A través del fuego

Relato inglés de duendes

Mary de Morgan

Mary de Morgan fue hija del profesor de matemáticas Augustus Morgan, muy famoso en la Inglaterra victoriana, y hermana del artista y escritor William de Morgan, al que se le recuerda por unos azulejos que llevan su nombre.

Mary tenía muchos sobrinos a los que contaba unos relatos preciosos de hadéis y duendes. Entre los afortunados que la escucharon se encontraban Margaret Brune-Jones, las hijas de William Morris y Rudyard Kipling, el futuro premio Nobel de Literatura. Lo que deja claro que no existe mejor dedicación que la de sembrar la fantasía en la mente de los niños y las niñas, ya que se obtienen los frutos más provechosos.

De esta autora se han publicado tres espléndidas colecciones de relatos de hadas, duendes y otras criaturas mágicas: On a Pincushion (1877), The Necklace of Princess Fiorimonde (1880) y The Windfairies (1990). El relato A través del fuego pertenece a la primera de las colecciones.

El pequeño Jack se hallaba sentado delante de la chimenea encendida y miraba a las llamas con una expresión triste. Había cumplido los siete años, aunque sólo aparentaba cinco. Su rostro era blanquecino y flacucho; además, había padecido una parálisis infantil de la que le quedaban algunas secuelas. Allí le faltaban hermanos con los que hablar, y se encontraba solo casi todo el día, debido a que su madre, al ser viuda, debía ir a trabajar como profesora de música o tocando el piano en celebraciones de cumpleaños. Esto significaba que la mayor parte del tiempo estaba fuera. La casa se localizaba en el tercer piso de un humilde edificio situado en una antigua y oscura calleja de Londres. Allí pasaba Jack demasiadas horas aislado en el cuarto de estar, sin otro acompañante que las llamas de la chimenea.

Aquella noche la tristeza le pesaba más que en otras ocasiones, debido a que era Nochebuena. Sabía que su madre había ido a la mansión de una familia rica, donde los niños celebraban una gran fiesta, en la que se necesitaba a alguien que tocase el piano. Minutos antes de irse, ella le había prometido, aunque no lo aseguró del todo, que iban a tener un árbol de Navidad, en cuyas ramas colgarían regalos y varios juguetes.

A Jack le parecía injusto que aquellos niños y niñas desconocidos, además de contar con todas las cosas para disfrutar más que él, le estuvieran privando de la compañía de su madre. Si ésta pudiera encontrarse en la casa, ya se hallaría sentada en la alfombra, permitiéndole descansar la cabeza en su regazo, mientras le narraba, sin parar, esos inolvidables relatos de hadas y duendes.

No vamos a decir que a Jack le molestara que su madre fuera a esas fiestas, ya que al volver le traía comida y obsequios, siempre cogidos de las sobras. A pesar de que no era demasiado, unas galletitas, un caramelo o un muñeco de madera, sabía que lo iba a encontrar debajo de la almohada cuando despertase a la mañana siguiente. En ciertas ocasiones los dulces o los frutos secos eran unos regalos de la dueña de la casa o de algunos de los niños, debido a que su madre había contado que tenía un hijo que la esperaba solo en su piso.

Sin embargo, lo que estaba echando en falta, en aquellos instantes, era a su madre. Para nada le hubiese importado que apareciese con las manos vacías, siempre que la tuviera cerca.

Permaneció sentado ante la chimenea, sin impedir que las lágrimas inundasen sus ojos. No tardó en comenzar a gemir quedamente:

—¡Qué tristeza! ¡Siempre tan solo! ¡Ya no aguanto más! Alcanzó el atizador y comenzó a remover los leños con fuerza.

—¡Deja de jugar a lo tonto, niño! —protestó una vocecita que surgía entre el fuego—. ¡Terminarás por destrozarme!

A Jack se le secaron las lágrimas al momento y miró atentamente a las llamas. De esta manera pudo contemplar a un personajillo muy extraño, el más llamativo de los que había tenido delante en su corta vida. Se estaba columpiando con gran habilidad encima de un pedazo de carbón ardiendo. Era un ser diminuto, que no llegaría a las tres pulgadas de altura, vestido totalmente de un tono rojizo anaranjado similar al de las llamas. Cubría su cabeza con un sombrero puntiagudo del mismo color.

—¿Quién... eres? —preguntó el niño con la respiración sostenida.

—¿Nadie te ha enseñado que es de maleducados hacer preguntas a los desconocidos? —replicó aquel muñequito guiñando un ojo—. A pesar de lo dicho, ya que tienes tanta curiosidad, te voy a decir que soy el duende del Fuego.

—¡Un duende del Fuego! —repitió Jack, con la voz vacilante y sin separar los ojos de aquella figurita.

—En efecto. ¿Tan extraño te resulta?

—Yo... Es que nunca he creído en las hadas y en los seres mágicos... —musitó Jack, sin poder alejar su mirada de tan misteriosa y pequeña aparición.

El hombrecito soltó una carcajada.

—Lo que tú opines me trae de lado —dijo algo enfadado—. Quizá no creas en hadas de viento o de agua. Pero lo mío es diferente, yo pertenezco a una familia de la que depende el fuego. Nos cuidamos de encenderlo y, después, lo alimentamos para que no se apague. Te diré una cosa: si yo decidiera marcharme, tu chimenea se apagaría al momento. Por mucho que soplaras y removieras los leños y el carbón, estarías trabajando inútilmente. Hasta que no apareciese yo o uno de los míos el fuego jamás te calentaría.

—Si fuera cierto lo que me cuentas, ¿cómo te las apañas para no quemarte? —preguntó el niño.

—¿Quemarse un duende del Fuego? —replicó el hombrecito como si se las viera ante un bobo—. ¿No te has dado cuenta de que yo estoy entre las llamas porque formo parte de las mismas? De no encontrarme dentro del fuego desaparecería.

—¿Desaparecer? ¿Eso qué significa? ¿Acaso como si te murieses?

—¡Calla, nunca hables de la muerte ante mí! —protestó el duende—. Todos los que no se cuidan, hasta tú mismo, terminan por desaparecer. Oye, ¿por qué no buscamos unos temas más divertidos?

—¿Puedes vivir siempre? —inquirió Jack.

—Yendo de un fuego a otro conseguiría llegar a los trescientos años de edad, sin esforzarme demasiado —contestó el diminuto, al mismo tiempo que se acomodaba entre varios carbones al rojo vivo—. Pero antes de ser centenario, debo enfrentarme a muchos enemigos. Por ejemplo, una simple corriente de aire, aunque no tenga mucha fuerza, puede causarme grandes problemas.

—¿Dónde vives y de qué lugar provienes?

—Digamos que nací, como mis hermanos, en el centro de la tierra, allí donde se cuenta con un fuego eterno, que nos permite renacer. Sin embargo, cada vez que vosotros encendéis una chimenea, como ésta tuya, nos vemos forzados a subir para ayudaros.

—¿También os preocupáis de las lámparas y las velas? —insistió el niño, cuya curiosidad no tenía límites—. Cuentan con una llamita de fuego.

—Esa es una tarea de aprendices —contestó el duende, sin contener unos bostezos—. Lo mío es mantener activo un gran fuego. Todo lo demás no me interesa.

Jack se quedó en silencio unos segundos; después, comentó:

—Me asombra no haberte visto hasta ahora.

—Nunca he dejado de andar por aquí. Seguro que eres un poco despistado y te cuesta fijarte en lo que tienes delante.

—Me gustaría acompañarte dentro del fuego —decidió el niño, convencido—. Debe ser algo muy interesante.

—Tendrías que contar con el traje adecuado —advirtió el hombrecito—. A pesar de eso, me parece que te molestaría tanto calor.

—Yo soporto muy bien el calor —afirmó Jack—. Escucha, en la casa donde tú vives, ¿todo es tan rojo y resplandeciendo como el interior de una hoguera?

—¿Pero qué estás diciendo? ¡Bastante superior! ¡Algo digno de ser contemplado! —exclamó el duende, sujeto a un carbón llameante, sin dejar de balancearse al ritmo de unos chisporroteos—. En los alrededores del palacio de nuestro rey sólo hay llamas. Allí todo es fuego, y hasta las ventanas de la Princesa se asoman a un jardín cubierto de lava volcánica. Sin embargo, como sucede en otras partes, nadie termina por conformarse con lo que posee o se le ha proporcionado. Creo que no hay nadie en el mundo que merezca tanto la felicidad como la Princesa Pyra.

—¿Quieres decir que no es feliz? —preguntó el niño.

—¡Eres un preguntón incansable! Bueno, te diré que podría conseguirlo, aunque lo tendría que desear.

—¿Qué se lo impide?

—Los culpables son quienes la enviaron al colegio —afirmó el duende con un tono agudo—. Nunca debió salir del palacio de su padre, porque así jamás hubiese tratado al otro... Vaya, creo que no te he contado que nuestros Reyes únicamente tienen una hija, la Princesa Pyra. Para ellos no existe otra persona más importante, como es normal. Le dan todo lo que pide, y hasta mucho más. Un día el Príncipe del Fuego, cuyo reino hace frontera con el nuestro, nada más verla le pidió que fuera su esposa. A los padres la propuesta les pareció muy acertada; sin embargo, decidieron aplazarla hasta que la joven recibiera la educación conveniente. De ahí que la enviaran un año a una escuela, que se encuentra situada en una montaña volcánica siempre en erupción. Allí debía aprender lo que es el mundo, porque lo necesitaba antes de quedar encerrada entre las cuatro paredes del castillo de su esposo. Como ya te he dicho anteriormente, se cometió un error imperdonable, debido a que un mal día al Príncipe Fluvius, hijo del Rey de las Aguas, mientras sobrevolaba aquellas montañas se le ocurrió mirar hacia abajo y contempló a nuestra Princesa. Cuando se aproximó a ella, los dos se enamoraron ciegamente... ¡Desde entonces Pyra dejó de ser feliz!

—¿Qué les impide casarse?

El hombrecito reaccionó con unas carcajadas tan fuertes que se debió sujetar la barriguita.

—¿Cómo podrían hacerlo, cacho tonto? ¡Es materialmente imposible! En primer caso porque no pueden estar juntos, excepto si él se seca o ella se apaga. Por otra parte, nuestro monarca se niega a hablar ni una sola palabra del tema, debido a que el Rey de las Aguas es su peor enemigo... Te diré que desde que los jóvenes se conocieron, cada tarde Pyra llegaba a la cima de la montaña, y Fluvius venía a sentarse lo más cerca posible de ella. Claro que el Rey no sabía nada de esta amistad. Un día que los vio, sufrió tal arrebato de cólera que recluyó a su hija en el castillo. Entonces decidió casarla con el Príncipe del Fuego. Sin embargo, ella comenzó a enfermar tanto que los médicos temieron que muriese, por lo que diagnosticaron que no se le dieran más disgustos... Resulta lamentable que se encuentre así por una bobada.

—¿La princesa es guapa? —preguntó Jack.

—Guapa no es la palabra que mejor la define —dijo el hombrecito—. Porque su hermosura es deslumbrante, totalmente subyugadora. La joven más celestial del País del Fuego. También dispone de una inteligencia privilegiada.

—Amigo duende —pidió Jack con una voz mimosa—. ¿Por qué no me invitas a visitar tu casa? Venga, que no se lo contaré a nadie. ¡Aquí hay tan pocas cosas con las que divertirse! Permite que vaya contigo, te lo ruego.

—No imagino cómo podría resolver el problema —dijo el duende—. Estoy seguro de que sentirías mucho miedo.

—¡Jamás, nunca he sentido miedo, te lo aseguro!—afirmó el niño—. Sólo tienes que comprobarlo para convencerte.

—De acuerdo... Aguarda unos instantes.

Al momento el diminuto se marchó por la parte más brillante de la hoguera. Regresó pocos segundos más tarde. Llevaba en las manos un sombrero rojo, un traje y unas botas. Todo minúsculo, como él.

—Vístete con esto —ordenó, al mismo tiempo que echaba las prendas a Jack.

—No van a caberme... ¡Son más pequeñas que mi brazo!

Sin embargo, nada más cogerlas, fue él quien comenzó a empequeñecer. Ya no dejó de hacerlo hasta quedar a la misma proporción que la ropa, el gorrito y el calzado. Así consiguió ponérselas con la mayor facilidad.

—También debes llevar esto —dijo el hombrecito.

Y echó al niño una resplandeciente y fina careta de cristal. Cuando éste se la puso, comprobó satisfecho que le ajustaba a la perfección, sin dejar ni una ranura Ubre.

—Ya has quedado equipado —reconoció el duende del Fuego—. Llegó el momento de que saltes a la fogata. Ven sobre estos carbones encendidos. Veamos lo que opinas.

Jack superó el guardafuegos y, sirviéndose del atizador subió hasta uno de los morrillos. El duende vino a echarle una mano... ¡Qué dedos más calientes sujetaron los suyos! Abrasaban como una llama. Sintió deseos de soltarlos; sin embargo, se aguantó el dolor para no ser maleducado. Lo resolvió apretando los dientes para tragarse los gritos, hasta que de un brinco cayó en el centro de la hoguera.

Cuando miró a su alrededor, se dio cuenta de que se hallaba en un universo distinto a todo lo que había conocido. Le rodeaban majestuosas montañas de un rojo resplandeciente, de las que surgían cataratas de llamas. De repente, brotaba un monte negruzco, que soltaba humo y silbaba amenazante... ¡Lo peor era el calor tan intenso! En los primeros momentos a Jack le costó poder respirar, y hasta temió que fuera a desmayarse.

—Veamos —pidió el hombrecito, que ya era del mismo tamaño que el niño—, dime cómo te sientes ahora.

—Tengo mucho calor —susurró Jack.

—Mal te va a ir en el País del Fuego si no eres capaz de soportar esto. Será mejor que abandones.

—Nunca, nunca... Ya me encuentro mejor —mintió el niño, a pesar de estar sudando por todos los poros de su cuerpo—. Sé que tardaré poco en acostumbrarme... ¿Cómo iremos al País del Fuego?

—Pronto lo comprobarás —dijo el duende, al mismo tiempo que extraía una vara de uno de sus bolsillos.

La sujetó con sus dos manos y, después, realizó un orificio entre los carbones de la zona baja de la chimenea. El orificio comenzó a agrandarse, hasta permitir el paso de tres canicas, que el hombrecito fue tirando dentro. A medida que iban penetrando en el mismo lo agigantaban más y más, hasta convertirlo en una enorme y oscura sima. Seguidamente, el duende se sentó en uno de sus bordes, dejando las piernas colgando.

—Acércate a mí —pidió a Jack—. Tienes que sentarte en mis hombros, apretar las piernas alrededor de mi cuello y darme las manos. Así no te caerás. Por nada del mundo se te ocurra gritar, ni decir una sola palabra, ya que si te oyera no dudaría en soltarte.

El niño obedeció sin rechistar. Lo que no pudo evitar fue un sobresalto cuando su guía se arrojó al interior del agujero, para deslizarse a una velocidad de vértigo. Sin cesar de descender. Ganas le entraron al niño de suplicar que se detuvieran; pero no lo hizo al recordar la amenaza. Al final, divisó una rojiza claridad en aumento.

—Nos estamos aproximando al País del Fuego —anunció el duende, parándose unos segundos—. No tardaremos en llegar.

Prosiguieron la caída, con mayor rapidez en dirección a un punto de claridad deslumbrante. Jack debió cerrar los ojos para no quedarse ciego.

—¡Lo conseguimos! —dijo el hombrecito.

En seguida dejó al niño en el suelo. Y cuando éste se hubo sobrepuesto del susto y del mareo, contempló lo que le rodeaba. Las cosas le parecieron más asombrosas que en el centro de la hoguera. Descubrió infinidad de montañas, entrecruzadas por una variada gama de sombras en rojo y naranja. En las laderas hervían lagos y ríos de fuego. El cielo estaba formado por masas de llamas y en algunas cimas surgían columnas de humo.

—¿Qué dices ahora? —preguntó el duende.

—Todo es tan raro —contestó Jack, sin atreverse a decir la verdad para no pecar de incorrecto—. Aquí no veo ninguna casa... ¿Dónde vives tú?

—Las ciudades se encuentran más adelante. Si deseas visitarlas, tendrás que subirte de nuevo a mis hombros.

De esta manera reemprendieron el viaje, tan velozmente que Jack no consiguió distinguir las formas del país que estaban recorriendo. Por último, sobrevolaron una gran ciudad, provista de elevadas cúpulas y puentes. Su mayor edificio era un palacio formado de hierro candente y de diamantes y rubíes que reverberaban bajo el resplandor de las llamas.

—Ahí reside nuestro Rey —dijo el duende del Fuego—. Será el primer lugar que visitemos.

—¿Veré a la Princesa? —preguntó el niño muy interesado.

—Quizá se encuentre en los jardines.

Llegaron ante una gigantesca verja, la cual daba acceso a un escenario de lo más singular. Jack se dio cuenta de que lo que le habían parecido piedras preciosas eran llamaradas de tonos distintos, que surgían de la fachada. Las había rojas, azules, verdes y amarillas. Tampoco vio flores en el jardín, ya que se sustituían con fuegos artificiales que daban forma a unas breves y gigantescas floraciones de chispas multicolores.

Jack corrió sin saber dónde llevar la vista, ya que todo lo que le rodeaba le parecía fantástico; pero eran millares los focos de interés. No obstante, su acompañante le detuvo al tirarle de la manga:

—Viene la Princesa —anunció en voz baja.

Estaba señalando a un grupo de damas que avanzaban muy despacio. La más bonita de todas debía ser la Princesa. Los cabellos largos y resplandecientes le llegaban hasta los pies, igual que una cascada de oro. Su rostro aparecía muy pálido, dando idea de una inmensa tristeza. Llevaba el corpiño de su vestido bordado con orquídeas de blanco fuego, y el mismo adorno aparecía en su cabeza en forma de corona.

Sus damas también vestían maravillosamente, pero ninguna superaba en esplendor a su señora. A la que hablaban, sin recibir respuesta.

—¡Ay, infeliz princesita! ¡Qué tristeza siento al verte! —exclamó Jack no pudiendo contenerse.

Entonces ella levantó la cabeza y miró hacia donde había salido la voz. Sus ojos resplandecieron igual que las estrellas, con tanto fulgor que el niño debió girar la cabeza para no quedar deslumbrado.

—¿Quién de vosotros se ha atrevido a dejarme oír ese comentario? —preguntó la Princesa. Y al ver que sus damas no le contestaban, insistió—: Lo he oído perfectamente... No pienso castigar a quien lo haya dicho.

En seguida comenzó a llorar; sin embargo, sus lágrimas eran destellos de luz. Sus acompañantes la aconsejaron que se tranquilizara; pero ella insistió en descubrir a quien había hablado con una voz compasiva.

—¡He sido yo, con la autorización de Vuestra Excelencia!

—¿Y quién eres tú? —preguntó ella amablemente.

—Me llamo Jack. Soy un niño.

—¿Quién te ha traído aquí?

—Lo ha hecho éste —contestó señalando al duende del Fuego—. Por favor, no te enojes con él, pues yo le convencí para que me trajera.

—No estoy enojada con ninguno de los dos. Sólo deseo saber por qué sientes tristeza al verme.

—¡Me parecéis tan infortunada! Y lo comprendo, porque nadie debería vivir lejos de la persona que ama —dijo el niño.

Al escuchar esto, las damas le rodearon, intentando evitar que continuara hablando. Pero la Princesa no compartía esa decisión.

—¡Separaros de él! No me hieren sus palabras, por lo que me niego a que le calléis. Te agradezco, querido niño, tus palabras. Y en lo que se refiere a mí —añadió mirando al duende—, debes saber que no me disgusta que hayas hablado demasiado. Sólo pido que mi padre nada sepa de esto.

En el mismo instante que acababa de decir esas palabras, llegó una nube de humo que provenía de las montañas.

—¡Es el Rey! —gritaron las damas a coro.

—¡Por favor, vete! —suplicó la Princesa, mirando a Jack.

Al momento el duende de Fuego le montó sobre sus hombros y le sacó de allí. Escaparon con la velocidad de las flechas. Y se encontraban a bastante distancia del palacio, cuando el niño logró recuperar el aliento.

—¡En vaya lío que me has metido por hablador! —protestó el hombrecito—. ¡Nunca más te traeré a mi país! ¡Ni me atrevo a imaginar lo que hubiese ocurrido si el Rey te llega a oír hablando con la Princesa de algo que esta terminantemente prohibido!

Jack ni replicó, al comprender el enfado de su guía. Volvieron a emprender el vuelo, hasta llegar a la estrecha sima, por la que ascendieron. Una vez llegaron a una zona de claridad, el duende tiró al niño muy lejos. Con tanta rabia que le dejó dormido, aunque sin causarle ningún daño.

Cuando Jack abrió los ojos, se encontró sobre la alfombra de su casa, frente a la chimenea. Al principio pensó que había superado una pesadilla, aunque en seguida se dijo que no. La chimenea se había apagado, y la única luz provenía de los faroles de la calle. Se incorporó de prisa, y procuró buscar algún testimonio dejado por el duende; pero no encontró ninguno. Llego a la chimenea y lo llamó, sin recibir respuesta. Finalmente, al tener mucho frío, se metió en la cama temblando. Dormido soñó con la Princesa, y con ese maravilloso país del centro de la Tierra, del que lo desconocemos todo.

Al día siguiente fue despertado por un beso de su madre. En seguida supo que tenía un paquete entre las manos. Lo desató, y fue a descubrir galletas, caramelos y un soldado de madera descolgado del árbol de Navidad. Porque había uno en la salita de estar. Se pasó la mañana jugando bastante entretenido, sin olvidarse del País del Fuego y de la pálida Princesa. Ni remotamente se le pasó por la cabeza contarle a su madre la aventura que había vivido hacía unas horas. Se mantuvo callado para no enfadar más al duende del Fuego. Llegada la tarde, al encontrarse de nuevo solo, se quedó mirando a la chimenea, esperando con la mayor ansiedad. Sin embargo, no recibió ninguna visita, ni escuchó llamada alguna. Muy desanimado se aproximó a la ventana, porque la intensa lluvia le llevó a pensar en el Príncipe de las Aguas y en el hada de los Aires.

Como no perdió la esperanza, cada tarde siguió aguardando que de la chimenea brotase alguno de los habitantes del fuego. Se sentaba ante las llamas nada más que su madre le dejaba solo. Y ante la falta de respuesta, llegó a pensar que la experiencia jamás se repetiría.

Al llegar la Nochevieja Jack volvió a ver salir a su madre, ya que iba a tocar el piano en una fiesta donde habría otros niños. La noche era terrible. Diluviaba y el viento gemía sobre los cristales de las ventanas. Jack se quedó contemplando las nubes que se deslizaban por el cielo. Ya le aburría mirar el fuego de la chimenea, al haber perdido la fe en volver a encontrarse con el duende. Entregado a sus meditaciones, se preguntó qué ocurriría el año siguiente:

«Quizá crezca un poco más», se dijo. «Todos piensan que soy muy pequeño para mi edad.»

—¡Jack, ven aquí! ¡Ayúdame, querido Jack! —le llamó una vocecita salida del fuego.

Se acercó de un brinco en busca de una respuesta. La chimenea estaba a medio apagar. Únicamente quedaba un ligero brillo rojizo por encima de las brasas cubiertas de ceniza. Precisamente agachada sobre éstas, aparecía la Princesa Pyra, intentando sujetarse a los hierros. Estaba más pálida, casi transparente, pues como un cristal dejaba ver al otro lado de su cuerpo trozos de carbón apagado.

—¡Enciende la chimenea, te lo suplico! —rogó sin dejar de tiritar—. No hay suficientes llamas para calentarme. Si tardas mucho en avivar el fuego, yo me apagaré.

El niño procuró atender la petición lo más de prisa posible. Después se sentó en la alfombra contemplando la transformación que iba acusando la Princesa, hasta que recuperó completamente su esplendor. Su pelo largo y abundante se extendió sobre los hierros protectores, aunque no le desapareció la palidez, pero si recuperaron sus ojos el resplandor diamantino.

—¡Qué bella eres! —exclamó el niño extasiado.

—¿Me lo dices de verdad? —suspiró ella—. Mi Príncipe también lo dice al verme... ¡Ay, si te contara los muchos obstáculos que he debido superar para llegar aquí! No he dejado de pensar en ti desde que me hablaste.

—¿A qué debo ese honor?

—Tú mostraste tu compasión sincera, mientras que mis damas me trataban fríamente... —La Princesa hizo una pausa y se puso muy seria—. ¿Me harías un favor, querido Jack?

—¡Todos los que me pida, señora!

—Conseguir que el Príncipe del Agua entre en tu casa, porque deseo hablar con él.

—¿Y eso cómo se hace?

—Yo te enseñaré. ¿Verdad que esta noche llueve intensamente?

—¡Llueve a mares!

—Estoy de suerte. Seguro que son muchos los duendes del Agua que andan trabajando sobre tu ciudad. Lo único que debes realizar es dejar bien abierta una ventana y quedarte a la espera.

—Pero la lluvia inundará la sala de estar —se quejó el niño.

—No entrará ni una sola gota. Pero si te llegaras a mojar, lo que dudo, tú nunca te apagarías... Vamos, sé complaciente conmigo.

Jack abrió completamente las ventanas, y una ráfaga de viento le golpeó en la cara. Sin embargo, las gotas de lluvia no entraron. El fuego de la chimenea se avivó con fuerza, aunque comenzó a reducirse. Por este motivo, ella le pidió que hiciera de parapeto, para impedir que el aire húmedo llegara al fuego.

De repente, la Princesa comenzó a cantar en un tono bajo, hasta que fue subiendo el sonido. Pero terminó quedándose callada para solicitar:

—Examina el alféizar de la ventana y dime lo que estás viendo, mi querido Jack.

El niño obedeció, y se fue a encontrar con un hombrecito delgado y minúsculo en medio de un charquito de agua. Llevaba el pelo largo y despeinado, estaba chorreando por completo y tenía una mirada desconfiada.

—¿Para qué me has llamado? —preguntó con una voz de pocos amigos.

—Pídele —musitó la Princesa— que haga venir aquí al Príncipe Fluvius.

Jack se encargó de trasmitir el recado, para encontrarse con esta réplica:

—¿Quién eres tú para atreverte a tanto? ¿Acaso piensas que nuestro Príncipe va a atender la tonta petición de un mísero humano?

Al escuchar aquellos reproches, la Princesa volvió a cantar una dulce melodía, en unos tonos ascendentes, hasta que el duende del Agua se incorporó como si le hubiera movido un resorte y prometió que iría en busca del Príncipe o le complacería en lo que le pidiera, siempre que silenciara la canción, ya que le originaba un calor insufrible que estaba a punto de secarle.

Mientras el hombrecito acuoso se alejaba, ella se tendió sobre las brasas, impaciente. Jack procuró mantenerse alerta. La lluvia seguía pareciendo un diluvio y la habitación se iba oscureciendo paulatinamente. Entonces la Princesa dio un salto y exclamó:

—¡Ya viene! ¡Nunca olvidaré su forma de presentarse!

Al instante se rodeó de unas estelas resplandecientes, que incrementaron su belleza. Poco tardó en llegar a la ventana una nuble blanca, que se detuvo en el alféizar. Cuando se abrió fue para dejar salir a un joven vestido maravillosamente de grises y platas. Debía tener un tamaño aproximado al de la Princesa, y el niño consideró que era el hombre más guapo que había visto. El pelo oscuro lo peinaba largo y liso y en su rostro pálido destacaban unos ojos azules del color del mar en agosto. Al descubrir a su amada se sobresaltó; y no hay duda de que hubiera saltado a la chimenea, de no haberle gritado ella que se detuviera, porque el calor le secaría.

—¡Qué feliz me haces, amor mío! —exclamó él, sin abandonar el húmedo alféizar—. Cuando yo suponía que jamás te volvería a ver... Te lo ruego, permite que te abrace... ¡Lo deseo tanto!

—¡Jamás lo hagas! —gritó la Princesa—. ¡Significaría la muerte de los dos!

—Al menos acabaríamos juntos —susurró el Príncipe Fluvius.

—Vivir juntos es más bello.

—¡Ah, si eso no fuera imposible para nosotros dos!

—Hay una posibilidad —dijo ella—. He consultado muchos libros desde la última vez que nos vimos. Tendríamos que visitar al Anciano del Polo Norte. Es el mayor sabio del mundo. Con solicitar su ayuda, encontraríamos la solución.

—¿Cómo podríamos llegar hasta donde él se encuentra? —preguntó el Príncipe—. Si lo intentaras tú, el agua de los océanos te apagaría por el camino; y si lo hiciera yo, al llegar allí me convertiría en hielo. Quedaría en la nieve como una estatua muerta, con lo que jamás volvería a estar contigo. Quizá nos ayudasen las hadas del Aire, pues recorren todo el planeta en las mil direcciones de la rosa de los vientos. Sin embargo, son tan alocadas que siempre olvidan los encargos que se les hacen, por importantes que sean.

—¡Disponemos de Jack! —exclamó la Princesa, mirando al niño—. Podría llegar al Polo Norte como nuestro embajador. ¿Verdad que lo harías?

—¿Yo? —inquirió el aludido, atónito—. ¿Y cómo me las apañaría si sólo tengo siete años, soy muy bajito y mi cuerpo no funciona muy bien porque tuve una parálisis siendo un bebé?

—Eso carece de importancia. Te llevará uno de los duendes del Aire. Bastará con que el Príncipe se lo ordene. Podrías ir esta misma noche. ¿A que no nos negarás este favor, querido Jack? Te estaríamos tan agradecidos...

El niño fue incapaz de decir que no. Antes contempló al Príncipe Fluvius, que se encontraba en el alféizar de la ventana, mirándole con esos ojos cargados de melancolía. Seguidamente, se fijó en la Princesa, arrodillada sobre los carbones encendidos, implorándole su colaboración contemplándole con unas pupilas resplandecientes, de las que brotaban chispazos de estrellas. Una pareja tan hermosa que era imposible contrariarla. Se quedó callado. Ella se dio cuenta de la indecisión, y decidió sonriendo:

—Saldrás de viaje en nuestro nombre. Conviene que prestes mucha atención a lo que voy a decirte, porque las instrucciones debes seguirlas al pie de la letra. Nunca olvides que el Anciano del Polo Norte es malicioso y desconfiado, y le encanta confundir a los desconocidos con líos. Debes mantenerte alerta. Otra de las precauciones que has de tomar es no formularle nada más que una pregunta, porque tiene la obligación de responderla correctamente. Sin embargo, a partir de la segunda te llegaría a enterrar bajo la nieve. Intentará por todos los medios que cometas el error de seguirle preguntando. ¡No aceptes su juego tramposo! También conviene que le cuentes sobre mí lo que voy a indicarte, sin olvidar ni una sola palabra.

—¿Qué debo contarle? —preguntó Jack no queriendo preocuparse.

—Le dirás lo siguiente: «Soy el embajador de la Princesa Pyra, que se ha enamorado del Príncipe Fluvius, y desea conocer el medio para poder casarse.» A partir de este momento has de mantenerte callado por mucho que él se empeñe en hacerte hablar. Nada más que llegues al País del Hielo, sentirás un frío intensísimo, que aliviarás con una bola de fuego que voy a entregarte. ¡Ojo, no te detengas a charlar con quien encuentres allí, porque te congelarías en el acto y morirías!

—¿Cómo llegaré a ese lugar?

—Ve a la ventana. Pronto llegará el duende del Aire, que te servirá de transporte y de guía.

El niño pudo contemplar, en seguida, a otra criatura diminuta vestida con unas ropas flotantes de tonos negros, tan sueltas que casi no le rozaban el cuerpo. Su rostro era alegre, aunque inexpresivo. Y con cada uno de sus movimientos generaba una ligera racha de viento.

—¿Estás preparado? —preguntó el Príncipe Fluvius amistosamente mirando a Jack.

—Creo que sí —respondió el niño, sin ocultar su miedo.

—Olvídate de cualquier temor, compañero —dijo el soberano del agua—. Sólo debes subirte a sus hombros; y él te llevará rápidamente a tu destino.

Y con estas palabras le colocó una mano en la cabeza. Al momento Jack comenzó a empequeñecerse. Y lo continuó haciendo hasta adquirir el mismo tamaño que los príncipes.

—¡Vámonos de aquí! —ordenó el duende del Aire con un tono que parecía el susurro del viento otoñal.

El niño se subió en sus hombros, como días antes lo había hecho sobre los del duende de Fuego, y se hallaron listos para salir de viaje.

—Suerte, querido Jack —exclamó la Princesa desde el fuego—. Cuando tú te encuentres en un apuro, seremos nosotros los que estaremos a tu lado lealmente.

—Adiós, compañero —añadió Fluvius—. Ten bien presente las recomendaciones. ¡Y por nada del mundo le formules al anciano una segunda pregunta!

—¡Adiós! —se despidió el niño.

La lluvia le estaba golpeando en la cara, y le aturdía la velocidad de desplazamiento; sin embargo, se cuidó de no quejarse. Lo suyo era apretar bien las piernas alrededor del cuello del duende. Detrás iban quedando tejados y chimeneas, hasta que llegaron al campo y sobrevolaron valles, montañas y caminos. Lentamente las nubes se fueron haciendo más ligeras, dejando ver la luna. Jack pudo contemplar el suelo sobre el que pasaban, porque no sufría de vértigo y había olvidado el miedo inicial. Mientras, volaban sobre unos pueblos que parecían tan pequeños como si sus casas e iglesias fueran de juguete. Por último, llegaron al mar, y el niño no pudo continuar callado:

—¡Supongo que no se te ocurrirá volar por ahí!

—Es la ruta mejor —contestó el guía con un soplido, ya que al hablar soltaba unas ráfagas de aire—. Me gusta que hayas hablado, ya que me has dado la oportunidad de hacerlo a mí. Confío en que vayas a gusto.

—Sí, eres una montura bastante cómoda. Pero a mí me asusta volar sobre el mar. ¿Qué pasará si nos caemos?

—¡Eso no ocurrirá jamás! —replicó el duende—. Vas bien sujeto. Deja de preocuparte. Me agrada sobrevolar el mar y el hielo, ya que son unas experiencias únicas.

—¿Es que no sientes el frío?

—Lo puedo aguantar —respondió el guía con tono despreocupado—. En los parajes helados será distinto. Entonces utilizaremos la bola de fuego que nos entregó la Princesa, y así dispondremos del calor necesario. Oye, tengo curiosidad por la pregunta que le vas a formular al anciano. ¿Por qué no me la repites?

—Debo estar callado. Vamos a encontrarnos con alguien muy sabio, ¿te enteras?

—He oído hablar de ese personaje. ¡Lo conoce todo! Despejará todas tus dudas, siempre que sepas plantearlas en tu primera y única pregunta. Ya estamos, ¡vamos a sobrevolar el mar!

Las tierras quedaron atrás, y Jack se divirtió con el recorrido. Porque el susto se le había ido antes de lo que esperaba. La superficie marítima espumeaba, a la vez que la luna reflejaba unas estelas plateadas en las crines de las olas. También vieron algunos barcos veleros, empujados por la brisa. El niño se dijo que el viaje estaba siendo extraordinario, a pesar de que sólo hubiera agua durante miles de millas. Llegó a reír de satisfacción, hasta que algo empezó a inquietarle. Intentó espantarlo frotándose la frente: pero no lo logró. Sus pensamientos iban por estos rumbos:

«¿Y si le pidiera al Anciano una cosa para mí en lugar de para la Princesa? ¿Alguien se enteraría? ¡Lo feliz que sería mamá si al volver a casa comprobara que su hijo ya no es un tullido! Resultaría tan sencillo contarle un cuento a la Princesa, para disimular la verdad de lo sucedido.»

Entonces se dio cuenta de que no era bueno alimentar estas ideas, y de que los compromisos se establecen para cumplirlos. Le vino a la memoria el rostro pálido de la Princesa y la voz melancólica del Príncipe. Sin embargo, también recordaba a su madre y la casa miserable en la que vivían. Le supuso un gran esfuerzo no empezar a llorar.

—¿Oyes eso? —preguntó el guía—. ¿No parece un canto?

Jack afinó el oído y percibió, en efecto, una dulce y a la vez amarga voz entonando una melodía. Le pareció lo más subyugador que había escuchado en toda su vida.

—Es una sirena —dijo el duende del Aire—. Canta a los barcos que pasan. Lo seguirá haciendo para conseguir que el piloto quede hechizado y siga el rumbo que ella le indique. Terminará arrastrándolo a un paraje de remolinos, donde la embarcación naufragará. Y los infelices tripulantes jamás volverán a estar al lado de sus esposas y sus hijos. Soplaré muy fuerte para llevar el barco en sentido contrario, hasta un lugar donde no pueda escuchar el malvado canto de la sirena. ¡Ay, Jack, cuando los marineros maldicen las tormentas, no saben que muchas veces debemos provocarlas para salvarlos de peligros mayores!

—¡Me gustaría ver a una sirena de cerca! —dijo el niño, asombrado—. Sólo he leído cosas de ellas. ¿Cómo son?

—Nada más que resuelva el asunto del barco te llevaré a que contemples a una de ellas —prometió el guía.

Descendieron hasta situarse junto a la zona de estribor de la embarcación, que estaba dejándose arrastrar por el canto. Sus tripulantes parecían muy tranquilos, juntos en la cubierta. De pronto, el duende del Aire empezó a soplar con fuerza e incansablemente. El mar pareció encolerizarse, con unas olas altísimas que zarandearon el barco. Su capitán debió gritar que se arriaran las velas. Todos se mostraban muy asustados. Mientras tanto, estaban cambiando de rumbo. Y así continuaron durante muchas millas, lejos de la acción del canto traicionero.

—Ya podemos ir a echar un vistazo a la sirena —ofreció el guía.

Regresaron al lugar donde encontraron la embarcación. Precisamente allí, sentada en la cresta de una ola, Jack contempló a una hermosa sirena. Sus ojos eran verdes, del mismo color que su pelo. Al acercarse mucho más, el niño pudo comprobar que en lugar de piernas tenía una larga cola cubierta de escamas resplandecientes. Esto no le restaba hermosura. No dejaba de cantar con un tono triste y adormecedor. Por eso Jack sintió deseos de saltar al mar, para encontrarse al lado de la hechicera. Se vio dominado por una obsesión tan fuerte, que estuvo en un tris de seguir sus impulsos. Pero el duende le sujetó por las piernas. Y antes de que protestara, echó a volar con la mayor rapidez.

—¡Cómo me alegra haberos salvado al barco y a ti, niño! —dijo el guía—. ¡La sirena ha quedado bien chasqueada!

A Jack terminó por contagiársele el optimismo del duende, con lo que todos sus malos pensamientos le desaparecieron.

—Si un duendecillo tan alocado como éste se siente feliz con sus buenas acciones —comentó en voz baja—, más lo debía estar yo al brindar ayuda a los demás en lugar de tratar de resolver mis propios intereses.

Y se comprometió que, sin que importara lo que fuera a suceder, respetaría la promesa hecha a la Princesa Pyra. Iba a seguir sus consejos con la mayor fidelidad.

Mientras tanto, continuaban avanzando, hasta que el frío comenzó a sentirse. Debajo de ellos estaban apareciendo grandes masas de hielo flotantes, entre las cuales asomaban sus cabezas infinidad de monstruos marinos.

—Vamos a detenernos en este punto para echar a rodar la bola de fuego que te entregó la Princesa —dijo el duende.

Descendieron en uno de los icebergs, donde Jack fue descargado suavemente. El lugar se hallaba ocupado por un grupo de focas, que se mostraron asustadas ante aquella inusitada presencia.

—¿Acaso no están ustedes enterados de que es de muy mala educación asaltar una propiedad privada sin antes solicitar permiso? —protestó la foca de más edad muy enfadada.

—Le pido mil disculpas, señora —susurró el niño.

—Debes perdonárselo —intervino una foca más joven—. ¡Es tan bonito! ¿Deseas comer algún pescadito? Tienes el aspecto de estar hambriento, y para mí es de lo más sencillo pescar. Sólo tardaré unos segundos.

Jack no dispuso de tiempo para responder al ofrecimiento, debido a que ya tenía cerca a otra foca de largos y blancos bigotes.

—Yo ando falta de servicio y suelo pagar muy bien —ofreció—. Me pareces un chico dispuesto y simpático. No me importaría tenerte a prueba una o dos semanas. Pero, té lo advierto, soy muy escrupulosa con la limpieza. Tendrás que dejar todas las mañanas el hielo de mi casa resplandeciente y de lo más transparente todo el agua que me sirve de baño.

Las focas ya estaban rodeando al niño. Sin embargo, apareció el duende del Aire, y con un soplido las arrojó al mar.

—¡Observa bien lo que va delante de nosotros! —avisó el hombrecito, a la vez que se subía a Jack en los hombros—. Ya he echado a rodar la bola de fuego. ¿La ves ahí? Nos abrirá el camino y, sobre todo, nos quitará el frío.

Según iban avanzando, pudieron observar que eran precedidos por una enorme esfera resplandeciente, sobre la que el duende iba soplando para mantenerla en movimiento. En efecto, brotaba de la misma un calorcillo muy gratificante.

—¿Cómo te las has ingeniado para cargar con ella además de llevarme a mí encima? —preguntó el niño.

—Ten en cuenta que entre nosotros las cosas se achican o se agrandan con que lo deseemos. La bola era muy pequeña, casi una chispa de claridad, cuando nos la entregó la Princesa Pyra. Yo voy aumentando su tamaño a medida que la soplo. Confío en que mantenga el fuego hasta que nos encontremos en el Polo Norte para que tú no te congeles. Nuestro regreso será de lo más sencillo. ¡Precisamente ya hemos llegado al País del Hielo!

Jack pudo comprobar que las montañas de hielo se iban incrementando en todos los sentidos, hasta que empezaron a desaparecer las zonas cubiertas de agua. Al final nada más que vieron un suelo cubierto de nieve, donde la luna originaba relampagueantes destellos, a la vez que unas imágenes casi transparentes. Todas ellas pertenecían a unos hombres y mujeres de ojos helados y brillantes, con una blancura agónica en sus caras. No hablaban, se limitaban a deslizarse en silencio como si no se atrevieran a pisar el lugar por donde pasaban. Su única reacción más activa fue la de correr detrás de la bola de fuego nada más descubrirla y, poco después, al ver a Jack le pidieron con gestos que se detuviera.

—¿Quiénes son éstos? —preguntó el niño.

—Las gentes del País del Hielo. Viven aquí sin necesitar las palabras. Se limitan a deslizarse en silencio.

—De acuerdo. ¿Por qué no nos detenemos a observarlos más de cerca?

El duende no contestó. Prefirió señalar con su mano hacia un lugar del horizonte, en el que aparecían unas siluetas oscuras e inmóviles, que parecían unas grandes piedras plantadas sobre el transparente suelo.

—¿Sabes qué es eso? —preguntó muy serio—. Tienes delante de ti los cuerpos de quienes se pararon para observar a las gentes del País del Hielo. Cuando algún barco queda apresado entre los icebergs, estas malvadas gentes se cuidan de congelarlos. Cuídate de ellas, ya que son tan perversas como las sirenas. Si hubiera permitido que te detuvieras, un solo minuto hubiera servido para convertirte en un témpano de hielo. Vaya, estamos muy cerca del Polo Norte. ¡El momento crucial!

Jack intentó ver entre los grandes bloques de hielo y nieve, porque estaba descubriendo una luz rosada que brotaba de la lejanía en forma de un abanico que se esparcía por el cielo. Se diría que era causada por una forma negra y muy singular, como una seta moldeada en el horizonte.

—Tienes delante el Polo Norte —anunció el duende—. Este resplandor proviene del fanal del anciano.

—¿Vive solo?

—Sí, porque es demasiado quisquilloso. Nadie le aguanta. Hace muchos años era muy amigo del Anciano del Polo Sur. Juntos recorrían el planeta para intercambiarse las visitas por temporadas. No se conoce el motivo de sus riñas. El hecho es que ya no se dirigen la palabra ni se ven.

—¿De verdad que desconoces el motivo de su riña? —insistió Jack.

—¡Eso quién lo sabe! —replicó el duende ligeramente enfadado—. Acaso el Anciano del Polo Norte fue sorprendido en uno de sus continuos despistes, ya que es muy olvidadizo... ¡No me acuerdo de esas tonterías! A partir de este momento lo que importa es que tú recuerdes muy bien lo que has de decir, con el fin de que podamos salude aquí lo antes posible.

Y nada más terminar de hablar, dejó al niño en el suelo y los dos se quedaron sentados, muy juntos y protegidos por el calor que emanaba la bola de fuego. Jack observó el lugar, y creyó estar soñando. El escenario no podía ser más raro: el hielo transparente aparecía por todas partes, pero delante se alzaba un montículo en forma de seta, acaso compuesto de una materia densa y brillante como el marfil. En el centro se hallaba sentado un anciano diminuto, que se abrazaba las rodillas. En su regazo aparecía un fanal marrón lleno de orificios, por los que brotaban destellos de luz rosada. Ese personajillo llevaba una enorme capa de tono castaño y tapaba su cabeza con un sombrero, por el que asomaban los mechones de una pelambrera larga, lisa y blanquecina.

No había duda de que era feísimo. Su rostro carecía de volumen, excepto una impresionante nariz ganchuda. Se diría que se hallaba adormilado, ya que tenía los ojos cerrados y daba cabezadas. Jack dudó si podía despertarlo, por lo que se mantuvo inmóvil, observándole con atención. Es posible que le hubiera tocado seguir allí durante años, ya que al parecer el anciano nunca tomaba la iniciativa en ningún asunto. Pero el duende del Aire lanzó un terrible soplido, con la idea de que sus ráfagas causaran unas grandes oscilaciones de los haces de luz rojiza que salían del fanal. Esto trajo consigo que el Anciano del Polo Norte se estremeciera, abriese los párpados y viese a Jack.

—¿Quién eres, niño? —preguntó con una voz atronadora—. Deseas que te responda a alguna cuestión importante, eso está bien claro. Todos me visitan para lo mismo. Aproxímate un poco más, que no te distingo bien.

El embajador de los príncipes se acercó tiritando de miedo. Mientras tanto, estaba realizando un gran esfuerzo para recordar las recomendaciones que se le hicieron. Temió haber olvidado alguna. Encima no daba con la manera de comenzar.

—Anímate, niño, suéltame lo que se te ocurra —exigió el anciano conteniendo una risotada—. ¿Acaso deseas saber cómo desarrollarte para ser más fuerte o cómo localizar un saco lleno de oro para dárselo a tu madre, o qué diablos pretendes de mí? Di lo que necesites, y deja de observarme con ese rostro de asustado.

Nuevamente las malas ideas acudieron al cerebro de Jack. Se volvió para observar al duende, que dormía sobre la nieve. Después se fijó en los destellos de luz rosada que se proyectaban en el cielo oscuro. Recordó a su madre. Sin embargo, al momento pensó en la triste princesa enamorada y, venciendo sus debilidades, cerró los ojos para dejar de contemplar el gesto malicioso del anciano. En esta postura dijo de carrerilla:

—Soy el embajador de la Princesa Pyra, que desea casarse con el Príncipe Fluvius; pero los dos temen encontrarse juntos: él por secarse, y ella por apagarse. Por eso debo yo preguntarle a usted, le ruego que me ayude, cómo deben actuar.

Se detuvo bruscamente y abrió los ojos. El anciano se estaba partiendo de risa, con grandes convulsiones. Sus carcajadas resultaban tan agresivas que el niño temió que todo el Polo Norte se fuera a derrumbar. No cesó el ataque de brutal hilaridad en muchos minutos, como si jamás tuviese final. Por último se quedó en silencio, aunque le costó recuperar el aire, al estar soltando infinidad de resoplidos, jadeos y breves estallidos de risa. Después, unos quince minutos más tarde, cuando se había tranquilizado un poco, ironizó:

—¡Mira que es tonta la gente de este mundo! ¿Cómo pierden el tiempo en decidirse a realizar lo único importante de sus vidas? ¡Es normal que nunca puedan casarse, pues morirían al estar juntos! ¡Qué estupidez: el agua apaga el fuego, lo mismo que el calor del fuego seca al agua! ¡La Princesa debe saberlo porque la han llevado a un colegio! Lo que tienes que hacer, cuando estés de nuevo con los dos, es decirle al Príncipe Fluvius que se aproxime a ella y la bese. ¡No necesita hacer otra cosa!

Y el anciano volvió a reír de nuevo.

Jack no podía entender nada; sin embargo, recordaba la prohibición de formular una segunda pregunta. Prefirió quedarse de pie, mirando al sabio en silencio.

—¿Qué otra cosa deseas de mí? —preguntó éste, exigente—. Debe haber algo que tú mismo necesites. ¿Me equivoco, niño? ¿Qué deseas? Venga, pide mi opinión para lo que te preocupe, que te lo resolveré con agrado.

Más de doce preguntas inundaron el cerebro de Jack. ¡Cómo hubiera deseado soltarlas! No obstante, tuvo muy presente los consejos de la Princesa, y contuvo su lengua. Decidió mirar hacia el duende del Aire, que continuaba dormido. Se preguntó cómo se las apañaría para despertarlo. Temió que pudiera resbalarse en el hielo si se alejaba de allí. No obstante, hizo intención de moverse. Entonces una de las manos huesudas del viejo le cogieron por un brazo, forzándole a detenerse.

—¡No seas ingrato, niño! —dijo con un tono embaucador, que traicionaba el brillo perverso de sus ojos—. No permitiré que te largues sin ofrecerte algo más. Debes pedírmelo. Me parece que no debes desaprovechar la oportunidad viniendo de tan lejos. Ya me tienes a tu lado, busca más beneficios.

Le estaba sujetando con tanta violencia que el niño se sintió aterrorizado. Quiso escapar dando un fuerte empujón, con lo que tiró el fanal del anciano. Esto originó mucho ruido, con lo que se despertó el duende. Como sus reflejos siempre se hallaban listos a actuar, voló junto a su protegido.

—¿Ya has terminado? —preguntó.

—Sí —contestó Jack.

Estaba temblando por culpa del pánico, debido a que el anciano, en medio de un arrebato de cólera, trataba de capturarlo nuevamente con sus largos brazos huesudos. Pero el duende del Aire le lanzó un soplido en la cara, para obligarle a cerrar los ojos y girar la cabeza. Un tiempo de indecisión precioso, que le permitió a Jack subirse a los hombros de su aliado. En seguida echaron a volar sin dar mayores explicaciones.

—Ya no contamos con la ayuda de la bola de fuego, porque se ha consumido —avisó el duende, a las pocas millas de recorrido—. Quizá tengas algo de frío. Pégate a mí e intenta dormir. No te caerás. Por otra parte, pienso moverme a la velocidad del rayo, lo que te impedirá contemplar el paisaje.

En efecto, Jack se sentía aterido de frío. Le pareció estupendo echarse una siesta, aunque no dejó de abrir los ojos para saber si faltaba mucho para encontrarse en su casa. En seguida volvió a adormecerse.

—Pronto sobrevolaremos Londres —avisó el duende—. En unos cinco minutos te encontrarás ante la chimenea de tu casa.

—Me gustaría que mi madre no hubiese vuelto —dijo el niño—. Porque al comprobar que me he ido se habrá dado un susto de muerte.

—¿De qué estás hablando? —se burló el duende—. Si aún no hemos llegado al Año Nuevo. ¡A ese gran reloj todavía le faltan unos minutos para marcar las doce! ¿Te das cuenta? Ahí abajo se encuentra tu calle.

A Jack le pareció incomprensible que todo lo vivido, unos hechos que debían haber consumidos días enteros, hubiesen ocurrido en menos de una hora. Desde el exterior, contempló la ventana de la sala de estar, en cuyo alféizar se hallaba arrodillado el Príncipe: en idéntica postura que cuando lo vio por última vez. ¿Continuaría la Princesa en la chimenea? ¡Claro que sí, ya la estaba viendo! Nada más que el duende le dejó en el suelo, se fijó en los largos y ondulados cabellos que tocaban las brasas.

—¡Dinos cómo te ha ido! —exclamaron los dos amantes a la vez—. ¿Qué solución te ha dado el anciano? Venga, querido Jack, no te hagas rogar.

—Es que me siento congelado de frío —susurró el niño—. No creo que pueda hablar con... la lengua helada...

La Princesa dio un soplido sobre los carbones, para formar una gran llamarada que iluminó la estancia. Después habló a Jack:

—Ya te puedes calentar a gusto. Dentro de unos segundos conseguirás hablar, porque nos tienes ansiosos de oírte... ¿Cuál es la solución de nuestros problemas?

El niño dudó unos momentos. Por último, miró a la Princesa fijamente, convencido de que debía informarla del mensaje. Y lo repitió al pie de la letra, sin omitir ni las expresiones burlonas:

—Qué estupidez: el agua apaga el fuego, lo mismo que el calor del fuego seca al agua! ¡La Princesa debe saberlo porque la han llevado a un colegio! Lo que tienes que hacer, cuando estés de nuevo con los dos, es decirle al Príncipe Fluvius que se aproxime a ella y la bese. ¡No necesita hacer otra cosa!

Los príncipes se quedaron en silencio, analizando las palabras que acababan de oír. Al final, él exhaló un hondo suspiro y expuso.

—Yo supuse que ésa era la solución. Significa que nuestra única esperanza es la de sucumbir juntos. Estoy dispuesto para ese final, porque no deseo otra cosa que hallarme junto a ti... ¿Qué puede significar la vida para mí sin tu amor, mi adorada Pyra?

—¡Te confundes, cariño mío! —exclamó ella—. Creo haber entendido el contenido de ese mensaje. Los dos hemos de cambiar para conseguir la felicidad. ¡Esa es la solución! Acércate a mí, pues yo no le temo al destino. Correré voluntariamente el peligro de apagarme, en el caso de que no haya otra posibilidad de verme unida a ti.

Y al dejar de hablar, la Princesa abandonó las llamas y saltó al suelo del salón. Iba rodeada de fuego. Jack no pudo contener un grito, al temer que fuera a incendiarse la casa. No obstante, el Príncipe le interrumpió al saltar desde el alféizar de la ventana, para correr en busca de su amada, dejando charcos de lluvia en su camino.

De pronto, sin más preámbulos, los dos enamorados se unieron en un abrazo... ¡Y se besaron!

En seguida se escuchó un tremendo chasquido, similar a la detonación de un trueno. Al momento la estancia quedó inundada con una densa humareda, que al niño le impidió saber lo que estaba ocurriendo. Sintió deseos de gritar de pánico. Pero al poco rato se escuchó la dulce voz de la Princesa, que le llamaba:

—¡Jack, estamos aquí! ¿Nos escuchas, querido amigo?

Lentamente la humareda fue desapareciendo. Y allí mismo, en el centro de la sala de estar, pudo contemplar a la Princesa Pyra. Sin embargo, ya no era la misma. También vio al Príncipe Fluvius, que tampoco era el mismo. Los dos tenían idéntica cara y un cuerpo parecido. Estaban abrazados, y ella mantenía su cabeza apoyada en el hombro de él. La Princesa había dejado de verse rodeada de llamas, y le faltaba el resplandor anterior. Se diría que su pelo mostraba una mayor suavidad y sus ojos no refulgían, pero se habían vuelto dulces y luminosos. Las orquídeas de fuego de su corpiño ya eran unos lirios auténticos, con lo que ella resultaba más natural... ¡Casi una mujer auténtica!

También en el Príncipe se había producido un gran cambio. Sus ojos ofrecían una mayor claridad y resplandecían, el cabello ya no era lacio, al haber dejado de estar empapado, pues lo tenía seco y rizado, y la ropa le ajustaba totalmente al cuerpo.

Entonces ella comenzó a llorar de felicidad; y él le besó las lágrimas. Precisamente en aquel momento comenzó a escucharse el primer tañido de las doce. Todas las campanadas de Londres parecieron haberse unido para anunciar el fin de un año. Y a medida que se iban produciendo, fueron dando entrada en la casa a infinidad de criaturas mágicas: hadas, duendes y elfos, de todas las formas y tamaños, horribles o muy hermosos. La mayoría con ropajes estrafalarios. Llegaban por la ventana, por el hueco de la chimenea y hasta atravesando las paredes. Cada uno de ellos queriendo tocar o encontrarse al lado de los enamorados. Finalmente, miraron a Jack, que lloraba de alegría al ver tantos gestos de agradecimiento. Y al sonar la sexta campanada, la pareja se elevó del suelo flotando muy despacio buscando la ventana.

—Adiós, mi querido Jack, jamás te olvidaremos —dijo la Princesa, a la vez que se alejaba, sin dejar de sonreír y de agitar la mano derecha.

—Hasta pronto, Jack —añadió el Príncipe—. Contarás con nosotros siempre que nos necesites.

En aquel preciso instante estaba sonando la última campanada de las doce. Coincidió con la desaparición de todas las criaturas mágicas. La última en marcharse fue la Princesa, para enviar a Jack un beso con la mano.

La sala de estar se quedó vacía al completo; pero como si allí no hubiese ocurrido nada maravilloso. Pero Jack sabía que lo suyo no había sido un sueño. Entonces sintió mucho frío.

Un año más tarde, Jack ya había cumplido ocho años. Contaba con más experiencia; pero seguía esperando volver a ver a sus amigos, para saber cómo les había ido. Infinidad de tardes removió los carbones y los leños de la chimenea, lo mismo que cuando llovía pegaba la nariz en el cristal... ¿Acaso jamás volverían a su lado? Llegó a pensar que lo ocurrido la última Nochevieja formaba parte de una de esas pesadillas que parecen reales.

La Navidad ya estaba allí; sin embargo, iba a ser muy diferente a todas las anteriores. Jack estaba muy enfermo, tanto que le quedaban pocas horas de vida. Llevaba semanas sin levantarse de la cama. Su madre le cuidaba, luego había dejado de ir a tocar el piano en las fiestas. Se pasaba los días sentada en una silla, junto a la cabecera del lecho de su hijo, intentando contener las lágrimas. El niño no comprendía por qué sufría tanto, pues a él no le dolía el cuerpo, y estaba muy contento bajo el edredón. Por fin disfrutaba de su madre en todas las horas que se hallaba despierto.

La Navidad transcurrió sin muchas novedades y llegó la Nochevieja. Su madre se encontraba tan cansada de no dormir, que fue incapaz de mantener los ojos abiertos. Y aunque luchó por no rendirse, terminó siendo vencida por el sueño.

El niño decidió seguir inmóvil, mirando la claridad que entraba por la ventana gracias a la luna llena. Los tejados de la casa aparecían cubiertos con una capa de nieve, para que reverberasen los destellos de plata de una noche sin nubes. De pronto, la llamita de la vela comenzó a oscilar hasta que terminó apagándose.

—A esta misma hora conocí a la Princesa el año pasado —musitó Jack—. ¿La volveré a ver?

Sin embargo, se incorporó sobresaltado y tiritando, debido a que acababa de escuchar una dulce voz que le llamaba:

—¡Jack, estoy aquí! ¡He venido, querido Jack!

Se fijó en el alféizar de la ventana, donde de pie, recortada por la luz de la luna, aparecía la Princesa. No la recordaba tan hermosa como en aquel instante. El Príncipe la acompañaba.

—¿Cómo has podido creer que te habíamos olvidado? —preguntó ella—. Es verdad que está será la última vez, pues hemos decidido irnos a vivir al otro lado de la luna. El viaje es tan largo que no permite el regreso a la Tierra. Te hemos traído un regalo. Es un cinturón mágico. Nos ha costado todo un año curtirlo. Debes ponértelo de prisa. En seguida comprobarás que estás recuperando la salud. Pasados unos años, en tu cuerpo no quedará ni una sola huella de la parálisis infantil; además, serás alto, fuerte y muy inteligente.

Jack vio que los dos le traían algo parecido a un aro de plata. Lo echaron a rodar sobre el edredón, hasta dejarlo junto a la almohada.

—Nadie lo podrá ver, debido a que cuando te lo pongamos se volverá invisible —dijo la Princesa—. Tampoco lo advertirás tú mismo. Vamos, siéntate para que te lo coloquemos en la cintura.

—¡Un millón de gracias, mi querida Princesa! —exclamó Jack, sentado en el lecho.

Los dos príncipes le pusieron el cinturón, dejándolo bien apretado. Sin embargo, una vez lo tuvo puesto el niño no sintió que sucediera ningún prodigio.

—Ha llegado el momento de despedirnos, Jack —dijeron ambos—. Sentimos que sea un adiós para siempre.

La Princesa se agachó para besar al niño en la frente. El contacto fue algo inolvidable, tan intenso que al afortunado que lo recibió le quedó la sensación de haber obtenido el mejor de los premios.

—Adiós, mi querida y dulce Princesa —musitó Jack muy emocionado.

Cuando estrechó su mano sintió una gran pena, al saber que nunca volvería a verla. En seguida los dos príncipes se alejaron sobre un rayo de luna. Ella volvió la cabeza y le envió un beso con los dedos antes de esfumarse en el marco de la ventana. Y ya se desvaneció.

Sin embargo, al día siguiente, cuando el médico examinó a Jack se quedó sorprendido. Reía al decir que ya estaba casi curado y que, dentro de unas veinte horas, seguramente podría abandonar la cama. Como era un hombre muy serio, creyó que el «prodigio» se debía a las últimas medicinas.

Jack se sentía tan feliz que contó a su madre la historia del duende de Fuego y la Princesa. Pero la buena señora reaccionó moviendo la cabeza y comentando:

—Se ve que estás mejor, porque vuelves con tus locas fantasías.

Un año después, cuando Jack estaba en el colegio ya era el chico más alto y fuerte, además del más listo. Y al comprobar sus éxitos, él mismo se buscaba el cinturón mágico, sin poder encontrarlo. No obstante, cada vez que su madre hablaba emocionada de la milagrosa curación de su hijo, además del gran cambio de su físico, éste sonreía pensando:

«Todo se lo debo al duende del Fuego, pues me abrió las puertas de un mundo maravilloso... ¡Pero donde cambió realmente mi vida fue al visitar el Polo Norte!»