II

JADEANTES y alegres se acercaban Martín y Alvar a la casa de este último, prestos a sacar a Recia, la yegua, tal y como les había pedido Bernardo, el padre de Alvar. Viéndoles llegar salió a su encuentro Carola, la madre de Alvar.

─ ¡Martín, hijo, corre a tu casa! Tu madre está enferma.

A Martín se le demudó el semblante. Su madre llevaba un par de días quejándose de un dolor en el vientre; pero eso, había observado, le solía acontecer coincidiendo con la fase de la luna llena. Después de dos o tres días de molestias, volvía a la normalidad. Ahora percibía que no era eso, ya que la luna estaba aún en cuarto creciente aquel día.

Voló más que corrió, hacia su casa. A pesar de que el hogar de Martín estaba un poco en las afueras de la aldea, recorrió el trayecto como una exhalación evitando apoyarse más de lo necesario en los pequeños charcos de hielo que salpicaban aquí y allá el camino. Al llegar, observó que incluso con el penetrante frío de la tarde, había gente a la puerta. Pasó como un rayo entre ellos mientras se daba cuenta de la cara de preocupación que se reflejaba en los rostros de los vecinos. Dentro, muy pálida y con evidentes síntomas de fiebre, yacía su madre. A su lado aplicándole en la frente un paño que envolvía un poco de nieve, estaba Munia, la gran amiga de Ximena en el valle.

Al verle entrar, Ximena sonrió y levantó una mano llamándolo con voz tenue:

─Martín, acércate.

Martín se apresuró a cogerle la mano notando cómo a pesar del frío intenso, su madre ardía y tenía la frente perlada de sudor. También percibió cómo una tiritona incontrolable recorría su cuerpo. Se tumbó a su lado para, en un impulso primario ofrecerle su calor, aunque en realidad fue ella la que le caldeó a él. Sin decirse nada, Martín disfrutó de la compañía de su madre y del calor de su hogar.

A diferencia de sus vecinos, la casa de Martín y Ximena no olía a animales. Siempre había un rescoldo encendido en el lar que caldeaba la única estancia que componía su hogar. Y como preparaba y secaba multitud de preparados compuestos de hierbas y plantas, el aroma en aquel hogar era algo singular mezcla de manzanillas, romeros, tomillos y regaliz. Sólo muy de vez en cuando, el olor variaba y se hacía pesado. Era cuando preparaba su madre raras combinaciones de mezclas con algún mineral como el azufre. No obstante, por lo general, se respiraba un ambiente fresco y limpio. El contraste con las otras viviendas era notable. Martín arrugaba la nariz cuando entraba en algunas en donde, además de los vecinos, encontraba cabras o gallinas compartiendo el techo de la casa. En muchos casos, necesitaba unos minutos para acostumbrarse al fuerte y penetrante olor a orín y pasto que se respiraba en esas casas y daba gracias por no tener que vivir en esas condiciones.

En realidad era una adaptación necesaria al medio. En los crudísimos inviernos, cualquier fuente de calor era bien recibida y los animales generaban grandes dosis del mismo. Además, los orines y excrementos de los animales, mezclados con una fina capa de heno seco, se usaban para cubrir el suelo; al fermentar, elevaban la temperatura. Por otro lado, el retener a los animales más valiosos dentro del recinto, hacía que las alimañas no los atacaran en las largas noches invernales, principalmente cuando el hambre azotaba el valle.

Ximena siempre se opuso a que los pocos animales que tenían ─la cabra, tres gallinas y un gallo─, estuviesen dentro de la casa. La razón muy clara: eran pocos para caldear y además se comían las hierbas que ella colgaba para secar dentro de todo el recinto. Por ello, adosado a la casa, naciendo del mismo muro, tenían un pequeño establo cubierto y cerrado con una pesada puerta a prueba de lobos.

Munia sacó a Martín de su ensoñación y cubrió con cuidado a Ximena que se había quedado dormida.

─Está muy enferma, Martín. Le he dado una mezcla de manzanilla y rabo de gato que ella misma me ha hecho preparar; pero no le baja la temperatura y, de vez en cuando, se le nota que sufre de intensos dolores en el vientre.

Martín miraba con preocupación a su madre y sentía la impotencia dentro suyo. Es más, hacía esfuerzos intentando recordar qué medicina podía preparar o administrarle. Repasaba mentalmente cuándo había visto a un enfermo similar y qué utilizó su madre para la cura en ocasiones semejantes. A la vez se prometía mentalmente prestar más atención en el futuro cuando ella preparara nuevos remedios. Paseaba por la habitación mirando los hatillos de plantas que colgaban del techo tratando de recordar las propiedades de cada una.

Sabía que la mezcla de manzanilla y rabo de gato que su madre le había hecho preparar a Munia, no era para la fiebre sino para aliviar los dolores estomacales. El origen de esos dolores no podía ser de la alimentación, ya que ambos comían lo mismo. De hecho era Martín el que de vez en cuando tenía indigestiones, sobre todo en época de recolección de bayas. De cuatro que cogía, sólo una o dos llegaban a casa.

Decidió preparar una tisana con corteza de sauce, que servía para bajar la fiebre y calmaba los dolores. La receta la tenía apuntada su madre en unos rollos de paño que guardaba en un arcón de madera de castaño. Ximena sabía leer y escribir y había enseñado a Martín. Eran los únicos habitantes del valle que lo hacían, salvo los esporádicos sacerdotes que por allí pasaban. Aunque no entendía el porqué, Ximena no quería que Martín alardease de ello e incluso prefería que no lo comentara con nadie. Se dijo que su madre debería tener sus razones. Él sabía que había aprendido en Toledo, de donde era originaria. Ximena había llegado al valle con Vicente, el abuelo de Martín, hacía ya quince años. Vicente era un hombre grande y fuerte que levantó la casa donde vivían ahora. Aunque él no llegó a conocerlo, porque murió antes de su nacimiento, los habitantes de la aldea hablaban con respeto y reconocimiento de Vicente. Hacía ya doce años le encontraron herido de muerte en el bosque al que solía acudir a cortar leña. Tres jóvenes de otro clan del valle, situado más al este, toparon con él y por lo visto entraron en disputa. Nadie sabía las causas de la misma, aunque suponían que los jóvenes, encabezados por Silo, un matón pendenciero conocido por todos los contornos por su cuchillo fácil, debieron afrentarle de alguna manera. Vicente, el abuelo de Martín, recibió cerca de veinte cuchilladas que le dejaron exangüe. Su corazón dejó de latir. Los cuerpos de los tres muchachos yacían sin vida a su alrededor. En uno de ellos aún permanecía clavada la enorme hacha lusitana que acompañaba a Vicente atravesando el pecho de su contrincante y dejándole clavado al tronco de un árbol.

El incidente estuvo a punto de convertirse en una guerra entre clanes; pero al final primó la cordura y se mantuvo la paz. En realidad, el mal nacido de Silo no era apreciado ni en su propio clan y eso contribuyó mucho a que la disputa no fuese más allá.

Revolviendo en el arcón fue desenrollando varios paños. Al final encontró la receta de la preparación que buscaba. Cogió una marmita de cobre y la llenó de agua. La puso al fuego encima de la llama para que se calentase rápidamente. Aplicó una porción de corteza de sauce que su madre guardaba en un estante. Era muy amarga, lo sabía por experiencia propia ya que su madre se la administraba cuando estaba enfermo, así que le añadió un poco de tomillo y un poco de hierbabuena. Puso mucho cuidado en la dosis, la corteza estaba molida y la cantidad exacta estaba descrita en el paño: un cacito del número II; era éste un pequeño cubilete de barro que había cocido su madre personalmente. Tenía una gran cantidad de cacitos de distintas medidas. Todos en su base tenían un número romano que iba del más pequeño, el I, al mayor de todos, el VI. En las recetas, Ximena apuntaba la dosis por cacitos de cada componente a utilizar. A veces, si el enfermo era un niño, o un hombre muy grande, variaba ligeramente las dosis hacia arriba o hacia abajo. Los cacitos eran cilíndricos y cabían uno dentro del otro, con lo cual era muy fácil transportar los seis en un mismo espacio. Si una cosa le había inculcado su madre era respetar las dosis, ya que lo que podía curar con una cantidad, con otra mayor podía resultar venenoso y con una menor no cumplir su cometido.

Munia observaba en silencio cómo Martín se desenvolvía por la habitación. Su cara expresaba estupor, sobre todo cuando vio leer a Martín en el paño. Comprendía, en su limitado conocimiento, que Martín estaba siguiendo unas instrucciones que había escritas en ese paño que estaba extendido en la mesa. Además, cuando abrió Martín el arcón, observó que había un libro en el mismo. Nunca había conocido a nadie que tuviera un libro. Ni siquiera los sacerdotes que llegaban al valle llevaban algo más que unos pergaminos.

─Eso es un libro ¿verdad, Martín? ─preguntó curiosa.

─Sí, Munia, es un libro de oraciones.

─Nunca había visto uno. ¿Sabes leer?

Martín, concentrado como estaba en hacer la receta, tardó un poco en captar lo que implicaba la pregunta.

─Sí, me enseñó mi madre. Pero, por favor, que esto quede entre nosotros. No sé por qué, pero prefería que nadie lo supiese. Confío en ti que eres su mejor amiga.

─Claro, Martín. Tranquilo, nadie lo sabrá.

Munia era una mujer grande. Nació con una pequeña deformación en la cara: tenía el labio superior abierto y continuamente se le veían los dientes estropeados, ya que prácticamente no podía cerrar la boca. Esa deformación la había dejado soltera y sólo su gran fuerza física y su tesón habían hecho que pudiera vivir sola. Bueno, acompañada de sus cabras. Además, tenía un particular siseo en su acento cuando hablaba fruto de su boca partida. Sin embargo, tenía un gran corazón y una admiración sin límites por Ximena, uno de los pocos habitantes del valle que nunca la miró con desprecio o menoscabo. Al final, no era raro verlas juntas e incluso era, de facto, la ayudante de Ximena cuando hacía las veces de comadrona. De hecho, fue la que asistió en el parto a Ximena cuando nació Martín.

Martín sacó el agua de la marmita al ver que ya hervía. Echó un cubilete de corteza de sauce y una ramita de hierbabuena y otra de tomillo seco. Tapó la preparación y la dejó reposar unos minutos. La tisana ya estaba preparada.

Entretanto miraba a su madre que estaba en posición fetal. Lo atribuyó a que tenía frío y avivó un poco más el fuego en el hogar. La visión de su madre enferma le llevó a acelerar el proceso de refrigerar la tisana. Cogió un poco de nieve que había entrado Munia y la aplicó por el exterior del cubilete. Cuando estimó que ya no quemaba, la cogió y se la acercó a su madre. Munia se adelantó y, tomando a Ximena por la cintura, la sentó con cuidado quedándose ella abrazada y sentada al lado. Martín se aproximó y acercó la tisana a los labios de su madre. Ésta, entreabrió los ojos y con una débil sonrisa al ver a su hijo, probó un sorbo del brebaje.

Con una ligera mueca tras paladear comentó lentamente:

─Corteza de sauce. Bien, Martín. Gracias por la hierbabuena, ayuda bastante a tomarla.

Martín sonrió mientras le acercaba de nuevo el bebedizo y le decía:

─He leído cuidadosamente las proporciones. Tómatelo todo. Tienes que ponerte bien ─rogó amorosamente el niño.

─Tienes que preparar otra ─dijo ella con voz débil.

─ ¿Cuál, madre?

─Necesitarás hojas de hinojo y cuajada de leche...

En ese momento un punzante pinchazo en el vientre hizo que se doblara por la mitad.

─¡Madre!, ¡Madre! ─ clamó él. Una lágrima, mezcla de angustia y de impotencia, corría por su cara mientras veía sufrir a su madre.

─¡Hinojo y cuajada de leche, hinojo y cuajada de leche! ─se repetía mientras buscaba el hinojo. La cuajada era algo que solía encontrarse en casa, ya que Munia siempre que les visitaba traía una poca. Sabía que a Ximena y a Martín les encantaba tomarla. Siempre la endulzaban un poco con miel que Martín sabía dónde encontrar. El hinojo tenía un particular aroma a anís. Martín solía ir por el campo masticando una varita del mismo. Del hinojo se utilizaba todo. La parte aérea, flores, hojas, ramas y la raíz, un hermoso tubérculo.

Ya era noche cerrada cuando, tras un elaborado proceso, ya que debía hacer la tisana con agua y luego mezclar una parte con la cuajada, al fin logró tener preparado el remedio.

Los vecinos que estaban en la puerta ya habían vuelto al calor de sus hogares no sin antes ponerse a disposición de Martín para lo que hiciese falta. En unas condiciones tan duras de vida como la que soportaban en ese valle, era toda una declaración de amistad, de cariño y de gratitud. Se notaba que el valle entero estaba sobrecogido por la enfermedad que aquejaba a aquella mujer que tantas veces les había sanado a ellos.

Sólo Munia se quedó con Martín. Volvió a ayudar a sentarse a Ximena que deambulaba entre la consciencia y la inconsciencia. Debía estar pasando por agónicos dolores, ya que su delgado y fibroso cuerpo se arqueaba violentamente incluso en los periodos de falta de conocimiento.

─Dale el preparado, Martín ─dijo Munia mientras sostenía contra su enorme corpachón a Ximena.

─Toma, madre ─mientras acercaba cariñosamente a sus labios el remedio.

Martín pasó aquella noche tumbado en su jergón que colocó al lado del de su madre. Munia prefirió quedarse velando a Ximena y aunque Martín inicialmente también estaba dispuesto a hacerlo, poco a poco fue vencido por el sueño. Al alba, tiernamente zarandeado por Munia, despertó.

─Martín, despierta, tu madre quiere hablarte.

Despejándose de inmediato, se incorporó y se postró al lado de Ximena.

─Dime, madre, ¿estás mejor?, ¿necesitas que te prepare otra cosa? ─dijo atropelladamente y casi con lágrimas en los ojos.

Ximena le miró también con las lágrimas aflorándole:

─Mi hombrecito.

Martín la abrazo y notó cómo su madre ardiendo le susurraba al oído:

─Si algo me pasara, debes buscar a tu padre.

Respingó y se separó mirando con estupor a su madre. Eran dos mazazos. Por un lado su madre le decía que era posible que no sanara y por otro que tenía un padre.

─Madre, te pondrás bien ─balbuceó tembloroso.

─Martín, tú sólo prométeme que lo harás.

─Pero madre, ¿quién es y cómo lo encontraré?

─Se llama Leandro, vive en los valles del río Curuenho ─ en ese momento un violento espasmo provocó que se abrazara a su hijo que para entonces lloraba copiosamente. Se rehízo mirándole a los ojos:

─Munia lo sabe todo, hijo. Ahora dame un beso y deja de llorar, ya eres un hombrecito y me estás poniendo triste ─dijo con la sonrisa más cálida que Martín la había visto nunca.

La besó y la abrazó largo rato, hasta que Munia la volvió a tumbar en el jergón. Ximena, volvió a entrar en un estado de inconsciencia. Martín miró a Munia y viéndola llorar a su vez, comprendió que su madre no superaría su enfermedad. Se tumbó a su lado pensando que así quizás el espíritu de su madre se quedaría con él.

Ximena no volvió a despertar. Murió esa misma mañana.

El valle entero acompañó a Martín en el entierro. Munia acordó con Segismundo, el jefe del clan, en ocuparse del niño ahora huérfano. Bernardo, el padre de Alvar, cuidaría de las cabras de Munia mientras tanto y por un tiempo.

De vuelta a la casa, para Martín ahora enormemente vacía, Munia le abrazó y le dijo:

─Debes buscar un paño con una marca verde y leerlo. En él tu madre dejó escrito como encontrar a tu padre.

Parecía mentira cómo una mujer tan ruda y fuerte como Munia, a la vez, era tan tierna y amorosa.

Martín abrió el arcón y tras una breve búsqueda entre los rollos de tela que había allí, encontró uno atado con un cordel verde.

Se sentó al lado del fuego, lo extendió y comenzó a leer.