El duende gris
Hace muchos años hubo un rey que tuvo cuatro hijos. Los tres mayores crecieron hasta hacerse altos, bellos y fornidos. Sin embargo, el cuarto se quedó pequeño, feo y bastante cargado de espaldas, con lo que se le llamada «el jorobadito».
Un día los tres primeros hermanos visitaron a su padre para comunicarle lo que deseaban:
—Majestad, ya hemos llegado a la mayoría de edad. Queremos que nos concedáis la autorización para recorrer el mundo, pues necesitamos conocer otras naciones y diferentes gentes y, al mismo tiempo, conseguir fortuna por nuestros propios medios. Además, estamos convencidos de que realizaremos tantas proezas, ¡que no habrá monarca en la tierra que deje de admirarnos!
Al comprobar la seguridad que mostraban los jóvenes ante su futuro, el rey les concedió su autorización. También ordenó que se les entregara una bolsa de monedas de oro a cada uno de ellos, a la vez que los mejores caballos de las cuadras reales.
—¡En todos los lugares se debe reconocer que sois los hijos de un soberano generoso! —dijo el monarca, conteniendo una lágrima, porque quienes llevan corona no pueden mostrar un gran pesar aunque el dolor muerda sus corazones al temer llegar a perder a los jóvenes que más se ama.
Los príncipes iniciaron el viaje hacia lo desconocido. En seguida llegaron a una ciudad, donde buscaron un alojamiento en el que pudieran vivir cómodamente. Sin embargo, como se hallaban acostumbrados a una existencia regalada, vaciaron sus bolsas en banquetes, fiestas y en encargar que los sastres les realizaran los trajes más vistosos.
En vista de que los meses iban transcurriendo sin recibir noticia del destino de sus hijos, el rey comenzó a entristecerse. Perdió el apetito y no pudo dormir, ya que cuando cerraba los ojos le atormentaban las pesadillas, en las que veía a los jóvenes sufriendo las peores calamidades.
Como el monarca había caído realmente enfermo, sobre todo en lo mental, sus colaboradores más próximos temieron que pudiera morir de pena.
Esta misma preocupación fue compartida por el hijo pequeño. Y un día, a pesar de su timidez, se decidió a hablar directamente del asunto. Llegó a la sala del trono, agachó la cabeza para no mirar directamente al rey, como hacían los súbditos de inferior categoría, y dijo con un tono firme:
—Padre querido, reconozco que nunca he podido compararme a mis hermanos, pues me superan en todo... Por favor, dejadme que vaya a buscarlos. Si me acompaña la suerte, y pudiera localizarlos, me sentiría muy feliz. Mientras que vos, de eso estoy convencido, al volver a verlos recuperaríais plenamente vuestra salud.
El rey y sus ministros, junto a los otros componentes de la corte, no pudieron creer que donde, al parecer, habían fracasado los tres hermanos llegase a correr mejor suerte el más pequeño. Sin embargo, el príncipe se mostró muy obstinado, al mismo tiempo que hacía gala de unas palabras tan seguras, que terminó recibiendo la autorización de abandonar el castillo para ir al encuentro de sus hermanos mayores. También se le proporcionó una bolsa llena de monedas de oro y un espléndido caballo, con el propósito de que en todas partes se conociera que era el hijo de un soberano poderoso.
El joven siguió la misma ruta que los otros príncipes, hasta que dio con ellos en las afueras de la ciudad. Vivían en una cabaña, en medio de la miseria y vestidos con harapos, al haber derrochado todo el oro recibido.
—Debéis regresar al castillo junto a nuestro padre —aconsejó a los infelices—. Al carecer de noticias sobre vuestra suerte se ha puesto tan triste que corre el peligro de morir.
—¿No te das cuenta de que hemos fracasado? Todo se reirían de nosotros, con lo que nuestro padre cambiaría la tristeza por la vergüenza.
—Creo que tenéis razón. Lo más acertado será que vayamos juntos a buscar fortuna —se le ocurrió al más pequeño—. Regresaremos en el momento que hayamos triunfado.
—¿Es posible que estés convencido que yendo con nosotros lo conseguiremos? —se burlaron los hermanos mayores.
Pero ya no tenían nada que perder. Al final decidieron aceptar la idea. Al menos podrían vestir buenas ropas, comer y vivir en lugares más habitables, ya que la bolsa llena de oro del menor se lo iba a permitir. Nada más equiparse bien, llegaron a un bosque.
Cuando llevaban unas horas caminando, se detuvieron para dar cuenta de los alimentos y la bebida que llevaban en sus alforjas. En seguida se dieron cuenta de que cerca había un hormiguero; y al hermano mayor se le ocurrió:
—Voy a destruirlo para observar cómo las hormigas escapan llenas de miedo. Las veremos intentando salvar los huevos y las larvas.
—¿Qué ganarás con esa muestra de crueldad? —preguntó el pequeño—. Malgastarás tus fuerzas inútilmente. Deja que vivan tranquilamente. Su actividad no causa ningún daño... ¡Te advierto que no permitiré que por un simple capricho termines haciendo daño a unas criaturas vivientes!
Sin entregarse a ninguna discusión, decidieron seguir su camino. Hasta que llegaron a las orillas de una laguna, donde nadaban varias bandadas de patos. El hermano segundo propuso:
—Vamos a matar a dos de éstos, los más gordos, así comeremos un buen asado.
—No lo necesitamos —intervino el más pequeño—. Llevamos suficientes provisiones. Otra cosa distinta sería si de verdad nos faltara comida. Es mejor que no molestemos a unos seres vivos.
Los hermanos se echaron a dormir allí mismo. Nada más despuntar el sol, reanudaron el camino. En su siguiente etapa se detuvieron junto a un grueso árbol, donde habían construido sus panales varios enjambres de abejas.
Al hermano tercero se le ocurrió:
—Encenderé una fogata debajo de las colmenas. Como el humo originará que las abejas se den a la fuga, entonces nosotros podremos recoger la miel para el desayuno.
—Ni lo intentes —intervino el pequeño—. Hemos comido bien esta mañana, y dentro de una hora volveremos a hacerlo. No permitiré que asustes a unos insectos que ningún daño nos han causado.
Prosiguieron el viaje durante varias jornadas más. Nunca les faltó comida y bebida en las alforjas. Y al superar una encrucijada de caminos, se dieron de cara con la silueta de un castillo impresionante. Animados porque suponían que allí encontrarían a unas gentes con las que poder hablar, atravesaron la puerta abierta. Algo que les dejó muy intrigados, ya que lo normal es que hubiera unos vigilantes armados.
También hallaron vacíos el parque y los jardines. Y al llegar a las caballerizas, se quedaron asombrados al encontrase con los más hermosos equinos. Pero todos eran de mármol. Poco después, cuando entraron en un patio, se toparon con un grupo de caballeros vestidos con sus mejores galas, aunque cada uno de ellos sólo era una fría estatua de piedra.
No descubrieron ninguna muestra de vida humana dentro del castillo. Hasta que se enfrentaron con una puerta gigantesca, que disponía de tres cerraduras. Intentaron abrirla y no lo consiguieron. Entonces se les ocurrió mirar por el ojo de una de las cerraduras. Esto les permitió contemplar a un hombrecillo gris, que se encontraba sentado en una banqueta frente a una chimenea encendida.
El mayor voceó con una gran exigencia:
—¡Óyeme, tú, abre la puerta ahora mismo!
El hombrecillo gris ni se inmuto, ya que siguió calentándose las temblorosas manos ante las llamas que enrojecían la formidable chimenea.
Y el segundo príncipe exclamó:
—¡No te hagas el sordo, duende maldito, y abre esta puerta de inmediato!
No obstante, el hombrecillo gris continuó sin dar muestras de haber oído, ya que no dejaba de frotarse las manos acercándolas a los leños encendidos.
El tercer hermano golpeó sus puños en la madera y chilló:
—¡Déjanos entrar, infeliz, o conocerás lo que se merece aquel que no obedece a un príncipe!
El hombrecillo gris continuó mirando el resplandeciente fuego.
Entonces el hermano pequeño habló por el orificio de la llave:
—Te lo suplico, bondadoso anciano, dejamos pasar, ya que sólo queremos que contestes a algunas de nuestras preguntas.
El duende abandonó la banqueta, abrió la puerta con tres llaves y les permitió la entrada.
El hermano pequeño siguió hablando:
—¿Cómo te llamas? ¿Quién es el dueño de este castillo? ¿Por qué hay caballos de mármol en los establos? ¿Podemos saber a quiénes pertenecen las estatuas de piedra que llenan el patio?
El duende gris no contestó, pero sí indicó con sus gestos a los cuatro príncipes que le acompañaran. Les condujo a una gran sala, en la que vieron una enorme mesa alargada. Y en ésta aparecían las mejores viandas que se pueden gustar: asados de todas las clases, verduras recién cortadas, cazuelas llenas de salsas, empanadas de carne y de pescado, frutas del tiempo, pasteles, tartas e infinidad de bebidas. El duende hizo una seña para indicarles que podían dar cuenta de todo lo que allí había y, acto seguido, les enseñó cuatro camas bien acondicionadas para acoger el sueño de gente de gran alcurnia, como ellos.
Los cuatro hermanos pudieron cenar hasta saciarse. Poco más tarde, se acostaron y en seguida se quedaron dormidos, ya que estaban muy cansados. Se despertaron al día siguiente.
Nada más levantarse se acercaron a la mesa alargada, en la que habían cenado; sin embargo, allí había desaparecido toda la comida y la bebida, cuando ellos recordaban que sólo dieron cuenta de una décima parte de las copiosas existencias. Lo que sí encontraron fueron tres tablas de madera, en las que se habían escrito unos textos.
Al comenzar a leer la primera tabla, pudieron enterarse de la historia de aquel castillo. Supieron que allí vivió un poderoso noble, cuya soberbia llegó a tales extremos de enfrentarse al Rey de los duendes. A pesar de intentar combatir con su ejército, todos fueron destruidos. Sólo pudo salvarse la hija pequeña, la cual se hallaba dormida, pero sometida a un encantamiento en una de las torres del castillo, siempre bajo la estrecha vigilancia del duende gris.
En la segunda tabla se decía que la joven dormida únicamente podría ser salvada por un muchacho valiente, desconocedor del egoísmo y que realizase la misión sin pensar en recibir cualquier tipo de recompensa.
Los tres príncipes mayores se dijeron que ellos cumplían todos esos requisitos. Con esta seguridad empezaron a leer la tercera tabla, que era la que mayor texto contenía.
En la misma se contaba que el posible salvador de la muchacha debía superar tres pruebas. La primera consistía en llegar a la orilla norte del lago, donde encontraría una pequeña pradera cubierta de musgo. En ésta se hallaban esparcidas las mil perlas pertenecientes al collar de la hija del Rey de los duendes. Aquél estaba obligado a recogerlas antes de la caída del sol. En el caso de que no lo consiguiera, se transformaría en estatua de piedra nada más que los últimos rayos solares se escondieran detrás de la cima de las colinas.
Como el hermano mayor era el más voluntarioso, aunque siempre había demostrado ser un imprudente, se fue en busca de las perlas. Estaba convencido de que iba a triunfar. No tardó en dar con la pradera cubierta de musgo. En seguida se dedicó a recoger las perlas. Pero se dio cuenta de que eran demasiadas y, además, estaban ocultas en los lugares más inverosímiles. Como al anochecer sólo había logrado reunir un poco más de cien, cuando volvió al castillo quedó transformado en una estatua de piedra.
Al día siguiente, el hermano pequeño se dirigió a la zona norte del lago, dispuesto a realizar la labor que su hermano mayor no había conseguido. Sin embargo, con el simple hecho de arrodillarse para iniciar la faena, pareció como si hubiera hecho sonar una trompeta: allí aparecieron varias columnas de hormigas al mando de su rey.
Igual que si hubieran ensayado el trabajo, comenzaron a recoger las perlas. Y al cabo de una hora lo habían finalizado, con lo que el joven príncipe pudo reunir las mil perlas en un gran pañuelo. Lo ató con una fuerte lazada y regresó al castillo, donde entregó al duende gris tan valiosa carga.
Los tres príncipes marcharon a comer al gran salón. Por la tarde pasearon por los jardines hasta la hora de la cena. Y después de alimentarse frugalmente, ya que el recuerdo del hermano mayor convertido en estatua les había quitado el apetito, procuraron dormir.
A los pocos minutos de desayunar, fueron a leer en la tabla la segunda prueba que debía afrontar quien se propusiera despertar a la prisionera:
«En el fondo del Lago Negro fue arrojada la llave de la torre, donde se encerró a la hija del noble orgulloso. Todo aquel que pretenda despertarla, deberá extraer la llave cuando la luz del sol esté iluminando la superficie del lago. De no lograrlo antes de que ese resplandor desaparezca se convertirá en una estatua de piedra.»
El segundo de los hermanos marchó a las orillas del Lago Negro, donde comprobó que las aguas eran muy oscuras, profundas y se hallaban cubiertas de grandes plantas acuáticas, cuyas ramas se entrelazaban dando forma a una tupida red, la cual oscilaba en la superficie de una forma amenazadora.
En el mismo instante que los rayos del sol iluminaron el centro del lago, el príncipe descalzó su pie derecho y lo introdujo en el agua. Pero lo sacó en seguida al sentir un frío insoportable. Además tuvo que cogerse la nariz con dos dedos para soportar el hedor que emanaba del lugar. Sin poder resistir el frío y el asco, regresó al castillo. Como ya el resplandor solar había desaparecido de la superficie del Lago Negro, quedó convertido en una estatua de piedra sobre las losas del patio.
Los dos príncipes supervivientes lamentaron el destino de sus hermanos mayores. Poco después intentaron comer un poco, dieron unos lentos paseos por los jardines, cenaron y se metieron en las camas. Consiguieron dormir a pesar de la pena que sentían.
Al amanecer, luego de desayunar, el hermano pequeño llegó a las orillas del Lago Negro. Al momento comenzó a pensar en el mejor recurso para extraer la llave cuando el sol dejase caer sus rayos sobre la superficie del agua.
De pronto, vio aparecer una pareja de patos. En seguida se posaron en el centro del lago. Y como la claridad solar los iluminó nítidamente, el príncipe pudo reconocer a las aves que viera en la laguna del bosque. Dos ejemplares tan buenos nadadores, que en un santiamén se sumergieron como unas balas y, a los pocos segundos, ya habían aparecido llevando uno de ellos la llave en su pico. En seguida llegaron donde se encontraba el príncipe y se la entregaron. Era de oro.
El joven que amaba a los animales regresó al castillo, para dar la llave al duende gris. Y éste no pronunció ni una sola palabra.
Al día siguiente, los dos hermanos pudieron leer la tercera tabla, en la que se había escrito la tercera prueba:
«El salvador de la doncella deberá entrar en su dormitorio y descubrir qué postre eligió la misma noche en que se quedó dormida «para siempre» bajo los efectos del encantamiento del Rey de los duendes. Pero si fracasa quedará convertido en una estatua de piedra.»
Los príncipes fueron llevados por el duende gris hasta la torre en la que se encontraba prisionera la joven. Con la llave de oro extraída del fondo del Lago Negro abrió la puerta. Entonces los dos hermanos pudieron ver a una muchacha dormida en un lujoso lecho, cubierto con baldaquino, y cuyo edredón tenía una funda de seda color escarlata.
Encima de una mesa se habían colocado dulces de distintas clases: roscos de azúcar, mermelada de cerezas, jarabe de arce y tortitas de miel.
El tercero de los hermanos contempló a la joven dormida y, luego, examinó los postres que tenía delante. Como creyó que a uno de los roscos le faltaba un trocito, decidió:
—La doncella comió roscos de azúcar.
Entonces se transformó en una estatua de piedra. El menor de los príncipes prefirió tomarse un tiempo prudencial. Llegó hasta la ventana, la abrió y, de una forma involuntaria, permitió la entrada a la reina de las abejas. Ésta voló hasta la cabeza de la dormida, se posó en su boca y, acto seguido, revoloteó dos veces alrededor de quien iba a decidir y, por último, se detuvo en una de las tortitas de miel.
—La doncella eligió las tortitas de miel —dijo muy convencida.
De repente, el duende gris profirió un alarido y se transformó en una nubecilla de humo, que llegó a cubrir por completo la cabeza del príncipe «jorobadito». Y éste fue convertido en un guapo y fuerte muchacho. Seguidamente, la misma nube quedó disuelta en la estancia.
La joven dormida abrió los ojos, se incorporó ligeramente y dedicó una sonrisa a su salvador.
Los tres hermanos del príncipe, lo mismo que la totalidad de los caballeros que habían sido transformados en estatuas de piedra, recuperaron sus formas humanas. Comenzaron a respirar y a moverse, hasta comportarse igual que si hubieran despertado de una larga pesadilla. También les sucedió algo similar a los caballos de las cuadras, al dejar de ser de mármol. Pronto se los escuchó piafar de alegría.
La doncella pidió al joven príncipe que actuara como el señor del castillo, ya que le pertenecía por derecho propio al haberlo desencantado. Semanas después, los dos contrajeron matrimonio, y se quedaron a vivir en aquel lugar. Sabemos que fueron muy felices, aunque la información sobre si tuvieron muchos hijos no la han recogido los historiadores.
Los tres hermanos mayores regresaron a la corte, donde el rey, su padre, dejó de sentirse triste al verlos. Y mayor fue su entusiasmó al conocer el triunfo del menor de sus hijos, a pesar de que dudaba de que pudiera reconocerlo si es que era tan guapo, alto y fuerte como le contaban. Para que empezara a acostumbrarse al nuevo aspecto le mostraron un retrato: el mismo que un gran artista había pintado después de la boda, luego también aparecía la ex doncella dormida. Una pareja que era la máxima representación de la dicha.