IV

MUNIA, BERNARDo y Alfonso, estuvieron un día descansando en la casa de Leandro. Aunque les acogió y les permitió quedarse, Leandro madrugó y salió de la casa antes del amanecer y no regresó hasta entrada la noche. Prácticamente no habló con ellos. Tan solo confirmó que conocía a Ximena; aunque no quiso hablar más del tema. No es que estuviera enfadado, simplemente parecía confundido.

Munia no quiso dejar pasar la ocasión de conversar a solas con Leandro. Debía cerciorarse de que Martín se quedaba en buenas manos. Tras una breve conversación de la que Martín no llegó a oír nada, Munia volvió, abrazó a Martín y llorando le dijo:

─Creo que te dejo en buenas manos. Tu madre, tal y como te dije, no iba a elegir a un bruto. Es un buen hombre, tal vez un poco huraño; pero creo que acabará queriéndote tanto o más que yo.

─Munia, tengo miedo.

─Lo sé, Martín, yo también tengo. Tienes que confiar en tu madre. Con lo que ella te quería, no te dejaría con cualquiera. Pero te prometo una cosa: dentro de un año, pase lo que pase, volveré aquí a ver cómo estás. Y si para entonces no quieres quedarte, te vendrás conmigo. ¿De acuerdo?

─De acuerdo ─dijo abrazándola.

Al amanecer, salieron. Martín les acompañó hasta el alto del cerro. Y allí, llorando, observó cómo toda su “familia” se iba loma abajo. Solamente Espolones se quedó a su lado. Cuando ya no se les divisaba, Martín tomó el camino de regreso a la casa. Al llegar constató asombrado que Leandro, el sanador, su padre, ya no estaba. No le había esperado. Fuese a donde quiera que fuese por las mañanas, se había ido dejándole, seguramente hasta el anochecer, al cargo de la casa.

La casa era grande, maciza. De paredes anchas construidas con grandes sillares de piedra. El tejado de pizarra aparecía bien cuidado, limpio de las pequeñas plantas que solían crecer con el tiempo y que provocaban con sus raíces que las humedades penetraran en los hogares. A diferencia de las casas que Martín conocía, la casa de Leandro no tenía un lar central, sino que poseía una chimenea grande con un espacio lateral que guardaba una buena provisión de leña de roble bien colocada. Además había un buen cesto de mimbre, lleno de piñas y escobas secas para utilizar como yesca.

En el techo, grandes atados de plantas se secaban colgados boca abajo. Martín las estudió con detalle y salvo un par de ellas, comprobó con agrado que las conocía todas. En realidad, Leandro guardaba menos plantas de las que Ximena solía utilizar, aunque en cantidades mucho más importantes.

En una esquina había tres arcones; Martín abrió el primero, un arcón tosco de madera de castaño, similar al que su madre tenía en su casa. Dentro encontró una gran cantidad de losetas de pizarra casi todas del mismo tamaño. En un primer momento, pensó que quizás las guardara para reparar el tejado. Era algo raro, las piedras podían estar perfectamente en el exterior de la casa. Por su misma condición de piedras no se iban a estropear por la nieve ni tampoco los animales las afectarían. Sin llegar a entenderlo cerró el arcón y abrió el segundo, más ancho y más grande y mejor acabado. Era de madera de roble y en las esquinas tenía unas cantoneras de hierro que le daban un aspecto robusto. En el interior encontró unos lienzos que envolvían algo. Cogió el paquete más grande. Era pesado, estrecho y largo. Lo posó sobre la mesa, desató el cordón que lo anudaba y desenrolló el paño para encontrarse con una enorme espada. Martín quedó fascinado. Nunca había visto una, por lo menos, no como aquella. Todos en la aldea llevaban dagas y cuchillos, hasta él tenía uno pequeño que utilizaba para cortar las plantas que recogía; pero esto era diferente. La hoja tenía filo por los dos lados. La empuñadura, en forma de cruz, era lo suficientemente larga para poder asir el arma con dos manos, lo que debido a su enorme peso, debía ser lo más natural. Carecía de ornamentos; pero aún así, su manufactura era excelente. Martín la estudió un buen rato más. Al final la envolvió y la introdujo de nuevo en el arcón. Al lado encontró otros lienzos que contenían dos dagas, un puñal y unos guanteletes. También descubrió en el fondo una cota de malla.

Dejó todo tal y como lo había encontrado. Quien lo iba a decir, un sanador guerrero. Era algo que no se esperaba.

En estos pensamientos estaba cuando se dirigió al tercer arcón. Este era más un baúl. Pequeño y con forma abultada tenía un pequeño pasador. Descorrió el cerrojo y lo abrió, observando que estaba forrado por dentro de una tela que no conocía. Era lo más suave que había tocado nunca y el color, rojo intenso, era brillante como jamás había visto. Dentro había varias cajas pequeñas. Abrió una de ellas y descubrió una serie de herramientas que eran totalmente distintas de las vistas por él hasta entonces. Se trataba de unos cuchillos de una sola pieza. El mango y la hoja formaban un todo. Eran finos y pequeños. Martín fue a coger uno y en esas estaba cuando un vozarrón sonó a sus espaldas.

─¡Ten cuidado! Están muy afilados.

Martín, del sobresalto no acertó a coger bien el cuchillo y, aunque apenas rozó el filo, un brillante surco rojo apareció en la yema de su dedo gordo. Se había cortado casi sin darse cuenta. Nunca había visto un cuchillo tan afilado en toda su vida.

─¿Lo ves? Supongo que Ximena no tenía ninguno como estos, ¿verdad? ─preguntó Leandro mientras se aproximaba y le cogía la mano examinándosela.

La sangre corría abundantemente y se veía una fina capa de piel separada.

─Aprieta el dedo por la base y levántalo un poco ─dijo Leandro con autoridad mientras buscaba algo en un armario ubicado en una esquina de la casa.

─No te preocupes, no es nada, lo que pasa es que los dedos contienen gran cantidad de sangre ─le iba diciendo mientras le cubría la herida con un pequeño lienzo a la vez que le colocaba la otra mano para que apretase en el punto del corte. Luego le miró y, por primera vez, desde que le había conocido, observó Martín cómo se le formaba en el gesto una pequeña sonrisa.

─¡Gracias! ─acertó a decir Martín. La verdad es que todo lo que había hecho Leandro, él ya lo sabía. Su madre le había curado en varias ocasiones y el procedimiento era prácticamente el mismo.

─Veo que además de curioso, eres educado.

─Perdone que haya abierto sus arcones ─dijo Martín consciente de que había hecho mal.

─Ya tienes el castigo a tu atrevimiento ─dijo sonriendo abiertamente Leandro.

Martín estaba realmente asombrado. ¡Qué distinto era este Leandro del hosco y huidizo sanador que los había recibido! Además, por segunda vez le había sorprendido. Martín se consideraba bueno en el bosque, permanecía siempre atento a los ruidos y movimientos en el mismo. Generalmente ésta habilidad le permitía encontrar nidos y madrigueras. Pero tanto el día que llegó, como hacía unos instantes, Leandro le había sorprendido sin que él hubiese percibido su llegada.

─Eso que has tocado y que evidentemente no conocías, es un cuchillo de cirujano ─le decía mientras tomaba uno en su enorme mano apareciendo sólo un pequeño filo de metal entre sus dedos.

─Se utiliza para abrir la carne. Por eso está sumamente afilado, y por eso sé que nunca lo habías visto, ya que nunca lo hubieses cogido por el filo de haberlo conocido. En fin, supongo que es una lección que ya nunca olvidarás ─y volvió a guardar el pequeño instrumento en la caja de dónde lo había sacado Martín.

Sus movimientos eran precisos y cuidadosos. Martín observó además que prácticamente no hacía ruido al desplazarse. Calzaba unas botas de una piel con bastante pelo que no llegó a identificar. Como si se sintiera observado, Leandro se dio la vuelta y quedó mirando a Martín. Su tamaño imponía. Era un hombre alto y fornido. En la base de su cuello, casi tapado por una tupida barba entrecana, se apreciaban unos tendones y músculos bien formados. Pero lo que más le impresionó a Martín era la intensidad de la mirada: sus ojos eran de un gris metálico y su rostro fruncido hacía que unas arrugas se perfilaran a los lados de los ojos. Acababa el conjunto de sus facciones unas pobladas cejas oscuras que destacaban en una tez curtida por los vientos invernales. En ese momento se quitó un gorro de lana que, ahora recordaba Martín, siempre llevó puesto, y descubrió una corta melena de pelo más blanco que castaño. Martín no supo determinar la edad que tendría su... padre. Esta revelación prácticamente le azotó. Leandro debió notar su turbación y rompió el fuego:

─Bien, Martín. Tenemos que conocernos. A los dos nos han impuesto una convivencia que realmente no habíamos pedido ─dirigiéndose a avivar el fuego siguió hablando─. Creo que haremos lo siguiente, te preguntaré para conocerte y cuando termine podrás hacer tú lo mismo conmigo. ¿Te parece? Venga zagal, acércate al fuego y siéntate.

Martín asintió mientras se sentaba en un jergón. Leandro, por su parte se quedó de pié con la chimenea a su espalda, mirándole atentamente.

─La verdad es que te pareces a tu madre ─dijo con una nota de afecto en la voz ─. Bien, empecemos.

Y así con unas cuantas preguntas que Leandro formulaba concisas y bien encaminadas, Martín le contó prácticamente su vida. Cómo recogía plantas para Ximena, cómo recolectaba miel de los panales que encontraba, cómo estudiaba con su madre remedios... Y lo que más le costó, cómo murió su madre.

─Cólico miserere ─dijo lacónicamente Leandro mientras caminaba por la habitación─. No podías hacer nada, Martín, nunca te atormentes por no haber hecho más por tu madre. Hiciste lo que yo mismo habría hecho ─y Martín creyó percibir una nota de dolor en la voz de Leandro.

─Bien, creo que es tu turno, aunque intuyo ya tu primera pregunta.

─ ¿Por qué nunca he sabido de usted?

─Ya suponía que esa iba a ser tu pregunta, y ciertamente te mereces una respuesta. Pero sucede que esta respuesta es una larga historia que no te voy a contar por el momento. Por ahora y hasta que acabemos las tareas de hoy, tendrás que conformarte con saber que yo tampoco supe que existías ─y diciendo esto, se puso un abrigo de pieles de zorro que estaba colgado a la entrada y salió por la puerta. Martín, estupefacto por la respuesta, cogió a su vez el abrigo de lobo que Carola, la madre de Alvar, le había hecho y salió tras él.

El sol estaba en su apogeo y Leandro se dirigía a buen paso hacia el bosque. Espolones, el muy traidor, saltaba a su alrededor.

─Martín, tenemos que hablar acerca de tu perro.

─Se llama Espolones ─se apresuró a contestar.

─Espolones ¿eh? Pues bien, Espolones debe ser educado correctamente y para ello tienes tres semanas.

─¿Por qué tres semanas?

─Porque dentro de tres semanas nos vamos. Y Ahora déjalo atado.

─¿A dónde nos iremos? ─preguntó Martín mientras amarraba a Espolones a un tronco.

─No creo que sea de tu incumbencia, aunque también debes aprender a pensar antes de hablar. ¿Qué soy, o qué te han dicho que soy?

─Un sanador.

─Y ¿qué hace un sanador?

─Curar a la gente.

─¿Ves mucha gente por este valle?

Martín entendió lo que le quería hacer ver. Además se percató de que, pese a no conocerle y que se encontraba en una situación tan inesperada como él, no le trataba con tiranía, ni siquiera con desdén. Recordaba varios chicos de la aldea que eran severamente tratados por sus padres, incluso había un par de ellos que prácticamente parecían esclavos del progenitor.

En estas cavilaciones andaba Martín cuando llegaron al bosque. Éste aparecía aún con los troncos de los robles pelados, cubiertos de líquenes amarillentos que cubrían su corteza. Los helechos secos tapaban el suelo del bosque y sólo aquí y allá se apreciaban trochas por las que sin duda discurrían animales del bosque.

La caminata fue larga y en silencio. El paso de Leandro era vivo aún cuando el camino picaba hacia arriba. Martín le seguía de cerca sin dificultad por su largo entrenamiento en la montaña. Se sentía bien andando otra vez por el monte. Además, quería impresionar a su padre, y estaba seguro de conseguirlo cuando éste apreciara el aguante y la velocidad de la zancada de Martín.

Cuando llegaron a un pequeño claro provocado por una enorme roca que emergía medio enterrada entre los helechos, Leandro se detuvo y con la mano hizo un gesto a Martín para que parara a su vez.

─Martín, no parece que seas tan buen montañés como presumes. Eres como un rebaño de ovejas andando por el monte ─le dijo con una media sonrisa─. Intenta no hacer tanto ruido de ahora en adelante, nos acercamos a la zona de caza y no quisiera que nos oyeran los animales. Como espero que hayas comprobado, el viento está cambiando y ahora lo tenemos detrás, por lo que nos escucharán al mínimo sonido que hagamos.

Martín estupefacto, no supo qué decir. Ahora se daba cuenta: había seguido con facilidad a Leandro, pero ciertamente éste se desplazaba con elegancia y pasos firmes con tal levedad que apenas movía las plantas. Mientras, él saltaba los troncos y pisaba las piedras pero sin cuidado, sólo pendiente de no perder el ritmo.

Leandro se puso de nuevo en movimiento. Martín observó cómo pisaba con el exterior del pie y cómo esquivaba los helechos y las ramas secas de los árboles para no quebrarlas. Él se propuso hacerlo igual y vio con desesperación cómo la distancia que les separaba se incrementaba paso a paso. Realmente, el mantener su paso se le antojó entonces una proeza.

Prácticamente lo había perdido de vista cuando le encontró parado y algo agazapado. Por simple precaución, Martín se paró a su vez. Sin duda, estaba al acecho de algo que Martín no alcanzaba a ver. Con movimientos suaves le vio empuñar un cuchillo y retroceder muy lentamente y ligeramente encorvado hasta donde se encontraba él.

─Parece que hoy mis lazos le han venido muy bien a la osa.

─¿Una osa? ─dijo algo más fuerte de lo que hubiera querido.

─Volvamos, y en silencio ─le dijo reconviniéndole.

Ya una vez en el valle, le explicó que se dirigían a unas lazadas que tenía montadas; pero las había encontrado rodeadas de una osa con sus dos oseznos.

─Lástima, nunca he visto a un oso y menos aún dos oseznos.

─Martín, nunca, nunca, nunca abordes una osa con oseznos. Se vuelven muy protectoras y violentas. Hasta los osos macho les tienen respeto. Además, acaban de salir de la hibernación y tienen hambre así que es mejor dejarlo estar.

─Pero destrozará los lazos y devorará las presas.

─Martín, no voy a pelear contra una osa por un conejo. Dejaremos lo de cazar osos para los comes y los duces.

─No sé quiénes son esos duces y comes. En mi aldea nadie cazaba osos. A veces un oso se acercaba a las casas, y los mastines salían a su encuentro; pero hasta los perros se mantenían a distancia. De todas formas, el oso, al verse agobiado por los perros, se iba por otro lado.

─Supongo que es la primera vez que sales de tu aldea ¿verdad?

─Sí.

─Entonces tienes que aprender mucho aún del mundo. No te preocupes, te enseñaré lo que pueda ─le respondió mientras llegaban a las inmediaciones de la casa─. Entra en la casa y aviva el fuego, esta noche no habrá nubes y tendremos una buena helada por la mañana.

Martín se dispuso a hacer lo que le mandaban. Pero antes de entrar, se dio la vuelta y mirando a Leandro le preguntó algo que le runruneaba dentro suyo desde hacía rato.

─ ¿Cómo debo llamarle? Don Leandro, padre,...

─No, me llamarás maestro, no quiero dar explicaciones a nadie. Ya se me conoce en muchos pueblos siempre solo, y aparecer este año con un hijo me obligaría a contar muchas historias. Diremos que eres un aprendiz que he acogido. Y ahora haz lo que te he dicho, enseguida entraré.

Entró en la casa, añadió un par de troncos al lecho de brasas que aún ardía en la chimenea. En ese momento entró Leandro con Espolones cogido por un cordel.

─Lo primero que vamos a hacer es educar a este bicho. De nada sirve ser sigilosos nosotros si llevamos al lado a un perro saltarín.

Espolones como queriendo demostrar que esa afirmación era cierta, pegó cuatro saltos hacia Martín, se puso sobre sus cuartos traseros y le lamió la cara.

─Dale una palmada en el morro. Tienes que impedir que se suba. Dentro de un par de meses será el doble de grande que ahora y con ese gesto te tumbará en el suelo. Estos bichos se hacen muy grandes y crecen muy deprisa.

Martín soltó a Espolones y le gritó un ¡NO! que Espolones ignoró por completo, volviéndose a subir y posando las patas delanteras en su pecho. Martín le echó hacia atrás y volvió a gritar ¡NO!

─Toma esta rama, ayúdate con ella ─dijo Leandro tendiéndole una pequeña rama seca de escoba─. Verás como con un par de azotes ahora, aprenderá para toda la vida.

Martín así lo hizo y le pegó suavemente un ligero azote en los morros a Espolones la tercera vez que intentó subirse. Al final de casi una hora de gritos y amenazas con la rama, Espolones captó el mensaje y así, cuando Martín le llamaba, acudía meneando por completo el cuerpo pero ya sin alzarse.

─Bien Martín, ya has educado a tu perro ─aprobó Leandro con una sonrisa─. Los próximos días deberás enseñarle a estar parado cuando quieres, a que camine a tu lado e incluso a que esté presto a la pelea cuando tú decidas, no cuando a él le venga en gana. Supongo que ya sabes cómo son los machos cuando crecen, y nosotros en breve iremos por muchos pueblos, todos con un mastín dominante que vendrá a reconocernos. No quiero tener peleas en todos los pueblos de la ceca.

─ ¿Qué es la ceca?

─La ceca es una región que está bajo el mando de un dux. Ya sabes uno de esos que gusta de ir a cazar osos ─dijo riéndose él mismo de su ocurrencia.

─ ¿Y los comes quiénes son?

Los comes son... como los delegados de un dux en esa región. Son los señores de los pueblos, las ciudades o incluso de varios pueblos. Otros comes, permanecen junto al dux asesorándole o ayudándole en las varias tareas que conlleva la administración de la provincia.

Martín asentía intentando comprender los conceptos de los que hablaba Leandro.

─¿Son como los jefes del clan?

─Martín, sencillamente vuestros clanes no son ni siquiera reconocidos por los duces ni los comes ─ le informó sonriendo─. Evitan tener problemas con la gente de las montañas. Estáis lejos de las rutas de paso y además no sois la gente más tratable del mundo. Tenéis vuestras propias reglas y no soléis dejaros intimidar. Todo eso, sumado a que no disponéis de grandes recursos que enriquezcan a la corte, hace que sea preferible dejaros de lado.

Leandro le explicó a Martín cómo, a un entorno de dificilísimo acceso, se añadía el carácter hosco de los montañeses astures, cántabros y vascones, quienes protegidos por sus montañas eran relativamente impermeables a las influencias que romanos primero y visigodos después habían inculcado en el resto de la Península Ibérica. Seguían organizándose por clanes y se reunían en consejos de clanes. Aunque, evidentemente dependían geográficamente de un dux, en la realidad, la administración de los visigodos tras alguna intentona que al final se convirtió en sangrientas escaramuzas, los dejó de lado. Tan solo la iglesia, mediante los sacerdotes que aparecían por los valles, había llevado algo del mundo exterior a los habitantes de las montañas.

La sociedad feudal de los visigodos se organizaba de manera que los señores arrendaban las tierras a los aparceros, que las trabajaban a cambio de dar al terrateniente parte de la cosecha. La figura del terrateniente solía coincidir con la nobleza visigótica. Estos nobles tenían su propia guardia personal que además defendía a los aparceros que se ponían bajo la protección del señor. Por ello, el señor de las tierras era prácticamente todopoderoso en su territorio, administrando justicia y los bienes de sus súbditos.

Los comes, o condes, eran a su vez los mandatarios de varios territorios administrados por nobles de menor rango. Algunos comes gobernaban grandes territorios o plazas importantes. Otros, permanecían cerca de la corte del dux, o duque, e incluso del rey. Por ejemplo, al frente del fisco del reino estaba el “conde del patrimonio”.

El cargo de dux o duque solía recaer en familias de larga tradición entre la nobleza visigoda. Lo nombraba el rey consultando casi siempre al Aula Regia, que era un consejo asesor de nobles. El dux dominaba una ceca, o región, en las que se dividía el reino y además solía ser un dux el aspirante a la corona cuando el rey faltaba.

El asunto de la sucesión del rey dependía del Aula Regia, que elegía entre los nobles. Pero eso estaba cambiando y las conspiraciones por acceder al trono (incluyendo regicidios) y las abdicaciones de reyes en sus hijos, estaban cambiando el orden y las leyes visigodas, creándose así largas y enconadas rencillas entre familias de nobles poderosos.

Todos estos conceptos, explicados con paciencia por Leandro, hicieron que Martín se diese cuenta que el mundo era mucho más grande y más complejo de lo que él nunca llegó a pensar.

─¿Por qué me contáis todo esto, maestro?

─Porque, Martín, prometí que te narraría la historia de Ximena y mía. Y necesitas conocer toda esta información para entenderla. Es una historia complicada.