El duende Verde Musgoso
Hace algunos años vivió un muchacho llamado Gilberto que estaba empleado en una granja. Como residía en el pueblo, todas las mañanas debía marchar al trabajo; y al atardecer regresaba a su casa.
Su tarea laboral consistía en mantener limpios los establos, atender a los caballos, cortar el heno y almacenar el grano en los silos. El dueño de la granja le vigilaba estrechamente para que sacara el mayor provecho de su tiempo y le concedía pocos descansos. En descargo de tan exigente personaje diremos que pagaba bien, lo que conseguía que Gilberto se sintiera bastante contento, a pesar de que le hubiera gustado disponer de un mayor tiempo libre, ya que, seamos sinceros, mostraba una cierta inclinación a la pereza cuando no se le marcaba de cerca.
El camino que separaba la granja del pueblo era de los que acostumbran a denominarse «propio de carretas». Las gentes acostumbraban a utilizarlo por ser el más lógico, a pesar de que hacía un pequeño arco. Podía elegirse otro, más bien un atajo, aunque atravesaba unas tierras cenagosas. Esto entrañaba cierto peligro, especialmente en los días lluviosos o de niebla espesa. Las gentes contaban que en aquellos terrenos moraban unas criaturas malignas y sanguinarias, de esas que prefieren los parajes húmedos, malolientes, oscuros y aislados.
Gilberto siempre elegía el atajo de las ciénagas; pero sólo las mañanas que se le habían pegado las sábanas. Como le permitía ganar un tiempo precioso, así podía llegar a la granja a la hora convenida. Al conocer esta peligrosa costumbre, sus padres y amigos le aconsejaron que no corriese tantos riesgos, debido a que podía tropezarse con alguna experiencia bastante desagradable. Sin embargo, el muchacho desoía todo lo que no fueran sus propias ideas sobre lo que más le convenía. Se limitaba a decir bromeando:
—Todos sois una pandilla de cobardicas y fantasiosos. Dejad a un lado esas historias cargadas de mentiras que se cuentan sobre las tierras cenagosas. Yo las he atravesado en miles de ocasiones y nunca he sufrido ningún tropiezo maligno... ¡Vaya, excepto una vez que metí un pie en un charco fangoso!
Una mañana otoñal en la que se había quedado en la cama más de la cuenta, se lanzó a la carrera por el atajo de las ciénagas. Iba más de prisa que nunca, porque debía ganar unos veinte minutos. Avanzaba a grandes zancadas, sin perder el rumbo, cuando un ruido muy singular le obligó a pararse. Lo venía escuchando desde hacía un rato, pero al incrementarse quiso comprobar a qué obedecía. No tardó en deducir que se trataba del lamento de una bestia herida o quizá el llanto de un recién nacido.
El ruido se estaba intensificando en la tranquilidad de la mañana; sin embargo, de pronto, dejó de oírse. Gilberto acabó por decirse que acaso hubiera sido el silbido del viento al atravesar los juncales o la llamada de algún ave desconocida. Prosiguió la carrera, hasta que el ruido volvió a producirse, en esta ocasión con mayor insistencia.
Parecía un lamento más prolongado y lastimoso, como de alguien que estuviera sufriendo mucho. Gilberto se detuvo con el corazón sobrecogido por una combinación de pánico y de angustia. En seguida intentó averiguar de dónde surgía aquella especie de llamada.
—Es posible que cerca haya una bestia herida, que ha sido atrapada por uno de los cepos de los furtivos, o algún niño que se ha perdido.
Terminó creyendo que los gemidos surgían de una masa de árboles que crecía en las orillas de la ciénaga mayor. Se encaminó en esa dirección. Sin embargo, no encontró nada, aunque se cuidó de mirar en cada uno de los matorrales, así como examinó bien las raíces salientes y el ramaje caído. Cuando el ruido continuaba llegando a sus oídos, con un tono que se iba haciendo más angustioso y estremecedor.
—¿Dónde estás? ¿Qué te sucede? ¿Puedes darme una pista para que te encuentre? —chillaba sus preguntas el joven, impaciente al no recibir ninguna respuesta.
También buscó en otros lugares, mirando entre los juncos y la maleza, y hasta en la ciénaga, aunque sin pisarla por miedo a las arenas movedizas... Mientras tanto, los pájaros escapaban al ser sobresaltados por los gritos del joven, los lagartos correteaban temiendo ser pisados y las ranas brincaban entre las piedras.
Pasada una media hora, Gilberto se quedó inmóvil junto a una gran charca de aguas verdosas. No sabía qué decisión tomar. Hasta que se fijó en una enorme piedra redondeada, que se hallaba medio sepultada por el limo y semioculta entre la maleza acuática. Se diría que no correspondía a aquel lugar. Se acarició la barbilla pensativo...
Súbitamente, el gemido adquirió tonos escalofriantes, se hizo más nítido y localizable... ¡Provenía del centro de la charca! Y las palabras que lo componían se podían entender, aunque estuvieran mezcladas con sollozos y prolongados suspiros:
—¡Ay de mí... Qué desgracia... Ay, ay, no lo soporto... Alguien... tiene que... retirar esta piedra... Ay, ay...!
Los gemidos resultaban tan angustiosos que Gilberto se decidió a entrar en la charca, venciendo la repugnancia que siempre le causaba el fango y, sobre todo, el hedor nauseabundo que brotaba del agua al ser removida. Se le ensuciaron los pantalones hasta más arriba de las rodillas y sus pies se enredaron en algunas ramas de las plantas acuáticas. Pero superando todos estos obstáculos llegó junto a la gran piedra.
Parecía de pedernal, tenía una forma plana y redondeada. El muchacho comprendió, sin saber cómo, que se hallaba delante de unas de esas Lastras Encantadas, sobre las cuales se juntan a bailar los duendes y las otras criaturas mágicas del bosque, especialmente en las noches de plenilunio.
Recordó que esas piedras nunca podían ser tocadas por los seres humanos. Lo aconsejable era huir de ellas nada más contemplarlas para, luego, intentar olvidar de inmediato el sitio donde habían sido localizadas. Ir en contra de estas reglas de precaución era castigado con la peor mala suerte.
Sin embargo, la voz no dejaba de escucharse, suplicando que la Lastra Encantada fuese levantada. Y agobiado por la sollozante demanda, el joven tomó la decisión de obedecerla.
Sujetó la piedra con las dos manos e intentó levantarla realizando un esfuerzo sobrehumano; no obstante, los dedos se le escurrían sobre el musgo y la humedad que cubría los bordes de la piedra. Tuvo que quitarse la chaqueta roja para envolver la parte superior de la lastra. En seguida, haciendo acopio de todas sus energías, logró alzarla lentamente, hasta dejarla caer a su derecha.
Entonces lo contempló delante de él, echado tendido bajo el agua verdusca. No era mayor que un bebé, llevaba una barba y unos pelos verdosos, tan exageradamente largos que le cubrían la totalidad del cuerpo. Ofrecía el aspecto de un anciano de cien años, con la piel arrugadísima. Además parecía estar formado de musgo.
Dos ojillos vivarachos asomaban entre la abundante pelambrera, dejando claro que ofrecían una mirada abrasadora y maliciosa. Y el escaso cuerpo que mostraba presentaba el aspecto de la tierra recién arada: el tono pardo más intenso que se puede conseguir.
Aquella rara y pequeña criatura se levantó con dificultad y asomó la cabeza por la superficie del agua. Se sacudió las hierbas que tenía pegadas en la cabeza y en los hombros y miró a Gilberto. Sus párpados temblaban permanentemente, acaso al ser heridos por la claridad del día que estaba amaneciendo.
Pasados unos segundos logró incorporarse del todo y fijó en el muchacho sus ojillos penetrantes.
—Debo reconocer que eres un chico bondadoso —comentó casi en forma de risa.
El tono de su voz era suave y ligeramente estridente, igual que si imitara con torpeza el trino de las aves. Gilberto se hallaba tan asombrado que se quedó sin saliva, luego le fue imposible formular una sola palabra. Lo único que pudo hacer fue contemplar al singular personajillo, sin advertir que había quedado hundido en el cieno hasta las rodillas, al mismo tiempo que su chaqueta continuaba envolviendo la parte superior de la Lastra Encantada.
—¡Relámpagos! ¡Deja de sentir pánico ante mí, chiquillo! ¡Acabas de salvarme la vida, lo que me obliga a recompensarte! —exclamó el duendecillo.
El muchacho continuaba sin poder hablar, aunque sí pensaba de una forma muy inquieta:
«¡Madrecita mía! ¡Me encuentro delante de un duende! ¡Debe ser el duende de las Ciénagas!»
—¡Te equivocas! No me considero un duende. Claro que me costaría bastante explicarte lo que soy en realidad... ¡Pero estoy muy lejos de considerarme un duende de las ciénagas! —gritó el personajillo al mismo tiempo que daba un brinco para situarse en el centro de la Lastra Encantada.
Gilberto notó que se le paralizaba hasta el interior de los huesos... ¿Qué otro ser demoníaco podía leerle el pensamiento que no fuera un duende?
Superados unos instantes de indecisión, consiguió recuperar la seguridad al comprender que el duende, o lo que fuera, le acababa de hablar con amabilidad. También parecía dispuesto a favorecerle. Con esta idea se decidió a preguntar, sin poder evitar un cierto tartamudeo al tener la lengua un poco menos reseca:
—¿Puedo conocer... tu nombre...?
—Vaya... En lo que se refiere a mi nombre... Si quieres saber mi auténtico nombre —contestó la singular criatura tocándose las barbas—. Considero que será mejor que lo desconozcas... Puedes llamarme, si te apetece... Creo que es lo mejor, dame el nombre de Verde Musgoso... No me llamó así, aunque queda bien descrita mi identidad. ¿Verdad? De todas las maneras, ¿qué importancia puede tener un nombre? Sólo te interesa saber que Verde Musgoso es tu aliado, chico, el mejor que puedes encontrar.
—Te lo agradezco, amigo Verde Musgoso —dijo Gilberto casi balbuceando.
—Será mejor que nos centremos en la recompensa que te debo por el favor que me has hecho. Como he de marcharme de aquí lo antes posible, dime: ¿qué desearías conseguir de mí? ¿Acaso una esposa? Me resultaría sencillo traerte a la chiquilla más bonita y trabajadora de la comarca. ¿Prefieres un tesoro? Sólo debes pedírmelo, y yo te proporcionaré todo el oro que seas capaz de cargar con tus brazos... ¿Necesitas que colabore contigo en el trabajo? Te aconsejaré cómo puedes mejorarlo...
Gilberto no cesaba de acariciarse el cogote. Terminó pensando en voz alta:
—No sé, no sé... Has dicho una esposa... Soy demasiado joven para necesitarla... La responsabilidad de la familia me asusta... En lo que se refiere al oro... Nunca me vendría mal; pero...
Continuó dudando al hablar. La verdad es que se hallaba muy inseguro de que el duende pudiera darle lo que le había prometido. Si se hallaba desnudo... ¿De dónde podía obtener ese tesoro?
Sin embargo, al final tomó una decisión:
—Prefiero tu tercera oferta. Me gusta poco trabajar... Mejor diría que me disgusta que abusen de mis fuerzas, como puedes comprender. Si me ayudaras en mis obligaciones laborales, me sentiría de lo más agradecido, hasta recordarlo toda la vida...
—¡Deja de hablar! —le interrumpió Verde Musgoso con la velocidad del rayo—. Puedo facilitarte el trabajo más de lo que imaginas; sin embargo, como vuelvas a darme las gracias, te aseguro que dejaremos de ser amigos. Nunca lo olvides: ¡jamás me des las gracias! ¡Detesto esa palabra y sus derivadas! ¡Te prohíbo decirlas!
El duendecillo pataleaba sobre la Lastra Encantada mientras protestaba. Pasados unos instantes, se tranquilizó un tanto y siguió:
—Ten la seguridad de que contarás con mi colaboración. Cada vez que me necesites, sólo tendrás que llamarme de esta manera. «¡Verde Musgoso, abandona la ciénaga que te estoy llamando!». Yo llegaré a tu lado al momento.
Nada más terminar de hablar, arrancó una flor de cardo, acaso la única reseca que había en la ciénaga, y la dio un soplido para que las semillas se esparcieran sobre la cara de Gilberto. En el momento que éste pudo abrir los ojos, al haberlos cerrado temiendo que le dejara ciego, pudo comprobar que el duende ya no se encontraba allí.
Lo ocurrido había pasado tan velozmente, junto a su singularidad, que de no hallarse la piedra removida y la chaqueta empapada, junto a sus piernas hundidas en el cieno, el muchacho hubiese creído que acababa de sufrir una alucinación.
Salió en seguida de la charca, cogió su chaqueta y se dirigió lo más deprisa posible hasta la granja. Como ya era muy tarde supuso que el dueño estaría enfadado...
Sin embargo, al llegar al establo pudo comprobar que todo el trabajo había sido realizado: los caballos disponían del pienso necesario, estaban lavados y cepillados, en los pesebres se acababa de renovar la paja, los excrementos aparecían amontonados... Al comprobar todo esto, el muchacho se quedó sorprendido, hasta que se dijo que aquello correspondía a la ayuda que le estaba proporcionando el duende.
Por este motivo se metió las manos en los bolsillos y comenzó a pasearse silbando. Le divertía observar cómo faenaban sus compañeros, a la vez que él ya lo tenía todo hecho.
Lo mismo fue ocurriendo a lo largo de la semana. Cuando Gilberto llegaba a la granja, comprobaba que sus labores habían sido realizadas, y siempre con mayor eficacia que al efectuarlas él mismo. Y si el patrón le ordenaba otras tareas, no tenía necesidad de abandonar su asiento bajo el sol, ya que quedaban resueltas al momento con toda perfección: segar el heno, afilar las guadañas y las azadas, herrar a los caballos, cargar sacos de avena desde los silos a los corrales o coser los arneses... Cada uno de los trabajos aparecía bien realizado, sin que el muchacho tuviera necesidad de mover un solo dedo...
Como el duende no hacía acto de presencia, parecía como si todos los trabajos los efectuaran seres invisibles que se movían con una gran velocidad. Sólo algunas mañanas o al atardecer, se diría que Verde Musgoso se encontraba por allí dando brinquitos a la manera de un saltamontes.
Durante las primeras semanas a Gilberto la vida no pudo irle mejor. Como si llegara a la granja a pasar unas vacaciones; y encima recibía un buen salario todos los sábados. Sin embargo, lentamente, la situación se fue complicando. El trabajo que a él le correspondía quedaba resuelto, a la vez que el de los otros mozos nunca terminaba de completarse por mucho esfuerzo que desarrollaran. Y si los abrevaderos correspondientes al muchacho jamás dejaban de estar llenos, no sucedía lo mismo con los otros, ya que se vaciaban en seguida por muchos cubos que se echaran en ellos. Lo mismo sucedía en las cuadras a cargo de Gilberto, pues sus caballos se encontraban limpios y bien alimentados, lo que no ocurría en los correspondientes a los otros servidores. También la guadaña del protegido del duende no dejaba de contar con el mejor filo y el resplandor del acero bien cuidado, a la vez que se guardaba en el lugar conveniente; sin embargo, las de los demás aparecían melladas, cubiertas de óxido o abandonadas en los sitios más imprevisibles. Y algo similar se producía en todos los utensilios y faenas.
Y como el suceso no dejaba de repetirse, los compañeros de Gilberto empezaron a murmurar entre ellos. Varios comentaban que habían visto corretear a un duende por la granja, moviéndose con la celeridad de un rayo. Y a esta presencia se fue reprochando que el trabajo de Gilberto se realizara solo, mientras que el de los otros nunca se podía completar y, lo peor, en la mayoría de los casos quedaba malogrado.
Esto se fue trasluciendo en que al muchacho se le negara la palabra, y hasta se le rehuyera cada vez que se aproximaba a un grupo. Con el paso de los días, algunos se atrevieron a criticarle abiertamente. Hasta recurrieron al dueño para exigirle explicaciones...
Las cosas empeoraron para Gilberto, impidiéndole vivir en paz. Terminó maldiciendo la ayuda del duende al considerarla un maleficio. Decidió volver a trabajar como antes, ya que de esta manera conseguiría que Verde Musgoso entendiese que ya no era necesario, con lo que desaparecería de la granja y le dejaría en paz.
No obstante, desde el primer momento que pretendió barrer, la escoba se le escapó de las manos; las asas de los cubos de agua no se dejaron coger; la guadaña pareció empezar a bailar al irla a utilizar; y los capachos de grano salieron volando al intentar removerlos.
La desesperación de Gilberto llegó a tales extremos, que volvió a quedarse inmóvil para que sus trabajos se realizaran solos. A costa de que sus compañeros le mirasen con malas caras o le dedicasen sus insultos. Finalmente, el dueño le despidió de la granja. Acaso fuera la mejor solución, porque los demás estaban dispuestos a lincharle, pues le consideraban el culpable de todo.
Al muchacho le dolió muchísimo el despido, debido a que el salario era excelente; además, acababa de perder a unos amigos que antes de conocer al duende habían sido de lo más noble. Se notó tan dominado por la furia, que levantó los puños al aire y gritó al cielo:
—¡Verde Musgoso, abandona la ciénaga que te estoy llamando!
Nada más que pronunció estas palabras, advirtió que le pellizcaban una pierna por detrás. Dio un salto hacia delante asombrado y, al volverse, lo descubrió. Allí mismo se encontraba, con su pelambrera y su cuerpo de color terroso, el duendecillo de la ciénaga.
—Amigo Verde Musgoso, quiero que desde ahora te apartes de mi camino y me dejes tranquilo. Te agradezco lo que me has ayudado; sin embargo, preferiría...
—¡Ji, ji, ji! —rompió en carcajadas el personajillo con los ojos resplandecientes de malicia y con la risa cargada de crueldad—. ¡Me lo has «agradecido», cuando yo te advertí que nunca lo hicieras...!
No dejaba de carcajearse de una forma enloquecida. Tanto lo hizo, que debió ponerse una mano en el costado. Hasta que con uno de sus brazos peludos señaló al muchacho, que se hallaba paralizado por el pánico.
Verde Musgoso prosiguió:
—Ya no te prestaré mi colaboración. ¡Tampoco permitiré que trabajes como deseas! Y eso de que me aparte de tu camino, ¡ni lo sueñes! Me encontraré a tu lado permanentemente... ¡Nunca te dejaré tranquilo por mucho que lo desees! Te diré que antes, cuando me hallaba retenido por la Lastra Encantada yo resultaba inofensivo; sin embargo, cuando tú me dejaste libre... ¡Los duendes como yo nos divertimos causando daño! ¡Y lo seguiré haciendo, porque nadie volverá a encerrarme en la ciénaga! Te has comportado como un idiota al no saber obtener el mejor provecho de tu oportunidad. ¡A partir de hoy sufrirás el destino de los imbéciles!
Comenzó a dar brincos alrededor de Gilberto, hasta que se entregó a bailar y a dar piruetas enloquecidamente. Esto consiguió que el joven se sintiera tan desesperado que, tumbándose en el suelo, se tapó el rostro con las dos manos. Al volver a mirar, pudo advertir que el duende había desaparecido.
Logró ponerse de pie unos minutos más tarde. Decidió regresar a su casa, intentando olvidar la mala experiencia que había sufrido con Verde Musgoso; sin embargo, le fue imposible. Todo lo que intentó realizar a partir de entonces se malogró al sentir la presencia del duende malvado: si intentaba arar, los surcos se convertían en unos gigantescos ochos de líneas quebradas; las bestias a las que pretendió alimentar rechazaron la comida, con lo que enflaquecieron; los sacos se rompieron al intentar acarrearlos; la huerta se secó cuando él la regó...
No le quedó más remedio que resignarse a un destino tan adverso. Y ni siquiera durmió, intentando encontrar la manera de romper el maleficio que pesaba sobre él. Quizá si consiguiera llevar a Verde Musgoso a la ciénaga, donde le volvería a dejar apresado bajo la Lastra Encantada... ¡Pero esto nunca lo consiguió!
Confiamos en que lo que acabamos de contar os sirva de ejemplo: si alguna vez encontráis una Lastra Encantada, de la cual surjan los gemidos de un bebé o de un ser parecido; ¡jamás se os ocurra ni tocarla!