EL VIAJE MÁS LARGO
POUL ANDERSON
Hay un secreto en la pronunciación del nombre de Poul Anderson que solo poseen los escandinavos.
El verano de 1959, Poul Anderson y su esposa estaban atravesando el país en coche, y decidieron detenerse para una visita a los Asimov. (Podían hacer eso, o caer en el océano Atlántico).
Esto me dio la oportunidad de verle; una posibilidad que no sucede a menudo, pues él vive en «la costa», mientras que yo habito en un suburbio de Boston.
En cualquier caso, nos lo pasamos muy bien, y una parte considerable de aquella velada fue empleada en pronunciar alternativamente su nombre. Primero lo pronunciaba él, y luego yo, luego él, y luego yo, y así una y otra vez. Yo oía claramente la forma en que él lo pronunciaba (una delicada perversión de la vocal, que tiene que ser oída para podérsela creer), pero lo único que me salía a mí era «Pol».
El pobre Poul abandonó al fin, con una sonrisa de tolerancia en su rostro, admitiendo que todo el mundo le llamaba «Pol».
Fue en ese tiempo cuando yo estaba comenzando a sentir una gran admiración por todas las cosas de Escandinavia (deberían escucharme contar mis experiencias en un restaurante de los que ofrecían el smorgasbord o mesa escandinava, en el que cometí una carnicería tan heroica que momentos después parecía que sería necesario que me operasen), y quizá Poul tuviera mucho que ver con esto. Es alto, tiene el cabello rubio y ondulado, y un aspecto increíblemente joven. Tiene mucho de vikingo, y esto transpira en todos sus relatos.
Y sin embargo, es un alma sencilla cuya conversación es particularmente agradable, dado que se siente igualmente a gusto en el campo de las ciencias que en el de las humanidades.
Aquel otoño nos vimos de nuevo, en la 17ª Convención (Detroit, 1959). Y, como maestro de ceremonias, tuve la alegría y el placer de presentar a Poul como invitado de honor.
No obstante, su gran momento llegó en la 19ª Convención (Seattle, 1961), cuando su novela corta El viaje más largo ganó el Hugo. No pude asistir a esa Convención, así que no presencié la entrega del premio y, por consiguiente, mi amor y afecto por Poul han proseguido sin mácula.
Cuando oímos hablar por primera vez de la Nave Celeste estábamos en una isla cuyo nombre, pronunciándolo de la forma más aproximada en que las lenguas montalirianas pueden articular un sonido tan bárbaro, era Yarzik. Eso fue casi un año después de que el Saltarín Dorado aparejó en Lavre Town, y juzgábamos que ya habíamos dado media vuelta al mundo. Nuestra carabela estaba tan sucia por las algas y conchas que con todo el velamen apenas si podía arrastrarse sobre el mar. La poca agua potable que quedaba había tomado una coloración verdosa en los toneles y tenía mal sabor, a la galleta le habían salido gusanos, y en ciertos tripulantes se habían dado los primeros síntomas del escorbuto.
—Con peligro o no —dictaminó el capitán Rovic—, tenemos que tomar tierra en alguna parte —un brillo que yo recordaba muy bien apareció en sus ojos. Se acarició su roja barba y murmuró—: Además, hace mucho que no preguntamos por las Ciudades Doradas. Quizá esta vez tengan noticias de ellas.
Guiándonos por aquel ogro de planeta que se alzaba cada día más alto en los cielos a medida que nos dirigíamos al oeste, cruzamos una tal extensión vacía que de nuevo surgieron rumores de motín. En verdad yo no podía culpar a la tripulación. Imagínense la escena, señores míos. Día tras día, en los que no veíamos otra cosa que mares azules, blanca espuma y altas lunas en un cielo tropical; en que únicamente oíamos el viento, el zumbido de las olas, el chirriar de los maderos, y a veces, durante la noche, el tremendo sorber y chasquear de algún monstruo marino que salía a la superficie. Todo esto ya era bastante terrible para los simples marineros, hombres ignorantes que aún creían que el mundo era plano. Pero el tener a Tambur colgando sobre la proa, y subiendo, de forma que todos podíamos ver que al fin deberíamos pasar por debajo de aquella horrible cosa... ¿quién podía soportar eso? La tripulación murmuraba en el castillete de proa. ¿No caería la ira del dios irritado sobre nosotros?
Así que una delegación se presentó al capitán Rovic. Y aquellos duros y zafios hombres se mostraron muy tímidos y respetuosos mientras le pedían que diese la vuelta. Pero sus camaradas se reunieron abajo, con sus musculosos y ennegrecidos cuerpos tensos bajo sus harapientos faldellines, con dagas y cavillas dispuestas. Ciertamente, nosotros los oficiales que nos hallábamos en el puente de mando teníamos sables y pistolas. Pero únicamente éramos seis, incluido aquel chico asustado que era yo mismo, y el viejo Froad, el astrólogo, cuya túnica y blanca barba causaban un gran respeto, pero que le iban a ser de muy poca utilidad en una lucha.
Rovic permaneció en silencio durante mucho rato después de que el portavoz hubo expresado su petición. El silencio creció, hasta que el vacío aullar del viento en nuestras velas y el vacío brillar del océano en el borde del mundo lo llenaron todo. Nuestro capitán tenía un aspecto realmente espléndido, pues cuando supo que se le iba a presentar una delegación se había puesto unas calzas escarlata y una esclavina acampanada, así como un casco y un peto tan pulidos que reflejaban como un espejo. Las plumas flotaban alrededor de aquella centelleante cabeza de acero, y los diamantes de sus dedos destellaban junto a los rubíes del pomo de su espada. Y sin embargo, cuando al fin habló, no fue con el lenguaje de un caballero de la corte de la Reina, sino en el dialecto anday de su infancia como pescador.
—Así que os queréis dar el piro, ¿eh, chavales? ¿Con un viento de narices y un sol que calienta como una manta, después de haber dejado el culo por medio mundo? ¡Qué poco os parecéis a quienes os parieron! ¿No os contaron la leyenda de que antes las cosas hacían lo que el hombre mandaba, y que fue por culpa de un hombre de Anday el que ahora tengamos que currelar? Como sabéis, solo tenía que mandarle al hacha que cortase el árbol, y a las astillas que fueran a casa, pero cuando además quiso que lo llevasen a él a cuestas, Dios se enfadó y le quitó los poderes. Aunque en compensación les diera a todos los hombres de Anday suerte en el mar, suerte con los dados y suerte con las chavalas. ¿Qué más queréis, muchachos?
Asombrado por esta respuesta, el portavoz se retorció las manos, se ruborizó, miró a cubierta y tartamudeó que todos pereceríamos miserablemente... moriríamos de hambre, o de sed, o nos ahogaríamos, o seríamos aplastados por aquella horrible luna, o caeríamos por el borde del mundo... El Saltarín Dorado había llegado más lejos de lo que había navegado cualquier otro barco desde la Caída del Hombre, y si regresábamos de inmediato, nuestra fama perduraría siempre...
—Pero, ¿podemos hincharnos de fama, Etien? —preguntó Rovic, aún bonachón y sonriente—. Hemos pasado por peleas y tormentas, y también buenas juergas; pero no hemos echado ojo sobre ninguna Ciudad Dorada, aunque todos sabemos que están en algún sitio, repletas de tesoros para el primer valiente que se atreva a apoderarse de ellos. ¿Qué te pasa, muchacho? ¿No te parece un viaje agradable? ¿Qué dirían los extranjeros? ¿Cómo se reirían los arrogantes caballeros de Sathayn o los puercos buhoneros de Woodland... no solo de nosotros, sino de todo Montalir, si regresásemos ahora?
De esta manera suavizó la situación. Solo en una ocasión tocó su espada, medio desenvainándola, como descuidadamente, mientras recordaba cómo habíamos capeado el temporal frente a las costas de Xingu. Pero ellos pensaron en el motín que había seguido al mismo, y cómo aquella espada había ensartado a tres marinos armados que lo habían atacado conjuntamente. Su uso del dialecto les indicaba que dejaría que lo pasado quedara olvidado, si ellos también lo hacían así. Sus procaces promesas de diversiones entre las lascivas tribus paganas que aún estaban por descubrir, su narración de las leyendas del tesoro, su llamada a su orgullo como marinos y montalirianos, calmó sus miedos. Y al fin, cuando los vio reblandecidos, abandonó el lenguaje provinciano. Se adelantó por el puente con su encendido casco y flotantes plumas y, mientras la bandera de Montalir ondeaba sus colores desteñidos por el mar sobre él, dijo, tal como dicen los caballeros de la corte de la Reina:
—Ahora ya sabéis que no abrigo intención de regresar hasta que hayamos circundado el gran globo y podamos llevarle a Su Majestad la Reina ese regalo que solo a nosotros nos está dado hacerlo. Que no será ni oro ni esclavos, ni siquiera las noticias de lejanos lugares que ella y su excelentísima Compañía de Aventureros Mercantiles desean. No, lo que mostraremos en nuestras manos para ofrecérselo, aquel día cuando de nuevo nos hallemos junto a los largos muelles de Lavre, será nuestro éxito: el haber llevado a cabo aquello que nadie había osado hasta ahora en el mundo, y el haberlo llevado a cabo para su mayor gloria.
Se quedó unos instantes más, en un silencio repleto de los sonidos del mar. Luego dijo en voz baja:
—Retiraos —dio la vuelta, y regresó a su camarote.
Así continuamos durante algunos días más, con los hombres sometidos pero no muy disgustados, mientras los oficiales procuraban ocultar sus dudas. Yo estaba realmente atareado, no tanto con los trabajos burocráticos que me estaban encomendados, ni con los estudios para capitán en los que estaba realizando mi aprendizaje, pues ambas cosas me ocupaban poco tiempo ahora, sino ayudando a Froad el astrólogo. En aquellos aires tan apacibles, podía llevar a cabo su trabajo hasta a bordo. A él le importaba bien poco si nos íbamos a hundir o a seguir flotando, había vivido ya muchos más años de lo que es habitual. Pero el conocimiento de los cielos que podía adquirir allí, eso era otra cosa. Por la noche, colocándose en la cubierta con su cuadrante, astrolabio y telescopio, iluminado por la claridad de los cielos, parecía alguno de los santos de barba nevada que se ven en los vitrales de Provien Minster.
—Mira eso, Zhean —su delgada mano señalaba sobre mares que brillaban y daban reflejos por la luz nocturna, más allá del cielo púrpura y las pocas estrellas que aún se atrevían a mostrarse, hacia Tambur. Se veía enorme en su fase llena, a medianoche, ocupando siete grados en el firmamento, un escudo de un color entre verde claro y azulado, manchado con irritados puntos negros que podían verse mover sobre su rostro. La luna parecida a una luciérnaga a la que llamábamos Siett parpadeaba cerca del difuminado borde del gigante. Balant, que tan pocas veces podía verse, y que en nuestra parte del mundo colgaba muy bajo sobre el horizonte, aquí podía verse muy alto: una creciente, pero con la parte oscura del disco teñida por el luminoso Tambur.
—Observa —declaró Froad—. No queda duda alguna. Uno puede ver como gira sobre su eje, y como las tormentas hacen hervir su aire. Tambur ya no es un recuerdo de espantosas leyendas, ni una horrible aparición que se ve alzarse cuando entramos en aguas desconocidas. Tambur es real. Un mundo como el nuestro. Inmensamente mayor, cierto, pero de todas maneras un esferoide en el espacio, alrededor del cual gira nuestro propio mundo, siempre dando el mismo hemisferio a su monarca. Las conjeturas de los antiguos quedan triunfalmente confirmadas. Y no solo el que nuestro mundo sea redondo, bah, pues esto es obvio para cualquiera... sino que nos movemos alrededor de un centro mayor, que a su vez tiene un camino anual alrededor del sol. Pero, entonces, ¿cuán grande es el sol?
—Siett y Balant son los satélites más cercanos a Tambur —repetí de memoria, luchando por comprender—. Vieng, Darou y las otras lunas que se pueden ver en nuestro hogar recorren caminos externos a nuestro mundo. De acuerdo. Pero, ¿qué es lo que lo sostiene todo?
—Eso es algo que no sé. Quizá la esfera de cristal que contiene a las estrellas ejerza una presión hacia adentro. Tal vez sea esa misma presión la que hizo caer a la humanidad sobre el planeta, en los tiempos de la Caída Desde los Cielos.
Aquella noche era cálida, pero me estremecí, como si las estrellas que veíamos hubieran sido las invernales.
—Entonces —exclamé—, ¿quizá también haya hombres sobre... Siett, Balant, Vieng... incluso sobre Tambur?
—¿Quién sabe? Necesitaríamos muchas vidas para averiguarlo. ¡Pero qué vidas tan hermosas serían! Da gracias al buen Dios, Zhean, por haber nacido en este amanecer de una nueva era.
Froad volvió a sus mediciones. Ese era un trabajo aburrido, en opinión de los otros oficiales; pero por aquel entonces yo había aprendido lo bastante de las artes matemáticas como para comprender que de aquellas incesantes tabulaciones podía surgir el verdadero tamaño del planeta, de Tambur, del sol, las lunas y las estrellas, el camino que llevaban a través del espacio y la dirección en que se hallaba el Paraíso. Así que los simples marinos, que murmuraban y hacían gestos contra el mal mientras pasaban junto a nuestros instrumentos, estaban más cerca de la verdad que los caballeros de Rovic, pues desde luego Froad practicaba una magia realmente potente.
Al fin vimos hierbas flotando sobre el mar, aves, grandes masas de nubes, todas las señales de tierra. Tres días más tarde divisamos una isla. Era de un color verde intenso bajo aquellos tranquilos cielos. La resaca, más violenta que en nuestro hemisferio, se abalanzaba contra altos acantilados, estallaba en una nube de espuma, y rugía al regresar de nuevo. Costeamos con mucha prudencia, con los vigías en las cofas, buscando una ensenada, y los artilleros junto a los cañones con estopas encendidas. Pues no solo teníamos que cuidarnos de los escollos y las corrientes desconocidas, enemigos familiares, sino que también en el pasado nos habíamos encontrado con caníbales que se nos habían acercado en canoas. Teníamos un miedo especial a los eclipses. Señores, ustedes podrán imaginarse como en aquel hemisferio el sol debe pasar cada día tras Tambur. En aquella longitud, el acontecimiento se producía hacia media tarde, y duraba casi diez minutos. Era una visión terrorífica: el planeta principal, pues así lo llamaba ahora Froad, un planeta semejante a Diell o Point, mientras que nuestro propio mundo lo había reducido al humilde puesto de un simple satélite, se convertía en un disco negro circundado de rojo, en lo alto de un cielo repentinamente lleno de estrellas. Un viento frío soplaba sobre el mar, y hasta las rompientes parecían acallarse. Sin embargo, es tan imprudente el alma del hombre, que continuábamos llevando a cabo nuestras tareas, deteniéndonos únicamente para una brevísima plegaria en el momento en que desaparecía el sol, pensando más en la posibilidad de un naufragio en aquella oscuridad que en la majestad del dios.
Tambur es tan brillante que continuamos circundando la isla durante la noche. De sol a sol, durante doce mortales horas, mantuvimos en lento movimiento al Saltarín Dorado. Hacia el segundo mediodía, la perseverancia del capitán Rovic fue recompensada. Una fisura en los acantilados nos mostró un largo fiordo. Las orillas cenagosas llenas de vegetación marina nos indicaron que aunque las mareas se alzaban mucho en aquella bahía, no era uno de aquellos lugares peligrosos tan temidos por los marinos. Como el viento soplaba en contra nuestra, arriamos las velas y bajamos los botes, arrastrando nuestra carabela a remo. Aquel era un momento peligroso, especialmente dado que habíamos atisbado un poblado dentro del fiordo.
—¿No sería mejor que nos quedásemos fuera, capitán, y dejásemos que fuesen ellos los que vinieran a nosotros? —me atreví a sugerir.
Rovic escupió por encima de la borda.
—He averiguado que lo mejor es no mostrar nunca que se tienen dudas —dijo—. Si una flota de canoas tratara de atacarnos, les lanzaríamos una buena rociada de metralla esperando quitarles los humos con eso. Pero pienso que si desde el primer momento mostramos no tenerles miedo, existen menos posibilidades de que nos hallemos luego con una emboscada traicionera.
Tenía razón.
Con el paso del tiempo nos enteramos de que habíamos llegado al extremo este de un gran archipiélago. Sus habitantes eran unos excelentes navegantes, considerando que solo tenían canoas con que atravesar los mares. No obstante, estas tenían a menudo hasta treinta metros de largo. Con cuarenta remos o con tres velas, tales navíos podían casi igualar nuestra velocidad, y eran mucho más maniobrables. No obstante, su pequeña capacidad de carga limitaba la autonomía de sus viajes.
Aunque vivían en casas de madera y paja, y poseían únicamente útiles de piedra, los nativos eran una gente civilizada. Eran tan hábiles en la agricultura como en la pesca, y sus sacerdotes tenían un alfabeto. Altos y vigorosos, algo más oscuros de piel y con menos vello que nosotros, tenían un aspecto impresionante: ya desnudos como acostumbraban, o bien con una panoplia completa de ropas, plumas y adornos de conchas. Habían formado un imperio poco centralizado a lo ancho del archipiélago, efectuaban incursiones contra islas que se hallaban más al norte, y tenían un activo comercio dentro de sus fronteras. A su nación en conjunto le daban el nombre de Hisagazi, y la isla a la que habíamos llegado era Yarzik.
De esto nos fuimos enterando lentamente, a medida que fuimos logrando dominar algo su idioma. Pues pasamos varias semanas en aquel poblado. El duque de la isla, Guzan, nos dio la bienvenida, suministrándonos alimentos, cobijo y la ayuda que necesitábamos. Por nuestra parte le hicimos el obsequio de cristalería, piezas de tela wondisa y otros artículos similares. Sin embargo, nos encontramos con bastantes dificultades. La costa por encima del punto que alcanzaba la marea alta era demasiado cenagosa para poner en ella en seco a nuestro navío, así que tuvimos que construir un dique para poder limpiar la carena. Muchos de nosotros pasamos por alguna extraña enfermedad, aunque todos nos recobramos al cabo de un tiempo, y esto nos produjo aún un mayor retraso.
—Sin embargo, creo que nuestros problemas resultarán ser a la larga beneficiosos —me dijo una noche Rovic. Como se había convertido ya en su costumbre, una vez se enteró de que yo era un amanuense discreto, me confiaba algunos de sus pensamientos. El capitán es siempre un hombre solitario, y Rovic, pescador, filibustero, navegante autodidacta, vencedor de la Gran Flota de Sathayn, y hecho noble por la misma Reina, debía encontrar más duro que un caballero de nacimiento el mantener aquel aislamiento tan necesario.
Esperé en silencio, dentro de la choza de hierba que le habían destinado. Una lámpara de piedra pómez daba su vacilante luz y creaba enormes sombras sobre nosotros. Algo hizo crujir las pajas del techo. Afuera, el húmedo terreno bajaba en declive junto a casas y murmurantes árboles frondosos, hasta llegar al fiordo que espejeaba bajo Tambur. Oía el débil redoblar de unos tambores, y un cántico y rítmicas pisadas alrededor de algún fuego de sacrificio. Desde luego, las frías colinas de Montalir parecían muy lejanas.
Rovic reclinó hacia atrás su musculosa figura, ataviada con un simple faldellín de marino debido al calor. Se había hecho traer una silla civilizada de la nave.
—Pues verás, joven compañero —continuó—; en otras ocasiones hemos establecido el mínimo contacto necesario para preguntar acerca del oro. Bueno, también hemos intentado obtener algunos datos sobre navegación. Pero, en conjunto, no hemos oído más que la vieja historia: sí, caballeros extranjeros, ciertamente existe este reino en el que las mismas calles están pavimentadas con oro... se halla a un centenar de kilómetros hacia el oeste... Cualquier cosa, con tal de deshacerse de nosotros, ¿no? Pero, con esta prolongada estancia, he tenido el tiempo de interrogar más sutilmente al Duque y a los sacerdotes idólatras. Me he mostrado tan cuidadoso en lo que decía sobre el lugar del que venimos y lo que ya sabemos, que han dejado escapar ciertas cosas que de otra manera no hubieran confesado ni aunque los hubiéramos sometido al potro.
—¿Las Ciudades Doradas? —exclamé.
—¡Silencio! No quiero que la tripulación se excite y se desmande. No es eso todavía.
Su curtido rostro de nariz aguileña tomó una extraña expresión pensativa.
—Siempre he creído que esas leyendas eran cuentos de viejas —dijo. Mi asombro debió reflejarse en mi rostro, pues sonrió y prosiguió—: Una leyenda útil. Como un imán en la punta de un palo, nos está arrastrando alrededor del mundo —su buen humor se apagó, y de nuevo adoptó aquella expresión, que no era muy diferente a la de Froad estudiando los cielos—. Sí, naturalmente, yo también deseo el oro, pero si no lo hallamos en este viaje, no me importará. Simplemente, capturaré algunas naves de Eralia o Sathayn cuando regresemos a nuestras aguas, financiando de esta forma el viaje. El otro día en el puente decía verdad cuando hablaba de que el objeto de este viaje era el mismo viaje; al menos hasta que pueda ofrecérselo a la reina Odela, que en otro tiempo me dio el beso con que me hacía noble.
Se estremeció como para salir de su sueño, y dijo con un tono más excitado:
—Haciéndole creer que ya sabía la mayor parte del asunto, le arranqué al duque Guzan la confesión de que en la isla principal de este imperio de Hisagazi hay algo que casi no me atrevo a imaginar. Una nave de los dioses, según él dice, y un auténtico dios vivo que llegó en ella de las estrellas. Cualquiera de los nativos puede decir eso, pero el secreto reservado a la casta noble es que no se trata de una leyenda, o cuento de hadas, sino de un hecho real. O al menos, eso es lo que afirma Guzan. No sé qué pensar. Pero... Me llevó a una cueva sagrada, y me mostró un objeto de esa nave. Me parece que debía tratarse de algún tipo de mecanismo de relojería. No sé más. Pero estaba hecho con un brillante metal plateado, tal cual jamás había visto antes. Un sacerdote me retó a romperlo. El metal no era muy pesado; debe ser bastante delgado. Pero melló mi espada, hizo pedazos una roca con la que lo golpeé, y el diamante de mi anillo ni siquiera lo rayaba.
Hice gestos contra los demonios. Sentí un escalofrío que me recorría la espina dorsal, la piel y el cuero cabelludo, hasta que todo me picó, pues los tambores estaban murmurando en la oscuridad de la jungla, y las aguas se extendían como mercurio bajo el deforme Tambur, y cada tarde aquel planeta se comía al sol. ¡Oh, quien oyera de nuevo las campanas de Provien, a lo ancho de las llanuras de Anday, barridas por el viento!
Cuando el Saltarín Dorado estuvo en condiciones de navegar de nuevo, Rovic no tuvo problemas en conseguir permiso para visitar al emperador hisagaziano en la isla principal. Por el contrario, le hubiera sido difícil no hacerlo. Por aquel entonces, las canoas habían llevado la noticia de nuestra llegada desde un extremo al otro del reino, y los grandes nobles estaban ansiosos por contemplar aquellos forasteros de ojos azules. Fornidos, y alegres de nuevo, nos soltamos de los brazos de las encantadoras mozas, y embarcamos. Levadas las anclas, alzadas las velas, con cánticos cuyos ecos hacían que los pájaros marinos volasen asustados por entre los acantilados, salimos al mar. Esta vez íbamos escoltados. El mismo Guzan, un enorme hombre de mediana edad cuya apostura no estaba muy estropeada por los tatuajes de color verde brillante que su raza acostumbraba a llevar en rostro y cuerpo, era nuestro piloto. Varios de sus hijos habían extendido sus jergones sobre nuestra cubierta, mientras una nube de guerreros remaba junto a la nave.
Rovic hizo ir a Etien, el contramaestre, a su camarote.
—Eres un hombre de fiar —le dijo—. Te encargo que tengas a nuestra tripulación alerta, con las armas dispuestas, por muy pacífico que parezca el momento.
—¿Por qué, capitán? —el curtido rostro palideció hasta casi quedar exangüe—. ¿Cree que los nativos planean una traición?
—¿Quién puede saberlo? —respondió Rovic—. Pero no le digas nada a la tripulación. No tienen ninguna habilidad en el disimulo. Si la codicia o el miedo surgiesen entre ellos, los nativos se darían cuenta de inmediato, y se pondrían nerviosos, lo cual empeoraría la actitud de nuestros propios hombres hasta que solo Dios sabe lo que pasaría. Pero preocúpate, con la mayor naturalidad posible, de que todo el mundo tenga siempre las armas cerca y de que la tripulación no se disperse.
Etien se recobró, hizo una inclinación y salió del camarote. Yo me atreví a preguntarle a Rovic lo que tenía en mente.
—Aún nada —me contestó—. No obstante, he tenido en mis manos una pieza de relojería tal cual ni el Gran Ban de Giair sería capaz de imaginar; y me contaron historias de una Nave que había bajado volando de los cielos, llevando a un dios o a un profeta. Guzan cree que sé más de lo que sé, y espera que seremos un nuevo y perturbador elemento en el equilibrio de la situación, que él podrá utilizar en provecho de sus ambiciones. No lleva consigo a todos esos guerreros por puro accidente. En lo que a mí respecta... Pienso saber más acerca de este asunto.
Se sentó un rato a su mesa, contemplando un rayo de sol que iba de un lado a otro del camarote con el balanceo del navío. Y finalmente dijo:
—Las escrituras nos hablan de que el hombre vivía más allá de las estrellas antes de la Caída. Los astrólogos de la generación pasada nos han demostrado que los planetas son cuerpos celestes similares al que habitamos. Un viajero del Paraíso...
Salí con la cabeza hecha un torbellino.
Atravesamos fácilmente por entre las docenas de islas. Al cabo de varios días llegamos a la principal, Ulas-Erkila. Tiene un centenar y medio de kilómetros de largo, unos sesenta en su punto más ancho, y se alza verde y abrupta hacia unas montañas centrales dominadas por un cono volcánico. Los hisagazianos adoran a dos tipos de dioses, los marinos y los volcánicos, y creen que el monte Ulas es el hogar de estos últimos. Cuando vi aquel pico nevado flotando en el cielo sobre acantilados esmeralda, ensuciando el azul con su humo, pude comprender lo que sentían aquellos paganos. El acto más sagrado que uno de ellos podía llevar a cabo era arrojarse al ardiente cráter del Ulas, y muchos guerreros ancianos son llevados a la montaña para que puedan hacerlo. No se permite que las mujeres suban por sus laderas.
Nikum, la capital real, está situada al fondo de un fiordo, como el poblado en el que habíamos estado. Pero Nikum es grande y rica, y tiene un tamaño similar al de Roann. Muchas casas están hechas con troncos en lugar de con hierba; y también existe un gigantesco templo de basalto sobre un acantilado que domina la ciudad, con las huertas, junglas y montañas a sus espaldas. Son tan grandes los troncos de los árboles que disponen para realizar sus obras, que los hisagazianos han construido unos muelles similares a los de Lavre, en lugar de fondeaderos y almadías que flotan con las corrientes, tal como existen en la mayor parte de los puertos del mundo. Se nos ofreció un lugar de honor en el muelle central, pero Rovic se excusó diciendo que nuestra nave era de manejo difícil, y logró que nos atracaran en uno de los extremos más lejanos.
—En el centro, tendríamos esa torre de guardia justo encima de nosotros —me murmuró—, y quizá aún no hayan descubierto el arco en este lugar, pero sus lanzadores de jabalina son realmente buenos. Además, les sería fácil acercarse a nuestra nave, aparte de que entre nosotros y la boca de la bahía se encontraría una masa de canoas fondeadas. Aquí en cambio, unos pocos de nosotros podríamos defender el muelle mientras los demás se disponían a una rápida partida.
—Pero, ¿tenemos algo que temer, capitán? —le pregunté.
Se mordisqueó el bigote.
—No lo sé. Depende principalmente de lo que crean en realidad acerca de esa nave de los dioses... y también de lo que realmente sea. Pero aunque tengamos que luchar contra la muerte y el infierno, no regresaremos sin saber la verdad para la reina Odela.
Redoblaron los tambores, y unos lanceros emplumados saltaron cuando nuestros oficiales desembarcaban. Sobre el nivel más alto de la marea había sido erigida una pasarela real. En aquel país los ciudadanos vulgares nadan de casa a casa cuando la marea llega hasta el umbral de sus puertas, o utilizan un bote si tienen que llevar alguna carga. Al otro lado de esa grácil pasarela de cañas y lianas se hallaba el palacio, que era un largo edificio construido con troncos, con los capiteles del techo tallados en fantásticas formas de dioses.
Iskilip, sacerdote-emperador de los hisagazianos, era un hombre viejo y corpulento. Un alto tocado de plumas, una túnica también de plumas, un cetro de madera rematado por un cráneo humano, sus propios tatuajes faciales, su inmovilidad, todo ello lo hacían parecer inhumano. Estaba sentado sobre un estrado bajo antorchas de maderas aromáticas. Sus hijos estaban sentados a sus pies con las piernas cruzadas, y sus cortesanos se extendían a ambos lados. A lo largo de las paredes estaban dispuestos los guardias. No tenían nuestra costumbre de mantenerse firmes, pero eran grandes y ágiles jóvenes, con escudos y corseletes de piel escamosa de monstruo marino, con hachas de pedernal y lanzas de obsidiana que podían matar tan bien como las de hierro. Sus cabezas estaban afeitadas, lo que les hacía parecer aún más fieros.
Iskilip nos recibió bien, pidió que sirvieran refrescos, y nos hizo sentar en un banco no mucho más bajo que su estrado. Nos hizo algunas preguntas inteligentes. Grandes viajeros, los hisagazianos conocían islas situadas muy lejos de su archipiélago. Hasta podían señalar la dirección e indicarnos aproximadamente la distancia a que se hallaba un país con muchos castillos al que llamaban Yurakadak, aunque ninguno de ellos había llegado tan lejos. Juzgando por su descripción de segunda mano, ¿qué otra cosa podía ser más que Giair, al que el aventurero wondiso Hanas Tolasson había llegado por tierra? Tuve entonces la confirmación de que desde luego estábamos dando la vuelta al mundo. Solo cuando aquella visión gloriosa se hubo desvanecido un poco pude oír de nuevo la conversación:
—Como le dije a Guzan —comentaba Rovic—, otra cosa que nos hizo venir aquí fue la noticia de que habían sido ustedes bendecidos por la llegada de un Navío de los cielos. Y él me mostró que esto era cierto.
Un siseo atravesó la sala. Los príncipes se pusieron rígidos, los cortesanos tomaron un aspecto inmutable, y hasta los guardias se agitaron y murmuraron. A lo lejos, al otro lado de las paredes, oí la rugiente marea que crecía. Cuando habló Iskilip, a través de la máscara de su rostro, su voz era más dura:
—¿Has olvidado que esas cosas no deben ser mostradas a los no iniciados, Guzan?
—No, oh Sagrado —dijo el duque. Un sudor surgió entre los demonios de su rostro, pero no el sudor de miedo—. No obstante, este capitán sabía, y también su gente... por lo que pude enterarme, pues aún tienen problemas para expresarse lo bastante claro para que se les entienda totalmente... Su gente también está iniciada. Al menos, esa es su afirmación, y parece razonable, oh Sagrado. Mirad las maravillas que han traído. La dura y brillante piedra-que-no-es-piedra, como la de ese largo cuchillo que me dieron, ¿acaso no es similar al material del que está construida la Nave? Y los tubos que hacen que las cosas lejanas parezcan cercanas, como el que os ha regalado, oh Sagrado, ¿no son similares a la visión lejana que posee el Mensajero?
Iskilip se inclinó hacia adelante, hacia Rovic. Su mano con la que empuñaba el cetro temblaba tanto que las abiertas quijadas del cráneo que lo adornaba castañetearon.
—¿Acaso el mismo Pueblo de las Estrellas os enseñó a hacer eso? —gritó—. Jamás imaginé... El Mensajero nunca habló de otros...
Rovic alzó ambas manos con las palmas hacia afuera.
—No tan deprisa, oh Sagrado, os lo ruego —dijo—. No hablamos demasiado bien vuestra lengua. No he podido comprender una palabra de lo que habéis dicho.
Esto era falso. A todos los oficiales se les había ordenado fingir tener un conocimiento del hisagaziano muy inferior al que realmente poseían. (Habíamos mejorado nuestro dominio del idioma practicándolo en secreto entre nosotros). Así, teníamos una coartada perfecta a la que atribuir cualquier equivocación.
—Será mejor que hablemos de esto en privado, oh Sagrado —sugirió Guzan, lanzando una mirada a los cortesanos. Estos le devolvieron una mirada de envidia.
Iskilip se agitó entre sus ricos ropajes. Sus palabras eran bastante secas, pero estaban pronunciadas en el débil tono de un hombre viejo e inseguro:
—No sé. Si estos extranjeros son unos iniciados, desde luego podemos enseñarles lo que tenemos. Pero, de lo contrario... si unos oídos profanos oyeran el relato de labios del propio Mensajero...
Guzan alzó una mano con gesto dominante. Atrevido y ambicioso, arrinconado durante demasiado tiempo en su pequeño dominio, aquel día se estaba resarciendo.
—Oh, Sagrado —dijo—. ¿Por qué ha sido ocultada toda la historia durante esos años? En parte para mantener dominados a los plebeyos, de acuerdo. Pero también ¿acaso no temíais vos y vuestros consejeros que todo el mundo llegase hasta aquí, buscando conocimientos, si se divulgaba la noticia, y que de esta manera nos viéramos invadidos? Bueno, si dejamos que los hombres de ojos azules regresen a sus hogares con una curiosidad insatisfecha, estoy seguro de que volverán con mayores fuerzas. Así que no tenemos nada que perder revelándoles la verdad. Si ellos nunca han recibido un Mensajero, si no pueden ser de ningún uso para nosotros, siempre habrá tiempo para matarlos. ¡Pero si verdaderamente han sido visitados como nosotros, cuantas cosas podremos hacer juntos!
Esto fue hablado rápida y en voz baja, para que los montalirianos no pudieran comprenderlo. Y desde luego, la mayor parte de los nuestros no lo logró. Yo, con mis oídos jóvenes, logré captarlo; y Rovic mantuvo una tal fatua sonrisa de incomprensión que me indicó que estaba enterándose de cada palabra.
Así que al fin decidieron llevar a nuestro líder y a mi insignificante persona (pues ningún magnate hisagaziano va a ningún sitio sin acompañamiento) al templo. Iskilip abría personalmente el camino, con Guzan y dos robustos príncipes detrás. Una docena de lanceros cerraban la comitiva. Pensé que la espada de Rovic sería de poca utilidad si nos encontrábamos en problemas, pero apreté los labios y me puse a caminar tras él. Parecía tan ansioso como un niño en la mañana del Día de Gracia, mostrando los dientes sobre su barba en punta, con un sombrero emplumado colocado en ángulo descuidado sobre su frente. Y nadie podría haber pensado que temiese correr peligro.
Salimos hacia la caída del sol.
En el hemisferio de Tambur, la gente no distingue tanto entre el día y la noche, como debe hacer la del nuestro. Habiendo observado que Siett y Valant estaban muy altos, no me sorprendió que Nikum estuviese casi oculto. Y sin embargo, mientras subíamos por el sendero de la colina hacia el templo, pensé que jamás había tenido una visión más extraña.
Bajo nosotros yacía una masa de agua sobre la que parecían flotar los largos techos de paja de la ciudad; los atestados muelles, en los que los mástiles de nuestro buque se alzaban sobre los mascarones de proa paganos; el fiordo, serpenteando entre precipicios hacia su boca, en donde las olas rompientes se veían blancas y terribles contra los escollos. Las montañas sobre nosotros aparecían totalmente negras, recortadas contra un anochecer coloreado de rojo que iluminaba la mitad del cielo y ensangrentaba las aguas. Contemplé, tenue entre esas nubes, el grueso creciente de Tambur, surcado por unos signos que ningún hombre podía leer. Una columna de basalto tallada en forma de una cabeza destacaba su silueta contra el planeta. A derecha e izquierda del camino crecían hierbas aguzadas, desecadas por el verano. El cielo estaba pálido en su cénit, de un púrpura oscuro hacia el este, donde habían aparecido las primeras estrellas. No hallé ningún alivio en esas estrellas. Caminábamos en silencio. Los descalzos pies nativos no producían sonido alguno. Mis propios zapatos hacían pat-pat y las campanillas de los de Rovic producían un débil tintineo. El templo era una obra atrevida. En el interior de un cuadrilátero de paredes de basalto guardadas por altas cabezas de piedra se encontraban varios edificios del mismo material. Solo parecían con vida las hierbas recién cortadas que formaban los techos. Con Iskilip guiándonos, pasamos junto a acólitos y sacerdotes hasta una estancia de madera tras el santuario. Dos guardias vigilaban la puerta, pero se arrodillaron ante Iskilip. El emperador golpeó con su extraño cetro.
Yo tenía la boca seca y el corazón me palpitaba. Esperaba cualquier tipo de ser monstruoso o radiante apareciendo por la puerta cuando esta fuera abierta. Me asombró por consiguiente el ver únicamente a un hombre, y de una estatura poco distinta a lo normal. A la luz de las lámparas del interior, pude contemplar su habitación, limpia, austera, pero no inconfortable. Podía haber sido una morada hisagaziana normal. Él mismo llevaba un simple faldellín de tela. Sus piernas eran delgadas y estaban arqueadas, eran las piernas de un viejo. Su cuerpo también estaba delgado, pero aún seguía erecto, con la canosa cabeza orgullosamente alzada. Tenía una tez más oscura que la de un montaliriano, más clara que la de un hisagaziano, ojos marrones y barba poco poblada. Su rostro difería sutilmente, en la nariz, labios y forma de la mandíbula, del de cualquier otra raza que jamás hubiera conocido. Pero era humano.
Nada más.
Entramos en la estancia, dejando fuera a los lanceros. Iskilip llevó a cabo una ceremonia medio religiosa de introducción. Vi como Guzan y los príncipes mantenían la apostura, en nada asombrados. Su clase social llevaba mucho tiempo haciendo aquello. El rostro de Rovic era inescrutable. Hizo una gran reverencia ante Val Nira, Mensajero del Cielo, y explicó con pocas palabras nuestra presencia. Pero mientras hablaba, se cruzaron sus miradas y vi que estaba midiendo al hombre de las estrellas.
—Sí, este es mi hogar —dijo Val Nira. Hablaba por puro hábito: había dicho estas palabras a tantos jóvenes nobles que ya sonaban a gastado. No se había fijado en nuestros instrumentos metálicos o, de lo contrario, no se había dado cuenta del significado que podían tener para él—. Durante... cuarenta y tres años, ¿no es así, Iskilip?, he sido tan bien tratado como ha sido posible. Si en algún momento he estado a punto de chillar o ponerme a gritar de soledad, esto es lo que se puede esperar de un oráculo.
El emperador se estremeció, incómodo en sus ropajes.
—Su demonio lo abandonó —explicó—. Ahora, es simple carne humana. Ese es el verdadero secreto que mantenemos. No siempre fue así. Recuerdo cuando llegó. Profetizaba cosas inmensas, y todas las gentes temían y caían prosternadas. Pero después su demonio regresó a las estrellas, y el arma, otrora potente, que tenía, ha quedado igualmente desprovista de fuerza. No obstante, las gentes no querrían creer esto, así que nosotros hacemos ver que no se ha producido, para que no se altere el orden público.
—Con lo que quedarían afectados sus privilegios —intervino Val Nira. Su tono era cansado y sardónico—. Entonces, Iskilip era joven —añadió, dirigiéndose a Rovic—, y la sucesión imperial estaba en duda. Deposité en él mi influencia, y a cambio prometió hacer ciertas cosas por mí.
—Lo intenté, Mensajero —dijo el monarca—. Pregúntales a todas las canoas hundidas y a todos los hombres ahogados si no lo intenté. Pero era otro el deseo de los dioses.
—Evidentemente —se alzó de hombros Val Nira—. Capitán Rovic, estas islas tienen pocos filones metálicos, y no hay persona alguna capaz de reconocer aquellos que yo necesitaba. Y hay demasiada distancia hasta la tierra firme para que puedan recorrerla las canoas hisagazianas. No negaré que lo intentaste, Iskilip... en aquel tiempo —alzó una ceja, mirándonos—. Esta es la primera vez que unos extranjeros han sido objeto de una confianza imperial tan profunda, amigos. ¿Están ustedes seguros de que podrán salir de aquí con vida?
—¡No diga esas cosas, son nuestros huéspedes! —tartamudearon Iskilip y Guzan, casi al unísono.
—Además —sonrió Rovic—, ya conocíamos la mayor parte del secreto. Mi propio país tiene secretos propios, que pueden ser intercambiados por este. Sí, creo que podremos hacer negocios, oh Sagrado.
El emperador tembló. Su voz tartamudeó:
—Entonces, ¿tienen ustedes también un Mensajero?
—¿Cómo? —durante un instante de silencio, Val Nira les contempló. El rubor y la palidez se alternaron en su semblante. Luego, se sentó en un banco y comenzó a llorar.
—Bueno, no precisamente —Rovic puso una mano sobre el hombro estremecido—. Confieso que ningún navío celeste ha descendido sobre Montalir. Pero tenemos otros secretos, igualmente valiosos. —Solo yo, que conocía de alguna manera sus estados de ánimo, podía notar la tensión en que se encontraba. Clavó su mirada en Guzan y lo fascinó tal como hace un domador de animales salvajes. Y, mientras tanto, con la suavidad de una madre amorosa, le habló a Val Nira—: Según creo comprender, amigo, su Nave naufragó en estas costas, pero podría ser reparada si dispusiera de ciertos materiales.
—Sí... sí... Escuche —tartamudeando, atragantándose ante la idea de que quizá volviera a su hogar antes de morir, Val Nira trató de explicarse.
Las implicaciones doctrinales de lo que dijo son tan asombrosas, casi me atrevería a decir tan peligrosas, que estoy seguro de que ustedes no desean que la repita al pie de la letra. Sin embargo, no creo que sean falsas. Si las estrellas son soles como el nuestro, cada uno de ellos rodeado de planetas como los nuestros, esto destruye la teoría de la esfera de cristal. Pero Froad, cuando se lo explicamos más tarde, no creyó que esto fuese en contra de la verdadera religión. Las escrituras nunca han dicho de una forma taxativa que el Paraíso se halle directamente sobre el lugar de nacimiento de la Hija, esto simplemente se creyó durante aquellos siglos en que se pensaba que el mundo era plano. ¿Por qué no debería el Paraíso hallarse en estos planetas de otros soles, en los que los hombres viven en la munificencia, hombres que poseen todas las antiguas artes y vuelan de estrella a estrella con tanta facilidad como nosotros vamos de Lavre al oeste de Alayn?
Val Nira creía que nuestros antepasados habían naufragado en este mundo hacía varios millares de años. Debían haber estado huyendo de las consecuencias de algún crimen o herejía, para llegar tan lejos de todo dominio humano. Por algún motivo, su nave resultó destruida, y sus descendientes volvieron al estado salvaje, solo para ir descubriendo gradualmente algunos conocimientos con el paso de las generaciones. No creo que esta explicación contradiga la de la Caída. En realidad, la amplía. La Caída no se extendió a toda la Humanidad, sino a una parte de la misma, a nuestra propia sangre, mientras los otros humanos continuaban viviendo prósperos y felices en los cielos.
Aún hoy en día, nuestro mundo se encuentra muy lejos de los caminos de comercio de la gente del Paraíso. Muy pocos de ellos tienen hoy en día interés en buscar nuevos mundos. No obstante, Val Nira fue uno de ellos. Viajó al azar durante meses, hasta que llegó casualmente a nuestro mundo. Entonces, la maldición cayó también sobre él. Algo fue mal. Descendió sobre Ulas-Erkila, y la Nave no volvió a volar.
—Sé donde está la avería —dijo ardientemente—. No lo he olvidado. ¿Cómo iba a hacerlo? No ha pasado un solo día en todos estos años en que no me recitase a mí mismo lo que debía hacerse. Un cierto aparato de la nave necesita mercurio —el y Rovic debieron pasar algún tiempo hablando hasta que dedujeron que esto debía ser lo que quería expresar con la palabra que usaba—. Cuando el motor falló, aterricé tan brutalmente que los tanques estallaron. Todo el mercurio que tenía en reserva, así como el que estaba empleando, se derramó. Tal cantidad, en aquel espacio cerrado y caliente, me hubiera envenenado. Huí al exterior, olvidando cerrar la compuerta. Estando la nave inclinada, el mercurio fluyó tras de mí. Para cuando me hube recuperado de mi ciego pánico, una lluvia tropical había arrastrado todo el metal fluido. Una serie de accidentes inusitados, ciertamente, pero que me han condenado a un exilio de por vida. ¡Realmente hubiera sido mucho más sensato morir en aquel momento!
Aferró la mano de Rovic, alzando la vista desde su asiento hasta el capitán, que se hallaba de pie junto a él.
—¿Puede realmente conseguirme mercurio? —suplicó—. No necesito más que el equivalente al volumen de la cabeza de un hombre. Solo esto, y unas pocas reparaciones que se pueden efectuar fácilmente con las herramientas que llevo en la nave. Cuando surgió este culto a mi alrededor, debí entregar ciertas cosas que poseía, de forma que cada templo provincial tuviera una reliquia. Pero siempre tuve buen cuidado de no dar nada realmente importante. Todo lo que necesito está aquí. Un cubo de mercurio y... ¡oh, Dios, quizá mi esposa aún siga viva en la Tierra!
Guzan, al fin, había comenzado a comprender la situación. Hizo un gesto a los príncipes, que aferraron sus hachas y se acercaron un poco más. La puerta estaba cerrada, dejando afuera a la escolta, pero un grito traería sus lanzas a la sala. Rovic miró de Val Nira a Guzan, cuyo rostro estaba afeado por la tensión. Mi capitán puso la mano en la empuñadura de su espada. De ninguna otra manera parecía sentir la proximidad de cualquier problema.
—Según tengo entendido —dijo suavemente—, ustedes desean que la Nave del Cielo pueda volar de nuevo.
Guzan se estremeció. Nunca había esperado esto.
—Naturalmente —exclamó—. ¿Por qué no?
—Su dios domesticado les dejaría. ¿Qué sucedería entonces con su poder sobre Hisagazia?
—No... no había pensado en esto —tartamudeó Iskilip.
Los ojos de Val Nira pasaron de uno a otro de los reunidos, como si contemplasen una partida de pelota a pala. Su delgado cuerpo se estremeció.
—No —gimió—. No pueden. ¡No pueden retenerme!
Guzan asintió.
—En unos pocos años —dijo, con una cierta consideración— partiréis en la canoa de la muerte. Si mientras tanto os retenemos en contra de vuestra voluntad, quizá no nos digáis los oráculos correctos. No, tranquilizaos; os conseguiremos vuestra piedra fluida —y luego, con una mirada de reojo a Rovic—. ¿Quién la irá a buscar?
—Mi gente —dijo el capitán—. Nuestra nave puede alcanzar fácilmente Giair, donde hay naciones civilizadas que seguramente poseerán el mercurio. Creo que podremos regresar antes de un año.
—¿Acompañados por una flota de aventureros para que os ayuden a apoderaros de la nave sagrada? —preguntó secamente Guzan—. O... una vez que os hayáis alejado de nuestras islas... quizá no vayáis a Yurakadak. Quizá continuéis rumbo a casa, y se lo contéis todo a vuestra Reina, regresando con todo el poder de la misma.
Rovic se apoyó en una columna, parecido a un enorme gato salvaje, tranquilo con sus encajes, calzas y capa escarlata. Su mano derecha continuaba descansando sobre la empuñadura de la espada.
—Supongo que solo Val Nira puede hacer funcionar la Nave —murmuró—. ¿Importa quién le ayude a hacer las reparaciones? ¿No irán a imaginar que ninguna de nuestras naciones pueda conquistar el Paraíso?
—La Nave es muy fácil de operar —intervino Val Nira—. Cualquiera puede hacerla volar por los aires. Les mostré a muchos nobles qué palancas había que usar. Lo que es más difícil es navegar entre las estrellas. Ninguna nación de este mundo podría jamás alcanzar a mi gente sin ayuda, y mucho menos luchar con ella... Pero, ¿por qué piensan en luchar? Ya os he dicho un millar de veces, Iskilip, que los habitantes de la vía láctea no son un peligro para nadie y sí una ayuda para todos. Tienen tantas riquezas que les cuesta trabajo el hallar una utilidad para la mayor parte de las mismas. Gastarían alegremente grandes sumas para ayudar a que las gentes de este mundo fueran de nuevo civilizadas —con una ansiosa y semihistérica mirada a Rovic, continuó—: Quiero decir totalmente civilizadas. Les enseñaremos a ustedes nuestras artes. Les daremos motores, autómatas, homúnculos, que hacen todo el trabajo pesado; y barcos que vuelan por el aire; y un servicio regular de pasajeros en aquellas naves que vuelan entre las estrellas...
—Eso son cosas que nos habéis prometido durante cuarenta años —dijo Iskilip—. Solo tenemos vuestra palabra.
—Y, finalmente, una posibilidad de confirmarla —interrumpí yo.
Guzan dijo con una hosquedad calculada:
—Las cosas no son tan simples, oh Sagrado. He estudiado a esos hombres del otro lado de los mares durante semanas, mientras vivían en Yarzik. Aún en sus mejores momentos son una gente fiera y ambiciosa. No me fío de ellos en lo más mínimo. Y esta misma noche veo como nos han engañado. Conocen nuestro idioma mejor de lo que nunca admitieron, y nos llevaron a la falsa conclusión de que habían tenido tratos con un Mensajero. Si se hiciera que la Nave volviera a volar, con ellos en una posición dominante, ¿quién sabe lo que decidirían hacer?
El tono de Rovic se hizo aún más suave:
—¿Qué es lo que propone, Guzan?
—Lo podemos discutir en otro momento.
Vi como los puños se endurecían alrededor de las hachas de piedra. Durante un instante solo se oyó el desacompasado respirar de Val Nira. Guzan estaba tenso bajo la luz de las lámparas, y frotándose la barbilla con sus pequeños ojos negros bajados para concentrarse. Al fin, se recuperó agitando los hombros.
—Quizá —dijo secamente— una tripulación principalmente hisagaziana podría ir en su nave, Rovic, a buscar la piedra que fluye. Unos pocos de sus hombres podrían ir en el viaje para instruir a los nuestros. Los demás podrían permanecer aquí como rehenes.
Mi capitán no replicó. Val Nira gruñó:
—No comprenden nada. Están ustedes peleándose por nimiedades. Cuando mi gente venga aquí ya no habrá más guerras, ni más opresión, curarán todas esas enfermedades. Se mostrarán amistosos con todos, y no tendrán ningún favorito. Les suplico...
—Ya basta —dijo Iskilip. Sus palabras también eran tensas.
—Debemos dejar pasar una noche de sueño, si es que alguien puede dormir tras tantos hechos nuevos.
Rovic miró más allá de las plumas del emperador, al rostro de Guzan.
—Antes de que decidamos nada... —sus dedos se apretaron contra la empuñadura de la espada, hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Algún pensamiento había surgido en su mente, pero mantuvo inalterable su tono—. Primero quiero ver esa nave. ¿Podemos ir mañana?
Iskilip era el Sagrado, pero permaneció inmóvil bajo sus ropajes de plumas. Guzan asintió con la cabeza.
Nos dimos las buenas noches y salimos bajo Tambur. El planeta estaba aproximándose a su fase llena, sumergiendo el patio con una fría luz, pero el pequeño edificio estaba bajo la sombra del templo. Era tan solo una oscura silueta, con un estrecho rectángulo en su centro iluminado por las lámparas que era la puerta. Allí se dibujaba el débil cuerpo de Val Nira, el que había venido de las estrellas. Nos contempló hasta que nos perdimos de vista.
Sendero abajo, Guzan y Rovic negociaron con corteses palabras. La nave se hallaba a dos días de camino hacia el interior, en las laderas del monte Ulas. Un grupo mixto iría a inspeccionarla, pero solo se permitiría que formasen parte del mismo una docena de montalirianos. Después podríamos debatir lo que se podía hacer.
En la popa de nuestra carabela brillaban amarillentas las linternas. Rehusando la hospitalidad de Iskilip, Rovic y yo regresamos a ella para pasar la noche. Un piquero de guardia en la plancha me preguntó qué era lo que había averiguado.
—Pregúntamelo mañana —dije débilmente—. Tengo la cabeza demasiado agitada.
—Ven a mi camarote, muchacho, para dar un trago antes de retirarnos —me dijo mi capitán.
Dios sabe que necesitaba vino. Entramos en la baja y pequeña estancia, repleta de instrumentos náuticos, libros y cartas de navegación impresas que ahora me parecían extrañas tras haber visto un poco de aquellos espacios en los que el cartógrafo dibujaba sirenas y espíritus del viento. Rovic se sentó tras su mesa, me hizo un gesto para que tomase la silla de enfrente, y sirvió de un garrafón de Quaynish dos vasitos de cristal. Entonces, supe que en su mente había algo más que salvar simplemente nuestras vidas.
Bebimos durante un rato, sin hablar. Oía el chop-chop de las pequeñas olas contra nuestro casco, las pisadas de nuestros hombres de guardia, el rugir de los lejanos rompientes; nada más. Al fin, Rovic se inclinó hacia atrás, contemplando el rojo vino de la mesa. No podía descifrar su expresión.
—Bien, muchacho, ¿qué es lo que piensas?
—No sé qué pensar, señor.
—Tu y Froad estáis algo preparados para esta idea de que las estrellas son otros soles. Estáis educados. Por mi parte, he visto tantas cosas en mi vida que me parece bastante creíble. Sin embargo, el resto de nuestra gente...
—Es irónico que unos bárbaros como Guzan hayan estado familiarizados durante tanto tiempo con este concepto. Gracias a haber tenido al viejo del cielo, que predicaba en privado a su clase social durante más de cuarenta años... ¿Es verdaderamente un profeta, capitán?
—Él lo niega. Se hace el profeta porque debe hacerlo, pero es evidente que todos los duques y señores de este reino saben que es un engaño. Iskilip es senil, y está medio convencido de su propio credo artificial. Murmuraba acerca de las profecías que Val Nira hacía hace tiempo, verdaderas profecías. ¡Bah! Trampas de la memoria y de los deseos de creerlo. Val Nira es tan humano y falible como yo. Nosotros los montalirianos somos de la misma especie que esos hisagazianos, aunque hayamos aprendido antes que ellos a utilizar los metales. A su vez, la gente de Val Nira sabe más que nosotros; pero siguen siendo mortales. Por los cielos, no debo olvidar que lo son.
—Guzan no lo duda.
—Bravo, muchacho —la boca de Rovic se arqueó hacia arriba, en uno solo de sus lados—. Es un individuo astuto y atrevido. Cuando llegó, vio que tenía la posibilidad de dejar de seguir estancado como el insignificante señor de una isla lejana. No dejará que esta posibilidad se le escape sin luchar. Como muchos tramposos han hecho antes de él, nos acusa de planear las mismas cosas que él espera hacer.
—Pero, ¿qué es lo que espera poder hacer?
—Me parece que lo que desea es quedarse la Nave para él. Val Nira ha dicho que es fácil de manejar. La navegación entre las estrellas sería demasiado difícil para cualquier otro que no fuera él. Ningún hombre cuerdo pensaría en hacer el pirata por la Vía Láctea. Sin embargo... si la Nave se quedase aquí, en este mundo, alzándose tan solo a un par de kilómetros sobre el suelo... El señor de la guerra que la usase podría conquistar más tierras que el mismo Darveth el Cojo.
Me sentía anonadado.
—¿Quiere decir que Guzan no intentaría siquiera hallar el Paraíso?
Rovic contempló con un aire tan hosco su vaso de vino, que supe que deseaba estar solo. Me dirigí a mi litera en popa.
El capitán se levantó antes de la madrugada, apresurando a nuestra gente. Se veía a las claras que había llegado a una decisión, y que no era placentera. Pero, en cuanto tomaba un camino, casi nunca lo abandonaba. Pasó largo tiempo en conferencia con Etien, que salió del camarote con aire asustado. Como para tranquilizarse, el contramaestre impartió secas órdenes a los hombres.
La docena autorizada para ir iba a estar formada por Rovic, Froad, Etien, yo mismo y ocho tripulantes. Todos nos proveímos de cascos y corseletes, mosquetes y armas blancas. Como Guzan nos había dicho que había un camino de tierra hasta la nave, montamos un carro de suministros en el muelle. Etien supervisó la carga del mismo. Me asombró ver que casi lo único que contenía, y en tal cantidad que hacía que los ejes gruñeran, eran barriles de pólvora.
—¡Pero si no nos llevamos ningún cañón! —protesté.
—Ordenes del capitán —me atajó Etien. Me dio la espalda. Tras una mirada al rostro de Rovic, nadie se aventuró a preguntarle la razón de las mismas. Recordé que íbamos a subir una montaña. Un carro lleno de pólvora, con una mecha encendida, lanzado rodando contra un ejército hostil, podía ganar una batalla. Pero, ¿anticipaba Rovic un conflicto tan próximo?
Ciertamente, sus órdenes a los hombres y oficiales que se quedaban atrás lo sugerían. Debían permanecer a bordo del Saltarín Dorado, teniéndolo dispuesto para una lucha o una huida sin previo aviso.
Al alzarse el sol, dijimos nuestras plegarias matutinas a la Hija, y marchamos muelles abajo. La madera resonaba hueca bajo nuestras botas. Una débil neblina flotaba sobre la bahía; el creciente de Tambur colgaba lacio por encima. Nikum estaba en silencio mientras pasábamos por sus calles.
Guzan se encontró con nosotros en el templo. Teóricamente, un hijo de Iskilip estaba al mando, pero el duque ignoraba a ese joven tanto como nosotros. Llevaban con ellos un centenar de guardias con corazas de escama, las cabezas afeitadas, y tatuajes que representaban tormentas y dragones. La temprana luz de la mañana hacía brillar las puntas de lanza de obsidiana. Nuestra aproximación fue contemplada en silencio. Pero cuando nos alineamos frente a aquellas hileras desordenadas, Guzan se adelantó. También iba vestido de cuero, y llevaba la espada que Rovic le había regalado en Yarzik. El rocío centelleaba en su capa de plumas.
—¿Qué llevan en ese carro? —preguntó.
—Suministros —contestó Rovic.
—¿Para cuatro días?
—Deje aquí a todos sus hombres menos diez —le contestó fríamente Rovic—, y yo enviaré de vuelta el carro.
Sus ojos se cruzaron, hasta que Guzan se volvió y dio sus órdenes. Comenzamos a caminar, unos pocos montalirianos rodeados por guerreros paganos. La jungla se extendía ante nosotros, de un oscuro y brillante verde, alzándose hasta medio camino de la ladera del Ulas. Luego, la montaña se convertía en un desnudo terreno de color negro, hasta llegar a la nieve que bordeaba el humeante cráter.
Val Nira caminaba entre Rovic y Guzan. Era extraño, pensé, que el instrumento de la voluntad divina fuese tan decrépito. Debería haber caminado erguido y altanero, con una estrella en su frente.
Durante el día, por la noche cuando acampamos, y de nuevo al día siguiente, Rovic y Froad le interrogaron ansiosamente acerca de su hogar. Naturalmente, su conversación era fragmentaria, y ni siquiera la oí entera, porque debía tomar mi lugar para tirar del carro a lo largo de aquella estrecha y empinada y maldita senda. Los hisagazianos no tienen animales de tiro, y por consiguiente usan bien poco la rueda, y no tienen caminos adecuados. Pero lo poco que oí me mantuvo muy despierto por la noche.
¡Ah, eran maravillas más grandes que las que los poetas han imaginado para el país de los elfos! Ciudades enteras construidas en una única torre de un kilómetro de alto. El cielo obligado a brillar de forma que no hay verdadera oscuridad tras la puesta del sol. Alimentos que no crecen en la tierra, sino que son fabricados en laboratorios alquímicos. El más humilde de los campesinos poseedor de una serie de máquinas que le sirven más útil y humildemente que un millar de esclavos, poseyendo un carruaje aéreo que puede llevarlo volando alrededor de este mundo en menos de un día, teniendo una ventana de cristal en la que aparecen imágenes teatrales, para suministrarle abundante diversión. Gigantes que viajan entre los soles, repletos de las riquezas de un millar de planetas; y a pesar de eso, todas esas naves desarmadas y sin escolta, pues no existen piratas, y ese reino ha llegado hace mucho a tan buenas relaciones con las otras naciones que viajan entre las estrellas, que la guerra también ha terminado. (Según parece, esos otros países son más parecidos a lo sobrenatural que Val Nira en lo referente a que las razas que los pueblan no son humanas, aunque puedan hablar y razonar). En aquel país feliz, no hay apenas crímenes. Y cuando ocurre alguno de estos, el criminal es rápidamente capturado por el cuerpo de alguaciles; pero no es ni colgado, ni siquiera deportado. Por lo contrario, se cura a su mente del deseo de violar cualquier ley. Regresa a su casa para vivir como un ciudadano especialmente honrado, pues todos saben que ahora es totalmente fiable. En cuanto al gobierno... pero aquí perdí el hilo de su perorata. Creo que se trata de una forma de república, pero que en la práctica es una hermandad devota de hombres elegidos por examen, que buscan el bienestar de todos los demás.
¡Desde luego, pensé, eso es el Paraíso!
Nuestros marinos escuchaban con sus bocas muy abiertas. El rostro de Rovic resultaba impenetrable, pero se atusaba incesantemente el bigote. Guzan, al que aquel relato le resultaba ya conocido, se fue poniendo irritado. Se veía a las claras que le molestaba nuestra intimidad con Val Nira, y la facilidad con que captábamos las ideas que nos iba expresando.
Pero el caso es que veníamos de una nación que ha protegido desde hace mucho la filosofía natural, y la mejora de todas las artes mecánicas. Yo mismo, en mi corta vida, había sido testigo del reemplazo de los molinos de agua en las regiones donde habían pocos arroyos, por la forma moderna del molino de viento. El reloj de péndulo había sido inventado el año antes de que yo naciese. Había leído muchas novelas acerca de las máquinas voladoras que muchos hombres habían tratado de diseñar. Viviendo en un instante en el que el progreso avanzaba con tan asombrosa rapidez, los montalirianos estamos bien preparados para aceptar conceptos mucho más amplios.
Por la noche, sentado junto con Froad y Etien frente a un fuego de acampada, le expliqué algo de esto al sabio.
—Ah —gimió—, hoy en día la verdad se alza sin velos frente a mí. ¿Oíste lo que dijo el hombre de las estrellas? ¿Las tres leyes del movimiento planetario alrededor del sol, y la gran ley de la atracción que las explica? ¡Santos cielos, esa ley puede ser dicha en una sola frase corta, y sin embargo su desarrollo mantendrá a los matemáticos ocupados durante trescientos años!
Miró por encima de las llamas, y por encima de los otros fuegos de alrededor, junto a los que dormían los paganos, y por encima de la oscuridad de la jungla, y el irritado brillo volcánico en el cielo. Comencé a inquirirle.
—Déjalo estar, muchacho —gruñó Etien—. ¿No puedes ver cuando un hombre está enamorado?
Me agité en mi lugar, acercándome un poco más al sólido y confortable corpachón del contramaestre.
—¿Qué es lo que piensa de todo esto? —le pregunté en voz baja, pues la jungla susurraba y croaba por todos lados.
—Yo ya he dejado de pensar hace algún tiempo —dijo—. Después de aquel día en cubierta, cuando el capitán nos retó a que navegáramos con él aunque cayésemos por el borde del mundo y nos perdiéramos entre las espumas y las estrellas de la nada... Bueno, no soy más que un pobre marino, y mi única posibilidad de volver a casa es seguir al capitán.
—¿Aunque sea más allá del cielo?
—Quizá haya menos peligros en eso que en navegar a vela alrededor del mundo. El hombrecillo ha jurado que su nave es segura, y que no hay tormentas entre los soles.
—¿Se fía de sus palabras?
—Oh, sí. Hasta un viejo lobo de mar como yo ha visto los bastantes hombres como para saber cuando uno es demasiado tímido y está lo bastante ansioso como para no mentir. No temo a la gente del Paraíso, ni tampoco la teme el capitán. Excepto que en alguna forma... —Etien se frotó su barbuda mandíbula, resoplando—, en alguna forma que no puedo comprender del todo, atemorizan a Rovic. No teme que vengan con antorcha y espada, sino que es por alguna otra razón por lo que le tienen preocupados.
Noté como el terreno se estremecía, aunque muy débilmente. Ulas se había aclarado la garganta.
—Parece que estamos tentando la ira divina...
—No es eso lo que corroe la mente del capitán. Nunca fue un hombre demasiado piadoso —Etien se rascó, bostezó, y se puso en pie—. Me alegra no ser el capitán. Dejemos que él piense lo mejor a hacer: ya es hora de que nos vayamos a dormir.
Pero dormí poco aquella noche.
Rovic, según creo, descansó bien. Sin embargo, a medida que transcurría el siguiente día, pude ver que estaba algo macilento. Me pregunté por qué. ¿Creería que los hisagazianos se iban a volver en contra nuestra? Si así era, ¿por qué había aceptado venir? Mientras la pendiente se hacía más fuerte, la carreta daba tanto trabajo que, empujando y tirando, mis temores murieron por falta de aliento.
Sin embargo, cuando llegamos hasta la Nave, ya por la tarde, olvidé mi cansancio. Y tras una asombrada oleada de maldiciones, nuestros marineros descansaron silenciosos apoyados en sus picas. Los hisagazianos, que nunca se muestran muy habladores, se acurrucaron mostrando su asombro. Solo Guzan permaneció erguido entre ellos. Contemplé su expresión mientras estudiaba la maravilla. Era una mirada de codicia.
Aquel lugar era salvaje. Habíamos pasado por el límite de la zona con vegetación, así que el terreno era un verde mar bajo nosotros, bordeado por el plateado océano. Aquí estábamos entre masas rocosas, con cenizas y escoria esponjosa bajo nuestros pies. La montaña se alzaba en farallones, paredes lisas y torrenteras hasta las nieves y el humo que se alzaban otro kilómetro y medio hacia un pálido y gélido cielo. Y aquí se encontraba la Nave.
Y la Nave era pura belleza. La recuerdo. De largo, o mejor dicho de alto, puesto que se hallaba de pie sobre su cola, era más o menos igual que nuestra carabela. Su forma se asemejaba a la de una cabeza de lanza, y su color era un brillante blanco no desteñido tras cuarenta años. Eso era todo. Pero las palabras quedan cortas, señores. ¿Como puedo describir las limpias y estilizadas curvas, la iridiscencia del metal bruñido, de una cosa que era orgullosa y bella y que en su misma forma imbuía la idea del vuelo? ¿Cómo puedo conjurar el encanto que rodeaba como un aura aquella nave, cuya quilla había surcado la luz de las estrellas?
Nos quedamos allí largo rato. Mi visión se empañó. Me sequé los ojos, irritado porque me vieran tan afectado, hasta que me fijé en que una lágrima brillaba en la roja barba de Rovic. Pero el rostro del capitán se mostraba bastante inexpresivo. Cuando habló, dijo simplemente, en voz átona:
—Vamos, preparemos el campamento.
Los guardias hisagazianos no se atrevían a aproximarse a más de aquellos varios centenares de metros, pues la nave se había convertido para ellos en un potente ídolo. Nuestros propios marineros se mostraban satisfechos de poder mantener esa misma distancia. Pero, tras la caída de la noche, cuando todo lo demás estaba ya dispuesto, Val Nira nos llevó a Rovic, Froad, Guzan y a mí mismo al interior del navío.
Mientras nos aproximábamos, se corrió silenciosamente una doble puerta en su costado, y una pasarela metálica descendió de la misma. Brillando bajo la luz de Tambur, y al apagado resplandor rojizo reflejado por las nubes de humo, la nave era tan extraña que casi no lo podía soportar. Pero cuando se abrió de esa forma ante mí, como si un fantasma la guardase, lancé un gemido y escapé. Las cenizas crujían bajo mis botas; inhalé una bocanada de aire sulfuroso.
Pero, al borde del campamento, me detuve para echar una mirada hacia atrás. El oscuro terreno absorbía toda la luz, de forma que la nave aparecía solitaria en su grandeza. Al fin, regresé.
El interior estaba iluminado por paneles luminosos, fríos al tacto. Val Nira explicó que el gran motor que movía la nave: como si el enano del folklore fuera colocado a la noria, estaba intacto, y podía suministrar energía moviendo simplemente una palanca. Por lo que podía comprender de lo que él decía, esto se llevaba a cabo transformando la parte metálica de la sal ordinaria en luz... lo cual prueba que no comprendí nada de lo que dijo. El mercurio se necesitaba para una parte de los controles, que canalizaban la energía del motor a otro mecanismo que lanzaba la nave por los cielos. Inspeccionamos el depósito roto. Desde luego, el impacto del aterrizaje había sido enorme, a juzgar por lo doblada y retorcida que había quedado la gruesa aleación. Sin embargo, Val Nira había sido protegido por fuerzas invisibles, y el resto de la nave no había sufrido daños importantes. Tomó algunas herramientas, que llameaban y zumbaban y giraban, y nos mostró como llevaría a cabo algunas operaciones de reparación en la parte averiada. Obviamente, no tendría problema en completar el trabajo... y entonces solo necesitaría echar dentro un cubo de mercurio, para hacer que su navío viviera de nuevo. Nos mostró muchas otras cosas aquella noche. No diré nada de esto, pues no puedo siquiera recordar con claridad tanta cosa extraña, y mucho menos describirla con palabras. Basta decir que Rovic, Froad y Zhean pasaron algunas horas en una ciudad de los elfos.
Y también Guzan. Aunque ya se le había llevado allí en otra ocasión, como parte de su iniciación, no se le habían mostrado tantas cosas como ahora. Sin embargo, contemplándole, vi en él menos maravilla que ambición.
No me cabe duda de que Rovic observó lo mismo. Había pocas cosas que Rovic no observase. Cuando partimos de la nave, su silencio no era de asombro como el de Froad o el mío. En aquel momento pensé de forma vaga que le preocupaba lo que fuera a hacer Guzan. Ahora, reconsiderando la situación, creo que lo que sentía era tristeza.
Lo que es cierto es que mucho después de que los otros nos hubiéramos envuelto en nuestras mantas, él permanecía solo, de pie, contemplando la nave, iluminada por el planeta.
A primera hora de una fría madrugada, Etien me agitó para despertarme:
—Arriba, muchacho. Tenemos trabajo que hacer. Carga tus pistolas y envaina tu sable.
—¿Cómo? ¿Qué va a pasar? —me estremecí dentro de la manta, cubierta de escarcha. La noche pasada parecía un sueño.
—El capitán no ha dicho nada, pero resulta claro que espera que haya lucha. Ve hasta el carro, y ayúdanos a llevarlo a la torre voladora —la robusta silueta de Etien se quedó un momento más en cuclillas junto a mí. Luego, dijo lentamente—: Creo que Guzan tiene la idea de asesinarnos a todos aquí en la montaña. Un oficial y algunos tripulantes pueden ser obligados a navegar para él en el Saltarín Dorado, llevándolo hasta Giair y de vuelta. Los demás le causaríamos menos problemas con los cuellos rebanados.
Me arrastré, castañeteando los dientes. Tras armarme, tomé algunas vituallas. Los hisagazianos llevan, cuando viajan, pescado seco y una especie de pan hecho de un vegetal molido. Solo los santos sabían cuando volvería a tener una oportunidad de comer. Fui el último en unirme a Rovic junto al carro. Los nativos se acercaban hoscamente a nosotros, inseguros acerca de lo que intentábamos.
—Vamos, muchachos —dijo Rovic. Dio sus órdenes. Cuatro hombres comenzaron a arrastrar el carro a lo largo del rocoso camino hacia la Nave, que brillaba entre la niebla. Los otros lo rodeamos, con nuestras armas dispuestas. Casi de inmediato Guzan se apresuró a venir hacia nosotros, con Val Nira pisándole los talones.
La ira oscurecía su semblante.
—¿Qué están haciendo? —ladró.
Rovic lo miró con calma.
—Bueno, como quizá estemos algún tiempo aquí, inspeccionando las maravillas de la Nave...
—¿Cómo? —interrumpió Guzan—. ¿Qué quiere decir? ¿No han visto bastante en esta visita? Queremos regresar, y prepararnos a partir en busca de la piedra que fluye.
—Puede ir usted si lo desea —dijo Rovic—. Yo prefiero quedarme. Y, dado que no se fía de mí, yo le correspondo con el mismo sentimiento. Mi gente se quedará en la Nave, que será defendida si es necesario.
Guzan rabió y babeó, pero Rovic lo ignoró. Nuestros hombres continuaron tirando del carro sobre el desigual terreno. Guzan hizo una señal a sus lanceros, que se aproximaron en una masa desordenada pero alerta. Etien dio una orden. Nos pusimos en línea. Las picas se inclinaron hacia adelante, los mosquetes apuntaron.
Guzan dio un paso atrás. Le habíamos mostrado las armas de fuego en su propia isla. Indudablemente nos podía avasallar por la simple fuerza del número, si eso era lo que quería, pero lo pagaría caro.
—No hay razón por la que pelear, ¿no? —ronroneó Rovic—. Solo estoy tomando una precaución razonable. La Nave es una presa muy apreciable. Podría traernos el Paraíso para todos... o el dominio de este mundo para uno. Hay quien preferiría lo segundo. No le he acusado de ser uno de estos. Sin embargo, la mínima prudencia me aconseja conservar la Nave como rehén y fortaleza mientras piense permanecer aquí.
Creo que fue entonces cuando me convencí de las verdaderas intenciones de Guzan. Si realmente hubiera deseado alcanzar las estrellas, su única preocupación hubiera sido cuidar que la Nave no corriera peligro. No hubiera extendido los lazos y agarrado al pequeño Val Nira con sus poderosas manos, tirando de él hacia atrás como si quisiera usarlo como escudo contra nuestro fuego. Y no es que su intención importase, excepto para mi propia conciencia. La ira distorsionaba su rostro tatuado. Nos gritó:
—¡Entonces, yo también me quedaré con un rehén! ¡Y de mucho les va a servir su refugio!
Los hisagazianos se agolparon alrededor, murmurando, alzando sus lanzas y hachas, pero mostrándose poco dispuestos a seguirnos. Sudamos nuestro camino a través de la oscura ladera. El sol apretaba con fuerza, y Froad se tiraba de la barba:
—Señor capitán —dijo—, ¿cree que nos pondrán sitio?
—No aconsejaría a nadie que se atreviera a salir solo —dijo secamente Rovic.
—Pero sin Val Nira para explicarnos las cosas, ¿de qué nos sirve permanecer en la Nave? Lo mejor será que regresemos. Tengo textos matemáticos que consultar. La cabeza me da vueltas alrededor de la ley que ata a los planetas en su girar... Tengo que preguntarle al hombre del Paraíso que es lo que sabe de...
Rovic le interrumpió con una seca orden a tres hombres para que ayudasen a soltar una rueda cogida entre dos piedras. Estaba de un humor de perros. Confieso que su acción me parecía loca. Si Guzan pensaba traicionarnos, habíamos ganado bien poco inmovilizándonos dentro de la Nave, donde podía matarnos de hambre. Mejor sería dejarle atacar en lo abierto, donde tendríamos una posibilidad de abrirnos camino luchando. Por otra parte, si Guzan no planeaba caer sobre nosotros en la jungla, o en cualquier otro momento, aquella era una insensata provocación por nuestra parte. Pero no me atrevía a hacer preguntas.
Cuando hubimos llevado nuestro carro hasta la nave, su pasarela descendió de nuevo para nosotros. Los marinos lo contemplaron y maldijeron. Rovic se obligó a salir de su propia amargura para hablar palabras tranquilizantes:
—Tranquilos, muchachos. Yo ya he estado a bordo, y no hay nada peligroso dentro. Ahora, debemos meter nuestra pólvora y almacenarla como he planeado.
Siendo de complexión débil, no me pusieron a cargar con las pesadas barricas, sino al pie de la pasarela, para vigilar a los hisagazianos. Estábamos demasiado lejos para comprender sus palabras, pero vi como Guzan se subía a una piedra y les hacía una arenga. Agitaron sus armas contra nosotros y chillaron. Pero no se atrevieron a atacar. Me pregunté qué significaría todo aquello. Si Rovic había previsto que nos pusiesen sitio, resultaba explicable el que hubiera traído tanta pólvora... No, tampoco era eso, pues había mucha más de la que una docena de hombres pudiera utilizar en meses de disparos, y además no habíamos traído el bastante plomo con nosotros... ¡Y casi no teníamos alimentos! Miré más allá de las venenosas nubes volcánicas a Tambur, en el que rugían unas tormentas que habrían podido tragarse a todo nuestro mundo, y me pregunté qué demonios acechaban allí, dispuestos a apoderarse del hombre.
Volví a estar alerta al ser sacado de mis ensueños por un indignado grito del interior. ¡Froad! Casi corrí pasarela arriba, pero luego recordé mi tarea. Oí como Rovic le rugía que se callase y ordenaba a la tripulación que prosiguiese. Froad y Rovic debían haber entrado en el compartimento del piloto y hablado durante una hora o más. Cuando el viejo salió, ya no protestaba. Pero cuando bajaba la pasarela, lloraba.
Rovic lo seguía, con un rostro más amargo de lo que jamás había visto en un hombre. Los marinos marchaban detrás, algunos con aspecto asombrado, otros aliviados, pero todos ellos contemplando el campamento hisagaziano. Eran simples marineros. Para ellos, la Nave era poco más que una cosa inquietante y extraña. El último en salir fue Etien, que caminaba hacia atrás, pasarela abajo, mientras desenrollaba una larga mecha.
—¡Formen en cuadro! —ladró Rovic. Los hombres saltaron en posición—. Será mejor que entren dentro, Zhean y Froad. Será mejor que lleven munición extra en vez de luchar.
Tiré de la manga de Froad.
—Por favor, os ruego, maestro, que me expliquéis lo que sucede —pero sollozaba demasiado para poderme contestar.
Etien se acurrucó con acero y pedernal en las manos. Me oyó, pues todo estaba en un silencio mortal, y dijo con voz dura: —Hemos colocado barricas de pólvora por todo este casco, muchacho, con regueros de pólvora uniéndolas, y esta es la mecha que lo encenderá todo.
No podía hablar, ni siquiera pensar, ante lo monstruoso que me parecía aquello. Como de inmensamente lejos, oí el clic de la piedra sobre el acero en los dedos de Etien. Le escuché soplar a la chispa y añadir:
—Creo que es una buena idea. Como dije en una ocasión, seguiría al capitán sin miedo a las maldiciones divinas... pero es mejor no tentar mucho la ira de Dios.
—¡Adelante! —la espada de Rovic centelleó al salir de su vaina.
Nuestros pies rechinaban fuerte y horriblemente sobre la montaña mientras nos alejábamos a paso ligero. No miré hacia atrás. No podía. Aún me estaba debatiendo en una pesadilla. Como Guzan nos habría interceptado de todas maneras, nos dirigimos en línea recta hacia su banda. Se adelantó cuando nos detuvimos al borde del campamento. Val Nira se encontraba tembloroso tras él. Oí lejanas las palabras:
—Y bien, Rovic, ¿qué pasa ahora? ¿Está usted dispuesto a regresar?
—Sí —dijo el capitán. Su voz sonaba apagada—. Voy a regresar a casa.
Guzan entrecerró los ojos, mientras crecían sus sospechas.
—¿Por qué abandonó su carro? ¿Qué es lo que dejó atrás?
—Suministros. Vamos, marchemos.
Val Nira contempló las crueles siluetas de nuestras picas. Debió mojarse los labios varias veces antes de poder tartamudear:
—¿De qué están hablando? No hay razón para dejar comida allí. Se estropeará durante el tiempo que pase hasta que... hasta que... —palideció, mientras contemplaba los ojos de Rovic. Se quedó como exangüe—. ¿Qué es lo que han hecho? —susurró.
Repentinamente, la mano libre de Rovic se alzó para cubrir su rostro.
—Lo que debía —dijo, con voz gruesa.
El hombre de las estrellas les contempló un instante más. Luego dio la vuelta y corrió. Pasó junto a los asombrados guerreros, llegó a la cenicienta ladera, corrió hacia su Nave.
—¡Regrese! —aulló Rovic—. ¡So estúpido, nunca podrá...!
Tragó saliva. Mientras contemplaba aquella pequeña, torpe y solitaria figura que se apresuraba a través de la montaña de fuego hacia la hermosa Nave, la espada pareció escapársele de la mano.
—Quizá sea mejor —dijo, como una bendición.
Guzan alzó su propia espada. Con coraza de escamas y plumas flotando al viento, tenía una figura tan impresionante como la de Rovic, enfundado en acero.
—¡Díganme lo que han hecho —resopló— o los mataré en este mismo momento!
No le importaban nuestros mosquetes. También él tenía sueños.
Y también él los vio derrumbarse, cuando la Nave estalló.
Ni siquiera aquel resistente casco podía soportar el estallido conjunto de toda una carreta de pólvora cuidadosamente colocada. Se oyó un estallido que me hizo caer de rodillas, y el casco se abrió hecho pedazos. Trozos de metal al rojo blanco aullaron sobre las laderas. Vi como uno golpeaba una roca y la partía en dos. Val Nira desapareció, destruido demasiado rápidamente como para enterarse de lo que sucedía; así que, en su último momento, Dios había sido bueno con él. Entre las llamas y humo y el estruendo horrísono que siguió, vi como la Nave caía. Rodó ladera abajo, rociándola con sus entrañas despedazadas. Luego, la montaña rugió y se lanzó en avalancha en su persecución, cubriéndola mientras el polvo tapaba el cielo.
No tengo corazón para recordar más cosas.
Los hisagazianos aullaron y huyeron. Debieron pensar que los infiernos se abrían bajo la tierra. Guzan se mantuvo firme. Mientras el polvo nos envolvía, ocultando la tumba de la nave y el blanco cráter del volcán, tornando en rojo el sol, saltó sobre Rovic. Un mosquetero alzó su arma. Etien la bajó de una palmada. Nos quedamos contemplando como aquellos dos hombres luchaban, arriba y abajo sobre el estremecido terreno cubierto de ceniza, sabiendo que tenían derecho a hacerlo ellos solos. Cuando las hojas resonaban juntas, saltaban chispas. Al fin, la habilidad de Rovic prevaleció. Alcanzó a Guzan en la garganta.
Le dimos un entierro decente, y atravesamos la jungla.
Aquella noche, los guardias recuperaron lo bastante su valor como para atacarnos. Fuimos ayudados por nuestros mosquetes, pero debimos emplear primordialmente picas y espadas. Nos abrimos camino entre ellos porque no había para nosotros otro lugar al que ir que no fuera el mar.
Abandonaron, pero llevaron la noticia por delante de nosotros. Cuando llegamos a Nikum, todas las fuerzas que Iskilip había podido reunir estaban sitiando el Saltarín Dorado, y esperando oponerse a la llegada de Rovic. Formamos de nuevo en cuadro y, por muchos millares que tuvieran, solo una docena o así podían combatir en cada ocasión contra nosotros. No obstante, dejamos seis buenos hombres sobre el ensangrentado barro de aquellas calles. Cuando nuestra gente en la carabela se dio cuenta de que Rovic regresaba, bombardearon la ciudad. Esto prendió los techos de paja y distrajo al enemigo lo bastante como para que una salida efectuada desde la nave lograse reunirse con nosotros. Nos abrimos paso hasta el muelle a sablazos, subimos a bordo, y ocupamos nuestros puestos.
Ultrajados y muy valientes, los hisagazianos vinieron con sus canoas hasta nuestro casco, donde nuestros cañones no podían alcanzarles, se subían unos en los hombros de otros para alcanzar la borda. Uno de los grupos logró subir a cubierta, y hubo una dura lucha hasta que pudimos barrerles de la misma. Fue entonces cuando me astillaron la clavícula, que aún hoy en día tengo resentida.
Pero, al fin, salimos del fiordo. Soplaba un fresco viento del este. Con todas las velas desplegadas, dejamos atrás al enemigo. Contamos nuestros muertos, cuidamos nuestras heridas y dormimos.
Al amanecer siguiente, despertado por el dolor en mi hombro y el peor dolor en mi interior, subí al puente. El cielo estaba encapotado. El viento había endurecido: el mar estaba frío y verde, y la espuma de las olas se confundía con el horizonte grisáceo por las nubes. Los maderos chirriaban, y el cordamen silbaba. Me quedé durante una hora mirando a proa, soportando el helado viento que adormece el dolor.
Cuando oí botas tras de mí, no me giré. Sabía que eran las de Rovic. Permaneció junto a mí largo rato, con la cabeza descubierta. Me fijé que comenzaban a salirle canas.
Finalmente, sin mirarme, con los ojos aún entrecerrados para protegerse del aire que arrancaba lágrimas a nuestros ojos, dijo:
—Tuve oportunidad de convencer a Froad aquel día. Se sentía dolorido, pero creyó que tenía razón. ¿Te ha hablado de esto?
—No —contesté.
—A ninguno de nosotros le gustará nunca hablar mucho del asunto —dijo Rovic.
Y, tras algún tiempo:
—No tenía miedo de que Guzan o cualquier otro se apoderase de la Nave y tratase de convertirse en conquistador. La gente de Montalir estamos capacitados para enfrentarnos con tales canallas. Ni tampoco temía a los habitantes del Paraíso. Ese pobre hombrecillo solo podía haber estado diciendo la verdad. Nunca nos hubieran hecho daño... voluntariamente. Nos hubieran traído valiosos regalos, y nos hubieran enseñado sus artes esotéricas, y dejado que visitásemos sus estrellas.
—Entonces, ¿por qué? —logré exclamar.
—Algún día, los descendientes de Froad resolverán los problemas del universo —dijo—. Algún día, nuestros descendientes construirán su propia Nave, y podrán ir al destino que deseen.
La espuma saltaba alrededor nuestro, hasta que nuestro cabello estuvo empapado. Notaba el sabor de la sal en mis labios.
—Mientras tanto —dijo Rovic—, navegaremos los mares de este mundo, y escalaremos sus montañas, y trazaremos mapas de su suelo y lo dominaremos, y acabaremos por comprenderlo. ¿Entiendes, Zhean? Esto es lo que la Nave nos hubiera arrebatado.
Entonces, yo también me sentí libre para llorar. Puso su mano sobre mi hombro sano, y se quedó conmigo mientras el Saltarín Dorado, con todas las velas desplegadas, navegaba hacia el oeste.