UN GRAN PATIO DELANTERO
CLIFFORD D. SIMAK
Clifford D. Simak es uno de mis amigos más antiguos y casi invisibles. Esto sucedió de la siguiente manera:
En 1938, antes de que hubiera publicado ninguna historia mía, yo, como todos los fans de la SF, me consideraba un temible crítico del género, y nunca dudé en escribir cartas al director denunciando aquellos relatos que no me agradaban, y haciéndolo, además, en el tono menos apaciguador que se puede imaginar. Hice esto respecto a una historia denominada Rule 18 (Regla 18), de Clifford D. Simak.
Cliff me escribió rápidamente una carta pidiéndome más detalles de lo que había hecho mal, para poder mejorarse. (No, no estaba mostrándose sarcástico; realmente sentía lo que decía. He aquí el tipo de persona que es). Esto me obligó a volver a leer la historia, y a darme cuenta de que lo que realmente me molestaba era la costumbre que tenía Cliff de saltar repentinamente de una escena a otra, cambiando de tiempo, lugar y personajes con completa desidia.
En una primera lectura, esto era desorientador, pero a la segunda comprendí lo que buscaba. Daba un sentido de acción rápida y, correctamente manejado, incrementaba la sensación dramática. Escribí una carta de disculpa y, sin el menor remordimiento de conciencia, adopté a mi vez este subterfugio en las historias que estaba entonces intentando escribir.
Nuestra amistad quedó establecida, y desde entonces seguimos escribiéndonos durante más de veinte años, sin vernos el uno al otro en una sola ocasión. El destino quería que a aquellas Convenciones a las que yo asistía, él no fuera, y a las que él iba, yo no podía hacerlo. ¡Hasta en la 17ª Convención (Detroit, 1959), cuando entregué el Hugo concedido a su relato Un gran patio delantero, este fue aceptado por un representante!
Pero, finalmente, el 20 de octubre de 1961, nos encontramos en Nueva York. Por aquel entonces, ya le había perdonado su falta de consideración al ganar un Hugo, y comimos juntos. Tras veintitrés años de amistad, conocí personalmente a Cliff.
Bueno, sé muy bien cual debería ser el final adecuado para esta historia: antiguos amigos por correspondencia se encuentran tras muchos años, y pierden todas las ilusiones mantenidas durante los mismos.
Lo lamento. La vida real no es como las novelas. Fue como si siempre nos hubiéramos conocido personalmente. Nos lo pasamos deliciosamente en aquella comida: un par de viejos amigos comunicándose por una vez de forma algo distinta a lo habitual en ellos: a través de las ondas sonoras en lugar de las impresiones sobre un papel.
Y seguimos escribiéndonos.
Hiram Taine se despertó y se sentó en la cama.
Towser estaba ladrando y arañando el suelo.
—Cállate —le dijo Taine al perro.
Towser puso enhiestas las orejas, asombrado, y siguió ladrando y arañando el suelo.
Taine se frotó los ojos. Se pasó la mano por su cabello, parecido a un nido de rata. Pensó acostarse de nuevo y taparse con la manta.
Pero no podía hacerlo con Towser ladrando.
—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó a Towser, algo irritado.
—¡Guau! —dijo Towser, continuando con su ansioso arañar el suelo.
—Si quieres salir —le dijo Taine—, todo lo que tienes que hacer es abrir la puerta mosquitera. Ya sabes como se hace. Lo haces siempre que quieres.
Towser dejó de la ladrar y se sentó pesadamente, contemplando como su dueño se levantaba de la cama. Taine se puso la camisa y los pantalones, pero no se preocupó por los zapatos.
Towser fue hacia un rincón, apoyó la nariz contra las maderas del suelo, y resopló húmedamente.
—¿Has cazado un ratón? —le preguntó Taine.
—¡Guau! —dijo Towser, con mucho énfasis.
—No recuerdo que jamás hayas armado un tal escándalo por un ratón —dijo Taine, algo asombrado—. Debes estar loco.
Era una hermosa mañana de verano. La luz del sol entraba por la ventana abierta.
Buen día para pescar, se dijo a sí mismo Taine, y luego recordó que no podía ir a pescar, pues debía ir a ver aquella vieja cama con baldaquino de madera de arce que le habían dicho que podía encontrar camino de la casa de los Woodman. Lo más probable, pensó, es que pidieran por ella el doble de lo que valía. Las cosas se estaban poniendo de una forma, se dijo a sí mismo, que un hombre no se podía ganar un dólar honestamente. Todo el mundo estaba volviéndose listo en el asunto de las antigüedades.
Se levantó de la cama y fue hasta la sala de estar.
—Ven —le dijo a Towser.
Towser le siguió, deteniéndose de vez en cuando para olisquear los rincones y resoplar al suelo.
—Te ha cogido fuerte —dijo Taine.
Quizá sea una rata, pensó. La casa estaba volviéndose vieja.
Abrió la mosquitera y Towser salió afuera.
—Deja hoy tranquila a esa marmota —le aconsejó Taine—. No tienes nada que hacer. Jamás lograrás sacarla de su agujero.
Towser dobló la esquina de la casa.
Taine se dio cuenta de que algo le había pasado al cartel que colgaba del poste junto al camino. Una de las cadenas se había descolgado y oscilaba.
Atravesó la hierba, aún mojada por el rocío, para arreglar el cartel. Quizá hubiera sido el viento, pensó, o algún gamberro. Aunque posiblemente no fuera esto último. Se llevaba bien con los chicos. Nunca le molestaban, como hacían con otras gentes del pueblo. El banquero Stevens, por ejemplo. Siempre estaban molestando a Stevens.
Se echó un poco hacia atrás para asegurarse de que el cartel no estaba torcido.
Decía, en grandes letras rojas:
REPARACIONES
y debajo, con letras más pequeñas:
Lo arreglo todo
y debajo:
SE VENDEN ANTIGÜEDADES
¿Qué tiene para cambiar?
Quizá, se dijo a sí mismo, debería tener dos carteles, uno para su negocio de reparaciones y otro para el de antigüedades e intercambio. Algún día, pensó, cuando tuviera tiempo, pintaría un nuevo par, uno para cada lado del camino. Quedaría bonito.
Se volvió y miró al otro lado del camino, hacia el Bosque de Turner. Pensó que era una hermosa vista: una buena extensión de bosque justo al borde del pueblo. Era un lugar lleno de pájaros, conejos, marmotas y ardillas, también estaba repleto de fortines construidos por generaciones de muchachos de Willow Bend.
Algún día, naturalmente, algún tipo listo lo compraría para edificar una urbanización o algo igualmente objecionable. Y, cuando esto sucediese, desaparecería una parte de su niñez.
Towser llegó doblando la esquina de la casa. Andaba reptando, olisqueando la hilera más baja de la madera de las paredes, con sus orejas erguidas por el interés.
—Ese perro está chiflado —dijo Taine, y entró en la casa.
Fue a la cocina, andando con los pies desnudos.
Llenó la tetera, la colocó sobre la cocina, y encendió el fuego.
Conectó la radio, olvidando que estaba estropeada.
Cuando no produjo ni un solo sonido, lo recordó y la desconectó molesto. Así es como iban las cosas, pensó. Arreglaba lo de los demás, pero nunca tenía tiempo para arreglar lo suyo.
Fue al dormitorio, y se puso los zapatos. Deshizo la cama.
De vuelta a la cocina, vio que esta no funcionaba de nuevo. El quemador bajo la tetera seguía frío.
Taine tomó carrerilla y le dio una patada a la cocina. Alzó la tetera, y mantuvo la palma de su mano sobre el quemador. Al cabo de unos segundos pudo detectar algo de calor.
—Funcionó de nuevo —se dijo a sí mismo.
Sabía que algún día la patada a la cocina dejaría de funcionar. Cuando esto sucediese, tendría que arreglarla. Probablemente no debía ser más que una conexión suelta.
Volvió a colocar la tetera.
Se oía un traqueteo en la parte delantera, y Taine salió a ver qué pasaba.
Beasly, el mozo, chófer, jardinero, etc. de los Horton, estaba metiendo por el sendero, marcha atrás, un renqueante y viejo camión. Junto a él estaba sentada Abbie Horton, la esposa de H. Henry Horton, el más importante ciudadano del pueblo. En la parte trasera del camión, atado con cuerdas y medio protegido por viruta de papel de brillante color púrpura, se hallaba un gigantesco aparato de televisión. Taine lo conocía desde hacía mucho. Hacía como mínimo diez años que ya estaba pasado de moda, pero sin embargo, se mirase como se mirase, seguía siendo el aparato más caro que jamás se había encontrado en ninguna casa de Willow Bend.
Abbie saltó del camión. Era una mujer enérgica, impetuosa y mandona.
—Buenos días, Hiram —dijo—. ¿Puedes reparar este aparato de nuevo?
—Nunca he encontrado nada que no pudiera reparar —dijo Taine. Pero, de todas maneras, contempló el aparato con algo que se aproximaba al desaliento. No era la primera vez que se peleaba con él, y sabía lo que le esperaba—. Pero quizá le cueste más de lo que vale —le advirtió—. Lo que en realidad necesita es uno nuevo. Este se está volviendo viejo y...
—Eso es exactamente lo que dijo Henry —contestó tozuda Abbie—. Él quiere comprar uno de esos en colores. Pero yo no quiero deshacerme de este. ¿Sabe?, no es solo televisión. Está combinado con radio y tocadiscos, y su estilo y manera son justo los adecuados para combinar con el otro mobiliario, y además...
—Sí, ya sé —dijo Taine, que ya había oído antes todo aquello.
Pobre viejo Henry, pensó. Qué vida tenía aquel hombre. Pasarse todo el día en la fábrica de computadoras, manteniendo el tipo y chillándole a todo el mundo, para luego regresar a su casa y caer bajo la tiranía de su esposa.
—Beasly —dijo Abbie, con su mejor voz de sargento instructor—. Ven aquí de inmediato y ayuda a desatar esto.
—Sí, señora —contestó Beasly. Era un hombre enjuto y desmadejado, que no parecía demasiado inteligente.
—Y ten mucho cuidado. No quiero que se raye.
—Sí, señora —respondió Beasly.
—Le ayudaré —se ofreció Taine.
Ambos subieron al camión y comenzaron a desatar aquel viejo monstruo.
—Es pesado —advirtió Abbie—. Tendrán que ir con cuidado.
—Sí, señora —dijo Beasly.
Era pesado y, además, difícil de llevar, pero Beasly y Taine lograron arrastrarlo a la parte trasera de la casa, meterlo por la puerta, y bajarlo al sótano, con Abbie siguiéndoles muy atenta, alerta ante el menor peligro de rayarlo.
El sótano era una combinación de taller y sala de exhibición de antigüedades. Uno de sus extremos estaba repleto de mesas, herramientas, maquinaria y cajas llenas de cosas diversas, y montones de pura basura que se hallaban por todas partes. El otro extremo albergaba una colección de inseguras sillas, desvencijadas camas, viejas carboneras pintadas de dorado, pesadas pantallas de hierro para chimeneas y un montón de otras cosas que había buscado por los alrededores pagando por ellas lo menos posible.
Él y Beasly colocaron cuidadosamente el aparato de televisión en el suelo. Abbie los contempló detenidamente desde la escalera.
—Vaya, Hiram —dijo excitada—, has puesto un revestimiento al techo de su sótano. Tiene mucho mejor aspecto.
—¿Uh? —preguntó Taine.
—El revestimiento. Te digo que has puesto un revestimiento.
Taine alzó la cabeza, y vio que lo que decía era cierto. Allí había un revestimiento, pero él nunca lo había puesto.
Tragó saliva y bajó la cabeza. Luego, la alzó rápidamente y dio otra mirada. El revestimiento seguía allí.
—No es de ese tipo de losetas —dijo Abbie con clara admiración—. ¡No se ve ninguna clase de junturas! ¿Cómo lo lograste?
Taine tragó de nuevo saliva y logró recuperar su voz.
—Es algo que me inventé —le dijo débilmente.
—Pues tendrás que venir a ponerlo en nuestro sótano. Nuestro sótano está hecho una porquería. Beasly puso el techo en la sala de juegos, pero Beasly es un manazas.
—Sí, señora —dijo contrito Beasly.
—En cuanto tenga tiempo —prometió Taine, dispuesto a prometer cualquier cosa con tal de sacárselos de encima.
—Tendrías mucho más tiempo —le dijo con acidez Abbie— si no estuvieras vagabundeando por toda la región comprando todos esos muebles viejos y rotos a los que llamas antigüedades. Quizá puedas engañar a la gente de la ciudad cuando viene por aquí, pero no puedes engañarme a mí.
—Me gano mucho dinero con algunas cosas —le dijo calmosamente Taine.
—Y pierdes la camisa con las demás —le respondió ella.
—Tengo unas porcelanas antiguas que son justamente lo que usted anda buscando —dijo Taine—. Me hice con ellas hace uno o dos días. Las compré a buen precio. Se las puedo dejar baratas.
—No estoy interesada —contestó ella, y apretó los labios.
Se giró y subió de nuevo las escaleras.
—Hoy tiene un mal día —le dijo Beasly a Taine—. Lo pasaremos mal. Siempre está así cuando se levanta a primera hora.
—No le haga caso —le aconsejó Taine.
—Trato de hacerlo, pero no es posible. ¿Está seguro de que no necesita ayuda? Trabajaría para usted por poco dinero.
—Lo lamento, Beasly. Escuche una cosa... Venga una noche de estas, y jugaremos al ajedrez.
—Lo haré, Hiram. Es usted el único que me invita alguna vez. Todos los demás solo saben chillarme o reírse de mí.
La voz de Abbie se oyó aullando desde lo alto de las escaleras:
—¿Vas a venir? No podemos estar aquí todo el día. Tengo que sacudir unas alfombras.
—Sí, señora —dijo Beasly, comenzando a subir las escaleras.
Ya en el camión, Abbie se volvió hacia Taine con una expresión determinada:
—¿Repararás de inmediato ese aparato? Estoy perdida sin él.
—Inmediatamente —afirmó Taine.
Los contempló alejarse, y luego miró a su alrededor, buscando a Towser. Pero el perro había desaparecido. Lo más posible es que estuviera de nuevo en el agujero de aquella marmota del bosque al otro lado del camino. Se había ido, pensó Taine, sin esperar el desayuno.
El agua estaba hirviendo furiosamente cuando Taine regresó a la cocina. Puso café en la cafetera, y echó el agua. Luego bajó al sótano.
El techo seguía allí.
Encendió todas las luces y recorrió el sótano, estudiándolo. Era un material deslumbradoramente blanco, y parecía ser translúcido... es decir, hacia un cierto punto. Uno podía ver dentro del mismo, pero no a su través. Y no había señales de junturas. Estaba colocado limpia y ceñidamente alrededor de las conducciones de agua y las luces del techo.
Se subió a una silla y lo golpeó secamente con los nudillos. Produjo un sonido parecido al de una campana, casi exactamente como si hubiera golpeado con una uña una copa de buen cristal.
Bajó de la silla y se quedó de pie, agitando la cabeza. Todo aquello era superior a sus fuerzas. Había pasado parte de la tarde anterior reparando la podadora de césped del banquero Stevens, y entonces no había ningún recubrimiento en el techo.
Buscó dentro de una caja, y halló una perforadora. Tomó una de las brocas menores, y la colocó en el vástago. Conectó el aparato, se subió de nuevo a la silla, y probó la broca contra el techo. El girante acero se deslizó locamente de un lado para otro. No produjo ni una señal. Desconectó la perforadora, y contempló detenidamente el techo. No había marca alguna sobre el mismo. Lo intentó de nuevo, apretando la perforadora con todas sus fuerzas. La broca hizo ping, y el trozo roto voló por el sótano, golpeando la pared.
Taine bajó de la silla. Tomó otra broca, la colocó en la perforadora, y subió lentamente la escalera, tratando de pensar. Pero estaba demasiado confuso para poder hacerlo. Aquel revestimiento no debía estar allí, pero estaba, y a menos que se estuviera volviendo totalmente loco y además olvidadizo, él no lo había colocado.
En la sala de estar, apartó una esquina de la gastada y descolorida alfombra, y enchufó la perforadora. Se arrodilló, y comenzó a perforar el suelo, La broca atravesó fácilmente el viejo suelo de madera de roble, y luego se detuvo. Apretó más, y la broca giró sin lograr morder.
¡Y se suponía que no debía haber nada bajo aquella madera! Nada que pudiera detener una perforadora. Atravesado el revestimiento, debía haber llegado al espacio libre.
Sacó la broca y dejó la perforadora a un lado. Fue a la cocina, en donde el café ya estaba dispuesto. Pero, antes de servírselo, trasteó en un armarito y encontró una linterna de lapicero. De regreso a la sala de estar, dirigió la luz al interior del agujero que había hecho la broca.
Había algo brillante en el fondo del agujero.
Regresó a la cocina, encontró algunos donuts del día anterior, y se sirvió una taza de café. Se sentó en la mesa de la cocina, comiéndose los donuts y preguntándose qué podía hacer.
No parecía, al menos por el momento, que pudiera hacer mucha cosa. Podía pasarse todo el día tratando de imaginar lo que había sucedido en su sótano y, probablemente, no sabría más de lo que sabía ahora.
Su alma yanki ansiosa por ganar dinero se rebelaba contra una tal horrible pérdida de tiempo.
Había, se dijo a sí mismo, aquella cama con baldaquino que tenía que conseguir antes de que algún desvergonzado anticuario de la ciudad se la llevase. Una pieza como esa, pensó, debía poderse vender por un buen precio. Tal vez lograse un buen beneficio con ella si llevaba las cosas cuidadosamente.
Quizá, pensó, pudiera hacer un buen cambalache con ella. Había aquel aparato de televisión portátil que había cambiado por un par de patines de hielo el pasado invierno. Aquella gente, los Woodman, quizá deseasen cambiar la cama por un aparato de televisión reacondicionado, casi tan bueno como nuevo. Después de todo, probablemente no estaban usando la cama y, esperaba fervientemente, no debían tener ni idea del valor de la misma.
Comió apresuradamente los donuts y tragó una taza más de café. Preparó un plato de restos para Towser, y lo colocó junto a la puerta, Luego, fue al sótano y recogió la televisión portátil, metiéndola en su furgoneta. Pensándoselo bien, añadió una escopeta reacondicionada que iba perfectamente bien si uno tenía buen cuidado de no usar esos cartuchos de largo alcance tan poderosos, y algunos otros cacharros que podían servirle en un cambalache.
Regresó tarde, pues había sido un día atareado y bastante satisfactorio. No solo llevaba en la camioneta la cama, sino también una mecedora, una pantalla contra incendios, un montón de revistas antiguas, una vieja mantequera de barril, una cómoda de madera de nogal, y otro mueble al que algún estúpido y despreocupado decorador había aplicado una capa de pintura color verde pera. El aparato de televisión, la escopeta y cinco dólares le habían proporcionado todo aquello. Y, lo que era mejor, lo había hecho tan bien que probablemente la familia Woodman estaría muriéndose de risa en aquel mismo momento pensando en la forma en que lo habían engañado.
Se sentía un tanto avergonzado... eran una gente tan amable. Lo habían tratado amistosamente, y le habían obligado a quedarse a comer y luego habían estado charlando y mostrándole la granja y hasta le habían pedido que los pasase a visitar si alguna vez volvía por allí.
Había perdido todo un día, pensó, y eso le molestaba bastante, pero quizá valía la pena irse haciendo con una cierta reputación, portándose así, y logrando que pensasen de él diciendo que era un tipo con pájaros en la cabeza y que no sabía el valor de las cosas. De esa manera, quizá algún otro día pudiera hacer nuevos negocios en el vecindario.
Oyó el aparato de televisión mientras abría la puerta trasera; sonaba alto y claro, y bajó estremecido la escalera que llevaba al sótano, en un estado que se aproximaba al pánico. Pues ahora que había hecho un intercambio con el aparato portátil, el de Abbie era el único que había allá abajo. Y el aparato de Abbie estaba estropeado.
Efectivamente, era el aparato de Abbie. Estaba exactamente donde él y Beasly lo habían dejado aquella mañana, y no tenía nada malo... nada en absoluto. Daba una perfecta imagen a todo color.
¡A todo color!
Se detuvo al pie de las escaleras y se apoyó contra la barandilla para no caerse.
El aparato siguió dando imágenes en color.
Taine llegó hasta el mismo y dio una vuelta a su alrededor.
La tapa posterior del televisor estaba quitada y apoyada contra una mesa que se hallaba tras el mismo, y podía ver su interior brillando alegremente.
Se puso en cuclillas y atisbo el iluminado interior, que le pareció bastante diferente a como debía ser. Lo había reparado en muchas ocasiones, y creía tener una buena idea del aspecto que debían tener las cosas. Y ahora todas parecían diferentes, aunque no sabía decir por qué.
Sonaron unos pesados pasos por las escaleras, y una alegre voz le llegó retumbando:
—Bien, Hiram, veo que está arreglado.
Taine se irguió de un salto, y se quedó helado y completamente incapacitado para hablar.
Henry Horton estaba feliz y contento en las escaleras, con aspecto de estar muy complacido.
—Le dije a Abbie que no habrías acabado aún, pero ella me dijo que, de todas maneras, viniese... ¡Hey, Hiram, es en color! ¿Cómo lo hiciste, muchacho?
Taine sonrió con aire enfermizo.
—Trasteando en el interior —dijo.
Henry descendió el resto de los escalones con paso mayestático y se detuvo frente al aparato, con sus manos detrás de la espalda, mirándole fijamente con su mejor expresión de ejecutivo.
Lentamente, agitó la cabeza.
—Nunca hubiese creído —dijo— que fuera posible.
—Abbie mencionó que deseaba usted un aparato en color.
—Pues sí, claro. Eso es cierto. Pero no este viejo aparato. Jamás esperé que se pudiera adaptar al color. ¿Cómo lo hiciste, Hiram?
Taine le dijo la solemne verdad:
—Realmente, no lo sé —dijo.
Henry encontró una barrica de clavos frente a uno de los tableros, y la hizo rodar hasta llevarla frente al viejo aparato. Se sentó cuidadosamente, y se relajó cuando la halló confortable.
—Así es como son las cosas —dijo—. Hay hombres como tú, pero no muchos. Verdaderos yankis habilidosos. Van trasteando las cosas, probando una cosilla aquí y otra allí, y, sin saber cómo, obtienen estos resultados.
Miró al aparato.
—Realmente es hermoso —dijo—. Es mejor que el color que tienen en Minneapolis. La última vez que estuve allí fui a un par de sitios y miré los aparatos en color. Y, sinceramente hablando, Hiram, ninguno era tan bueno como éste.
Taine se secó la frente con la manga de la camisa. De una forma u otra, parecía que el sótano se estaba recalentando. Tenía todo el cuerpo cubierto de sudor.
Henry sacó un grueso cigarro de uno de los bolsillos y se lo ofreció a Taine.
—No, gracias. Jamás fumo.
—Quizá sea lo más inteligente —dijo Henry—. Es un mal hábito.
Se puso el cigarro en la boca y lo hizo girar.
—Cada cual tiene sus gustos —proclamó grandilocuentemente—. Cuando se trata de una cosa como esta, tú eres el hombre adecuado. Pareces pensar solo en artilugios mecánicos y circuitos electrónicos. Yo no tengo ni puñetera idea de esto. Ni siquiera en los asuntos de computadores sé lo más mínimo: contrato a la gente que sabe. No sé ni tan solo aserrar un madero o clavar un clavo. Pero sé organizar. ¿Te acuerdas, Hiram, como todo el mundo ponía mala cara cuando comencé con la fábrica?
—Bueno, supongo que alguien la pondría.
—Maldita sea, puedes estar seguro de que así fue. Durante semanas se llevaban las manos a la cara para ocultar sus sonrisitas burlonas. Decían: ¿qué es lo que Henry cree que está haciendo, montando una fábrica de computadores aquí en el campo? ¿Acaso cree que podrá competir con las grandes empresas del Este? Y no dejaron de reírse hasta que vendí un par de docenas de equipos y tuve pedidos para un año o dos adelantados.
Buscó en sus bolsillos y encendió cuidadosamente el cigarro, sin apartar ni un instante la vista del aparato de televisión.
—Has logrado ahí —dijo pensativamente— algo que quizá valga mucho dinero. Una simple adaptación que puede hacerse en todo aparato. Si puedes conseguir que esta vieja basura dé color, también lo lograrás en cualquier aparato jamás construido.
Sorbeteó babosamente su cigarro.
—Si los de la RCA supieran lo que está pasando aquí en este momento, seguro que se cortaban el cuello.
—Pero no sé cómo lo hice —protestó Taine.
—Bueno, de acuerdo —dijo feliz Henry—. Me llevaré este aparato a la fábrica mañana, y pondré a algunos de los chicos a trabajar en él. Averiguarán lo que ha pasado aunque tengan que desmontarlo pieza a pieza.
Sacó el cigarro de la boca y lo estudió detenidamente, metiéndoselo luego de nuevo.
—Como te decía, Hiram, hay una diferencia en nosotros. Tú puedes hacer esas cosas, pero no te das cuenta de sus posibilidades. Yo no sé hacer nada, pero puedo organizar las cosas una vez han sido hechas. Antes de que hayamos acabado con esto, nadarás en billetes de a veinte dólares.
—Pero yo no...
—No te preocupes. Déjamelo todo a mí. Tengo la fábrica y el dinero que se pueda necesitar. Ya arreglaremos una repartición de beneficios.
—Es muy considerado por su parte —dijo mecánicamente Taine.
—En absoluto —insistió Henry ampulosamente—. Es simplemente mi agresivo y sistemático sentido de los beneficios. Me avergonzaría de mí mismo si me quedase con este negocio para mí solo.
Siguió sentado sobre la barrica, fumando y contemplando como el televisor retransmitía en exquisito color.
—¿Sabes, Hiram? —dijo—. A veces he pensado en una cosa, pero jamás me he decidido a llevarla a cabo. Tengo un viejo computador en la fábrica, que tendremos que enviar al desguace porque nos ocupa un sitio que necesitamos mucho. Es uno de nuestros modelos primitivos, una especie de aparato experimental que nos salió absolutamente mal. Es un verdadero lío. Intentamos algunas técnicas que probablemente estaban completamente equivocadas... o quizá no, pero no sabíamos lo bastante como para lograr hacer que funcionasen. Ha estado en un rincón durante todos estos años, y deberíamos haberlo tirado hace mucho. Pero realmente me molesta hacerlo. Me pregunto si no te gustaría tenerlo... para trastear con él.
—Bueno, no sé —contestó Taine.
Henry volvió a asumir su aire grandilocuente.
—Sin ninguna clase de obligación, desde luego. Quizá no puedas hacer nada con él... francamente, me sorprendería que lo lograras, pero no se pierde nada con intentarlo. Quizá puedas desmontarlo para aprovechar las piezas. Hay varios millares de dólares de equipo en su interior. Probablemente podrías utilizar la mayor parte del mismo de una forma u otra.
—Quizá fuera interesante —concedió Taine, pero no de una manera muy entusiasta.
—Bien —dijo Henry, con un entusiasmo que compensaba la falta de Taine—. Haré que los chicos lo traigan mañana. Es un cacharro pesado. Mandaré bastantes hombres para que lo descarguen, lo bajen al sótano y lo monten aquí.
Henry se puso cuidadosamente en pie y sacudió la ceniza del cigarro del pantalón.
—Al mismo tiempo, haré que los chicos recojan el televisor —añadió—. Tendré que decirle a Abbie que aún no lo has arreglado. Si lo llevo a casa, tal como está funcionando ahora, jamás se lo podría arrancar.
Subió pesadamente las escaleras, y Taine lo vio salir por la puerta a la noche de verano.
Taine se quedó en las sombras, contemplando como la silueta de Henry atravesaba el patio de la viuda Taylor para llegar a la calle situada tras la casa. Inspiró profundamente el fresco aire nocturno, y agitó la cabeza para tratar de aclarar su zumbante cerebro, pero el zumbido prosiguió.
Habían pasado demasiadas cosas, se dijo a sí mismo. Demasiadas cosas para un solo día: primero el techo, y ahora el aparato de televisión. Quizá después de un buen descanso pudiera intentar averiguar lo que había pasado.
Towser llegó dando la vuelta a la esquina de la casa, y se arrastró lentamente escaleras arriba, para quedarse junto a su amo. Estaba lleno de barro hasta las orejas.
—Veo que has tenido un día agitado —dijo Taine—. Y, como te dije, no has logrado cazar esa marmota.
—Guau —dijo Towser, amargamente.
—Eres igual que todos nosotros —le dijo Taine severamente—. Como yo, Henry Horton y todos los demás. Vas buscando algo y crees saber lo que buscas, pero en realidad no lo sabes. Y, lo que es peor, ni siquiera tienes la más ligera idea de por qué lo andas buscando.
Towser golpeó con una cansada cola el suelo.
Taine abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar que Towser entrara tras de él.
Fue al refrigerador: halló un trozo de asado, un par de lonchas de carne de lata, un trozo de queso reseco y un bol lleno a medias de spaghetti. Se hizo un tazón de café, y compartió la comida con Towser.
Luego, Taine bajó al sótano y apagó el televisor. Buscó un portátil, lo enchufó, y dirigió su luz hacia el interior del aparato.
Se puso de cuclillas en el suelo, sosteniendo la lámpara, tratando de imaginar qué había pasado con el televisor. Naturalmente, era diferente, pero resultaba bastante difícil el determinar qué era lo que lo hacía diferente, Alguien había trasteado con las lámparas y las había deformado, y había pequeños tubos blancos de metal colocados aquí y allí en lo que parecía ser una disposición al azar y totalmente ilógica. Aunque, admitió para sí, probablemente no había nada de azar en aquello. Y también vio que el circuito había sido modificado, y le habían añadido una buena cantidad de cables.
Pero lo más asombroso de todo era que el conjunto parecía ser una reparación de urgencia, como si alguien hubiera hecho simplemente un remiendo rápido para conseguir que el aparato volviera a funcionar aunque fuera de una forma temporal y de emergencia.
¡Alguien!, pensó.
Y, ¿quién había sido ese alguien?
Miró a su alrededor y atisbó en los rincones oscuros del sótano, y sintió como si innumerables insectos imaginarios de muchas patas le corrieran por el cuerpo.
Alguien había quitado la tapa posterior del aparato, apoyándola contra la mesa, y dejando los tornillos que la sujetaban cuidadosamente alineados en el suelo. Luego, había reparado el aparato, haciendo un arreglo que lo había dejado mucho mejor de lo que jamás había estado.
Si aquello era una reparación de emergencia, se dijo, ¿qué clase de trabajo hubiera sido si hubiera tenido tiempo para hacerlo bien? Porque, naturalmente, no había, o habían, tenido tiempo. Quizá los hubiera asustado al regresar a casa... Asustado aun antes de que pudieran colocar de nuevo la tapa trasera.
Se puso en pie, y se apartó envarado.
Primero el techo por la mañana... y ahora, por la tarde, el aparato de televisión de Abbie.
Y, pensándolo bien, el techo no era un simple techo. Otro revestimiento, si esta era la palabra adecuada, igual al techo, había sido colocado bajo el suelo, formando una especie de área encajonada entre las vigas.
¿Y si, se preguntó a sí mismo, y si toda la casa estuviera así?
Solo había una respuesta para todo aquello: ¡había algo en la casa además de él!
Towser había oído ese algo o lo había olido, o de, alguna otra manera, lo había apercibido, y había arañado frenéticamente el suelo en un intento de sacarlo, como si fuera una marmota.
Solo que, fuera lo que fuese, ciertamente no era ninguna marmota.
Dejó la lámpara, y subió.
Towser estaba echado sobre la alfombra de la sala de estar, junto a la tumbona, y agitó su cola con educado respeto para saludar a su amo.
Taine se quedó contemplando al perro. Towser le devolvió la mirada con ojos soñolientos y satisfechos, luego lanzó un suspiro canino y se arrellanó para dormir.
Fuera lo que fuese lo que Towser hubiera oído, olido o notado aquella mañana, era evidente que en aquel momento ya no lo sentía.
Entonces, Taine recordó algo más.
Había llenado el pote para calentar agua para el café, colocándolo sobre la cocina. Había encendido el quemador, y este había funcionado al primer intento.
¡No había tenido que dar una patada a la cocina para poner en marcha el fuego!
Se despertó por la mañana, y algo le estaba sujetando los pies, por lo que se sentó rápidamente para ver qué sucedía.
Pero no había nada de que sentirse alarmado. Era simplemente Towser, que se había subido a la cama y ahora dormía estirado sobre sus pies.
Towser gimió suavemente y sus patas traseras se agitaron mientras cazaba conejos en sueños.
Taine sacó sus pies de debajo del perro y se sentó, tomando su ropa. Era pronto, pero repentinamente recordó que había dejado todo el mobiliario que había adquirido el día anterior en la camioneta, y que debía bajarlo al sótano, donde podría empezar a restaurarlo.
Towser siguió durmiendo.
Taine entró tambaleándose en la cocina y miró por la ventana, y allí, de cuclillas en el cuarto trasero, estaba Beasly, el peón de los Horton.
Salió por la puerta trasera para ver qué pasaba.
—Los he dejado, Hiram —le dijo Beasly—. Ella no dejaba de acosarme a cada momento del día, y nada de lo que hacía la complacía, así que me harté y me he ido.
—Bueno, entre —respondió Taine—. Supongo que le gustaría comer algo y tomar una taza de café.
—Me preguntaba si podría quedarme aquí, Hiram. Simplemente vivir aquí hasta que pudiera encontrar algo.
—Desayunemos primero —dijo Taine—. Luego podremos hablar de eso.
No le gustaba, se dijo a sí mismo. No le gustaba en absoluto. En una hora o así, Abbie aparecería y comenzaría a armar un escándalo acerca de cómo le había arrebatado a Beasly. Porque, por muy estúpido que fuera este, trabajaba como un enano, y soportaba el mal temperamento que hacía que nadie del pueblo quisiese trabajar para ella.
—Su mamá acostumbraba a darme galletas continuamente —dijo Beasly—. Su mamá era una mujer muy buena, Hiram.
—Sí, lo era —dijo Taine.
—Mi mamá acostumbraba a decir que ustedes eran gente de alcurnia, no como el resto del pueblo, por muchos aires que tratasen de darse los demás. Decía que su familia estaba entre los primeros colonizadores. ¿Es eso cierto, Hiram?
—Bueno, no exactamente los primeros colonizadores, supongo. Pero esta casa lleva aquí casi cien años. Mi padre acostumbraba a decir que durante todos esos años jamás hubo una noche en la que no hubiera al menos un Taine bajo este techo. Parece que ese tipo de cosas representaban mucho para mi padre.
—Debe ser estupendo —dijo soñador Beasly— el poder sentirse así. Debe usted estar orgulloso de esta casa, Hiram.
—Lo que estoy no es exactamente orgulloso, sino que más bien siento que pertenezco aquí. No puedo imaginarme el vivir en ninguna otra casa.
Taine encendió el fogón y llenó el pote. Al llevarlo hacia la cocina, dio una patada a esta. Pero no había necesidad de ello: el fogón estaba comenzando a tomar un tinte rosáceo.
Dos veces seguidas, pensó Taine. ¡Esa cosa está mejorando!
—Hey, Hiram —dijo Beasly—, esta radio está muy bien.
—No funciona —dijo Taine—. Está estropeada. Aún no he tenido tiempo de repararla.
—Me parece que no, Hiram. La he encendido, y ya está caliente.
—¿Que ya está...? ¡Hey, déjeme ver! —gritó Taine.
Beasly decía la verdad. Un débil zumbido surgía de las lámparas.
Apareció una voz, ganando en volumen a medida que el circuito se calentaba.
Hablaba algo incomprensible.
—¿En qué demonios está hablando? —preguntó Beasly.
—No lo sé —dijo Taine, a punto de caer en el pánico.
¡Primero el aparato de televisión, luego la cocina, y ahora la radio!
Giró el botón de sintonía, y la regleta se movió lentamente a lo largo del dial en lugar de seguir un arco como recordaba que hacía antes. Y estación tras estación fueron apareciendo y desapareciendo. Sintonizó la siguiente estación que apareció, y también hablaba en un lenguaje extraño, y entonces supo exactamente lo que tenía allí.
En lugar de un trasto de treinta y nueve dólares y medio, tenía sobre la mesa de su cocina un receptor de varias bandas como los que anuncian en las revistas caras.
Se enderezó, y le dijo a Beasly:
—Mire a ver si puede encontrar a alguien que hable en inglés. Yo seguiré con los huevos.
Conectó el segundo fogón, y sacó la sartén. La colocó sobre la cocina y buscó huevos y tocino en la nevera.
Beasly encontró una emisora que estaba tocando música de orquesta.
—¿Qué tal va esto? —preguntó.
—Muy bien —dijo Taine.
Towser salió de la alcoba, estirándose y bostezando. Fue hasta la puerta, e indicó que quería salir.
Taine le abrió la puerta.
—Si yo fuera tú —le dijo al perro—, dejaría correr a esa marmota. Debes tener ya todo el bosque lleno de agujeros.
—No está buscando ninguna marmota, Hiram.
—Bueno, entonces debe ser un conejo.
—Tampoco es un conejo. Ayer, cuando se suponía que debía estar sacudiendo las alfombras, me largué a dar un paseo. Por eso es por lo que Abbie se molestó tanto.
Taine gruñó, cascando los huevos.
—Me marché y fui hasta donde estaba Towser. Hablé con él, y me dijo que no era ni una marmota ni un conejo. Me dijo que era otra cosa. Fui con él y le ayudé a cavar. Me parece que encontró un viejo tanque de algún tipo enterrado en los bosques.
—Towser no iba a preocuparse por un tanque —protestó Taine—. No le importa otra cosa que no sea alguna marmota o conejo.
—Trabajaba muy duro —insistió Beasly—. Parecía estar excitado.
—Quizá alguna marmota perforase su madriguera bajo ese viejo tanque o lo que sea.
—Tal vez —aceptó Beasly. Siguió trasteando un poco más con la radio, y encontró un disc-jockey que era realmente terrible.
Taine colocó los huevos y el tocino en los platos, y los llevó a la mesa. Sirvió grandes tazas de café, y comenzó a poner mantequilla en las tostadas.
—Adelante —le dijo a Beasly.
—Es usted bueno, Hiram, al aceptar que me quede. No permaneceré más tiempo que el que me lleve el encontrar un nuevo empleo.
—Bien, yo no he dicho aún que...
—Hay momentos —dijo Beasly—, en que me pongo a pensar en que no tengo ningún amigo, y entonces recuerdo a su mamá, y lo buena que era conmigo, y...
—Oh, de acuerdo —dijo Taine.
Sabía cuando le habían derrotado.
Llevó las tostadas y un tarro de mermelada a la mesa y se sentó, comenzando a comer.
—Quizá haya algo en que pueda ayudarle —sugirió Beasly, usando el dorso de su mano para limpiarse el huevo de su barbilla.
—Tengo una carga de muebles en la entrada. Podría usar a alguien que me ayudase a bajarla al sótano.
—Me encantará hacerlo —dijo Beasly—. Soy fuerte y bueno para el trabajo. Me gusta trabajar. Lo que no soporto es que la gente me esté gritando.
Acabaron el desayuno, y llevaron los muebles al sótano. Tuvieron problemas con alguno, pues eran difíciles de manejar.
Cuando finalmente los tuvieron abajo, Taine se irguió y miró el último de los muebles. Quienquiera que fuese, se dijo a sí mismo, el que hubiera tapado con pintura aquella maravillosa madera de cerezo, no estaba bien de la cabeza.
Le dijo a Beasly:
—Tendremos que sacar la pintura de este mueble. Y lo tendremos que hacer con cuidado. Usaremos un disolvente y una espátula envuelta con un trapo, para irla despegando a tiras. ¿Le gustaría probarlo?
—Seguro que sí. Oiga, Hiram, ¿qué es lo que vamos a comer?
—No sé —dijo Taine—. Ya prepararemos algo. No me irá a decir que ya tiene apetito.
—Bueno, ha sido duro el bajar todas esas cosas aquí.
—Hay galletas en el pote del armario de la cocina —dijo Taine—. Vaya, y coja las que quiera.
Cuando Beasly subió, Taine recorrió lentamente el sótano. Vio que el techo seguía tal cual. Ninguna otra cosa parecía haber variado.
Quizá lo del aparato de televisión, la cocina y la radio, pensó, fuera su forma de pagarle la renta. Y, si era eso, se dijo a sí mismo, fuera quien fuese, estaba muy contento de que siguiera allí.
Miró un poco más a su alrededor, y no pudo hallar nada inusitado.
Subió, y llamó a Beasly, que seguía en la cocina.
—Venga al garage, que es donde tengo las pinturas. Buscaremos algo de disolvente, y le enseñaré como se hace.
Beasly, con un buen suministro de galletas en la mano, trotó alegremente tras él.
Mientras daban la vuelta a la esquina de la casa, podían oír el apagado ladrar de Towser. Escuchándolo, a Taine le pareció que se estaba quedando ronco.
Tres días, pensó... ¿o eran cuatro?
—Si no hacemos algo al respecto —dijo—, ese perro estúpido va a morir de agotamiento.
Fue al garage, y salió con dos palas y un pico.
—Vamos —le dijo a Beasly—, debemos acabar con esto, si es que queremos tener algo de paz.
Towser había hecho un buen trabajo de excavación. Estaba casi completamente fuera de la vista. Solo el extremo de su muy sucio rabo aparecía por el exterior del agujero que había arañado en la tierra del bosque.
Beasly tenía razón acerca de que era una cosa parecida a un tanque. Un extremo del mismo aparecía ya por un lado del agujero.
Towser salió del orificio y se sentó cansadamente, con los bigotes chorreando arcilla y la lengua colgando al costado de su boca.
—Dice que ya era hora de que apareciéramos —explicó Beasly.
Taine se acercó al agujero y se arrodilló. Extendió la mano para sacudir el polvo del extremo descubierto de lo que Beasly decía que era un tanque. La arcilla era testaruda y costaba despegarla, pero por el tacto de la cosa, parecía estar hecha de un metal resistente.
Taine tomó una pala y golpeó con ella al tanque. Este emitió un sonido.
Comenzaron a trabajar, sacando con palas los treinta centímetros o así de tierra que cubrían al objeto. Era un trabajo duro, la cosa era mayor de lo que habían pensado, y les llevó bastante tiempo el dejarla al descubierto, solo de una forma burda.
—Tengo hambre —se quejó Beasly.
Taine miró a su reloj. Era casi la una.
—Vuelva a la casa —le dijo a Beasly—, encontrará algo en la nevera, y puede beber leche.
—¿Y usted, Hiram? ¿Nunca tiene apetito?
—Me puede traer un bocadillo y a ver si encuentra un trapo.
—¿Para qué quiere un trapo?
—Quiero sacarle el polvo a esa cosa y ver lo que es.
Se puso en cuclillas junto al objeto que habían desenterrado, y contempló como Beasly desaparecía entre los árboles.
—Towser —dijo—, este es el bicho más extraño que jamás hayas cazado.
Era mejor, se dijo a sí mismo, bromear acerca del asunto... aunque tan solo fuera para mantener alejado el miedo.
Naturalmente, Beasly no tenía miedo. Beasly no tenía el bastante sentido como para tenerle miedo a una cosa así.
Tres metros y medio de ancho por seis de largo, y con forma oval. Del tamaño aproximado, pensó, de una buena sala de estar. Y jamás había habido un tanque de aquella forma o tamaño en todo Willow Bend.
Sacó su navaja del bolsillo, y comenzó a raspar la tierra en un punto de la superficie de la cosa. Logró limpiar un par de centímetros cuadrados, y el metal que había debajo no se parecía a ningún otro que hubiera visto jamás. A lo que más se parecía era al cristal.
Siguió rascando la tierra hasta que tuvo limpio un trozo tan grande como la palma de una mano.
No era metal. Casi podía jurarlo. Parecía opalina similar a la de las copas y jarros que siempre estaba buscando. Había mucha gente que la coleccionaba, y pagaban precios asombrosos por ello.
Cerró el cuchillo, lo volvió a meter en el bolsillo, y se acurrucó, mirando la forma ovalada que Towser había descubierto.
Y una convicción creció en él: fuera lo que fuese lo que había venido a vivir con él, indudablemente había llegado en aquel artilugio. Había llegado del espacio o del tiempo, pensó, y le asombró tener este pensamiento, pues nunca antes había pensado en nada así. Tomó su pala, y comenzó a cavar de nuevo, más hondo esta vez, siguiendo la curvatura de aquella cosa extraña que yacía dentro de la tierra.
Y, mientras cavaba, se preguntó a sí mismo qué iba a decir de aquello... ¿debía decir algo? Quizá lo más inteligente fuera cubrirlo de nuevo y no decir ni palabra a nadie.
Claro está que Beasly hablaría de ello. Pero nadie del pueblo prestaría atención a lo que dijese Beasly. Todo el mundo en Willow Bend sabía que Beasly estaba majareta.
Finalmente, Beasly regresó, Llevaba tres bocadillos hechos con bastante poca idea, envueltos en un viejo periódico, y una botella de litro casi llena de vino.
Y una convicción creció en él:
—Ciertamente, le ha tomado mucho tiempo —dijo Taine, algo irritado.
—Me interesó aquello —explicó Beasly.
—¿Qué es lo que le interesó?
—Bueno, había tres grandes camiones, y estaban bajando una gran cantidad de armatostes al sótano. Dos o tres armarios muy grandes, y muchas otras cosas. Y, ¿sabe el aparato de televisión de Abbie? Bueno, pues se lo llevaron. Yo les dije que no debían, pero se lo llevaron de todas maneras.
—Me olvidé —dijo Taine—. Henry dijo que enviaría el computador, y lo olvidé totalmente.
Taine se comió los bocadillos, compartiéndolos con Towser, que se mostró muy agradecido, de una forma irritantemente embarrada.
Tras acabar, Taine se alzó y tomó su pala.
—Vamos a trabajar —dijo.
—Pero tiene esas cosas en el sótano.
—Eso puede esperar —dijo Taine—. Antes tenemos que acabar este trabajo.
Anochecía cuando terminaron.
Taine se apoyó cansadamente en su pala.
Tres metros y medio por seis en su parte superior, y tres metros de grosor. Y todo ello completamente hecho con ese cristal translúcido que sonaba como una campana cuando se lo golpeaba con una pala.
Debían ser muy pequeños, pensó, si eran varios, para vivir en un espacio de aquel tamaño, especialmente si tenían que permanecer allí durante mucho tiempo. Y eso concordaba, naturalmente, pues si no fueran pequeños no podrían estar ahora viviendo en el espacio entre las vigas del sótano.
Si es que realmente estaban viviendo allí, pensó. Si todo no era pura suposición.
Quizá, pensó, aunque hubieran estado viviendo en la casa, ya no estuvieran allí. Pues Towser los había olido, oído o notado de alguna manera por la mañana, pero al llegar la noche ya no les había prestado ninguna atención.
Se echó la pala sobre el hombro, y tomó el pico.
—Vamos —dijo—, volvamos. Hemos tenido un día largo y duro.
Caminaron por entre los matorrales, y llegaron a la carretera. Las luciérnagas parpadeaban entre la oscuridad del bosque, y las luces de la calle oscilaban a la brisa del verano. Las estrellas eran nítidas y brillantes.
Quizá aún siguieran en la casa, pensó Taine. Quizá cuando se habían dado cuenta de que molestaban a Towser, habían arreglado las cosas para que ya no percibiese su presencia.
Probablemente se adaptaban con mucha facilidad. Parecía lógico que así fuera: no les había llevado demasiado tiempo, se dijo hoscamente a sí mismo, el adaptarse a una casa humana.
Él y Beasly fueron por el sendero de grava, en la oscuridad, a devolver las herramientas al garage, y algo raro pasaba: no había garage.
No había garage, y no había parte delantera de la casa, y el sendero quedaba cortado abruptamente y no se veía nada más que la pared curvada de lo que aparentemente había sido la parte de atrás del garage.
Llegaron a la pared curvada y se detuvieron, mirando incrédulos en la noche de verano.
No había garage, ni porche, ni nada de la parte delantera de la casa. Era como si alguien hubiera tomado los extremos opuestos de la parte delantera de la casa, forzándolos juntos hasta que se tocasen, doblando toda la parte delantera del edificio dentro de la curvatura de las esquinas juntadas. Taine tenía ahora una casa con un frontis curvado. Aunque realmente las cosas no eran así de simples, pues la curvatura no guardaba proporción con lo que realmente hubiera sucedido caso de haberse producido tal imposible. La curva era larga y grácil, y de alguna manera no del todo aparente. Era como si la parte delantera de la casa hubiera sido eliminada y se hubiera creado una imagen ilusoria del resto de la casa para enmascarar la desaparición.
Dejó caer el pico y la pala, que resonaron contra la grava del sendero. Se llevó la mano a la cara, y se frotó con ella los ojos, como para borrar de ellos algo que realmente no podía estar allí.
Pero cuando apartó la mano, nada había cambiado en lo más mínimo.
No había parte delantera de la casa.
Y entonces se halló corriendo alrededor de la misma, apenas dándose cuenta de que corría, y en su interior sentía un miedo por lo que había sucedido a la casa.
Pero la parte de atrás de la casa estaba bien. Exactamente igual a como siempre había sido.
Llegó a la puerta de atrás con Beasly y Towser pegados a sus talones. Abrió la puerta de un empujón, y entró corriendo, y subió las escaleras a la carrera para meterse en la cocina, y la atravesó en tres zancadas para ver qué le había pasado a la parte delantera de la casa.
Se detuvo en la puerta entre la cocina y la sala de estar, y sus manos se agarraron al marco de la misma mientras contemplaba incrédulo las ventanas de la sala de estar.
Fuera era de noche. De esto no cabía duda. Había visto las luciérnagas parpadeando entre los matorrales, las luces de la calle encendidas y las estrellas en el cielo.
Pero un torrente de luz solar entraba por las ventanas de la sala de estar, y a través de las mismas se veía un paisaje que no era el de Willow Bend.
—Beasly —jadeó—, ¡mire la parte delantera!
Beasly miró.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó.
—Eso es lo que me gustaría saber.
Towser había encontrado su plato, y lo estaba arrastrando por el suelo de la cocina con su nariz, como para decirle a Taine que ya era hora de comer. Taine atravesó la sala de estar y abrió la puerta delantera. Vio que el garage estaba allí. La camioneta estaba con el morro en la abierta puerta del garage, y dentro se veía el coche.
No había nada malo en la parte delantera de la casa.
Pero, si bien la parte delantera estaba bien, no ocurría lo mismo con el resto.
Pues el sendero quedaba cortado justo a unos pocos pasos detrás de la parte trasera de la camioneta; no había ni patio ni bosques ni camino, tan solo un desierto... un desierto llano que se extendía hasta el horizonte, tan liso como un pavimento, con montones ocasionales de piedras, algunos matorrales y cubierto por arena y guijarros. Un enorme sol cegador colgaba justo por encima de un horizonte que parecía estar demasiado lejos y, cosa extraña, el sol estaba en el norte, donde ningún sol que se respetase podía estar. Además, tenía un peculiar color blanco.
Beasly salió al porche, y Taine vio que estaba estremeciéndose como un perro asustado.
—Quizá —le dijo amablemente Taine— será mejor que vaya atrás y comience a preparar algo de cena.
—Pero, Hiram...
—Todo va bien —le dijo Taine—. Todo irá bien.
—Si usted lo dice, Hiram.
Entró, y la mosquitera se cerró de golpe tras él, y al cabo de un minuto Taine le oyó trastear por la cocina.
No podía culpar a Beasly por estar temblando, se admitió a sí mismo. Resultaba bastante aterrador atravesar la puerta delantera de la casa de uno y hallarse en un territorio desconocido. Naturalmente, un hombre podía llegar a acostumbrarse a ello, pero necesitaba algún tiempo.
Bajó del porche y caminó alrededor de la camioneta, y giró la esquina del garage, y cuando la dobló estaba medio preparado a hallarse de regreso en su familiar Willow Bend... pues cuando había entrado por la puerta trasera el pueblo estaba allí.
No había ningún Willow Bend. Había más desierto, mucho más desierto.
Caminó alrededor de la casa, y no había parte trasera. La parte trasera de la casa era ahora igual que era antes la delantera: la misma curva suave juntando las esquinas de la casa.
Caminó rodeando la casa hasta llegar de nuevo a la parte delantera y, durante todo el tiempo, no vio sino desierto. Y la parte delantera seguía bien. No había cambiado en absoluto. La camioneta seguía allí, en el sendero cortado, y el garage estaba abierto con el coche dentro.
Taine caminó un poco por el desierto, se inclinó, tomó un puñado de guijarros, y los guijarros eran simplemente guijarros.
Se puso en cuclillas y dejó que los guijarros cayesen por entre sus dedos.
En Willow Bend había una puerta trasera y no había frontis de la casa. Aquí, estuviera donde estuviese, había parte delantera, pero no existía parte trasera de la casa.
Se puso en pie, lanzó el resto de los guijarros, y se limpió las polvorientas manos en los pantalones.
Con el rabillo del ojo captó un movimiento en el porche, y allí estaban.
Una hilera de animalillos, si es que eran animales, salió marchando escaleras abajo, uno tras otro. Tenían diez centímetros de alto o así, e iban a cuatro patas, aunque resultaba claro que sus patas delanteras eran en realidad manos y no pies. Tenían caras de rata, en las que se podía ver algo humano, con unas narices largas y puntiagudas. Parecía como si tuvieran escamas en lugar de piel, pues sus cuerpos destellaban con un movimiento ondulante mientras caminaban. Y todos ellos tenían colas que se parecían mucho a las colas de alambre enrollado que tienen algunos juguetes, y dichas colas se alzaban enhiestas tras ellos, vibrando mientras caminaban.
Bajaron los escalones en fila india, en perfecto orden militar, con unos quince centímetros de distancia entre cada uno.
Bajaron los escalones y se adentraron en el desierto en línea recta, sin desviaciones, como si supiesen exactamente a donde iban. Tenían un aire de absoluta seriedad, pero no parecían apresurados.
Taine contó dieciséis de ellos, y los contempló meterse en el desierto hasta que casi se hubieron perdido de vista.
Ahí van, pensó, los que vinieron a vivir conmigo. Son los que han hecho ese techo, reparado la televisión de Abbie y compuesto la cocina y la radio. Y casi seguro que son también los que llegaron a la Tierra en aquel extraño artilugio de cristal translúcido que hay en el bosque. Y, si habían llegado a la Tierra en aquel artefacto del bosque, ¿qué clase de lugar era este?
Subió al porche, y abrió la mosquitera, y vio el limpio círculo de quince centímetros que sus huéspedes habían realizado en la tela para salir de la casa. Tomó una nota mental de que algún día, cuando tuviera tiempo, tendría que arreglarlo.
Entró, y cerró la puerta tras él.
—¡Beasly! —gritó. No hubo respuesta.
Towser se arrastró de debajo de un sillón y se excusó.
—No te preocupes, muchacho —le dijo Taine—. Esa gente también me asustó a mí.
Entró en la cocina. La débil bombilla del techo iluminaba la cafetera derribada, la taza rota en medio del suelo, el bol de huevos caído de lado. Un huevo roto mostraba su mancha blanca y amarilla.
Fue hacia atrás, y vio que la mosquitera de la puerta estaba rota sin posibilidad de arreglo. Su herrumbrosa tela estaba deshecha... aunque quizá hubiera sido mejor decir que había estallado, y una parte del marco estaba hecho astillas.
Taine lo contempló con asombrada admiración.
—El pobre tonto —dijo—. La atravesó sin molestarse en abrirla.
Encendió la luz y bajó al sótano. A mitad de las escaleras se detuvo, absolutamente anonadado.
A su izquierda había una pared... una pared del mismo tipo de material como el que habían usado para hacer aquel techo.
Se detuvo y vio que la pared se extendía a lo largo del sótano, desde el techo hasta el suelo, cerrando el área de trabajo.
Y, dentro del taller, ¿qué había?
Por una parte, recordó, el computador que Henry había mandado aquella misma mañana. Tres camiones, había dicho Beasly... camiones de equipo que le habían sido entregados directamente.
Taine se sentó sin fuerzas en los escalones.
¡Debieron pensar, se dijo a sí mismo, que estaba cooperando! Quizá se figuraron que sabía lo que buscaban y que les estaba ayudando. O tal vez pensasen que les pagaba por arreglar el aparato de televisión, la cocina y la radio.
Pero lo primero era lo primero: ¿por qué habían reparado la televisión, la cocina y la radio? ¿Como una especie de pago por la renta? ¿Como un gesto amistoso? ¿Como una especie de entrenamiento para averiguar lo que podrían hacer con la tecnología de aquel mundo? ¿Para averiguar, quizá, como podía ser adaptada su tecnología a los materiales y condiciones de aquel planeta que habían hallado?
Taine alzó una mano y golpeó con los nudillos la pared situada junto a las escaleras, y la lisa y blanca superficie emitió un ping.
Apoyó la oreja junto a la pared, escuchó atentamente, y le pareció que podía oír un débil zumbido. Pero si así era, era tan débil que no podía estar seguro.
La podadora de césped del banquero Stevens estaba allí detrás, tras la pared, y muchas otras cosas que esperaban ser reparadas. Le iban a arrancar la piel a tiras, pensó, especialmente el banquero Stevens. Stevens era un hombre duro.
Pensó que Beasly debía haber medio enloquecido por el terror. Cuando había visto aquellas cosas subiendo del sótano y acercándose, debía haber perdido la cabeza. Había atravesado la puerta sin preocuparse de abrirla, y ahora estaría en el pueblo, hablando con cualquiera que se detuviera a escucharle.
Habitualmente, nadie le prestaba mucha atención a Beasly, pero si hablaba lo bastante y con la suficiente excitación, probablemente tratarían de comprobar lo que decía. Llegarían aquí en masa, y examinarían la casa, y se quedarían con los ojos desorbitados al ver lo que había en la parte delantera, y pronto alguno de ellos lograría encontrar una forma para controlar la situación.
Y aquello no era asunto de nadie, se dijo a sí mismo testarudamente, con su siempre presente sentido de los negocios apareciendo de nuevo. Había una buena cantidad de terreno en la parte delantera de su casa, y la única forma en que cualquiera podía llegar a ellos era a través de la misma. Dado el caso, era razonable pensar que toda aquella tierra era suya. Quizá no sirviese para nada. Tal vez no hubiera nada allí. Pero antes de que otra gente le tomase delantera, sería mejor que lo comprobase.
Subió las escaleras, y salió al garage.
El sol seguía sobre el horizonte, al norte, y nada se movía.
Encontró un martillo y algunos clavos y algunas maderas en el garage, y se las llevó a la casa.
Vio que Towser había aprovechado la situación, y estaba durmiendo en el sillón tapizado de dorado. Taine no le molestó.
Cerró la puerta trasera, y clavó algunos maderos atravesándola. También cerró las ventanas de la cocina y la alcoba clavando otras maderas.
Esto frenaría durante un tiempo a la gente del pueblo cuando llegasen para ver qué pasaba.
Sacó de un armario su rifle de cazar ciervos, una caja de munición, unos prismáticos, y una vieja cantimplora. Llenó la cantimplora en el grifo de la cocina, metió en un zurrón algo de comida para Towser y para él, para el camino, pues no había tiempo para pararse a comer.
Fue a la sala de estar y volcó a Towser del sillón tapizado en dorado.
—Vamos, Towser —dijo—. Tenemos que ir a ver como están las cosas.
Comprobó la gasolina de la camioneta, y vio que el depósito estaba casi lleno. Entraron en la cabina, y colocó el rifle al alcance de su mano. Luego dio marcha atrás, giró la camioneta, y se dirigió hacia el norte, a través del desierto.
Era fácil viajar por él. El desierto era tan llano como un pavimento. A veces ondulaba un poco, pero no era peor que muchos de los caminos vecinales que recorría buscando antigüedades.
El paisaje no varió. Aquí y allí se veían colinas bajas, pero el desierto en sí seguía siendo muy llano, extendiéndose hasta aquel lejano horizonte. Taine siguió conduciendo hacia el norte, directamente hacia el sol. Se encontró con algunas extensiones arenosas, pero la arena era dura y firme y no tuvo problemas.
Media hora más tarde alcanzó la hilera de cosas, las dieciséis que habían salido de su casa. Seguían caminando en línea, con paso acompasado.
Frenando la marcha de la camioneta, Taine viajó paralelo a ellas durante un tiempo, pero no había ventaja alguna en ello. Seguían su camino, sin mirar a la izquierda ni a la derecha.
Acelerando, Taine las dejó atrás.
El sol seguía en el norte, sin moverse, y aquello era realmente extraño. Quizá, se dijo Taine, aquel mundo se movía alrededor de su eje mucho más despacio que la Tierra, y el día era más largo. Por la forma en que parecía estar quieto, quizá fuera mucho más largo.
Recostado contra el volante, mirando la ilimitada extensión del desierto, notó por primera vez todo el impacto de su extrañeza.
Aquel era otro mundo, de eso no le cabía duda: otro planeta que orbitaba alrededor de otra estrella, y nadie en la Tierra tenía la menor idea de donde pudiera hallarse en el espacio. Y sin embargo, debido a alguna maquinación de aquellas dieciséis cosas que caminaban en línea recta, se encontraba también justo frente a su casa.
Frente a él se alzaba una colina algo mayor. Mientras se acercaba, vio una hilera de objetos brillantes colocados en su cima. Al rato detuvo el camión, y salió con los prismáticos.
A través de los mismos vio que las cosas brillantes eran el mismo tipo de aparatos de cristal translúcido como el que había encontrado en el bosque. Contó ocho, brillando al sol, colocados sobre algún tipo de receptáculos de roca gris. Y también había otros receptáculos vacíos.
Apartó los prismáticos de los ojos, y se quedó un instante pensativo, considerando si debía subir la colina e investigar aquello de acerca. Pero agitó la cabeza. Habría tiempo para aquello más tarde. Lo mejor sería seguir moviéndose. Aquella no era una verdadera expedición de exploración, sino un reconocimiento rápido.
Subió a la camioneta y siguió adelante, vigilando el indicador de la gasolina. Cuando se acercase a la mitad, tendría que dar la vuelta y regresar a casa.
Ante él vio una débil tonalidad blanca sobre la nebulosa línea del horizonte, y la contempló fijamente. A veces se desvanecía y luego aparecía de nuevo, pero, fuera lo que fuese, estaba tan lejos que no podía distinguirla.
Miró el indicador de gasolina, y vió que se acercaba a la señal de medio depósito. Detuvo la camioneta y bajó con los prismáticos.
Mientras iba hacia la parte delantera del vehículo, se sintió asombrado por lo lentas y cansadas que parecían estar sus piernas, y entonces recordó que debería haber estado en la cama hacía ya muchas horas. Miró a su reloj, y vio que eran las dos, lo cual significaba que allá en la Tierra eran las dos de la madrugada. Llevaba despierto más de veinte horas, y gran parte de este tiempo lo había dedicado al agotador trabajo de desenterrar aquella cosa extraña en el bosque.
Alzó los prismáticos y la imprecisa línea blanca que había estado viendo resultó ser una cordillera. La gran, azulada y escarpada masa se alzaba con el brillo de la nieve en sus picos y desfiladeros. Estaba muy lejos, pues hasta los poderosos prismáticos no le mostraban nada más que una nebulosa masa azul.
Apartó los prismáticos de la montaña y examinó el desierto que se extendía ante él. Seguía siendo igual a lo que había estado atravesando: igual de llano que un pavimento, con los mismos montones de piedras e idéntica vegetación raquítica.
¡Y una casa!
Sus manos temblaron mientras bajaba los prismáticos, y luego se los llevaba de nuevo a los ojos para echar otra ojeada. Desde luego, era una casa. Una casa de raro aspecto que se alzaba al pie de una de las colinas, y que estaba oscurecida por esa colina de tal forma que uno no podía divisarla a simple vista.
Parecía ser una casa pequeña. Su techo era como un cono truncado y se aplastaba contra el suelo, como si deseara hundirse en él. Había una abertura ovalada, que seguramente era una puerta, pero no había ni señal de ventanas.
Bajó de nuevo los prismáticos y miró la colina. Debía estar a seis o siete kilómetros, pensó. La gasolina bastaría para ir hasta allí y, aunque se le acabase antes de regresar, podía caminar los últimos kilómetros hasta llegar a Willow Bend.
Era extraño, pensó, que hubiera una casa solitaria allí. En todos los kilómetros que había recorrido en el desierto no había visto otro signo de vida que las dieciséis cosas parecidas a ratas que caminaban en fila india, y ningún signo de construcción artificial que no fueran los ocho aparatos de cristal translúcido que se hallaban sobre sus receptáculos.
Subió al camión, y lo puso en marcha. Diez minutos más tarde se detenía frente a la casa, que seguía bajo la sombra de la colina.
Salió de la camioneta y tomó su rifle. Towser saltó al suelo y se quedó con el lomo erguido y un gruñido que le salía de lo más profundo de la garganta.
—¿Qué sucede, chico? —preguntó Taine.
Towser gruñó de nuevo.
La casa se alzaba silenciosa. Parecía estar desierta.
Las paredes estaban construidas de unos ladrillos burdos y mal hechos, y además mal colocados, unidos por una sustancia parecida al barro que hacía de mortero. Originalmente, el techo había sido de madera, y esto era raro, pues no había nada que se pareciese a la madera en aquella extensión desierta. Pero ahora, aunque uno podía ver las líneas donde las ramas habían sido colocadas, no quedaba más que la tierra de debajo, cocida por el sol del desierto.
La casa en sí no tenía ningún rasgo determinante, y estaba totalmente desprovista de ornamentación, sin ningún intento en absoluto de suavizar la seca utilidad que tenía como simple refugio. Era el tipo de casa que un pueblo de pastores hubiera construido. Tenía el aspecto de ser muy antigua; los muros se habían agrietado y semidesmoronado por el tiempo.
Con el rifle bajo el brazo, Taine caminó hacia ella. Llegó a la puerta y miró a su interior, y solo había oscuridad y ningún movimiento.
Miró hacia atrás buscando a Towser, y vio que el perro se había metido bajo la camioneta, desde donde estaba atisbando y gruñendo.
—Quédate aquí —le dijo Taine—. No te escapes.
Con el rifle frente a él, Taine entró por la puerta hacia la oscuridad. Se quedó quieto durante un largo momento, para permitir que sus ojos se acostumbrasen a la negrura.
Finalmente, pudo entrever la habitación en la que se hallaba. Era simple y tosca, con un burdo banco de piedra que se extendía a lo largo de una pared, y unos extraños nichos nada funcionales excavados en la otra. En un rincón se veía un desvencijado mueble de madera, para el que Taine no pudo encontrar ninguna utilidad.
Un viejo y desierto lugar, pensó, abandonado hacía mucho. Quizá un pueblo de pastores hubiera vivido allí en alguna edad muy lejana, cuando el desierto había sido una llanura fértil y llena de pasto.
Había una puerta que llevaba a otra habitación, y mientras la atravesaba pudo oír un lejano y débil sonido retumbante, y otra cosa: ¡el ruido de la lluvia! Por la abierta puerta que daba a la parte de atrás le llegó un aroma de brisa marina, y se quedó allí helado en el centro de esa segunda habitación.
¡Otra!
¡Otra casa que llevaba a otro mundo!
Caminó lentamente hacia adelante, atraído hacia la puerta de salida, y salió a un nuboso y oscuro día con la lluvia cayendo a cascadas de unas nubes que corrían locamente. A un kilómetro de distancia, más allá de un campo de rocas rotas, enmarañadas y de color gris acero, se extendía un alborotado mar que se abalanzaba airado contra la costa, lanzando grandes nubes de irritada espuma a lo alto de los cielos.
Salió por la puerta y miró hacia el cielo, y las gotas de lluvia cayeron a su rostro con cortante furia. Se notaba una humedad y frío en el aire, y el lugar parecía encantado... era como un mundo arrancado de algún viejo cuento fantástico de espíritus y enanos.
Miró a su alrededor, y no hubo nada más que pudiera ver, pues la lluvia ocultaba al mundo que se hallaba más allá de aquella extensión de costa. Pero tras la lluvia podía notar, o le pareció notar, una presencia que le hizo correr escalofríos por su espina dorsal. Tragando saliva, asustado, Taine dio la vuelta y entró de nuevo, tambaleante, por la puerta que daba a la casa.
A un mundo de distancia del suyo, ya era suficiente, pensó; a dos mundos de distancia, era más de lo que uno podía soportar. Tembló ante la situación de absoluta soledad que invadió su mente, y repentinamente aquella casa abandonada desde hacía tanto la resultó insoportable, y salió corriendo de ella.
Fuera, el sol brillaba, y notó un agradable calor. Tenía las ropas húmedas por la lluvia, y en el cañón de su rifle se habían formado gotitas de humedad.
Miró a su alrededor buscando a Towser, y no lo vio por parte alguna. No estaba bajo la camioneta; había desaparecido.
Taine lo llamó, y no hubo respuesta. Su voz sonaba solitaria y vacía en el desierto silencio.
Caminó alrededor de la casa, buscando al perro, y no había puerta trasera en la casa. Las burdas paredes de los lados de la casa se cerraban sobre sí mismas con aquella extraña curvatura, y no mostraban parte trasera alguna.
Pero Taine no estaba interesado en ello; ya se había imaginado como sería. Ahora lo que estaba buscando era a su perro, y notó como el pánico crecía en él. De alguna manera, se sentía muy lejos de casa.
Pasó tres horas buscándolo. Regresó a la casa, y Towser no estaba allí. Fue de nuevo al otro mundo, y buscó entre las escarpadas rocas, y Towser no estaba allí. Regresó al desierto y caminó alrededor de la colina, y luego subió a la cima de la misma y usó los prismáticos, y no había nada más que el desierto sin vida, extendiéndose en todas direcciones.
Muerto de cansancio, tambaleándose, casi dormido aún de pie, regresó a la camioneta.
Se apoyó contra ella y trató de pensar.
Continuar así sería un esfuerzo inútil. Tenía que dormir algo. Tenía que regresar a Willow Bend y llenar el depósito, y conseguir algo de gasolina extra para poder llegar más lejos en su búsqueda de Towser.
No podía dejar al perro allí... eso era inimaginable. Pero tenía que planear, y actuar de una forma inteligente. No le haría ningún bien a Towser con seguir vagando en su estado actual.
Se metió en la camioneta, y regresó hacia Willow Bend, siguiendo las débiles marcas que sus neumáticos habían dejado en los lugares arenosos, luchando contra un cansancio mortal que trataba de cerrarle los ojos.
Al pasar junto a la colina en la que estaban las cosas de cristal, se detuvo a caminar un poco, para no quedarse dormido tras el volante, y ahora vio que solo había siete de aquellas cosas en sus receptáculos. Pero aquello no significaba nada para él en aquel momento. Lo único que le importaba era el resistir a la fatiga que estaba cayendo sobre él, el agarrarse al volante y soportar los kilómetros para volver a Willow Bend, dormir un poco, y regresar de nuevo a buscar a Towser.
Cuando había recorrido algo más de la mitad del camino de vuelta, vio el otro coche. Lo contempló con anonadado asombro, pues la camioneta que él llevaba y el coche que estaba en su garage eran los dos únicos vehículos a este lado de la casa.
Detuvo la camioneta, y salió de ella.
El coche se acercó, y Henry Horton, Beasly y un hombre que llevaba una estrella saltaron rápidamente de él.
—¡Gracias a Dios que te hemos encontrado, muchacho! —gritó Henry, acercándose a él.
—No estaba perdido —protestó Taine—. Ya regresaba.
—Está totalmente deshecho —dijo el hombre que llevaba la estrella.
—Este es el sheriff Hanson —dijo Henry—. Estábamos siguiendo tus huellas.
—He perdido a Towser —murmuró Taine—. Tuve que volver y dejarlo. Vayan a buscar a Towser. Yo puedo regresar a casa solo.
Extendió la mano, y se agarró al borde de la puerta de la camioneta para mantenerse en pie.
—Derribaron la puerta —le dijo a Henry—. Entraron violentamente en mi casa, y tomaron mi coche...
—Teníamos que hacerlo, Hiram. Temíamos que te hubiera sucedido algo. Lo que nos contó Beasly nos puso los pelos de punta.
—Será mejor que lo meta en el coche —dijo el sheriff—. Yo conduciré la camioneta.
—¡Pero tengo que buscar a Towser!
—No puede hacer nada hasta que haya descansado algo —Henry le asió por el brazo y le llevó hacia el coche, y Beasly abrió la puerta de atrás.
—¿Tienes idea de dónde está este lugar? —le preguntó con tono confidencial Henry.
—No lo sé exactamente —murmuró Taine—. Quizá sea otro...
Henry se echó a reir.
—Bueno, creo que realmente no importa. Sea lo que sea, nos ha dado importancia. Somos noticia, y los periódicos hablan de nosotros en las primeras páginas, y el pueblo está repleto de periodistas y cámaras, y están a punto de llegar personalidades políticas. Sí señor. Te aseguro, Hiram, que este asunto nos va a hacer famosos.
Taine no oyó más. Estaba totalmente dormido antes de tocar el asiento.
Se despertó y se quedó silencioso, echado en la cama, y vio que las cortinas estaban corridas y la habitación estaba fresca y en paz.
Era bueno, pensó, despertarse en una habitación que uno conocía... en una habitación que uno había conocido durante toda su vida, en la casa que había sido de los Taine durante casi cien años.
Entonces recordó, y se sentó de un salto.
Y ahora lo oyó... el murmullo insistente que llegaba del exterior de la ventana.
Saltó de la cama, y apartó una cortina. Mirando hacia afuera, vio el cordón de tropas que mantenía alejada a la multitud que llenaba su patio trasero y los otros patios traseros de más allá.
Dejó caer la cortina, y comenzó a buscar sus zapatos, pues estaba totalmente vestido. Probablemente, Henry y Beasly lo habían dejado caer en la cama y le habían quitado los zapatos. Pero no podía recordar nada de ello. Debía haber quedado dormido en el mismo momento en que Henry lo había introducido en el asiento trasero del coche.
Encontró sus zapatos en el suelo a los pies de la cama, y se sentó para ponérselos.
Y por su mente corría la idea de lo que tenía que hacer.
Tendría que conseguir de alguna manera algo de gasolina para la camioneta, colocar una o dos latas adicionales en la parte de atrás, conseguir algo de comida y agua, y quizá un saco de dormir, pues no iba a regresar hasta que hallase a su perro.
Se puso los zapatos y los ató, luego salió a la sala de estar. No había nadie allí, pero se oían voces en la cocina. Miró por la ventana, y el desierto seguía allá afuera, inalterable. Se dio cuenta de que el sol había subido algo más en el cielo, pero en su patio delantero aún seguía siendo por la mañana.
Miró su reloj, y eran las seis, y por la forma en que las sombras caían cuando había mirado por la ventana de la alcoba sabía que eran las seis de la tarde. Se dio cuenta, con una sensación de culpabilidad, de que había dormido casi doce horas. No pensaba dormir tanto. No deseaba dejar a Towser tanto tiempo allá afuera.
Entró en la cocina y se encontró a tres personas: Abbie y Henry Horton, y un hombre con uniforme militar.
—Aquí estás —gritó alegremente Abbie—. Estábamos preguntándonos cuando ibas a despertarse.
—¿Hay algo de café, Abbie?
—Sí, tengo una cafetera llena. Y te prepararé alguna otra cosa.
—Unas simples tostadas —dijo Taine—. No tengo mucho tiempo. Debo ir a buscar a Towser.
—Hiram —dijo Henry—, este es el coronel Ryan, de la Guardia Nacional. Tiene a sus chicos ahí afuera.
—Sí, los vi por la ventana.
—Fue necesario —dijo Henry—. Absolutamente necesario. El sheriff no podía controlarlo. La gente llegó en masa, y hubieran deshecho el lugar, así que llamé al gobernador.
—Taine —dijo el coronel—, siéntese. Quiero hablar con usted.
—De acuerdo —dijo Taine, tomando una silla—. Lamento tener tal prisa, pero perdí a mi perro ahí afuera.
—Este asunto —dijo algo irritado el coronel—, es mucho más importante de lo que pueda serlo cualquier perro.
—Bien, coronel, esto solo demuestra que usted no conoce a Towser. Es el mejor perro que jamás he tenido, y eso que he tenido muchos. Lo crié desde que era un cachorrillo, y ha sido un buen amigo durante todos esos años.
—De acuerdo —dijo el coronel—. Es un amigo. Pero sigo teniendo que hablar con usted.
—Siéntate y habla —le dijo Abbie a Taine—. Yo te prepararé unos pastelillos, y Henry traerá unas de esas salchichas que conseguimos de la granja.
Se abrió la puerta trasera, y Beasly entró tambaleante, acompañado de un terrible estrépito metálico. Llevaba tres latas de gasolina de veinte litros vacías en una mano y dos en la otra, que entrechocaban y resonaban mientras se movía.
—Oigan —aulló Taine—, ¿qué es lo que pasa ahí?
—Tómatelo con calma —le dijo Henry—. No tienes ni idea de los problemas con que nos enfrentamos. Queríamos meter un tanque de gasolina grande, pero no pudimos. Tratamos de arrancar la parte trasera de la cocina para hacerlo pasar...
—¡Que hicieron ¿qué?!
—Tratamos de arrancar la parte trasera de la cocina —le dijo con calma Henry—. No se puede hacer pasar uno de esos grandes tanques a través de una puerta ordinaria. Pero cuando lo intentamos nos dimos cuenta de que toda la casa está revestida interiormente con el mismo tipo de material que usaste en el sótano. Lo golpeas con un hacha, y se embota el acero.
—Pero Henry, esta es mi casa, y nadie tiene derecho a comenzar a derribarla.
—Va vendido —dijo el coronel—. Pero lo que me gustaría saber, Taine, es qué clase de material es ese que no podemos perforar.
—Ten calma, Hiram —advirtió Henry—. Tenemos un gran mundo nuevo esperándonos ahí afuera...
—No le espera ni a usted ni a nadie —aulló Taine.
—Y tenemos que explorarlo, y para explorarlo necesitamos una buena cantidad de gasolina. Así que, como no hemos podido hacer pasar un tanque grande, estamos llevando tantas latas como nos es posible, y luego haremos pasar una manguera y...
—Pero, Henry...
—Me gustaría —dijo severamente Henry— que dejases de interrumpirme y pudiera explicarme. No te puedes imaginar los problemas logísticos con que nos enfrentamos. Tenemos un cuello de botella del tamaño de una puerta normal. Tenemos que conseguir llevar suministros ahí afuera, y medios de transporte. Los coches y los camiones no nos irían mal. Podemos desmontarlos y hacerlos pasar pieza a pieza. Pero con un avión tendremos problemas.
—Escúcheme, Henry. Nadie va a hacer pasar un avión por aquí dentro. Esta casa ha sido propiedad de mi familia durante casi cien años, y es de mi propiedad, y tengo derechos sobre ella, y ustedes no pueden entrar aquí como si fuera una propiedad pública y comenzar a pasar material por ella.
—Pero —dijo quejumbrosamente Henry—, necesitamos mucho un avión. Se puede cubrir mucho más terreno con un avión.
Beasly pasó resonando por la cocina con sus latas, y salió a la sala de estar.
El coronel suspiró.
—Había esperado, señor Taine, que comprendería como estaban las cosas. Para mí resulta muy claro que tiene usted el deber patriótico de cooperar con nosotros en este asunto. Naturalmente, el gobierno podría ejercer sus derechos y expropiarle su inmueble, pero preferiríamos no tener que hacerlo. Naturalmente, hablo de una forma no oficial, pero creo poder decir que al gobierno le gustaría más llegar a un arreglo amistoso.
—Lo dudo —dijo Taine, marcándose un farol, pues no sabía nada del asunto—: dudo que se pueda aplicar aquí el derecho de expropiación. Según tengo entendido, solo es aplicable a grandes edificios y caminos...
—Este es un camino —le dijo llanamente el coronel—. Un camino que lleva a través de su casa hasta otro mundo.
—Primero —declaró Taine— el gobierno tendrá que demostrar que es de interés público, y que la negativa del propietario a ceder su posición equivale a una interferencia del procedimiento gubernativo y...
—Creo —dijo el coronel— que el gobierno podrá probar que es en interés público.
—Creo —dijo irritado Taine— que será mejor que me busque un abogado.
—Si realmente lo deseas —se ofreció Henry, siempre dispuesto a ayudar— y quieres conseguir uno bueno, como supongo que así es, me alegraría recomendarte una firma que estoy seguro que representaría tus intereses de una forma muy adecuada y, al mismo tiempo, te cobraría unos honorarios muy razonables.
Él coronel se puso en pie, hirviendo.
—Tendrá muchas cosas que responder, Taine. Habrá muchas cosas que el gobierno querrá saber. Antes que nada, querrán saber cómo ha logrado eso. ¿Está dispuesto a contarlo?
—No —dijo Taine—. No creo que esté dispuesto.
Y pensó con cierta alarma: creen que soy el que hizo esto. Y caerán sobre mí como una manada de lobos, para tratar de averiguar cómo lo hice. Tuvo visiones del FBI, el Departamento de Estado, y el Pentágono, y, aún sentado, notó como las piernas no le sostenían.
El coronel giró sobre sus talones y marchó muy tieso, saliendo de la cocina. Fue a la puerta de atrás, y la cerró de golpe tras él. Henry miró especulativamente a Taine.
—¿Piensas hacerlo en realidad? —preguntó—. ¿Piensas oponerte a ellos?
—Me estoy irritando —dijo Taine—. No pueden venir y hacerse cargo sin siquiera pedirme permiso. No importa lo que pueda pensar nadie, pero esta es mi casa. Nací aquí, he vivido aquí toda mi vida, me gusta el lugar, y...
—Seguro —dijo Henry—. Sé como te sientes.
—Supongo que es infantil por mi parte, pero no me molestaría tanto si mostrasen una cierta voluntad sentándose conmigo y hablándome acerca de lo que esperaban hacer una vez se hubieran ocupado del asunto. Pero no parecen dispuestos siquiera a preguntarme qué pienso de todo esto. Y, le aseguro, Henry, las cosas son diferentes a lo que parecen. Este no es un lugar en el que podamos entrar y apoderarnos de él, piense lo que piense Washington. Hay algo ahí afuera, y será mejor que midamos nuestros pasos...
—Estaba pensando —interrumpió Henry— mientras estaba sentado aquí, que tu actitud es muy razonable y que merece un apoyo. Se me ha ocurrido que demostraría muy poca buena voluntad si siguiera tan tranquilo y te dejase solo en la lucha. Podemos contratar a un buen grupo de abogados, y podemos luchar en este caso. Y mientras tanto, podemos formar una compañía de explotación de terrenos, y así podemos asegurarnos de que este nuevo mundo tuyo sea usado en la forma en que debe ser usado.
»No cabe duda, Hiram, que soy la persona adecuada para estar junto a ti, codo a codo, dado que ya somos socios en el asunto de la televisión.
—¿Qué es lo que estáis hablando de la televisión? —dijo con tono agudo Abbie, colocando un plato de pastelillos frente a Taine.
—Vamos, Abbie —dijo pacientemente Henry—, ya te he explicado que tu aparato de televisión está al otro lado de esa separación que hay en el sótano, y que no sabemos cuando lo podremos sacar.
—Sí, lo sé —dijo Abbie, trayendo una fuente llena de salchichas y sirviendo una taza de café.
Beasly llegó de la sala de estar y salió por la puerta de atrás.
—Después de todo —dijo Henry, aprovechando su posición de ventaja—, supongo que yo tengo algo que ver con esto. Dudo que pudieras haber hecho mucho sin el computador que te envié.
Allí estaba de nuevo, pensó Taine. Hasta Henry pensaba que él era quien lo había hecho.
—Pero, ¿no se lo explicó Beasly?
—Beasly dijo muchas cosas, pero ya sabes cómo es él.
Así estaban las cosas, naturalmente. Para la gente del pueblo, sería simplemente otra de las historias de Beasly... otra trola que Beasly se había imaginado. No había nadie que creyese lo que Beasly decía.
Taine tomó la taza y se bebió su café, ganando tiempo para pensar una respuesta, pero no había ninguna respuesta. Si decía la verdad, sonaría aún más increíble que cualquier mentira que contase.
—A mí puedes contármelo, Hiram. Después de todo, somos socios.
Está tomándome por tonto, pensó Taine. Henry cree que puede utilizar a cualquier persona que desee.
—No me creería aunque se lo contase, Henry.
—Bueno —dijo Henry resignadamente, poniéndose en pie—. Creo que eso puede esperar.
Beasly llegó tambaleándose y haciendo estrépito a través de la cocina, con otra carga de latas.
—Necesito tener algo de gasolina —dijo Taine—, si es que quiero ir a buscar a Towser.
—Me ocuparé de esto inmediatamente —prometió suavemente Henry—. Enviaré a Ernie con su coche-cuba, y haremos pasar una manguera por aquí dentro, y llenaremos esas latas. Y miraré si encuentro alguien para que vaya contigo.
—Eso no es necesario. Puedo ir solo.
—Si tuviéramos un transmisor de radio, podrías mantenerte en contacto con nosotros.
—Pero no tenemos ninguno. Y, Henry, no puedo esperar. Towser está en algún lado de ahí afuera...
—Seguro, sé lo mucho que lo quieres. Ve a buscarlo si crees que debes hacerlo, y yo mientras comenzaré con lo otro. Conseguiré algunos abogados, prepararemos los papeles para nuestra empresa de explotación...
—Oye, Hiram —dijo Abbie—, ¿querrás hacer algo por mí?
—Claro que sí —le dijo Taine.
—¿Querrás hablar con Beasly? La forma en que está actuando no tiene sentido. No había necesidad alguna de abandonarnos. Quizá me mostrase algo dura con él, pero es tan simple de mente, que llega a ponerle a una furiosa. Se escapó, y pasó medio día con Towser en el bosque, y...
—Hablaré con él —dijo Taine.
—Gracias, Hiram. A ti te escuchará. Eres el único al que escucha, y me gustaría que hubieras podido arreglar mi aparato de televisión antes de que pasara todo esto. Estoy simplemente perdida sin él. Deja un hueco en la sala de estar. Hace juego con el resto del mobiliario, ¿sabes?
—Sí, lo sé —dijo Taine.
—¿Vienes, Abbie? —preguntó Henry, de pie en la puerta.
Alzó la mano, en un saludo de despedida a Taine.
—Te veré luego, Hiram. Lo arreglaré todo.
Seguro que lo haces, pensó Taine. Regresó a la mesa, cuando se hubieron ido, y se sentó pesadamente en una silla. Se abrió la puerta delantera, y Beasly llegó jadeante, excitado.
—¡Towser está de regreso! —aulló—. ¡Ha vuelto, y trae a la marmota más grande que jamás se haya visto!
Taine se puso en pie de un salto.
—¡Marmota! ¡Ese es un planeta extraño! ¡No tienen por qué haber marmotas!
—¡Venga y verá! —aulló Beasly.
Se dio la vuelta, y corrió de nuevo hacia atrás, con Taine siguiéndole de muy cerca.
Ciertamente, era algo bastante parecido a una marmota... una especie de marmota del tamaño de un hombre. Quizá se pareciese más a una marmota tal y como saldría en un cuento infantil, pues caminaba sobre sus patas traseras y trataba de mantener un aspecto digno mientras no perdía de vista a Towser.
Towser iba a unos treinta metros o así por detrás de ella, manteniendo una prudente distancia entre él y la gigantesca marmota. Tenía la postura de un buen perro pastor, caminando acurrucado, dispuesto a cortar cualquier intento de fuga que intentase el animal.
La marmota llegó cerca de la casa y se detuvo. Entonces dio media vuelta, de forma que volvió a mirar al desierto, y se puso en posición de descanso.
Giró su gran cabeza para mirar a Beasly y Taine, y en sus límpidos ojos marrones Taine vio algo más que la mirada de un simple animal.
Caminó rápidamente, y tomó al perro en sus brazos, apretándolo muy fuerte contra él. Towser giró su cabeza y pasó una húmeda lengua por toda la cara de su amo.
Taine se quedó con el perro en sus brazos y miró a la marmota de tamaño humano, y notó un gran descanso y tranquilidad.
Todo iba bien ahora, pensó. Towser había regresado.
Entró en la casa y fue a la cocina.
Puso a Towser en el suelo, tomó un plato y lo llenó en el grifo. Lo puso en el suelo, y Towser lo lamió, sediento, echando agua por el linóleo.
—Tómatelo con calma —le advirtió Taine—, no vayas a pasarte.
Buscó en la nevera y encontró algunos restos, que colocó en el plato de Towser.
Towser agitó su cola con canina alegría.
—Desde luego —dijo Taine—, debería atarte después de escaparte de esta forma.
Beasly entró.
—Esa marmota se muestra amistosa —anunció—. Está esperando a alguien.
—Está bien —dijo Taine, sin prestar atención.
Miró al reloj.
—Son las siete treinta —dijo—. Podemos escuchar las noticias. ¿Quiere ponerlas, Beasly?
—Seguro. Sé como hacerlo: buscar a ese tipo de Nueva York.
—Justamente —dijo Taine.
Fue a la sala de estar, y miró por la ventana. La marmota de tamaño humano no se había movido. Estaba sentada dándole la espalda a la casa, mirando en la dirección por la que había venido.
Esperando a alguien, había dicho Beasly. Y parecía como si así fuese. Aunque posiblemente todo eran imaginaciones de Beasly.
Y, si estaba esperando a alguien, se preguntó Taine, ¿quién sería ese alguien? ¿Qué sería ese alguien? Ciertamente, ya se había extendido la noticia de que había una puerta a otro mundo. Y, se preguntó, ¿cuántas puertas habían sido abiertas a lo largo de las eras? Henry había dicho que allí afuera había un enorme nuevo mundo que esperaba a los terrestres. Y eso no era todo. También era cierto lo contrario.
La voz del comentarista de noticias surgió potente de la radio a mitad de una frase:
—...finalmente han actuado. Radio Moscú dijo esta tarde que el delegado soviético hará mañana la petición en la ONU de que se internacionalice ese otro mundo, así como la puerta que da al mismo.
»Y de la puerta en sí, en la casa de un hombre llamado Hiram Taine, no se tienen más noticias. Se ha montado un área de seguridad a su alrededor, y un cordón de tropas forma un sólido muro que la rodea, manteniendo apartada a la multitud. Los intentos de telefonear a la casa son bloqueados por una amable voz que dice que no se aceptan llamadas para ese número, y el mismo Taine no ha salido de la casa.
Taine regresó a la cocina y se sentó.
—Está hablando de usted —dijo Beasly, con aire de importancia.
—Esta mañana ha circulado el rumor de que Taine, un tranquilo pueblerino que se dedica a hacer reparaciones y a negociar con antigüedades, un total desconocido hasta ayer, ha regresado finalmente de un viaje hecho a este nuevo y desconocido mundo. Pero lo que encontró, si es que encontró algo, nadie puede decirlo. Ni tampoco existe ninguna nueva información acerca de ese otro lugar, excepto el hecho de que es un desierto, y que, por el momento, parece desprovisto de vida.
»A última hora de ayer se creó una cierta excitación por el hallazgo de un extraño objeto en los bosques que se extienden al otro lado de la carretera que pasa junto a la casa, pero igualmente aquel área ha sido acordonada, y hasta este instante el coronel Ryan, que se halla al mando de las tropas, no ha querido decir qué era lo que se había encontrado.
»El hombre misterioso de toda esta situación es un tal Henry Horton, que parece ser la única persona sin cargo oficial que tiene entrada en la casa de Taine. Horton, que fue entrevistado a primera hora de hoy, no quiso decir mucho, pero logró sugerir que había una atmósfera de gran conspiración. Dejó entrever que él y Taine eran socios en alguna misteriosa empresa, y quedó colgando en el aire la impresión de que él y Taine habían colaborado para abrir el nuevo mundo.
»Es interesante señalar que Horton posee una pequeña fábrica de computadores, y se sabe de buena fuente que acababa de suministrarle a Taine un computador, o bien algún tipo de máquina sobre la cual se mantiene un gran misterio. Una versión que circula es que ese aparato ha estado siendo elaborado durante seis o siete años.
»Para obtener alguna respuesta acerca de cómo sucedió esto, y que es lo que sucedió en realidad, se deberá esperar a la investigación de un grupo de científicos que salió de Washington esta tarde, tras todo un día de conferencias en la Casa Blanca, a las que asistieron representantes de las Fuerzas Armadas, el Departamento de Estado, las Agencias de Seguridad, y el grupo de Armas Especiales.
»El impacto en todo el mundo de lo que sucedió ayer en Willow Bend puede ser comparado únicamente a la sensación creada hace casi veinte años por la noticia del lanzamiento de la primera bomba atómica. Entre muchos observadores existe la tendencia a creer que las implicaciones de lo sucedido en Willow Bend pueden tener más importancia que las relacionadas con Hiroshima.
»Washington insiste, como es natural, en que este asunto es únicamente de interés nacional, y en que piensa tratar el asunto como mejor convenga a los intereses del país.
»Pero en el extranjero existe una creciente insistencia de que no se trata de un asunto de política interna que concierne únicamente a un país, sino que necesariamente tiene que afectar a los intereses de todo el mundo.
»Hay un informe no confirmado acerca de que un informador de la ONU llegará de un momento a otro a Willow Bend. Francia, Gran Bretaña, Bolivia, Méjico y la India han solicitado ya permiso de Washington para enviar observadores a la escena de los acontecimientos, e, indudablemente, otros países planean presentar peticiones similares.
»Esta noche, el mundo se halla muy excitado, esperando noticias de Willow Bend y...
Taine extendió la mano y apagó la radio.
—Por lo que parece —dijo Beasly—, vamos a ser invadidos por una manada de extranjeros.
Sí, pensó Taine, quizá lleguen una manada de extranjeros, pero no exactamente los que pensaba Beasly. El uso de esa palabra, en lo que se refería a los seres humanos, había quedado anticuada. Ningún hombre de la Tierra podía ser llamado extranjero, cuando había formas de vida extrañas a la puerta... literalmente a la puerta. ¿Quiénes eran las gentes de la casa de ladrillos?
Y quizá no fueran la forma de vida de un solo planeta, sino las extrañas formas de vida de muchos planetas. Pues él mismo había hallado la puerta a otro planeta más, y quizá hubiera muchas de esas puertas y, ¿cómo serían esos otros mundos, y cual era el propósito de esas puertas?
Alguien, algo, había encontrado una forma en que ir a otro planeta sin necesidad de recorrer los años-luz de solitario espacio: una forma más simple y corta de viajar a través de los abismos del espacio. Y una vez se había abierto el camino permanecía abierto, y era tan fácil de seguir como el caminar de una habitación a otra.
Pero una cosa, una cosa ridícula, seguía preocupándole, y era que el giro y el movimiento de los planetas conectados, de todos los planetas unidos, debía ser compensado de alguna manera. Uno no podía, se decía a sí mismo, establecer uniones sólidas y reales entre dos objetos que se mueven independientemente el uno del otro.
Y, sin embargo, hace un par de días, hubiera rebatido de una forma igualmente testaruda la totalidad de la idea, como fantástica e imposible. Y, sin embargo, se había llevado a cabo. Y, una vez realizado lo imposible, ¿qué hombre lógico podía decir, sinceramente, que no se podía llevar a cabo lo otro?
Sonó el timbre de la puerta, y se levantó para abrir. Era Ernie, el de la gasolinera.
—Henry me ha dicho que quería usted algo de gasolina, y he venido a decirle que no la podré tener hasta mañana.
—De acuerdo —le dijo Taine—. No la necesito de inmediato.
Y, rápidamente, cerró de golpe la puerta.
Se apoyó en ella, pensando: tendré que enfrentarme con ellos en algún momento, no puedo tener la puerta cerrada a todo el mundo. En algún momento, más pronto o más tarde, la Tierra y yo tendremos que solucionar este asunto.
Y era estúpido, se dijo, pensar de esa manera. Pero era lo único que podía hacer.
Tenía aquí algo que la Tierra pedía, algo que la Tierra deseaba o quería desear. Y, no obstante, en un análisis más profundo, resultaba que él era responsable. Había sucedido en su propiedad, en su casa; quizá sin que él lo desease, pero había ayudado y colaborado a que sucediese.
La propiedad y la casa son mías, pensó orgulloso. Y el mundo de ahí afuera era una extensión de su patio delantero. Por muy grande que fuese, seguía siendo una extensión de su patio.
Beasly había salido de la cocina, y Taine entró en su sala de estar. Towser estaba acurrucado durmiendo tranquilamente en el sillón tapizado de dorado.
Taine decidió que lo iba a dejar allí. Después de todo, pensó, Towser se había ganado el derecho a dormir donde quisiera.
Pasó junto al sillón, yendo a la ventana, y el desierto se extendía hasta el lejano horizonte, y allí, junto a la ventana, estaba sentada la marmota de tamaño humano, y Beasly junto a ella, de espaldas a la ventana, y contemplando el otro lado del desierto.
De alguna manera, parecía natural que la marmota y Beasly estuvieran sentados allí juntos: a Taine le pareció que ambos tenían mucho en común. Y aquello era un buen comienzo: que un hombre y un ser de otro mundo estuviesen sentados amistosamente juntos.
Trató de imaginarse la relación de aquellos mundos unidos, de los cuales ahora la Tierra formaba parte, y las posibilidades inherentes al hecho de la unión corrieron como un trueno por su cerebro.
Había un contacto entre la Tierra y esos otros mundos y, ¿qué surgiría del mismo?
Y, pensándolo bien, el contacto ya había sido realizado, pero de una forma tan natural, tan poco dramática, que no había sido pensado como un gran e importante encuentro, pues Beasly y la marmota de allí afuera estaban en contacto y, si todo seguía así, no había absolutamente nada por lo que preocuparse.
Se recordó a sí mismo que aquel no era un asunto que pudiera tomarse a la ligera. Había sido planeado y ejecutado con la pericia de una larga práctica. No era el primer mundo contactado, y no sería el último.
Las pequeñas cosas parecidas a ratas habían atravesado el espacio... no podía imaginarse cuantos años luz de espacio habían tenido que recorrer, en el vehículo que había desenterrado en el bosque. Luego, lo habían enterrado, quizá como un niño que esconde un plato bajo un montón de arena. Y habían ido a su propia casa y montado el aparato que la había convertido en un túnel entre un mundo y otro. Y, una vez hecho esto, se había terminado para siempre la necesidad de cruzar el espacio. Solo tenía que haber un cruce, y este cruce servía para unir los planetas.
Y, una vez había sido realizado el trabajo, los pequeños seres parecidos a ratas se habían ido, pero no sin antes asegurarse de que aquella puerta a su planeta podría enfrentarse a cualquier prueba. Habían tapizado el interior de las paredes de la casa con un maravilloso material que resistía un hacha y que, indudablemente, podía resistir mucho más que una simple hacha. Y habían marchado en formación hacia la colina donde otras ocho máquinas espaciales se hallaban en sus receptáculos, y ahora solo había siete en la colina, y las cosas parecidas a ratas se habían ido y, quizá en el porvenir, aterrizarían en otro planeta y otro portal quedaría abierto, para unir otro planeta.
Pero más importante que la unión de simples mundos era la unión de los pueblos de esos mundos.
Se apartó de la ventana y miró a su alrededor por la habitación, y esta era exactamente igual a como la recordaba. Con todos los cambios del exterior, con todo lo que estaba pasando afuera, la habitación seguía inalterada.
Esta es la realidad, pensó Taine. Esta es toda la realidad que importa. Pase lo que pase, aquí es donde estoy: en esta habitación con su hogar ennegrecido por muchos fuegos de invierno, con las estanterías llenas de los viejos y ajados volúmenes, la mecedora, la antigua alfombra desgastada... desgastada por pies amados y no olvidados a lo largo de muchos años.
Y también sabía que este era el momento de calma que precede a la tormenta.
En poco tiempo comenzarían a llegar las personalidades: los equipos de científicos, los funcionarios del gobierno, los militares, los observadores de otros países, los empleados de la ONU. Y, contra todos estos, se daba cuenta de que se encontraría inerme y sin fuerzas. Por mucho que dijera o pensara un hombre, no podía enfrentarse con todo el mundo.
Aquel era el último día en que permanecería en la casa de los Taine. Después de casi cien años, tendría otro destino.
Y, por primera vez en todos aquellos años, no habría ningún Taine durmiendo bajo aquel techo.
Se quedó mirando el hogar y las estanterías de libros, sintió los viejos y pálidos fantasmas caminando por la habitación, y alzó una mano dubitativa como para hacer un saludo de adiós, no solo a los fantasmas, sino también a la habitación. Pero, antes de lograrla alzar, la dejó caer al costado.
¿De qué serviría? pensó.
Salió al porche, y se sentó en los escalones. Beasly lo oyó, y se dio la vuelta.
—Es un buen chico —le dijo a Taine, dando palmadas en la espalda a la marmota—. Es exactamente como un enorme osito de felpa.
—Sí, lo veo —dijo Taine.
—Y, lo mejor de todo, es que puedo hablar con él.
—Ya lo sé —dijo Taine, recordando que Beasly también podía hablar con Towser.
Se preguntó como sería el vivir en el simple mundo de Beasly. Decidió que, a veces, debía ser confortable.
Los seres parecidos a ratas habían llegado en la espacionave, pero ¿por qué habían ido a Willow Bend? ¿Por qué habían escogido su casa, la única de todo el pueblo en que podían haber hallado el equipo que necesitaban para montar su aparato tan fácil y rápidamente? Pues no existía duda de que habían utilizado las piezas del computador para obtener el equipo que necesitaban. Al menos en esto Henry había tenido razón. Pensando en ello, después de todo, Henry había intervenido en el asunto.
¿Podrían haber previsto que en aquella semana en especial, en aquella casa en especial, había muchas probabilidades de hacer rápida y fácilmente lo que habían venido a hacer?
¿Acaso tenían, aparte de sus otros talentos y tecnología, la cualidad de la clarividencia?
—Viene alguien —dijo Beasly.
—No veo nada.
—Ni yo tampoco —dijo Beasly—. Pero la marmota me ha dicho que los ve.
—¡Se lo ha dicho!
—Ya le he dicho que hemos estado hablando. Sí, también puedo verles.
Estaban muy lejos, pero se acercaban rápidamente: tres puntos que atravesaban rápidamente el desierto. Continuó sentado, contempló como se acercaban y pensó en ir a buscar el rifle, pero no se movió de donde estaba en los escalones. Se dijo a sí mismo que el rifle no serviría para nada. Sería estúpido ir a buscarlo; peor que esto: sería una actitud poco sensata. Lo mejor que podía hacer un hombre, pensó, era recibir a esos seres de otro mundo con las manos limpias y vacías.
Ahora que estaban más cerca le pareció que venían sentados en sillas sobre algo invisible y que viajaban muy deprisa.
Vio que eran humanoides, al menos hasta cierto punto, y que solo eran tres.
Se acercaron a toda prisa, y se detuvieron repentinamente a unos treinta metros o así de donde estaba sentado sobre los escalones.
No se movió ni dijo una palabra: no había nada que decir. Hubiera sido demasiado ridículo.
Quizá eran un poco más pequeños que él, tan negros como el carbón, y llevaban unos shorts muy apretados y unos chalecos que parecían algo grandes; tanto los chalecos como los shorts tenían el color azul de los cielos de abril.
Pero eso no era todo.
Estaban sentados sobre sillas de montar, con cuernos en la parte delantera y estribos, y una especie de manta atada a la parte de atrás, pero sin caballos.
Las sillas flotaban en el aire, con los estribos a unos noventa centímetros sobre el suelo, y los seres estaban sentados tranquilamente sobre las sillas y le miraban mientras él los miraba.
Finalmente se levantó y dio un paso o dos hacia adelante y, al hacerlo, los tres bajaron de sus sillas y también se adelantaron, mientras las sillas colgaban en el aire, exactamente tal como las habían dejado.
Taine se adelantó, y los tres se le acercaron, hasta que no estuvieron a más de un par de metros de distancia.
—Le están diciendo hola —dijo Beasly—. Le están diciendo bienvenido.
—Bueno, de acuerdo. Dígales que... ¡Hey, ¿cómo sabe todo esto?!
—La marmota me lo cuenta, y yo se lo cuento a usted. Usted me puede decir cosas, yo se las diré a ella, y ella se lo dirá a ellos. Así es como están las cosas. Para eso es para lo que ella está aquí.
—Vaya, si yo... —dijo Taine—. Así que realmente puede hablar con ella.
—Ya le he dicho que podía —estalló Beasly—. También le dije que podía hablar con Towser, pero pensó que estaba loco.
—¡Telepatía! —dijo Taine. Y ahora las cosas estaban peor. Los seres parecidos a ratas no solo habían sabido todo lo demás, sino también las capacidades de Beasly.
—¿Qué es lo que dice, Hiram?
—No importa —dijo Taine—. Dígale a esa amiga suya que les transmita que me alegra conocerles, y que qué puedo hacer por ellos.
Se quedó algo inquieto, contemplando a los tres seres, y vio que sus chalecos tenían mucho bolsillos, y que los bolsillos estaban repletos, probablemente con sus equivalentes a tabaco y pañuelos, navajas y cosas similares.
—Dicen —tradujo Beasly— que quieren hacer un cambalache.
—¿Cambalache?
—Claro, Hiram. Ya sabe, comerciar —Beasly se echó a reír suavemente—. Imagínese exponiéndose a un comerciante yanki. Eso es lo que Henry dice que es usted. Dice que puede despellejar a un hombre sin que...
—Dejemos a Henry fuera de esto —estalló Taine—. No tenemos por qué meterlo en todo.
Se sentó en el suelo, y los tres se sentaron frente a él.
—Pregúnteles qué desean cambiar.
—Ideas —dijo Beasly.
—¡Ideas! Qué cosa más rara...
Y entonces vio que no lo era.
De todos los bienes que podían ser intercambiados por gente de distintos mundos, las ideas eran los más valiosos y los más fáciles de manejar, No ocupaban espacio, y no alteraban las economías, al menos no de inmediato, y contribuían de una forma mayor al bienestar de las culturas que cualquier intercambio de bienes materiales.
—Pregúnteles —dijo Taine— qué es lo que quieren a cambio de la idea de esas sillas en las que iban.
—Dicen que qué es lo que puede ofrecerles.
Y ese era el problema. Era el problema que sería difícil de contestar.
Automóviles y camiones, el motor de combustión interna. Bueno, probablemente no, porque ya tenían las sillas. Desde el punto de vista de aquella gente, la Tierra estaba atrasada en sistemas de transporte.
Arquitectura... No, esta no era una buena idea, y de todas maneras había la otra casa, así que ya conocían las casas.
¿Ropas? No, ya tenían ropas.
Pintura, pensó. Quizá la pintura sirviese.
—Mire a ver si están interesados en la pintura —le dijo Taine a Beasly.
—Dicen que qué es eso. Por favor, explíquese.
—De acuerdo. Veamos. Es un producto protector que puede ser extendido sobre casi cualquier superficie, se almacena fácilmente, y se aplica también con facilidad. Protege contra el tiempo y la corrosión. Además, es decorativo. Se encuentra en todo tipo de colores, y es barato de producir.
—Se alzan de hombros mentalmente —le dijo Beasly—. Están un poco interesados, pero le siguen escuchando. Siga adelante y explíqueselo.
Esto ya estaba mejor, pensó Taine.
Era el tipo de lenguaje que podía comprender.
Se arrellanó más firmemente en el suelo, y se inclinó algo hacia adelante, pasando su vista por los tres inescrutables y oscuros rostros, tratando de imaginar lo que podían estar pensando.
No había forma de lograrlo. Eran los tres rostros más inexpresivos que jamás hubiera visto.
Todo ello le resultaba familiar. Le hacía sentirse en su elemento. Estaba muy a gusto.
Los tres que tenía frente a él eran, lo sabía de una forma subconsciente, los mejores oponentes en un cambalache con los que jamás se hubiera enfrentado. Y esto le hacía sentirse bien.
—Dígales —habló— que no estoy muy seguro. Que quizá haya hablando demasiado rápidamente. Después de todo, la pintura es una idea demasiado valiosa.
—Dicen que, como favor personal, y no es que estén interesados, si querría usted explicarles un poco más.
Han mordido el anzuelo, se dijo a sí mismo Taine. Si podía manejar correctamente las cosas...
Se dispuso a cambalachear lo mejor que sabía.
Horas más tarde, Henry Horton apareció. Iba acompañado por un caballero muy atildado, impecablemente vestido, que llevaba un impresionante maletín de ministro.
Henry y el hombre se detuvieron en los escalones, totalmente asombrados.
Taine estaba de cuclillas en el suelo, con un trozo de madera, y estaba aplicándole pintura mientras los extraterrestres le contemplaban. Por los embadurnamientos que se veían sobre sus anatomías, resultaba claro que los seres habían estado investigando por sí mismos la pintura. Por el suelo se hallaban otros trozos de madera a medio pintar, y un par de docenas de viejas latas de pintura.
Taine alzó la vista y vio a Henry y al hombre.
—Estaba esperando —dijo— que alguien apareciese.
—Hiram —dijo Henry, con más énfasis que lo habitual—. ¿Me permites presentarte al señor Lancaster? Es un representante especial de las Naciones Unidas.
—Me alegra conocerle, señor —dijo Taine—. Me pregunto si usted querría...
—El señor Lancaster —explicó grandilocuentemente Henry— tenía algunos problemas para atravesar el cordón de afuera, así que le ofrecí mis servicios. Ya le he explicado nuestro interés conjunto en este asunto.
—Fue muy amable por parte del señor Horton —dijo Lancaster—. Ese estúpido sargento...
—Se trata simplemente —dijo Henry— de saber cómo manejar a la gente.
Taine se dio cuenta de que el comentario no era nada bien apreciado por el hombre de la ONU.
—¿Puedo preguntarle, señor Taine —inquirió Lancaster— qué está haciendo?
—Estoy cambalacheando —dijo Taine.
—Cambalacheando. Qué extraña forma de expresarse...
—Es una vieja palabra —dijo Henry rápidamente—, que tiene unas ciertas connotaciones especiales. Cuando uno comercia con alguien, efectúa un intercambio de bienes, pero cuando cambalachea, trata de sacarle la piel a tiras.
—Interesante —dijo Lancaster—. Y supongo que está usted tratando de despellejar a los caballeros de los trajes azules.
—Hiram —dijo Henry orgullosamente— es el cambalacheador más astuto de estos contornos. Tiene un negocio de antigüedades, y tiene que cambalachear muy duro para...
—¿Puedo preguntarle —dijo Lancaster, ignorando a Henry— qué es lo que está haciendo con esas latas de pintura? ¿Son esos caballeros unos clientes potenciales de pintura o...?
Taine arrojó al suelo la madera y se alzó irritado.
—¿Me harán el favor de callarse ambos? —gritó—. He tratado de explicarles algo desde que llegaron, y no hay forma de decir una sola palabra. Les aseguro que es importante...
—¡Hiram! —exclamó horrorizado Henry.
—Está bien —dijo el hombre de la ONU—. Hemos estado diciendo tonterías. ¿Qué es lo que tiene usted que decirnos, señor Taine?
—Estoy entre la espada y la pared, y necesito ayuda —les dijo Taine—. Les he vendido a esos tipos la idea de la pintura, pero no tengo ninguna noción acerca de la misma: el principio por el que se rige, o como se hace, o sus componentes, o...
—Pero, señor Taine, si está usted vendiéndoles la pintura, ¿qué diferencia existe en que...?
—¡No les estoy vendiendo la pintura! —aulló Taine—. ¿No pueden comprenderlo? ¡No quieren la pintura! ¡Quieren la idea de la pintura, el principio de la pintura! Es algo en lo que nunca pensaron, y están interesados. Les ofrecí la idea de la pintura a cambio de la idea de sus sillas, y ya casi lo he logrado...
—¿Sillas? ¿Se refiere a esas cosas que hay aquí, colgando en el aire?
—Exactamente. Beasly, ¿quiere pedirle a uno de nuestros amigos que nos haga una demostración de las sillas?
—Seguro que sí —dijo Beasly.
—¿Qué es lo que tiene que ver Beasly con todo esto? —preguntó Henry.
—Beasly es el intérprete. Supongo que se podría decir que es un telépata. ¿Recuerda como siempre decía que podía hablar con Towser?
—Beasly siempre decía cosas.
—Pero esta vez tenía razón. Habla con la marmota, ese ser de aspecto tan extraño, sobre lo que yo quiero decir, y la marmota se lo dice a esos seres. Y esos seres hablan con la marmota, y la marmota se lo cuenta a Beasly, y Beasly me lo explica a mí.
—¡Ridículo! —resoplé Henry—. Beasly no tiene bastante sentido como para ser... ¿Qué es lo que dijiste que era?
—Un telépata —contestó Taine.
Uno de los seres se había levantado y subido a una silla. Viajó en ella adelante y atrás. Luego saltó de la misma y se sentó de nuevo.
—Interesante —dijo el hombre de la ONU—. Algún tipo de unidad antigravitatoria, con un control completo. Desde luego, podríamos hacer uso de ella.
Se pasó una mano por la barbilla.
—¿Y va usted a cambiar la idea de la pintura por la idea de esa silla?
—Exactamente —le respondió Taine—. Pero necesito algo de ayuda. Necesito un químico o un fabricante de pinturas o alguien que les explique como se hace la pintura. Y necesito algún profesor u otra persona que entienda lo que están diciendo cuando me hablen de la idea de la silla.
—Ya veo —dijo Lancaster—. Sí, desde luego, eso es un pequeño problema. Señor Taine, me parece que usted es un hombre de un cierto discernimiento.
—Oh, seguro —interrumpió Henry—. Hiram es muy astuto.
—Así que supongo que comprenderá —dijo el hombre de la ONU— que todo este asunto es bastante irregular...
—Pero si no lo es —estalló Taine—. Así es como ellos operan. Abren un planeta, e intercambian ideas. Lo han estado haciendo con otros planetas durante un largo, largo tiempo. Y lo único que desean son ideas, simplemente nuevas ideas, porque esa es la forma en que seguir edificando una tecnología y cultura. Y, señor mío, tienen un montón de ideas que la raza humana puede usar.
—Ese es exactamente el punto —dijo Lancaster—. Probablemente sea ésta la cosa más importante que jamás nos haya sucedido a nosotros los seres humanos. En un simple año de tiempo, podemos obtener datos e ideas que nos pueden hacer avanzar, al menos teóricamente, un millar de años. Y, en una cosa tan importante, deberíamos tener expertos realizando la tarea...
—Pero —protestó Henry— no podrá usted hallar un hombre que haga un mejor trabajo de cambalache que Hiram. Cuando uno cambalachea con él, no puede estar seguro ni de conservar la dentadura. ¿Por qué no le deja seguir? Hará bien el trabajo que usted desee. Puede reclutar a sus expertos y a sus grupos de planificación, y dejar que Hiram esté de fachada. Esas gentes lo han aceptado, y han demostrado que están dispuestos a negociar con él, así que ¿qué más desea usted? Lo único que necesita es un poco de ayuda.
Beasly se acercó, y se enfrentó con el hombre de la ONU.
—No trabajaré con ninguna otra persona —dijo—. Si echan a Hiram de aquí, yo me iré con él. Hiram es la única persona que me ha tratado como a un ser humano...
—¡¿Lo ve?! —dijo triunfalmente Henry.
—Espere un segundo, Beasly —dijo el hombre de la ONU—. Podríamos hacer que estuviese usted satisfecho. Me imagino que un buen intérprete en estas condiciones podría obtener un salario muy tentador.
—El dinero no me importa lo más mínimo —dijo Beasly—. No podría obtener amigos con él. La gente seguiría riéndose de mí.
—Dice lo que piensa, caballero —advirtió Henry—. No hay nadie que pueda ser tan testarudo como Beasly. Yo lo sé muy bien; antes trabajaba para nosotros.
El hombre de la ONU parecía demolido y bastaba desesperado.
—Tal vez le lleve bastante tiempo —le indicó Henry— el hallar a otro telépata, o sea alguien que pueda hablar con la gente de ahí afuera.
El hombre de la ONU parecía como si se estuviera ahogando.
—Dudo —dijo— que haya otro en toda la Tierra.
—Bueno, de acuerdo —dijo Beasly, brutalmente—. Tomemos una decisión. No pienso pasarme aquí todo el día.
—De acuerdo —lloriqueó el hombre de la ONU—. Ustedes dos pueden seguir adelante. Por favor, ¿quieren seguir adelante? Tenemos aquí una oportunidad que no podemos dejar escapar. ¿Necesitan algo? ¿Puedo hacer algo por ustedes?
—Sí, efectivamente —dijo Taine—. Van a llegar los chicos de Washington, y los jefazos de otros países. Simplemente, sáquemelos de encima.
—Me explicaré muy cuidadosamente con todo el mundo. No habrá interferencias.
—Necesito a ese químico y alguien que pueda entender las sillas. Y los necesito rápido. Puedo entretener a esos chicos un poco más, pero no mucho más.
—A quienquiera que usted necesite —dijo el hombre de la ONU—. A cualquiera absolutamente. Puedo traerlos aquí en unas horas. Y en un día o dos tendré un equipo de expertos que estará esperando para cualquier cosa que usted necesite... solo tendrá que llamarlos.
—Señor —dijo Henry untuosamente—, esta actitud es muy cooperativa. Tanto Hiram como yo la apreciamos sobremanera. Y ahora, dado que esto ya está solucionado, tengo entendido que hay algunos periodistas esperando. Estarán muy interesados en sus declaraciones.
El hombre de la ONU, según parecía, no tenía fuerzas para protestar. Él y Henry subieron pesadamente los escalones. Taine se volvió y miró a través del desierto.
—Es un gran patio delantero —dijo.