El viento nocturno - Edgar Pangborn

A pocos años de distancia del mundo futuro de Davy, su clásica novela, Edgar Pangborn ha regresado a él en relatos tales como "Joven Tigre" (Universo 2) y "El mundo es una esfera" (Universo 3). Ésta es una obra en la que se presenta a la humanidad muchos siglos después de la destrucción de nuestra civilización actual, y se testimonia el lento desarrollo de una cultura nueva, fundamentada en el temor supersticioso al holocausto que casi aniquiló a la humanidad.

En ese mundo avasallado por el miedo, Pangborn encuentra hombres y mujeres que tratan de ser humanos, y cuenta sus historias... como en este cálido y conmovedor relato acerca de una peculiar especie de monstruo, no un mutante, y su iniciación en la madurez*.

En la casa de Mam Miriam, más allá de Trempa, Ottoba 20, 402

Lo haré en algún lugar de este camino, no ahora sino después de que oscurezca; será cuando sople el viento nocturno.

Siempre me ha gustado el sonido del movimiento del viento nocturno, cuando las hojas se transmiten sus secretos y a veces caen, levemente, fácilmente, porque ha llegado su tiempo de caer. Ataviadas con colores vivos, también caen con el viento diurno, en esta época del año, en esta estación otoñal. El olor del humus de la tierra es una fragancia en la boca. Percibo el perfume de las manzanas que maduran, fruta caída, pudriéndose para complacer a los moscardones amarillos. Las cabras y los machos cabríos se aparean, enloquecidos... ¡Oh, esta época del año! Caen ante el viento diurno, haciendo eco a la luz del sol, las hojas brillantes, y éste no es un mal modo de caer.

También conozco la oscuridad del otoño. El viento nocturno hiere. Ottoba estaba en mí cuando le dije a mi corazón: lo haré en algún lugar de esta calle, terminaré con ella, con mi vida, porque ellos creen que jamás debió de haber comenzado. (Creo que puede haber buenos espíritus en esta calle. Tal vez la gente que encontré fueran espíritus, o serían seres humanos y también espíritus; acaso todos lo somos.) Y recordé que también el padre Horan opinaba que jamás debí haber nacido. Lo vi, "cree lo mismo que los tipos de la ciudad, y lo que creemos es casi todo lo que somos.

Durante tres días sentí sus miradas de reojo, su ira porque yo me atrevía a pasar cerca de sus casas. Llamaban a sus niños para protegerlos de mí, que jamás hice daño a nadie. Al pasar frente a una de esas casas de ojos grises, escuché decir a una mujer "Deberían lapidar a ese Benvenuto". No escribiré su nombre.

Otra dijo: "Sólo un mutante haría lo que él hizo."

Así me llaman; me sitúan entre esas tristes cosas deformadas —sin brazos, sin mente, sin ojos, inhumanos y corruptas— que tantas madres engendran o han engendrado, según dicen, desde el final de la Vieja Época. ¿Cómo puede ser bello un mutante?

Cuando me confesé con el padre Horan, él escondió las manos tras la espalda por miedo a tocarme. "¡Pobre Benvenuto!" Pero lo dijo ácidamente, mirando hacia abajo, como si hubiera tomado veneno en la comida.

De modo que terminaré con esto (le dije al oculto yo, que soy yo)... terminaré ahora, en mi decimoquinto año, antes de que la Corrupción Eterna, de la que habló el padre Horan, pueda destruir por completo mi alma; entonces, ese oculto yo que soy yo, si es que ésa en mi alma, podrá ganar el perdón de Dios por haber nacido un monstruo.

¿Pero por qué, el padre Horan, me amó alguna vez, ocupando algo así como el lugar de un padre, o pareció amarme? ¿Por qué me enseñó a leer y a escribir las palabras, enseñándome primero cómo fluyen las grandes palabras en el Libro de Abraham, y luego con el silabario, y así todos el misterio? ¿Por qué me dejó ver los otros libros, algunos de ellos, los libros de la Vieja Época, prohibidos para la gente común, incluso para los poetas? Enredaba sus dedos en mi pelo, diciendo que jamás debería cortármelo, o apoyaba su brazo en mi hombro; y yo sentí que había una necesidad, creí que de soledad o de amor, en la curva de sus dedos. ¿Por qué me dijo que podría incorporarme a la Sagrada Iglesia Amran, para ser más grande que él mismo, un obispo: ¡El obispo Benvenuto!— ¡un arzobispo!

Si soy un monstruo ahora, ¿acaso no era un monstruo entonces?

No podía hacerle esas preguntas cuando estaba enojado. Salí corriendo de la iglesia, aunque oí que me llamaba, ordenándome que volviera en nombre de Dios. No regresaré.

Corrí a través del cementerio, pasando junto al roble muerto y hueco donde vi y escuché a un enjambre de abejas que zumbaba en la cálida luz otoñal, y creo que él se quedó entre las lápidas, lamentándole por mí, pero no quería mirar atrás, no, surqué un matorral y corrí a lo largo de un bosquecillo de arces hasta el campo de Wayland (donde sucedió)... el campo de Wayland vivo, con las parvas de grano, y seguí hacia el otro lado del bosque, sólo para estar lejos de él.

Fue allí, en el campo de Wayland, donde pensé por primera vez, me haré esto, terminaré con todo, tal vez en ese bosque que conozco; pero tenía miedo de mi cuchillo. ¿Cómo puedo cortar y desgarrar el cuerpo que alguien llamó bello? Y entonces consideré la idea de ocultarme en una parva de grano, la misma en la que hallé el paraíso aquel día, y quedarme allí hasta morir de hambre. Pero dicen que morir de hambre es una muerte horrible, y tal vez no tuviera el coraje y la paciencia para esperar. También pensé: me buscarán cuando se den cuenta de que no estoy, porque querrán castigarme, lapidarme; hasta mi madre querrá castigarme, y todos pensarán en el campo de cereal donde sucedió, y vendrán a buscarme como el azote de Dios.

Cuan brillantes se yerguen los tallos, atados bajo el sol como pequeños wigwans, para los espíritus del campo, como personas, como viejas mujeres con susurrantes faldas grises, amarillentas. ¡Su cabello vuela! Ahora sé que recordaré todo esto cuando siga adelante... porque voy a seguir adelante sin muerte; prometo que no moriré por(mi propia mano.

Vi dos halcones girando encima del campo de Wayland. Pensé: son como yo, pero tienen todo el aire del mundo para volar.

Los halcones están tan atados a la tierra como yo. deben cazar su alimento en los pastos y en las ramas, los hombres les arrojan flechas desde la tierra para desgarrar sus corazones. Sin embargo, penetran en regiones desconocidas por nosotros, y tal vez ellos y los patos salvajes han encontrado una ruta fácil al cielo.

Me apresuré a internarme en los bosques que están al otro lado del campo de Wayland, y bajé y subí por la cañada que lo bordea, sombreado suelo con arrayanes y abedules grises y un fresco lugar lleno de helechos, donde la luz del sol llega tarde, por la mañana. El arroyuelo que corría por el fondo de la cañada estaba casi seco; las hojas se juntaban sobre las formas de las tersas piedras relucientes. No fui corriente abajo hasta el estanque, sino que ascendí por el otro lado de la cañada y tomé el sendero —apenas si era un sendero, simplemente un lugar conocido que mis pies habían pisado otras veces— hasta el claro entre los árboles que conduce a este camino, y pensé: Aquí lo haré, al atardecer.

Es más ancho que un camino de bosque y mejor cuidado, pues los carromatos lo utilizan ocasionalmente, ya que se supone que, por caminos secundarios, hacia el sudeste, va hasta Nupal, diez millas dicen, o incluso más —nunca he creído demasiado lo que se dice de Nupal. Nuestra aldea ha comerciado siempre con Maplestock, y seguramente nadie va a Nupal, excepto los caldereros, los embaucadores y los vagabundos, con sus abigarrados carromatos, sus niños con ojos de ardilla y los perros flacos. Ha de ser un lugar triste, Nupal, con más de setecientas personas apiñadas en una sola aldea, según he oído decir. No comprendo cómo los seres humanos pueden vivir de ese modo... las casas no pueden alzarse tan juntas como la gente cuenta. Tal vez lo haya visto, al pasar. He visto muchas veces a las mismas almas que andan por ahí con hechos horribles, hasta que los hechos parecen fantasía, y entonces se vuelven a uno y piden que creamos que las horribles fantasías son hechos.

Seguí por el camino, pero ya sin correr, sin pensar ya en el padre Horan. Pensaba en Edén.

Luego pensé en mi madre, que está a punto de casarse con el ciego Hamlin, el que hace velas, según me han dicho. Ella no me lo dijo, el viento me lo dice. (Toby Omstrong me lo dijo, porque no le gusto.) Esperemos que la alegre boda no se postergue a causa de la preocupación por mi ausencia... No regresaré, madre. Piensa cariñosamente en mí mientras te revuelcas con tu hombre de cera, o mejor aún, no pienses en absoluto en mí, la cuerda se ha Cortado. De todos modos, ¿no me recogiste en algún lado como si hubiera sido un niño perdido?

¡Ay, allí estaba yo, en el umbral de tu puerta, colorado y feo, envuelto en una hoja de repollo!

Es una historia plausible. Pero no podríamos pensar que tú diste a luz un monstruo, ni siquiera a uno engendrado por el pequeño zapatero cuya imagen trataste esforzadamente de destruir ante mí. (Pero salvé algunos pedazos, trato de ensamblarlos de vez en cuando. Quisiera poder recordarlo; los recuerdos de otros no son más ayuda que el viento debajo de la puerta, pues la gente no comprende lo que yo deseo saber —no toda la culpa es de ellos: no pueden escuchar las preguntas que yo no sé cómo enunciar— y creo que tus recuerdos de él son mentiras, madre, aunque tal vez no lo sepas.) "Era una pobre alma triste, Benvenuto." ¿Lo era, madre? "Destrozó mi corazón con su infidelidad, Benvenuto." Pero el ciego Hamlin va a recomponértelo, pegándolo con grasa. "Bebía, Benvenuto, por eso jamás pudo llevar una vida decente." Bien, yo beberé por ti, madre; beberé por la boda el mejor aguardiente de manzanas de Mam Miriam antes de irme de esta pobre casa vacía donde escribo.

No destruyas al ciego Hamlin, madre. No me gusta, es un saco de tripas gruñón, pero no lo destruyas, no lo cercenes como debes haber rebajado a mi padre con la lima de las palabras... Pero me olvido de que soy un niño abandonado. ¡Pobre ciego Hamlin! Puede haber algo de brujería en esto, madre. Me preocupa que un hombre que no puede ver haga velas para aquellos que no quieren ver. No lo destruyas. Haz otro monstruo con él. Me gustaría tener un monstruo por medio hermano... De todos modos, no te preocupes, no voy a regresar a Trempa; haz todos los monstruos que desees. El mundo ya está lleno de ellos.

No escribo esto para mi madre. No será ella quien lo encuentre aquí. Quien sea —te lo suplico, lee esta página, si quieres, y la anterior, la que comienza "Ella no me lo dijo" —léela y luego tírala, por Dios. Porque yo deseo que la verdad salga en algún lugar del mundo, tal vez en tu cabeza, pero no quiero abofetear el rostro de mi madre con ella, ni tampoco al ciego Hamlin. El ciego Hamlin nunca fue desagradable conmigo. Soy todo dolor; el roce más tierno arde sobre la piel quemada. Me enmendaré. No odio a mi madre... ¿Acaso odio a alguien?... ¿Es un signo de mi monstruosidad el hecho de que no odie a nadie?... O si lo hago, me enmendaré, dejaré de odiar en cualquier lugar adonde vaya, y hasta olvidaré. Especialmente olvidar. Lee estas páginas, tíralas y luego olvida tú también. Pero conserva el resto, si quieres. No quiero morir del todo, en tu mente, seas quien seas.

Seguí por el camino. Creo que dejé tras de mí todo lo que parecía seguro en este mundo; aún debo encontrar nuevas incertidumbres. ¿Dónde te encontré? ¿Quién eres?... Simplemente el que se supone que encontrará esta carta. Entonces tú no eres la persona nueva que necesito hallar: alguien que no sea Edén, ni Andrea, a quien amaba, sino otro. Pero con Andrea comprendí que el cielo se abriría cada vez que me mirara.

En el camino que atraviesa los bosques, más allá del campo de Wayland, los árboles se apiñan a ambos lados, robles y pinos, enormes tulipaneros en los que los papagayos blancos se reúnen para discutir con los pájaros de copete, y los matorrales se hinchan con la pasión por crecer, en todos los lugares donde algún claro, como este camino, deja entrar el sol. Los robles han adquirido el color bronce, los vi al pasar junto con el claro dorado de los arces, aunque no vi muchas hojas caídas. Recordaréis que algunos de los sabios profetas de Trempa han estado diciendo que este será un invierno duro; seguramente nevará en enero. El Señor debe tener una clase especial de perdón para los profetas del clima... otras clases de mentirosos tienen la oportunidad de aprender mejor. Cuando miraba la distancia, a lo largo del estrecho canal del camino, vi el movimiento de las copas de los árboles mecidas por el viento; pero aquí el viento estaba ahogado, reducido a una modesta brisa o a nada. Y, de repente, la quietud se cargó con el sospechoso y aborrecible hedor del lobo negro.

Es un veneno en el aire y vivimos con él. Recuerdo lo que ha sucedido siempre en la aldea: días, semanas, sin rastro de la plaga, y cuando ya lo hemos olvidado y nos descuidamos, el acre hedor aparece en el aire, y escuchamos sus ásperos gruñidos durante las noches —en nada parecido al rugido musical de los lobos comunes, que nunca hacen nada peor que robar alguna oveja— y la gente moría oculta, con la garganta desgarrada, sin carne y con los huesos quebrados hasta la médula. Algunos dicen que han visto al Diablo caminar junto a ellos. Les enseña tretas que sólo los seres humanos podrían conocer. Los guía hacia el rastro de los viajeros rezagados, a las casas solitarias donde pueden abrirse los pestillos, o hacia alguien que va camino del taller o del invernadero. Sin embargo, dicen que el lobo negro no ataca durante el día; si un hombre se le aproxima, aunque esté comiendo su carroña, el lobo huye, ahora sé que es cierto. Pero de noche, el lobo negro es invencible. El olor flotaba denso por el camino del bosque, a mi alrededor, de modo que no podía huir de él.

Yo tenía mi pequeña fuerza y un cuchillo: mi cuchillo procede del sabio Wayland el herrero, y está encantado. Porque nada malo puede sucederme mientras lo use. No lo llevaba conmigo cuando la familia de Andrea se

mudó y lo llevó todo el camino hasta Penn, que

Dios me ayude. No lo llevaba conmigo cuando cayeron sobre mí, con Edén, en el campo de Wayland y me llamaron monstruo.

Seguí adelante con temor, sin esforzarme en ser silencioso porque nadie logra nunca sorprender a un lobo negro. Vi a la bestia en el extremo más lejano de un peñasco que sobresalía sobre el camino, pero antes ya había oído ruidos de desgarro. Había arrancado el hígado de un cadáver. La sangre manaba de todas las heridas. Quedaba lo suficiente del rostro como para que yo pudiera reconocer al hombre: Kobler. No llevaba su mochila, ni tampoco el correaje, de modo que no iba hacia la aldea. Tal vez se sintió mal; entonces el lobo podría haberse atrevido a atacarlo en pleno día.

Ahora esperarán a Kobler en la aldea; algunos se preguntarán por qué no llega a pie al almacén de Ramos Generales, con su pila de canastos de mimbre, los bellos bordados de Mam Miriam y cosas similares, para arrojar su única moneda de plata y llenar su mochila con provisiones para Mam Miriam y para él. Es cierto que sus visitas nunca fueron regulares; podían pasar una o dos semanas antes de que la gente sintiera curiosidad. La gente no piensa demasiado, a menos que se vea afectada su conveniencia, y el viejo Kobler había sido un hombre tan silencioso que nunca decía una palabra de más —ya la misma Mam Miriam apenas era algo más que una leyenda para la gente de la aldea—; no, creo que no se alterarán. También yo debo irme, no puedo permitir que me sorprendan aquí aquellos que me lapidarían en nombre de sus almas. Nada me retiene en esta casa excepto el deseo de escribir estas palabras para ti, quienquiera que seas. Luego me iré, cuando sople el viento nocturno.

Era un viejo lobo fétido, con los colmillos amarillentos. Me hizo frente cuando caí sobre él con el cuchillo de Wayland, que reflejaba la luz del sol en sus ojos. No comprendí que Kobler ya no necesitaba ninguna ayuda... Entonces el lobo se movió; vi el hígado, supe que la mirada de la máscara del viejo no era para mí. Jon Kobler, creo que un buen tipo, sirviente, compañero y algo más de Mam Miriam. Se aisló del mundo, como ella, aunque no veo por qué esto puede ser alegado en su contra, pues a menudo este mundo apesta tanto que incluso un tonto como yo debe contener la respiración. Ahora ya no les perjudicaré si te digo que eran amantes.

El lobo se escabulló por la espesura, hasta una cañada. Debe haber sido el poder del cuchillo de Wayland... ¿O será que el lobo negro no es tan terrible como dicen? Bien, el mío es un cuchillo que Wayland hizo tiempo atrás, cuando era joven; él mismo me lo dijo.

Me lo dijo la mañana del mejor día de mi vida. Andrea había venido a mí el día anterior, me había elegido entre todos los otros del campo de entrenamiento... aunque yo apenas si destacaba, mi brazo no es lo suficientemente pesado como para arrojar el hacha o la lanza, y soy sólo regular en arquería. Me desafió a luchar; yo me esforcé al máximo; casi había logrado apoyar sus hombros en el suelo. Él me miraba y se reía. De repente, sin saber cómo, me encuentro arrojado sobre mi espalda y mi corazón está a punto de deshacerse de felicidad porque él ha ganado. Y me invitó para ir a cazar venados, la mañana siguiente, en el bosque de Bindiaan, con sus amigos, y yo tuve que decir: "No tengo cuchillo, ni tampoco equipo."

"Oh", dice Andrea, "conseguiremos un equipo para ti en casa de mi padre; en cuanto al cuchillo, tal vez Wayland, el herrero, tenga uno."

Yo sabía que, algunas veces, el herrero Wayland les hacía regalos de este tipo a los muchachos que pronto iban a ser hombres, pero jamás imaginé que se preocupara por uno tan débil como yo, y que, además, se supone que se ha vuelto tonto por haber pasado tantas horas en contacto con los libros. "Ocultas tu luz", dice Andrea, a quien ya he amado durante cerca de un año, atreviéndome apenas a dirigirle la palabra. Se rió y apretó mi hombro.

—Busca al viejo Wayland, hazle algún pequeño favor, no hay mal en él, y tal vez te dé un cuchillo. Te daría el mío, Benvenuto —me dijo—, sólo que eso sería una mala magia entre amigos, pero si vienes a mí con un cuchillo propio nos haremos hermanos de sangre.

De modo que, a la mañana siguiente, fui a ver a Wayland el herrero con todos mis pensamientos en llamas, y vi que el viejo estaba a punto de sacar un balde de agua de su pozo, pero que parecía enfermo y mustio. Me dijo:

—Oh, Benvenuto, tengo un calambre en el brazo... ¿No me ayudarías, por favor?

Así que extraje el agua en su lugar y bebimos juntos. Vi que la herrería estaba desordenada y llena de telarañas, y la barrí para él, mientras él me contemplaba y mascullaba sus cuentos, sus proverbios y sus recuerdos, que algunos llaman disolutas blasfemias; le presté poca atención, pensando en Andrea, hasta que me preguntó:

—¿Eres un buen muchacho, Benvenuto?

Su tono me indicó que le gustaría verme reír. Por cierto que apenas si podía evitar reírme ante mil ideas tontas, y sólo por el placer de hacerlo, y por la alegría del día. Fue entonces cuando me dio el cuchillo, que siempre llevo conmigo. No creo que haya respondido a su pregunta; sólo dije.

—Procuro serlo.

O alguna tontería semejante. El me dio el cuchillo, me besó, me dijo que no fuera infeliz en mi vida; pero no sé qué hay que hacer para seguir su consejo, aparte de vivir como los demás, como dóciles ovejas que van y vienen a voluntad del pastor y de su perro, que nunca deben alejarse del tintineo de la campanilla de la oveja guía.

Oh, sí, ese día fui de caza con Andrea, armado con el cuchillo que me dio el herrero Wayland, Juntos matamos un venado; él marcó mi cabeza y entonces hicimos hermandad con nuestra propia sangre, pero él se ha ido.

Nadie podía hacer nada por el viejo Kobler, salvo rezar por él. Lo hice... si es que existe algo que escuche nuestras plegarias y si las plegarias de un monstruo tienen algún valor. ¿Pero quién es Dios? ¿Quién es esa cosa nebulosa que no tiene nada más que hacer sino contemplar el dolor humano y, de vez en cuando, escarbar en él con un dedo? ¿No está aburrido? ¿Acaso no acabará muy pronto con todo, o se alejará y se olvidará? ¿O acaso ya se ha alejado y olvidado?

No podrás quemarme por mis palabras, porque no podrás hallarme. Además, debo recordar que eres simplemente el desconocido que, casualmente, hallará esta carta en la casa de Mam Miriam, incluso puedes ser un amigo. Debo recordar que hay amigos.

Cuando me levanté, porque estuve arrodillado junto a los restos de lo que había sido Kobler, oí un susurro en la espesura. El lobo no tenía compañeros, de lo contrario hubieran estado con él, desgarrando la carne; tal vez estuviera recuperándose de su miedo, hambriento de algo joven y fresco. También comprendí que el sol ya se ponía y que, en menos de una hora, sería de noche. La noche llegaría repentina, a la manera del otoño, que es cruel, como si nosotros no supiéramos que el invierno está próximo y él tuviera que recordárnoslo con una bofetada y una reprimenda. Sólo entonces pensé en Mam Miriam, que esperaría el regreso de Kobler.

¿Cuándo fue la última vez que los de Trempa vieron a Mam Miriam Coletta? Yo ni siquiera sabía que era la hija de Roy Coletta, que fue gobernador de Ulsta.

¿O fue algo que ella soñó para mí, algo que me dijo en un momento en el que sus sentidos se tambaleaban? No importa; si quiero creeré que es una princesa.

Tenía veinticinco años y aún era soltera, anfitriona de la casa del gobernador, en Sortees, después de la muerte de su madre; y se enamoró de un arquero, uno de la guardia del gobernador, y se fugó con él; escapó de su alcoba con una cuerda hecha con sábanas rasgadas. ¡Oh, el querido cuento romántico! No he oído nada mejor, ni siquiera de los embaucadores —sus relatos son demasiado similares,.pero esto era algo parecido a los poemas de la Vieja Época, especialmente tal como ella me lo contó, y no importa si sus sentidos se tambaleaban; he dejado de preguntarme si sería verdad.

¿Acaso piensas que el arquero era el mismo hombre que se convirtió en el pobre viejo Kobler, quien, cada quince días, iba a pie hasta la aldea, con su mochila, sus canastos y los encajes de una vieja y loca dama inválida que vivía en la casa de piedra embrujada?

No lo era. El arquero la abandonó en un burdel de Nuber. Kobler fue un soldado; entonces era un desertor. El la sacó de allí para llevarla a Trempa. Conocía la existencia de la casa de piedra, en el bosque, abandonada desde hacía mucho tiempo —porque, en sus comienzos, era un hombre importante en Trempa, aunque ahora quizá no encuentres sus huesos para darles sepultura— y la llevó allí. Él reparó la ruina; no podrías creer el creer el trabajo que hizo, casi todo con madera del bosque, que cortó y moldeó con sus propias manos. Allí la cuidó; allí fue su sirviente y su amante; no parecían necesitar al resto del mundo. Así envejecieron.

Es decir, él envejeció. Cuando la vi, ella no parecía muy vieja. La primera vez que oí comentarios (casi todos maliciosos) acerca de ellos, fue cuando yo tenía seis años; ellos acababan de llegar. De eso hace sólo nueve años. Ayer, nueve años me habrían parecido un tiempo larguísimo. Ahora me pregunto si mil años es mucho tiempo, y no puedo responder a mi pregunta. No sirvo para adivinar la edad, pero diría que Mam Miriam apenas había pasado de los cuarenta. Lo cierto es que hablaba como una dama. Me contó sus glorias pasadas de un modo que, seguramente, no podría hacerlo si no las hubiera vivido: la mansión del gobernador, los bailes que duraban toda la noche y los personajes que llegaban a caballo o en hermosos carruajes de todas partes del condado; me describió los rostros sudorosos de los músicos, en la galería. ¿Acaso no fue ella misma, una noche (la noche de su décima fiesta de cumpleaños) a compartir con ellos una caja de dulces? Habló de los jardines, de las lilas, de las wisterias y de las rosas multicolores como jamás se han visto en Trempa, y había extrañas uvas, rojas y almizcladas, que venían de una tierra muy al sur de Penn, y también limas y naranjas del mismo lugar, y especias que ella no me supo describir. Cuando me contaba todo esto, parecía una mujer joven, casi una muchacha... ¿Cómo podría saberlo? Allí yace, la pobre, en la cama que Jon Kobler le construyó. Hice lo que pude por ella, y no es mucho.

Estoy divagando. Debo contar todo esto y luego irme. Tal vez tú nunca llegues; puede que así sea mejor.

Recé por Kobler y luego seguí por el camino —menospreciando al lobo, pero sin olvidarlo, porque deseo vivir— hasta el punto en que se une al sendero que me conduciría a la casa de Mam Miriam. Aunque dudé largo rato, desde el principio ya sabía que iría allí. No sé qué hay en nosotros que nos mueve a hacer algo que no deseamos, sólo porque sabemos que está bien. "Conciencia" es una palabra muy frágil, "Dios" es demasiado nebulosa, demasiado arruinada por los que la pronuncian constantemente sin saber lo que dicen y como si sólo ellos pudieran informarte de la voluntad de Dios. Pero algo nos impulsa, creo que desde adentro, y yo debo obedecerlo aun cuando no puedo darle nombre.

Jamás había seguido aquel sendero. Nadie lo ha hecho. El sendero, como la vieja casa de piedra, está embrujado. Hasta ahora no he sido destruido.

Una vez en el sendero... empecé a correr. Tal vez corrí para que, en mis pensamientos, no entrara ese miedo que está siempre esperando, como el lobo negro. Corrí a través de una plácida espesura. Allí estaban las hayas, grises y amables... me gusta imaginarme algo de paz en su proximidad. Sé que puede haber violencia, hasta en la misma sombra de las hayas, como en cualquier lugar a donde vaya la criatura humana . un pequeño rincón de mi mente es un jardín en el que me tiendo al sol. En aquel sendero, en presencia de las hayas, corrí sin perder el aliento, sin recordar el miedo, y llegué hasta un claro verde y la casa de piedra gris rojiza. Empezaba a ser tarde, el sol ya estaba muy bajo para penetrar en aquel lugar oculto. En sombras llegué hasta la puerta de Mam Miriam y golpeé el panel de roble. Los chismes decían que la vieja mujer (si es que existía fuera de la cabeza de Jon Kobler, si no era él mismo quien creaba los deslumbrantes encajes, a causa de su locura y brujería) estaba inválida, en el lecho, e indefensa. De modo que era absurdo que golpeara. Hice girar el picaporte, empujé la pesada puerta y la cerré detrás mío. Miré a mi alrededor, medio ciego en aquella luz gris.

La casa es pequeña, como una miniatura, tal como lo verás si te atreves a venir aquí. Sólo ese enorme cuarto inferior, con el hogar, donde Jon cocinaba, el banco donde trabajaba sus canastos, cestos y cuentas de madera, y el otro cuarto, superior más pequeño, con el hogar. Está la silla en la que ahora estoy sentado, aquí arriba (Kobler solía sentarse junto a la cama de su amor) y la mesita sobre la que escribo; estoy seguro de que solían arrimarla al lecho, para comer juntos, y para dejar en ella el vaso de agua, para la noche, que ella ya no necesita. Ahora ya sabrás que ella existía. Está el rollo de ropa de cama —Kobler habrá hecho el camino hasta Maplestock para comprarlo— y algunos manteles de mesa, fundas de almohadas y cubretocadores a medio terminar. Aquí está su bastidor para bordar, las agujas, las brillantes madejas de lanas y las hebras... jamás supe que las había de tantos tamaños y colores. Y también ella estaba allí, tendida. Estaba, vivía: yo cerré sus ojos.

Miré a mi alrededor, en aquella tarde decadente, y ella llamó desde arriba:

—Jon, ¿qué sucede? ¿Por qué hiciste ese ruido en la puerta? Te has retrasado, Jon. Tengo sed.

El tono de su voz era delicado como una música. No puedo decirte cuánto me atemorizó que la voz de una vieja mujer loca fuera tan suave y dulce. Deseé desesperadamente huir, mucho más de lo que lo había deseado cuando estaba en el principio del sendero. Pero esa cosa que no llamaré Conciencia ni Dios (en alguna parte de los libros de la Vieja Época fue llamada, creo, Virtud, pero indudablemente muy pocos los han leído), esa cosa que jamás me permitiría golpear a un niño, o lapidar a un criminal o a un mutante, tal como se espera que hagamos en Trempa, esta cosa loca, cruel y dulce que puede ser una parte del amor, me ordenó responderle, y grité:

—No temas. No es Jon, pero he venido a ayudarte.

Seguí a mis palabras, ascendiendo lentamente las escaleras, de modo que ella pudiera prohibírmelo si lo deseaba. No dijo nada hasta que no llegué junto a ella.

La casa se enfriaba. Apenas sí lo había advertido, abajo, aquí, arriba, el aire era realmente frío y vi —porque preferí no observarla directamente hasta que me habló— que se había subido la ropa de la cama hasta el mentón y tiritaba.

—Tengo que encender el fuego —dije, y me dirigí al hogar.

Había madera fresca y leña menuda preparada, un yesquero se erguía sobre la chimenea. Ella observó cómo luchaba con el tosco utensilio hasta que conseguí una llama y la acerqué a las astillas y los pedacitos de tela vieja. La vieja chimenea es limpia; el fuego se encendió bien sin ahumar el cuarto. Me calenté las manos.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Jon?

—No puede venir. Lo siento.

Le pregunté si tenía hambre y sacudió negativamente la cabeza.

—Soy Benvenuto de Trempa —le dije—. Estoy huyendo. Debo traerte un poco de agua fresca.

Me apresuré a salir con el cuenco, obligado a retirarme por mi propio bien, porque hacer frente a su mirada, como lo había hecho, había sido como mirar a través de ventanas de medianoche a un país al que jamás podría ir y al que, sin embargo, hubiera amado.

Bien, si hasta con Andrea, el de los ojos grises, había sido cierto esto, y acaso no me dijo una vez: " ¡Oh, Benvenuto, cómo me gustaría caminar por el país que está tras tus ojos!"

(Pero Andrea me trajo sorprendentes regalos de su país secreto, y nada de lo que había en el mío le fue negado, a pesar de mis deseos. Supongo que todas las personas tienen una palabra para esto: conocemos el corazón del otro.)

Llené el cuenco en la bomba del pozo de abajo y se lo llevé con una copa limpia. Bebió agradecida, contemplándome, creo que con una especie de asombro, por encima del borde de la copa, y dijo:

—Eres un buen muchacho, Benvenuto. Siéntate a mi lado ahora, Benvenuto.

Dejó la copa sobre la mesa y golpeó el borde de la cama. Yo me senté allí, tal vez sin temerla ya, porque su pequeño rostro, lleno y triste, era amable. Sus manos suaves y demasiado blancas, sus dedos cortos y ahusados, no mostraban nada de esa amenaza de apresar, asir, arrebatar, que he visto tantas veces en las manos de mi gente.

—Dime, ahora, ¿dónde está Jon?

Como no me salían las palabras, la vi temblar.

—Ha sucedido algo —dijo.

—Está muerto, Mam Miriam. —Siguió mirándome—. Lo encontré en el camino, Mam Miriam, y ya era demasiado tarde para que pudiera hacer algo. Fue un lobo.

Sus manos volaron hasta su rostro.

—Lo siento —dije—. No pude pensar un modo mejor de decírtelo. —No lloraba como he oído decir que necesitan hacerlo las mujeres después de un golpe así.

Por fin sus manos descendieron. Una cayó suavemente sobre las mías, como la mano de un viejo amigo.

—Tal vez así lo quiso Dios —dijo—. Yo pensaba que acaso yo misma podría morir esta noche.

—No —dije—. No.

¿Por qué no?

¿No puedes caminar?

Pareció alarmarse, impresionarse casi, como si mi pregunta hubiera sido sepultada en su mente mucho tiempo atrás, para no salir nunca.

—Una noche, después que Jon y yo llegamos aquí, bajé. Jon había ido a Trempa y regresaría tarde. Yo tenía una vela, pero una ráfaga de viento la apagó cuando empezaba a bajar las escaleras... Fue una noche triste, Benvenuto, y soplaba el viento nocturno. Tropecé y caí. Sufrí un aborto, pero no pude mover las piernas. Una hora más tarde, Jon regresó y me encontró así, toda sangre y desdicha. Desde entonces no he podido caminar. Ni tampoco morir, Benvenuto.

—¿Has rezado? —pregunté—. ¿Le has suplicado a Dios que te permita volver a caminar? El padre Horan diría que debes hacerlo. El padre Horan dice que la gracia de Dios es infinita, que Abraham intercede por nosotros. Pero también... otras veces... parece que lo niega. ¿Has rezado, Mam Miriam?

—El padre Horan... ése debe ser el sacerdote de tu aldea. —Reflexionaba sobre lo que yo había dicho, no se reía de mi—. Creo que vino aquí una vez, hace algunos años, y Jon le dijo que se fuera. Y lo hizo... pero jamás se nos acusó de brujería.

Me sonrió, con una sonrisa esquiva, pero que me animó.

—Sí —dijo—, he rezado, Benvenuto... Dijiste que estabas huyendo. ¿Por qué? ¿Y de qué?

—Querían lapidarme. Oí los murmullos detrás de las ventanas, al pasar. La única razón por la cual no lo han hecho hasta ahora es porque el padre Horan era mi amigo... creo que lo era, estoy seguro de que alguna vez quiso serlo. Pero me he dado cuenta de que no lo es, también él cree que soy pecaminoso.

—¿Pecaminoso? —Acarició el dorso de mi mano y su mirada manifestaba asombro—. Tal vez el pecado que hayas cometido ha sido expiado porque te saliste de tu camino para ayudar a una vieja bruja.

—¡Tú no eres una bruja! —dije—. ¡No te llames de ese modo!

—¡Bueno, Benvenuto! ¡Entonces crees en las brujas!

—Oh, no lo sé. —Por primera vez en mi vida me preguntaba si creía, si ella, en todo su dolor, podía parecer tan divertida.

—No lo sé —dije—, pero tú no eres una bruja. Tú eres buena, Mam Miriam. Eres bella.

—Está bien, Benvenuto; cuando estoy atareada con mis bordados algunas veces me siento una buena persona. Y también lo he pensado en brazos de Jon, después del placer, en el momento en que puede haber silencio y se puede pensar un poco. Otras veces me he quedado aquí, tendida, preguntándome qué es la bondad y si hay alguien que, en realidad, lo sepa. Que Dios te bendiga. ¿Así que soy bella? Estoy demasiado gorda, por estar aquí tendida sin hacer nada. Las arrugas se esparcen por mi carne laxa igual que las líneas de la escarcha cayendo sobre una ventana, sólo que oscuras, oscuras.

Cerró los ojos y me preguntó:

—¿Qué pecado puedes haber cometido para que ellos deseen lapidarte?

—Aquel a quien yo más amaba se fue la primavera pasada; todo el camino hasta Penn, que Dios me ayude. y ni siquiera sé a qué ciudad. Estaba solo, y también lleno de deseo, pues habíamos sido amantes, y he aprendido que tengo una gran necesidad de eso, que tengo un fuego en mí que se enciende ante un suspiro. Hace unos pocos días, en el campo de Wayland, donde las parvas de grano se yerguen como mujeres doradas, me encontré con otro, con Edén... habíamos sido amantes amigos, aunque no de ese modo. Ambos estábamos solos y hambrientos de amor, así que nos consolamos mutuamente... y aún así, a pesar del padre Horan, no veo ningún mal en ello... pero la gente de Edén nos descubrió. Edén es más joven que yo... sólo se lo llevaron a casa y lo azotaron, y espero que no sufra nada peor. A mí me llaman monstruo. Huí del padre y del hermano de Edén, pero toda la aldea murmura.

—Pero seguramente, seguramente que un muchacho y una muchacha jugando al dulce y viejo juego, en otoño, en un campo...

—Edén es un muchacho, Mam Miriam. El que yo amo, el que se fue lejos, es Andrea Benedict, el hijo mayor de un patricio.

Puso su mano en mi nuca.

—Ven aquí un momento —me dijo, y me atrajo hacia ella.

—El padre Moran dice que una pasión así es la corrupción eterna. Dice que la gente de la Vieja Época pecaba de este modo, por eso Dios los golpeó con el fuego y las plagas hasta reducirlos a la nada. Luego envió a Abraham para redimirnos, para llevarse el pecado de este mundo y...

—Ssh —dijo—, ssh. No... continúa si quieres, pero a mí no me interesa tu padre Horan.

—Y entonces Dios nos ordenó que debíamos ser fructíferos y multiplicarnos hasta que nuestro número vuelva a ser los millones que eran en la Vieja Época destruyendo solamente a los mutantes. Y aquellos que pecan como yo, dice, no son mejor que los mutantes, son una clase de mutantes, y deben ser lapidados en la plaza pública, y serán quemados sus cadáveres. Después de decirme eso, habló de la infinita misericordia de Dios, pero ya no quise oír más. Huí de él. Pero sé que en los primeros días de la Vieja Época la gente como yo era atada en los mercados y quemada viva. Lo sé por los libros... fue el padre Horan quien me enseñó los libros, a leer... ¿no es extraño?

—Sí—dijo ella. Me acariciaba el cabello, y yo la amaba—. Mientras yacía aquí, inútil, he pensado en miles de cosas, Benvenuto. La mayoría insignificantes. Pero te digo que cualquier forma de amor es buena si hay bondad en ella. ¿Sabe alguien que viniste aquí, Benvenuto? — ¡Hizo que mi nombre tuviera un sonido de amor!

—No, Mam Miriam.

—Entonces puedes pasar la noche a salvo. Si estoy sola, me da miedo el viento nocturno cuando sopla sobre los aleros. Tú puedes alejar mi miedo. Suena como niños que lloraran, como si algo terrorífico los persiguiera o como si tuvieran alguna pena y yo no pudiera hacer nada.

—Bien, a mí el viento nocturno me parece la risa de los niños, o como si los dioses del bosque corrieran y gritaran desde la cima del mundo.

—¿Hay dioses del bosque?

—No lo sé. El bosque es un lugar vivo. Nunca me siento solo, allí, aun cuando me pierda durante un rato.

—Benvenuto, creo que ahora tengo hambre. Ve a ver qué puedes encontrar abajo... hay queso, tal vez salchichas, algunas manzanas rojas, y Jon hizo pan...

Su rostro se contrajo y me asió una mano.

—¿Fue muy malo... lo de Jon?

—Creo que estaba muerto antes de que llegara el lobo —le dije—. Tal vez le falló el corazón... He oído decir que el lobo negro no ataca en pleno día. Debió de morir antes, de algún modo rápido, indoloro.

—¡Oh, si todos pudiéramos morir así! —El grito surgió de ella porque su valor había desaparecido. Y creo que fue entonces cuando supo de verdad que Jon Kobler había muerto—. ¿Cómo pudo irse antes que yo? He estado muriendo durante diez años.

—Yo no te dejaré, Mam Miriam.

—Debes hacerlo. No permitiré que te quedes. Vi como lapidaban a alguien, una vez, en Sortees, cuando era niña... o tal vez fue entonces que mi niñez terminó. Debes irte con las primeras luces. Ahora prepara algo de comer para nosotros, Benvenuto. Antes de que bajes... esa cosa horrible que está allí, el orinal... si puedes alcanzármelo. ¡Dios, lo odio tanto!... el cuerpo de esta muerte.

No hay nada ofensivo en ello si uno ama a quien lo necesita; todos estamos atados a la carne... hasta el padre Horan lo decía. Quise decírselo, pero no encontré las palabras; es probable que ella haya leído mis pensamientos.

Abajo todo estaba en orden. Jon Kobler debió ser un hombre cuidadoso, tranquilo. Mientras estaba atareado, prendiendo fuego para cocinar las salchichas, disponiendo esto y aquello en la bandeja que Jon debió usar, sentí que él nos rodeaba con todo lo que fuera el trabajo de sus manos: las cestas, las cuentas, el mobiliario, hasta los postigos de las ventanas. Todo aquello era parte de un hombre.

De algún modo mis obras me sobrevivirán. Esta carta, que estoy terminando, es parte de un hombre. Léela así.

Cuando subí la bandeja, Mam Miriam le sonrió, y me sonrió a mí. Durante la comida no habló de nuestras ocupaciones. Habló de sus años de juventud en Sortees, y fue entonces cuando me enteré de todo lo que escribí para ti acerca de la mansión del gobernador, de la extraña gente que solía ver y que venía de tan lejos, hasta de dos y tres millas de distancia; acerca del arquero y la fuga. Y me enteré de muchas cosas más que no he escrito, acerca del mundo al que enseguida iré y el cual contemplaré cuando llegue mi tiempo.

Teníamos dos velas en la mesa. Después, cuando se levantaba el viento nocturno, ella me pidió que apagara una y que colocara la otra detrás de una pantalla; de este modo estuvimos en la oscuridad toda la noche, pero no estaba tan oscuro como para que no pudiéramos vernos la cara. Conversamos un rato: le conté más cosas de Andrea. Ella durmió algunas horas. El viento nocturno, que llamaba y lloraba a través de los árboles, no la despertó, pero despertó un momento cuando aparté mis manos de las suyas. Volví a dejarla, y ella se durmió otra vez.

Una vez creo que sintió algún dolor, o fue la pena la que la hizo agitarse y gemir. El viento se había apaciguado y ahora sólo hablaba de insignificantes ilusiones; no había otro sonido excepto el de un perro que ladraba en la aldea de Trempa, y una lechuza.

—Me quedaré contigo, Mam Miriam —dije.

—No puedes.

—Entonces te llevaré conmigo.

—¿Cómo?

—Te llevaré. Robaré un caballo y un carro.

—¡Mi querido tonto!

—No, lo digo en serio. Ha de haber algún modo.

—Sí —dijo ella—, soñaré un rato con eso.

Y creo que volvió a dormirse. Yo lo hice, lo sé; la mañana rozaba el silencio de nuestras ventanas.

La luz del día estaba sobre su rostro, yo apagué la vela y le dije:

—Mam Miriam, te haré caminar. Creo que puedes, y tú lo sabes.

Me miró sin responder, sin enojarse.

—Eres buena. Creo que has vuelto a hacerme creer en Dios, y he rezado para que Dios te ayude a caminar.

—Haré lo que pueda —dijo—. Pon mis pies en el suelo, Benvenuto, y trataré de sostenerme.

Lo hice. Ella respiraba agitadamente. Dijo que yo tenía que sostenerla, que lo haría ella sola.

—En el cajón de la mesa hay dinero —dijo, y me asombró que hablara de eso cuando necesitaba todas sus fuerzas para levantarse y caminar—. Y unas pocas joyas que traje de Sortees; jamás las vendimos. Guárdalas en tu bolsillo, Benvenuto. Quiero verte hacerlo, quiero estar segura de que las tienes.

Hice lo que me decía... no importa lo que había en el cajón, ya que tienes mi palabra de que no le robé.

Cuando me volví hacia ella, pugnaba por enderezarse. Vi que sus piernas se tensaban de vida y creí que habíamos ganado, hasta creí que Dios había respondido a una plegaria, algo que, por lo que sabía, no había ocurrido jamás. Una vena le latía furiosamente en la sien, el rostro estaba enrojecido, los ojos ardían de ira ante su debilidad.

Ahora permíteme que te ayude —le dije, y puse mis manos bajo sus brazos, con aquella ayuda se incorporó, se irguió sobre sus piernas y me sonrió con el rostro bañado de sudor.

—Te lo agradezco, Benvenuto —me dijo, y su rostro ya no estaba rojo, sino blanco, y sus labios azulados. Se caía. Volví a llevarla a la cama que había hecho Jon Kobler, y eso fue el fin de todo.

Saldré al mundo y encontraré mi camino. No moriré por mi propia mano. No me arrepentiré de ningún acto de amor. Si puedo, encontraré a Andrea, y si él lo desea podremos viajar a lugares nuevos, a los grandes océanos, a los desiertos donde se pone el sol. Adonde vaya me sentiré libre, sin vergüenza; préstame atención. No me importa tu envidia, ni tu ira, ni tu miedo que estimula el desprecio. El Dios que has inventado no tiene nada que decirme; escucho a mi amiga, quien me dice que cualquier forma de amor es buena si hay bondad en ella. Préstame atención. Soy el viento nocturno y la silenciosa luz de la mañana. Préstame atención.