La fría hoja del hacha mordió profundamente. Inaudible para el asesino, el chillido se propagó por todo el bosquecillo. La hoja volvió a levantarse, y esta vez, después de caer con fuerza, se partió una rama del tronco de Níobe. El grito se convirtió en un sollozo ahogado, y volvió a resonar como un quejido cuando el hombre del hacha partió otra rama.
—¡Artemisa, ayúdame!
La invocación resonó por el cielo sin nubes y se perdió en el vacío. El hacha continuó levantándose y abatiéndose. Níobe, una de las hijas favorecidas por Artemisa, murió. Su esbelto tronco quedó derribado, y la dríada disfrazada de abeto se encontró muerta en el suelo. El hombre del hacha, aparentemente ignorante de su crimen, reunió una brazada de restos de su víctima y construyó una fogata entre un círculo de piedras. La brutalidad de este acto horrorizó a las tres ninfas restantes. Al principio, las dríadas sólo acertaron a contemplar aquel horrible sacrificio en medio de un silencio de estupefacción... Luego, sintieron miedo.
La pregunta se propagó con rapidez de árbol a árbol.
—¿Qué haremos, hermanas?
—Moriremos —repuso Oritia—. Nuestra madre nos lo advirtió. Los mortales traerán su fuego y su acero...
—Y vendrán aquí —continuó Pomona—, a nuestro último refugio. Nos profanarán...
—Nos matarán —finalizó Cela—. A todas.
—¡No! —la objeción surgió de Dríope, un abeto azulíneo—. ¡No moriremos! Hemos de encontrar un medio... —el susurro de sus agujas fue un silbido cuando el viento del norte sopló en la noche—. Los mortales... —su voz pareció ahogarse por la ira e hizo una pausa—. Ya hemos huido demasiadas veces de sus instintos malvados. Hemos cruzado demasiados océanos y siglos para encontrar este refugio. Ya somos viejas... no podemos huir más. Por una vez, hemos de quedarnos y pelear. Y ha de ser aquí.
Por el resto del bosquecillo pasó una ráfaga de duda y desesperación.
—¿Cómo podremos luchar? —susurró Cris—. Hace muchos años fuimos creadas para el amor. No podemos combatir a los hombres.
Sus ramas cargadas de hojas se curvaron ligeramente, como signo de futilidad.
—Sí podemos —afirmó Dríope—. Y debemos.
—No, no...
—No podemos...
—No existe ningún medio...
Los incrédulos susurros iban en aumento, cobrando energías.
—¡Malditas brujas, viejas y agostadas!
La nueva voz estaba teñida de desdén.
Todo el bosquecillo murmuró asombrado. Era Lys. La joven Lys, que por su edad no podía recordar los antiguos y sagrados bosques de Helias. La poco madura Lys, fresca y vigorosa con su atavío verde de cedro; la única virgen de la hermandad.
—Gracias, Lys —dijo Dríope—. Me alegro de que una hermana aún se muestre reacia a doblar el cuello bajo el hacha del verdugo.
—Los hombres me disgustan —declaró Lys.
—Son espantosos —remachó Dríope, como si esto fuese suficiente explicación. Alzó la voz para el resto del bosque—. Escuchad todas. La vida ya no es tan dulce como antes. Pero me gustaría vivir un poco más. Como a todas. Bien, me ofrezco voluntaria para coordinar una acción contra los mortales. Pero necesito ayuda.
—¿Qué hemos de hacer? —preguntó Cela.
—Aún nada. Tal vez nos quede todavía un período de gracia. Dejadme meditar un plan.
—Dríope, éste ha sido un discurso maravilloso —aseguró Oritia, echándose a llorar.
Las dríadas contemplaban al ser mortal que estaba en cuclillas al lado de la pira funeraria de Níobe. Mientras contemplaba las llamas, comía vorazmente, sosteniendo en la mano un plato de metal. A unos metros de distancia se veía un montón de artefactos misteriosos, envueltos en una tela color verde oliva. Más allá se hallaba el vehículo en el que había llegado el hombre. Estaba manchado de amarillo y en un costado se destacaban unas letras: K-M. CUERPO MADERERO.
—¡Qué ser tan feo! —comentó Cris—. No se parece a ninguno de nuestros antiguos amantes.
—¿No? —la joven Lys miró al hombre—. Pues a mí no me resulta desagradable. Tiene dos brazos, dos piernas y las facciones regulares que habéis descrito tantas veces.
Cris calló indignada.
—Nosotras somos viejas y feas, Lys —rió Dríope secamente—. Todas menos tú. Y hace mucho tiempo que ninguna de nosotras tiene un amante.
—No —añadió Cris—. Nuestros antiguos amantes eran más obscuros de tez que este ser, y más bajos. Tenían el cabello negro. No, no se parecían a éste en absoluto.
—No importa —musitó Dríope—. Todos los hombres son iguales.
—Por lo que dice Cris —rió Lys—, cada vez me gusta más ese hombre. Sería un amante excelente.
—Tú qué sabes... —gruñó Cris.
«Sé —pensó Lys— que nunca tuve un amante. Y sé que deseo uno.»
Vio cómo el hombre terminaba de cenar y se ponía en pie, moviendo suavemente los músculos bajo sus ropas de brillantes colores. Lys experimentó como un nudo en la garganta... entre el tronco y la copa. En su mente aparecieron unas palabras, una frase que jamás se había atrevido a considerar con atención: Te deseo. Saboreó las palabras, primero una a una, después en conjunto.
—¡Oídme todas! —Dríope atrajo la atención del bosque—. Tengo un plan para destruir a ese mortal.
Las hermanas aguardaron expectantes.
—Espera —objetó Lys—. Tiene que existir otro medio.
—Sí, pequeña —replicó Cris con malicia—. Podemos seducirle.
Las hermanas se echaron a temblar.
—¡Calla, vieja bruja!
—Lys... —intervino Dríope—. Un poco de respeto, por favor. Y ahora, habla. Te escuchamos.
La joven dríada aguardó unos momentos a que su cólera no le apretase la garganta para poder hablar.
—Todas habláis de destruirle. Todas queréis matarle. ¿No habéis pensado que matar a ese mortal sólo servirá para apresurar la llegada de sus semejantes?
—Tal vez no —objetó Pomona—. Si muere aquí, en un sitio tan solitario, tal vez no le siga ni le busque nadie.
—Chist... —murmuró Dríope—. Dejad hablar a Lys.
—Vosotras sólo habláis con «tal vez» y «quizá». No sabéis nada. Como estáis muertas de miedo, la única solución que se os ocurre es la muerte.
—Bien, ¿cuál es tu plan? —quiso saber Cris.
Por primera vez, Lys pareció vacilar.
—Hemos de encontrar la manera de hablar con él. Tenemos que comunicarnos...
—¡Comunicarnos! —la voz de Cris sonó con inmenso desprecio—. Recordad que todas estamos atrapadas dentro de unos vestidos verdes hasta el final de esta estación. Transcurrirán meses antes de que podamos recobrar nuestra forma humana. No habléis, por tanto, de comunicarnos por ahora con ningún mortal...
—Tiene razón —le confió Dríope a Lys.
—Tiene que haber un medio —insistió la joven.
«Tiene que haberlo», repitió mentalmente.
—¡Lo hay! —declaró una dríada—. ¡Matarle!
Fue entonces cuando Dríope contó su plan. Luego pidió que fuese discutido y todas las hermanas la felicitaron. Todas menos Lys, que se negó a hablar. Dríope pidió que se pusiese su plan a votación. No hubo ningún voto en contra y sólo una abstención.
Más tarde, cuando la noche colocó un capuchón negro sobre la cabeza del hombre, Lys se desesperó con una ceniza interior de cólera, al tiempo que las otras dríadas se disponían a destruir al intruso. Así vio cómo él hombre colgaba una hamaca entre dos de sus hermanas. Luego se envolvió en una manta, se volvió de lado y contempló los tizones humeantes de Níobe antes de quedarse dormido.
Las dríadas aguardaban en tensión.
—Ahora —dijo Dríope.
Enfurruñada, Lys desvió la vista. Luego, medrosa de repente, sintióse impulsada a mirar la escena.
La canción empezó en tono bajo para no despertar al mortal. Sutilmente, fue ascendiendo en espiral, más allá de la audibilidad humana, en una complicada red de armonías que formaban menos que un sonido, aunque más que un pensamiento. El cuerpo del hombre empezó a retorcerse angustiosamente, aunque no se despertó.
Muy arriba, en el flanco de la obscura montaña que todavía impedía la visión de la luna, dos lobos oyeron la resonancia de aquel canto y aullaron. Con las lenguas fuera y los ojos semicerrados por el temor, huyeron por el monte.
—¡Ahora, hermanas! —chilló Dríope—. ¡El clímax del canto que destruirá el cerebro de ese mortal!
Pero no ocurrió nada. El hombre continuó durmiendo... roncando.
Las dríadas sintieron decaer sus ánimos por la fatiga y el fracaso.
—Hermanas, ha sido un buen canto —habló Dríope con dificultad—. Pero la sensibilidad humana debe de haber cambiado con los siglos. El hombre es ahora más resistente a los poderes de Artemisa de lo que creía. Descansemos, y mañana proyectaremos otro método.
Todo el bosque se hundió en un sueño de agotamiento, con excepción de Lys. Había salido la luna y la dríada estaba contemplando al hombre en su hamaca. Vio cómo se movía ligeramente, escuchó unas palabras que no entendió. Y continuó pensando una y otra vez: te deseo... te deseo...
Dentro del círculo de piedras enfriadas, los tizones de Níobe se extinguían hasta convertirse en ceniza.
El sol matutino esparció sus rayos por el bosque. Lys aún estaba despierta, contemplando los barrotes dorados interpuestos por las ramas de los árboles. Unos rayos brillantes incidieron sobre los ojos del durmiente. Despertó, parpadeando, y se volvió del otro lado, lejos del fuego de oriente. Luego, miró algo de plata y cristal que llevaba a la muñeca.
Saltó de la hamaca y se apoyó un momento en Pomona, la dríada cuyo tronco sostenía un extremo del improvisado lecho. La ninfa se despertó y retrocedió, primero miedosamente, luego a causa de su cólera. El hombre no se dio cuenta.
Volvióse hacia el sol y se desperezó.
—¡Qué hermoso! —murmuró.
El calificativo discurrió por la riada de viento que constantemente descendía de las montañas. Él bosque callaba; los pájaros no cantaban aquella mañana.
—Ciertamente, tiene músculos —admitió Dríope—. No se puede negar.
Lys examinó críticamente al hombre desnudo, el primero que veía de tal guisa.
—Parece suave y flojo —comentó—. No comprendo cómo puede hacer lo que decís.
—En medio de la pasión —rió Dríope—, se expande y endurece como el hielo en invierno.
Divertida por estas palabras, Lys pensó en el hielo, en un hielo que se convertía en fuego. Vio mentalmente al hombre tendido a su lado sobre el césped de verano, y logró ver su rostro con toda claridad. Pero en su mente resultaba vago lo que hacía, lo que decía. Lys llevaba más de un siglo desarrollando sus fantasías. «Bien —pensó—, mis sueños se están esfumando en un minuto de realidad.»
Vieron cómo el hombre recogía las ramas del árbol que había cortado la tarde anterior. Todas las dríadas estaban ya despiertas y su atención concentrada en el fuego que encendía el mortal. Subió al monte y regresó con un cubo lleno de agua del manantial. Luego colocó encima del fuego una sartén con jamón y pan. Después, se dirigió a su vehículo y cogió un objeto rectangular del lado del asiento.
—Habla Charlie Lathrop —le dijo el hombre al objeto—. ¿Hay alguien despierto ahí?
Hubo una pausa y después un chasquido.
—Aquí Brook. ¿Qué tal, Charlie?
—De acuerdo con el horario —repuso Charlie—. Grano cinco veintiuno. Madera estupenda. Mañana enviaré un informe completo.
—De acuerdo —exclamó la voz—. Lo anotaré. ¿Algo más?
Charlie vaciló.
—Brook, ¿fuiste anoche a la ciudad?
—Sí.
—¿Viste a Maggie?
—Sí —repuso Brook, tras una pausa.
—¿Estaba con alguien?
—Sí.
—Eres muy parco en palabras, ¿eh? —se quejó Charlie.
—Sí, lo siento. Escucha...
—Olvídalo —le cortó Charlie.
—Oye —insistió Brook—. ¿Olvidarla? Salió.., Lo único que haces es matarte a ti mismo...
—Olvídalo —repitió Charlie—. Oye, siento malgastar el tiempo de la compañía. Mañana informaré, ¿de acuerdo?
—Sí —rezongó Brook—. Ya hablaremos entonces.
Charlie dejó el objeto en el asiento y regresó al fuego.
—¿Estaba hablando con su musa? —inquirió Oritia.
—No creo —repuso Dríope—. Supongo que se trata de un aparato para comunicarse con otros hombres.
—Ahora ya sabemos cómo se llama —dijo Lys.
«Charlie —pensó—. Te deseo.»
Lo repitió como una letanía.
Charlie comió rápidamente. Limpió los restos de grasa de la sartén con un poco de pan y se puso en pie. Con el pan en una mano y una taza de humeante café en la otra, Charlie pasó por entre los árboles en dirección a Lys.
—¡Viene hacia mí! —susurró la dríada a sus otras hermanas, emocionada.
Charlie se detuvo delante del cedro que ocultaba a la dríada. Tomó un sorbo de café.
—Hola, Charlie —murmuró Lys.
—Hola, ardilla —repuso el hombre, mirando más allá del árbol.
Arrojó un trozo de pan al suelo, y un animalito se aproximó cautelosamente. La ardilla miró a Charlie con sus relucientes ojillos, y luego al pan.
—¡Charlie, mírame! —suplicó Lys.
—Adelante, ardilla —dijo Charlie—. Cómete el pan. Está suelto. No es ninguna trampa.
La ardilla avanzó y olisqueó el pan. Luego, le dio un mordisco. Devoró acto seguido todo el pedazo y levantó la vista hacia Charlie, como pidiéndole más.
—¡Por favor, mírame! ¡Por favor, escúchame! —insistió Lys.
Las otras dríadas murmuraron su desaprobación ante tanta insistencia.
—Calla, Lys —la riñó Dríope—. El hombre es nuestro enemigo; no puedes hablar con él. Sólo nos trae desdichas, pesares y muerte.
—¡No puedo callar! —gimió Lys—. ¡Oh, no puedo...! Le amo...
Charlie, sin enterarse de esta conversación, contemplaba a la ardilla, y ésta le miraba a él.
—Bueno, toma el resto —concedió el hombre.
Echó el resto del pan al suelo. La ardilla dio un salto, cogió el pan entre sus mandíbulas y empezó a retroceder a saltitos.
—Está bien, ardilla —aprobó el hombre—. Llévalo a casa. Guárdalo para el invierno —observó cómo el animal forcejeaba para llevarse el alimento—. ¡Eh, ardilla! ¿Acaso tienes una familia que espera este pan? ¿Hay otra ardilla esperándote en el hueco de algún árbol?
Al oír la voz, la ardilla enderezó las orejas. Luego, estimó que no corría peligro y concentró toda su atención en el pan.
—Corre, ardilla. Llévale el pan a tu mujercita. De lo contrario, es posible que otro se acerque a ella, mientras tú estás aquí, y le prometa un pastel.
La ardilla arrastró el pan a través de la hierba y Charlie la miró hasta que desapareció por entre la maleza. Charlie frunció el ceño y regresó junto a la fogata.
—Yo podría ayudarle —manifestó Lys—. Podría remplazar a esa Maggie como se llame.
—Lo sé —asintió Dríope, quedamente—. Le amarías y le consolarías en sus tristezas, dándole energías. Y nos salvarías a todas.
—Eso es —asintió Lys, echándose a llorar.
—No vives en tu época —la recriminó Dríope—. Oh, Lys, ojalá pudiese abrazarte y dejarte llorar a mi lado.
Ni siquiera Cris se atrevió a soltar una frase agria.
Poco después, Dríope se dirigió a todo el bosque con tono sombrío.
—El hombre ha subido al monte no sé por qué. Volverá. Esta noche le destruiremos. Ya sé cómo. No habrá ningún fallo —hizo una pausa—. Tiene que haber un sacrificio. He consultado con nuestras hermanas Cela y Pomona y están de acuerdo.
Sus vidas se extinguirán, pero también la del mortal.
«No pienso llorar —pensó Lys—. Es inútil llorar por amar a un hombre y no poder ayudarle ni decírselo. Tiene que haber alguna alternativa a mis lágrimas. Si al menos pudiese llegar hasta él...»
Lo intentó cuando Charlie bajó del monte. Mientras preparaba la cena, le susurró largamente. Suplicó, rogó, hasta gritó... mas él no la oyó. Las otras dríadas trataron de ignorar a su hermana menor. Dríope sufría en silencio.
Finalmente, Cris murmuró con insólita dulzura:
—Por favor, hermana, cállate. Sería mejor que llorases.
«Le avisaré —se prometió Lys—. No sé cómo, pero llegaré hasta él.»
La calavera lunar colgaba sobre el bosque con su luz plateada cuando Driope dictó sus órdenes.
—Cela, Pomona, escuchadme. Ejerced la ciase de fuerza que utilizáis en el otoño, cuando soltáis las agujas muertas. Concentraos y emplead toda vuestra energía para aflojar las raíces de vuestros vestidos de madera. Desprended las raíces, haced que se separen unas de otras, y también del suelo. ¿Entendido?
—Sí —afirmó Pomona.
—Bien, hermanas, adiós —se despidió Cela.
El bosque en masa despidió tristemente a las dos hermanas, ya que no estaban acostumbradas a la muerte. De esta manera, todas las dríadas contemplaron con terrible fascinación cómo las otras dos se suicidaban. El árbol de Pomona sostenía el extremo norte de la hamaca de Charlie; Cela el extremo sur. Los minutos transcurridos eran Una tortura para cada hermana, en tanto Cela y Pomona iban aflojando las raíces que las mantenían sujetas al suelo. En la hamaca, el durmiente se agitaba con inquietud.
«Despierta, amor», pensó Lys. También gritaba mentalmente: ¡Despierta, despierta, despierta! ¿No puedo salvarte?
Las raíces, a pesar de su fortaleza, aflojaron la presa. Pomona y Cela experimentaron las. primeras vibraciones de la muerte en medio del bosque, y temblaron ante el temor de perder la felicidad que era la vida. Vacilaron.
—Todas las hermanas quieren vivir —susurró Dríope—. Y todas moriremos si vosotras no matáis a ese hombre.
Pomona y Cela se aproximaron más a la muerte. Los dos altos pinos se balancearon contra el cielo cuajado de estrellas heladas, a pesar (cosa extraña) de que el viento no soplaba desde las montañas. Cuando las raíces se desgajaron de la tierra, las dos hermanas empezaron a inclinarse una hacia la otra en un delicado equilibrio, juntándose a causa del peso del durmiente.
«¡Artemisa, ayúdame a salvar a este mortal!»
Fue un grito silencioso, perdido y desesperado. Pero tal vez Artemisa lo oyó. En su desesperación, Lys lo comprendió de pronto. En su mente no había ideas de muerte; sólo la certeza de estar aflojando sus propias raíces. Era más joven, su árbol más pequeño. Su muerte tardaría menos.
Se liberó del suelo forestal que le había prestado la vida.
«Te deseo...» En su mente sólo había frases fragmentarias. «Siento... Te quiero...»
Charlie abrió los ojos al oír el ruido de la muerte de Lys. Levantó la vista.
—¿Qué diablos...?
Las estrellas no se veían a causa de los dos pinos que se inclinaban hacia él. Presa de desesperación, se ladeó y rodó sobre sí mismo. De pronto estuvo enterrado en un laberinto de ramas rotas. Algo le golpeó en la nuca y se hundió en la obscuridad.
Despertó y supo que aún vivía. Podía divisar la luna a través de un encaje de ramitas y agujas. Con cierta dificultad, consiguió levantarse e inspeccionó la jaula de madera que encerraba su hamaca.
A su alrededor, las dríadas estaban calladas.
—No queda para nosotras ningún amante —musitó Dríope—, más que la muerte.
Charlie se palpó la herida de la nuca, mojándose los dedos en sangre. Luego, levantó la mirada hacia los tres árboles caídos.
—Y después dirán de la suerte... —murmuró.