Juego pasional - J. Michael Reaves
J. Michael Reaves es un californiano nativo de poco más de veinte años de edad; en 1972 viajó a la Universidad Estatal de Michigan para asistir al taller de escritores de Clarion-East, vendió su primer cuento al Clarion III y usó el dinero para comprarse una máquina de escribir. A juzgar por el siguiente relato, sutilmente elaborado, acerca de una muchacha que se aprovecha de un extraño talento (el segundo cuento que ha vendido), espero que su inversión demuestre ser un deleite para los amantes de la ciencia-ficción.
La persona haciendo autostop era apenas visible muy adelante, una rígida figura erguida en el punto en que el camino se unía al horizonte chato y gris. El polvo que se adhería al parabrisas como pintura seca y las olas de calor que emanaban del asfalto negro nublaban la visión de Sherry. Pero aún así, ella estaba segura de que era un "él".
La certeza la hizo sonreír... ese adorable sentimiento que le producía saber que estaba en lo cierto.
Escuchaba a medias la voz de Ellis que zumbaba justo por encima del estruendoso traqueteo del motor del viejo camión, contándole cosas interesantes acerca de la vida animal que ella no deseaba escuchar. Ellis se detendría para levantar al pasajero si ella se lo pedía. Se alisó el pelo hacia atrás, sus dedos resbalaron sobre la rubia maraña, resbaladiza por el sudor, y se preguntó: "¿Valdría la pena detenerse?" Sí.
—Detente —dijo, acercándose al oído de él. Era la clase de orden que debía darse con voz ronca, apenas más fuerte que un suspiro. Pero la pickup Chevy 62 obligaba a conversar a gritos. Sherry se negaba a gritar, y por eso se acercó al oído de Ellis, acariciándole la nuca con la punta de los dedos, sintiendo el polvo y el sudor depositados como una delgada capa de lodo. A medio centímetro por debajo de su rostro sonriente, toda ella se estremeció de pura repulsión. En la superficie no apareció ni un indicio de este sentimiento. — Detente, Ellis.
El pie de él empezó a bombear los frenos gastados al unísono con los dedos que le acariciaban el cuello.
Ella casi podía ver el punto rosado de la cara de él mientras caminaba de espaldas por la autopista. Ni siquiera ver su cara, y saber que valdría la pena detenerse, pensó ella. Una sensación adorable, adorable.
Ellis no creía en la intuición femenina, en la clarividencia. Gruñiría y maldeciría, pero se detendría. Estaba bien permitirle algún resentimiento. Hacía que él siguiera creyendo que era él quien tomaba las decisiones.
Pero en vez de protestar, Ellis solamente dijo:
—Me pregunto de dónde diablos salió. Cualquier hombre se moriría después de unas pocas horas en este clima sin un vehículo.
El camión dio un bandazo frente al hombre.
Cómo caminaba, pensó Sherry mientras lo observaba cuando se aproximaba al camión. Con tanta fluidez. La hacía pensar en...
—Al menos no es negro —dijo.
...John Frank, el hombre negro que habían contratado para que arreglara el techo el último otoño.
Y luego él ya estaba abriendo la puerta y deslizándose al interior, rápido, porque el pesado pie de Eitis estaba sobre el acelerador, enviando el camión de regreso a la ruta. El tableteo de la grava y la arena golpeando la carrocería se esfumó, y Sherry miró al pasajero.
Otra vez sintió la satisfacción de estar en lo cierto. Ella había sabido que él sería diferente.
Y lo era.
Su rostro era curtido y terso, suave como el de un bebé, aunque enjuto. Ella observó cómo se repantigaba en el asiento, acomodándose sobre las fundas plásticas. Tenía el pelo negro y corto, casi como un pelaje. No tenía rastros de barba.
Y no transpiraba.
Ella miró su rostro, seco e inmóvil contra el viento caliente. Tenía los ojos cerrados, pero ella vería su color muy pronto.
Diferente, pensó. Qué diferente... no, se dijo. No mires demasiado, o lo averiguarás demasiado pronto. Quería estar intrigada un rato más. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que alguien le había interesado.
Miró sus manos, pálidas y delgadas, de dedos abusados. Las manos de Lucille Ballantine eran así.
—¿Qué pasó, señor?; —Sherry giró la cabeza, sorprendida, y vio a Ellis que miraba al hombre por encima suyo. Sentada junto a Ellis, podía percibir el olor animal de su camisa, podía ver los círculos amarillos bajo los brazos. Ellis había estado conduciendo durante casi ocho horas. Sherry casi arrugó la nariz, disgustada; casi, pero no del todo.
—Mi automóvil se averió. —Su voz era calma y justo en el medio: un tono neutral.
Sherry esperó que Ellis dijera que no habían pasado junto a ningún auto abandonado. Pero sólo dijo:
—Son cosas que suceden.
Ella estaba sentada entre los dos, sintiendo el contraste, sintiendo que la repugnancia la alejaba de Ellis, de sus ropas sucias y de su piel húmeda, impeliéndola hacia el pasajero.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Kyle. —Él no la había mirado ni una vez... aún no sabía de qué color eran sus ojos. Si se movía otro medio centímetro, podría tocarlo...
Todavía no. Aún disfrutaba demasiado del misterio.
Tocarlo sería absorber más conocimiento; el solo hecho de rozarlo le decía que no quería conocerle tan rápido.
Ellis había retomado su conferencia, que había empezado con la vida en el desierto progresando hacia la vida animal en general, recitando fragmentos de lo que recordaba haber leído en ejemplares viejos del Reader's Digest. Una de sus grandes manos asía el volante mientras hablaba; la otra descansaba sobre la puerta. El sol había curtido más ese brazo que el otro, durante los tres días que había pasado conduciendo el camión.
—Tomemos los reptiles, las serpientes y los lagartos —dijo—. Coloración protectora... se ven exactamente del color del polvo por el que se arrastran. Algunos hasta pueden cambiar de color para confundirse con el fondo. Por eso están vivos, sabes. O algunos se asimilan a la forma de vida dominante en la zona, como los pájaros que viven sobre los rinocerontes. Se llama mecanismo de defensa.
—Ellis —dijo Sherry, mirándolo cansadamente—. No tenemos interés.
Ellis gruñó y cambió de tema, lanzándole una mirada de irritación. La mirada la sorprendió... habitualmente su tono de voz no despertaba ningún resentimiento en él.
—Mal sitio para sufrir un desperfecto —continuó Ellis—. Llega a 40° a la sombra en esta época del año. Es un clima matador.
Y la piel de Kyle era tan tersa, seca... y pálida. Sherry paseó la vista desde el marrón del brazo de Ellis al rosado del rostro de Kyle. ¿Había algún indicio de que se oscureciera, hasta el primer botón de la camisa?
Era hora, decidió, de averiguar un poco más. Sherry apoyó levemente su mano sobre la de él y sintió...¡Truenos! ¡Metralla! ...Y el color de sus ojos cuando la miró...
El camión daba bandazos hacia la derecha, la cubierta pinchada los arrastraba hacia la banquina. Ellis luchó hasta detenerlo, hizo girar la llave para desconectar la ignición. Bajó de la cabina, dio la vuelta hasta la cubierta delantera derecha, y se desahogó con una maldición y una patada.
Kyle aún la miraba.
—¿Cómo te llamas?
—Sherry. —Él sonrió, abrió la puerta y bajó para ayudar a cambiar la cubierta.
Sherry los observó mientras trabajaban. Un rayo de sol caía sobre sus muslos, haciendo que las medias le produjeran calor y picazón. Se tocó ligeramente la lengua con una uña y se preguntó si sentiría miedo.
Los ojos de él eran pardos. El oscuro color chocolate de los de John Frank, el avellana de los de Lucille Ballantine. Se le puso la piel de gallina.
Los contempló mientras cambiaban la cubierta; Ellis era el que más hablaba. Tres años con Ellis; el desafío, la satisfacción y ahora el aburrimiento de estar al mando. El haría cualquier cosa que ella le dijera, incluso dejar su trabajo y mudarse de Arkansas a California, sólo por el privilegio de su cuerpo. Advirtió con cuánta facilidad Kyle levantaba la cubierta y la ponía en su lugar, con los músculos de la espalda estirando la camisa de un azul desvaído que llevaba puesta. Luego, rápidamente, una de las manos de ella, se alzó hasta el espejo retrovisor y lo torció de modo que pudiera verle el rostro. Tenía la piel agrietada y el pelo reseco por el aire caliente. Buscó la cartera, y para cuando Kyle y Ellis regresaron a la cabina, estaba untándose el rostro con crema.
El camino se extendía largo y recto como melcocha extendida, en dirección al sol rojo e hinchado. La noche llegó repentina, casi sin crepúsculo. Rodaron sin hablar mucho durante otra hora, hasta que aparecieron en el horizonte las luces de un pequeño motel.
—Nos detendremos aquí —dijo Ellis. Parecía limpio y, más importante aún para lo que ella tenía en mente, sólo había otro coche estacionado sobre el terreno de grava. Sherry sonrió.
Ellis entró a pedir un cuarto. Cuando la puerta de vidrio se cerró detrás de él, Sherry dijo:
—¿Por qué no te quedas aquí esta noche, así sigues con nosotros mañana?
Y esperó, respirando levemente, que él respondiera.
—Podría hacer autostop el resto del camino esta noche —dijo. Y por su tono, supo que estaba jugando con ella. Volvió la cabeza y le clavó los ojos. Los ojos de él estaban ocultos en la oscuridad... la luz roja de Hay vacantes arrojaba una banda carmesí sobre su pecho.
—Sé que te quedarás —dijo ella.
—¿Cómo lo sabes?
—Del mismo modo que supe que quería que te levantáramos. Del mismo modo que supe que eras... diferente. —Le sonrió—. Habitualmente puedo decir cosas como ésta. Mi madre' solía decir que yo era clarividente. —Volvió a apoyar la mano sobre el brazo de él.
Kyle sonrió, y ella se pasó la lengua sobre sus labios secos.
—Eres una muchacha sensible, Sherry. ¿Hasta qué punto soy diferente?
—Espero averiguarlo. —Buscó en su cartera y extrajo un billete de diez y otro de cinco— Toma un cuarto aquí. Después de que Ellis se duerma...
El miró el dinero.
—¿Qué te hace pensar que no lo tomaré y me iré?
Ella echó un vistazo a la oficina del motel, luego se inclinó y lo besó. Los labios de él eran oscuros y llenos, suaves y femeninos...
—Te quedarás —le dijo. Quiso decirlo como un cálido susurro, pleno de confianza. Le salió como un jadeo, pleno de súplica.
Repentinamente confusa, se deslizó hasta la puerta, la abrió y se dirigió hacia la oficina del motel. Cuando estaba llegando a la puerta, Ellis salía.
—Número diecisiete —le dijo, entregándole la llave. Cuando comenzaba a cruzar la playa de estacionamiento, vio a Kyle entrar perezosamente en la oficina. Unos minutos más tarde, él ya abría la puerta del número quince.
Una hora o dos más, pensó ella, y basta de misterios.
Ya estaba en la cama en el momento en que Ellis salió de la ducha, con los ojos cerrados para no verlo caminar desnudo y húmedo, cruzando el cuarto. La sola idea de su vientre prominente sobre el de ella, su peso aplastándola contra el colchón, resoplando hasta llegar al clímax y comenzando a roncar casi antes de salir de encima, le causó repulsión. Pero él no intentó nada, sino que sólo entrelazó los dedos en la nuca y contempló el cielorraso. Después de un momento dijo caviloso;
—Ese Kyle es un tipo raro, ¿no es cierto?
Está cansado de conducir, pensó ella. Bien.
—¿Extraño cómo?
—Bien, es bastante obvio cómo, al menos para mí. Aunque supongo que una mujer no lo advertiría. —Ellis se rió ahogadamente.
—Ellis, ¿de qué estás hablando?
—Es un marica, eso es todo.
—¿Qué? —Una imagen de Kyle, fuerte y alto... la facilidad con que había levantado la cubierta, su forma, relajada sentada a su lado... —¿Marica? ¿Kyle?
—Absolutamente evidente —dijo Ellis. Volvió a reírse ahogadamente—. Siempre me pregunté cómo había gente dispuesta a jugar a ese lado de la cerca. Pero viendo a alguien tan bonito como él, casi puedo comprenderlo...
—¡Ellis! —gritó ella—. ¡Deja de hablar así! >;
El se quedó en silencio un momento. Luego dijo:
—¿Por qué te molesta, Sherry?
—¿Qué quieres decir?
—No le gustó el tono de su voz
—No me molesta. Ahora, vete a dormir.
—Aún no. Creo que merezco una respuesta.
—¡Ellis, ve a dormir!
El no dijo nada más. El silencio creció. Finalmente el se inclinó y apagó la luz.
Marica. Ella pensó en una noche, poco menos de un año atrás, cuando se había quedado en la casa de Lucy Ballantine mientras Ellis y el marido de Lucy salían a pescar. Las dos habían dormido en la misma cama, muy juntas y tocándose...
Esperó hasta que Ellis comenzó a roncar. Luego se vistió y traspuso la puerta. Caminó por la vereda, maldiciendo suavemente cuando uno de sus pies desnudos apoyó sobre la grava. Frente a la puerta de él se golpeó un dedo contra el cemento del porche. El dolor la hizo sentar por un momento, sosteniéndose el pie, y las lágrimas fluyeron de su ojos.
Cuando pudo pararse, golpeó a la puerta sin pensarlo. Luego advirtió lo que estaba haciendo, y antes de que él pudiera empeorarlo diciendo "Adelante" (o tal vez "No entres", se preguntó), abrió la puerta y entró.
Kyle estaba sentado en la cama, envuelto en la sábana.
—Hola —dijo ella. Suavemente, casi tímidamente. Y comenzó a desvestirse.
Se había puesto las ropas, en vez de echarse un saco encima, sólo por una razón. Contempló a Kyle mientras se desvestía, tratando de adivinar su expresión en la penumbra. Había hecho esto antes, más de una vez... en una época le habían pagado por hacerlo. Habitualmente se movía tan despacio como aceite helado, desprendiendo uno a uno los botones de su blusa; meciéndose ligeramente, haciendo deslizar la tela sobre sus hombros y sus brazos hasta dejarla caer al suelo. Miraba a su público a través de las pestañas, la lengua entre los labios, mientras dejaba caer la falda. Y con los movimientos justos seguían sus medias y el encaje negro de sus slips.
Era una de las cosas que mantenían a raya a Ellis, que lo mantenían atado a ella. Ver sus preparativos, el preludio a la cama. Pero esta vez era diferente... esta vez ella se apresuró, tironeando torpemente los botones, arrojando su blusa, empujando la falda sobre las caderas, quitándose rápidamente la ropa interior. Nada de azuzar, nada de atormentar esta vez. Hubiera llevado demasiado tiempo.
Y luego se irguió junto a la cama mirándolo. Recordando las dos veces en su vida que había sido satisfecha por otra persona que no fuera ella misma: una vez había sido John Frank, y la otra Lucy Ballantine. Los mezclados sentimientos de culpa y deseo...
El la miraba a los ojos, su mirada era parda y profunda. Sintiendo los pensamientos, los deseos de ella: de algún modo sabia, pensó ella.
—Kyle —susurró. Entonces ella retiró la sabana, la dejó aletear hasta el suelo como a un fantasma moribundo.
Y vio:
Piel clara y tersa, piel de mujer en un cuerpo de hombre. El pecho lampiño, la carne oscurecida.
—No eres... —dijo ella.
—Soy diferente. Dijiste que podías decirlo. —La voz era la de un hombre, y la de una mujer, y ninguna de las dos.
—No eres humano —susurró Sherry.
—No tiene importancia, ¿no es cierto? —Y no la tenía, no la tenía, el tropel de su sangre, la humedad... ella aún lo deseaba.
Mientras ella lo miraba, su piel se ensombreció, se ennegreció. Por encima del pene erecto se abrían los labios de una hendidura vaginal.
—No... —alcanzó a gemir ella justo antes del beso. Su beso era el de John Frank, firme sobre su boca. Y sus manos eran las manos de Lucy, las más suaves que había conocido jamás.
John Frank estaba en la cárcel del condado, allá en casa, acusado de conocimiento carnal de una mujer blanca. Y Lucy Ballantine había sufrido un colapso nervioso causado por el temor de sufrir tendencias lesbianas.
—No —volvió a decir cuando Kyle la empujó hacia la cama—. ¡No! —gritó, y empujó ambas manos contra los hombros negros y suaves. Hubo un momento de dolor, arrebató sus ropas y salió corriendo hacia la puerta. Detrás de ella, pudo oír el sonido de la risa de Kyle...
Estaba sollozando cuando llegó a su cuarto, gritando para cuando Ellis hubo saltado de la cama, perplejo, preguntando qué había ocurrido. Ella le contó lo ocurrido una y otra vez, rasguñándole el pecho para asegurarse de que comprendía, hasta que un dolor intenso y repentino en la mejilla interrumpió su llanto y sus explicaciones. Por un instante no supo qué había sucedido. Luego se dio cuenta: él la había abofeteado.
El la había abofeteado a ella.
—¿Ellis? —murmuró ella. Un pequeño sonido, totalmente perdido en su garganta.
—Maldita puta —dijo él—. Sherry, ahora sí que la has hecho.
Ella se sentó silenciosamente en una silla y miró cómo él se vestía. Él recogió las maletas y las llevó al camión... un momento más tarde, advirtiendo que estaba sola, lo siguió.
El motor del camión estaba en marcha, y los faros encendidos. Ellis ató las maletas en la parte trasera.
Sí, pensó ella. Vayámonos... ahora, antes de...
La puerta del número quince estaba abierta. Sherry vio a la mujer que caminaba cruzando la playa de estacionamiento hacia el camión, hacia Ellis, que estaba atareado asegurando el equipaje.
—Ellis —dijo Sherry.
—Sólo cállate, ¿quieres? —Ajustó un nudo.
La mujer se detuvo junto a Ellis, se recostó contra el guardabarro, le sonrió.
—¿Vas al oeste? —preguntó.
La piel era más blanca que ayer. El pelo era más claro, y los ojos... eran azules. Sólo la sonrisa y la voz eran las mismas.
—¡Ellis! —grito Sherry. Pero bajo esas ropas no habría ninguna evidencia de las acusaciones que hiciera contra Kyle.
El la ignoró.
—Voy al oeste —replicó.
—Me vendría bien que me llevaran.
—Estoy seguro de que a mi esposa no le importará —dijo Ellis—. De todos modos, será mejor que no le importe. ¿No es así, Sherry?
—Dile que se vaya —dijo ella desesperadamente—. Ellis, dile ahora mismo que se vaya. Si tan siquiera llegas a tener esos pensamientos yo... ¡te dejaré! Te dejaré en este mismo instante... ¡te juro que lo haré!
Él haría lo que ella le dijera, como siempre. Pero esa mujer, esa cosa, estaba sonriéndole, y una mano estaba tocándolo, acariciándole el brazo.
Ella recordó lo que había sido esa caricia.
Ellis la miró. Sus ojos eran duros.
—Vete, entonces —dijo. Desató su maleta y la dejó caer sobre la grava.
Sherry se quedó parada junto al camino viendo cómo las dos luces rojas traseras desaparecían en el horizonte. Espera hasta que lo descubra, pensó. Regresará. Cuando advierta qué clase de criatura es ésa, se deshará de ella, la abandonará, la matará y volverá a buscarme. No podía desprenderse de ella así, y ni siquiera...
Ni siquiera por otra mujer...
Después de una larga espera, el cielo del este comenzó a agrisarse. Trató de pedirle al otro huésped del motel que la llevara, pero aparentemente no pudo hacerle entender lo que había ocurrido. Después, levantó su maleta y comenzó a caminar. Durante un rato mantuvo su pulgar esperanzadamente erguido. Pero los pocos vehículos que pasaron a su lado no se detuvieron.