Percepción
Órbita de alucinación (J. T. McIntosh)
J. T. McIntosh (1925-). J. T. McIntosh es el seudónimo de James Murdoch MacGregor, autor y director de periódicos escocés, quien también ha sido músico profesional y maestro de escuela. Desde que empezó a escribir, hacia 1950, ha publicado aproximadamente veinte novelas de ciencia ficción y un centenar de historias cortas. Posee una considerable habilidad narrativa y una gran capacidad para perfilar caracteres y personajes. Quizás algún día un editor tenga la buena idea de publicar una recopilación de sus mejores obras pero, hasta entonces, los lectores deben interesarse por First Lady, Made in U.S.A. e Inmortalidad para algunos, entre otros relatos.
Ord se sentó en la silla giratoria y observó el Sistema Solar. Su claridad de visión —no limitada por el velo de trescientos kilómetros de la atmósfera terrestre— era tal que, desde su posición en la órbita de Plutón, podía apreciar a simple vista todos los planetas. Todos salvo el mismo Plutón, oculto entre una multitud de brillantes estrellas, y Mercurio, eclipsado en ese instante por el Sol.
Sin embargo, Ord sabía perfectamente hacia dónde debía mirar. Durante cada uno de los últimos dos mil días, Ord había acudido a contemplar el Sistema Solar. Había observado a Mercurio girar alrededor del Sol veinticinco veces; a Venus, más reposado, nueve; la Tierra había efectuado seis de esos familiares viajes por el espacio que denominamos años; Marte estaba en su cuarto viaje y, en cambio, Júpiter apenas había cubierto la mitad de su periplo orbital.
—Supongo que debe de ayudar eso de poderlos ver —dijo una voz ligera y caprichosa a su espalda. Incluso cuando hacía el comentario más serio, lo cual sucedía a menudo, la voz de Una resultaba risueña—. Si no hubieras podido contemplar los planetas, hace tiempo que necesitarías una camisa de fuerza.
—¿Quién te dice que no la necesito ya? —exclamó Ord—. Desde luego, no es ése tu caso.
Ord no se volvió todavía. Retrasó el instante de hacerlo, complaciéndose extasiado en cada uno de aquellos breves segundos, como el fumador empedernido hace una pausa antes de encender el cigarrillo que ya tiene en los labios, recreándose en el placer que le aguarda.
—Me parece que mientras hables con cordura sobre la locura, no estarás demasiado chiflado —respondió Una, con su voz cantarina de siempre.
Llegó el momento. Ord no podía aguantar así eternamente. Se volvió en su asiento y contempló a Una con una sonrisa irónica, apenas esbozada. Había conocido a mujeres más hermosas que ella, pero a ninguna que conociera tan bien sus propias limitaciones.
Una llevaba siempre una camisa de un blanco inmaculado, con el cuello desabrochado, metida ajustadamente bajo la pretina de unos pantalones color verde botella que lucían una perfecta raya. Quizá resultara pesimista pensar lo peor de lo que no se conocía, pero Ord daba por seguro que los únicos puntos buenos de la figura de Una eran su fina cintura, su busto y la parte de las piernas que mostraba con su vestuario habitual.
En la frente tenía una pequeña irregularidad que disimulaba hábilmente dejando caer, sobre el lado correspondiente del rostro, unos mechones de su hermoso cabello color rubio ceniza. Tenía una dentadura espléndida, que mostraba en una sutil media sonrisa; Una nunca se permitía mayores demostraciones. Junto al primer botón abrochado de su casta y pulcra camisa había un asomo, un indicio de que su piel no poseía en todas sus partes aquella suavidad satinada. Sin embargo, las sospechas no habían tenido ocasión de ser verificadas con certeza.
—¿Cuánto tiempo llevas así, Colin? —preguntó Una—. Yo no considero el tiempo como tú. ¿Dónde estarían, si hubieran salido cuando falló el rayo?
—No he tenido ocasión de calcularlo desde la última vez que me lo preguntaste —contestó Ord, sin poder controlar el temblor de su voz—, pero podrían estar muy cerca.
Cuando Una asintió con la cabeza, hubo un asomo de pesar en su gesto. Ord, sin mirar a la mujer, fijó la vista en la vacía pared situada en el extremo opuesto a las ventanas de observación. Aún no estaba vencido.
La estación espacial, a cinco mil millones de kilómetros del Sol, estaba diseñada para un hombre que permanecería siempre solo, que pasaría dos años en la única compañía de sí mismo por el fabuloso salario de un oficial de estación espacial. Por ello, se había hecho todo lo posible para que las diversas estancias parecieran cómodas y acogedoras, sin proporcionar una fría impresión de vacío. Contaba con el observatorio, la sala de máquinas, el salón, el taller, el dormitorio, el baño, las salas de almacenamiento e incluso con una habitación extra en la que desaparecía Una, aunque no había sido preparada para Una o para otra como ella.
Ord, con la mirada fija en la pared vacía, meditaba sobre la actividad en la Tierra cuando, seis años atrás, había fallado uno de los tres rayos radioeléctricos direccionales instalados en Plutón. Aunque había la cantidad suficiente de esos rayos como para guiar a las naves en sus viajes por el espacio, el repentino fallo del rayo de la Estación Dos debía de haber afectado prácticamente a todos los viajes interplanetarios. Según las condiciones de vuelo, debía de significar un retraso de cinco minutos en el trayecto a la Luna y de dos o tres días en los viajes a Venus o Marte, dependiendo de las posiciones relativas del punto de partida, el de destino y los dos rayos restantes de la órbita de Plutón. El trayecto a algunos de los asteroides y a los satélites de los demás planetas exteriores se vería prolongado en varias semanas, incluso meses.
Seguían en funcionamiento dos radios de la rueda direccional, pero quedaba un gran ángulo muerto de ciento veinte grados cubierto apenas por los débiles rayos-guía emitidos por los puntos de destino de las naves, desprovistos del potente rayo universal que reforzaba la señal.
No era la primera vez que se planteaba aquella situación. Algún día, habría en el Sistema Solar tal cantidad de rayos portadores que las naves espaciales ni siquiera deberían preocuparse por saber en cuál se encontraban. Sencillamente, deberían apuntar sus proas hacia el lugar de destino y dejarse llevar, como otros tantos galeones impulsados por el viento. Sin embargo, hasta el momento, las travesías interplanetarias no eran aún lo bastante frecuentes como para justificar la instalación de una red de rayos duplicada.
Si fallaba un rayo principal, debían transcurrir más de seis años antes de que pudiera ser puesto de nuevo en funcionamiento. No había nada que hacer, salvo que el fallo se produjera en el momento más conveniente, es decir, cuando la nave encargada de relevar al encargado de la estación espacial y de efectuar la revisión de las instalaciones se hallara cerca de su destino. Sin embargo, hasta la fecha, los fallos de las estaciones construidas por el hombre se habían producido casi siempre en los momentos más inconvenientes.
Ord visualizó de nuevo la nave en su mente, en su viaje de seis años por el espacio. Una semana de preparación. Dos días para alcanzar la Luna. Tres semanas hasta alcanzar Marte, que se habrían reducido a dieciséis días si el rayo de la Estación Dos hubiera estado funcionando normalmente. Después comenzaban los problemas. Según la posición presente de los planetas y sus satélites, sólo se podía disponer del débil rayo de Ganímedes para ayudar a la nave de relevo más allá de Marte. Casi nueve meses hasta Júpiter y, por fin, allí alcanzaría una velocidad suficiente para ayudar a los motores a cubrir los casi cinco mil millones de kilómetros restantes… hasta empezar la larga y pesada búsqueda de la silenciosa mota de polvo en el espacio que constituía la estación espacial.
Con la ayuda del rayo, un viaje de once meses en total; sin ella, más de seis años.
Lo que ayudaba a Ord a soportar los cinco años extra de soledad que se vela obligado a pasar en la estación, a miles de millones de kilómetros del ser humano más próximo, era el pensar en la paga acumulada que le aguardaba. Los oficiales de estación espacial efectuaban un trabajo imprescindible, y las diversas líneas de vuelos espaciales tenían que responsabilizarse de ellos.
Cuando por fin regresara a la Tierra, con sus veintinueve años, tendría la vida resuelta económicamente.
Una se encogió de hombros.
—Bueno, me ha gustado mucho conocerte, y lo digo de veras.
—Ya lo sé, Una, pero eso se debe a las que te han precedido. He aprendido mucho de ellas.
—Acabas de romper la norma número uno —repuso ella en tono ligero—. No hablar nunca de «las otras». Ten cuidado de no romper la norma número dos.
—¿Cuál es?
—Ya lo sabes… ¿Quieres que sea yo quien la rompa? Está bien, en concreto, no mencionar nunca a las que puedan venir en un futuro.
La mujer hizo un gesto resuelto, como si arrancara una hoja entera de una libreta de anotaciones, estrujara la hoja entre las manos y la arrojara a una imaginaria papelera.
—¿Quieres jugar una partida de ajedrez? —preguntó a continuación en el mismo tono ligero—. Hace mucho que no jugamos…
—Está bien, pero en otro lugar. Vamos al salón.
Ord condujo a la muchacha a través de la estación como si ella no conociera el camino tan bien como él. Preparó las piezas con rapidez, poniendo de manifiesto su larga práctica en ello. Una no tomó asiento frente a él, sino que se recostó en el borde del sofá. La muchacha siempre mantenía intacta su esbelta y elegante figura.
Acababan de hacer la primera referencia indirecta a algo que llevaba tiempo incubándose entre ambos. Indudablemente, Ord se estaba cansando de Una. No era culpa de nadie, o más bien no era culpa de Ord, pues sólo él podía tener alguna responsabilidad al respecto. Había cierto aire de despedida en la partida. Era, por decirlo así, la partida del adiós.
Una jugaba con rapidez y decisión. Uno de sus movimientos, especialmente rápido, provocó en Ord las protestas de costumbre.
—¡Podrías prestar un poco más de atención! —gruñó—. Si me ganas, me pones en ridículo haciéndome pensar durante tanto rato para nada. Y si gano yo, tú no sales perdiendo nada porque, evidentemente, no te estabas esforzando.
—Pero si sólo es un juego —respondió ella con una sonrisa.
Una ganó la primera partida.
—Pura suerte —murmuró Ord, sin acalorarse—. No te has percatado del peligro de esa torre en alfil cuatro.
—Quizá no, pero si estudias la línea que he seguido, verás que en realidad no tenía importancia, ¿no crees?
Jugaron la inevitable segunda partida y, también inevitablemente, ganó Ord. Como todos los jugadores de ajedrez que han ganado una partida que sabían que iban a ganar como y cuando quisieran, Ord se relajó y se sintió complacido de sí mismo.
Bostezó.
—Sé captar una indirecta —murmuró Una, levantándose.
—No, por favor…
Ella sonrió y desapareció tras la puerta de su habitación.
Ord permaneció un largo rato contemplando la lisa puerta. Había sido bien aleccionado acerca de la solitosis (del latín solitarius y la terminación griega osis), pero hasta el momento no le había causado demasiados problemas. Todavía era consciente de la verdad, quizás era ésa la razón. Pese al tiempo transcurrido, todavía no estaba en peligro de creer real aquello que no lo era. Por ejemplo…
Se puso en pie y acudió a la sala de máquinas. Entre otras cosas, la sala disponía de un cuadro completo del estado de toda la estación espacial en cada momento. Sentado ante los botones de sintonización, diales y aparatos de medición, podía comprobar cualquier dato, desde la temperatura exterior hasta la presión del aire en la sala de almacenamiento más recóndita de la estación.
Por ejemplo, podía comprobar sin la menor duda que la temperatura de la habitación de Una era, en cada momento de -110 °C. Muy por encima del cero absoluto, desde luego, pero muy lejos de poderse considerar agradable para un dormitorio habitado. Además, la presión del aire era sólo de 200 mm.
En una palabra, aunque había visto a Una entrar en la habitación y más adelante la vería salir otra vez, Una no estaba allí dentro y aquella puerta no se había abierto en ningún momento.
Una no existía.
Ser consciente de ello era un factor a tener muy en cuenta. En el pasado, había temido que llegara el momento en que no fuera consciente de tales cosas. Y, de vez en cuando, ese temor todavía le acosaba.
Sin embargo, si decidía presurizar aquella habitación, subir la temperatura de la misma y entrar en ella, Ord encontraría a Una dormida en su cama. Si la tocaba, la percibiría como un ser real. Si le pegaba un bofetón, lo notaría en la mano y la muchacha despertaría de inmediato, resentida. Si la apuñalaba, Una moriría y Ord tendría que ocuparse de enterrarla en el espacio.
Todo sería perfectamente real… para su percepción sensorial.
Y, con todo, Ord reconocía y valoraba objetivamente los datos que le mostraban los instrumentos. Pese a ello, aunque se estaba cansando de Una, Ord no podía decirle simplemente que se esfumara y conseguir con ello que desapareciera. Para hacerla aparecer en la estación había tenido que inventarse una nave, y otro tanto debería hacer para que se marchara.
La solitosis no era ninguna novedad, pues había sido descubierta poco después del inicio de los vuelos espaciales. Por desgracia, no se había descubierto todavía un remedio eficaz contra ella, salvo eliminar las condiciones que la producían. El espacio no es simplemente un vacío; es una carencia todavía más intensa, una carencia de horizonte, de cielo, de suave luz solar, de tierra, verdor y edificaciones, una carencia de tiempo y de continuidad de historia personal, bien como individuo o como miembro de la raza humana. Y, lo peor de todo, una carencia de gente, de compañía. Un ermitaño puede escapar deliberadamente de la civilización pero, si se le deja solo en un mundo desierto, con toda seguridad se volverá psicótico. En eso consiste, en pocas palabras, la solitosis.
Había buenas razones para justificar la existencia de un oficial de estación espacial —podía encargarse del mantenimiento de la misma—, y para el hecho de que este trabajo lo efectuara un solo hombre. El envío de dos de tales técnicos no bastaba para protegerse de la solitosis, pues el número mínimo de hombres necesario para evitarla era de unos cuarenta. Sin embargo, dejar a cuarenta hombres en una estación espacial resultaba antieconómico. Dejar a un número inferior, pero superior a uno, resultaba peligroso para todos, pues la solitosis podía desembocar en tensiones homicidas.
La solución más lógica consistía en dejar aun solo hombre que, naturalmente, caería víctima de la solitosis pero que, por lo general, no se haría daño a sí mismo y que podría ser rehabilitado sin demasiados problemas una vez se produjera el relevo, gracias simplemente a su regreso a la Tierra.
Era una solución sencilla, pero daba resultado. Naturalmente, los oficiales de estación espacial debían recibir un salario que compensara los dos años de desequilibrio mental que les aguardaban.
La experiencia rara vez resultaba completamente agradable o absolutamente desagradable. En cada individuo se producía un resultado diferente, pero siempre se mezclaban penas y placeres.
Ningún oficial de estación espacial podía saber por adelantado a qué riesgos se estaba exponiendo, pues no se permitía nunca que un mismo individuo quedara expuesto a la solitosis por segunda vez.
Sin embargo, Ord estaba más interesado en el problema de Una. Sabía, por supuesto, que no podía imaginar una solución y actuar conscientemente para que ésta se produjera. Su tipo personal de solitosis no funcionaba de aquel modo. Ciertamente, en algún rincón de su mente se estaba elaborando alguna decisión, pero ésta permanecía oculta en su subconsciente, fuera de su alcance. Tendría que esperar y ver qué sucedía. Sin embargo, el hecho de empezar a cansarse de Una ya le daba una idea general de cómo se desarrollaría el proceso.
Tras colocarse el traje, Ord salió al exterior. Cincuenta años antes, un gran número de naves espaciales habían utilizado por primera vez el rayo procedente de la estación, que por entonces era mantenida en su curso por seis cargueros. Cada nave de la flotilla había arrastrado o empujado una roca, un asteroide que nadie quería, pues la estación, una vez terminada, debía poseer una cierta masa. Gradualmente, fue construyéndose un planeta; un planeta minúsculo, pero suficiente para formar una base para la estación, así como para seguir a Plutón en su órbita con un gasto mínimo de energía. La estación situada en el propio Plutón estaba ya en funcionamiento y, simultáneamente, la Estación Tres estaba siendo ultimada.
Meciéndose suavemente entre las rocas de aquel mundo oscuro y sin aire, de una masa apenas suficiente para mantener sujeta a su superficie a una nave espacial de pequeño tamaño, Ord se detuvo junto al pequeño crucero que Una había utilizado. La nave era tan real como la muchacha, ni más ni menos. Ord había olvidado detalles de la historia que explicaba la llegada de Una. Resultaba tan absolutamente disparatado que una muchacha pudiera llegar sola a una estación espacial, que Ord no se había preocupado siquiera de imaginar una explicación racional y convincente. Igual que las demás, Una había aparecido allí, sencillamente. Tenía una historia muy coherente que había intentado explicar a Ord poco después de su llegada, pero él la había interrumpido apenas iniciada la narración. La presencia de la muchacha le había complacido, sin mayores consideraciones.
Ahora, Ord observó que la nave no presentaba ningún daño visible. Dio un breve salto sobre el casco, experimentalmente. Creyó posarse sobre el metal y se encontró a cuatro metros de altura sobre la superficie del pequeño planeta.
Buscó vagamente una explicación racional del hecho. Quizás había encontrado un peñasco sobresaliente y su mente lo había transformado en la nave. O quizás sus ojos habían fabricado de algún modo aquellos cuatro metros de altura. Hasta entonces no había inspeccionado la nave con detalle, y tampoco pensaba hacerlo ahora, pues con ello sólo conseguiría someterse a un agotador esfuerzo mental. No podría advertir conscientemente que estaba dando por real lo que sólo era producto de su mente, pero eso sería exactamente lo que sucedería.
Regresó a la estación y entró en la sala de máquinas, sin presurizar, para examinar una vez más el equipo electrónico del rayo direccional. El aparato no sufría ningún desperfecto grave. Ord lo habría podido reparar en unas horas de haber contado con las herramientas adecuadas y con seis manos, lo cual era más de lo que podrían decir la mayoría de los oficiales de estaciones espaciales.
Ésta era una de las máximas dificultades de un trabajo como el de Ord: los oficiales de estación debían ser hombres expertos pero, ¿cómo serlo si jamás habían podido realizar ese trabajo con anterioridad?
Echó un último vistazo a la sala de máquinas y salió.
Pensó en regresar a la nave de Una, encontrar la presunta avería y repararla, para que así la muchacha pudiera irse de aquel mundo minúsculo. Sin embargo, eso sería hacerle el juego a la solitosis y Ord seguía prefiriendo actuar con toda la cordura de que fuera capaz.
En cierta ocasión, su mente había producido varios hombres como compañeros, pero tampoco había dado resultado. Ord no se había interesado lo bastante en su aspecto físico en ningún momento como para hacerles reales y tangibles. Había charlado con ellos y había disfrutado de la conversación, pero en todo momento habían sido seres fantasmales y jamás había logrado sacudirse de la mente tal certidumbre. Las mujeres, en cambio, nunca le habían parecido fantasmas.
De hecho, en algunos momentos había sentido el temor de que llegara el momento en que se convenciera a pies juntillas de su existencia real. Y, naturalmente, había dado vueltas muchas veces a la posibilidad de que, cuando llegara alguien real a rescatarle, su mente lo considerara parte de una nueva alucinación. Sin embargo, no parecía que existieran muchas razones para temer tal cosa mientras le siguiera resultando tan sencillo demostrarse que estaba a solas en la estación.
Se quitó el traje espacial, se lavó y procedió a afeitarse cuidadosamente, pues ya hacía mucho tiempo que había decidido conservar al detalle los hábitos normales de la existencia humana. Se vestía de los pies a la cabeza aunque la estación estaba climatizada y no tenía ninguna necesidad real de llevar ropas; incluso utilizaba pijama al acostarse.
Había habido una época, la temporada de Suzy y Margo, en que la vida aparente en la estación fue la que hubiera podido esperarse de un hombre solitario. Sin embargo, Ord había descubierto, simple y llanamente, que le producía demasiadas complicaciones. Una, en cambio, había significado quizás una oscilación demasiado intensa en el sentido contrario. Sus relaciones con ella, pensó Ord con ironía, habrían encajado perfectamente en un libro para jóvenes de la época victoriana, salvo por el detalle de que no le importaba verla fumar.
Durmió durante doce horas. Se despertó en una ocasión, medio convencido de haber oído algo, pero todavía estaba adormilado y sin ganas de levantarse. Además, no tenía la menor intención de dar satisfacción a su neurosis.
No fue hasta varias horas después de levantarse cuando empezó a preguntarse por qué no aparecía Una. Quizás estaba enferma. Quizás, aunque a Ord no le parecía que pudiera ser de ese modo, su mente había decidido inconscientemente que la inexistente muchacha saliera rotunda y definitivamente de su vida.
Suspiró, fue hasta la sala de máquinas y graduó la habitación de Una a la temperatura y presión normales. Después abrió la puerta.
Una no estaba, pero aún permanecía en el aire su perfume. Ord pasó a la sala de observación y buscó su nave. También ésta había desaparecido.
Se sintió algo disgustado, pero no se culpó a sí mismo. Era mucho más fácil y satisfactorio echarle la culpa a Una. Por lo menos, podría haberse despedido. Al fin y al cabo, la muchacha le había gustado. Incluso le habría agradado conocer a la Una de carne y hueso, si tal mujer existía en alguna parte. Ord se había cansado de ella, sobre todo, porque en ningún momento había resultado un personaje creíble, genuino. Siempre se había mostrado estrictamente fiel a su manera de ser, mientras que las personas reales no se comportaban con tanta rigurosidad.
Se quedó en el observatorio buscando alguna nave. Sonrió ante a el pensamiento de que pudiera confundir la nave de rescate con otra de aquellas naves que le traería a otra muchacha con un nuevo relato fantástico de cómo se había perdido en el espacio.
Ord se alegraba de que la solitosis no hubiera adoptado en él la de forma que había tomado en Benson. Benson había perdido toda noción del tiempo. Había pasado millones de años subjetivos aguardando la nave de rescate, aunque ésta había llegado precisamente al terminar el plazo estipulado de dos años. A Benson no le había importado gran cosa, pues creyó haberse convertido en un gigante mental. Según se comprobó posteriormente, su CI había aumentado realmente en quince puntos. Después volvería a bajar once puntos pero, desde luego, Benson no tenía ninguna razón para lamentar sus dos años de soledad. Pese a todo, Ord se alegraba de no haber pasado por tal experiencia.
Tal como esperaba, la nave estaba allí, trazando una curva para el aterrizaje. No era la nave de rescate, pues era demasiado pequeña. De hecho, su tamaño era, con mucho, insuficiente para efectuar el viaje desde la Tierra sin la ayuda del rayo portador.
Ord estaba de nuevo montado en el tiovivo. Si en las últimas horas pasadas con Una no había estado demasiado a gusto, ahora podría tener una compensación durante las primeras horas de compañía con quienquiera que fuese. La pequeña nave dio un impulso excesivo a sus motores, pilotada exactamente como solían hacerlo las mujeres a los mandos de cualquier nave espacial. Transcurrieron cinco largas horas de aproximación que mantuvieron a Ord en vilo mordiéndose los nudillos. Además, no se trataba en absoluto de una nave impulsada por cohetes. Quizás en esta ocasión la chica, tenía que ser una chica, le ofrecería una explicación para aquel imposible que superaba todas las explicaciones. Sin ninguna duda, quien pilotaba le estaba manteniendo en suspense.
Sin embargo, por fin, la nave se posó en el minúsculo planeta y Ord, ya vestido con el traje espacial, salió apresuradamente a recibirla. Cuando llegó a las proximidades, una figura emergió del aparato. A través del visor, Ord contempló un rostro cuyos rasgos pudo apreciar desde el primer instante…
La muchacha señaló la nave con aire exagerado. Ord señaló la estación espacial. La mujer hizo un gesto de negativa con la cabeza bajo el enorme casco, indicando la nave. Ord se sintió desconcertado. Aquello era nuevo.
De pronto, para señalar a qué se refería, la mujer se inclinó y alzó el extremo de la nave, al tiempo que levantaba la mirada hacia él. Por fin, Ord comprendió qué intentaba decirle. La mujer temía que no fuera un lugar seguro para dejar la nave. Parecía convencida de que podía irse flotando.
Ord se echó a reír e intentó tranquilizarla sin palabras. Ciertamente, incluso la más ligera brisa podía bastar para vencer la débil atracción que ejercía el planeta sobre la nave. Sin embargo, en aquel minúsculo mundo para un hombre solo, carente de atmósfera, no había ningún problema. Ord se lo demostró agachándose bajo la nave y alzándola con sus brazos. La nave se levantó lentamente Y, por un instante, Ord casi compartió el temor de la muchacha de que el aparato pudiera salir despedido hacia el espacio. Sin embargo, la gravedad ejerció su influencia en la nave y ésta regresó suavemente al suelo. Quedaba probado que se precisaría una fuerza considerable para vencer la atracción que ejercía el pequeño mundo.
La muchacha dio media vuelta, dispuesta por fin a acompañar a Ord hacia la estación espacial.
Ord cerró la escotilla y empezó a despojarse del traje espacial. La muchacha, sin embargo, aún no estaba satisfecha del todo. Repasó los medidores para asegurarse de que la presión fuera la correcta. Ord fue señalándolos con expresión grave. Por fin, la mujer abrió el casco y aspiró una bocanada de aire, lenta y precavidamente.
—Tú debes de ser Baker —murmuró la recién llegada.
Sus palabras constituyeron una nueva sorpresa. Baker era el anterior encargado de la estación y Ord había olvidado por completo su nombre; en realidad, hasta que la muchacha lo había pronunciado, Ord ni siquiera se había acordado de su existencia. Por un instante, se preguntó con gran inquietud si la muchacha no sería uno de los sueños de Baker, con siete años de retraso. Sin embargo, la solitosis de Baker no había adoptado aquella forma.
—No —respondió—. Ord. Colin Ord.
—Antes de que sigamos adelante —dijo ella—, dime cómo te afecta a ti la solitosis.
Aquello también era una novedad.
—Sólo me hace ver cosas que no existen —replicó Ord con cautela.
—¿Y tú sabes que no existen?
—A veces.
—¿Sabes que estoy aquí?
—No tengo la menor duda de ello —sonrió Ord.
De pronto, la muchacha empuñaba una pistola con la que le apuntaba.
—Puedes estar seguro de una cosa —murmuró ella—. Esta pistola está aquí. No quiero resultar desagradable pero creo que tenemos que aclarar posibles malentendidos. No soy ningún regalito divino caído del cielo para entretener a oficiales de estación espacial solitarios. Y al menor indicio de que pienses que lo soy, saco esto y no respondo de lo que pase. ¿Queda claro?
—Clarísimo. Ya te he dicho mi nombre. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Elsa Catterline. También querrás saber por qué estoy aquí, naturalmente.
—No me interesa demasiado.
Al oír la respuesta, la muchacha alzó la mirada con cautela. Sin embargo, siguió despojándose del casco y el traje espacial. Ord no hizo el menor movimiento para ayudarla. Siempre existía la posibilidad de que realmente resultara peligrosa.
—Te lo diré de todos modos —prosiguió—. He matado a un hombre, no importa cómo ni por qué. Conseguí hacerme con una nave experimental, esa que has visto ahí fuera, y pensé que si desaparecía durante un par de años…
—No es preciso que te esfuerces —replicó Ord—. No te estoy interrogando.
—Lo sé, y no entiendo por qué.
La muchacha venció por fin en su lucha con el traje espacial y salió de él. Era hermosa, realmente hermosa, pero Ord ya esperaba que lo fuera.
Lo inesperado era que llevaba el tipo de ropa que lucen en similares circunstancias las heroínas de los relatos de las revistas: pantalones cortos de nailon blanco y lo que cabría denominar un minúsculo sujetador.
En otros tiempos, no habría existido nada de sorprendente en ello pero durante muchos años Ord había sido muy cuidadoso y comedido. Había probado el sexo sin diluir, y después había vuelto a diluirlo en un impulso de autoprotección. Hacía muchísimo tiempo que ninguna de sus chicas había sido tan femenina y lo había expuesto de modo tan explícito. De hecho, por primera vez, consideró seriamente la posibilidad de que la muchacha fuera real. A veces, las personas reales son más fantásticas que la imaginación más desbordada.
—Yo diría…
—¿Qué? —dijo ella con brusquedad.
—Sólo estaba pensando —continuó él con calma— que vas a pasarlo mal con esa arma cuando te canses de apuntarme. Ese trasto debe de pesar bastante. ¿Quieres que te busque una funda y un cinto?
La recién llegada enrojeció, con aire furioso. Parecía el tipo de criatura angelical incapaz de matar a nadie, desde luego. Sus ojos, boca, y nariz estaban exactamente donde ella, de haber podido, los habría colocado para provocar un mayor efecto, y todo en torno a ella era compacto, perfecto, hecho para la eficacia. No la eficacia en el pilotaje de una nave espacial o incluso en el manejo de un arma, sino la eficacia de conseguir siempre lo que quería. Otro aspecto a añadir a la creciente lista de puntos de interés de Ord por Elsa Catterline era que no se trataba del tipo de chica que normalmente le atraería.
—Eso de la pistola, si no te importa que lo diga —comentó Ord—, es una estupidez. ¿Qué esperas conseguir con ella? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que te la quite? ¿Dos horas, quizás, antes de que tengas un descuido? Incluso podría esperar a una ocasión mejor. Tarde o temprano, tendrás que dormir. ¿Puedes cerrar alguna puerta de mi estación espacial con la segundad de que yo no la podré abrir? No te voy a tener en la duda: la respuesta es no —se encogió de hombros y añadió—: De todos modos, inténtalo.
—No soy estúpida —replicó ella, al tiempo que apartaba el arma, sonriendo—. Eso era mientras no estaba segura de que no fueras violento. Creo que podremos entendemos, Ord. El asintió fríamente. Por fin quedaba claro el artificio.
—Ya entiendo —murmuró.
El problema era que no llevaba a ninguna parte cuestionar si la recién llegada era o no real. Era tan evidente que podía tratarse de la mera sucesora de Una que no había necesidad de profundizar más. Sin embargo, también era posible, improbable, pero posible, que una chica del tipo que representaba aquélla hubiera escogido como escondite una estación espacial, y que realmente hubiese actuado como decía haber hecho, como hacía ahora y como haría en el futuro.
De pronto, Ord se sintió hastiado de todo aquello. Ansiaba la Tierra. Hasta entonces, la idea había sido como un latido sordo pero ahora se inflamaba en una furiosa añoranza, como sucedía cada pocos meses. Le parecía magnífico que Wordsworth hablara de ese ojo interior que es la bendición de la soledad. Que llevaran allí a Wordsworth y le encargaran de la estación espacial.
Ord quería a su alrededor la presencia de personas que le mantuvieran cuerdo. Quería volver a poner a las mujeres en el lugar que ocupaban en su vida. Quería poder olvidar durante horas, incluso durante días, que existían cosas tales como las mujeres.
Apenas veinticuatro horas antes había estado felicitándose de le que la solitosis no le hubiera afectado profundamente, y ahora no sabía si Elsa era real o no. Que lo fuera o no, daba igual. Si lo era, debería haberlo sabido al instante. Si se trataba de otro de aquellos a fantasmas, también debería haberlo advertido de inmediato.
—Voy a echar un vistazo a tu nave —dijo.
Pensaba que la muchacha se opondría, pero ella se limitó a encogerse de hombros.
—Entonces, no deberías haberte quitado el traje…
Veinte minutos más tarde, Ord estaba a bordo de la pequeña nave. No la examinó todavía. Aquello vendría después de que hubiera comprobado otra cosa. Había luz y aire. Los aparatos indicaban una presión de 600 milibares.
Encontró un encendedor a gasolina y lo manipuló torpemente con sus guantes semirrígidos. La llama se encendió normalmente, pero eso no significaba nada. Si no había tal encendedor y lo veía, también podría verlo encenderse donde no había aire.
En su traje había una válvula para medir la presión del aire. La abrió. La aguja avanzó hasta señalar los 600 milibares. La cuestión era ahora si realmente había abierto la válvula. Probó de nuevo, concentrándose, asegurándose de que la asía. Lenta, dolorosamente, la hizo girar. La vio girar. Todavía había humo de tabaco en el interior de la nave, pequeño y encogido. Miró expectante a la cajita que sobresalía de su cintura. La aguja señalaba 600 milibares.
Ord notó la frente sudorosa. Intentando engañarse, saltar más allá de su propia mente, expulsó el aire de sus pulmones e hizo girar de nuevo la válvula. Se dijo a sí mismo que sólo estaba haciendo una prueba. Observó la aguja.
No había presión.
Levantó los cansados brazos y se tambaleó como un sonámbulo hacia la compuerta de salida de la nave. Con los brazos aún levantados, entró de nuevo en la sala de control. Sólo entonces volvió la mirada al medidor.
La aguja, intacta, seguía señalando presión nula. No había aire en la nave. No había nave. Ahora que tenía la certeza, podía abrir y cerrar la válvula.
Elsa no era más real que Una.
Ahora resultaba más fácil hacer comprobaciones y recomprobaciones. Muy pronto pudo atravesar las paredes de la nave en que la muchacha había llegado. Era más sencillo asegurarse con la nave que con Elsa. Ella seguiría pareciendo real hasta el último instante, pero la nave sólo era una parte menor de la ilusión.
Durante la hora anterior había pasado algunos malos momentos. Había quedado perfectamente claro que estaba agotando sus últimas defensas en la lucha por conservar la cordura en medio de la sinrazón. Había vuelto a ganar la batalla, pero quizás era la última vez que lo conseguiría. En la siguiente ocasión, quizá sería incapaz de demostrar la ilusión. Después de lo sucedido, eso tampoco sería necesariamente una demostración de la realidad.
Elsa estaba perdida. Había sido, a la vez, demasiado real y no lo bastante auténtica. ¿Por qué había dejado que Una se fuera?
Regresó a la estación y se quitó el traje. Encontró a Elsa en el salón, en cuclillas y con el aspecto de una portada de revista.
—¡Largo! —dijo Ord con brusquedad—. Tu llegada aquí ha sido un error. Lo siento.
Con un movimiento fulgurante, la muchacha se llevó la mano a la pistola. En un instante, Ord se puso en tensión mientras recordaba lo que acababa de comprobar en la nave y, cuando Elsa disparó, no notó nada.
Después, sonrió a la muchacha.
—El instinto de autoconservación es demasiado poderoso —dijo—. Pase lo que pase, no puedo consentir ser herido por una alucinación.
Dio un paso hacia delante. Elsa luchó por conservar el arma. Mordió a Ord en la muñeca y él sintió el dolor. Pero finalmente se hizo con la pistola.
—Si tú me disparas a mí, no sucede nada —murmuró—. Pero si soy yo quien dispara contra ti, estás muerta. ¿Te das cuenta?
Elsa asintió con gesto hosco. Se puso en pie, se enfundo el traje espacial y salió de la estación espacial.
Al cabo de veinte minutos, su nave despegó. Ord ni siquiera se asomó a verla partir.
Aún tenía el arma en la mano, y la arrojó a un cajón. Allí permanecería hasta que se olvidara de ella. Entonces, dejaría de existir.
Decidió que, a partir de aquel instante, no haría la menor concesión a la solitosis. No habría más Elsas, más Suzys o más Margos. Cuando se sintiera flaquear, haría regresar a Una, o volvería a intentar una compañía masculina.
Durante unos días, creyó estar ganando la batalla. Dormía bien y seguía solo. Pasó largos ratos en la sala de observación, pero no vio ninguna nave.
El problema era que la lucha no se desarrollaba en el plano consciente de su mente. No habría ningún aviso previo antes de que, súbitamente, divisara una nave. No sería una decisión consciente y controlable de su cerebro. Y entonces ya sería demasiado tarde para a decirse a sí mismo que no había tal nave.
Y por fin llegó. Era un débil punto de luz, que evidentemente se movía. En cuanto lo vio, abandonó la sala de observación y luchó consigo mismo. Debía convencer a la otra parte de su mente de que se trataba de un error, y que el punto de luz desaparecería. Ya había o sucedido anteriormente.
Sin embargo, la solitosis era progresiva, pensó amargamente al regresar a la sala de observación, cuatro horas después, y seguir observando la nave. Si no hace presa de uno en un año, lo consigue en dos. O en cuatro, o en seis… Una, inteligente y moderada, había sido el último asidero de una mente sometida a fuego constante. Una era parte de la enfermedad, en efecto, pero de una enfermedad controlada con firmeza y confianza. Al dejar partir a Una, no había hecho sino rendirse.
La nave era, esta vez, un bote salvavidas de un aparato más grande. No era ninguna novedad. Suzy había llegado en uno de ellos. Y también Dorothy, más tarde, había acudido con la misma nave mítica.
Ord se puso en pie y contempló el aterrizaje, concentrado hasta el punto de que el cabello se le pegaba a la frente con el sudor. No estaba intentando exorcizar la nave, ya que ello habría sido imposible. Sencillamente, estaba cimentando en su interior la rotunda y definitiva decisión de distinguir, en ésta y en todas las ocasiones venideras, la mentira de la verdad. No iba a expulsar al nuevo visitante como había hecho con Elsa al descubrir que era otra aparición. Sin embargo, Ord debía estar seguro. Hasta Elsa, siempre lo había estado desde el primer momento. No debía perder esa capacidad, aunque perdiera todo lo demás.
Del bote salvavidas vio salir una figura y bajó entonces a la compuerta. Allí aguardó.
Debía de ser un romántico incurable, pensó Ord de sí mismo en esos instantes. La solitosis enseñaba a las personas mucho respecto a sí mismas. Había tenido muchas ocasiones para optar por el realismo, en contraposición al romanticismo, pero nunca se había inclinado de ese lado.
Se abrió la compuerta. Por un instante, el rostro tras la visera del casco fue borroso, poco definido. Después fue aclarándose gradualmente, como una diapositiva al enfocarse sobre una pantalla.
Ord suspiró aliviado. Todavía no había demostrado que la nueva muchacha fuera una aparición pero, después de todo, parecía un asunto bastante sencillo de averiguar. Con el rostro de Elsa tan claro como el suyo ante un espejo, desde el primer instante, ¿cómo habría podido Ord no dudar?
La muchacha abrió la visera del casco.
—¿Colin Ord? —preguntó con vivacidad—. Soy la doctora Lynn, de las líneas espaciales Four Star. Marilyn Lynn.
La muchacha mostró una sonrisa amistosa, que intentaba transmitir confianza. Una sonrisa profesional, parte del ritual del buen médico a la cabecera del enfermo.
—Un poco cacofónico —añadió la recién llegada—, pero he tenido mucho tiempo para acostumbrarme a él.
—Magnífico —respondió Ord—. La primera parrafada del segundo náufrago en una isla desierta. ¿Piensas contarme el resto de la historia directamente, o vas a hacerte la tímida?
La muchacha frunció el ceño, situando en su lugar al nuevo paciente.
—No voy a contarle nada más —replicó— hasta que disponga de algunos datos más acerca de usted.
—¡Excelente! —musitó Ord—. El tono, la inflexión y la dicción, magníficos. Todo perfecto.
Ord comprobó con alivio que la muchacha era del tipo de Una.
Era hermosa, naturalmente, pero no imponente. Al despojarse del traje, vio que llevaba pantalones y una túnica, lo cual era razonable.
Parecía inteligente y no era demasiado joven, de su misma edad, por lo menos. Quizá todavía dominaba él la situación, pensó Ord.
La muchacha le observó con el ademán de quien está efectuando un diagnóstico.
—No te preocupes —le dijo él—. Veo cosas que no existen. Sobre todo, personas.
—Comprendo —asintió ella—. Entonces, ¿no cree que yo esté aquí?
—Te contestaré con otra pregunta —replicó él, escéptico—: ¿Lo creerías tú, en mi situación? —Ord recordó un verso sin sentido (de Lear, probablemente) y citó—: «¿Qué harías, si fueras yo, para demostrar que tú eres tú?».
La recién llegada estaba sopesando la situación con evidente calma. No parecía importarle que Ord observara cuanto hacía.
—¿Está seguro de que no soy real? —preguntó.
—No. Eso viene con el tiempo. Al menos, así ha sido hasta ahora.
—¿Quiere decir que siempre ha logrado convencerse de que sus… sus visitantes son meras fantasías?
—Con dificultades —reconoció él.
—Interesante. Parece un caso de solitosis controlada. Hasta ahora no había oído hablar de ninguno.
—Magnífico —dijo Ord con una risa irónica—. Eso complace mi ego. Al final, todo termina en eso.
La muchacha señaló el traje que acababa de quitarse.
—¿Puede asegurar si eso es real o no?
—A primera vista, no. Pero finalmente lo conseguiré, espero.
Ord condujo a la recién llegada al salón. Ella echó un vistazo y asintió. Parecía complacida.
—Todo limpio y ordenado. No tiene usted idea del placer que me da conocerle, señor Ord.
—Eso no te hace parecer más real —replicó él con dureza—. Todas dicen lo mismo.
Ella le miró, sorprendida.
—¿Por qué iba a querer yo que me aceptara como real? —preguntó.
Fue como si le hubieran golpeado físicamente. Ord no comprendió la razón, pero ello no amortiguó el efecto de las palabras.
—Está bien —dijo lentamente—. ¿Por qué?
—Hábleme de las demás —sugirió ella.
Como cualquier buen médico, la muchacha daba la impresión de que sus preguntas no estaban motivadas por un interés clínico, sino personal. El médico que trataba con pacientes, musitó Ord, era ante todo un artista, no un científico.
E hizo lo que ella le pedía. Retocó un poco el relato, pero lo expuso con bastante precisión, deteniéndose con especial detalle en Elsa y Una, sus compañeras más recientes.
—Una me interesa —dijo Marilyn—. Era la única que sabía lo mismo que usted. No le permitía hablar de ello, pero lo sabía.
Automáticamente, Ord empezó a preparar café. Marilyn le observaba.
—¿Cuándo sabrá si soy real o no? —preguntó en un tono más relajado, menos formal.
—No puedo precisarlo. Quizás en cinco minutos, o quizás en unas horas. Yo…
—No me diga cómo lo hace —le interrumpió ella rápidamente—. Todavía no. Primero hágalo. ¿Tengo alguna participación en ello? Me refiero a que no tendrá que disparar contra mí y verme morir o algo así, ¿verdad?
—Nada de eso —sonrió él—. Si te pegara un tiro, morirías… Como las brujas de los libros de historia: todas morían, tanto si lo eran como si no.
—Su mente se ha conservado bastante ágil.
—Naturalmente. Nunca he oído decir que la solitosis inhibiera la inteligencia. ¿Tú sí?
Su silencio resultó muy significativo. Ord enarcó las cejas.
—¿Quieres decir que suele suceder? ¿Siempre, quizás?
—No siempre, pero sí con frecuencia. Resulta muy lógico, ¿no? Una mente desequilibrada funciona, naturalmente, peor que otra en estado normal.
—Entonces, ¿Benson fue la excepción que justifica la regla?
Ella asintió. Sabía quién era Benson pero eso, como casi todo lo demás, no demostraba nada. La muchacha sostuvo la taza de café ante su rostro.
—¿Forma esto parte de la prueba? —preguntó—. ¿Ver si se ha consumido realmente más café del que bebe por su cuenta?
—No, eso no serviría. Me resultaría muy fácil hacer la mitad de algo que creo haber preparado, traer una sola taza y creer haber traído dos, coger una taza inexistente de manos de una muchacha inexistente… así… —asió la taza—. Llenarla de un líquido inexistente y volverla a pasar, y después…
Interrumpió la frase, pues había visto algo extraño en el rostro de la doctora. No estaba seguro de si era horror, tristeza o comprensión.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—No lo sé. Quizás he entendido mal.
—¿Es algo de lo que he dicho? —continuó Ord—. Es fácil que haya preparado la mitad de lo que pienso… Estoy seguro de que eso lo has entendido. Y lo de traer una sola taza y creer que he traído dos… Una taza inexistente, una chica inexistente… No puede ser porque te haya llamado chica inexistente, porque ya hemos hablado de eso antes. Naturalmente, si no existe tal taza, una parte de mi mente se cuidará de que no llegue a verter café en ella… —Ord frunció el ceño y prosiguió—: Ahí está otra vez. Y ahora has intentado ocultarlo. Sin embargo, he captado un leve indicio de sobresalto. Algo de lo que he dicho o hecho te ha asustado, o te ha molestado, o acaso te ha interesado, simplemente. No te estoy sirviendo un café imaginario, ¿verdad? Parece real.
La doctora, que había recuperado plenamente el control de sí misma, se echó a reír.
—No, no es eso. Me está sirviendo café de verdad, lo cual significa que esa parte de su mente ya conoce que soy real. Pero ésa es la lo parte de su mente en la que no confía y que no puede tocar.
—No hago nada que no sepa que estoy haciendo, ¿entendido?
—Dado que no va a dejar de pensar en ello, diga lo que diga, le aclararé que ha sido algo de lo que ha dicho. De lo que sabe perfectamente que ha dicho. Y no hay en ello nada de horrible ni de aterrador, ni razón alguna por la que me debiera sentir triste. Se trata de algo que usted ignora.
—¿No piensas ser un poco más explícita?
Ella respondió a su pregunta con otra:
—¿No hacen esas muñecas suyas todo cuanto les ordena?
—Sabes perfectamente que no.
La muchacha dejó la taza sobre la mesa.
—Yo lavaré los platos —dijo en tono ligero—. ¿Eso demostrará algo?
—Para ser una chica tan inteligente, a veces pareces tonta —replicó él en tono lúgubre—. La próxima vez que los utilizara, podría perfectamente imaginar que estaban limpios, ¿no te parece?
—Claro, claro.
Los ojos de la muchacha, unos ojos castaños, profundos, hundidos bajo unas finas cejas, siguieron a Ord cuando se levantó de pronto.
—¿Adónde va?
—A descubrir si eres real.
—¿En la nave? Adelante…
Ord acudió a la compuerta y se colocó el traje espacial. Por un instante se preguntó qué era lo que había producido aquella curiosa expresión en el rostro de Marilyn. Sin embargo, estaba muy claro que, sin ayuda, jamás encontraría la solución al interrogante. Sus palabras habían sido tan sencillas, tan evidentemente ciertas…, y al final ella acabaría por decírselo, así que no tenía importancia.
Nada de cuanto había sucedido hasta entonces ni de cuanto ella había dicho resolvía el problema de momento. Probablemente, a todos los demás argumentos en contra de la posibilidad de que Marilyn fuera una mujer de carne y hueso, se añadía el hecho de que, si realmente lo hubiera sido, habría insistido en que así era. Pero, ¿realmente lo habría hecho? Era doctora, psiquiatra quizás. Y conocía la solitosis.
Cualquier tipo de profesional médico enfrentado a un caso de solitosis, se dijo Ord, seguiría la corriente al enfermo sin confirmarle nada, sin negar nada, sin insistir en nada.
Ord se dio cuenta de que aquello era de vital importancia, aunque no estaba en absoluto seguro de por qué.
La prueba que había efectuado en la nave de Elsa había sido tan eficaz como las anteriores, pensó Ord. Quizá no volviera a funcionar, pero haría cuanto pudiera para que así fuese.
Abrió la válvula del traje asegurándose de que señalaba atmósfera cero. Luego asió sus manos y tensó los brazos para impedir que se movieran. Para abrir la escotilla del bote salvavidas permaneció con las manos asidas por los pulgares. En unos segundos se encontró en la sala de control de la pequeña nave, que ocupaba todo el interior, con las manos todavía asidas.
La aguja señalaba presión normal. Una sorda sensación de fracaso le embargó.
Se había concentrado con todas sus fuerzas, asegurándose de que abría realmente la válvula y no la volvía a cerrar. Lo intentó de nuevo, abriéndola y cerrándola.
Tendría que haber sabido que cada nuevo sistema funcionaba solamente una vez. Permaneció pensativo mientras trataba de calmarse.
La solitosis no era nunca una psicosis suicida, o al menos eso le habían dicho. Lo había estudiado en los libros. Una pequeña indicación al respecto había sido cuando Elsa le disparó con el arma y no sintió nada, pese a que la muchacha tenía un aspecto absolutamente real. A veces podía sentir dolor, como cuando ella le mordió, pero nunca en exceso.
Descargó el puño contra el mamparo. Donde la nave se había posado no existía ninguna roca lisa que se alzara tanto del suelo. O no había nada, o se trataba de un mamparo real.
Su guante estaba diseñado para resistir el vacío, pero no estaba, acolchado contra los golpes. Se había hecho daño al descargar el golpe, y todavía le dolía.
Siguió golpeando el mamparo una y otra vez hasta que ya no pudo obligarse a seguir soportando el dolor. Allí había un mamparo. Por tanto, había una nave. Se llevó la mano intacta a la visera del casco. Titubeó, y luego repitió para sí que la solitosis no tenía componentes suicidas. Abrió el casco y se tocó la nariz, los ojos y la barbilla. Se pellizcó la mejilla.
Abrió del todo el casco, y respiró con normalidad.
Sólo quedaban dos posibilidades. O bien Marilyn y todo cuanto la acompañaba era real, o bien había desbordado por fin el límite y era presa de la solitosis, de modo que jamás volvería a tener la certeza de haber dejado la estación espacial.
Y si Marilyn era real.
Se derrumbó interiormente cuando un enfermizo pensamiento cruzó por su mente. Estaba dispuesto a creer en Marilyn, pero había algo que no podía pasar por alto, que la solitosis afectaba a todo el mundo. Se podía luchar contra ella, pero nadie se libraba de sus efectos. Sin embargo, era muy evidente que no afectaba a Marilyn. Uno podía reconocer la solitosis sólo con verla. Hasta él podría hacerlo.
No era capaz de determinar si Marilyn existía objetiva o sólo subjetivamente; ¿cómo sabría si existía la estación, la Tierra, la galaxia siquiera? ¿Existía alguna diferencia esencial entre Una y la madre o la hermana de Ord? ¿Eran todas ellas criaturas de su mente?
La misma vida podía ser un producto de su mente. La materia, un mero concepto. Él existía. «Pienso, luego existo». Eso podía aceptarlo. ¿Había algo más que pudiera aceptar?
Se obligó enérgicamente a recuperar la normalidad, limitándose a Marilyn. La doctora existía y, dado que había llegado en una nave donde él podía quitarse el casco, existía más de lo que había existido Una.
Aferrándose con determinación a ese pensamiento, cerró la visera y regresó tambaleándose a la estación. Parecía estar muy lejos.
Acababa de pasar una experiencia límite y el esfuerzo mental podía ser más agotador incluso que el ejercicio físico. Fuera cual fuese la verdad, había luchado con demasiada fuerza por o contra ella.
Cruzó la compuerta y entró en la estación. Una vez a salvo en el interior, cayó de bruces.
Veinticuatro horas después, supo que había demostrado la existencia de Marilyn más allá de toda duda razonable. Había estado enfermo y ella le había cuidado.
—Ya has demostrado lo que querías —le dijo ella cuando hubo pasado lo peor—. ¿Merecía la pena?
—Sí, la merecía —respondió Ord, incorporándose en el lecho—. No me extraña que filosofías enteras se hayan basado en el estudio de la realidad. Es lo más importante que existe para un hombre.
Ella movió la cabeza en señal de negativa, con una sonrisa en los labios.
—Sólo para ti —contestó—. La solitosis afecta por lo general a lo que más importa a cada individuo. Pero no merece la pena que hablemos de eso.
Había en Marilyn un calor, una amabilidad que ninguna de las apariciones anteriores había poseído, pues todas ellas eran reflejo del propio Ord. Él las había hecho como eran.
—¿Cómo has evitado tú la solitosis? —preguntó a Marilyn.
—De la única manera posible —respondió ella con otra sonrisa—. Hay cincuenta hombres y mujeres a bordo del Lioness, la nave de rescate. Y esa cifra está muy por encima de la cantidad crítica. Todavía pasará un tiempo hasta que se posen en este pequeño mundo pero, mientras efectúen la maniobra, me mantendrán cuerda por el mero hecho de estar ahí. Yo sé que están, ¿comprendes? Cuando tú también lo veas, mejorarás.
Ord se relajó. Las explicaciones largas y enrevesadas no eran nunca satisfactorias. Era en los hechos más sencillos en los que uno podía creer sin titubear.
—Eso llevará algún tiempo —dijo—, y no me importa cuánto sea.
Ord vio pasar la misma sombra por el rostro de Marilyn.
—Cuéntame —dijo suavemente.
—Mírame —respondió ella.
La miró. Era una mujer fuerte, de una belleza serena. Seguía llevando la túnica y los pantalones. Incluso observó, con leve pesar, que pese a no llevar anillo de casada había una franja blanca en uno de sus dedos, donde debería haber lucido uno.
—¿Sí? —insistió.
—No me di cuenta —musitó Marilyn suavemente—, hasta que hablaste de una chica inexistente. Yo era real, es cierto, pero no la imagen que tenías de mí.
»No, no es tan terrible —prosiguió Marilyn—. Casi todo es tal como pensabas. Es natural que el primero en visitar a un enfermo sea un médico. Lo soy, y también fui una chica en otros tiempos. Pero de eso hace ya cuarenta años. Y tú tenías que hacerme joven y bella.
Con cierto esfuerzo, Ord se echó a reír estruendosamente.
—¿Era eso todo? Me habías hecho creer que…
La anciana doctora no le escuchaba. No pensaba en el valor que había tenido al acudir sola hasta él, pero recordó que todos los médicos corren riesgos.
—Era agradable volver a ser una jovencita —musitó Marilyn, con aire meditabundo—. Me podía ver en tus ojos y casi he sido joven otra vez. Me gustas. Si no hubiera resultado algo totalmente ridículo, habría podido enamorarme de ti.
»Cuando me vayas viendo envejecer en las próximas semanas, Ord, te irás recuperando. Te iré mostrando cómo progresa tu caso. Y cuando me veas como soy en realidad, estarás curado del todo otra vez.
Ord posó suavemente su mano en el hombro de la doctora. Estaba pensando en el valor que había demostrado al acudir antes que la nave de rescate, ella sola, para así poder ayudar a un hombre que quizás había perdido la razón.
—Creo que ya te veo como eres en realidad —murmuró Ord.