de Bellas Artes para depositar un objeto tan pequeño y tan modesto.

Como de costumbre, el tráfico de salida de la ciudad iba congestionado pero el de entrada era bastante fluido y Silvia Quintavalle conducía tranquila mientras consideraba mentalmente el texto de la inscripción que acababa de recuperar. En un stop, la luz intermitente del semáforo le sugirió una idea imprevista: la inscripción fúnebre de la lápida estaba dedicada por el padre; pero entonces, ¿por qué el hijo, el tribuno Hemina, tenía en su tumba el sello, atributo de los pater familias? Un histérico golpe de claxon del conductor que iba detrás de ella la sacó de su ensimismamiento, puso la primera y siguió camino sin dejar de rumiar para sus adentros. Rebuscó con la mano derecha en el bolso hasta dar con el anillo. «Me ocultas algo —pensó mientras le daba vueltas entre los dedos—, tribuno Hemina, me ocultas algo…»

Pavía, Departamento de Antigüedades Clásicas

e Historia Antigua de la Universidad San Cario Borromeo,

27 de junio, cuatro y media de la tarde.

El profesor Duilio Cassini, decano de la Facultad de Filosofía y Letras y director del departamento, se quitó las gafas y echó un vistazo a los miembros de su equipo de investigación, sentados alrededor de su mesa semicircular: Giovanni Spalletti de Albinea, aristócrata toscano, de barba cuidadísima, cabello entrecano, especialista en colonización, agrimensura, centuriación, toponimia, esforzado estudioso, un tanto pagado de sí mismo. Antonio Alfieri, diáfano, ascético, papirólogo de buena fama, riguroso, detallista, algo pedante. Raffaella Licasi, para los íntimos Lella, de muy buena familia siciliana, rica, elegante, antojadiza, experta en religiones antiguas, cábala, cultos mistéricos, oráculos, eternamente dividida entre su vocación por la ciencia y lo mundano.

El lugar de Fabio Ottaviani estaba vacío. Un muchacho que habría podido ser un buen orientalista si se hubiera aplicado con más método y constancia, pero en cambio era distraído, negligente, disperso.

—¿Se puede saber dónde está Ottaviani? —inquirió con enfado el ilustre estudioso—. ¡Se habrá olvidado una vez más de que teníamos seminario!

—Vamos, profesor —intervino respetuosamente Lella Licasi—, el doctor Ottaviani telefoneó ayer por la tarde desde Belgrado.

—¿Desde Belgrado? ¿Y qué diablos hace en Belgrado?

—Verá usted, habíamos quedado en que él se encargaría de estudiar la expedición al Asia Menor del cónsul Manlio Vulso, viajó para explorar esos lugares… pero dijo que volvería en seguida…

Spalletti no logró contener una risita.

—Vamos, Licasi —le espetó el director—, no diga necedades. Vuelve en seguida, ni que hubiera ido por tabaco. Además, ¿no hay guerra en esa zona?

—No se preocupe, profesor —intervino Antonio Alfieri con tono tranquilizador—, por ahora se informa de movimientos de tropas en la frontera oriental donde la situación iraní está siempre muy confusa, pero al parecer se trata sólo de maniobras militares.

—Con ése no se sabe nunca… no sería la primera vez que se mete en líos. Claro que, si al final volviera con un buen informe… En fin, sigamos nosotros, al menos. Como saben, los he reunido para exponerles nuestro nuevo programa de investigación. Seguramente habrán visto en televisión el excepcional descubrimiento que hizo el profesor Quintavalle en Lavinium; en las inmediaciones de un antiguo santuario descubrió una fosa en la que habían sepultado decenas de estatuas de terracota de las cuales por lo menos cinco de las recuperadas hasta ahora representan, hecho realmente singular, a la diosa Atenea. Pero no es esto lo más raro; las estatuas fueron sepultadas por los mismos romanos a principios del siglo II antes de Cristo. Quintavalle no tiene dudas al respecto. Ahora bien, prescindiendo del inmenso valor arqueológico, artístico y documental del descubrimiento, a mi juicio, se plantea un gran problema que puede sintetizarse en una sola pregunta: ¿por qué?

»Con toda probabilidad, las estatuas pertenecían al santuario de Lavinium del que hablan varias fuentes desde el siglo IV al II antes de Cristo, donde, según se creía, se custodiaba a los penates que Eneas trajo de Troya y, desde luego, el fabuloso Paladión, imagen de Atenea caída del cielo, mágico talismán capaz de convertir en inexpugnable a la ciudad que la albergaba sobre su roca.

»Esto que les expongo no es más que una hipótesis, pero el gran número de réplicas de la imagen de Atenea nos permite suponer que entre ellas se quería ocultar lo que los antiguos romanos consideraban como el verdadero Paladión. Sin embargo, si mi hipótesis tuviera que responder a la verdad, entonces sería doblemente problemático explicarse el motivo por el cual se interrumpió el culto y se enterraron las estatuas.

El director rebuscó entre el manojo de hojas que había sobre la mesa, sacó un papel donde tenía un apunte y prosiguió:

—Hablé por teléfono con Quintavalle para agradecerle las fotos de los hallazgos que me envió y para plantearle la cuestión que acabo de exponerles. Bien, su explicación es que al declinar el culto, el santuario cayó en desuso, por lo que fue desacralizado y las imágenes sepultadas. Ahora bien, con todo respeto por nuestro ilustre colega, creo que debe de existir otra explicación… una que hay que buscar lejos… en Asia Menor —todos los ojos se volvieron al puesto vacío de Ottaviani—, en los años, o mejor dicho, en los meses inmediatamente posteriores a la paz de Apamea y durante la expedición del cónsul Cneo Manlio Vulso. Por lo que he oído, ese impetuoso colega de ustedes —prosiguió el orador con tono irónico— ya está trabajando con encomiable celo. Les propongo que participen en esta investigación cuyos términos generales expusimos en nuestra última reunión.

—Perdone, profesor —intervino Spalletti—, los fragmentos de las fuentes que nos ha propuesto, Polibio XXII y Livio XXXVIII son famosos por haber sufrido interpolaciones y por tener lagunas. Me parece arriesgado adelantar una hipótesis de trabajo en un terreno tan incierto.

—Hágame el favor de dejarme continuar antes de plantearme sus críticas —le espetó Cassini con tono molesto—, existen otros argumentos sobre los que basar la investigación. Doctora Licasi, ¿quiere explicarnos los resultados de su investigación? Lella Licasi se puso en pie con los apuntes en la mano.

—Se trata de lo siguiente: justamente en la época en la que el cónsul Manlio Vulso se encontraba en Asia, un oráculo délfico amenazó con la ira de Palas Atenea si los romanos llegaban a transponer la frontera del Taurus. He aquí el texto exacto, conservado por Flegón de Tralles —dijo repartiendo unas fotocopias—: «Un ejército inmenso partirá de Asia, de donde surge el sol, y devastará Roma y Occidente atravesando el estrecho paso del Helesponto, si osáis trasponer la frontera del Taurus». Ese vaticinio quedó extrañamente confirmado después por un oráculo de los libros sibilinos que los sacerdotes se aprestaron a consultar. Ahora bien, es cierto que Livio XXXVIII tiene lagunas o interpolaciones —prosiguió dirigiéndose al colega que había planteado la objeción—, pero nos ofrece de todos modos un precioso testimonio: a su regreso, el cónsul Vulso fue atacado violentamente en el senado por haber puesto en peligro la salud del pueblo romano al trasponer la línea prohibida del Taurus.

—Gracias, Licasi —le dijo el profesor Cassini retomando la palabra—. A estas alturas, está claro que la diosa Atenea se mostraba abiertamente hostil al cónsul Vulso, y es precisamente en esta época cuando el Paladión y las demás réplicas fueron enterradas en Lavinium. ¿No les parece una extraña coincidencia? Es más, a partir de ese momento se corrió la voz de que la estatua se encontraba en los penetrales del templo de Vesta, en el foro romano.

—¿Cree usted que el oráculo citado por la doctora Licasi alcanzó dominio público? —inquirió Antonio Alfieri—. Porque en ese caso, se puede pensar que la noticia de la derrota del cónsul en Tracia pudiera haber sembrado el pánico en la ciudad y que a alguien, para tranquilizar al pueblo, se le ocurrió transportar la estatua de Lavinium a Roma.

—O bien esconderla, enterrarla con sus réplicas y después hacer correr la voz de que se encontraba en Roma en un lugar, por lo demás inaccesible, que para el caso es lo mismo —dijo Cassini—. Pero es una explicación que no me convence del todo. Creo que no deberíamos descuidar el componente político: los Escipiones, la familia más poderosa de la Roma de aquella época, apoyaban el culto de Atenea y eran adversarios declarados del cónsul Vulso. Por mi cuenta estoy siguiendo un rastro interesante del que espero poder ofrecerles más detalles cuando prosigamos con nuestro trabajo en octubre. Por el momento, lo importante es que cada uno de ustedes profundice la investigación en su especialidad.

Después trató a fondo con cada uno de ellos el programa de trabajo indicándoles la directriz de partida.

—En cuanto al doctor Ottaviani —concluyó volviendo a meter en el portafolios de cuero negro el manojo de apuntes—, parece ser que ya está trabajando y así me gusta creerlo. Su tarea consiste en establecer en los términos geográficos reales la posición de la línea insuperable de la cadena del Taurus que, como ustedes ya saben, se extiende a lo largo de más de mil kilómetros. Ojalá nos traiga resultados proporcionales a la prisa con la que desapareció de circulación. No tengo nada más que decirles, les deseo suerte en el trabajo y buenas vacaciones.

Se levantó para dirigirse a su despacho y le hizo señas a Lella Licasi para que lo siguiera.

—Pero ¿se fue solo? —le preguntó en cuanto se hubo sentado.

—No, qué va, profesor; me parece que eran cuatro: Dino Rasetti, creo que es geólogo y un fotógrafo que también hace de mecánico… lo llaman… lo llaman Scooter.

—¿Scooter?

—Sí, no sé su nombre verdadero… y también está Claudio Rocca. Era ayudante del profesor Barresi en historia griega pero ahora me parece que trabaja de periodista.

—Todos estudiosos de alto nivel —comentó sarcásticamente el director—. Según usted, ¿dónde estará ahora? La muchacha levantó los brazos y repuso:

—Quién sabe… a lo mejor en Estambul… o más allá. Vaya usted a saber.