El Ul Kworn suspendió la búsqueda de alimentos, abrió más el ojo y observó el objeto que le bloqueaba el paso.

No vio el obstáculo hasta casi tocarlo. Había dedicado su atención a buscar —y coger— en los líquenes que cubrían su zona alimenticia todo cuanto fuese lo bastante grande como para ser comestible. Pero le había asustado el inesperado calor que irradiaba el objeto. El crepúsculo parecía próximo. No podía existir ningún organismo, viviente o no viviente, capaz de irradiar siquiera una fracción del calor que emitía la pared de brillante metal que se hallaba ante él. Kworn extendió su manto para absorber el calor, a la vez que alzaba el ojo y miraba por encima del obstáculo. No era alto, pero sí lo bastante como para constituir un estorbo. Se combaba desde allí hasta muy lejos, extendiéndose completamente a través de toda la amplitud de su terreno.

Una oscura memoria racial le dijo que era un ingenio, un producto de los tiempos en que la Raza tenía ocio para soñar y tiempo para construir. Probablemente había sido diseñado milenios atrás por sus remotos antepasados y salido recientemente de su escondite bajo la arena. Esos objetos metálicos seguían apareciendo y desapareciendo conforme las arenas se desplazaban movidas por la fuerza del viento. El Ul los había visto antes, aunque ninguno tan grande ni tan bien conservado. Brillaba como si hubiese sido construido el día anterior, con un suave lustre plateado sobre la oscuridad negroazulada del cielo.

Cuando su ojo vio claramente la parte superior del muro, se puso a temblar. Para su sorpresa se trataba del borde de un enorme disco metálico que tenía un diámetro de cincuenta raads. Y eso no era todo. Tres gruesas columnas de metal partían del disco y conforme se elevaban, iban inclinándose hacia el cielo. En lo alto, casi más allá del alcance de la vista, convergían para sostener un inmenso cilindro colocado verticalmente con relación al suelo. El cilindro tenía un diámetro casi tan grande como el del disco que descubrió en primer lugar el ojo. Resplandecía sobre la cabeza del Ul, produciendo la inquietante impresión que estaba a punto de caerse y aplastarle. Unas excrescencias extrañamente articuladas tachonaban su superficie y, a su lado, a unos dos tercios de su altura, dos cilindros más pequeños surgían del mayor, separados por escasa distancia, divididos por una hilera vertical de cuatro formas negras que se dirigían directamente hacia su zona de alimentación.

El Ul Kworn observaba la gigantesca estructura con desagrado y desconcierto. La tempestad que logró desenterrarla tuvo que ser muy violenta para llevarse tan lejos tal masa de arena. Y la mala suerte hizo que aquel objeto se estableciera en su sendero. La ira oscureció aún más su manto. ¿Por qué todo tenía que sucederle a él? ¿Por qué no se metió el objeto en el camino de otro, en la tierra de uno de sus vecinos? Le apartaba casi tres mil raads cuadrados del suelo que le procuraba su sustento vital. Dar aquel rodeo significaba malgastar una energía de la que no podía prescindir. ¿Por qué no había aparecido en la zona de Ul Caada o la de Ul Varsi… o la de cualquier otro de los innumerables seres de la Raza? ¿Por qué afrontar semejante problema?

No podía salvar el obstáculo, extendido hasta más allá de su territorio. No le quedaba otro remedio que invertir una preciosa energía en ascender por el muro y atravesar la plana y brillante superficie del disco. Durante tan largo trayecto le sería imposible comer, ya que su ojo no veía el menor vestigio de líquenes en la suave superficie metálica.

El frío del anochecer había caído sobre la Tierra. Muchos de los de su Raza estaban ya envueltos en sus mantos, conservando su energía hasta que el Sol del amanecer les comunicase su ardiente vida. Pero Kworn no lo estimó necesario. Había calor suficiente junto al muro.

El aire brillaba débilmente al enfriarse. En las patas de la estructura se formaban pequeños cristales de hielo, que se delineaban en fulgurante contraste con el tenebroso paisaje, que los líquenes cubrían de una capa verdegris puntuada por las bolas purpúreas de los parásitos adheridos a ellos. Separados de Kworn y sus vecinos por un espacio de veinte raads, protegidos por su manto, los cuerpos de los componentes de la Raza se unían en una sola y larga línea a través del ondulado paisaje, y se desvanecían en la oscuridad.

Detrás de ellos, a un día de distancia, se hallaba otra línea de los de la Raza. Más lejos, otra. El Ul Kworn y los demás Ul eran los mayores ejemplares de la Raza y formaban la primera línea, pues su madurez y aptitud para reproducirse lo exigía con arreglo a la Ley.

Caada y Varsi se agitaban, inquietos, estimulados al movimiento por el calor que irradiaba del obstáculo, aunque obligados por la Ley a mantenerse en su puesto hasta que el Sol reanimase a los demás. Sus mantos de color carmesí oscuro ondeaban por el suelo, mientras sus nerviosos seudópodos se dirigían hacia los límites de sus zonas.

Estaban impacientes por comunicarse con el Ul Kworn.

Pero Kworn no estaba aún dispuesto. Se mantenía prudentemente apartado mientras enviaba un delgado seudópodo hacia el brillante muro que se erguía ante él. Malgastaba energía, pero decidió aprender todo lo posible acerca de aquella cosa, antes de intentar atravesarla al día siguiente.

Era evidente que no tendría otro remedio que hacerlo, porque la Ley determinaba claramente el delito de usurpación cometido en territorio vecino. Ningún miembro de la Raza ocupará la zona alimenticia de otro durante el Tiempo de Viaje, excepto con permiso reconocido. La infracción será castigada con la expulsión del transgresor de su lugar en el rango.

Y eso equivalía a una sentencia de muerte.

Cabía la posibilidad de pedir permiso a Caada o a Varsi, pero estaba completamente seguro que no lo obtendría. No eran buenas las relaciones con sus vecinos. Caada era vengativo, viejo y egoísta. No se había reproducido durante aquella estación y su vitalidad era poca. Siempre estaba hambriento y no sentía vergüenza de introducir taimadamente un seudópodo más allá de los límites fronterizos de sus vecinos para robar alimento. Kworn le advirtió y le amenazó con un juicio en el caso que cometiera otro robo. Como que cada miembro de la Raza era materialmente incapaz de mentir a los otros, Caada sería desterrado. Desde entonces, Caada no le importunó más, pero su aversión hacia Kworn no podía ser más evidente.

Pero Varsi, propietario del terreno situado a la derecha, era aún peor. Había ascendido al grado de Ul un año antes solamente. Por aquel tiempo corrieron rumores acerca de que los más pequeños y débiles miembros de la Raza sufrieron el robo de alimentos y plasma reproductor. Pero nada podía probarse y muchos cachorros murieron durante el desagradable proceso de ascensión a la madurez. Mas eso a Kworn no le importaba. Si Varsi constituía un ejemplo de la joven generación, la sociedad disminuiría y se haría más agradable. No profesaba ningún afecto hacia los jovencitos audaces y emprendedores que se apiñaban hasta los límites mismos de su tierra, vigilantes y agresivos ante la menor invasión de su territorio. Lo más molesto era que Varsi se había reproducido felizmente aquel año, con el consiguiente rejuvenecimiento. La tentativa de Kworn, en cambio, sólo se consumó en parte. Sus reservas de energía no fueron lo bastante grandes para producir vástagos viables, y únicamente logró rejuvenecerse de forma parcial. Bastaría, eso sí, para llevarle a las tierras de alimentación invernales. Mas su única seguridad para ello era en ocupar un puesto junto a Caada, que terminaría fatalmente en el gran Vacío si su alimentación durante el camino no fuese adecuada.

Sin embargo, nunca imaginó que tendría a Varsi por compañero.

Se consoló pensando que otros podrían tener tan malos vecinos como él. Pero nunca cometería el error de intercambiar plasma reproductor con cualquiera de sus vecinos, ni aun cuando su fecundidad y su situación dependiesen de ello. Las células ajenas nada harían por mejorar el sentido de la disciplina y el orden que había desarrollado tan cuidadosamente en las suyas. Sus vástagos eran corteses y nobles, honraban a la Raza y al nombre de Kworn. Un padre debería sentirse orgulloso de sus hijos de forma que, cuando pudiesen tener descendientes, no hubiera que avergonzarse de ellos. Kworn creía que un Ul necesitaba tener un sentido de la responsabilidad con respecto al trascendental futuro de la Raza.

Su ira cesó al aplicar el control sinérgico. La ira significaba una merma de energía, un lujo que no podía permitirse. Le quedaba poca. El año fue malo. La primavera tardaba en llegar, y el invierno había venido pronto. El verano fue árido, y los líquenes de las tierras alimenticias habían crecido poco. Los diminutos y bulbosos parásitos del liquen, principal fuente de alimentación de la Raza, no habían alcanzado su plenitud habitual. Resultaron cosas pobres y pequeñas, que apenas merecían ser ingeridas. Y no eran mejores las que se hallaban junto al camino que conducía a los territorios invernales.

Malhumorado, tocó con un filamento táctil el muro que se erguía ante él. Estaba muy caliente, liso y escurridizo al tacto. Lo palpó suavemente y percibió las casi horizontales asperezas de la superficie. Experimentó algún consuelo, porque tenía posibilidad de escalarlo. Pero, tras relajarse momentáneamente, retiró el filamento, retorciéndose con angustia y dolor. ¡El muro le había quemado la carne! Tenues hilos de vapor se elevaron en el lugar tocado del metal, helándose al instante en el aire frío. Retiró el filamento en una automática constricción protectora de sus células. El dolor cesó de inmediato, pero el recuerdo de la quemadura era tan punzante, que su manto se encogió y tembló convulsivamente en tanto no cesaron los reflejos.

Pensativamente, escondió el miembro lesionado. Comprendió, con miedo, que no podría atravesar el disco. Lo que esto implicaba le aterrorizó. En el caso que no pudiera pasar, su terreno al otro lado del camino quedaría vacante y sujeto a prioridad de ocupación por sus vecinos. Ni siquiera podría esperar hasta que hubiesen pasado y alcanzarles luego. La Ley era clara sobre este punto. Si un miembro de la Raza se rezaga en su rango, su tierra queda vacante y abierta a sus vecinos. Si se adelanta a él, sufrirá la misma penalización. El que abandone su posición, lo hará permanentemente.

Pensó ceñudo que esa misma Ley era la que le obligó a ocupar una posición junto a Ul Caada. Y, por supuesto, sus vecinos conocían la Ley tan bien como él. Formaba parte de ellos, parte de sus células aun antes de que se separasen de su padre. Sería una absoluta insensatez esperar que vecinos como Caada o Varsi le iban a ceder el paso por su tierra para que conservase su puesto en el rango.

La amargura le envolvió con un estímulo tan penetrante, que Caada extendió un filamento de comunicación para proyectar una pregunta.

—¿Qué es esa cosa que está en tu tierra y la mía? —preguntó Caada.

Su proyección era débil. Era evidente que no viviría mucho, si no lograba mejorar su status alimenticio.

—No lo sé. Es de metal, un obstáculo que no me deja proseguir mi camino. No puedo pasar por encima de él. Si lo toco, me quema.

Un rápido temblor de agitación recorrió el filamento de Caada. El viejo Ul cortó la conexión instantáneamente. La situación no tenía remedio. Y la descomedida codicia de Varsi era tan conocida, que no resultaría sensato intentar nada por ese lado.

Sufrió un acceso de desesperación. Si no podía hallar el medio de superar aquel obstáculo, estaba perdido.

No quería entrar en el Vacío. Había visto a otros que se dirigían a él para que quisiera seguirlos. Pensó por un momento en pedir a Caada y a Varsi libre paso por sus tierras durante el corto espacio de tiempo que sería necesario para salvar la barrera. Pero la razón se impuso. Sólo iba a conseguir una negativa y, a fin de cuentas, era el Ul Kworn y tenía su orgullo. No rogaría a sabiendas que sus súplicas fuesen en vano.

Le quedaba una posibilidad de sobrevivir si se envolvía bien en su manto y esperaba hasta que hubiesen pasado todos los rangos. Entonces podría dominar a los rezagados y, posiblemente, le quedaría la comida suficiente para llegar a las tierras de alimentación de invierno.

Y tenía incluso una posibilidad de cruzar el disco. Disponía del calor suficiente para mantenerse activo. Trabajando toda la noche podría trazar un sendero de arena a través de su superficie, con el fin de prevenir que sus tejidos fuesen quemados por el metal. Desde un punto de vista estricto iba a violar la Ley por adelantarse a los demás, pero como no pensaba tomar alimentos, no causaría ningún perjuicio.

Se acercó más al el muro y empezó a amontonar arena junto a su base, disponiendo una ancha rampa hasta lo alto del disco. Se trataba de un trabajo muy lento. La arena era escurridiza, sus pulidos granos se deslizaban y la rampa se desmoronaba una y otra vez. Pero continuó trabajando y amontonó arena hasta que ésta alcanzó lo alto del disco. Miró entonces más allá de la superficie plana que se extendía ante él.

—¡Cincuenta raads!

Pudieran muy bien ser cincuenta zetz. No lo conseguiría. Su nivel de energía era ya tan bajo, que apenas podía moverse. Construir ahora un sendero de un raad de ancho a través de aquella extensión de metal constituía una labor que rebasaba sus fuerzas. Se dejó caer por la rampa, completamente agotado. No tenía otro remedio que abrir su manto al Vacío.

No se dio cuenta hasta aquel momento que le tocaban los filamentos de comunicación de Caada y Varsi. Ante el estallido de júbilo de Caada y las cínicas frases de Varsi —«Una noble decisión, Ul Kworn. ¡Mereces alabanzas por ella!»—, comprendió que ya lo sabían todo.

Su cuerpo se agitó con desesperanza. Estaba cansado, demasiado cansado para encolerizarse. Su energía era escasa. Pensó impasiblemente en el Vacío. Más tarde o más temprano, llegaba la hora para todos los de la Raza. El Ul había vivido más tiempo que muchos otros, era justo que ahora le tocase el turno. Lo aceptó con un sereno fatalismo que no creía poseer. Tumbado sobre la arena con el manto extendido esperó a que llegase el fin.

Pensó que no vendría muy pronto. Se hallaba aún muy lejos de la desorganización celular que precedía a la extinción. Se sentía simplemente exhausto y necesitaba alimentos para restaurar sus fuerzas.

Si dispusiera de comida, podría conservar la esperanza de construir el sendero a tiempo. Pero no era así. Había recogido toda la que quedaba en su tierra antes de llegar al camino.

Acostado en la rampa, débil y lánguido, junto al obstáculo, descubrió lentamente que el metal no estaba muerto. ¡Estaba vivo! Por el metal circulaban vibraciones rítmicas que eran transmitidas a su cuerpo por la arena.

Una loca esperanza se agitó en su interior. Si el metal estaba vivo, podía oírle en el caso que intentara comunicarse. Concentró sus restantes reservas de energía, trató de hacerse insensible al dolor y apretó sobre el metal un filamento de comunicación.

—¡Ayúdame! —proyectó desesperadamente—. ¡Estás bloqueando mi zona! ¡No puedo pasar!

Lejos, a un lado, percibía la risa de Varsi. Al otro, la codicia de Caada se deleitaba con el daño ajeno.

«No puedo despertar a este metal», pensó Kworn, mientras lo intentaba otra vez con más porfía que antes, sin hacer caso del dolor de su quemada carne.

Se oyó un chasquido dentro del metal y cambió la cadencia de los sonidos.

«¡Ya despierta!», pensó alocadamente Kworn.

Tras un crujido, una varilla salió del cilindro y se balanceó en el suelo dentro del territorio de Varsi. Una rejilla cuadrada se elevó de la parte superior del cilindro y se puso a girar. Y Kworn temblaba y sufría sacudidas ante la tremenda fuerza de las palabras que fluían a través de su cuerpo. Eran palabras sin sentido, ondas sonoras que martilleaban sus receptores en una lengua desconocida que no entendía. Pensó con desesperación que el lenguaje de la Raza había cambiado desde los tiempos de los antepasados.

Y entonces, con un bramido que desgarraba su manto, los dos pequeños cilindros superiores echaron llamas y humo. Dos bolas plateadas salieron del cilindro mayor llevando delgados filamentos oscuros, y se enterraron en la arena detrás de él. Los filamentos permanecieron inmóviles en la arena mientras Kworn se envolvía defensivamente en su manto, luego se desenrollaron por la rampa hasta llegar al suelo.

El silencio que siguió fue tan profundo que parecía como si el Vacío hubiese conquistado la Tierra entera.

Kworn se desciñó lentamente el manto.

—En nombre de mi primer abuelo, ¿qué ha sido eso? —murmuró temblorosamente.

Sus sentidos estaban trastornados por la violencia del sonido. Era peor aún que el fragor del samshin que, de tanto en tanto, soplaba del sur, arrastrando el polvo, los líquenes, los parásitos e incluso miembros de la Raza demasiado lentos o demasiado insensatos para protegerse de la furia del viento.

Kworn examinó cuidadosamente los daños sufridos en su manto. No eran graves. Un desgarramiento muy pequeño fácil de remendar, unos pocos granos de arena que podían quitarse. Comenzó su cura con la menor pérdida posible de energía, hasta que advirtió cómo una emanación venía desde los filamentos proyectados del cilindro.

—¡Comida!

¡Y qué comida!

¡Era la destilada quintaesencia de un millar de parásitos purpúreos! Llegó hasta sus sentidos en una resplandeciente ola de éxtasis tal, que su manto se tiñó de intenso color carmesí. Extendió un seudópodo hacia su origen y, al tocar el filamento, tembló todo su cuerpo con expectación. El obstáculo fue borrado de su pensamiento por una orgía de estremecedor deleite. Oleadas de placer pasaron por su cuerpo al desplazarse rápidamente para cubrir el filamento. Pensó que pudiera tratarse de una trampa, pero no importaba. Las exigencias de su cuerpo agotado y el sabor de aquel comestible constituían una combinación demasiado potente para su voluntad, aunque hubiera pretendido oponerse. Oleadas de placer pasaron por su superficie al aumentar su contacto con el filamento. Se apretó contra él, envolviéndolo completamente. Que Kworn recordase, nunca había comido así. Sus depósitos de energía se incrementaban según absorbía con gula el contenido del cordón, pensando ya en el nuevo placer que le esperaba en aquel otro, a veinte raads apenas más allá.

Extendió sensualmente un seudópodo de su superficie superior para probar el otro filamento. Kworn se sentía repleto; pero el deseo de comer era mayor que nunca. Sabía, sin embargo, que el alimento contenido en el otro cordón le llevaría al nivel crítico, le obligaría a reproducirse. Este pensamiento le divirtió. No recordaba que ningún miembro de la Raza hubiera tenido un vástago durante el Tiempo de Viaje. Sería una cosa nunca vista, algo que, andando el tiempo, pasaría a los anales de la Raza y acaso provocase un cambio en la Ley.

El seudópodo tanteó, alcanzó y se detuvo cerca de su meta. Allí no había más que aire.

El miedo arrojó de su mente los lentos pensamientos orgiásticos. Absorto en su glotonería, no había notado que el filamento se tensaba y, lentamente, iba entrando de nuevo en el cilindro. ¡Era ya demasiado tarde! El filamento corría sobre el borde del disco metálico.

Kworn intentó impacientemente desprender sus superficies absorbentes y bajar hasta retirarse a un lugar seguro, pero no pudo moverse. Estaba pegado al oscuro cordón por algún extraño adhesivo que unía tenazmente sus células al mismo. No podía desasirse.

El cordón subía constantemente, tirando de Kworn en forma inexorable, hacia una cavidad oscura del cilindro superior. Le invadió el pánico. Intentó con desesperación liberar sus superficies. Su seudópodo azotaba en vano el aire buscando temerosamente algo donde agarrarse y que detuviese aquel lento movimiento hacia el infierno de dolor que le esperaba allá arriba, en el metal.

Su carne exploradora chocó con algo y comprendió, aterrado, que se trataba de Ul Caada. El viejo había reaccionado más prontamente que él, quizá por tener mayor costumbre de robar, pero, al igual que Kworn, había sido atrapado y no lograba desprenderse.

—¡Para que escarmientes! —proyectó Kworn con aspereza—. La cosa estaba en mi territorio. No tenías derecho a alimentarte.

—¡Suéltame! —gritó Caada.

El cuerpo de Caada se sacudía al extremo de una espesa masa de tejido digestivo, colgando del cordón, forcejeando loco de terror. Era extraño, pensó Kworn, que el miedo fuese más fuerte en los viejos que en los jóvenes.

—¡Suéltate, loco! —proyectó Kworn—. No estás lo bastante adherido para herirte, aunque pierdas parte de ti. Un poco de sustancia no vale lo que tu vida. ¡Date prisa o será demasiado tarde! El metal es venenoso para nuestra carne.

—Pero sentiré dolor al separar mi superficie absorbente —protestó Caada.

—Si no lo haces, morirás.

—¿Por qué no lo haces tú?

—Porque no puedo —respondió Kworn desesperado—. Toda mi superficie está pegada al filamento. No puedo desasirme.

Estaba sereno, resignado a lo inevitable. Su codicia le había conducido a este final. Acaso fuera un castigo merecido. Pero Caada no tenía ninguna necesidad de morir, con tal de que mostrara coraje.

Giró su ojo para observar los esfuerzos de su vecino. Caada, al parecer, iba a seguir su consejo. Su tejido inferior pegado al filamento empezó a adelgazarse. Su seudópodo abandonó el contacto. Pero sus movimientos eran lentos y vacilantes. Ya su masa corpórea se elevaba sobre el borde del disco.

—¡Apresúrate, loco! —proyectó Kworn—. ¡Un momento más, y eres muerto!

Mas Caada no podía oírle. Sus tejidos se separaban con lentitud, mientras abandonaba de mala gana su superficie absorbente. Pero ya era tarde. Las últimas células se desprendieron y cayó, con el manto colgante, sobre la superficie del disco. Yació allí un instante, hasta que su cuerpo desapareció en una nube de vapor helado. Y su existencia se desvaneció con un grito en el vacío.

Kworn se estremeció. Era un modo terrible de morir. Pero su propia suerte no sería mejor. Se envolvió bien en su manto mientras sus guías desaparecían en la oscura cavidad del cilindro. Dentro de un momento seguiría a Caada en el viaje del que ningún miembro de la Raza había vuelto. Su cuerpo desapareció en la cavidad…

… ¡Y se sumergió en el paraíso!

Sus partes delanteras se deslizaban por un caliente y espeso líquido que disolvía el adhesivo que le ataba al cordón. Al deslizarse, libre ya, comprendió lentamente que no iba a morir. ¡Estaba bañado en alimento líquido! ¡Nadaba en él! Por todas partes le rodeaban increíbles sabores, tan raros y deliciosos que su entendimiento no podía clasificarlos. Relajado, con el manto extendido sobre la comida, empezó a saborear, a absorber, a digerir, a metabolizar, a excretar. Sus depósitos de energía alcanzaron el más alto grado de la escala. Los núcleos de su plasma se reprodujeron, se hincharon, y los cromosomas de éstos se dividieron hasta formar un gran retoño que se separó de su cuerpo. ¡Se había reproducido!

A través de una cegadora niebla de sensación somática, comprendía torpemente que esto no era posible ni el momento oportuno, que el espacio era limitado y falsa la reacción natural ante la abundante provisión de alimento. Pero, eso no le preocupó.

Durante millares de estaciones anduvo por todos los caminos entre el ecuador y el polo, en búsqueda incesante de alimentos, creciendo y rejuveneciéndose en las buenas estaciones, reduciéndose y envejeciendo en las malas. Había permanecido ligado al suelo, esclavo de las duras exigencias de la vida y la Naturaleza. Y ahora se había interrumpido la rutina.

Se sintió complacido de su libertad. Tenía que haber sido así en los tiempos antiguos, cuando las aguas eran fértiles y crecían en ellas cosas comestibles, y la Raza disponía de tiempo para imaginar ensueños juveniles, tener pensamientos juveniles, y fundar sus pensamientos y ensueños en las esplendentes realidades de ciudades y máquinas. Aquellos fueron los tiempos en que la inteligencia dejaba la tierra para elevarse en el aire, en dirección a las lunas, al sol y las estrellas de la noche.

Pero de eso hacía mucho tiempo.

Permaneció tendido sosegadamente, consciente del cambio que se operaba dentro de él, en tanto sus células se multiplicaban para substituir a las que había perdido, y su cuerpo ganaba peso y volumen. Estaba rejuvenecido. Las células de su cuerpo en crecimiento, estimuladas por la abundancia de alimentos, liberaban recuerdos que había olvidado. Su pasado corría en continuidad celular directa hacia la aurora de su raza, y en él se conservaba toda la memoria que había experimentado desde el principio. Algunos recuerdos eran débiles, otros claros, pero todos exigían un esfuerzo de rememoración. Únicamente reclamaban un estímulo suficiente para salir desde sus escondrijos.

Y por primera vez en milenios, el estímulo se hallaba a su alcance. El estímulo significaba crecimiento, el rápido desarrollo que sólo una abundante provisión de alimentos podía proporcionar, la clase de desarrollo que no podía suministrar el reducido medio ambiente externo. Comprendió con súbita claridad que la Raza había degenerado en cuerpo y espíritu al adaptarse con lentitud al siempre creciente rigor de la vida. El impetuoso torrente de recuerdos y sensaciones que atravesaba con velocidad de vértigo por su mente, le dio una nueva visión de lo que fue en otro tiempo y en lo que se había convertido. Su ojo se alzó del barro y los líquenes.

Lo que veía le llenó de compasión y desprecio. Compasión por lo que había devenido la Raza, desprecio porque ésta no quiso reconocerlo. Sin embargo, Kworn no fue mejor que los otros. Sólo había aprendido por una casualidad, gracias a aquel ingenio. La Raza era incapaz de saber las tristes consecuencias de la lenta mengua de su provisión de alimentos. Durante milenios se había adaptado, evolucionado para acomodarse a las cambiantes condiciones, sobreviviendo únicamente porque fue más inteligente y tenaz que las otras formas de vida que se extinguieron. Habían pasado mil millares de estaciones desde la gran guerra que devastó al mundo. Un millón de años de lenta adaptación al inmenso y estéril yermo que se había formado cuando los últimos productos de la tecnología de la Raza habían desaparecido con la extinción de sus creadores, había creado una especie ligada a un nivel de existencia para subsistir, imposibilitada de pensar más allá de las básicas necesidades de la vida.

El Ul Kworn suspiró. Mejor hubiese sido no recordar tanto. Pero no podía suprimir ni el conocimiento ni los recuerdos. Se apiñaban sobre él, estimulados por la comida en que flotaba.

Junto a él, su vástago crecía. Un vástago siempre crece con celeridad en un medio ambiente favorable, y aquel era ideal. Pronto sería tan grande como él. Sin embargo, nunca se desarrollaría más allá de cierto límite. No maduraría sin una transferencia de plasma reproductor de otros cachorros de la Raza. Y allí no los había.

Crecería y seguiría creciendo porque no habría represión de madurez sobre sus células. Continuaría siendo un trozo de carne, parcialmente sensible, que nunca llegaría a ser completo. Y, con el tiempo, resultaría peligroso. Cuando hubiese agotado la provisión de alimentos, se volvería contra él con hambre insensato. No sabría que el Ul Kworn era su padre y, si lo supiera, no le importaría. Un cachorro es irremediablemente egoísta, y sus deseos constituyen el único elemento de importancia en su limitado universo.

Kworn consideró su situación desapasionadamente.

Era evidente que debía huir de aquella trampa antes de que su vástago le destruyese. Con todo, no podía discurrir ningún sistema para inmunizarse al metal venenoso. Lo reconocía ahora, el elemento con los doce protones en su núcleo, un metal ligero rara vez usado por la Raza aun en los días de su grandeza a causa de su aptitud para oxidarse rápidamente y su propensión a estallar en brillante llama al ser calentado. Con súbita sorpresa, comprendió que el ingenio no era otra cosa que una gigantesca antorcha.

¿Por qué había sido construida así? ¿Cuál era su función? ¿De dónde había venido? ¿Por qué no había hablado desde que había sido liberado aquel flujo de jerga ininteligible, antes de introducirlo en su interior? A partir del momento en que entró en aquel depósito de comestibles, había permanecido silenciosa, a excepción de un zumbido que venía de alguna parte por encima de él. Tenía la extraña impresión de que el ingenio recogía información acerca de él y de sus reacciones.

Y entonces, de repente, escuchó su voz. De ella salían palabras misteriosas que se clavaban en él como diminutos cuchillos sonoros. La intensidad y la velocidad de las proyecciones le conmovían, para sacudirle al cesar tan súbitamente como habían empezado.

En el silencio que siguió, Kworn intentó recordar la secuencia del sonido. Las palabras, en nada se parecían a cuanto había oído antes. No pertenecían al lenguaje de la Raza ni en el pasado ni el presente. Y su fluidez, su sucesión, no eran orgánicas. Eran mecánicas, producto de una inteligencia metálica que registraba y hablaba, pero no pensaba. La Raza había poseído máquinas semejantes en otro tiempo.

¿Cómo había empezado? Un débil preliminar, una voz sin sonido que pronunciaba una sola palabra. Tal vez si él la proyectase, provocaría una respuesta. Graduando el diapasón de su voz con igual clave e intensidad, proyectó el vocablo lo mejor que pudo recordarlo.

Y la voz comenzó otra vez.

Kworn temblaba de agitación. Algo exterior al ingenio lo impulsaba a hablar. Quedó convencido de ello, tan seguro como de que el ingenio lo registraba a él y a su vástago. ¿Pero quién o qué recibía la información? ¿Y por qué?

Pensó el Ul que resultaría fascinante meditar sobre ello, pero después tendría tiempo de sobra para hacerlo. Su inmediata necesidad era salir de allí. La provisión de comestibles parecía disminuir, mientras que su vástago adquiría un tamaño enorme. Tendría que irse pronto y hacer algo en lo tocante a su propio desarrollo. Éste alcanzaba ya niveles peligrosos. Kworn se hallaba al borde de otra reproducción, y no tenía posibilidad de asumirla. Muy a su pesar, desplazó las células conniformes de su manto y su capa inferior hacia sus superficies internas, de manera que formasen una capa protectora en torno a su plasma reproductor y células absorbentes. Dispondría de superficie de absorción suficiente para satisfacer sus necesidades de subsistencia, y su cuerpo podría conservar el más alto grado de energía celular. Pero su deseo de nutrirse y reproducirse era aún casi predominante. Su cuerpo protestaba por negarle el derecho que el alimento le daría; sin embargo, el Ul se opuso a las exigencias de su carne hasta que cesaran los frenéticos apremios celulares.

Su vástago, a su lado, tanteaba con sensación física. Kworn le envidiaba tanto como le compadecía. El pobre necio podría ser empleado como medio para lograr el fin de su huida, pero resultaba inepto para todo lo demás. Era demasiado grande y estúpido para sobrevivir en el mundo exterior. Kworn expelió una red de seudópodos peliformes, y la examinó rápidamente por el depósito donde se hallaba. Éste no tenía más rasgos que una abertura por la que el filamento no se había retirado del todo, cuando tiró de él para meterle en aquel lugar. Algunos puntos de la pared tenían una textura distinta de los otros, eran, probablemente los órganos sensoriales del registrador. Kworn silbó con satisfacción. Por una reja en lo alto del depósito fluía una corriente continua de aire caliente. Kworn pensó que sería agradable explorar más a fondo, pero ya no había tiempo. Su vástago se había ocupado de ello.

Fijó su ojo en un delgado seudópodo y lo introdujo en la abertura de la pared del depósito. En el exterior era todavía de noche, pero una tenue raya a lo largo del horizonte anunciaba la venida del alba. El ingenio brillaba heladamente debajo de él. Experimentaba una sensación de vértigo al mirar hacia abajo, a la pendiente rápida que conducía al disco inferior. La mancha oscura del cuerpo quemado de Caada era casi invisible sobre el débil fulgor del disco todavía caliente. Kworn se estremeció. Caada no merecía una muerte semejante. Kworn miró hacia abajo para calcular las probabilidades de escape con su nueva inteligencia y, luego, con una gruesa fibrilla de combinación, proyectó con fuerza a la temerosa masa de su vástago, que retrocedía.

Kworn, ceñudo, pensó en lo curiosamente difícil que era establecer el control, teniendo en cuenta que las células de su vástago eran derivaciones directas de las suyas. El cachorro había desarrollado una asombrosa individualidad en sus pocos xals de existencia libre. Sintió una oleada de agradecimiento al viejo Ul Kworn en tanto el joven se rendía a su firme proyección. Su precursor había siempre recurrido a plasma reproductor dócil para producir lo que él llamaba «disciplina y orden». En realidad, no constituía más que debilidad. Resultaba perjudicial para la supervivencia. Mas, en aquel momento, aquella debilidad era indispensable.

Tras el azote sondeante de su proyección, el cachorro expelió una densa masa de tejido que se trabó con otra masa similar de Kworn. Cuando el contacto se hubo hecho firme y estable, éste comenzó a fluir hacia su ojo, que permanecía aún en la abertura a un lado del depósito.

El frío exterior le pinchó con agujas de hielo en sus centros sensoriales en tanto fluía al exterior, pegado al seudópodo de su vástago que iba extendiéndose poco a poco. Cayó lentamente bajo el cilindro. El vástago estaba furioso. No le gustaba el frío y forcejeaba por liberarse, pero Kworn se asía como una lapa a su carne, mientras el otro se retorcía en un esfuerzo por volver al calor y el regalo en que había nacido.

—¡Suéltame! —gritó su vástago—. No me gusta este lugar.

—Dentro de un instante —respondió Kworn al transformar los vagos retorcimientos en un oscilante movimiento de péndulo—. Ayúdame a moverme de un lado a otro.

—No puedo. Tengo frío. Me he hecho daño. ¡Suéltame!

—Ayúdame —ordenó Kworn, poniendo ceño— o te dejo aquí para que te hieles.

El cachorro tembló de miedo y se encogió. Se aceleró el impulso oscilatorio. Kworn se asió con más fuerza.

—¡Me prometiste soltarme! —lloró su vástago—. Me prome…

Fue interceptada la proyección del cachorro cuando Kworn se desasió en el arco ascendente de la oscilación, extendió su manto y se dejó caer a plomo sobre el suelo. Sintió temor, en tanto su cuerpo se doblaba a través del aire tenue, evitando el borde del disco, hasta que dio con su cuerpo en tierra. Se oyó un desagradable ruido de objeto duro que choca con otro blando. Detrás y encima de él, junto al cilindro, el recio zarcillo de la carne de su vástago desapareció rápidamente de la vista.

La mirada del Ul Kworn estuvo clavada un momento en la hilera de extrañas señales que había sobre la superficie metálica y, luego, aplicó su atención a la vida.

No había motivo para sentir excesiva pena por aquella masa de tejido semisensible que era su vástago. La estúpida carne de su carne seguiría siendo feliz en la oscuridad con la menguante comida hasta que su carne se hubiese desarrollado lo bastante como para tocar el metal venenoso en el techo del depósito.

Y entonces…

Con una dura proyección de horror, el Ul Kworn giró en torno al ingenio por la zona desocupada de Caada. Y, mientras andaba, concentró su energía en sus órganos de comunicación de alto nivel para proyectar un aviso de peligro.

—¡Poneos en marcha! —gritó—. ¡Adelante, si queréis salvar vuestras vidas!

La línea ondeó. Los mantos rojizos se desplegaron en tanto la Raza reaccionaba. Los más cercanos, sorprendidos en su sopor, se pusieron en movimiento aun antes de comprender plenamente lo que sucedía. Alarmas semejantes no se daban sin razón.

Kworn observó que la reacción de Varsi fue más rápida que la de sus compañeros. El joven Ul poseía algunas características favorables de autoconservación. Al fin y al cabo, tendría que considerar la posibilidad de compartir con él algún plasma en el próximo período de reproducción.

En un arco gigante, la Raza seguía avanzando bajo la blanca luz de la naciente aurora. A su espalda, el ingenio se puso a proyectar de nuevo en su extraña lengua, pero cesó casi al punto, hasta oírse un gemido de insensata agonía que atormentó la mente de Kworn tanto más por cuanto nada podía hacer para evitarlo.

Su vástago había tocado el metal venenoso.

Kworn volvió su ojo hacia atrás. El ingenio oscilaba sobre su base a causa de la violencia de las atormentadas contorsiones de su vástago. Mientras miraba, un brillante estallido luminoso se proyectó desde su parte superior. El calor atravesó rápidamente la tierra petrificando a los líquenes y a unos pocos miembros de la Raza demasiado lentos en la huida. La gigantesca estructura ardía con luz más brillante que el sol y dejaba atrás una gran nube de vapor blanco, que pendía del aire como la nube amenazadora de un samshin. Bajo la nube, la tierra aparecía desnuda y rasa, salvo unas cuantas piezas retorcidas de metal humeante.

El camino había desaparecido.

Kworn se desplazó lentamente hacia adelante, buscando y recogiendo en la zona de Caada y en la mitad de la suya, que ahora compartía con Varsi.

Necesitaría al joven Ul en el futuro. Bien estaba imponer a éste una obligación. No morían los nuevos pensamientos y los viejos recuerdos, sino que permanecían y estaban concentrados en la idea de vivir en un nivel de subsistencia mejor. Sería posible cultivar líquenes y criar un tipo de parásito más productivo. El agua conducida por los canales impulsaría el desarrollo del liquen. Y, con una más abundante provisión de alimentos, acaso algunos de la Raza se sintieran estimulados a pensar y aplicar a la embaucadora Naturaleza antiguos conocimientos prácticos ya olvidados.

Eso era teóricamente posible. La nueva generación habría de ser como Varsi, fuerte, emprendedora y de una independencia egoísta. Con el tiempo podrían heredar el mundo. La civilización renacería. No era imposible.

Sus pensamientos volvieron por breve espacio al ingenio. Le molestaba todavía. El Ul sabía aún muy poco acerca del mismo. Constituía una fascinante especulación soñar en su procedencia. De todos modos, una cosa era cierta: que no era una estructura de su Raza. Al menos, aquellas señales cabalísticas sobre el costado del cilindro eran enteramente extranjeras.

Pensativamente, las trazó en la arena. ¿Qué significarían?