XVII

TRAS llegar a Toledo, después de haber estado residiendo en una posada durante dos semanas, Leandro una mañana llegó con una sonrisa de oreja a oreja y le dijo a Martín que ya había comprado una casa.

La casa era amplia y confortable. Tal y como deseaba Leandro, no se trataba de un palacete; pero en absoluto era un chamizo. Disponía de seis habitaciones alrededor de un patio central; una pequeña arcada protegía el paso entre estancias en caso de lluvia y además tenía un buen establo en donde guardar el carro y los caballos.

Nada más llegar, Espolones husmeó el patio y marcó un par de rincones que debían guardar aromas de otros inquilinos anteriores. A continuación, se tumbó tan largo como era apoyando la cabezota en sus patas delanteras, mirando cómo se iniciaba el reparto de habitaciones y la descarga del carro.

Aparte de sus propios dormitorios y el comedor, destinaron una habitación para cocina, otra para secadero de plantas y elaboración de remedios y una última como almacén.

Martín nunca había tenido habitación propia, de hecho, quitando su aventura con los malhechores en el monte hacía ya tanto tiempo, nunca había dormido solo. Normalmente las casas eran de una sola estancia, así que estaba encantado con su habitación. Tenía un pequeño ventanuco por el que entraba tímidamente la luz. La habitación no era muy grande; pero era suya. Colocó las armas en un rincón y la ropa en un par de arcones. La cama tenía un suavísimo colchón de lana que, cuando Martín se acostaba, le daba la impresión de que quedaría envuelto en él. Era extremadamente mullido y, al principio, acostumbrado como estaba a dormir en jergones de madera con paja e incluso en establos, le costó acostumbrarse a la comodidad de la cama.

A los pies del lecho, colocó el arcón de Ximena. En uno de los viajes a su valle, lo habían recogido. Martín quería conservarlo y además estudiar los paños con las recetas de su madre. Leandro también había leído con avidez los remedios y había corregido sus propias notas con algunas de las dosificaciones que Ximena había registrado. Martín descubrió que, a diferencia de los paños de su madre, su padre utilizaba las pizarras que un día encontrara en un arcón para escribir en ellas. Con la ayuda de un punzón marcaba la blanda piedra. Cuando quería leerla bien, solo tenía que echar un poco de polvo de talco o de yeso sobre la piedra y los caracteres quedaban en bajo relieve perfectamente matizados. Recordaba cómo se reía Leandro cuando le contó la manera en que encontró las piedras y la extrañeza que le produjo que las guardara en un arcón, pensando que eran para la cubierta del tejado.

Decidieron comprar una pareja de esclavos que les ayudaran en las faenas de la casa. Una casa tan grande requeriría un cuidado y una limpieza que ellos no iban a poder darle debido en gran parte a que querían dedicar el máximo tiempo posible al estudio.

Salieron al mercado de esclavos y allí, nada más llegar, se les ofreció un hombre menudo y educado.

─Señores, ¿no buscarán por fortuna unos esclavos?

─Acabamos de llegar a la ciudad y sí, buscábamos una pareja. ¿Conoce algunos que pudieran interesarnos? ─dijo Leandro.

─¿Qué tipo de trabajos estarían buscando para ellos?

─Cuidar de una casa y de los animales que en ella tengamos. Además se ocuparían de la cocina.

─Déjeme que me ofrezca junto con mi señora para esos trabajos, señor ─dijo el hombre mientras se inclinaba ligeramente.

─¿Se está ofreciendo como esclavo? ─preguntó Martín.

Sabía que en muchos casos, gente que no podía sobrevivir por sus propios medios, se ofrecían como esclavos a algún noble o señor a cambio de la manutención; pero nunca lo había visto hacer.

─Señor, siempre he trabajado en el campo; pero una mala caída desde lo alto de un pajar hizo que me quedara la pierna derecha bastante inútil. He intentado durante dos años sobrevivir de mi trabajo, y aunque me ayudaba mi esposa, no éramos capaces de producir suficiente cosecha para vivir de ello. Así que nos hemos visto obligados a venir a la ciudad a ofrecernos como esclavos. Para llevar una casa y limpiar los establos, me basto y me sobro, y mi mujer Luisa es una estupenda cocinera. Además es muy limpia. Por favor, acójannos, podemos dormir en los establos.

─No, ni hablar ─dijo Leandro para sorpresa de Martín a quien el relato del hombre le había enternecido─. No quiero esclavos en casa, he cambiado de opinión ─remató dejando patidifuso a Martín.

Y no quedó ahí la cosa, continuó sorprendiéndole cuando le oyó preguntar:

─¿Sería tan amable de indicarme por cuánto podemos contratar sus servicios y los de su señora? Por supuesto dispondrán de su propia habitación y de la manutención.

El hombre miraba con la boca muy abierta a Leandro. No sabía si había entendido bien. Le querían contratar, no tenerle como esclavo, sino como trabajador. Y a su mujer también. Ni en sus mejores sueños había esperado algo así. Por supuesto aceptó. Tras acompañarles hasta la casa para saber en donde se ubicaba, quedaron que al día siguiente se mudarían.

─Me parece que debemos acomodar el almacén en la habitación del secado de plantas, no habíamos contado con que necesitábamos una habitación para ellos ─dijo Leandro.

─Sí, estoy de acuerdo ─asintió sonriendo Martín─ ¿Por qué no los quieres como esclavos?

─Es una idea que aborrezco. Además, seguro que siendo libres y cobrando un estipendio, conseguimos de ellos más fidelidad y más cariño que siendo esclavos y estando sometidos.

─Estoy totalmente de acuerdo contigo.

─Por cierto, ¿te crees su historia? ─preguntó Leandro.

─Sí. Se notaba la vergüenza y la impotencia que sentía cuando la contaba. Este hombre no quería quedarse tullido, para él es como fracasar en la vida. El no poder llevar el sustento a su casa es algo muy duro para un hombre de pundonor. Eso sólo lo siente el que tiene vergüenza y principios morales elevados, cualquiera que sea su condición social. Por otro lado, le viste las manos ¿verdad? Son manos duras, fuertes, acostumbradas al día a día trabajando. Y su cara está surcada de arrugas de estar a la intemperie expuesta a los fríos inviernos y a los veranos implacables de aquí en la Meseta, donde el sol no perdona y abrasa en la época de siegas.

─Muy bien, Martín, veo que eres un estupendo analizador de la condición humana ─celebró su padre.

Desde que Martín conoció a Leandro, había aprendido a ser como él en el trato y los juicios sobre las personas. Siempre educado, procuraba fijarse en su interlocutor con objeto de entresacar datos de su personalidad, de su oficio, de sus motivaciones... Su padre le había aleccionado bien. Decía que para un médico era vital conocer a su paciente, y cuanto más se fijara en todos los detalles, tanto anímicos como físicos, mucho más fácil sería poder diagnosticar su mal y curarle después.

Por supuesto, a veces fallaba en sus apreciaciones; pero eran las menos. Después de un turno de visitas a pacientes, solían comentar aspectos de uno u otro enfermo a modo de intercambio de pareceres. Descubrió que, de un tiempo a esta parte, casi coincidían en todas sus apreciaciones de las personas que habían pasado por sus manos.

Martín, pese a sus dieciocho años, ya era un médico experto. Se había aplicado muy bien con el cuchillo y, de su etapa con Leandro, el sacamuelas, con el que había estado durante casi un mes aprendiendo, le había quedado una práctica más que notable como dentista. Además junto a Leandro, las pizarras de éste y los paños de Ximena, elaboraban un gran número de remedios en su farmacia particular.

Al día siguiente, casi al alba, aparecieron Luisa y Ramón, la pareja de sirvientes. Ambos debían rondar los cincuenta años. Al verlos llegar, Martín se dio cuenta de la forma característica de andar de Ramón. La pierna derecha debía haberse fracturado a la altura de la rodilla. El hueso se debía haber desplazado y después soldado creando una postura anómala. Ramón arrastraba ligeramente la pierna y además no apoyaba plano el pie en el suelo. La cadera se había acostumbrado a balancearse para avanzar y estaba claro que con esa manera de andar no se podía seguir un arado.

Luisa era una mujer pequeña y risueña, con unos preciosos ojos violetas. Era puro nervio y casi desde que llegó a la casa empezó con fervor a recoger los cacharros que estaban algo dispersos por la cocina en donde acababan de desayunar Leandro y Martín. Casi no portaban enseres, en un fardo que Ramón cargaba al hombro llevaban todas sus pertenencias que se reducían a unas pobres prendas de abrigo para los inviernos.

Leandro le comentó a Luisa que dejara la cocina hasta que se hubieran aposentado y conocieran la casa. Luisa le miró fugazmente y sonriendo contestó mientras seguía trabajando que tiempo habría de conocer la casa; pero que siempre aparecería mejor si estaba toda limpia y recogida.

Leandro y Martín cruzaron una mirada mientras se sonreían. Nunca, desde que vivían juntos, habían tenido un toque femenino en casa, y eso, estaba claro, iba a cambiar desde ese momento. Ramón se los quedó mirando y con una leve sonrisa, se encogió de hombros como diciendo que era mejor no discutir con Luisa.

Martín supo en ese momento que Luisa y Ramón iban a ser parte de la familia.