La conquista de Tonkin

Junio de 1866. El Gobierno de Francia se ha establecido desde hace cuatro años en Cochinchina, desde hace tres años en Camboya. Pero hace ya diez años que esta carrera la tomaron las grandes potencias marítimas, especialmente Gran Bretaña y Francia. La apuesta se centra en China y en sus inmensas promesas de expansión comercial. El gobernador de Cochinchina, almirante de La Grandiére, encarga a un capitán de navío, Doudart de Lagrée, que recorra el curso del Mekong. Finalidad de la misión: descubrir una vía de comunicación directa con China.

La expedición parte el cinco de junio. A través de Ankara, el lago de Tonlé-Sap y Laos, cruza la frontera china el dieciocho de octubre de 1867 y penetra en la provincia de Yunnan; Doudart de Lagrée se da cuenta de la imposibilidad de cruzar el Mekong como vía navegable a causa de sus numerosos saltos de agua. Además, el río gira hacia el oeste, hacia caminos que los británicos ya dominan, desde Birmania. Se apodera entonces de la ciudad de Yunnan-Fou y decide recorrer el río Rojo y la frontera de Tonkin.

En su informe dice: «Tonkin es una rica comarca con la que Francia tiene mucho interés en ponerse en contacto.»

Sin esperar otras instrucciones —pues le habían sido otorgadas las más amplias prerrogativas— manda a su ayudante, el lugarteniente de la flota Francis Garnier, que recorra el río Rojo hasta el mercado chino de Mang-Hao. La exploración fue coronada con éxito: Francis Garnier comprueba que el río Rojo es una vía de acceso posible hacia China. De este modo serían inutilizadas tres provincias: Yunnan, el Quang-Si y el Quang— Tong.

Doudart de Langrée envió un último informe al almirante de La Grandiére: «El descubrimiento de la ruta del río Rojo constituye uno de los más positivos resultados de nuestro viaje.» Muere poco tiempo después en Tong-Tchoum el doce de marzo de 1868.

Tres meses más tarde, el doce de junio de 1868, Francis Garnier embarca para Shangai. Había conducido en tres meses la expedición de la que ha tomado el mando, desde Yunnan hasta el mar, descendiendo por el Yang-Tsé-Kiang. En total, diez mil kilómetros: seis mil de ellos en barca y el resto a pie; el camino hacia Tonkin se había emprendido a partir de este momento. La ruta de China pasa por Hanoi. Pero París no parece desear, por el momento, una nueva conquista.

La guerra con Alemania está ya encima: el Segundo Imperio se viene abajo. Francia tiene también otras muchas preocupaciones. Las autoridades locales en Cochinchina van a conocer momentos difíciles. Este es el motivo por el que la conquista de Tonkin será ejecutada mediante sucesivos golpes de astucia, según las iniciativas de las autoridades superiores —almirantes y gobernadores—, pero autoridades al fin y al cabo... hasta el día en que, quince años más tarde, Julio Ferry se dio cuenta de que tenía que arreglar la cuestión necesariamente.

La verdadera aventura de la conquista comienza con un traficante de armas, Juan Dupuis.

* * *

Juan Dupuis nace en 1829 en Saint-Just-La-Pendue, en la región del Loire. A los veintiocho años negocia en Egipto con las empresas encargadas del cruce del canal. Dos años después se establece en China, en Han-Kéou. Allí instala un depósito de armas. Después firma un acuerdo con las autoridades chinas para el suministro de armas a las tropas encargadas de la represión de una insurrección musulmana, en la provincia de Yunnan. Un año y medio después que Francis Garnier, remonta el Yang-Tsé-Kiang. Pronto se da cuenta de que el río Rojo es navegable. Para sus envíos de armas esta vía sería a la vez más corta y más segura que el Yang-Tsé. Desciende por el río hasta la frontera de Tonkin. Por falta de salvoconducto debe retroceder y a su vuelta concierta un acuerdo comercial con la administración china. Al concluir este acuerdo podrá remontar el río Rojo desde la desembocadura hasta el Yunnan, provisto de cartas credenciales para la corte de Hué, es decir, para las autoridades D’Annam y de Tonkin en principio.

Dupuis toma sin embargo la precaución de no pedir más que una autorización comercial. Concibe efectivamente el proyecto de operar en el plano político a cuenta de Francia.

Desde este momento se ve inmediatamente que Juan Dupuis es ante todo un hombre de negocios que obra por cuenta propia. ¿Se le ha confiado alguna misión oficial secreta? Este es el primero de los innumerables enigmas que plantea la conquista.

Una vez tiene los papeles necesarios, Dupuis hace un breve viaje a París. Es recibido en 1872 por el ministro de la Marina, almirante Pothuau al que habla de sus proyectos y de las garantías que posee.

«No podemos hacer más que suplicar a Dios por el éxito de vuestra empresa —dice el ministro—; no podemos intervenir ni a favor, ni en contra, en este asunto del que os pertenecen los peligros y riesgos, pero haremos oficialmente por usted todo lo que podamos sin comprometemos.»

Cinco meses más tarde, con dos cañoneros, el «Hong-Kiang» y el «Lao-kai», una barcaza a vapor, el «Sontay» y municiones en un junco, cuando él se presenta delante de Haiphong, procedente de Hong-Kong, el ocho de noviembre de 1872, el «Bourayne» de la Marina francesa está allí para recibirlo.

«Usted no será abandonado —le había dicho dos meses antes a Dupuis el general d’Arbaud, gobernador interior en la Cochinchina—, cada mes enviaré un navío para mantener comunicación con usted.»

Las instrucciones de París habían sido pues entendidas en su más amplio sentido.

La precaución tampoco era superflua.

El tres de diciembre, Dupuis y su flotilla estaban siempre delante de Haiphong. Los mandarines locales son maltratados y la circulación y el comercio son en efecto prohibidos en el río. Se acabó aquello de dejar pasar chinos. Finalmente, el cuatro de diciembre, después de haberlo diferido por espacio de veintiséis días, Dupuis quema las consignas y por el canal de Bambous llega al río y a Hanoi el 22 de diciembre.

Veintiséis días más perdidos: las autoridades de Hanoi no le hacen caso. Finalmente, el general chino Tchen, comandante de las fuerzas chinas instaladas en Tonkin encarga a «los vice-reyes de Hanoi y de Son-Tay que dejen circular libremente a M. Juan Dupuis, a riesgo de las autoridades de la provincia de Yunnan y que le provean de las barcas y barqueros que necesite. En el supuesto de que se negaran a cumplir esta orden, tropas chinas intervendrían para hacer cumplir esta decisión y asegurar el paso libre de la flotilla hasta Yunnan».

El veinte de febrero de 1873, Juan Dupuis entra en China. El cuatro de marzo se detiene en Mang-Hao donde Francis Garnier, cinco años antes, había comprobado la buena navegabilidad del río Rojo.

Tras haber beneficiado de este modo las búsquedas de Francis Gamier y los «apoyos oficiales» de la Marina francesa, Juan

Dupuis pudo al fin entregar su carga de armas tan valiosa a los mandarines de Yunnan.

El veintiuno de abril sus juncos cargados de mercancías diversas vuelven a tomar el camino de Hanoi. El día treinta volvió a su punto de partida. La parte esencial parecía realizada. Sin embargo, desde el punto de vista histórico, el papel de Juan Dupuis no había hecho más que empezar.

La estancia en Hanoi dio lugar a una serie de incidencias con las autoridades locales. Incidencias que servirán de pretexto a la primera intervención directa de Francia.

La actitud de Juan Dupuis en los días siguientes era todavía enigmática. ¿Era la suya una actitud provocativa? —como le acusaban los mandarines de Tonkin—. ¿Buscaba por todos los medios de suscitar la acción de los franceses? ¿Había establecido un plan de acuerdo con Francis Garnier y este acuerdo demostraba una iniciativa personal de éste?

Los hechos fueron éstos:

A su regreso a Hanoi, el treinta de abril de 1873, Juan Dupuis recibe una mala noticia. Durante su ausencia, el virrey de Hanoi había hecho encarcelar a los propietarios de juncos alquilados para su viaje. «Uno de ellos —nos dice él mismo en su diario—, murió en prisión a consecuencia de los malos tratos que había recibido... Yo he escrito al virrey para reclamarle los prisioneros. Le he dicho que, en el supuesto de que las personas que hayan sido encarceladas por haber tenido relaciones conmigo no sean puestas en libertad en veinticuatro horas, iría yo en persona a buscarlos a la prisión...»

En este tono el diálogo iba a ser evidentemente difícil. Por otra parte se acabó pronto la cuestión. La expedición de Dupuis comprende a tres europeos y a un centenar de malacos y de chinos. Las armas no faltan en absoluto y los dos cañoneros representan una considerable potencia ígnica. Veremos que muchas expediciones posteriores triunfarán con idénticos medios. El virrey de Hanoi es consciente del peligro que representan estos viajes a través de un país hasta entonces encerrado celosamente a toda influencia extranjera. Por fin, la ruta del río Rojo ha sido dominada por los «Pavillons-Noirs» y todo parece ya indicar la colisión que se va a producir efectivamente entre estas bandas armadas y temidas y el poder local. Colisión clandestina evidentemente, pues oficialmente los «Pavillons-Noirs» están fuera de la ley y la misión principal de los responsables de Hanoi es la de eliminarlos. Por otra parte Juan Dupuis al encontrarse con los «Pavillons-Noirs» recibió de ellos una advertencia solemne: si ellos no le impidieron a la ida entregar las armas a los armados chinos combatientes en el Yunnan, a la vuelta han disparado sobre sus juncos y a continuación intentaron incendiar algunos de ellos.

Abrir la ruta del río Rojo constituye para estas bandas un objetivo evidente para su tranquilidad.

De este modo, enfrentado a la doble hostilidad de los «Pavillons-Noir» y de los mandarines de Hanoi, Juan Dupuis debía abandonar toda esperanza de proseguir en su empeño. Se dirigió entonces a la corte de Hué para que le fueran dadas instrucciones precisas a Hanoi. No consiguiéndolo, pediría como resarcimiento por el daño causado a sus negocios, un millón quinientos mil francos de oro al Gobierno de Hué.

Al mismo tiempo, Juan Dupuis se organizó de un modo firme en las riberas del río Rojo. Sacó de Yunnan, con el pretexto de asegurar el convoy, refuerzos de soldados chinos. Los colocó en las riberas del río, cubiertos por los cañones de sus barcos. La posición estaba sólidamente fortificada. Se trataba siempre, bien entendido, de asegurar su libertad de paso por el río Rojo. Juan Dupuis se beneficiaba del apoyo de las armas chinas. Esto explica las dudas del gobernador de Hanoi.

Finalmente ante este estado de cosas perjudiciales a los intereses de Tonkin y de Annam, el emperador Tu-Duc, que reside en Hué exige al gobernador de Cochinchina que Dupuis abandone Tonkin.

Ha llegado el momento para Dupuis de rendir cuentas: envía a Saigón a su ayudante, Millot, a quien encarga de «protestar ante el gobernador de Cochinchina por la situación que le han planteado las autoridades de Hanoi y de Hué».

Antes de seguir más adelante, es preciso recordar la organización política y las relaciones de vasallaje o de alianza que había entre Tonkin, Annam, China y Francia.

* * *

El Tonkin formó parte del imperio de Annam en 1873. Hanoi, su capital, es la residencia de un gobernador bajo la autoridad del emperador Tu-Duc. Este reside en Hué, en un palacio construido en el corazón de una ciudadela edificada en el siglo precedente por un francés, pues las relaciones de Francia y de Annam se remontan al reinado de Luis XIV.

Por tradición, el emperador de Annam es vasallo del emperador de China. Cada año —en principio para demostrarle su fidelidad— envía presentes a la corte de Pekín y un tributo simbólico. China protege a Annam. Considera además que el Tonkin constituye una especie de «presa reservada» necesaria para su propia seguridad. Ya hemos comprobado por nuestra parte que Juan Dupuis hacía uso de salvoconductos chinos cuando se dirigía a Hanoi. A la vista de estos salvoconductos, el general que tenía a su cargo las flotas chinas presentes en el Tonkin afirma eventualmente su seguridad. Los mandarines de Hanoi no parecían dispuestos a esta maniobra china. Su mala voluntad es evidente, pero Hué no quería contrariar a China. Todo iba discurriendo en dilaciones, en darle largas al asunto, pero en cambio sin una ruptura oficial por parte de la capital del imperio.

Así es como el predominio chino, que los vietnamitas habían destruido por sí mismos, les parecía útil cuando se trataba de ganar tiempo y de contrarrestar las ambiciones francesas que comenzaban a inquietarlos.

El eterno enredo que reina entre Hanoi, Hué, Pekín, tiene unos orígenes muy lejanos en el tiempo. Es el fruto de una larga lucha por el poder en la que chinos, tonkineses y annamitas han rivalizado consecutivamente. Esta contienda no ha cesado jamás.

Anexionados al Celeste Imperio en el siglo III a.C., los viets, tribu procedente de la región de Cantón, han sufrido durante más de mil años la dominación china.

Ya desde tiempos remotos constituían una sociedad segura, con evoluciones y sólidas estructuras; una organización feudal permitía su encuadramiento. Un soberano, rodeado de un consejo de pares, fundaba su autoridad sobre la continuidad de sus vasallos. En el fondo, se podría comparar esta organización a la de la Francia de los Capetos.

Imponiendo su ley, China no modificó primeramente esta organización. Se contentó con añadir el dominio de los señores a los del emperador.

El emperador de China, «Hijo del Cielo», se convirtió de este modo en el dominador del rey de los viets y en consecuencia en el dueño del país que sufrió entonces, bajo la primacía de los gobernadores chinos, una verdadera «pacificación». La palabra en este sentido no resulta un pleonasmo: An-Nam, que se convirtió en el año 679 en el nombre del país viet, quiere decir: «Sur Pacificado». Esta pacificación llegó a ser una completa asimilación: las escuelas, las doctrinas filosóficas, las religiones chinas marcan una nueva personalidad. Pero, al mismo tiempo, hizo progresar al país en considerables adelantos técnicos realizados en China en el terreno agrícola, social y administrativo.

Esta huella milenaria no destruyó sin embargo el particularismo annamita y la voluntad profunda de emancipación nacional, que se tradujeron en varios intentos de revoluciones populares. La última, llevada a cabo en el 938 por Ngo-Qtiyen, consiguió un año después la liberación.

Una tentativa china de reconquista fracasó en el siglo XV. Desde entonces el Annam vivió su propio destino, aunque el emperador de China no haya renunciado jamás a su soberanía.

Destino angustioso fue el de Annam, marcado al principio por una lenta marcha hacia el sur, que condujo en tres siglos hasta el delta del Mekong y al golfo de Siam: Annam es ahora una nación con más de mil quinientos kilómetros.

La lucha del siglo XV, último combate contra la dominación china, había sido capitaneada por Le-Loi, general viet, convertido en rey de Annam. En el siglo XVII, sus descendientes, influidos por la imagen de sus sagradas tradiciones que les impide cometer la menor falta, deben entregarse a los denominados «Alcaldes del Palacio». Al norte, o sea, en el Tonkin, la familia Trinh tomó pues el poder efectivo. Al sur, la familia Nguyen.

Los Trinh disponen de poderosas fuerzas: «señores del norte», con un ejército de cien mil hombres, apoyado por una caballería de quinientos elefantes y por una flota de quinientos juncos cañoneros, intentan en varias ocasiones eliminar a los Nguyen, «señores del sur». Estos, más débiles en su resistencia, aceptan la ayuda de Portugal. Los portugueses organizan el ejército y disponen arsenales, confiriendo a los Nguyen una neta superioridad técnica. Ellos obtienen por su parte el derecho de instalar misiones católicas.

Después de Marco Polo, en el siglo XIII y Vasco de Gama, un poco más tarde, Europa en su descubrimiento del mundo, había empezado a soñar en efecto con Asia.

Macao pasa al dominio portugués en 1556.

Con la llegada a Cochinchina de la primera misión jesuita conducida por san Francisco Javier, se va a esbozar una clara influencia europea. En 1650, un sacerdote de Aviñón, el padre de Rhodes, configura el primer mapa de Cochinchina. En 1669, monseñor Pallu, obispo de Tonkin, propone a Colbert instalar una colonia francesa en esta región. Luis XIV le nombra embajador y le entrega una carta para el rey de Annam. En 1749, la Compañía de las Indias funda un establecimiento en Tourane.

Con la influencia de los misioneros añadida a los intereses de los comerciantes, Europa se ve muy pronto obligada a tomar parte en las luchas políticas locales; también lo hicieron los franceses como los demás, pero con más suerte.

La ocasión se les presentó a raíz de una grave crisis interna hacia 1787: tres hermanos, los Tay-Son, destronaron a la vez a los Trinh del norte y a los Nguyen del sur. El mayor de los hermanos se proclamó emperador.

Nguyen Anh, que acababa de ser destronado de este modo, llegó a Cochinchina y encontró refugio en casa de un misionero, monseñor Pigneau de Béhaine, obispo de Adran. Este propuso al rey destronado asegurarle la ayuda de Francia para reconquistar el sur. Monseñor Pigneau sugiere pedírsela él mismo al rey en Versalles. Nguyen Anh acepta. Le confía incluso a su propio hijo y monseñor parte para Francia en 1784. Tardará tres años en llegar a Versalles, pero, finalmente, el veintiocho de noviembre de 1787, se firma un tratado de alianza. Francia suministrará veinte barcos de guerra a cambio de la ciudad y de la bahía de Tourane, de las islas de Poulo-Condore, de la libertad de comercio para los refuerzos franceses y de la de culto para los católicos. Pero el gobernador de Pondichéry, el señor de Conway, encargado de la aplicación de las cláusulas del tratado, recibió, al mismo tiempo que el texto de este tratado, instrucciones oficiales secretas del ministro de Asuntos Exteriores. Estas instrucciones secretas anularon los efectos del tratado. Monseñor Pigneau, ante la consumación del hecho, arma navíos y recluta voluntarios franceses, entre los cuales se encontraban diversos oficiales de Marina.

Se ve bien claro que desde un principio la acción de Francia en esta parte del mundo es objeto de contradicciones y encuentra su dinamismo en las iniciativas individuales.

Sea como fuere, Nguyen Anh, gracias a esta ayuda material, pero especialmente gracias a los consejos técnicos de los voluntarios, oficiales de marina o antiguos militares franceses, se lanza sobre sus enemigos y, empezando como rey del sur, se convierte en emperador de Annam, es decir, del conjunto del país, desde la China hasta el delta del Mekong.

Nguyen Anh solicita la conformidad del emperador de China y, como señal de alianza, hace cumplir desde su toma de poder, en 1802, el tributo tradicional de Annam al «Hijo del Cielo».

El emperador de China, Kia K’Ing, acepta el regalo y al pretendiente. Nguyen Anh le había pedido también ser reconocido con el nombre de rey del Nam-Viet (Viet del sur). Pero aludiendo a consideraciones históricas, Kia K’Ing prefirió que Nguyen Anh fuera rey de Vietnam, es decir, del «país al sur del viet». El matiz era importante y significaba el proyecto que China podía tener de interferirse en el país viet del cual el Tonkin podía formar parte según sus consideraciones.

Nguyen Anh no insistió más, dio las gracias al emperador por el favor que le había concedido y se hizo proclamar en 1803 «soberano del Vietnam» con el nombre de Gia-Long. El más grande de los emperadores de Annam iba a dedicarse, de ahora en adelante, a la segunda parte de su misión: unificar, pacificar y modernizar su país.

Esto se llevó a cabo en veinte años. El Estado recuperó su poder. Fueron construidas carreteras, elevados puentes, cruzados canales, rehechos diques, en todo el país se edificaron fortalezas y ciudadelas según las reglas de Vauban. La ciudadela de Hué, por ejemplo, data de esta época: fue un francés, Ollivier, quien hizo los planos. El ejército se modernizó, la enseñanza se reorganizó, y las finanzas fueron establecidas según las más estrictas reglas contables.

No más nobleza, no más feudalismo: actuarían los mandarines, es decir, según su rango, los administradores, los prefectos, los gobernadores de región, los ministros.

Cualquiera podía convertirse en mandarín, pues todos los vietnamitas son iguales ante el rey. Tras un concurso previo, las funciones se atribuían al mérito. Este concurso, abierto a todos, tenía un carácter literario, moral y filosófico.

La administración local, basada en consejos de notables, representaba una garantía contra la eventual arbitrariedad del poder central. La parroquia, fundada en las familias del pueblo que la componían, fue también el ámbito normal de la vida del país. La familia, célula social, cultural y religiosa constituye la base de todo edificio nacional.

Gia-Long deja a sus herederos una nación organizada cuya fisonomía cambiará muy poco de ahora en adelante hasta la llegada de los franceses al mando de Tu-Duc, emperador de Annam en 1848.

En la obra de Gia-Long aparecería, no obstante, un error, ajeno a su voluntad. Un error que la misma historia del país hacía inevitable: el Norte, es decir, Tonkin, no admitió jamás sin reacción su autoridad ni la de sus descendientes, porque Gia— Long procedía de aquella familia de los Nguyen que, durante tanto tiempo, había sido enemiga de los Trinh. Los Nguyen, para el norte, representaban a la vez el sur rebelde y el sur infiel a la pura tradición del confucionismo chino, ese sur en donde los católicos habían podido establecerse, donde los técnicos de Europa se habían infiltrado, donde el «modernismo» alteraba a la inmutable Asia. A este menosprecio de los sudistas se añadían, en los ánimos de los «nordistas», las incursiones de los piratas chinos.

En el reinado de Tu-Duc, cuando Francia toma Conchinchina, los Pavillons-Noirs, Amarillos y Blancos, bandas de rebeldes procedentes de China, imponen su ley a Tonkin, llegando al pie de los muros de Hanoi.

Las inundaciones, debidas a las rupturas de los diques, reconstruidos en el reinado de Gia-Long, pero después abandonados, producen el hambre. Los campesinos, hostiles a los Nguyen, prestan con facilidad su apoyo a los piratas. Por otra parte, no tenían casi elección.

En 1872, cuando Dupuis remonta el río Rojo, lo que se propone cruzar es una región en guerrilla. Una guerrilla «china» contra la cual la corte de Hué debió pedir ayuda al clásico ejército «chino».

Esta doble y pesada presencia de China en Tonkin explica las precauciones con las que las autoridades locales intentan celosamente conservar sus prerrogativas. De este modo Dupuis empleará a la vez la presencia de los «Pavillons-Noirs» en las riberas del río Rojo, las delicadas susceptibilidades de los mandarines locales frente a las presiones oficiales chinas y el sutil juego de la corte de Hué, decidida a explotar en beneficio propio los intereses contradictorios de China y de Francia.

Pues al peligro milenario chino acaba de añadirse el reciente peligro de la intervención francesa.

En el momento en que Dupuis encuentra en Tonkin las dificultades que ya sabemos, Annam ha perdido ya en provecho de Francia una buena parte de su territorio y de la esfera de su influencia en Cochinchina y Camboya.

Ahora bien, para el emperador Tu-Duc, el juego está muy lejos de haber terminado: ve muy posible la ocasión de impedir a los chinos el camino hacia el norte y a los franceses hacia el sur. Entretanto París no parece definitivamente decidido a conquistar un imperio en el sureste asiático.

* * *

La inteligente obra de Gia-Long desapareció con él, deteniéndose así la modernización del país. Sus sucesores reemprendieron las viejas fórmulas. El intelectualismo brillante de la tradicional China no se adaptaba a las dinámicas exigencias del siglo XIX. Lentamente, la obra de Gia-Long iba muriendo entre sus descendientes. Los misioneros cristianos del sur y sus fieles intentan oponerse a esta tendencia. La hostilidad que suscitan con ello es aún más violenta. Para satisfacer a los del norte, para imponerse a los ortodoxos de la filosofía china, los emperadores emprenden el camino de las persecuciones.

Y lo hicieron con tanta severidad que el Occidente intervino entonces abiertamente en Asia. Ya no se trata de obtener privilegios locales para Inglaterra y Francia.

Los ingleses ocuparon Singapur, dirigen su mirada hacia Hong-Kong y quieren libertad de comercio en toda Asia y particularmente en China. Los franceses se meten también en la acción. A los defensores de la civilización china, de un extremo al otro del continente, les pareció entonces que la influencia de los misioneros era un germen interno de desequilibrio.

El reflejo de la defensa asiática encuentra sus fuerzas en el budismo, el confucionismo, en fin, en la revigorización de la tradición.

Desde 1825, la flota francesa «Thetis» desembarca clandestinamente a un misionero en Tourane, y como consecuencia el emperador de Annam lanzó un edicto de proscripción, el primero desde la llegada de los europeos: «La religión perversa de los europeos corrompe el corazón de los hombres. Desde hace mucho tiempo, varios navíos extranjeros que llegaron aquí para comerciar han dejado sacerdotes en nuestro país. Estos han seducido y pervertido el corazón del pueblo, han alterado las buenas costumbres. Y ¿no es esto una gran calamidad para el imperio? Por eso conviene que nos opongamos a tales abusos para que nuestro pueblo reemprenda el camino recto.»

Las iglesias fueron entonces cerradas. Los sacerdotes conducidos a Hué con el pretexto de que el Gobierno quería hacer traducir obras europeas. Con motivo de una revuelta que estalló en seis provincias de Cochinchina, el emperador acusa a los misioneros de haberla fomentado y de haber pedido ayuda a Siam. Una vez suprimida la revuelta, el emperador hizo ejecutar a siete sacerdotes y a numerosos cristianos.

Mientras se desarrollaban estos sucesos, Inglaterra, para forzar a China a abrir las puertas a su comercio, decidió abrir el camino por la fuerza. Nos encontramos ante la guerra del opio. Esta droga, producida en la India, le sirvió realmente a Londres de pretexto, China intentaba detener su entrada. La flota británica procedió a una intervención militar en Cantón. El ataque tuvo lugar en 1839. En 1842, por el tratado de Nankin, China se ve obligada a ceder Hong-Kong y a abrir cinco de sus puertos. La señal ya está dada. Francia exige en 1844 ventajas similares además de la libertad de acción para los misioneros católicos.

El emperador de Annam, Tu-Duc, coronado en 1848, no se somete a esta última exigencia. Francia decide entonces, en 1856, obtener mediante un tratado directo que se respete el anterior tratado con China. Pide además la cesión de Tourane, haciendo referencia al antiguo tratado que confirmó monseñor Pigneau, en nombre del emperador Gia-Long, con Luis XVI.

Era evidentemente una curiosa interpretación de este tratado, pues hay que recordar que Francia en su momento no había respetado las cláusulas, dejando al obispo de Tonkin que tomara iniciativas propias. Tu-Duc se niega a aceptar.

El navío de guerra «Catinat» se presentó entonces ante Tourane. Los mandarines locales, cumpliendo las instrucciones de Hué rechazan cualquier contacto. El capitán del «Catinat» debe desembarcar por la fuerza y atacar con sus hombres la guarnición annamita. El asalto se hizo con bayoneta.

Tu-Duc, con la aprobación de China, insiste en no ceder y el destacamento francés, demasiado débil para seguir la lucha, debe regresar. Tras esta desgraciada intervención, los cristianos pagan una vez más las consecuencias y muchos de ellos son ejecutados con sus obispos, la mayoría eran españoles.

Ante esta situación, el obispo de Cochinchina, monseñor Pellerin, llega a Francia y pide audiencia a Napoleón III. El emperador no parece estar muy convencido de la utilidad de una conquista colonial en Asia. Pero por necesidades de política interior, encuentra ventajoso aparecer como defensor del catolicismo. Por eso aprueba que intervenga la Armada. De otro lado el ministro de Marina es partidario de la instalación de bases en esta parte del mundo. El ministro de Asuntos Exteriores favorece igualmente una acción ejemplar en Annam. El prestigio de Francia está en entredicho después del fracaso de Tourane: Tu-Duc no dejaba de pregonar sus declaraciones de victoria.

Tanto es así que hizo publicar en todo el país la siguiente declaración: «Unos bárbaros de Occidente han venido con una nave armada hasta los fuertes de la capital del reino... No hay que temer a los franceses, ladran como perros a distancia y huyen como cabras en cuanto están en presencia de los terribles guerreros annamitas...»

Algunos meses más tarde, el treinta y uno de agosto de 1858, el almirante Rigault de Genouilly se presenta en la bahía de Tourane con trece navíos españoles, un navío francés, dos batallones de infantería de Marina, un equipo de artillería, algunos centenares de auxiliares de las islas Filipinas, proporcionados por los españoles que intentan vengar a los misioneros muertos. Rigault bombardea los fuertes, se apodera de la ciudad. Su proyecto inicial es conquistar Hué remontando el río Hué, pero los altos fondos impiden a sus navíos pasar..Permanece algunos meses en camino. Muy pronto se presentarán numerosas dificultades. Una epidemia de cólera hace estragos entre sus tropas: doscientos muertos. Se propone entonces subir hasta Tonkin donde él sabe que está a punto de comenzar una revolución. Finalmente el moho del invierno favorece una operación en dirección del delta del Mekong. En febrero de 1859 se dirige hacia el sur, y después de cinco días de combate de aproximación, asalta la ciudadela de Saigón. £1 diecisiete de febrero, a las diez de la mañana, la ciudad está en manos de la infantería de Marina.

Instalados en Saigón los franceses, pocos en número, no pueden hacer más que resistir a la contraofensiva annamita que dura varios meses. A las órdenes del mariscal Nguyen-Triphuong cambian completamente la ciudad. Hacen pruebas, anotan a los oficiales franceses, con una verdadera ciencia de fortificaciones establecidas en campaña rasa. La situación de los franceses se hace de día en día más difícil. Fue entonces cuando llegó al camino de Saigón el almirante Chamer, de regreso de la guerra de China: «Setenta fortificaciones, cuatrocientos setenta cañones, una brigada de infantería, doce compañías de fusileros marinos, bomberos y cazadores de África...»

Estamos a comienzos de 1860. Para «darse aire» las tropas francesas ocupan los alrededores de Saigón. Siempre para «darse aire», poco a poco y durante seis años, haciendo frente a unidades oficiales y a grupos que practicaban la guerrilla, los almirantes Charner y Bonard llegan a ocupar todo el sur de Cochinchina.

Un tratado firmado con la corte de Hué consolida pronto la conquista militar sin que París hubiera establecido oficialmente ni plan ni siquiera un proyecto de colonización. En 1862, el cinco de julio, cuando acaba de estallar en Tonkin la revolución anunciada al almirante Rigault de Genouilly el año anterior, Tu-Duc comprometido en los dos frentes, firma en Saigón un tratado por el cual cede a Francia las tres provincias conchinchinas de Saigón, Mytho y Bien-Hoa (donde se habían desarrollado terribles combates). La mitad de la Cochinchina pertenecía así a Francia. El tratado concedía además al comercio francés tres puertos annamitas, entre ellos Tourane. Los cristianos ven concedida su libertad de culto en todo el imperio de Annam.

Un año más tarde, el quince de julio de 1863, Francia promulga el tratado de Saigón. El once de agosto del mismo año, Camboya acepta el protectorado francés. Sin embargo París, a pesar de estos éxitos no parece en ningún momento decidido a definir su doctrina. Mejor aún, en 1863, Napoleón III está a punto de aceptar una transacción: la restitución de los territorios conquistados en Annam a cambio de la libertad de culto y de un tributo anual.

Pero Tu-Duc habiendo suscitado revoluciones en las provincias cedidas y en Camboya, aliada de Francia, los «almirantes» aprovechan la ocasión para reafirmar sus tasas y, al fin, se conservan los territorios adquiridos.

Al año siguiente, Cochinchina se convierte en «colonia francesa». El ministro de Marina, Chasseloup-Laubat, había enviado el cuatro de noviembre de 1864 al emperador, un informe en el cual demostraba la necesidad que tenía Francia de no abandonar su conquista...

Desde 1862 a 1879, se suceden diferentes almirantes en el cargo de gobernador de Cochinchina. El más ilustre, de La Grandiére, permaneció en él cinco años: fue él quien emprendió el asunto de Tonkin enviando a Doudart de Lagrée y a Francis Gamier en busca del camino más viable hacia China.

Si el Mekong hubiera sido navegable, ¿habría disputado Francia Tonkin a Annam y a China?

Algunos bancos de arena sobre el río Hué, el musgo del invierno que empujó a Rigault de Genouilly hacia el sur, ¿retardaron el destino colonial de Tonkin veinte años?

Efectivamente la ocasión no se ofrecería tan pronto con una escuadra de setenta construcciones a las órdenes de un tal Chamer.

A falta de tal ejército, ¿sería posible emprender una acción sobre el río Rojo, de instalarse en Tonkin y, además, ir en ayuda de Juan Dupuis?

Esta era la pregunta que venía a hacerle Millot, enviado de Juan Dupuis, al gobernador de Cochinchina.

La suerte quiso que Tu-Duc apelara también para eso a la autoridad del almirante Dupré. El emperador pidió al gobernador que obligara a Dupuis a abandonar Tonkin. Este tenía la intención de instalarse allí cuando solamente contaba con la automación de adueñarse del río Rojo para entregar mercancías al Yunnan.

Coaccionado por estas dos protestas, el almirante Dupré consultó a París.

* * *

La opinión del almirante-gobernador se hizo después de mucho tiempo: como todos los «almirantes» que se sucedieron en Saigón, creía que Tonkin debía ser «pacificado». La conquista por etapas había dado tan buenos resultados en el sur que debería suceder lo mismo en el norte.

Los medios eran evidentemente menos importantes: la flota ya no estaba allí. Las circunstancias también eran diferentes. Francia, vencida en 1870, se había volcado en asuntos exteriores. El régimen no se había aún establecido con exactitud: ¿república o monarquía?

Era la época de MacMahon. Indochina era absolutamente la menor preocupación de poder. El coraje de los «almirantes» se aunó por otra parte al espíritu vengativo de los soldados después de la derrota, cuya causa atribuyen al poder civil, al emperador, a las distintas «traiciones» de las que han sido víctimas. La opinión que recuerda a Bazaine y su capitulación en Metz y las graves faltas de táctica con el arranque, al principio de la guerra, de todo el ejército en una defensa lineal de la frontera, no comparte todavía esta voluntad bélica de los soldados de 1874. Los admirables esfuerzos realizados por la Marina en Extremo-Oriente, que revelan no sólo a almirantes de primera magnitud, sino también a administradores de mucha envergadura, pasan, al fin y al cabo, casi desapercibidos.

Esta injusticia del poder y de la opinión pública no parece que la lamenten demasiado los gobernadores de Cochinchina en este momento. Incluso al contrario: se aprovechan de ella para tomar iniciativas tales que un poder atento y cuidadoso en sus prerrogativas no podría tolerar.

Pero emprender una acción en Tonkin sobrepasa de cerca y de lejos el margen de iniciativas permitidas a un gobernador de Cochinchina. Dupré se dio cuenta.

«Nuestro establecimiento en el Tonkin —escribió al ministro de Marina—, rico país limítrofe a China y vertidero natural de sus provincias sudoccidentales, es, a mi parecer, cuestión de vida o muerte para el futuro de nuestro dominio en Extremo-Oriente.»

La respuesta de París le llegó por telegrama: «Sin ningún motivo, sea cual sea el pretexto, no comprometer Francia con Tonkin.»

El veintiocho de julio de 1873, después de haber leído el informe de Dupuis y de Millot, dirigió a París un informe acelerado: «Tonkin está abierto de hecho por el éxito de la empresa Dupuis, cuyos barcos han remontado el río Song-Cai (el río Rojo hasta las fronteras de Yunnan —repercusión inmensa en el comercio inglés, alemán, americano—, absoluta necesidad de ocupar Tonkin ante la doble invasión de europeos y. chinos que amenaza al país y asegurar para Francia este único camino. — No pido ayuda alguna; lo haré con mis propios medios. — Éxito asegurado.»

La situación en Tonkin era perfectamente conocida por el almirante Dupré. Sabe que el poder se le ha escapado prácticamente al Gobierno central de Hué. Sabe también que los «Pavillons-Noirs» han tratado una alianza secreta con Hanoi, lo que les ha permitido instalarse en Lao-Kai, sobre el río Rojo, con el pretexto de luchar con los «Pavillons-Jaunes», instalados en Ha-Giang.

El jefe de los «Pavillons-Noirs», Luu Vinh-phüc, al que tendrán los franceses como principal adversario, es un jefe pirata temible. Nacido en 1837 en la provincia china de Kouang-Si, participó en la revolución de esta provincia contra el poder central. La revolución duró dieciséis años. Se pensaba que la fomentaban agentes ingleses. En todo caso, llegó a servir de diversión en el momento en que Londres decide intervenir en China.

El jefe de los «Pavillons-Jaunes», Hoáng-Sung-Anh, también muy temido y que se había introducido en la misma lucha, estaba a la cabeza de una banda igualmente importante.

El uno y el otro se lanzaron sobre Tonkin, una vez hubo sido zanjada la revolución de Kouang-Si por el ejército chino. Ellos dos se distribuyen de común acuerdo una amplia zona al noroeste del país. Los «Pavillons-Noirs» se aseguran el valle del río Rojo, los «Pavillons-Jaunes» el valle de un afluente de este río, el río Claire. Los dos jefes convienen en repartirse sus respectivos botines. Pero pronto resulta evidente que los «Pavillons-Noirs» se habían decidido por el territorio más rico. Se niegan en seguida a compartir sus ganancias. Desde entonces la lucha se hace abierta: «Jaunes» y «Noirs» se entregan a combates sin piedad.

El almirante Dupré está enterado de toda la situación. Los «Pavillons-Noirs» son para Hanoi, los «Jaunes» pueden ser pues para los franceses.

Además, las poblaciones hostiles a Hué, ya que el emperador es Nguyen «sudista», descendiente de Gia-Long, pueden muy bien favorecer la acción de los franceses. Los misioneros católicos se dedican a ello activamente, pues los emperadores se han convertido en enemigos de la cristianización.

Una triple coyuntura va pues a aunar la suerte de Tonkin. Una triple coyuntura nacida de los intereses de las misiones católicas, de las del comercio y de la marina nacional. En París, en efecto, el defensor de la acción emprendida será siempre el ministro de Marina, en sustitución de quien sea.

De hecho, la ayuda de los misioneros facilitará la organización de los informes y la «manipulación» de las poblaciones. El sistema funciona muy bien, ya lo vimos a raíz de la expedición de Rigault de Genouilly.

Finalmente, para el gran comercio internacional, parece, en Asia más que en cualquier otro sitio, el aguante fundamental de la influencia de una nación, en esta segunda mitad del siglo XIX.

Todas las grandes naciones occidentales, a la búsqueda de mercados y de posiciones estratégicas, mezclan sus intereses en Asia en donde el orden milenario está en vías de una agitada transformación. Solamente Francia no definió aún claramente su doctrina y el almirante Dupré, en estas condiciones, tenía que proceder con precaución.

Lo primero que hizo fue irse a informar sobre el caso Dupuis porque el emperador Tu-Duc le pidió que interviniera. Después de haberle indicado que ignorara todo el asunto, le fue preciso designar a un oficial de su estado mayor para que dominara al instante la situación. Ya que los tiempos eran poco seguros y Dupuis tenía consigo a muchos hombres armados, es normal que el enviado de Saigón fuera acompañado por un destacamento de la infantería de Marina.

Tu-Duc pidió la intervención de Saigón, de ahí que las medidas de retención del almirante Dupré fueran realmente razonables.

Para dirigir la conquista, el almirante Dupré designa al hombre que le parece en mejor situación: Francis Garnier.

El hombre que ha descubierto el camino realizado por Dupuis, Francis Garnier, que acaba de volver de China donde él ha previsto el mercado de la seda.

Las instrucciones dadas a Francis Garnier son muy claras: debe investigar, a petición de las dos partes, sobre el asunto de Hanoi...

Pero se trata de instrucciones oficiales. Las órdenes dadas por el almirante Dupré son muy diferentes.

Por otra parte, para hacernos una idea clara, ésta es la carta que Francis Garnier envía a Dupuis el veintiséis de octubre de 1873:

«Mi querido señor Dupuis: He llegado aquí, quizá ya lo sepáis por el D’Estrées, con la misión oficial de hacer una investigación sobre sus reclamaciones contra el Gobierno annamita y sobre la implantación de éste en su sitio. Mi misión no se limita a esto. El almirante desea establecer términos a la equívoca situación del comercio extranjero en Tonkin y contribuir en la medida que pueda a la pacificación de esta comarca. Confío mucho en su experiencia del país para ayudarme a encontrar la mejor solución a este difícil problema.

»Es conveniente, sin embargo, y comprenderá fácilmente el por qué, que nuestras relaciones no tengan al principio más que un carácter oficial. Desde cierto punto de vista, soy un juez que no debe parecer dejarse influir por ninguna de las dos partes. Pero puedo al menos prevenirle en contra de las exageraciones ruidosas que los annamitas no dejarán de hacer extender sobre los motivos de mi llegada, y afirmaros de la forma más positiva que el almirante no pretende abandonar ninguno de los intereses comerciales comprometidos. El le ha dado, por otro lado, pruebas inequívocas de la viva simpatía con que mira su empresa.

»Yo estaré en Hanoi en muy pocos días, donde podremos hablar juntos de la situación política del país y de sus necesidades momentáneas. He tenido a bien haceros llegar estas líneas por otro conducto que no fuera el annamita. Le serán enviadas con los cuidados de la misión española de Haidzoung.

Firmado: Francis Garnier.

Ahora las cosas estaban claras. La misión Garnier tendría por objetivo fundamental «proteger el comercio abriendo el país y su río a todas las naciones bajo la protección de Francia».

Francis Garnier llegó a Hanoi el cinco de noviembre de 1873. No se sintió abrumado por prejuicios ante las autoridades locales. Desde su llegada con refuerzo de dos cañoneros, algunos días más tarde, hizo a sus hombres la siguiente manifestación:

«Marinos y soldados:

»Enviándoos a Tonkin para salvaguardar los intereses de la civilización y de Francia, el almirante gobernador os ha hecho un favor y os ha dado una prueba de confianza. Os merecéis lo primero, debéis justificar lo segundo. Recordad que estáis en medio de gente inofensiva y desgraciada, que vuestra estancia entre ella no debe ser una carga más a las que ya tienen, que debe inaugurar por el contrario una era de alivio y de paz. Absteneros, pues, de cualquier acto de brutalidad; os esforzaréis en hacer amar y respetar la bandera que os abriga no desperdiciando ocasión de ser útiles, mostrándoos en toda circunstancia justos y bienhechores.

»Sois poco numerosos, pero vuestras armas, vuestra disciplina, la causa a la que servís os hacen temibles. Conservad cuidadosamente este prestigio por una fidelidad absoluta a los reglamentos militares, por una subordinación entera a vuestros superiores de cualquier grado y arma que sean; por este espíritu de unión y de camaradería que alivia los deberes más penosos y que es el origen de una fecunda emulación. Os voy a pedir mucho y cuento con vosotros. Me mostraré inflexible en el momento de reprimir todo acto de violencia, de intemperancia o de indisciplina; pero no encontraréis un jefe más apasionado que yo para haceros obtener las recompensas que hayáis merecido. De estos dos deberes, espero que no me dejaréis cumplir más que este último.»

«Sois poco numerosos», observó Francis Garnier. La expedición cuenta en efecto con dos organizaciones, el D’Estrées y el Decrés, dos cañoneros, «l’Espingole» y «le Scorpion» y dos destacamentos de fusileros marinos, el uno de treinta hombres y el otro de sesenta.

La segunda proclamación iba destinada a la población. Recordaba los motivos de la llegada de los franceses a Hanoi y aprovechaba la ocasión de definir en las grandes líneas las intenciones de su jefe.

«A los habitantes de Tonkin:

»E1 representante del noble reino de Francia, Garnier, hace saber a todos los habitantes que, habiendo llegado los mandarines del noble reino annamita a Saigón para pedir ayuda, el almirante nos ha enviado a Tonkin para ver qué es lo que aquí ocurre. Además, aquí en Tonkin, las costas son devastadas por numerosos piratas que ocasionan muchos estragos; nosotros tenemos la intención de expulsar a estos bandidos, para que todos los habitantes de estos lugares puedan atender sus asuntos en paz.

»En cuanto a nuestros soldados, si alguno de entre ellos comete algún acto reprochable, que se venga a quejar y no dejaremos de hacer justicia.

»Todo pueblo se deja fácilmente arrastrar por los ejemplos de virtud. Pueblo de Tonkin, es preciso que os convenzáis de una cosa: los mandarines y los soldados franceses están unidos con los mandarines y los soldados annamitas como hermanos entre sí. En consecuencia, deseamos procurar a Tonkin la facilidad para comerciar y, de ahí, asegurarle la riqueza y la paz. Tales son nuestras intenciones: os hacemos partícipes a todos, mandarines, soldados y pueblo de Tonkin.»

El efecto de esta proclamación no se hizo esperar. El mariscal Nguyen-Triphuong, enviado por la corte de Hué, decide hacer el boicot a los franceses y una noche envía a sus partisanos contra las instalaciones de Dupuis, mientras hace envenenar el agua destinada a los soldados.

Dupuis, por su parte, no ha perdido el tiempo. Por las relaciones que se había procurado, consigue el apoyo de los enemigos de Hué —especialmente partisanos de los antiguos emperadores Le—, siempre activos en el país.

Otro consejero de Francis Garnier, el obispo de Tonkin, monseñor Puginier, dispone permanentemente, por medio de las comunidades cristianas del país, de informes sobre la situación. Los cristianos de Tonkin desempeñan un notable papel en la acción emprendida por Francis Garnier. Contraatacan especialmente la acción de los agentes británicos, infiltrados entre los «Pavillons-Noirs», cuya misión no se vio nunca clara. El empuje de esta acción era convergente con la de la diplomacia inglesa. La influencia británica se manifestó de otra forma hacia el quince de noviembre de 1873.

Un día Francis Garnier decide dar un golpe decisivo. No obtiene nada realmente de los mandarines de Hanoi desde su llegada. Fue entonces cuando les hizo una advertencia: el río Rojo debe ser abierto al comercio chino. Dupuis debe poder pasar sin inconvenientes. Hanoi no sólo se niega, sino que los enviados de Hué responden que han decidido llamar en su auxilio a los ingleses de Hong-Kong.

Francis Garnier, convencido del peligro que constituye semejante intervención (con todos los riesgos de una internacionalización que tiene orden de evitar al precio que sea) lanzó el diecinueve de noviembre un ultimátum al mariscal Nguyen: la ciudadela de Hanoi debe ser desarmada; todos los gobiernos deben obedecer la voluntad francesa; Dupuis deberá encontrar el camino libre hasta Yunnan...

Este ultimátum queda sin respuesta. Al día siguiente, veinte de noviembre, Francis Garnier hizo el asalto a la ciudadela.

Esto fue la señal de una extraña aventura que podría llamarse la «primera conquista de Tonkin».

* * *

La ciudadela de Hanoi había sido construida, como la de Hué, por Ollivier, consejero técnico del emperador Gia-Long. Fortificada según el sistema de Vauban, con almenas, fosas, construcciones de defensa avanzada, la ciudadela dispone cuando Francis Garnier decide tomarla por asalto de una guarnición de siete mil hombres bajo las órdenes de Nguyen Tri— phuong. A decir verdad, y Garnier lo sabe, los hombres están mal equipados, el material echado a perder y los cañones en mal uso. Pero la plaza fuerte es amplia: mil doscientos de costado, fácil de defender. Las cinco puertas que controlan su acceso tienen por encima galerías. Para llegar a estas puertas, es necesario cruzar un puente de piedra. En el interior, el palacio del gobernádor está fortificado. Las casas de los mandarines, los cuarteles, los almacenes son otras muchas fortificaciones posibles. Ahora bien, para atacar, Garnier dispone de un centenar de hombres, reforzados por los soldados de Dupuis.

Decidió sustituir la debilidad de los efectivos por la sorpresa y la audacia: reunió, en la tarde del diecinueve, a los oficiales encargados de conducir a los hombres a la batalla al día siguiente. La orden de operación ordena el asalto de la manera que sigue:

Orden n.° 25, diecinueve de noviembre de 1873:

El lugarteniente de la Armada, comandante militar en Tonkin, decide:

«El cuerpo expedicionario atacará a las seis de la mañana la ciudadela de Hanoi.

»Los hombres serán despertados sin toque de clarín a las cuatro y media; comerán sopa que habrá sido preparada la víspera y recibirá cada uno un bizcocho, diez paquetes de cartuchos para el fusil y veinticuatro para revólver.

»E1 jefe de expedición recomienda la mayor habilidad en el empleo de cartuchos cuya renovación será difícil.

»Una vez se haya iniciado la lucha cuerpo a cuerpo y el enemigo esté derrotado, los jefes deberán moderar a sus hombres y evitar todo derramamiento inútil de sangre.

»Todo enemigo que rinda armas se debe conservar.

PLAN

»M. Balny tendrá el mando supremo de la dirección y ordenará desde el “Scorpion” el tiroteo de este navío, del “Espingole” y del arma de 4 puesta en tierra cerca de la cala de desembarco.

»E1 tiroteo deberá ser preparado con anterioridad y las piezas apuntadas esta tarde con cuidado por una señal dada desde el navío con referencias sobre el puente.

»La operación abrirá fuego a las seis en punto: la gran pieza del “Scorpion” disparará primero con diez vueltas, las piezas de 4 a una altura variante entre seis y diez vueltas y media...

»Es mejor hacer cesar el fuego de un arma que exponer la ciudad a estragos...»

Al día siguiente a las cuatro y media comienza la ejecución de esta orden. Solamente se hará una modificación: a las cinco, como cada mañana, Francis Garnier hará sonar la diana para que el enemigo no note cambio alguno en el programa de cada día.

La orden de Francis Garnier incluye, entendámoslo bien, todos los planes de ataque, cada uno sabe exactamente lo que ha de hacer en este día tan decisivo.

A las seis el ataque se estaba realizando en varios puntos, mientras que la artillería abría fuego. El mismo Francis Garnier escala la puerta sureste de la ciudadela, seguido sólo por un oficial y dos hombres, para abrirla desde el interior al grueso de la tropa.

A las siete la ciudadela está en manos de los franceses. El mariscal Nguyen, herido, cae prisionero (se negó a dejarse curar y murió un mes más tarde, después de haber hecho la huelga del hambre). Ochenta muertos y trescientos heridos se recogieron entre los defensores, mientras que los asaltantes no tuvieron más que una sola víctima, un soldado de Yunnan perteneciente a los grupos de Dupuis.

Dos mil prisioneros, con todos los grandes mandarines de la ciudad, el delegado de Hué y los mandarines militares son conducidos al campo de batalla francés.

En las tiendas la intendencia se encargó de recoger dinero en barras, lingotes de cobre, cerca de cincuenta mil hectolitros de arroz e importantes rebaños de ganado: el problema del avituallamiento estaba en regla.

Tomada la ciudadela, Garnier cambió la administración rápidamente. La rapidez con la que encontró a los hombres necesarios para esta empresa prueba hoy que el asunto estaba preparado de antemano. Por desgracia, no disponemos de ningún documento sobre este trabajo organizado antes del ataque y posesión por unos agentes al servicio de Francia. Evidentemente se pueden hacer varias hipótesis. Es bastante cierto que los misioneros desempeñaron su papel, lo mismo que Dupuis. También parece cierto que la oposición al régimen de Hué era en Tonkin tan profunda que el pueblo se puso en seguida al lado del vencedor. La débil resistencia que se encontraba un poco por todas partes, comprendiendo también a la ciudadela de Hanoi, prueba que el régimen se aguantaba por un hilo.

Francis Garnier no dejó a los mandarines tiempo para recuperarse. Menos de una semana después de la posesión de la ciudadela, sus destacamentos inician el ataque a otras plazas fuertes del delta: Phu-ly y Haidzuong son cobrados poco a poco por el «Espingole» y por un destacamento de quince hombres.

Pero la forma de esta primera conquista de Tonkin se puede muy bien igualar con la posesión de Ninh-Binh, ciudadela tomada por mil quinientos soldados y ocupada por un aspirante de Marina y cinco hombres. Sin embargo todo parecía indicar que Ninh-Binh iba a combatir: era el centro de la resistencia y varios golpes de estado habían salido de allí.

Francis Garnier envía a Balny, comandante de el «Espingole», a un joven aspirante, Hautefeuille, con la orden de atacar la ciudadela. Hautefeuille se va de Hanoi en una pequeña lancha a vapor armado de un solo cañón de 4 y servido por un guardamaestre, seis marinos y un conductor annamita. Cuando la lancha llega a Phu-ly, tomada algunos días antes por Balny, el «Espingole» había ya salido a conquistar Haidzoung.

Hautefeuille decide, mientras espera, hacerse conocer en el Dai, hasta Ninh-Binh.

Todo fue bien: hacia las cuatro de la mañana, la lancha llega frente a la ciudadela. El ruido del motor despierta a los guardianes al acecho. Pronto las murallas son tomadas por los soldados y las piezas de artillería están dispuestas para disparar. Vale la pena citar el informe del aspirante:

«Se nos llama. Yo pensaba que era mejor disparar el primero y envié una granada sobre la batería y otra sobre el fuerte. Mis cañonazos producen su efecto: las luces se apagan y ya no vemos nada.

»Nos decidimos entonces a esperar el día. Una niebla intensa se había extendido sobre el río. Cuando desapareció, un nuevo espectáculo se ofrecía a nuestros ojos: eran las murallas bien provistas.

»Me aproximé al sitio; pero en este momento, caí hacia atrás a doscientos metros de los muros. Un solo cañón podía alcanzarme, pues yo pensaba que los de los fuertes eran demasiado altos. Yo puse a la mitad de mis hombres a maniobrar, los otros disparaban para impedir acercarse a la pieza que nos amenazaba, y para mantener lejos de nosotros a los asaltantes.

»Finalmente, pudimos librarnos y presentando la delantera de nuestra lancha, descargamos un golpe de metralla.

»De repente, fuimos invadidos por el vapor; es la máquina que acaba de estallar. Estábamos aislados, sin ayuda, a cuarenta horas de Hanoi.

»En seguida tomé una decisión; eché el ancla, me dejé llevar hasta la orilla, salté a una barca y puse pie en tierra con cinco hombres, mis dos annamitas, con pabellón francés a la cabeza y bayoneta en el cañón.

»Detalle característico: mientras nos disparaban desde la ciudadela, los habitantes del barrio de Yen-Kanh me enviaban un buey como prueba de gran amistad.»

Viendo a este pequeño grupo de soldados en tierra, los annamitas, muy numerosos, descendiendo de las murallas, salen de la ciudadela y se acercan para hacerles prisioneros. Entre ellos, el jefe, abrigado por cuatro parasoles, insignias de su elevado grado. Hautefeuille avanzó, le cogió por el cuello y le condujo hacia una mesa que se encontraba no lejos de allí. La discusión se inició:

«El mandarín jugaba conmigo —advirtió Hautefeuille—. Se creía en su sitio el más fuerte. Le dije que me faltaba su consentimiento por escrito para obtener la entera libertad de navegación en los ríos y que le acompañaría a la ciudadela para vérsela hacer.

»E1 se negó diciendo que podía fiarme de su palabra, etc.

»En seguida me respondió que pedía demasiado y que iba a castigarme. En el mismo momento, le cogí por el cuello y poniendo mi reloj sobre la mesa (las siete y media eran), mi revólver sobre su sien, le manifesté que le levantaría la tapa de los sesos si, en un cuarto de hora, no estaba en la ciudadela, con las tropas de rodillas y todos los mandarines escoltándome. A mi primer movimiento los milicianos annamitas se habían acercado, pero mis marinos estaban allí; a la orden de “cachete”, se formó un gran círculo alrededor de ellos. A las siete y cuarenta y tres minutos, yo entré en la ciudadela con las condiciones requeridas.»

Allí también el material y los víveres constituían un precioso botín para el cuerpo expedicionario: cuarenta y seis cañones, cuatro polvoreros, más de sesenta mil hectolitros de arroz y reses vivas.

Ninh-Binh especialmente constituía una plaza esencial para el control del delta. Cuando llegó algunos días después delante de la ciudadela, a bordo del «Scorpion», Francis Garnier se sorprendió de ver ondear allí la bandera francesa. Para asegurarse todo el delta no le faltaba más que apoderarse de Nam— Dinh. Fue lo que hizo el once de diciembre.

Francis Garnier lanzó un nuevo aviso: los mandarines deberán someterse o dimitir. Cualquier resistencia a la nueva administración será expuesta a un consejo de guerra.

Desde entonces parecía que era suficiente con admitir a los administradores en su oficio. Francis Garnier, que acaba de nombrar a casi todos sus oficiales, entre ellos los comprendidos en el servicio de salud, «gobernadores de región», espera refuerzos armados de Saigón y civiles competentes. Dos inquietudes se destacan en su acción: evitar la subadministración y hacer frente a los rebeldes chinos cuyos servicios de información le avisaban que acababan de prestar ayuda a los mandarines.

Un documento de orden privado demostró su lucidez frente a la situación que es la suya a mediados de diciembre. Se trata de una carta a su amigo M. Luro, administrador de asuntos indígenas en Cochinchina:

«Mi buen amigo:

»Estoy extenuado por el cansancio... me encuentro con una provincia de dos millones de almas sobre mis hombros. El viejo mariscal tan obstinado me ha obligado a hacerle la guerra: ha llegado incluso a llamar a los rebeldes chinos en contra mía...

Yo mandé en bloque a todos los altos funcionarios del país a Saigón para que no se creyeran obligados a levantar a la población contra mí y sigo aún con mi provincia sobre mis hombros. No me respondas como Sganardle: “Déjala en el suelo", sino ven a mi encuentro. Te solicito con insistencia al almirante. Contigo todo irá sobre ruedas pero, en realidad, yo no puedo hacerlo todo. No tengo tiempo de explicarte el porqué del cómo. Dile a Philastre que yo no estoy equivocado y que he alargado la cuerda a los annamitas el mayor tiempo posible. Que todavía se la tiendo, si ellos quieren mi convención comercial, ya que en ese caso devolveré Hanoi al rey, lo que hace vacilar a mucha gente que de no ser así se unirían a mí. O no era necesario enviarme o es necesario actuar de otro modo. Ven, ven, hay mucho que hacer aquí. Además es mejor como clima, riqueza y densidad de población a la Cochinchina.»

Efectivamente, como lo había previsto Francis Garnier, los rebeldes chinos remontaron el valle del río Rojo en dirección de Hanoi. Por primera vez, los franceses van a enfrentarse contra los famosos «Pavillons-Noirs».

Garnier organizó sus fuerzas y se dispuso a combatir con el máximo de posibilidades, el veintiuno de diciembre. Al anochecer del diecinueve llegaron plenipotenciarios de Hué. Habían recibido del emperador Tu-Duc instrucciones precisas para firmar con el enviado de Saigón un acuerdo protocolario que abriera el río Rojo al comercio internacional. Tienen incluso la autorización de aprobar el régimen instalado apresuradamente por Francis Garnier. Se ordena por ambas partes una suspensión provisional de combate. Al mismo tiempo que se desarrollan las conversaciones, los enviados de Hué organizan con los «Pavillons-Noirs» una verdadera «escaramuza». El domingo veintiuno de diciembre, después de la misa, cuando Francis Garnier estaba sentado con el obispo, monseñor Puginier, en reunión de negociaciones, un emisario se presentó para anunciar que los «Pavillons Noirs» estaban atacando la ciudadela.

Garnier intervino, dirigió personalmente la defensa, colocó una pieza de 4, en regla el disparo: los «Pavillons-Noirs» retroceden. Garnier sale de la ciudadela y empieza una audaz persecución. Pero un grupo de rebeldes está agazapado a lo largo de un foso. Cogido por la espalda el pequeño grupo de rebeldes, a la cabeza de los cuales se encontraba el jefe de la expedición francesa, es aniquilado. Garnier vacía su último revólver, después cae gritando: «Venid conmigo, valientes, nosotros los venceremos...»

Cuando el ataque fue rechazado del todo, se encontró su cuerpo y el de sus dos compañeros decapitados por los «Pavillons-Noirs».

Fue entonces cuando Philastre recibió el encargo de Saigón de tomar la dirección de las negociaciones.

Existían ya en este tiempo dos «escuelas políticas» en Indochina. La primera decidida a imponer la conquista pura y simple, con la aplicación del estatuto colonial. La segunda, que iba a hacer furor y que constituía una especie de «colonización por transmisión», preconizaba el sistema de protectorado. El uno se arriesgaba a ser impopular en la metrópoli. El otro ocultaba la realidad bajo las apariencias de un tratado internacional. Los oficiales de los «Asuntos indígenas», cuerpo recientemente creado en Cochinchina y al cual pertenecía el lugarteniente de la Armada Philastre, estaban pendientes de esta última fórmula que tenía en consideración las estructuras tradicionales del país.

Philastre rechaza con sus actos la acción de Garnier: a cambio de la evacuación de las plazas conquistadas, obtiene el acuerdo de los plenipotenciarios de Hué para pasar libremente sobre el río Rojo hasta Yunnan, como también la abertura al comercio extranjero, sin privilegio de «pavillon», de un cierto número de puertos annamitas.

Este tratado, a menudo llamado «tratado Philastre», concluyó oficialmente en Saigón el quince de marzo de 1874, entre el almirante Dupré, gobernador de la Cochinchina y dos ministros de Annam, Lé-Thuan y Nguyen Van-thuong. Aprobado cinco meses más tarde en Versalles por la Asamblea nacional, fue ratificado solemnemente el trece de abril de 1875 por el emperador Tu-Duc.

* * *

Bajo las apariencias de un éxito diplomático, resultó un mal negocio para Francia. Las consecuencias fueron doblemente nefastas.

En principio, en el mismo Tonkin. La presencia de un cónsul en Hanoi, la autorización de aguantar cerca de este agente un destacamento militar reducido, todo era suficientemente compensado por la retirada del grueso de las fuerzas de la expedición Garnier, a la que no se hizo esperar una terrible represión: todos los que se pusieron al lado de Francia, todos los cristianos, fueron objeto de la venganza de los mandarines y de la administración annamita restablecida. La lección vendrá mucho más tarde, ya lo advertiremos, cuando los franceses regresen. Entonces, ya no encontrarán aquel espontáneo respaldo entre el pueblo del que Francis Garnier se había beneficiado.

Con su lento declive, este tratado creará un clima diplomático desfavorable para Francia y la comprometerá en una violenta postura internacional contra China.

El artículo 2, por ejemplo, está redactado en términos demasiado vagos. Dará lugar a toda clase de interpretaciones que al final servirán de base de juego a Tu-Duc y a sus consejeros antifranceses. Este artículo 2 prevee que el presidente de la República francesa «reconoce la soberanía del emperador de Annam y su entera independencia frente a toda potencia extranjera, sea cual fuere, y se compromete a darle, a petición suya y gratuitamente, el apoyo necesario para mantener en sus Estados el orden y la tranquilidad...».

Estos compromisos son considerados por los franceses como un anzuelo de protectorado. Mientras Tu-Duc acepta conformar su política exterior a la de Francia.

Desgraciadamente, el artículo siguiente destruye en una sola frase el edificio a duras penas levantado: el artículo 3 estipula en efecto que el emperador de Annam «se compromete en no cambiar en absoluto sus relaciones diplomáticas actuales»... Ahora bien, el emperador de Annam es vasallo del emperador de China. Por la palabra «actuales» los diplomáticos franceses pudieron creer que eliminarían los recursos posibles de esta antigua costumbre. Era desestimar a la vez la habilidad maquiavélica de Tu-Duc y una noción asiática con respecto al tiempo según la cual los siglos no cuentan. Esta supremacía china tenía por otra parte un cierto valor porque Gia-Long no había reinado «legítimamente» más que después de haberse aliado al emperador de China.

Un error de París iba a aportar aún más confusión y acreditar en 1875 este derecho moral de China: el conde de Rochechouart, encargados de los Asuntos de Francia, comunicó efectivamente aquel año el texto del tratado al ministro chino de Asuntos Exteriores. Este le respondió sin precipitación, tres semanas más tarde para recordarle que «Annam siempre había sido tributario de China». En Hué, Tu-Duc coge la cuerda que le tiende Pekín: envía en dos veces el tributo simbólico de alianza, subrayando así su voluntad de llamar en caso de necesidad al arbitraje chino.

Además, como Francia no había reclamado nada, las tropas chinas permanecieron en Tonkin para proseguir su lucha contra los piratas.

Finalmente, el tratado quedó inactivo durante seis años. Se mantuvieron sin embargo los cónsules franceses y los pequeños destacamentos encargados de protegerles. Cada cual se mantuvo así en su posición, dispuesto a presentar sus ventajas en el momento preciso.

En Francia la opinión pública no se interesa por el problema colonial. Con la noticia de la muerte de Francis Garnier, la emoción se apagó en seguida. Dupuis, indeseable en Tonkin, volvió a París. Sus tentativas por despertar el asunto resultan inútiles. El eco de sus intervenciones no traspasa los límites de los círculos de asuntos parisienses.

Hasta el año 1879 no se registra una toma de posición oficial; el almirante Jaureguiberry, antiguo oficial del cuerpo expedicionario del Extremo-Oriente, convertido en ministro de Marina, recibió un informe del almirante Lafont, destacado en Saigón. Este último considera que se debe acabar con la incertidumbre que reina después de la expedición de Garnier. Es preciso, le escribe, «establecer de una forma clara y concreta nuestro protectorado sobre el Tonkin o reducir nuestra acción a simples instituciones consulares».

El asunto de Tonkin, tal como está de mal arreglado, envenena en efecto cada día más las relaciones entre Saigón y Hué. Tu-Duc multiplica las humillaciones a los representantes consulares franceses, no abre el río Rojo a la navegación e intenta suscitar revueltas en las provincias de la Cochinchina, ahora francesas. Se corre el riesgo de que estalle de un día a otro un incidente serio y las autoridades de la Cochinchina quieren conocer de una vez para siempre los mandatos del Gobierno.

El ministro de Marina, almirante Jauréguiberry, formó una redacción completa de la situación y propuso una intervención armada sobre el río Rojo, contra los «Pavillons-Noirs».

Jauréguiberry expuso su informe en 1879, siendo Wadding— ton presidente del Consejo y en 1880 cuando era ministro Freycinet. Las conclusiones del ministro de Marina fueron desdeñadas. Se dice que Jauréguiberry, de rabia, hubiera entonces arrojado su informe al fuego...

Volvió a renovar su proposición al consejo del veintiséis de julio de 1880. El acuerdo se basó en la «necesidad de una verdadera expedición que terminara con una sólida ocupación del río Rojo hasta en su parte superior».

El Gobierno pensaba además que ninguna complicación había que temer por parte de China y que las consecuencias financieras y económicas de tal operación serían enormemente rentables.

En medio de todo esto, cayó el ministerio y Julio Ferry se convirtió en presidente del Consejo. Jauréguiberry fue reemplazado por el vicealmirante Cloué. En Cochinchina el Myre de Vilers fue nombrado gobernador. Intentó la conciliación. Hué interpretó la ausencia de París como una prueba de debilidad. Tu-Duc se lanza de nuevo sobre China.

El diez de noviembre de 1880 el ministro de China en París protesta oficialmente cerca del ministro francés de Asuntos Extranjeros contra toda eventualidad de una intervención francesa en Tonkin, «pues el Gobierno chino no sabría mirar con indiferencia operaciones que tendrían que cambiar la situación de un país limítrofe como el reino de Tonkin, cuyo príncipe ha recibido hasta este momento su investidura de emperador de China».

El veintisiete de diciembre, Barthélémy-Saint-Hilaire, ministro de Asuntos Extranjeros, recuerda que las relaciones entre Francia y Tonkin se rigen por el tratado de 1874 firmado entre Francia y Annam y que Francia piensa cumplir sus obligaciones y ejercer los derechos que se deriven de ellas.

El veinticinco de septiembre de 1881, el ministro de China informó al ministro francés «que el Gobierno imperial no puede reconocer el tratado de 1874. Pero el gabinete francés, que había prometido esforzarse en todo lo posible para impedir que ninguna dificultad o malentendido surgiera entre Francia y China sobre el tema de Tonkin, consiente en creer que el Gobierno de la República buscará en cualquier circunstancia ponerse de acuerdo con la corte de Pekín, para que el asunto en cuestión sea arreglado de una manera satisfactoria. El Gobierno chino espera que el Gobierno de la República encuentre los medios de conservar sus intereses en el Tonkin, sin tocar los que el imperio de China posee allí de manera irrevocable, sea a título de soberano, o bien de vecino y limítrofe. Mantiene además que el reconocimiento de Francia de la independencia del príncipe de Annam no puede por este hecho cambiar las relaciones ya existentes entre China y Annam; y que el príncipe de este país no puede por ningún acto conferir a quien sea, sobre todo a una potencia extranjera, ninguna participación de los derechos soberanos que le han sido concedidos directamente del emperador de China en razón de su investidura».

Esta «investidura» es la que Gia-Long había pedido: es válida para sus descendientes, pero Francia no la acepta. El primero de enero de 1882, Gambetta (que acaba de suceder a Julio Ferry), respondió: «El antiguo vasallaje de Annam con respecto a China no presenta, a decir verdad, más que un valor histórico.»

* * *

Los años que separan las dos conquistas de Tonkin ven una lenta transformación de la opinión pública francesa. A este período los historiadores lo han llamado de «aceptación», después de la derrota de 1870. Los conservadores mantienen la mayoría en la Asamblea nacional. «¿Para qué nos sirve el rey?», habían preguntado al país, y el rey había estado a punto de volver. La lucha religiosa, la guerra entre los partisanos laicos y los tradicionalistas iban a señalar pronto el final de una época, en la que Francia, hija primogénita, definía su política a menudo en función del sentimiento de los católicos.

La conquista llevada a cabo por Rigault de Genouilly en Cochinchina se había fraguado después de una visita del obispo de Hanoi a Napoleón III. La expedición de Francis Garnier, aunque éste era protestante, tuvo por origen los intereses comerciales de Dupuis, pero también motivos dictados por los intereses de las comunidades cristianas: el obispo de Hanoi fue en todos los aspectos del asunto el guía y la reseña.

Después del ministerio de Gambetta, es decir a partir del treinta de enero de 1882, la mayoría republicana llegada a la Asamblea en 1879 está en condiciones de hacer valer sus doctrinas. Durante tres años, fueron dispuestos sus equipos, han estudiado los respaldos y redactado sus conclusiones. Los hombres que acaban de suceder a los conservadores para establecer las bases de un régimen republicano, partiendo de una Constitución hecha en vista al regreso del rey y por lo tanto con espíritu monárquico, estos hombres están guiados por intereses de tipo práctico.

Sus enemigos los llamaban «oportunistas». Supieron demostrar en efecto que eran de espíritu voluble y particularmente hábiles para agarrar los acontecimientos y hacer girar en favor suyo la ocasión. Si hubieran cedido en su marcha, muchos progresos hubieran sido realizados.

Cada vez más numerosos para representar los ambientes de negocios, los intereses bancarios y económicos, daban en la consideración de los acontecimientos prioridad a los «intereses» sobre las «ideologías».

Es cierto que el mundo ha evolucionado igualmente. Al liberalismo económico sucede el «capitalismo de monopolio». Los créditos, los papeleos, se reparten, el mundo, es decir los mercados. En Francia, con respecto a la milenaria tradición de intervencionismo del Estado, los grupos de presión económica y financiera se vuelven hacia el Gobierno. Solicitan el mantenimiento de la nación, con necesidad de armería, para servir sus intereses. Lo hacen «a priori» lealmente, es decir, ellos pensaban realmente que sus intereses se identificaban con los de la nación. Y en cierto modo, no podían obrar de otro modo: la estructura del Estado le coloca, en Francia, a todos los niveles de la pirámide, como intérprete y no árbitro, de los intereses de cada uno. Esto explica para Inglaterra el nacimiento de un «imperialismo» con colores nacionales. Los intereses nacionales no tendrán, en compensación, necesidad de pasar por el Estado y América no se convertirá así en una «potencia colonial», todo ello teniendo la parte más importante en los mercados mundiales.

Las razones profundas del cambio que se opera así en la opinión son sólo perceptibles a nivel del gobierno y de los jefes de la mayoría. Son sin embargo decisivos, precisamente porque se producen a nivel de las decisiones. Pero en la medida en que estos responsables son «oportunistas», elevarán el balance de su acción «a posteriori». Por el momento, si bien es cierto que la repartición del mundo comenzó basada en exigencias económicas, los pilares seguirán siendo los mismos a nivel de ejecución. Por eso bruscamente y cuando ya desesperaban de un convencimiento, los partidarios de una nueva intervención en Tonkin vieron levantar las hipotecas que hasta el momento pesaban sobre su proyecto.

Tuvieron suerte: en la práctica con relación a las primeras bases, en las iniciaciones y en las conclusiones comerciales, Tonkin no aportará mucho. Pero, gracias a Dupuis y a algunos otros, ideas preconcebidas circulan sobre las «asombrosas» riquezas del valle alto del río Rojo. La ignorancia de la realidad dará, pues, pie al juego de los intervencionistas.

Al frente de estos últimos, el gobernador de Cochinchina, le Myre de Vilers. De conciliador había pasado a ser un decidido partidario de la conquista.

Es preciso decir que el emperador Tu-Duc lo había hecho todo por obtener esta conversión. Desde la llegada a Saigón del nuevo gobernador, no pasaba una semana sin que un incidente, una humillación, algunas veces una amenaza, le fueran indicadas en los informes que él recibía de los agentes consulares en Annam o en Tonkin.

Por ejemplo, el residente de Francia en Hué ve a uno de sus criados maltratado o herido gravemente: el gobernador annamita se niega a ocuparse del asunto.

Cuando los representantes franceses acreditados quieren instalarse más cómodamente, reconstruir su residencia, ver simplemente rehabilitar un ala, la administración annamita suscita toda clase de inconvenientes.

Y todavía más grave: Tu-Duc, decidido a neutralizar todas las influencias unas por otras, acabó por tolerar en Tonkin cinco ejércitos: el suyo, los «Pavillons-Noirs», «comprometidos» con los gobernadores de Tonkin, las tropas regulares chinas llamadas para luchar contra los «Pavillons-Noirs»..., los «Pavillons-Jaunes» y los «Pavillons-Blancs». Es preciso añadir ciertamente a estos diferentes representantes armados el pequeño destacamento francés que se había quedado en Hanoi al lado del cónsul de Francia.

La «polvorera» estaba llena y las mechas no faltaban, por eso la explosión.del asunto ya echaba sus primeras chispas: el cónsul de Francia en Hanoi, consciente de este riesgo ya inminente, reclama para su seguridad personal que la pequeña guarnición francesa sea reforzada.

El Myre de Vilers pide instrucciones a París. No hace falta plantear el problema: es necesario, antes de comprometerse, saber lo que se quiere, precisar hasta donde se quiere ir y escoger enemigo. En términos diplomáticos, pide un pretexto para intervenir. Esta intervención le parece del todo indispensable tal como están las cosas entonces.

De este modo, la presión de la opinión mejor informada en París y la presión de los hechos en el lugar en cuestión, obligan a la acción.

Desde 1881, el encargado de los Asuntos de Francia en Hué recibe instrucciones: hace conocer al Gobierno annamita que Francia está decidida a bloquear los puertos y a impedir la (legada de arroz.

Fue entonces cuando dos viajeros franceses, Villeroy y Courtin, fueron víctimas en Tonkin de un atentado fraguado por los «Pavillons-Noirs», cerca de Bao-Ha, en el río Rojo. El gobernador de Hanoi respondió a la protesta francesa que él no podía hacer nada, «no destacándose los “Pavillons-Noirs” de su competencia»... Courtin y Villeroy estaban provistos de pasaportes en regla. La injuria al tratado de 1874 se hizo entonces notoria.

La Cámara de diputados vota un crédito de dos millones cuatrocientos mil francos para permitir el refuerzo de la pequeña guarnición francesa estacionada en Hanoi y también para emprender, eventualmente, las operaciones necesarias para la ejecución de las cláusulas del tratado de 1874 asegurando la libertad de navegación sobre el río Rojo.

Este voto se concedió el veintiuno de julio de 1881, después de un difícil debate. Julio Ferry era, por algunas semanas todavía, presidente del Consejo. Es demasiado pronto para hablar de una «política ferrista»: es el primer gabinete Ferry y nada indica, por el momento, planes más amplios en Indochina. Se hacen los preparativos lo más rápidamente posible. Se trata de una medida de circunstancias. Pero ya las dificultades encontradas al votar los créditos necesarios presagian el conflicto que surgirá entre partidarios y enemigos de la expansión colonial.

El capitán de la flota Enrique Riviére, jefe de la Marina de Saigón, recibe la orden de dirigirse a Hanoi a la cabeza de una expedición. Llega con instrucciones precisas y limitadas.

El Gobierno no quiere, a ningún precio, hacer a tanta distancia «una guerra de conquista que arrastraría al país a graves complicaciones».

El Myre de Vilers añade a estas instrucciones su comentario oficial: «Debemos extender y afirmar nuestra influencia en

Tonkin y en Annam política, administrativa y pacíficamente.

»No debe, pues, tomar medidas forzadas más que en caso de absoluta necesidad y confío en su prudencia para evitar esta eventualidad, poco probable por otra parte.

»No debe abrir ningún informe directo o indirecto con los “Pavillons-Noirs*; para nosotros, no son más que piratas y les tratará como a tales si se cruzan en su camino. En el caso poco probable que encontrara tropas imperiales chinas, evitad cuidadosamente un conflicto.

»Es posible que su presencia provoque por sí sola un movimiento insurreccional por parte de la población. Tened gran cuidado de no mezclaros en él sin habérmelo comunicado.

»Se producirán probablemente incidentes y necesidades que no sabría preveer, pero cuento con su patriotismo y su habilidad para no comprometer al Gobierno de la República en un camino por el que no quiere seguir.

»Todas mis ideas pueden resumirse en esta frase: evitad el fusil, no serviría más que para crearos dificultades.»

El almirante Jauréguiberry, convertido en ministro de Marina, puesto al corriente de los detalles de esta instrucción de el Myre de Vilers, responde simplemente: «Ordenando al comandante Riviére no tomar decisiones forzadas más que en caso de absoluta necesidad, habéis seguido exactamente las intenciones de mi departamento y puedo esperar que este oficial de grado superior sabrá hacer frente a la delicada situación que nos crea en Tonkin la presencia de numerosas bandas que ocupan este país en diferentes frentes.»

Se dijo y escribió en la época: estas instrucciones formales excluían toda decisión forzada, excepto contra los piratas. Sin embargo parece que las instrucciones verbales alargaban los riesgos de conflicto. Pues la orden escrita, y rápidamente publicada en París cuando surgen dificultades mayores, parece destinada en su redacción a la opinión francesa. En el lugar de debate, el tono es del todo diferente. La carta enviada a Tu-Duc el día de la salida de Saigón de la expedición de Riviére lo testimonia:

«Su Majestad —escribe el Myre de Vilers al emperador— conoce mis sentimientos con respecto a su augusta persona... Señor, vuestra dinastía camina hacia su fin, las leyes ya no se cumplen, se extienden por todas partes el pillaje y el desorden en cuanto amanece, el pueblo se ve oprimido por aquellos que tienen el deber de protegerlo. Los recursos del país desaparecen y la miseria se hace general.

»En Tonkin, los viajeros franceses provistos de pasaportes en regla, son atacados por mercenarios chinos, auténticos maleantes que hirieron a uno de ellos, y las autoridades locales se ven impotentes para proteger a nuestros nacionales.

»En Hué mismo, el representante de Francia fue gravemente insultado y le fueron precisos doce días y la intervención de Su Majestad para obtener una satisfacción a duras penas suficiente.

”E1 jefe de los piratas chinos Luu Vinh-phüc prohíbe al señor de Champeaux, cónsul en Haiphong, y al señor Fuchs, ingeniero en jefe de las minas, continuar su misión y les abruma con amenazas.

»E1 Gobierno de la República “no sabría aceptar una situación semejante” y me veo obligado, a mi pesar, a tomar medidas preventivas para salvaguardar la seguridad de los franceses.

»Pero, yo insisto en repetir a Su Majestad que Francia no desea hacer la guerra y nosotros no emplearemos armas más que si nos vemos forzados a hacerlo. “Ajustaremos nuestra conducta a la de la administración annamita en Tonkin.”»

Es lo que hizo el comandante Riviére, tres semanas después de su llegada a Hanoi.

El gobernador de la ciudad prohíbe la ciudadela a los oficiales franceses, recuerda las milicias provinciales, fortifica sus posiciones.

Riviére informa a Saigón y pide instrucciones. El Myre de Vilers obtiene la seguridad de que el Gobierno annamita dará órdenes al gobernador de Hanoi.

Sin esperar respuesta a su petición de instrucciones, Riviére, con el pretexto de que recela de una sorpresa, envió el veinticinco de abril un ultimátum a los annamitas, y al día siguiente atacó la ciudadela. Cayó en algunas horas. La verdadera conquista de Tonkin se había iniciado.

Tu-Duc, sorprendido por este ataque tan atropellado, se agarró inmediatamente a China para oponer resistencia a Francia. Envió un mandarín a Son-Tay para organizar la recogida de tropas y la resistencia a los franceses. Incluso Hanoi llamó en secreto a los «Pavillons-Noirs», que invadieron en seguida el delta.

A partir de entonces el problema de Tonkin se asienta sobre dos balanzas. Diplomáticamente, Francia se encuentra comprometida en un camino más difícil, que conducirá por otra parte a una acción armada en las costas de China. Militarmente, se necesitarán refuerzos. Limitados al principio, constituirán algunos meses más tarde un verdadero cuerpo expedicionario.

Como consecuencia irremediable de estos dos desarrollos, París —Gobierno, Cámara de diputados, opinión pública— se encuentra ante un hecho consumado, con obligación de decidirse: será necesario preveer proyectos sobre política extranjera y sobre créditos.

La política acerca de Tonkin de Francia ha salido ya de la clandestinidad.

No ha llegado aún el momento de indagar las intenciones de Riviére, de el Myre de Vilers, de Jauréguiberry, de Freycinet, de Gambetta y de Ferry, entre otros...

Las intenciones no están todavía hoy muy aclaradas y aún quedan muchos enigmas a este respecto.

Por el momento, Riviére tiene necesidad de refuerzos y por su parte China protesta con vehemencia.

Pronto se le dio una respuesta a China. En principio, al menos. Su representante en París levantó una viva protesta contra el golpe de fuerza de Hanoi a la que el Gobierno francés respondió: «No tenemos ninguna explicación que dar al Gobierno chino.» Al representante francés en Pekín le dieron las siguientes instrucciones: «Igual en Pekín que en París, no debemos permitir a China infiltrarse en la política que nosotros seguimos en Indochina.»

A Riviére se le envió igualmente al principio un refuerzo de setecientos hombres.

Gracias a estos refuerzos, Riviére pudo romper el cerco de los «Pavillons-Noirs» en el delta. Se instala en Hone-Tai, al fondo de la bahía de Along. Se trata de un importante punto estratégico que los ingleses codician, desde Hong-Kong. Seguro con estos informes sobre las intenciones inglesas y para empezar, Riviére dejó allí a veinticinco hombres, bajo la protección de las instalaciones de la división naval establecida en Hai-phong —un crucero y dos cargas cuyo caudal de agua es demasiado importante como para que puedan encontrarse en peligro en el río Rojo.

Después emprende, el veintitrés de marzo, una expedición sobre Nam-Dinh, en donde Garnier se había informado.

El día veinticinco llegan así delante del lugar dos cargas, cinco cañoneros, dos remolcadores, cuatro juncos y quinientos soldados.

Riviére desembarca y hace transmitir al gobernador un acta redactada en estos términos:

«Desde hace un año, ha mantenido hacia nosotros la actitud más hostil posible y ha armado su ciudadela tanto como ha podido de soldados y de municiones... ha excitado a la gente en contra nuestra y... proferido amenazas...

»Es necesario, por el respeto que se nos debe, para la libertad de nuestra navegación, para nuestra seguridad en Tonkin, para que no amenacéis más la paz, es necesario que... nos devolváis la ciudadela a nosotros.

»Si mañana a las ocho de la mañana no comparecéis en mi gran edificio blanco, me veré obligado a trataros como a un enemigo.»

Al día siguiente, Nam-Dinh es tomada por la fuerza pues la guarnición no había querido rendirse. Riviére deja allí un destacamento y regresa a Hanoi donde le aguardan graves dificultades con los «Pavillons-Noirs».

Llega justo a tiempo para rechazar un ataque preparado en su ausencia. Persigue a las bandas de Luu Vinh-phüc en dirección de Son Tay, pero vacila en llegar más lejos a una región mantenida firmemente por los piratas.

Como consecuencia de los fracasos y de las consecutivas persecuciones a la expedición Garnier y de la atropellada salida de los franceses en aquel tiempo, la población no hace nada en favor de Riviére y se alistan, por miedo lo mismo que por convicción, del lado de los «Pavillons-Noirs».

Estos operan hasta en el centro de Hanoi donde los barrios comerciales arden mientras combaten.

Así transcurren varios meses en combates y en operaciones esporádicas. Los «Pavillons-Noirs» y las tropas de Tonkin están cada vez mejor organizadas y su empuje se hace más y más inquietante.

El diez de mayo de 1883, el jefe de los «Pavillons-Noirs» hace clavar de noche, en la puerta de la ciudadela, un pequeño letrero sobre el cual se lee:

«El fuerte guerrero Luu hace la declaración siguiente a los franceses: no sois más que maleantes fuera de la ley. Las demás naciones no hacen el menor caso de vosotros. Por todas partes donde vais, decís que queréis enseñar la verdadera religión. Es una mentira para atraeros a los honrados habitantes. Mentís incluso cuando pretendéis venir para hacer comercio, pues sólo venís para robar tierras... Desde que llegasteis al reino de Annam, no hacéis más que tomar ciudadelas y asesinar a mandarines.

»Vuestros crímenes son tan numerosos como los cabellos de vuestras cabezas. Os apoderáis de la aduanas y os aprovecháis de sus beneficios. Este forcejeo merece la muerte.

»Vosotros sois la causa de la miseria del pueblo y el país está al borde de su ruina.

»Toda la población está irritada y el cielo clama venganza. Yo tengo órdenes de hacer la guerra... Pero el interés público es lo primero que hay que considerar: no quiero permitirme tomar como teatro de combates la ciudad de Hanoi; no quiero perjudicar a los habitantes...»

Esta proclamación es muy importante. Inicia en efecto la lucha anticolonialista que no cesará verdaderamente en Tonkin durante la ocupación francesa. Por su estilo, por su argumento, suena como un manifiesto redactado en pleno siglo XX.

Los métodos de propaganda también están esbozados. La proclamación tiene varios destinatarios.

Luu Vinh-phüc habla a los franceses, pero se dirige también a la población de Hanoi. Deja entender que los estragos hechos a la ciudad podrían evitarse si se mantuvieran fieles a él. Acusa a los franceses de combatir en la ciudad, pero él introduce por todas partes a sus tropas. A los que podrían quejarse, de entre los habitantes, le dice: «Yo tengo órdenes.»

Esta frase: «Yo tengo órdenes para hacer la guerra», tiene por otro lado muchos sentidos. Es una insolencia con respecto a Riviére que ha sobrepasado las instrucciones escritas recomendándole evitar el conflicto.

Es también la afirmación de que los «Pavillons-Noirs» no son piratas sino que combaten por Annam, a petición del emperador, vasallo de China.

Ahora bien, en su carta al emperador Tu-Duc, el Myre de Vilers habla de «mercenarios chinos» y no de piratas. Con esta expresión, él entendía, antes de enviar a Riviére, evitar en caso de conflicto que la corte de Hué abandonara su responsabilidad con el pretexto de no tener ninguna autoridad sobre los «Pavillons-Noirs». Acusándole de este modo de utilizarles, planeaba no permitirles abrir fuego contra la expedición francesa. Al atacar Riviére, el argumento se vuelve contra los franceses. Como los «Pavillons-Noirs» están al servicio del emperador, no será posible camuflar operaciones en Tonkin con la excusa de liberar al país de los piratas, en virtud del tratado de 1874.

El valor político de esta proclamación es pues auténtico. Su eficacia también; el jefe de los «Pavillons-Noirs» la terminaba con un desafío personal y público a Riviére: «Os hago saber que si sois lo suficientemente fuerte, no tenéis más que conducir vuestra tropa de bandidos a Phu-Hoai para medirse conmigo.»

Phu-Hoai era efectivamente la madriguera de los piratas que era preciso neutralizar en seguida. Desde esta base, los «Pavillons-Noirs» dirigían sus acciones de represalia y de intimidación que conseguían una gran repercusión en las masas populares. El trece de mayo de 1883, atacan así la misión católica de Hanoi, situada a mil doscientos metros de la guarnición francesa. Doscientas o trescientas personas organizaron allí bien o mal su defensa. Sabían que de día podían contar con Riviére, pero de noche, éste no arriesgaría una salida.

En dos intentivas, el trece y el quince de mayo, los piratas prueban atacar y se retiran quemándolo todo a su paso.

Riviére sabe que una situación como ésta no puede durar, que su posición muy pronto se convertirá en insostenible: pide refuerzos a Saigón. Necesita, escribió, «un millar de hombres al menos». Pide al mismo tiempo un apoyo inmediato de la división naval del mar de China. El almirante Meyer, que es jefe de esta división, le envía un centenar de hombres que es todo lo que él puede.

El dieciocho de mayo se decide una salida sobre Phu-Hoai. Pero las cosas han cambiado tanto desde Garnier, que un secreto de algunas horas ya no es posible mantenerlo sin extremadas precauciones.

«Los “ Pavillons-Noirs ” fueron advertidos en efecto —observaba un oficial del cuerpo expedicionario— de la salida que se preparaba, de la fuerza de las tropas que iban a operar y de la dirección que iba a tomar la columna...

»En esta guerra de Tonkin, nuestros enemigos han sabido siempre con antelación todos nuestros proyectos, todos nuestros movimientos, porque no desconfiábamos bastante de las redes de espías que nos rodeaban: suministradores chinos, criados annamitas, que lo oían y veían todo sin ponemos en guardia de ellos.»

Riviére es menos prudente que Francis Gamier quien, a pesar de todas sus audacias, había hecho incluso tocar la diana a la hora de costumbre, aunque sus soldados estaban dispuestos desde hacía mucho tiempo, para que ninguna anomalía pudiera poner en aviso al enemigo.

El obispo de Hanoi es aún más categórico que el testimonio precedente. Monseñor Puginier escribirá más tarde: «Una de las grandes causas del fracaso ha sido el conocimiento de la proyectada salida. La víspera de la expedición, los «Pavillons— Noirs» estaban prevenidos de todo por sus espías y habían tomado sus precauciones durante la noche.»

El diecinueve de mayo, dos compañías de infantería de marina y dos compañías de desembarco, la del Leopard y la de Villars, abandonan Hanoi en columna.

El avance se efectúa normalmente al principio de la operación. Después, rápidamente, al pasar por un puente, la vanguardia es sorprendida por el ataque de los «Pavillons-Noirs». Un tiroteo fuerte que causa baja en algunos segundos en siete soldados de la infantería de marina. Pronto las tropas se encuentran en diferentes puntos cuerpo a cuerpo. Ciertas unidades cargan su bayoneta para rechazar al enemigo. El comandante de Villars cae herido de muerte. Fue entonces cuando, a la derecha de la columna, unos piratas intentan un movimiento giratorio para cortar a la columna el camino de regreso. El peligro era demasiado grande, urgía atacarles, pero en la maniobra iniciada entonces, la artillería se encuentra en seguida en inferioridad con respecto al enemigo y sometida a su tiroteo directamente. Varios hombres se disponen a echar por tierra esta maniobra. Un cañón del Villars cae en un foso. Al intentar levantarlo, caen muertos algunos soldados, un voluntario se adelanta, también cae. Riviére se pone al lado de la rueda y una bala le alcanza el hombro izquierdo. Se levanta, empuja hacia atrás a los que llegan hasta él gritando: «Salvad la pieza y moriré contento», dio algunos pasos y cayó para no volver a levantarse más. Un capitán cayó muerto encima de él al minuto siguiente. La infantería de marina llega a paso de carga, cubre con sus armas a los que se dedican a desprender el cañón. Son las ocho: se da la orden de retirada.

El balance es serio: treinta muertos de los cuales cinco son oficiales, cuarenta y ocho heridos, de entre ellos ocho oficiales.

La noticia llega a París en el momento en que Julio Ferry y su gobierno acaban de presentar un proyecto de ley a la Cámara, con la concesión de un crédito de cinco millones trescientos mil francos para enviar un cuerpo expedicionario a Tonkin.

* * *

A partir del veintiséis de mayo de 1883, el interés del asunto no está ya en Tonkin sino en París. Claro que ciertos hechos de armas con sus repercusiones de toda índole mantendrán aún nuestra atención en Tonkin. Pero la opinión francesa está ahora alerta.

Este día del veintiséis de mayo señala el comienzo de la verdadera política colonial francesa, bajo la Tercera República.

Ya hemos visto que ha empezado la repartición del mundo. Es el momento más que nunca de ponerse en filas. Hasta ahora la diplomacia francesa se había contentado con hacer muecas.

Sólo algunos hombres, hacia y en contra de todos, habían proporcionado algunos éxitos limitados, a costa de esfuerzos personales y algunas veces incluso de su propia vida. En 1883 ya no es posible ir más lejos sin doctrina. Mientras, dos escuelas, de las que ya hemos hablado, se oponen. Por un lado, los partidarios del respeto a las estructuras existentes, de una colaboración basada en la participación de la nación interesada, participación libremente consentida según el tratado. Por otro lado, los partidarios de la conquista y de poner bajo tutela directa de las instituciones a los hombres y a los recursos del país conquistado.

Julio Ferry es uno de los primeros hombres de estado en comprender el interés de la colonización. Y como es natural en estos hombres de estado que lo han comprendido, es el primero en llegar al poder en 1883 y es a él a quien incumbe el deber de definir la acción del Gobierno en' aquel territorio.

La expedición Riviére ya está en marcha. Las armas han hablado. Negociar la situación encuentra reticencias cada vez más tenaces en Annam y en China. El problema que se le plantea a Ferry, si no quiere que Francia parezca hurtarse a la presión de los «Pavillons-Noirs» es: bien desaprobar la operación Riviére y decir: «Francia no quiere comprometer su destino fuera de Europa» o bien reforzar las unidades desembarcadas en Hanoi, y por lo tanto conquistar Tonkin y Annam.

Julio Ferry tiene cincuenta y un años. Es parlamentario desde 1858. Ha sido ya presidente del Consejo y ministro numerosas veces. Sus historiadores están de acuerdo en decir que él no tiene, en materia de expansión colonial, ninguna idea preconcebida hasta 1883.

Es verdad que durante su primer ministerio, dos años antes, había conquistado Túnez. Pero había conseguido hacer olvidar pronto sus fracasos, pues las acusaciones más terribles se habían divulgado en contra suya. Decían, en la presión de la oposición, que había jugado con las grandes sociedades con la excusa del interés del país. Y las acusaciones no sólo procedían de sus enemigos...

Naquet, uno de los hombres más escuchados del Parlamento, se había dirigido contra él, junto con Clemenceau.

Interpelándole en la Cámara, había denunciado los «equívocos, los silencios, las preocupaciones electorales» de Julio Fery: «Os han movido, desde el principio hasta el fin, consideraciones de política interior.»

Clemenceau será todavía más duro: «Nosotros no intentamos poner trabas a su acción en el extranjero, ni en Túnez ni en ninguna otra parte; pero tenemos razones serias para creer que, bien por su impericia, bien por otra causa, la Cámara ha sido engañada. Comprended bien el alcance de mis palabras: la Cámara ha sido inducida a error, ha sido engañada por usted.»

Al día siguiente, Clemenceau escogía tres ejemplos en los cuales unas sociedades privadas se habían aprovechado de la obra del Estado. Las tres empresas más grandes realizadas por aquel entonces en Túnez: la explotación del ferrocarril entre Túnez y Argelia había sido cedida en monopolio a la compañía «Bóne-Guelma». La explotación del más rico territorio agrícola del país, el territorio del Enfida, había motivado las especulaciones de una sociedad privada, cuyos representantes habían tratado en favor propio con el cónsul de France Roustan con grandes apariencias... lo mismo que los representantes del Crédito Territorial se habían beneficiado de la introducción del ministro de Asuntos Extranjeros para negociar en Túnez... «Yo no veo en esto, añadía Clemenceau, la institución de grandes mercados para nuestro comercio, la creación de organizaciones o establecimientos industriales, nada en una palabra que se parezca a una legítima explotación del suelo tunecino. Yo no distingo, en todas las empresas que he mencionado, más que a hombres que están en París y que quieren hacer negocios y ganar dinero en la Bolsa.»

Al día siguiente, la derecha había ajustado el paso e intentado lanzar contra la República las acusaciones dirigidas a Ferry. Intentaba hacer pagar a aquélla los errores de éste.

Gambetta se dio cuenta del peligro. Era él quien había mantenido en un principio la acción de Ferry, y era también él ahora el que impedía una vuelta atrás.

La conquista de Túnez, inclusa antes de que una política colonial fuera definida oficialmente, había alcanzado su propósito. La opinión pública vería, a partir de entonces, en toda empresa de este tipo, operaciones dudosas para provecho del gran capital.

En un ambiente como éste, dos años más tarde Ferry volvió al poder. Sobre su mesa de trabajo, un nuevo asunto le espera, más lejos, más peligroso, y donde la acción no tendrá, en principio las mismas «justificaciones» que aquella otra empresa al este de Argelia.

Pero en este tiempo parece que Ferry ha forjado su doctrina. Los economistas comenzaron a publicar estudios completos sobre la carrera internacional en lo que respecta a recursos energéticos, a mercados comerciales y a mercados de inversiones. Julio Ferry leyó: Sobre la colonización en los pueblos modernos de Leroy-Beaulieu. Se sintió muy impresionado por los argumentos que en él se exponían.

En 1882 había publicado en el encabezamiento del Libro Amarillo sobre Túnez un prefacio en el que esbozaba su política. Defendía la idea colonial. Por primera vez, en boca de un hombre de estado francés aparecía la noción de competencia, tal como la había definido Leroy-Beaulieu. Hasta entonces, la política colonial estaba limitada a una consideración «hexagonal»: prestigio, posibilidad de vender a mejores precios en unos sectores reservados... compra de materia prima con el privilegio del pabellón, es decir con la seguridad de ser el único cliente... Ferry parece haber comprendido desde el principio que Francia no debe caer en estas facilidades. Insiste en las ventajas que los países ricos pueden obtener invirtiendo en los países nuevos. Sin embargo aún se da uno cuenta que concibe esta política en segundo lugar. Lo esencial para él es siempre el juego interior y las necesidades electorales: ahora bien el electorado no está conforme con las aventuras de ultra-mar.

Francia no había sido nunca conscientemente una potencia colonial. Los mercados, las posesiones, habían hecho soñar en el antiguo régimen a algunos especuladores, pero nunca había alcanzado a las masas.

Argelia, donde el Imperio enviaba a los indeseables, es decir a los republicanos, y que se debía a la iniciativa de una monarquía de aparatosidad, no había añadido nada nuevo a la cuestión. ¡Y la Cochinchina estaba muy lejos!

Es preciso admitir que el espíritu de Francia no estaba allí. Sólo quedaba improvisar. Primero, para establecer unas leyes, una doctrina. Y esto no era sencillo, pues el acontecimiento estaba en puertas y presionaba.

Es la razón por la cual da la impresión de que Ferry ha sido «arrastrado por los acontecimientos más que haberlos él conducido»... Su enemigo Freycinet, que fue el primero en hacer esta observación, añadía: «Nos podemos incluso preguntar si él había previsto la extensión que tendrían sus proyectos y si él no había sido un poco conquistador a pesar suyo.»

Sus defensores, Mauricio Reclus, por ejemplo, proponen girar al revés esta apreciación y «saben que Ferry de buena voluntad había hecho surgir del caos de los acontecimientos del grandioso plan, el cual, si fue concebido a posteriori, no por ello deja de ser el resultado de una concepción enteramente nueva y profundamente original».

Si las condiciones de la política interior, agravadas por una inestabilidad ministerial desastrosa, son por eso poco propicias para una política clara en Tonkin, también es preciso tener en cuenta, en los meses que preceden a la muerte de Riviére y hasta la víspera de esta muerte, un contexto diplomático, en el que intervienen varios países: Inglaterra, Alemania, China y con seguridad, Annam.

Las relaciones con Alemania en conjunto no son todavía perfectas. Hace trece años de la derrota de Francia. Bismarck es aún canciller y no permitirá ninguna empresa. Las ideas de los «vengativos» le preocupan. Ferry comprende que hará mucho y que permitirá todavía más si la política del Gobierno francés desvía la atención del país de la línea azul de los Vosgos. Por otra parte Gambetta comparte esta opinión. Ni el uno ni el otro renuncian evidentemente a Alsacia-Lorena, pero piensan que, de cara a Alemania próspera y poderosa, es preciso reforzar Francia. Desde este punto de vista, creen en el valor de las colonias. Bismarck apenas cree en ellas. Sabe muy bien que en Francia nadie renuncia a revindicarse las dos provincias, pero piensa que la vía colonial es el medio más seguro, primero para hacerles pasar al segundo plano y después para diluir las energías francesas. Otra ventaja de esta operación: los franceses y los británicos van a convertirse en rivales y Alemania ganará en la cuestión. Si Clemenceau no cree en el porvenir de una política colonial es porque a sus ojos cualquier expansión de ultramar desviará a Francia de lo que, según él, debe ser su única política: la recuperación de Alsacia-Lorena, aunque esto fuera a costa de una nueva guerra franco-alemana.

Con Gran Bretaña, el asunto es diferente: para Ferry, en vista de los acontecimientos recientes de Tonkin y habida cuenta del importe de la operación, China está fuera de la realización de toda clase de conquista duradera. En consecuencia, es el país que poseerá las bases más cercanas de la nación que tendrá el más libre acceso a su comercio. Es preciso pues conquistar Tonkin. No hacerlo, escribe Ferry, sería escoger la «política de las manos limpias», con toda seguridad, pero es del todo evidente que «cogiéndonos Italia en Túnez por la espalda, Alemania en Cochinchina, Inglaterra en' Tonkin, las dos tanto en Madagascar como en Guinea, sería en una palabra la bancarrota de nuestros derechos y de nuestras esperanzas, un nuevo tratado de 1763 sin la escusa ahora de Rossbach y la de Pompadour». Este humor frío era acompañado de una visión muy amplia de las cosas: «La política de expansión colonial se inspira en una verdad incontestable, al saber que una marina como la nuestra no puede pasarse sin protecciones sólidas, sin defensas, sin centros de avituallamiento... Marsella y Toulon no serían menos eficazmente defendidas en el océano Indico y en los mares de China que en el Mediterráneo y en el canal de la Mancha.»

Por último, frente a la competencia internacional, en particular la inglesa, Ferry piensa y así lo declara en la tribuna de la Cámara, que «Francia que siempre ha nadado en capitales y ha exportado bastantes al extranjero..., debe considerar como interesante, bajo este ángulo, la cuestión colonial».

Aún queda, para la consideración diplomática, China y Annam.

Aquí es donde se sitúa, en la temática sobre la suerte de Tonkin, un intermedio que no se había declarado nunca verdaderamente: el intermedio Bourée.

* * *

Cuando llegó a su destino en Pekín, donde fue nombrado ministro de Francia en 1879, el señor Bourée iba con instrucciones precisas. Una de las dos partes había contestado el tratado de 1874: Francia tenía la intención de proponer otro, pero en unas condiciones que no diera lugar a ninguna sorpresa. Necesariamente se intentará una expedición a la desembocadura del río Rojo. Ya está todo dispuesto para ella.

Se desarrolla la expedición Riviére. Bourée sabe lo que ella significa. Sabe que Riviére tiene la posibilidad, asegurada verbalmente, de forzar la consigna. No obstante, para que no haya ningún malentendido, el ministro de Asuntos Extranjeros le en— vio la siguiente carta el cuatro de julio de 1882; esta carta figura, con los documentos que la motivan o la acompañan, en el Libro Amarillo sobre «la cuestión de Tonkin»:

«Por mi carta del pasado dieciocho de marzo, le hice saber la opinión de la República en lo que atañe a Tonkin, y le anuncié nuestra intención de acentuar nuestro protectorado en Annam, conforme al tratado de 1874 del que hasta el momento varias disposiciones han quedado en punto muerto. Como sin duda habréis sabido directamente, el gobernador de Cochinchina ha enviado una expedición al río Rojo y se ha visto obligado a apoderarse por la fuerza de la plaza de Hanoi. Desde que esta noticia llegó a Europa, el ministro de China ha creído su deber quejarse contra un hecho que, aunque los detalles no se conocieran entonces, constituía, según él, una violación a los derechos de supremacía reivindicados por el Celeste Imperio. Si bien planteó esta protesta en términos muy poco corteses, yo pensé que debía contestarla. En una carta de la que encontrará una copia adjunta, decliné... toda discusión... sobre una cuestión que interesa solamente a Francia y a Annam, firmantes del tratado de 1874... Por lo que respecta al fondo del asunto, no tengo que recordarle que, ni en Pekín ni en París, debemos permitir a China integrarse a la política que seguimos en Indochina.»

En su carta, el ministro de China en París precisa con toda claridad la posición de su país. Esta carta marca el comienzo de un proceso diplomático cuyo desenlace se ajustará por las armas, por esto es necesario recordar su amplio contexto:

«...En lo que concierne a la opinión del Gobierno francés, tal como se exponía en el mensaje anteriormente citado, debo protestar contra la nueva teoría emitida por Vuestra Excelencia... Si como Vuestra Excelencia no ignora, los derechos políticos de los Estados no cambian según las latitudes, la afirmación según la cual lo que ocurre en Tonkin no atañe a China es una tesis difícil de mantener, y me extraño incluso de que Vuestra Excelencia haya querido plantearla para demostrarlo. Pues sería una posición que ninguno de sus predecesores hubiera querido asumir, posición que China no podrá tomar. Si una soberanía secular en el Tonkin, una frontera contigua de varios millares de leguas, una numerosa colonia establecida en el país, unos intereses comerciales cuya extensión no le iguala a la de ningún otro país, la navegación de un río que es el mercado de los productos del suroeste de China, si, vuelvo a afirmar, todos estos títulos reunidos no dan al Gobierno imperial el derecho de interesarse por lo que ocurre en Tonkin, me gustaría saber, señor ministro, qué es lo que podría conferirle semejante derecho.»

Las cosas estaban claras: China pensaba que Tonkin formaba parte de su zona de influencia y que Annam era tributaria de Pekín. En estas condiciones, el tratado de 1874 quedaba en punto muerto, como escribió Freycinet.

Bourée aprovechó una ocasión que le dio en noviembre de 1882, el reencuentro con el virrey de una importante provincia china, para recordar los deseos de Francia. Permanece fiel a la tesis, todavía oficial en esta época, de una completa libertad de navegación sobre el río Rojo. Medió un arreglo entre los dos. El virrey decía tener el acuerdo del ministro de Asuntos Extranjeros para concluirlo. Bourée entonces presentó al sucesor de Freycinet, Duclerc, que acababa de obtener «el reconocimiento de la protección francesa en Tonkin, excepto en una zona a delimitar siguiendo la frontera china, garantía recíproca de este estado de cosas contra toda empresa exterior».

Esta repartición de Tonkin suscita inmediatamente la reacción lógica del almirante Jauréguiberry: estamos reconociendo unos derechos a China en un territorio que pertenece a Annam. Transgredimos en dos aspectos el tratado de 1874, en su espíritu y en su contexto.

Desgraciadamente, Duclerc había dado ya a Bourée un acuerdo de principio para que continuara la negociación.

La preocupación de intervenir corresponderá al ministerio de Julio Ferry. Para esto deberá, claro está, desautorizar a Bourée y, por lo tanto, recordárselo.

Es lo que hizo el quince de mayo de 1883. De ahora en adelante, no será posible ningún acuerdo con Pekín con relación a Tonkin. China se encuentra ante el hecho consumado del tratado de 1874 y de la expedición Riviére. No le queda más remedio a Ferry que reforzar el cuerpo expedicionario, pues es evidente que los «Pavillons-Noirs» no serán los únicos combatientes, el ejército chino intervendrá fatalmente un día u otro.

El trece de marzo pidió los créditos necesarios.

El dieciséis, el ministro de la Marina escribió al gobernador de Cochinchina: «Como ve, la ocupación de Tonkin en principio está decidida.»

El veintiséis, día en que se conoció la muerte de Riviére en Francia, se votaron los créditos en las condiciones que ya sabemos.

La misma noche, Ferry envió este mensaje al estado mayor de Saigón: «Francia vengará a sus gloriosos hijos.»

* * *

Tres mil hombres enviados de Francia, mil soldados annamitas reclutados y formados en Annam, una nueva escuadra recién creada, la «división naval de Tonkin», un general nombrado al frente de las fuerzas terrestres, un almirante al frente de las navales, un comisario general de la República al frente de la administración civil... Ferry iba muy aprisa. Los tres hombres que eligió para estos tres cargos eran el general Bouet, el almirante Courbet y Harmand, antiguo compañero de Frands Garnier.

Diez días más tarde, el siete de junio de 1883, Bouet llegó a Hanoi, y dirigió un discurso a la población:

«Un gran pueblo os tiende su leal mano, responded a su llamada y un porvenir nuevo y venturoso se abrirá ante vosotros a partir de ese momento.»

El diecinueve de julio la guarnición de Nam-Dinh realiza una fructuosa salida.

En agosto, habiendo llegado los refuerzos, Bouet dirigió varios ataques para deshacer el cerco alrededor de Hanoi. En el transcurso de una de estas operaciones, los «Pavillons-Noirs» lo arrastran hasta el delta en el momento de las inundaciones. Por haberse roto un dique, poco le falta para morir ahogado. Pero estas salidas permiten situar exactamente las posiciones enemigas.

Los franceses tomaron Haidzuong.

Después de estos diversos acontecimientos llegó la noticia de la muerte de Tu-Duc. Su hermano pequeño le sucedió pero murió envenenado. Varias tendencias se disputaron entonces el poder.

Harmand propuso al almirante Courbet que hiciera una demostración de fuerza ante Hué. La operación se montó con éxito. Los fuertes de Thuan-An, en la desembocadura de Hué, fueron bombardeados el dieciocho y el diecinueve de agosto y tomados el veinte por la infantería de marina.

El veintitrés Harmand envió a la corte un ultimátum y el veinticinco, a pesar de numerosas dificultades y de las contestaciones de los negociadores annamitas, se llegó a un acuerdo. El tratado fue firmado.

Annam, por este tratado de Hué, aceptó el protectorado francés. Francia, a partir de entonces, tenía el derecho «de presidir las relaciones de todas las potencias extranjeras, comprendidas en ellas China», junto con Annam. Todo contacto, toda negociación, con mayor razón todo acuerdo internacional no puede ser concluido directamente, a partir de entonces, por el Gobierno de Annam. En cierto modo viene a ser como una gestión encomendada a Francia para todo lo que respecta a la diplomacia.

Además, Annam deberá mandar que cese la lucha de sus funcionarios y de sus soldados contra los soldados franceses en Tonkin.

Se envió a Hanoi una delegación de mandarines. Desde su llegada, como había ocurrido cuando la expedición Gamier, estos enviados de paz originan la guerra. Courbet decidió entonces terminar de una vez para siempre: decretó el estado de guerra.

El veinticinco de octubre, tomó el Gobierno efectivo en Hanoi. El general Bouet y el comisario de la República Harmand regresaron a París. El triunvirato no había funcionado muy bien y Ferry dejó finalmente a Courbet asumir la comandancia en jefe.

El diecisiete de diciembre, después de varios días de combate, en los que destacaron la infantería de marina, los fusileros marinos y la legión extranjera, la madriguera de los «Pavillons— Noirs», la ciudadela de Son-Tay, cayó en poder del cuerpo expedicionario. Con Phu-Lang-Thuong, Thai-Nguyen, Hung-Hoa, Francia se convirtió pronto en la dueña del delta.

Cuarenta días más tarde, Ferry, que preveía dificultades con China y que quería librar a Courbet lo más rápidamente posible de sus obligaciones en tierra, le nombró vicealmirante y reorganizó la jefatura de mando. El almirante Courbet efectuó brillantes operaciones navales contra las costas chinas: hizo saltar fuertes y arsenales y destruyó los dos únicos navíos de guerra modernos construidos hacía poco en Alemania por cuenta de China.

El general Millot llegó el doce de febrero a Hanoi. Dos generales: Briére de Pile y Négrier tomaron el mando cada uno de ellos de una brigada.

Las operaciones conducirán ahora a las tropas francesas hacia el interior: Bac-Ninh fue tomada.

El primero de junio los chinos y los «Pavillons-Noirs» eran rechazados de forma definitiva hacia el alto valle del río Rojo.

Pekín intentó una negociación.

Una vez más, los chinos no siguieron los trámites normales.

Pues la diplomacia china no ignoraba que incluso en Francia, Ferry tropezaba con grandes dificultades.

La oposición no cesó de poner el asunto en debate ante la Cámara. Al día siguiente de los primeros éxitos, ya se le reprochaba exagerar la importancia de la victoria para salvar su Gobierno. Pero se le reprochaba aún más haber enfrentado al país en una guerra efectiva con China.

Durante este período, Ferry, para defender su política, empleó por primera vez la palabra «imperio» al hablar del conjunto francés que soñaba formar en todo el mundo.

A los que le acusaban de hacer la guerra a China les respondía: «Nosotros queremos ser fuertes en el delta, queremos dominar los puntos estratégicos. ¿Por qué? Porque, cuando seamos fuertes, tendremos la seguridad de poder negociar; porque para negociar con el Gobierno chino, es necesario demostrarle que Francia no está dispuesta a echarse atrás ante él. No solicito de vosotros un voto de resignación. A nuestros soldados, a nuestra bandera, a nuestra causa... les es preciso un voto de confianza que proporciona a vuestro Gobierno la fuerza que necesita.»

Votada la confianza, China esperaba todavía que una oportuna negociación podría permitirle conservar una ventaja.

Por medios no diplomáticos, se pone en contacto con un oficial de marina, amigo personal de uno de los virreyes. Era más o menos la misma operación que había hecho con el señor Bourée.

El cinco de mayo de 1884, después de que el comandante Foumier, con este contacto, había obtenido la autorización de sus superiores, se emprenden las negociaciones. Desde el día ocho, se comunicaron las bases de una convención al Gobierno francés. China pidió la garantía de sus fronteras meridionales y aprobó, a cambio, el tratado de Hué y la retirada de sus tropas.

El ministro de Asuntos Extranjeros de China da su conformidad por telegrama. El Gobierno francés acepta designar en un plazo de tres meses a los plenipotenciarios que pactarán el tratado.

Este protocolo, llamado tratado de Tien-Tsin, prevee que el seis de junio, las guarniciones chinas abandonarán Tonkin y que ese mismo día las tropas francesas podrán ocupar Lang-Son, Cao-Bang y That-Khé.

El seis de junio las tropas francesas se ponen en movimiento. Pero el error de transmisión de un telegrama a la guarnición china de Bac-Lé provocó un incidente que desbarajustó toda la cuestión.

El general de la plaza de Bac-Lé, al momento de llegar las tropas francesas, les hizo saber que no habiendo recibido órdenes, no piensa retirarse.

Al día siguiente, sin esperar instrucciones particulares, el coronel que dirige las operaciones del bando francés da a la orden de avanzar. El combate reanudó la guerra.

En París, Ferry protestó oficialmente: «Nosotros hicimos un tratado en serio, apenas se ha secado la tinta y ya ha sido violado... El almirante Courbet sube hacia el norte con las dos divisiones de la escuadra.»

El doce de julio envió un ultimátum a China: «El ministro de Francia en Sangai tenía el encargo de pedir que las fuerzas chinas se retiraran inmediatamente de Tonkin. Además, ha recibido la orden de reclamar, como reparación a la violación del tratado y como compensación a los gastos que origina el sostenimiento del cuerpo expedicionario, una indemnización de doscientos cincuenta millones por lo menos cuyo ajuste será detenido definitivamente en las futuras negociaciones.»

Esta posición extremadamente dura pareció motivada por la insistencia de Courbert, cuando en el fondo no se debía más que a un error en la transmisión del mensaje.

Al no concluir las negociaciones, el enviado francés, señor de Patenótre no llegó a obtener respuesta: «Veinte veces les he preguntado si China asentía o no a la indemnización, sin poder obtener de ellos ni una negación ni una afirmación», decía en un telegrama. Incluso intentó, por desesperación de la causa, conseguir contraofertas por parte de China.

Los chinos propusieron una importante indemnización. Los franceses la bajaron a cincuenta millones. Los chinos dijeron: «ocho millones en diez años», los franceses: «tres millones y un buen tratado comercial»... En pocas palabras, cada uno intentaba ganar tiempo.

Los chinos esperaban una intervención internacional. Ferry un voto de la Cámara.

No ocurrió nada en el terreno internacional. En cambio, el quince de agosto Ferry obtuvo plenos poderes del Parlamento. El diecinueve se envió un ultimátum a Pekín, el veintiuno aún no había contestación. El veintidós Courbet franqueó con rara audacia la situación de Fou-Tchéou y hunde veintidós barcos chinos. A los dos días siguientes, destruyó el arsenal y baja hasta la mar haciendo saltar, a su paso, todos los fuertes, todas las baterías, todos los cañones chinos, procediendo a una serie de desembarcos sucesivos. Todo esto bajo la mirada impasible de los oficiales y de la tripulación de los barcos ingleses, americanos y alemanes que estaban anclados en la ensenada.

Al mismo tiempo, en Tonkin, las fuerzas francesas reemprenden su acción hada el norte.

Se va a librar la última batalla. La victoria está muy cerca. Sin embargo un fallo de transmisión perderá a Ferry.

* * *

Partiendo de Haiphong, de Haidzuong y de Bac-Ninh, el cuerpo expedicionario emprendió la marcha hacia Lang-Son y los puestos mantenidos por los chinos en la frontera.

Los chinos, muy numerosos y bien armados, realizaron entonces una operación sobre una pequeña instalación, Tuyen-Quan, sostenida por unos efectivos reducidos: un batallón de la legión a las órdenes del comandante Dominé.

Rápidamente la instalación fue aislada del resto del cuerpo expedicionario y sometida a intensos ataques durante varias semanas.

Tras haber dominado Lang-Son con combates muy duros, el general Briére de l’Isle se vio obligado a acudir en socorro de Tuyen-Quan (donde destacó el sargento Bobillot) mientras que por su parte el general Négrier permanecía en Lang-Son sometido con sus tropas a un empuje cada vez más fuerte de las numerosas fuerzas chinas. Las tentativas de salida son cada vez más caras y pronto planea retirarse a posiciones más fáciles de mantener y menos próximas a la frontera, en espera del regreso de Briére de l’Isle.

Desgraciadamente, en el transcurso de una de las operaciones iniciadas en Lang-Son, el general Négrier cayó gravemente herido. Su adjunto, el coronel Herbinger, decidió entonces llevar a cabo el repliegue ya planeado en dirección de Chu y Kep, hacia el interior de Tonkin. Presidió esta retirada cierta precipitación y la noticia del abandono de Lang-Son, anunciada en un mensaje mal redactado, provocó en París una atmósfera de pánico.

En cambio Négrier comunicó de forma serena: «Espero poder conservar el delta.»

Incluso antes de que la verdadera versión de los hechos llegara al ministerio de la Guerra, la Cámara, reunidas todas las oposiciones, destituye al gabinete de Ferry.

China por su parte no se siente engañada por lo que significa Lang-Son; aprovecha la ocasión que se le ofrece para salvar sus apariencias. También aprovecha el desorden de la opinión, ocasionado por los atropellados acontecimientos: miembros importantes de la unión republicana y de la izquierda republicana, que forman el grueso de la mayoría, fueron a pedir a Julio Ferry que se retirara, que dimitiera, sin esperar siquiera el debate sobre la censura...

El treinta de marzo Ferry quedó ejecutado en el Parlamento. Su carrera estaba terminada.

El treinta y uno recibió la proposición de paz definitiva por parte de China, mientras expedía los asuntos del día.

El cuatro de abril debió añadir su contraseña a la firma del presidente de la República, al pie del documento preliminar.

El día seis se ratificaron los preliminares en Pekín.

El nueve de junio de 1885 el señor Patenótre en representación de Francia firmó en Tien-Tsin el tratado definitivo.

* * *

¿Se mantiene la historia en los hechos verificados y reconocidos públicamente?

En ese caso la conquista de Indochina se habrá realizado sin saberlo casi los propios franceses.

¿Qué intereses pudieron mover a Jauréguiberry, Courbet, hombres del partido católico o a Julio Ferry y Gambetta, campeones del laicismo, o a Francias Garnier, un protestante con lo que todo esto podía suponer en aquella época de divergencias de opiniones en relación a las precedentes? ¿Qué intereses condujeron a Bourée, Fournier, Patenótre y Dupuis a desempeñar un papel a menudo decisivo?

¿La batalla de los negocios? ¿Por qué minas inexplotadas se encontraban en Tonkin o riquezas insospechadas en el alto valle del río Rojo y en Yunnan?

¿Los mensajes mal redactados o mal transmitidos que han hecho y deshecho los gobiernos fueron debidos al azar?

¿Desempeñó un papel la Bolsa, y los banqueros de la época escogieron a sus hombres? ¿O bien no hubo en todo esto más que una ilusión y un gran heroísmo desprovisto de interés?

Seguramente hubo de todo en la historia de la conquista de Tonkin, porque fue un poco de la historia de una nación.

Julio Ferry no era tal vez mejor que los otros. Sin embargo a él se debe la siguiente conclusión:

«¿Es que el veredicto impuesto a las naciones que han experimentado grandes desgracias debe resolverse con la abdicación? En Europa tal como está constituida, con esta competencia de tantos rivales que vemos crecer alrededor nuestro... la política de enjuiciar o de abstenerse, señala en definitiva el camino de la decadencia...

»Francia no puede ser sólo un país libre, debe ser un gran país que ejerza sobre los destinos de Europa la influencia que le pertenece... Si decís esto al país, el país estará con vosotros, pues Francia nunca se ha mostrado severa con los que han querido apasionadamente su grandeza.»

Y Ferry terminaba diciendo: «Las naciones europeas... tienen un deber superior de civilización.»

¿Era esto romanticismo político?

Francis Mercury

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07/10/2013