Los secretos de los Templarios
Habrá sido necesario un hecho insólito diverso para que, seis siglos y medio después de la brutal desaparición _l de su Orden, los Templarios reapareciesen de pronto, durante algún tiempo, en el primer plano de la actualidad. Habrá sido necesario que sus proyectores se enfoquen, —hada el año 1950, sobre un viejo jardinero obstinado, menos aficionado sin duda a las flores y a los macizos que a las piedras antiguas, y tal vez roído por la fiebre de dinero y de lucro. Entonces, del fondo de los tiempos, de los libros de conjuros y de las tradiciones, salió del olvido la brillante y sombría historia de aquellos soldados-monjes cuyo voto de pobreza se aunaba finalmente de manera tan singular con las riquezas de una Orden que había llegado a ser, en todo el mundo, uno de los principales propietarios de bienes, manejando el oro hasta el punto de prestar a los Estados y administrando incluso el tesoro de la Casa de Francia. Altivo destino que al caer fue para muchos la dispersión de sus miembros, su prisión o su suplicio.
Roger Lhomoy excavando el subsuelo de la fortaleza de Gisors, asegurando haber descubierto así una capilla subterránea, una cripta que encerraba, con diecinueve sarcófagos de piedra, treinta inmensos cofres «de metal precioso» —no deja de chocar la imprecisión— ha planteado un enigma que, en el transcurso de los años, como otros tantos enigmas análogos, había desanimado a la vez a los investigadores y suscitado el escepticismo. ¿El tesoro de los Templarios que uno de ellos había asegurado haber sido conducido fuera de su fortaleza de París, la víspera misma del golpe decidido por Felipe el Hermoso contra los miembros de la Orden, ese tesoro sobre el que la imaginación popular se había exaltado con complacencia en aquella época, no es el que encierran los treinta cofres? Sin embargo, los mejores historiógrafos no creen en absoluto en él. Estos últimos están en efecto persuadidos de que los Templarios para quienes el fatal día del viernes 13 de octubre de 1307 fue como un trueno en un cielo sin nubes, no habían pensado jamás, si existía tal tesoro, en ocultarlo y ponerlo al amparo de los agentes del Soberano.
Enigma del tesoro. Se hubiera podido pensar que después del relato de su descubrimiento por Roger Lhomoy, habría sido fácil esclarecerlo, sacando a la luz, gracias a sus indicaciones, los famosos cofres. Así, pues, y es un enigma tan sorprendente que uno se pregunta todavía sobre sus motivos, ¿qué hicieron los responsables de la antigua fortaleza cuando él hubo hablado? Le prohibieron proseguir sus excavaciones, destituyéndolo de sus funciones de guardián de los lugares, y mandaron envolver de nuevo las excavaciones y pozos que él había practicado, después que dos hombres hubieron intentado en vano, deslizándose por las galerías no entibadas, llegar a la pretendida cripta y echar al menos sobre ellas un vistazo. Los peligros de derrumbamiento les obligaron a renunciar, peligros que Roger Lhomoy asegura haber arrostrado cada noche durante varios años.
Una prueba ostensible de estas escapadas nocturnas será, después del fracaso de Roger Lhomoy, la marcha de su mujer del domicilio conyugal. Tanto como a él le atraía el cebo de un tesoro, tanto había sufrido la señora Lhomoy al ser abandonada. Desaparecido el señor Lhomoy, ella se fue acompañada de sus hijos, dejando solo a su marido, frente a un plan magnífico, pero totalmente inútil: el de la cripta, trazado según sus indicaciones.
Se tomó, pues, y muy súbitamente, la decisión de no proseguir la búsqueda y de no verificar las manifestaciones de Roger Lhomoy. ¿Por qué? No volveremos a hablar de ello. Gisors guarda así un secreto que tal vez hubiera sido fácil de penetrar y —¿Y quién sabe?— se hubiera mostrado remunerador: porque incluso si los cofres, suponiendo que existan, no contienen el oro del Temple, pueden encerrar otras riquezas, aunque no sean más que vestigios o documentos capaces de aportar sobre la historia de la Edad Media luces nuevas.
Pero, en la Orden del Temple, no es sólo el tesoro un enigma. Todo en él, desde su nacimiento hasta su apogeo, desde su apogeo hasta los abismos de su caída, plantea problemas inquietantes o extraños. Abundan en ella las actitudes políticas singulares y, en una institución creada por un arranque impetuoso de humanidad y de fe cristiana, uno se queda asombrado al encontrar desviaciones impías, así como solicitaciones interesadas.
Ni siquiera las razones que movieron a Felipe IV a obtener del Papa Clemente V la abolición de la Orden y su aniquilamiento dejan de ser todavía controvertidas. La necesidad constante de dinero no parece ya haber sido tenida en cuenta, a pesar de que el rey y su sucesor, Luis el Pendenciero se hubieron apresurado a sonsacar a los beneficiarios del Temple, los Hospitalarios, a quienes el soberano Pontífice les había devuelto la mayor parte de sus riquezas y de las rentas que ellos pudieron conseguir. Más plausible parece haber sido para un rey centralizador y deseoso de obtener la independencia absoluta de su poder a expensas de la influencia y de las pretensiones de la Santa Sede y de la Iglesia, la voluntad de abatir una Orden cuyo poder guerrero (disponía de 15 000 lanzas), la capacidad financiera y el patrimonio de bienes raíces fabuloso le aterraban con razón. Se puede pensar que si Felipe hubiera vivido más, hubiera emprendido la tarea de liquidar, como la de los Templarios, la Orden de los Hospitalarios, a quienes podía temer igualmente.
Finalmente, para explicar su encarnizamiento contra el Temple, no se debería tener demasiado en cuenta la auténtica piedad del rey de Francia y el horror que debió sentir cuando —fundadas o no— le refirieron las acusaciones de depravaciones y de sacrilegios cometidos contra sus miembros. Sin duda, y las declaraciones dan fe en este sentido, habiendo sido generalmente víctimas de torturas o de la presión moral, deben ser consideradas como discutibles al menos, si no carentes de valor, tanto más cuanto que muchos que hicieron tales declaraciones se retractaron de ellas después, con peligro no obstante de sus vidas puesto que los que incurrían en herejía o infidelidad eran entregados por la Iglesia al brazo secular y después a la hoguera. Además Felipe, según las costumbres de la época podía en conciencia juzgar esas declaraciones como probatorias y creer deber suyo como defensor de la verdadera fe no dejar que la herejía cesase de ser castigada en sus miembros como en su raíz.
Entre la institución de los Pobres Caballeros de Cristo en 1181 y la hoguera de Santiago de Molay el 18 de marzo de 1314, menos de dos siglos encierran toda la historia de la Orden, sus comienzos edificantes y humildes, su gloria, sus errores y su fin lamentable. Nació en la Primera Cruzada en Tierra Santa, y ésta misma se organizó al llamamiento hecho en 1095 por el Papa Urbano II —el oriundo de la Champaña Eudes de Chátillon, antiguo monje de Cluny— en el Concilio de Clermont, invitando a la cristiandad entera a cooperar a la liberación de manos de los infieles de los lugares donde vivió y murió Jesucristo.
Más exactamente es un grito de alarma el que lanza el Pontífice. Teme la invasión de Europa: «Los árabes han atacado y asesinado a los cristianos de Oriente, llegando hasta el «Brazo de San Jorge» (el actual Bosforo).
«Si no os oponéis a ellos ahora, su oleada va a desplegarse más ampliamente sobre numerosos servidores de Dios... No soy yo, sino el Señor quien os exhorta, como heraldos de Cristo, a que os apresuréis a expulsar a esos viles infieles... ¡Cristo manda!... Los que se habían acostumbrado a luchar contra los fieles, que combatan a los infieles; que los salteadores se hagan soldados; que los mercenarios ganen las recompensas eternas... ¡Cuando llegue la primavera que los guerreros emprendan el camino guiados por el Señor!»
Un grito sale de la multitud galvanizada por este llamamiento enardecido del que el gran Papa hará el grito de alistamiento: «¡Dios lo quiere!» Y, puesto que El lo quiere, bajo la señal de su Cruz se pondrá la expedición. Un orador de multitudes se convertirá en el más ardiente misionero: Pedro el Ermitaño —«Coucoupiétre»— quien recorre, montado en un asno, Berry, Orléanais, Champaña y Lorena, creando a través de las masas una corriente que sobrepasará las Marches renanas. El pueblo da pruebas de una nobleza que, con razón, prepara sin precipitación alguna la gran aventura. Una tropa heteróclita y miserable, mal armada y precedida de una vanguardia conducida por un simple caballero, Gautier, marcha hacia el Este, mezclándose cristianos fervientes que confían en el socorro de la Providencia celestial y jovenzuelos libertinos que huyen de la horca o de las prisiones del rey o del Emperador, siguiendo la invitación del Soberano Pontífice, pero que siguen deseando con avidez el pillaje.
A lo largo del recorrido, en cada ciudad que atraviesan, los más ingenuos se preguntan: «¿No es todavía Jerusalén»?
Este camino está, en efecto, señalado por escenas de bandidaje vergonzoso. Las ciudades de Semlin y Nich serán saqueadas, lo que provocará una severa reprehensión por parte de los bizantinos: millares de desdichados serán asesinados.
Llegados, por fin, ante Constantinopla, y luego emplazados por el Emperador bizantino Alexis Comnene en la fortaleza de Kibitos, en la frontera griega del Asia Menor los supervivientes debían esperar allí la llegada de la Cruzada de los nobles. No conseguirán nada a pesar de sus jefes. El 21 de octubre de 1096, en ausencia de Pedro el Ermitaño que había regresado a Constantinopla, marchan sobre Nicea, no como un ejército disciplinado, sino como una multitud exuberante y exaltada. Es un juego cruel para la caballería árabe acribillarlos de flechas y asesinar a los fugitivos desperdigados: espantosa hecatombe, de la que solamente escaparán tres mil hombres de los veinticinco mil, pero no Gautier, quien no había podido impedir esta locura.
Los nobles, al fin, habían proseguido. Después del «Brazo de San Jorge», sus ejércitos, ante el espectáculo de los esqueletos ya blanquecinos que siembran el camino, adivinan el dramático resultado de la Cruzada de los bandoleros. Hacia final del mes de abril de 1097, llegan a Constantinopla. Alexis Comnene, diplomático entre los guerreros, obtiene de ellos que se reconozcan sus vasallos a cambio de las tierras que reconquistarán, compromiso que poco después desencadenará interminables luchas entre los cristianos. Luego se sucede la marcha larga, pero victoriosa, hacia Jerusalén, al precio de pérdidas importantes, causadas principalmente por los rápidos y móviles jinetes sarracenos y por sus arqueros. La tarea de los Cruzados no será menos favorecida por las discordias y rivalidades que debilitan al mundo musulmán. Antioquia cae el 3 de junio de 1098, y Bohemond de Tarento se proclama allí príncipe; éste es el inicio de una verdadera caza de feudos. Su punto culminante es, tras la sangrienta conquista de Jerusalén, el 15 de julio de 1099 y la muerte de Godofredo de Bouillon (18 de julio de 1100), quien no había aceptado más que el bello título de procurador del Santo Sepulcro, la creación del reino franco de Jerusalén en provecho de su hermano, Balduino de Boulogne.
Hasta las mujeres fueron empeladas por los asaltantes que penetran en la ciudad; la matanza soliviantó de horror a los habitantes dispuestos a someterse a los invasores, y que se levantaron desde entonces en una resistencia desesperada. Godofredo, invitado a tomar el título de rey, declinó el ofrecimiento, negándose a llevar la corona de oro en los lugares en los que Cristo había sido coronado de espinas.
En dieciocho años de reinado, Balduino I sabrá consolidar y acrecentar aquel frágil reino.
Es la época en que su capellán, Foucher de Chartres, elogia el nuevo Edén:
«Hasta hace poco éramos occidentales, más henos aquí transformados en habitantes de Oriente. Hemos olvidado los lugares en que nacimos... Unos poseen casa y criados como si los hubiesen adquirido por herencia; otros han tomado por mujer a una siria, a una armenia, o incluso, a una sarracena que ha recibido la gracia del bautismo... El colono se ha convertido en un indígena... La confianza aproxima a las razas... Quienes eran pobres en su país, Dios los ha hecho aquí ricos... ¿Por qué ha de volver a Occidente quien en Oriente colma sus deseos?»
Efectivamente, mas los que limitan los feudos no son, sin embargo, más que una minoría y, realizada la conquista, la mayor parte de los Cruzados han vuelto a su patria, Francia o Flan— des. Si Balduino, valiente guerrero tanto como gran político, no cesa de rechazar las incursiones musulmanas repetidas en el interior de las fronteras, también los innumerables peregrinos que vienen de «todas partes del mundo» son con mucha frecuencia despojados de todo, y a veces hasta asesinados por los bandidos que saquean igualmente a los desdichados colonos.
Hugues de Payen, un caballero Cruzado natural de Champaña trata de subsanar esta inseguridad, y reúne bajo sus órdenes, en 1118, a otros ocho paladines, mientras acaba de subir al trono, con el nombre de Balduino II, el conde de Edesa, Balduino de Bourg, primo de Balduino de Boulogne. Payen es ferviente cristiano y confía como misión a sus compañeros la protección de los peregrinos y la custodia del Santo Sepulcro: de aquí el nombre que toman de Pobres Caballeros de Cristo, tras haber adoptado la regla de San Agustín. Muy pronto, otros «hermanos» se unen a estos soldados-monjes, principalmente hacia 1125, el conde Hugues de Champagne, ferviente y ardoroso personaje que se ha hecho Cruzado en un verdadero acceso de locura, desheredando a su hijo antes de salir de Francia en favor de su sobrino, Thibaud de Brie, y dando posteriormente a san Bernardo las tierras de Clairvaux para establecer allí su monasterio.
Los dos de Champaña, y además primos, eran íntimos amigos, desde hacía tiempo, y fue sin duda Hugues de Champagne quien propuso a Payen transformar su asociación en verdadera Orden religiosa, dotada de una regla particular y quien, concluido el acuerdo, se dirigió a Bernardo. El abad de Clairvaux, además de que se dedica a forjar la regla de la futura Orden, teniendo en cuenta naturalmente el pasado y las costumbres de los Pobres Caballeros, interviene cerca del Papa Honorio a fin de que convoque un Concilio destinado a ratificar su creación. Será el Concilio de Troyes, presidido por el cardenal Mathieu de Albino, legado del Papa. Payen, «maestre de la caballería» está presente con algunos de sus hermanos de quienes será el portavoz. El Concilio aprueba una regla de setenta y dos artículos.
«Aprobamos lo que nos ha parecido bueno y útil (según el texto preparado por Bernardo); suprimimos lo que nos ha parecido absurdo», escribió el redactor del proceso verbal de las liberaciones, Jehan Michel.
Según los términos de esta regla, los hermanos están obligados a asistir cada día a misa o, si no pueden, a rezar interminables series de oraciones.
Así, «saciado con el cuerpo de Dios, y alimentado con los mandamientos del Señor, ninguno teme ir al combate y todos están dispuestos al martirio».
El reglamento interior es severo: comida en silencio, con lectura de un texto sagrado; carne, tres veces a la semana, con ración doble para los caballeros de la de los escuderos y sargentos quienes son plebeyos; cuaresma desde la fiesta de Todos los Santos hasta Pascua.
Seis artículos de la regla original, o añadidos poco a poco, tratan de las vestiduras de los monjes-soldados, de su cama y de su aspecto exterior. Debían llevar el hábito, blanco o negro, y todos la «capa blanca», símbolo de la castidad. Ningún abrigo de pieles ni adornos. Cada uno dispondrá de su lecho con un saco de paja, almohada, una sábana y un cobertor, y dormirá con camisa y calzones, en un dormitorio en el que una luz arderá durante toda la noche. Los caballeros llevarán barba, pero los cabellos cortados al rape.
El silencio es la base de la vida conventual. En cambio, puesto que estos monjes son guerreros, la regla prescribe que deben prohibirse abstinencias exageradas; prevee además, en curioso desorden, que cada caballero tendrá tres caballos y un escudero, encargado de su cuidado, que no podrá pelear si éste sirve «de caridad», es decir, sin remuneración; los metales preciosos están excluidos de las armas y de los arneses.
«Si se hace donación a la Orden de armaduras doradas o plateadas, se las pintará.»
Toda clase de caza está prohibida a los miembros de la Orden, salvo la... del león. Deben «honrar» a los hermanos ancianos o enfermos.
La Orden tiene a su cabeza un maestre electo, con amplios poderes, aunque está obligado a reunir el capítulo para tomar consejo de él y, a la hora de decidir, debe reunir el convento: Todos le deben obediencia y sumisión, como a Dios mismo, estando ésta simbolizada por la prohibición de poseer un cofre que se cierre con cerradura, leer el propio interesado las cartas recibidas y recibir regalos sin su autorización. El castigo de las faltas cometidas va desde la «ligera penitencia» a la expulsión de la Orden. Es obligada la denuncia de las faltas de los hermanos.
Otros artículos prohíben severamente la compañía de las mujeres, quienes son «cosa peligrosa» y por cosas del demonio ya han descarriado a muchos del recto sendero del paraíso. Incluso está prohibido besar a la madre. Ello no impide que con bastante frecuencia un hombre casado pueda llegar a estar «asociado» a la Orden; si muere, la Orden recibe la mitad de sus bienes, y la otra mitad vuelve a ella después de la muerte de la viuda.
Finalmente-y esto no es lo menos extraño para una comunidad que agrupa a miembros unidos por el voto de pobreza— el Concilio, es cierto que no sin reticencia, autoriza a la nueva Orden a poseer y administrar tierras y siervos y a percibir las rentas de los bienes que pudieran serle donados a título de limosna. Esta será una de las causas de su poder y de su extrema miseria final.
Antes incluso de ser reconocida así, la Orden había encontrado su nombre: «Porque los caballeros no tenían iglesia o habitación que les perteneciese, el rey (Balduino II) los alojó en su palacio, cerca del templo del Señor. El abad y los canónigos regulares del templo les donaron, para las necesidades de su servicio, un terreno no lejos del palacio y por esta razón se les llamó más tarde los Templarios.» Este templo no era otro que el palacio llamado de Salomón (antigua —y futura— mezquita Al Aksar).
Terminado el Concilio, Hugues de Payen y sus compañeros emprenden, cada uno por su parte, una verdadera campaña de reclutamiento y una colecta gigantesca. El «maestre de la caballería» tuvo tan gran éxito en Inglaterra que funda allí una «provincia» de la Orden, mientras que todos «los prohombres le dieron de sus tesoros, lo mismo que en Escocia».
En Flandes, Godofredo de San Omer obtiene el regalo del «Decoro», conjunto de rentas debidas al heredero del trono.
En Portugal, la reina Teresa da a los Templarios el castillo de Soure, en la frontera meridional del reino. La dotación no está desprovista de segunda intención: estos monjes serán de este modo, en caso de invasión, los defensores del territorio.
Cuando desaparezca la Orden, abolida por Clemente V, el rey Dionisio de Portugal, lejos de perseguir a sus miembros, fundará la Orden de Cristo para admitirlos; es decir, que el Temple había adquirido un gran prestigio por sus servicios.
Godofredo Bisot inspecciona el sudeste, suscitando una inmensa admiración. En Barcelona, Berenguer III profesa sus votos de Templario y dona también a la Orden un castillo— fortaleza fronterizo, el de Grañana. En Castilla, el Temple absorbe la Orden de Monreal. En 1134, a la muerte del rey de Aragón, Alfonso, el Temple se encontrará por el testamento del difunto, coheredero del reino con los Hospitalarios y los canónigos del Santo Sepulcro. Todos tendrán el sentido político de no reivindicar este legado prodigioso. Aragón será devuelto a Berenguer IV de Barcelona, asociado a la Orden, a la que hará donaciones considerables: la razón es que los moros amenazaban.
Así, la Orden se enriquecía constituyendo casi por todas partes en el transcurso de los años «provincias» vigilantes. Al menos, sus caballeros observaban su regla de pobreza, aunque ya se constituía el tesoro que iba a hacer del Temple una potencia financiera.
San Bernardo, escribiendo después del Concilio y a petición de los Templarios un «elogio de la nueva milicia», había subrayado por otra parte este desprecio del dinero. Después de haber reprochado con vehemencia a los caballeros laicos su fasto, sus atavíos ridículos y sus ambiciones («Vosotros os peináis como las mujeres..., tapáis vuestros pies con largas y ricas camisas; amplias mangas disimulan vuestras cuidadas manos...; dirigís batallas banales por cólera, apetito de gloria y codicia»), escribe de los miembros de la Orden:
«Obedecen al solo gesto de su jefe y llevan la vestidura que él les da. Desconfían de todo exceso, conformándose con lo necesario... Entre ellos no hay perezosos. Si no están en servicio —cosa rara— o dando gracias a Dios, es que están reparando sus vestidos o sus arneses... Se cortan al rape el cabello porque el Apóstol ha dicho que es vergonzoso para un hombre cuidar con esmero su cabellera. Nunca van peinados y se lavan raras veces; tienen la barba desordenada y llevan con ellos el olor de la suciedad, del sudor y de sus arneses.»
¿Al exaltar estas «virtudes», Bernardo exageraba? Parece que no; el Templario primitivo es efectivamente ese personaje austero, admirable y repugnante. Cambiaron los tiempos hasta el punto de que los decires populares harán de él el tipo del individuo malo; se dirá: «beber» y «jugar como un Templario», y se advertirá también a los niños que no se dejen «besar por el Templario». El panegírico del santo abad servirá quizá para algo más: contribuirá efectivamente a aumentar las donaciones hechas a la Orden que prepararán su decadencia moral.
Los Templarios han tratado muy pronto de colocarse en primera fila de los defensores del Santo Sepulcro y de los Santos Lugares, así como de las posesiones francas, como también en ser responsables, simples responsables del orden interior. Los bandoleros son, por otra parte, lo más frecuentemente sarracenos que operan al modo de los guerrilleros modernos incendiando, saqueando, matando y traspasando al galope la frontera con su botín.
Del lado franco, se encontrarán aventureros de ese estilo, así el nefasto Renaud de Chatillon, cuyas razzias llevadas a cabo contra las caravanas islámicas, mientras que reinaba la paz, avivaron los combates y quien hecho prisionero cuando el desastre de Hatin, cerca de Tiberiades, el 3 de julio de 1187, fue ejecutado ante la presencia del rey de Jerusalén, prisionero él también, por orden del gran Saladino que le dio el primer golpe.
Hugues de Payen, el fundador, muere en 1136. Tres años después, estando ausente de Jerusalén Foulques de Anjou, sucesor de Balduino II, el nuevo maestre, Roberto de Craon, llamado Roberto de Borgoña —quien se hará Cruzado, y después monje para olvidar una decepción de amor— se pone al frente de una expedición destinada a expulsar a los sarracenos saqueadores de la aldea de Tecua. Estos se baten en retirada, pero la avaricia pierde a los Templarios. La mayor parte acumulan el botín; los otros persiguen en muy pequeña proporción a los fugitivos quienes se reagrupan, contraatacan y hacen una verdadera carnicería en los imprudentes.
Más afortunado será Roberto de Craon como administrador. El es quien tiene la habilidad de renunciar al legado de Alfonso de Aragón, lo que vale en compensación a la Orden varias fortalezas que le ofrece Berenguer de Barcelona, elegido por plebiscito por la población aragonesa. Es también la época en la que en Francia la Orden recibe numerosas donaciones y dotaciones: sus encomiendas y «casas» se contarán allí finalmente por centenares. Roberto inspira semejante confianza que ya se le ve apuntar su vocación de banquero. Numerosos «hermanos» le confían sus bienes a cambio de una renta vitalicia. Otros se ponen prudentemente bajo la protección del Temple: esos «donantes» pronuncian una fórmula al entregarle sus almas, sus cuerpos... y sus bienes; una vez agenciado esto, tanto los hermanos como ellos se encuentran garantizados por la tregua de Dios, y sus eventuales espoliadores son castigados con la excomunión.
Roberto de Craon se dedica sobre todo a consolidar y aumentar los privilegios autorizados en Troyes. El mismo año de 1139 es para el Temple, en este aspecto, una fecha capital: el Papa Inocencio II consagra su autonomía por la Bula «Onme Datum Optimum» emancipando la Orden de toda tutela eclesiástica a excepción de la del Pontífice supremo, y le concede al mismo tiempo ventajas y prerrogativas que ofenderán a los dignatarios de la Iglesia y que, a largo plazo, precipitarán la Orden atesoradora a su perdición.
Confirmando o rectificando la regla prescrita en Troyes, Inocencio II habiendo sustraído al Temple de la autoridad del patriarca de Jerusalén, sede de la «casa madre» y de los obispos, declara a su querido hijo Roberto («el borgoñón»):
«Nos os exhortamos, a vos y a vuestros sargentos a combatir sin desfallecimiento a los enemigos de la Cruz, y en recompensa os autorizamos a que os quedéis para vos el botín cogido a los sarracenos sin que nadie pueda reivindicar una parte.»
Habiendo precisado el procedimiento de elección del maestre («por todos los hermanos reunidos, o por los más juiciosos de entre ellos») la Bula continúa:
«Prohibimos a todos que os exijan juramentos en homenajes y que pretendan reclamaros los diezmos.»
Inocencio II permite también a la Orden que tenga sus propios capellanes y que edifiquen capillas y oratorios privados, «porque es indecoroso y peligroso para sus almas que los hermanos profesos tengan que mezclarse en la iglesia con los pecadores y fornicadores». Esas capillas, sin embargo, algunos años más tarde, habían de provocar, como la cuestión de los diezmos, conflictos entre los Templarios y los obispos. Lejos de estar reservadas a los miembros de la Orden, habían acabado por admitir en efecto de manera regular un gran número de fieles de uno y otro sexo con sus limosnas, sustraídas de esa manera a sus parroquias.
La traducción al francés de la regla latina de la Orden seguirá a la publicación de la Bula «Omne Datum» y dará cuenta de las modificaciones promulgadas y de los nuevos privilegios otorgados. Es digno de notar que en un punto contradiga formalmente el texto primitivo, al recomendar a los miembros ir «allí donde os sepáis juntos con caballeros excomulgados», mientras que antes les estaba prohibido reunirse con ellos. Más: esos parias, bajo condición de su arrepentimiento y de la absolución episcopal, podrán ser «recibidos misericordiosamente» en el Temple. Los caballeros-monjes no tardarán en tratar de atraerlos a sí.
En la ciudad santa, el Temple, instalado en y alrededor del «Palacio que se cree fue construido por Salomón» es una segunda ciudad, teniendo su «magnífica iglesia», dedicada a la Virgen, principio de la Orden y su fin, como lo es también el fin de las vidas de sus miembros Santa María de Letrán (de los latinos). La caballeriza es «de una capacidad tan extraordinaria y tan grande que puede albergar más de dos mil caballos o mil quinientos camellos». El refectorio, que los Templarios llaman el palacio es una amplia sala abovedada, decorada con trofeos. El Temple encierra también, además de los dormitorios y las cocinas, una capellanía (enfermería), servicios administrativos, así como inmensos subterráneos que sirven de graneros y de silos. La «casa madre» agrupa alrededor del maestre y del senescal a la cohorte de unos trescientos caballeros-monjes, a sus escuderos y sargentos, y a una multitud de obreros de todos los cuerpos de oficios. Sobre ella flota el estandarte cuya parte superior ocupaba la cruz en color rojo y una humilde y piadosa oración: «Non nobis, Domine, non nobis, sed nomine tuo da glorian» (Señor, da gloria a tu nombre, no a nosotros).
Cuando un peregrino alemán, Juan de Wirtzburg, poco después de la Segunda Cruzada visita la casa, ya corren desagradables rumores sobre los Templarios. «Son sospechosos de traición, la que estaba bien probada por su conducta en Damasco para con el rey Conrado.» En realidad, ya lo veremos, los Templarios, como Balduino, habían hecho todo lo posible para impedir el error político que fue el asedio a una ciudad aliada; y no se podría hablar de traición a propósito de esta alianza entre cristianos e «infieles», sino más bien de tratado de asistencia mutua contra un enemigo común, el «atabeg» de Mossoul y Alep.
En 1143, el rey Foulques de Jerusalén muere víctima de un accidente de caza. Un período de vacilación sigue a su muerte con la regencia de la reina madre Melisande, una armenia (el nuevo rey Balduino III, tiene 13 años). Los musulmanes, precisamente inducidos por este «atabeg», Zengi el Sanguinario, lo aprovechan para volver a conquistar Edesa y amenazar el principado de Antioquia. El peligro es grande. San Bernardo siempre con información directa con el Temple de Jerusalén, donde su tío Andrés es caballero —hermano de su madre, pero sin duda casi de la misma edad que él— informado de los acontecimientos dramáticos, y empujado también quizá por la reina Alienor de Aquitania, mujer de Luis VII[1] y sobrina del príncipe de Antioquia, toma el relevo de Pedro el Ermitaño. Recorre Francia predicando una nueva expedición. En Vezelay, el 31 de marzo de 1146, Luis VII recibe la cruz con todos sus nobles. En Spira, poco después, el Emperador de Alemania, Conrado III le imita. Al año siguiente, el Papa Eugenio III viene a París para bendecir una expedición que él no aprueba en realidad más que de mala gana. Allí asiste a un capítulo general del Temple con el rey de Francia. Asisten ciento treinta caballeros, todos vestidos con largas capas blancas.
, Es tal vez en esta ocasión cuando el Pontífice concede a los caballeros llevar sobre la capa, al lado izquierdo, cerca del corazón, una cruz roja, «a fin de que este signo triunfante les sirva de escudo y para que no retrocedan nunca ante un infiel».
Los Templarios de Francia participarán en gran número con el maestre de París, Everard de Barres en una Cruzada en la que realizarán un papel importante. Los alemanes parten los primeros y, en territorio bizantino se entregan a exacciones y a actos de pillaje que les vuelven hostil la población..., y el Emperador Manuel Comnene. Descontento éste y sin preocuparse de las posibles consecuencias de esta traición de los cristianos como él, se pone en relación con los turcos, y les da informes. Los guías griegos que él envía a Conrado que se encuentra más allá del Bosforo desertan sin duda instigados por él, dejando a los cruzados sin provisiones cerca de Dorylée, en un lugar lleno de desfiladeros donde el enemigo les hostiga y los destroza.
«De setenta mil caballeros y de tan numerosa compañía de soldados a pie, no escapan apenas más que la décima parte.»
Llegado a su vez a las murallas de Constantinopla, Luis VII celebra allí una entrevista: Manuel le retiene bajo mil pretextos, esforzándose por obtener de los jefes francos el mismo juramento de vasallaje anteriormente reclamado por su predecesor Alexis a Godofredo de Bouillon y a sus barones. Finalmente, el rey de Francia franquea el «Brazo de San Jorge». El ejército adquiere confianza por algunos éxitos locales, principalmente cerca de Laodicea. Conrado y sus supervivientes la conquistan pero, llegado a Efeso, el emperador alemán se despide y vuelve a Constantinopla. Los francos se dirigen después a la «montaña execrable», el monte Cadmus, cuyo caminó encajonado entre rocas cortadas a pico y el precipicio no permite maniobra alguna estratégica y es propicio a las emboscadas. El rey envía en vanguardia a Godofredo de Rancogne que se excede en las órdenes recibidas: en lugar de limitarse a reconocer el paso y a dar cuenta, prosigue su camino. «Hacia la hora de nona, levanta sus tiendas en la otra vertiente.» De este modo, el ejército queda fraccionado. Mientras que Rancogne vivaquea y el grueso de las tropas escala penosamente la montaña, «izándose más de lo que trepaban», el enemigo —turcos y griegos— «espera al abrigo de las crestas» el crepúsculo.
«El día expiraba y nuestros soldados se amontonaban en el desfiladero, escribirá Odón de Deuil (Diagilo), monje de Saint Denis y secretario de Luis VII. El adversario eligió ese momento para atacar. Los turcos atravesaron las cimas, castigaron y abatieron a nuestros soldados de a pie, que caían o huían como un rebaño. El clamor que se elevó penetró el cielo y los oídos del rey... Solamente la oscuridad detuvo el aluvión; las flores de Francia estaban cortadas antes de dar sus frutos.»
Al amanecer, la experiencia adquirida en los Pirineos por los caballeros del Temple impedirá que la derrota se transforme en desastre. Al llamamiento del rey, Everardo de Barrés y sus compañeros ponen a la retaguardia en condiciones de atacar durante la persecución de la marcha; otro Templario, Gilbert, reemplaza a Rancogne, «digno de eterno rencor», dice Odón de Deuil en un mediocre juego de palabras. Ordenados de este modo, Luis VII y su ejército rechazarán los nuevos asaltos del enemigo y llegarán al puerto de Adalia.
Odón de Deuil, narrando otro episodio de esta terrible campaña escribe en alabanza de los soldados-monjes:
«El maestre del Temple, el jefe Everardo de Barrés, venerable por su religiosidad y un ejemplo de valor para el ejército, vigilaba con sus hermanos sus propios caballos y equipajes y protegían con valor cuanto podían a los otros. El rey, quien les apreciaba e imitaba de buen grado su ejemplo, quiso que todo el ejército se acomodase allí y que nuestra unión de espíritu tranquilizase a los débiles... Todos, ricos y pobres, se comprometieron a no huir del campo de batalla y a obedecer en todo al jefe que se les diera.»
En Adalia, una verdadera rebelión de los barones obligará al rey de Francia a proseguir por mar la marcha sobre Antioquia. No habiendo embarcaciones en número suficiente, una parte del ejército y la multitud de peregrinos (y también de mujeres) que le acompañan quedarán allí en tierra, comprometiéndose los bizantinos a encaminarlos sin demora. Pero no lo harán. Los peregrinos que tratan de llegar a Jerusalén serán capturados por los turcos y reducidos a esclavitud; el hambre acabará con un gran número de soldados.
En Antioquia, Luis VII tiene recursos en el Temple, pero su tesoro está vacío. Everardo de Barrés regresa a san Juan de Acre y reúne los fondos necesarios.
Luis VII tributará con este motivo un justo homenaje a los Templarios, escribiendo a su ministro Suger:
«No sabemos, no nos imaginamos cómo habríamos podido subsistir un instante en estos países sin su ayuda y asistencia. Esta ayuda no nos faltó nunca y cada vez se muestran más serviciales... Nos prestaron y nos fiaron en su propio nombre una cantidad considerable que debe serles devuelta por temor a que su casa sea calumniada o destruida. Nosotros no debemos faltar a la palabra, ni deshonramos con ellos. Así, pues, os suplicamos les devolváis sin demora la suma de dos mil marcos de plata.»
Poco después Conrado se decide a entrar en escena; llega a Acre, donde Luis VII se le une, así como el joven rey Balduino de Jerusalén, «político» ya notable a pesar de su joven edad. Con Roberto el Borgoñón y el maestre de los Hospitalarios y con los jefes francos de Oriente, celebran consejo y discuten el primer objetivo a alcanzar. La intervención de la reina Alienor, quien ha tomado por amante al príncipe de Antioquia, sin apenas ocultarse a su tío, no arregla las cosas. Finalmente, contra la voluntad de Balduino y de Roberto, se decidió que se marcharía sobre Damasco; decisión insensata que deplora amargamente el rey de Jerusalén cuyos predecesores han pactado una beneficiosa alianza con la gran ciudad.
Cruzados y francos, Templarios y Hospitalarios, éstos obligados y forzados, realizan en efecto el asedio contra Damasco. La ciudad parece estar dispuesta a capitular cuando los asaltantes cambian de pronto el emplazamiento de su campamento, instalándose ante las más potentes fortificaciones. En seguida desisten. Tal vez Balduino y Roberto el Borgoñón habían hecho prevalecer por fin sus puntos de vista; pero el mal estaba hecho y Damasco señalará el fin de la Segunda Cruzada. En la primavera de 1149, después de Conrado, Luis VII se reembarca acompañado de Everardo de Barrés. Nombrado maestre a la muerte de Roberto el Borgoñón, no lo ejercerá más que algunos meses. Dimitirá para entrar ante la consternación de sus subordinados en un monasterio donde morirá en 1174.
El resultado desgraciado de la expedición será dolorosamente sentido por san Bernardo, quien no ahorrará críticas contra los responsables.
¡«Infortunio el de nuestros príncipes!, escribe a su sobrino Andrés de Mombard quien, en 1153, el mismo año en que morirá el gran monje, será elegido maestre del Temple. ¡En la tierra del Señor no han hecho nada bien; en las de ellos, a donde han vuelto a toda prisa, dan pruebas de una sagacidad inimaginable!»
Apenas embarcados los Cruzados, el Islam acota nuevos puntos. El «atabeg» de Alep, Nour ed-Din, hijo de Zengi y uno de los principales jefes de los soldados de caballería que haya conocido el mundo musulmán de la época, desmembra el principado de Antioquia, cuyo titular, Raimundo de Poitiers, el amante de Alienor, es asesinado. Balduino III a los dieciocho años asume la regencia y salva al menos la ciudad. Nour ed-Dín se venga a expensas del condado de Edesa, y hace prisionero a su jefe, el inepto Jocelin II.
Al mismo tiempo otro drama abate a los francos: el conde Raymond II de Trípoli es asesinado por los ismaelitas También allí Balduino se proclama regente. Para defender los territorios amenazados, el joven rey decide tomar la ofensiva realizando el asedio a Ascalón la última fortaleza de los fatimidas en Palestina.
Este era el objetivo que el rey no había podido imponer al consejo celebrado en Acre. La dinastía musulmana de los fatimidas, cuyos miembros pretendían descender de Fátima, hija de Mahoma, estaba en el poder en Egipto desde el año 969. En plena decadencia había llegado a ser definitivamente destruida por Saladino en 1171.
Ascalón era también para el Temple una aventura dramática. Es en 1153, cuando los francos ponen asedio a la ciudad. Pero la flota egipcia rompe el bloqueo y avitualla a los sitiados, y es necesaria toda la energía de los caballeros-monjes rivales del Hospital y del Temple para impedir que los barones amilanados retiren sus tropas. El 13 de agosto, los defensores queriendo incendiar las máquinas de guerra del enemigo encienden una gran hoguera. El viento se vuelve y es una de sus murallas la que va a quemar las llamas. Los asaltantes se pertrechan de las armas y se precipitan hacia la brecha. ¿Qué encuentran al cruzar el acceso? Bertrand de Tremolay sucesor de Everardo de Barrés al frente del Temple quien no deja penetrar en el recinto más que «a sus hermanos».
«Y esto lo hizo para conseguir más botín en la ciudad. Porque esta costumbre se practicaba entonces en las tierras de ultramar para enardecer a los soldados a cumplir más valerosamente su deber por codicia: cuando una fortaleza era tomada por la fuerza, cada cual que allí entraba podía ganar para sí mismo o para sus herederos todo lo que tomaba al enemigo. Pero, en la ciudad de Ascalón había tantas riquezas y tanto botín que los que estaban afuera hubieran podido enriquecerse si hubieran podido entrar.»
Sólo unos cuarenta Templarios penetraron en Ascalón, obstruyendo los demás el acceso a los hombres de guerra. Las consecuencias se adivinan:
«Muchas veces sucede que cosas que se hicieron con mala intención no llegan a buen fin, y esto se demostró bien aquí... Los turcos que se habían quedado como embobados primeramente, vieron que nadie seguía a los que estaban adentro. Así que se dieron valor a sí mismos y se abalanzaron sobre ellos por todas partes. Los Templarios, como eran muy pocos hombres, no pudieron defenderse. De este modo fueron muertos.»
Una vez cerrada la brecha, los sitiados cuelgan los cadáveres «en el muro a la vista del ejército». Tremolay está entre las víctimas a quien sucederá Andrés de Montbard. Ascalón no capituló hasta el 19 de agosto.
La codicia de los Templarios sería de este modo trágicamente castigada. Pero, ¿qué hay de cierto en este relato? ¿Se puede pensar seriamente que Tremolay, capitán experimentado se pudiese engañar hasta el punto de creer que algunas decenas de sus caballeros se apoderarían ellos solos de semejante ciudad, esperando el momento de saquearla?
La acusación contra el Temple ha sido hecha principalmente por Guillermo, arzobispo de Tiro. Es significativa del rencor si no del odio que después de la Bula «Omne Datum» anima a la Iglesia contra la Orden escapada de su control juntamente con sus bienes. Guillermo le imputa además del crimen siempre cometido por avaricia, «la extradición» de Nasr ed-Din, favorito del califa fatimida. A punto de caer en desgracia y sin duda a punto de ser ejecutado, Nasr ed-Din había asesinado a su jefe y a los dos hermanos de este último, así como al gran visir y había huido del Cairo en dirección del este. Alertados por la hermana del califa, los Templarios de Gaza sorprenden al cuádruple asesino y lo entregan por sesenta mil dinars. Después de cuatro días de torturas, Nasr ed-Din será muerto.
La «víctima» no inspira ciertamente piedad, y el Temple al arrestar a un individuo de tal modo manchado de sangre, no faltaba a su misión. Guillermo de Tiro, sin embargo, se indigna. Según él, Nasr ed-Din debería haber permanecido en manos de los caballeros «bastante tiempo para ser instruido en los dogmas principales de la religión cristiana, que él expresó el deseo de abrazar, y para aprender la lengua francesa antes de ser entregado». ¡Por lo tanto, quedó patente que los Templarios no lo conservaron más que... cuatro días!
Montbard muere a principios de 1156 y, al año siguiente, su sucesor, Bertrand de Blanquefort, sin duda de origen toulosano, cae durante algún tiempo en manos del atabeg Nour ed-Din. Es capturado en Gué de Jacob con ochenta y ocho de sus caballeros, mientras que marchan en la retaguardia del ejército del rey Balduino, y pasará algunos meses en las prisiones de Alep antes de ser libertado contra rescate.
El 10 de enero de 1162, Balduino muere en Beirut envenenado por su médico, según parece. Este gran rey de treinta y tres años es llorado hasta por sus enemigos.
Nour ed-Din, urgido por los que le rodean para lanzarse contra los francos abrumados de dolor, se niega a ello: No podía, dice, «turbar el duelo por un guerrero tan valiente».
La corona de Jerusalén recae en el hermano de Balduino, Amaury I, muy al corriente de las cosas de Estado y de seguro capaz de dirigirlo. Y es hacia el anárquico Egipto donde él dirige su atención. Si los francos no lo ponen bajo tutela, será Nour ed-Din quien lo haga, y el reino se encontrará en grave peligro, cercado de esta manera. En 1163, Amaury I toma la ofensiva. Llega a Bilbeis, en el delta del Nilo, pero debe retroceder ante la crecida del río. Al año siguiente, expulsado por una rebelión de palacio, el visir Chamer pide que sea restablecido Nour ed-Din. El atabeg envía a Egipto a su mejor estratega, el emir druso Shirkouh, cuyo ejército no pueden interceptar los francos, y reinstala a Cha ver. Pero espera hacer de él un simple agente de su jefe, y Chaver, esta vez, llama a Amaury quien se pone en plan de campaña.
Shirkouh se encierra en Bilbeis. Mientras que los francos la asedian. Nour ed-Din crea una diversión y se lanza sobre Siria, acampando ante Antioquia, tras haber infligido duras pérdidas a los barones, matando entre otros a seiscientos caballeros del Temple. Amaury, inquieto, se apresura a tratar con Shirkouh: los dos ejércitos evacuarán el territorio egipcio donde Chaver permanece de este modo solo. El rey de Jerusalén se pone en marcha en seguida hacia Antioquia, pero Nour ed-Din levanta el campamento.
La alerta ha sido tan furiosa que Godofredo Foucher, tesorero del Temple, escribe a Luis VII para pedirle refuerzos, y no sin vehemencia:
«Que vuestra conciencia se despierte... Más de una vez os hemos enviado tales advertencias, pero en esta ocasión es con más urgencia y gravedad que nunca. A nos la gracia divina asigna estas súplicas y peticiones, mas a vos os pide hechos y la ejecución de vuestras promesas... ¡Que todos los que son de Dios y que se llaman cristianos tomen sus armas y vengan a liberar el reino de sus antepasados y la tierra de nuestra salvación!»
Amaury enviará a Foucher en 1167 al Cairo con el conde Hugues de Cesarea para recibir el juramento de fidelidad del califa, quien, con Chaver, se ha puesto finalmente bajo la protección de los francos.
Mas hay alguien quien no sigue a hacer el combate a Bizancio, quien da la alarma a todo el territorio que está bajo su influencia y quien practica una política de equilibrio de los tres poderes: el suyo, el musulmán y el de los francos. El emperador Manuel Comnene con cuya resobrina, María, se ha casado Amaury, quiere por lo menos tener su parte en Egipto. Amaury obra mal al dejarse tentar cuando Manuel le sugiere conquistar juntos el país, en lugar de no tender primeramente más que a consolidar su protectorado. Blanqueford protesta en vano contra esta traición (Guillermo de Tiro mismo está de acuerdo en ello): Amaury ni siquiera espera el refuerzo bizantino para ponerse en campaña. Chaver se apresura a llamar a Nour ed-Din, y los francos aventajados por Shirkouh que ocupa El Cairo, se repliegan desconcertados. Pero, esta vez el emir no retira sus tropas. El 18 de enero de 1169, su sobrino Saladino hace prisionero con sus propias manos a Chaver, quien es decapitado. Shirkouh asume las funciones de visir, pero muere el 23 de marzo. Le sucede Saladino. Así queda constituida virtualmente la dinastía fatimida que él suprimirá en 1171, aboliendo el califato, llegando a ser de este modo el dueño efectivo de Egipto y el enemigo capital del reino franco.
Blanqueford muere el 2 de enero. Bajo su mandato parece que han sido redactados los «retraes», es decir, los estatutos jerárquicos del Temple, que reflejan los usos y costumbres y son, pues, particularmente interesantes.
A la cabeza de la Orden, el maestre dispone de un verdadero «hogar»: capellán, escribano, cocinero, criado y ayudante, gentilhombre a caballo a quien él puede «nombrar hermano caballero», herrador, sargento y «turcople», que es un caballero indígena encargado del transporte de la correspondencia, de las órdenes y de los despachos. El maestre dispone de cuatro cabalgaduras, más un amaestrado o caballo de combate y tiene «dos hermanos caballeros como compañeros, que deben ser tales prohombres que no puedan ser excluidos de ningún consejo en el que haya cinco o seis hermanos». Debe vigilar la aplicación de la regla de igualdad conventual, y también administrar «los bienes de la Casa»; puede «prestar hasta mil bizantinos» o besantes, después de haber escuchado el consejo de los prohombres, y hacer regalos, incluso de «joyas de gran valor». Pero «no puede ceder un terreno, ni enajenar, ni saquear un castillo en una marcha, salvo por consejo de su capítulo», ni sin el acuerdo del convento «puede comenzar una guerra ni hacer tregua en tierra ni en castillo cuya casa tenga señorío». Así mismo, debe obtener el parecer del capítulo para «poner comendadores a la cabeza de los reinos», estando a su discreción el nombramiento de los oficiales y funcionarios subalternos de la Orden. Si el maestre está lejos del reino de Jerusalén, su lugarteniente (generalmente el comendador de la tierra) «no recibe poder alguno, salvo el de celebrar consejo si sucede algo de importancia, tener capítulo y distribuir las armas»: esta limitación será a veces enojosa.
El maestre estampa en sus actas la «bola», es decir, el sello del Temple, del que varios modelos han llegado hasta nosotros.
Algunos representan un templo coronado con blasones en forma de V o una cruz que se ensancha. Otros representan dos caballeros sobre una misma montura, sin duda a fin de señalar el carácter a la vez religioso y militar de la Orden.
Los estatutos precisan también:
«Todos los hermanos del Temple sin excepción deben obedecer al maestre, y también el maestre debe obedecer al convento.»
Esto significa y confirma en un resumen sorprendente que por amplios que sean los poderes del maestre no son absolutos.
Sus funerales tienen un carácter solemne, «con gran luminaria de cirios y candelas». Durante siete días, los hermanos deben decir doscientos paternóster por el descanso de su alma.
Es el mariscal quien está encargado de la interinidad. Convoca el capítulo, cuya composición es mal conocida. Sin duda comprendía, con los comendadores tanto de Occidente como de Oriente, todo el convento de Jerusalén, incluidos los sargentos. El capítulo es quien elige un gran comendador a quien el mariscal entrega el poder y quien fija la fecha de elección del nuevo maestre. Su mecanismo es curioso.
Primeramente el gran comendador y su adjunto pasan la noche que sigue a su designación en oración en la capilla. Al día siguiente después de la misa del Espíritu Santo, los dos nombran a otros dos hermanos quienes a su vez eligen a otros dos. Reunidos los seis eligen todavía a otros dos, que suman ocho, y luego a otros dos que hacen diez y dos más. De este modo llegados al número de los Apóstoles designan conjuntamente, en memoria de Cristo, un hermano capellán. Son trece hombres, entre los que hay ocho caballeros y cuatro sargentos, quienes a puerta cerrada eligen al maestre a quien proclama y presenta el gran comendador.
A pesar de ser el segundo dignatario de la Orden (es frecuentemente en él en quien recae la sucesión de maestre), el senescal tenía funciones mal definidas. Disponiendo de la misma «caballeriza» que el maestre, se le dota de una «casa» apenas menos importante. Reemplazando a su superior «en todos los lugares en que éste no esté» sella con una «bola» idéntica. Es él quien en el campamento enarbola el estandarte de la Orden, es decir, el estandarte bicolor: negro y blanco, plateado en el tercio superior. También puede hacer regalos, pero de menor valor que los del maestre. Es necesario que eso sea «por el bien de la Casa» y con la autorización del «consejo de los hermanos que serán testigos».
Cuatro caballos, dos escuderos, un sargento y un turcople montados a caballo tal es el lote del mariscal del Temple, con amplias atribuciones: la disciplina, la conservación de las monturas, la guarda de las armas y el mando efectivo en tiempos de guerra. Lo cual significa que llevando entonces él mismo el estandarte, signo de reconocimiento, él debe obrar «como corresponde a tal», es decir, debe ser el más arriesgado.
«El comendador de la tierra de Jerusalén es el tesorero del convento, y todos los bienes de la Casa, de cualquier parte que procedan, de más acá del mar o de ultramar, deben ser depositados y entregados en sus manos». El no puede, por otra parte, más que contabilizarlos. Encargado de vigilar el aprovisionamiento de la «ropería», los donativos que él puede hacer pueden ir hasta un palafrén o una copa de plata. También es necesario que esto sea «a amigos que hacen grandes regalos a la Casa». El mariscal por su parte, podía ofrecer «una silla que ha sido cabalgada o usada y también otros menudos arneses», pero a condición «que no lo haga con demasiada frecuencia».
Estos regalos de los dignatarios de la Orden tenían evidentemente un valor sobre todo simbólico, siendo hechos a personas que la habían servido o dotado de un modo considerable. Este era un testimonio de gratitud refinado, del que se pueden derivar los diplomas o medallas dados más tarde por las asociaciones o colectividades.
El comendador de la Tierra de Jerusalén —como en su «bai— lío» propio, sus colegas de Antioquia y de Trípoli— tiene a su disposición «todo el botín y todas las bestias de carga, todos los esclavos y todos los rebaños» ganados en guerra por su casa, así como la flota y el personal de la casa de Acre. El es quien reparte los hermanos del convento entre las diversas casas, ejecutando el mariscal estrictamente sus directrices en la materia.
El comendador de la ciudad de Jerusalén es un personaje diferente. Sus criados, su caballeriza no desmerecen a los dignatarios precedentes. Tiene bajo sus órdenes a «diez hermanos caballeros para conducir y guardar a los peregrinos que van al río Jordán»: de este modo él tiene el cargo de ejecutar la misión original de protección de los Pobres Caballeros. Además, «cuando se lleva la Verdadera Cruz en cabalgata, el comendador de Jerusalén y sus diez caballeros deben guardarla día y noche». Finalmente, «de todo el botín que se haga en guerra más allá del río Jordán y que pertenece al comendador del reino, el comendador de la ciudad debe recibir la mitad de él; pero del botín que procede de más aquí del río no percibe nada».
Los estatutos precisan también los poderes extraordinariamente limitados de los comendadores de casa y de los caballeros a los que principalmente el dinero parece haber sido mezquinamente distribuido, antes de haber llegado a los hermanos caballeros y a los hermanos sargentos.
Primitivamente, la ceremonia de recepción en el Temple de los nuevos hermanos ofrecía una emocionante manifestación de fe y de misticismo. Este desapareció sin duda en el transcurso de los decenios, hasta el punto de que en el siglo XIV, los acusadores de la Orden pondrán en el primer lugar de los motivos de queja las pretendidas bajezas y escándalos de esas recepciones.
He aquí, pues, como se presenta, hacia 1150, el caballero del Temple: dispone de tres o cuatro caballos, con uno o dos escuderos, según la voluntad del maestre. Su armadura está constituida por una cota y calzas de mallas, por un yelmo o un «sombrero de hierro», con el rostro descubierto y que se ponía sobre la «toca de mallas» que encierra la cabeza y cae en caso de necesidad sobre las espaldas. La espada sujeta a la cintura es tan pesada que en el combate debe ser llevada con la punta arriba y no es posible más que golpear con el corte. El Templario protegido por un escudo de madera puede también manejar la lanza, la maza turca, que es una maza con puntas, o el cuchillo de esgrima, que es la daga.
Va vestido con el «jubón con faldas» y una túnica larga con los lados descubiertos y con una pelliza; lleva un mantón de invierno y una capa de verano. Por ropa de cama tiene un saco de paja, una sábana, el «sudario», un cobertor y la «estameña». Si tiene una «alfombra» de lana «blanca o negra o rayada» es que alguien ha tenido la atención de regalársela. Tiene una toalla de mesa y otra para lavarse («para lavar la cabeza»). Hasta sus utensilios de cocina están rigurosamente señalados. Para él y para su escudero dispone de una olla, de una fuente y de un colador, con dos vasos, dos frascos, un cazo y una cuchara. Finalmente, el resto de su material, que transporta una bestia de carga, comprende también un rallo y una hacha, arneses, tres alforjas y la pequeña tienda, llamada «grebeleure».
Para los hermanos sargentos hay un equipo semejante pero sólo tienen un caballo, y no tienen tienda ni olla; duermen al aire libre y guisan en una cocina común.
Los hermanos están sujetos a buen número de prohibiciones. «Ninguno debe bañarse, ni sangrarse, ni tomar medicinas, ni ir a la ciudad ni ir a caballo sin permiso.» Necesitaban ciertamente ser monjes más aún que soldados para soportar sin enojo a veces una disciplina tan severa.
Los estatutos señalan con minuciosidad lo que debe ser la vida de los Templarios en campamento «el albergue». Primeramente se les delimita el emplazamiento de la capilla, cerca de la cual son levantadas la tienda del maestre y las «aiguilliers» del mariscal y del comendador de la provincia. Después, al grito de: «¡Albergaos, señores hermanos, en nombre de Dios!», éstos levantan sus tiendas. Luego vienen los servicios de cuartel para los que los caballeros delegan a su escudero y una montura. Por fin, cada uno va a «recoger los alimentos,..., uno tras otro, a recoger en nombre de Dios lo que se les quiera dar», habiendo sido preparadas partes iguales por el comendador de la comida, un «prohombre de la casa, quien teme a Dios y ama a su alma».
Las cabalgadas son también objeto de reglas precisas: prohibición de alejarse de la columna sin permiso, y obligación de salir de ella y de volver a entrar «cuando hace viento» a fin de no incomodar a los hermanos levantando polvo. En tiempo de guerra, cuando se marcha «en escuadrones» las consignas son naturalmente aún más severas, y los culpables de perturbaciones, por mínimas que sean, son susceptibles de «pasar por la justicia de la casa». En el momento de atacar, el mariscal da la señal de la carga cogiendo el estandarte de manos de su adjunto; alrededor de él, de cinco a seis caballeros «atacan a sus enemigos de la mejor manera que pueden». Uno de ellos es el comendador de los caballeros, quien toma el relevo de su superior fuera del combate. Todo caballero separado de sus hermanos durante la acción del combate debe unirse al estandarte más próximo, aunque sea de los Hospitalarios. Mientras que ondee un estandarte cristiano no se puede abandonar, excepto si lo exigen las heridas, el lugar del combate, aunque terminase en un desastre. Solamente después de éste, puede buscar un refugio «allí donde Dios le aconseje».
Finalmente, los estatutos precisan el papel de los oficiales subalternos, todos sargentos. El «turcopolier» manda a los caballeros indígenas mercenarios, bajo las órdenes del mariscal y, en campaña, a los sargentos. Marcha en vanguardia con una escolta. El submariscal tiene a su cargo la conservación de los «pequeños ameses» y manda a los obreros; el confalonero manda a los escuderos que él recluta, paga y manda juzgar y, en caso de necesidad, castiga; en el combate él tiene la misión de asegurar del mejor modo posible a los caballeros encargando por escuadrones la idónea disposición de sus monturas de relevo.
De este modo, los estatutos permiten tener una idea de la vida dura e impersonal de los monjes-soldados en la mitad del siglo XII y de la escrupulosa organización de la Orden. Otros dos textos del mismo siglo han tratado, uno de los estatutos conventuales y el otro de la justicia y del castigo de los que faltan a la regla; también deben ser pasados en silencio.
«Cuando la campana de Maitines suena, se lee en el primero, cada hermano debe levantarse en seguida y calzarse, y arrebujarse en su capa, e ir al monasterio y oír el oficio.» Después de lo cual «cada uno debe ir a dar una vuelta de sus bestias y su arnés», hablar «en voz baja» si hay necesidad a su escudero «y después puede ir a acostarse de nuevo», no sin decir entonces un paternóster.
Al toque de Prima (a las cuatro de la mañana en verano, y las seis en invierno), es la hora de levantarse definitivamente. El hermano vuelve a la capilla y allí escucha de un tirón la misa (comulga tres veces al año) y las horas de Prima, Tercia y Mediodía. Luego limpia sus armas y arnés o toma parte en algún servicio de cuartel. La pereza está desterrada, ya que permite al Maligno «asaltar más audazmente».
Llega la hora de la comida, que se compone de dos servicios, uno para los caballeros y sargentos, y el otro para los escuderos, domésticos y obreros. Cada uno tiene su perol (ya la regla de san Bernardo de la escudilla para dos está rechazada) y su vaso, su cuchara y su «cuchillo para cortar pan». La comida se realiza en silencio, y un hermano lee un texto sagrado.
Los comensales pueden elegir entre dos o tres clases de viandas. Incluso en tiempo de cuaresma, se presentan «dos clases de comida o tres, para que el que no quiera de una coma de la otra». Es el comendador quien vigila el refectorio y prepara las raciones, sacadas de los platos que llevan los escuderos; los restos son distribuidos a los pobres.
El medio día de la jornada de trabajo está dividido por el oficio de Nona y Vísperas; la cena precede al de Completas. Luego, tras una nueva visita a los caballos y a los ameses, es el momento de acostarse: «y cada hermano debe guardar silencio desde que comienzan las Completas hasta después de Prima». A los catorce paternóster dichos cada hora, y a los dieciocho de Vísperas, estará obligado a añadir en el curso de la jornada otros sesenta: treinta por los difuntos y treinta por los vivos. Fervientes de la devoción a la Virgen —aunque todavía no reciten el «ave María»— son las horas de Nuestra Señora las que los Templarios deben «recitar siempre en primer lugar, menos las Completas que se dicen siempre en último lugar».
Los estatutos prohíben a un hermano «regirse por reglamentos a regla si no es con permiso del convento». La Orden temía las indiscreciones que le habrían hecho daño. Esta prohibición le será finalmente perjudiciable, al dejar creer en la existencia de reglas secretas y contrarias a la ortodoxia, incluso a las buenas costumbres.
La «cortesía» de la que las novelas de caballería de la Edad Media ofrecen tantos ejemplos (muchos de sus autores por otra parte se han inspirado en los Templarios al describir a sus héroes) es enseñada y recomendada en la Orden como una virtud. Sus miembros son invitados a hablar «con suavidad» y el respeto a los ancianos es para ellos ley natural. Nada de «juramentos» (¡ya llegarán!), ni tampoco «palabras indecorosas ni indecentes». Necesitaban paciencia y méritos muchos de aquellos verdaderos caballeros de la aventura, de educación mediocre o nula, para someterse a tales deberes.
La Orden tenía sus capítulos generales que debatían importantes asuntos referentes al Temple, y llegado el caso, servían de tribunales de apelación. Pero, en cada encomienda, un capítulo ordinario reunía el domingo a todos sus miembros para examinar los problemas interiores y recordar las faltas contra la regla. Después de las oraciones de costumbre y comprobando la ausencia de todo el que fuese extraño —a pesar de ser normal, el secreto de las liberaciones será también invocado como cargo de la Orden— el comendador invita a los hermanos a confesar las faltas que ellos han podido cometer. El culpable eventual se arrodilla ante él y, en efecto, se confiesa públicamente, «pidiendo perdón a Dios y a Nuestra Señora». Debe «referir la falta entera y verdaderamente... porque si mentía, no le servía de confesión». Después el comendador le manda salir y el capítulo se pronuncia según la mayoría. El penitente vuelve entonces y el comendador, sin comunicarle el resultado de la votación, le hace saber la «consideración». Dicho de otro modo, la decisión tomada. Los textos que hablan de la justicia de la Orden son por otra parte conocidos con el nombre de «Consideraciones».
Despreciada y vituperada hoy en día la delación, es entonces un deber en el Temple, todavía que las consideraciones dan a saber que sería «la cosa más bella» poner en guardia antes al culpable comprometiéndolo a confesarse en el próximo capítulo. Está permitido acusar en pleno capítulo. El hermano interpelado debe confesar si realmente ha cometido la falta; en caso contrario, protesta: «Todo lo contrario.» Una y otra parte pueden hacer escuchar sus testimonios, si pertenecen a la Orden. Si el acusador es confundido, debe reconocerlo públicamente o ser él mismo juzgado.
En el capítulo sólo un Templario puede acusar a otro; si un extraño digno de crédito, un «prohombre» informa «que tal hermano es la vergüenza de la casa», el comendador debe obligar a ese hermano a acusarse ante el capítulo.
Ocho categorías de penas son impuestas. No son pronunciadas más que después del examen del «comportamiento del hermano y de su vida. Y muchas veces la falta grave del prohombre se considera leve, y la falta leve del malo se considera grave. Porque así como el bueno debe sacar provecho y honor de su valor, así el malo debe tener castigo y vergüenza de su maldad».
El castigo supremo es la expulsión de la Orden, «de la que Dios guarde a cada uno». Así, son castigadas principalmente la simonía y la sodomía, pecado «tan despreciable y tan hediondo y tan horrible que no debe ni ser nombrado» (y se acusará a los Templarios de recomendarlo a los nuevos hermanos), la divulgación de los debates del capítulo, el asesinato de un cristiano, la abjuración de la fe, la huida del combate mientras que el estandarte ondee todavía.
La pérdida del hábito, sanción inmediata inferior, no podría sobrepasar un año y un día. El manto es quitado al penitente quien viste una capa sin la cruz roja, es separado de sus hermanos, come acurrucado sobre el suelo y trabaja con los esclavos. La fornicación es también castigada y la participación en una riña, la muerte de un esclavo, la pérdida de un caballo por culpa del acusado, la desobediencia reiterada y ciertas manifestaciones de enojo.
Tres días del ayuno semanal al que se añade la imposición de trabajos serviles constituyen la tercera categoría de penas; después, hasta el octavo, los días de ayuno y los servicios comunes van decreciendo.
Evidentemente todos los capítulos no pueden dictaminar las penas mayores. También es necesario que el comendador sea habilitado para recibir nuevos hermanos. De lo contrario, el caso es reenviado ante una autoridad competente de la provincia o del reino.
Un castigo anejo acompaña a cada penitencia: la disciplina administrada en capítulo. La duración de las penitencias menores —ayunos y servicios serviles— está a merced del capítulo, bajo proposición del comendador. «Levantado del suelo», el hermano perdonado vuelve a tomar sus armas.
Antes del final del capítulo, el comendador proclama que este último concede su perdón a todos los hermanos «que se arrepienten de las cosas que han hecho mal» y pide humildemente que vuelvan a recibir también el beneficio. No se trata, pues, de la absolución sacerdotal, y éste es también un «crimen» que se reprochará a los Templarios de haber absuelto o de haber sido absueltos fuera de las reglas eclesiásticas.
A Bertrand de Blanquefort sucede en la dirección de la Orden el jefe de Naplouse, Felipe de Milly. La elección señala por parte de los Templarios una concesión hecha a Amaury, de quien Milly era el amigo íntimo y, por lo mismo, cierta abdicación provisional de su independencia.
Hasta entonces la elección del más alto dignatario de la Orden se realizaba sin intrigas políticas, ni intervención del poder temporal aparentes: el nombramiento de Milly fue precedido, por el contrario, de verdaderos cambalaches. Es cierto que el Temple tenía que aplacar la cólera del rey de Jerusalén motivada tras el incumplimiento de la ejecución en la horca por orden de Amaury de un grupo de caballeros que habían entregado a los infieles una plaza fuerte. Milly, a la muerte de Blanquefort, no pertenecía ya siquiera al Temple: se apresuró a recibirle en él para elegirlo inmediatamente después. Por lo demás, su dirección del Temple no será más que accesoria; en 1171 dimite y el antiguo comendador de Jerusalén, Odón de Saint-Amand le reemplaza, de quien Guillermo de Tiro, enemigo furibundo de los Templarios, asegura que tenía «el resuello del furor en sus narices, no temiendo a Dios ni respetando a los hombres». La figura del rey deja el lugar a un hombre quien, inquieto de la empresa que Amaury intenta imponer a la Orden, se levantará contra él no sin exageración: el Temple se ha recuperado.
Incluso es un verdadero desafío el que Saint-Amand lanzara en 1172 contra el poder real. La secta de los ismaelitas, cuyo territorio —el Líbano— había valido a su jefe la denominación, o el título de «Viejo de la Montaña» y que pagaba tributo a los Templarios, envía embajadores a Amaury: el Viejo se prepone hacerse cristiano con todos los suyos, mediante la conclusión de una alianza con Francia contra los sarracenos... y el cese del pago del tributo. El rey de Jerusalén da a los emisarios su aprobación prometiendo indemnizar a los Templarios. En vano protesta Odón, quien desconfía de un jefe cuya banda vive principalmente del producto de sus saqueos y de sus crímenes (sus miembros son los haschichins, de donde se ha derivado la palabra «assassin», en francés, asesino). El Viejo por medio de Odón entretiene al rey mediante promesas falaces, con el único fin de liberarse del tributo, lo cual era efectivamente probable. El maestre no duda: como los embajadores ismaelitas están en camino de regreso, les tiende una emboscada y los manda asesinar; las conferencias se rompen de este modo.
Se puede imaginar el furor de Amaury quien exige del maestre que le sean entregados los culpables. Odón no designa más que uno: Gautier de Mesnil, un caballero conocido por su sencillez de espíritu, y se niega a entregarlo, mientras que Blanquefort había abandonado a los hermanos culpables de capitulación: «Gautier será, dice, juzgado según los estatutos de la Orden por su capítulo en la encomienda de Sidón». Amaury lo sitia en seguida y se apodera de la persona de Gautier. Según Guillermo de Tiro, había jurado entonces destruir la Orden: la muerte se lo lleva el 11 de julio de 1174.
En la misma época, el odio que opone a Templarios y Hospitalarios —por otra parte igualmente valientes en el combate y dedicados a prestar auxilio— se traduce en riñas sangrientas. Los maestres de las dos Ordenes se pusieron de acuerdo sobre un procedimiento de arbitraje.
Balduino IV, un niño de trece años a la muerte de Amaury, fue quizás el más grande de los reyes de Jerusalén; en once años de reinado, habiendo soportado en los últimos estoicamente, o más bien, cristianamente un verdadero martirio, lo demuestra con superabundancia. Dotado de una inteligencia muy penetrante, muy culto (su maestro era Guillermo de Tiro, de quien la parcialidad de los historiadores no debe hacer olvidar el humanismo y la erudición, no más que sus cualidades de hombre de Estado), estaba desgraciadamente atacado por el mal terrible y mortal de la lepra.
Frente a este personaje de leyenda, el Islam presenta un jefe de la misma talla: Saladino quien, una vez eliminados los fatimidas, y convertido en el sultán y señor de Egipto por quien trabaja en regenerarlo, es una amenaza constante para los francos. Habiendo sido confiada a Raymond de Antioquia la regencia de Jerusalén, Saladino se aprovecha de la ausencia de este último en camino hacia su principado, para marchar sobre la ciudad santa, en 1177. Pasa de largo sobre Ascalón, donde se encuentra el rey que tiene diecisiete años, no dejando más que un cerco de hombres para rodear la ciudad. Balduino no duda. Desbarata la vigilancia enemiga, sale de Ascalón, reúne quinientos caballeros, cuyo maestre es de la encomienda del Temple de Gaza y a ochenta de sus monjes. El ataque de los francos sorprende a Saladino en Lidda, el 23 de noviembre, y el sultán no encuentra su salvación más que en la huida. Esta operación de guerra pone fin prácticamente a la regencia. Raymond se retira poco después, mientras que Odón de Saint— Amand, que de nuevo está en gracia, se convierte en uno de los consejeros militares de Balduino. El maestre manda edificar en 1178 una ciudadela en Gué de Jacob, sobre el alto Jordán, a fin de detener los «rezzous» en Galilea de los saqueadores sarracenos.
Balduino dudaba: los tratados anteriores con los musulmanes prohibían a las dos partes construir fortalezas durante las treguas. Odón el sutil encontró la solución: es el Temple soberano quien se encargará de ello. Sesenta de sus miembros, con su mariscal y mil quinientos mercenarios del rey, formarán la guarnición de Gué de Jacob.
Pero, poco después, sobreviene el desastre. Saladino sorprende a los francos en el casal de Mesaphat y los derrota. Odón (según Guillermo de Tiro un error táctico habría provocado la derrota) es hecho prisionero con numerosos caballeros y morirá en cautiverio al año siguiente. Saladino, con sus lanceros, se apodera de Gué de Jacob y manda dar muerte a todos los Templarios de la fortaleza.
El sultán de Egipto había querido devolver al maestre contra rescate. Odón se niega diciendo: «Un Templario no puede ofrecer más que su cinto y su cuchillo de guerra.»
A un caballero de edad, Arnaud de Torroge, hombre honrado y poco amigo de las intrigas, va a parar la dirección del Temple, no sin oposición, según parece, porque otro clan se constituye en torno al senescal, Gerardo de Ridfort.
Este aventurero flamenco había llegado a Tierra Santa para salir de su condición mediocre. Había conseguido la amistad del regente Raymond de Trípoli, quien le había hecho mariscal de Jerusalén, haciéndole además esperar una fructuosa unión con la rica heredera del señor de Broton, feudo libanés. Pero un tal Pilvain, originario de Pisa, se constituyó él también en pretendiente, ofreciendo a Raymond, por Lucía de Broton, el peso de ésta en oro. «Se pone la joven en una balanza y las piezas de oro en la otra» y se efectúa el trato. Ridfort cae enfermo de furor, sino es de amor. Cuidado en la enfermería de los Templarios, es admitido en la Orden, a la que había de causar tanto daño después de su curación.
El hermano Arnaud llega a la dirección del Temple mientras que el estado del rey ha empeorado hasta el punto de hacer temer su muerte próxima y a quien se plantea en potencia el problema de su sucesión. Los herederos habiendo iniciado las gestiones de la elección, es a la hermana mayor de Balduino, Sybilla, a quien debe ir a parar la corona. Viuda a los dieciséis años, se volvió a casar con un apuesto e insignificante hidalgo llegado de Poitou donde había nacido, Gui de Lusignan, a quien Balduino, extenuado, se resignará a nombrar «bailío» del reino, es decir, regente en el año 1182. Poco después, ante la incompetencia y la fatuidad de Gui, el rey leproso recobra las fuerzas suficientes para despojarlo de sus funciones y llama a Raymond de Trípoli; además designa como heredero del trono al hijo de cinco años nacido del primer matrimonio de Sybilla, quien será Balduino V, el efímero «Balduinito».
La mediocridad de Gui de Lusignan estaba tan palpable que su propio hermano mayor, al enterarse en Francia de las perspectivas que le habían ofrecido, exclamó en un acceso de risa:
«¡Si Guión es rey, yo debería ser Dios!»
A tales decisiones, Balduino añade el envío a Europa de una embajada encargada de hacer saber a los soberanos cristianos la miserable condición de Tierra Santa, expuesta a los ataques de Saladino y dividida entre sí misma.
El alocado Renaud de Chatillon, con desprecio de la tregua pactada con el sultán después de la captura de Odón y a pesar de las órdenes expresas y de las advertencias de Balduino, armó una flota que recorre el mar Rojo y siembra el pánico entre los peregrinos que vuelven a La Meca. Saladino la destruye y llega a sitiar al filibustero en su «krak» de Moab. Balduino, moribundo, acompaña en litera al ejército que él envía para liberar al rebelde.
La delegación del rey de Jerusalén a Europa comprende juntamente con el patriarca de la ciudad santa a los maestres del Temple: es decir, que debía urgir una nueva cruzada. Además, debía ofrecer la corona a Enrique II Plantagenet, en caso de desaparición del niño Balduino. ¿El rey de Inglaterra no era acaso, como Balduino IV, nieto de Foulques de Anjou?
Apenas la embajada llegó a Verona cuando Arnaud de Torroge sucumbe allí el 30 de septiembre de 1184.
Sus compañeros tratarán en vano de abogar cerca de los soberanos de Francia y de más allá de la Mancha en favor de una intervención armada, y Enrique II se desinteresará de añadir eventualmente a su corona la de Jerusalén.
Para el Temple el día de la muerte de Torroge quedó señalado con una piedra negra, porque los trece electores del maestre realizan una elección deplorable. Es el aventurero Gerardo de Ridfort a quien designa la mayoría, en efecto, contra el gran comendador de Jerusalén, Gilberto Erail. Este era buen consejero (lo demostrará) y estaba perfectamente cualificado por su experiencia de Tesorero del Temple. El primero, impulsivo, sin entereza ni valor militar, es cobarde y vengativo. Para satisfacer sus rencores, sacrificará el prestigio de la Orden y contribuirá a la ruina del reino de Jerusalén. Su responsabilidad es inmensa en esta catástrofe.
Primeramente, Ridfort aleja a Erail de la casa madre, nombrándolo maestre en Provenza y en España, cargo importante que se verá coronado luego con la dirección de la Orden en Occidente; pero la marcha de su rival deja las manos libres en Tierra Santa a Ridfort y a sus secuaces.
Muy pronto el nuevo maestre tiene ocasión de enseñar sus cartas. El rey leproso muere en 1185 y, como él ha promulgado por edicto, el prudente Raimundo de Trípoli asume la regencia. Ridfort se enrabia y no ha perdonado a Raimundo la «cesión» de Lucía de Botrón al italiano Pilvain. Pero «Balduinito» muere en septiembre de 1186. Sin duda, las dos hermanas de Balduino IV, Sybilla e Isabel, podían ser consideradas como herederas de la corona; pero, en realidad, puesto que el Plantagenet no la reclamaba, la verdadera elección estaba entre Ramón y Gui de Lusignan. Los barones de Siria ya habían mostrado su preferencia por el primero, pronunciándose a su designación como regente, hecha por el rey leproso. Todo parecía de este modo señalar a este buen soldado, a este admirable administrador para recibir el cetro caído en manos de mujeres.
El clan de los aventureros estaba vigilante, siendo dominado por Renaud de Chatillon, un soldado viejo capaz de provocar la avalancha musulmana sobre el imperio franco por sus actos de bandidaje; por el patriarca Heraclio, una de las figuras más discutidas de la Iglesia oriental, espoliador, avaro, intrigante y gran amante de mujeres, y por Gerardo de Ridfort. La camarilla aprovecha la ausencia de Ramón para cerrar las puertas de Jerusalén y hacer consagrar a Sybilla, con la aprobación de los curiosos que se apretujan en torno a la iglesia del Santo Sepulcro y a quienes arenga Chatillon. Heraclio completamente de acuerdo hace que Ridfort le entregue la llave del «tesoro» que guarda las coronas reales.
La llave de una tercera cerradura (el patriarca guardaba la de la primera) estaba en poder del maestre del Hospital, Roger des Moulins. Contrariamente al cómplice Ridfort, éste se niega en principio a desasirse de ella, pero «tanto le rogaron y le asediaron que encolerizado arrojó la llave en medio de la habitación y se marchó».
Una vez coronada Sybilla, Heraclio la invita a elegir a «tal hombre que le ayude a gobernar su reino». Ella pone la diadema sobre la ¿ente de su marido, Gui de Lusignan.
«Señor, le dijo, acercaos y recibid esta corona, porque yo no podría emplearla mejor.» Y Ridfort, saboreando su venganza, murmuró: «Esta corona bien vale el matrimonio de Botron.»
Llegada la noticia de esta consagración a Ramón, éste convoca a los barones, cuyo asentimiento es necesario para su validez. La asamblea unánime se pronuncia contra el golpe de fuerza y elige por rey a Honfroi de Torón, marido de la princesa Isabel. La desgracia es que Honfroi, espantado, va a arrojarse a los pies de Sybilla y se declara extraño a esta designación. Sybilla lo levanta... y lo envía a que ofrezca su homenaje «al rey».
Su incomparecencia desconcierta a los barones que suspenden el parlamento; Ramón, tal vez sinceramente inquieto por su propia suerte, trata con Saladino, comprometiendo a dejar pasar las tropas del sultán sobre su territorio. Esto significa ofrecer a los musulmanes una oportunidad magnífica de dar nuevos golpes a los cristianos si no es también un crimen de traición.
Saladino acecha el incidente que le permitirá servirse del acuerdo. Es Renaud de Chatillon quien le provoca al atacar a una caravana. El sultán, con fines de represalia, pide a Ramón que le deje pasar sus tropas hacia Galilea, y el príncipe de Trípoli debe doblegarse: los jinetes del Islam deberán no obstante retirarse la misma tarde de su intrusión. Ramón cree haber evitado así lo peor: un fatal concurso de circunstancias y la conducta alocada de Ridfort conducirán, por el contrario, a un desastre.
En efecto, la avalancha musulmana tiene lugar el día 1 de mayo de 1187. Ahora bien, la víspera una delegación ha salido de Jerusalén con destino a Trípoli. Su misión es reconciliar a Gui y a Ramón. La embajada escoltada por diez Hospitalarios, comprende a los maestres de las dos grandes Ordenes, con el jefe Balian de Ibelin, amigo personal de Ramón.
Ibelin, como el camino pasa por su feudo de Nabius, hace allí un alto, prosiguiendo sus compañeros hasta el castillo de La Feve, donde se enteran de que una incursión de la caballería musulmana está prevista para el día siguiente.
Inmediatamente Ridfort alerta al mariscal del Temple, Santiago de Mailly, quien se encuentra a dos leguas de La Feve, con noventa caballeros, y le ordena reunirse en el castillo a donde llega el destacamento por la noche. A la alborada, los maestres y su pequeña tropa salen para Nazaret, donde reclutan todavía unos cincuenta caballeros más. Todos parten en seguida al encuentro del enemigo. Llegan a una colina que domina la Fuente de Cresson, cerca de Séphorie. Al pie de la colina, abrevando a sus caballos, pululan varios millares de mamelucos. La lucha sería desigual, y Moulins y Mailly tienen el buen sentido de aconsejar la retirada. Pero Ridfort desprecia tal consejo. No osa insultar al Hospitalario, pero no se priva de decir al mariscal del Temple:
«Vos habláis como hombre que quiere huir, le dice; ¡amáis demasiado esa rubia cabeza que tanto la queréis guardar!»
Santiago de Mailly palidece ante la ofensa:
«Yo moriré frente al enemigo como un hombre de bien, responde. Sois vos quien volveréis la brida como un traidor.»
Del ataque loco, en efecto, no habrá más que tres supervivientes, entre los que están Gerardo de Ridfort.
Ramón de Trípoli, aquella misma tarde, pudo ver a los jinetes islámicos que volvían a pasar las fronteras, y cerca de su castillo, con las cabezas de los caballeros francos en las picas de sus lanzas.
El propio interés mismo de los cristianos imponía su reconciliación. En Jerusalén Gui y Ramón deciden unirse contra el terrible sultán quien ha tomado la delantera sitiando a Tiberiades, feudo de Ramón que defiende su mujer, Eschive. El patriarca Heraclio por su parte moviliza la Verdadera Cruz que confía al prior del Santo Sepulcro, asegurando que él está enfermo y que se siente incapaz de seguir al ejército. Un auténtico hálito de entusiasmo anima a los barones y a los caballeros. Los Templarios arden por vengar a sus muertos de la Fuente de Cresson. A sus ciento cincuenta caballeros supervivientes, la casa de Jerusalén añade sus sargentos y turcopoles, no dejando en sus puestos más que las guarniciones de las fortalezas de Gaza, Safet y Tortose.
A pesar de su misión de defensores de Tierra Santa, los Templarios no fueron apenas constructores de ciudadelas antes de la pérdida de Jerusalén. Si poseían las de Gaza y la del puerto de Tortose, es porque les había sido confiada su defensa en 1149 y 1165 respectivamente. Safet, punto estratégico capital les había sido cedido en 1169 (desmantelada por los musulmanes, la plaza fuerte será reedificada por los cuidados de los caballeros en 1244). La única construcción de la ciudadela de Gué de Jacob en 1178, fue, como se ha visto, efímera y, en realidad, el Temple participó en ella a título de testaferro, aunque aprovisionaba los cuadros de la guarnición.
Perdida la ciudad santa, en desquite la Orden, como la de los Hospitalarios, se mostró muy activa. En 1218 será construido el Castillo de los Peregrinos, destinado a fortificar el promontorio de Athlit, protegiendo el camino costero al sur de Caifa. Deben ser citados otros muchos nombres de ciudadelas edificadas y conservadas por el Temple, tanto por medio de hombres como mediante dinero: Belvoir (Galilea), Castillo-Rojo y Castillo-Blanco (Siria), Beafort y Arcas (Líbano), Dardesack, Roche Russole, Roche Guillaume, con el puerto de Bonelle (Armenia), Bagras y Gastein, sobre el río Oronte. Está fuera de dudas que además de los gastos de conservación de las «casas» de la Orden, de sus miembros, empleados y obreros, de sus caballerías, tales fortalezas han abrumado de deudas a veces el presupuesto del Temple; su «avaricia» pudo entonces tener excusas.
A título de ejemplo la sola reconstrucción de la ciudadela de Safet costará a los Templarios un millón cien mil besantes sarracenos. Su conservación a la que se destinaban las rentas de las propiedades, muy vastas, reclamaba además cuarenta mil besantes por año. Casi mil setecientas comidas se servían allí dos veces por día (dos mil doscientas en tiempos de guerra) para cincuenta hermanos caballeros, treinta hermanos-sargentos, cincuenta turcopoles, trescientos ballesteros, ochocientos veinte escuderos y sargentos, cuarenta esclavos y para los obreros agrícolas y de todos los demás cuerpos de oficios.
Ramón, a pesar del peligro que corre su mujer Eschive, hace prevalecer en consejo que las operaciones militares no deben tener por teatro de operaciones la región de Tiberiades, con accesos poco fáciles y desprovista de puntos de agua, sino que conviene esperar a los sarracenos en Sephorie, donde se celebra precisamente la reunión.
Su intervención es serena y está llena de grandeza de espíritu: «Si los musulmanes toman a mi mujer a mis hombres y a mis bienes, dice, y si abaten mi ciudad, yo los recobraré cuando pueda, y reedificaré mi ciudad cuando pueda, porque yo prefiero que ella sea abatida antes que ver toda la Tierra perdida.» A lo cual Ridfort replica riendo con ironía: «¡Veo la piel del lobo!»
Este odio y esta ceguera del maestre del Temple, él los explica a la noche siguiente, a solas con el grotesco Gui de Lusignan. Ramón, asegura al rey, es un traidor. Tiberiades no está más que a seis leguas, y sería «gran vergüenza» para Gui dejar que los infieles se apoderasen de ella. El aventurero se muestra amenazante:
«Sabed bien que los Templarios se desposeerían de sus capas blancas y vendrían y demostrarían todo lo que son, hasta que esta vergüenza fuese lavada. ¡Marchad, haced gritar entre la tropa que se armen todos, que se agrupen en escuadrones y que sigan el confalón de la Santa Cruz!»
Lusignan obedece y, en plena noche, el ejército levanta el campamento ante la sorpresa de los jefes, ante los que Gui se niega a dar explicaciones, asegurando solamente su voluntad de marchar sobre Tiberiades.
En la alborada del 4 de julio, fiesta de san Martín el Ardiente, es decir, día que tradicionalmente coincide con un sol tórrido, el ejército en cuya vanguardia marcha Ramón —los Templarios van en retaguardia— avanza lentamente a través del valle sin cultivar dirigiéndose hacia los «Cuernos de Hattin», de donde el camino desciende hacia el lago de Tiberiades. Saladino se limita a hostigar mediante las incursiones de arqueros a los hombres agotados por la sed y por el calor. A la noche siguiente, manda cercar el campamento de los francos («ni un gato hubiera podido escaparse sin ser visto»). Después, el sol abrasa de nuevo, y el sultán hace prender fuego a los chaparrales y a las malezas, terminando de poner en suplicio a sus adversarios.
Al atardecer de aquel terrible día, un Templario, sin esperanzas de éxito en la próxima batalla, entierra la Santa Cruz en la arena. Escapado del desastre, tratará mucho tiempo después aunque en vano, con el consejo del rey de Jerusalén, Enrique de Champagne, de encontrar la preciosa reliquia.
A la noche siguiente, se producen numerosas deserciones entre los «hombres de a pie» a quienes los enemigos dejan pasar hacia la montaña, donde esperan encontrar agua. Entre los cristianos la única esperanza es, no ya triunfar, sino salvar el honor y escapar. Una vez que se hace de día, el ataque es iniciado por Ramón de Trípoli y los suyos. Las filas de los sarracenos se abren ante ellos, y éstos huyen. Mas ellos serán los únicos que logran escapar y, tras los encuentros sangrientos, los musulmanes reúnen al resto del ejército franco extenuado. Gui, Chatillon y Ridfort son hechos prisioneros. Saladino tratará al rey con honor y cortesía pero hará decapitar al perverso Renaud de Chatillon y entregará a doscientos treinta desgraciados Templarios y Hospitalarios a sus religiosos musulmanes fanáticos que los harán perecer en medio de torturas. Ridfort será, no obstante, perdonado, y esta gracia se presta a todas las sospechas.
Saladino había prometido a los caballeros que se levantarían si renegaban de su fe; pero no hubo ningún renegado entre aquellos cristianos heroicos.
Los sarracenos se precipitan inmediatamente hacia los puertos de los francos. El 10 de julio Acre es conquistada. Jafa y Beirut caen después. El 20 de septiembre, los musulmanes acampan a las puertas de Jerusalén que no tiene guarnición, pero donde Balian de Ibelín, supliendo al incapaz Heraclio aguantará algunas semanas, con la ayuda de una población desesperada. El barón obtendrá finalmente el perdón de la vida para los habitantes de la ciudad santa antes de entregarla, de la que los cristianos serán autorizados a abandonarla mediante rescate. Los más pobres que no tenían con qué pagar, unos once mil, quedaron allí. Las dos Ordenes recibieron el ruego de pagar por ellos: «Les ayudaron, pero no dieron tanto como se les pedía»; sin embargo, Saladino había autorizado a los Templarios a llevarse con ellos su tesoro en su integridad.
Ciertamente, según las palabras de la regla, no había entonces en Jerusalén ningún responsable cualificado para administrar el Temple y tomar las decisiones pertinentes. Únicamente permanecían una decena de hermanos con el gran comendador, un tal Thierry, cuyas funciones no le permitían disponer del tesoro. Mas, en tales circunstancias y por deber de caridad, otros sin duda hubieran tenido el valor de infringir la letra de un reglamento, por draconiano que fuese.
La falta de decisión del gran comendador se añadirá al descrédito causado a la Orden por las aberraciones de Ridfort y quizá por la indulgencia de Saladino hacia el maestre.
Privado de su capital, el reino de Jerusalén subsiste, sin embargo, mientras que Gui de Lusignan y Ridfort, como precio vergonzoso de su libertad, acompañan a Saladino a Palestina a fin de incitar a la rendición a los defensores de las fortalezas, principalmente a los Templarios de Gaza. No obstante, los turcos son detenidos frente a varias ciudades; así Antioquia, Trípoli, Tortose con su guarnición de Templarios, Margat y sus
Hospitalarios en Siria, y Tiro, donde un paladín, Conrado de Monferrat, organiza la defensa y obliga a Saladino a levantar el asedio; después de lo cual, Conrado envía a Europa a su arzobispo Guillermo para pedir que le sea concedida ayuda al imperio franco.
Leal a sus compromisos, el sultán libera al fin a Gui y al maestre del Temple, con la condición de que no levantarán ya más las armas contra él. Tal vez consciente de sus faltas y de su decadencia y resuelto a redimirse Ridfort no cumple nada de lo pactado, entra en Tortose y anima la resistencia contra el asaltante que acaba en efecto por levantar el campamento. El maestre corre a rienda suelta hacia Acre, a la que Lusignan, también él poco embarazado por su promesa, sitia. Muy pronto, él mismo tendrá refuerzos sarracenos a su espalda. Situación extraña e incómoda en la que se mantiene, no obstante, gracias al dominio que tiene de la costa que permite desembarcar a los refuerzos conseguidos en Europa por Guillermo de Tiro. Es esta la Tercera Cruzada, distinguida por la fabulosa epopeya del ejército de Federico Barbarroja, victorioso de la coalición turco-bizantina —porque Constantinopla, temiendo por su independencia, se ha pasado al enemigo— y súbitamente desmantelado, como esfumado después de la muerte por accidente del desgraciado emperador, ahogado en el Saleph.
El 4 de octubre de 1189, Gerardo de Ridfort encuentra una muerte gloriosa en un asalto contra las murallas de Acre, mientras que Lusignan penetra profundamente en el terreno conquistado por Saladino.
Según otros, el maestre del Temple habría sido hecho cautivo por los turcos en el curso de esta penetración y el sultán habría hecho ejecutar al perjuro.
La guarnición musulmana de Acre aguantará hasta el 12 de julio de 1191, a pesar de la extraordinaria potencia de los sitiadores, que disponían del apoyo de la mayor parte de los ejércitos de Felipe Augusto y de Ricardo Corazón de León. En este tiempo, la dirección del Temple había sido confiada de nuevo a Roberto de Sablé, amigo de Ricardo y poeta. Tal vez en atención a esta amistad se debió que Corazón de León habiendo conquistado Chipre antes de llegar a Tierra Santa, vendiese la isla a los Templarios pues, a pesar de las duras pruebas, la Orden ya había recuperado sus fuerzas; y quizá su elección para el alto cargo recompensó a Sablé del papel que él desempeñó en este trato.
Los hechos notables y los incidentes de esta tercera Cruzada constituyen un raro embrollo, agravado por la rivalidad de Felipe Augusto y de Ricardo, entre los que la misión de Sablé, quien por otra parte no cesó de dirigir a sus subordinados en el combate, debió ser a veces espinosa. Se le verá tomar partido a favor de Lusignan y de Ricardo contra Monferrat y Felipe Augusto para la atribución de la corona de Jerusalén. No le será reconocida su buena voluntad: Ricardo, habiendo calado por fin la mediocridad de Gui, no insistirá en otra medida, pero obligará a la Orden a restituir Chipre, cuya corona ofrecerá en compensación a «Guión».
Al menos, en el transcurso de diversas campañas, los Templarios dan pruebas de su valor combativo y también de saqueos, realizando con los Hospitalarios razzias e incursiones, a pesar de la enemistad entre los monjes-soldados de las dos Ordenes.
Los Hospitalarios habrían podido enorgullecerse de su prioridad temporal en Tierra Santa. Antes incluso de la Primera Cruzada, ya se habían edificado allí conventos, que servían de paradas y de hosterías a los peregrinos cristianos. Godofredo de Bouillon se interesó particularmente por uno de ellos, la Hospedería San Juan instalada en Jerusalén, y su director el bondadoso Gerardo, al ver que afluían limosnas y donativos, procedió primeramente al engrandecimiento de la fundación, y luego dio a su personal una regla. Su sucesor, Ramón de Puy, añadió a sus votos monásticos el de defender Tierra Santa, y sus monjes-soldados tomaron entonces el nombre de Hospitalarios de San Juan de Jerusalén. La Orden se desarrolló paralelamente a la del Temple, con una influencia política comparable, y en suma, con los mismos objetivos, lo cual no podía más que desencadenar entre ellos una animosidad causa de incidentes.
Después de la destrucción definitiva del reino franco, los Hospitalarios se replegaron en Chipre, donde habían desplegado su acción desde la instalación de Gui de Lusignan. En Rodas, de donde fueron sus dueños de 1309 a 1522, se convirtieron en los Caballeros de Rodas, como llegaron a ser los Caballeros de Malta cuando esta isla, de la que hicieron una plaza fuerte inexpugnable, les fue entregada por Carlos V. A través de los siglos, la Orden Soberana de Malta, privada de su poder temporal, ha perpetuado hasta nuestros días la parte más bella de su misión primitiva: la caridad.
Habiéndose embarcado Felipe Augusto, Ricardo Corazón de León prosiguió la guerra multiplicando los titubeos tanto sobre la táctica como sobre el objetivo. Finalmente, en enero de 1192, su ejército llega a Bethenoble, a ocho leguas de Jerusalén. Se celebra consejo; los barones y las Ordenes exigen que sea diferido el asalto contra la ciudad santa, al temerse un ataque musulmán en plena montaña y al estar en unas condiciones muy desfavorables. Sablé va más allá: Tomada Jerusalén, ¿cómo se la conservará? Por una parte, es indefinible sin la ocupación previa de las plazas fuertes que la rodean. Además, ¿habría suficientes hombres para su reconquista y para sus guarniciones, si los cruzados se reembarcan? La defensa incumbiría a los diversos monjes-soldados, y ella resultaría imposible.
A pesar de la decepción de sus compañeros que califican a Sablé de traidor, Ricardo al no tener confianza en sí mismo, se vuelve de la opinión del traidor y entra en Ascalón sin intentar nada contra Jerusalén. Poco después se adhiere a la designación de Conrado de Monferrat como rey. Mas Conrado es ejecutado por los sicarios del «Viejo de la Montaña». Uniendo la elección a la herencia, el conde Enrique de Champagne sube al trono sin alegría alguna. Para justificar sus derechos, tuvo que casarse el 5 de mayo de 1192 con la viuda de Conrado, la princesa Isabel, antaño separada por la fuerza del piadoso Honfroi de Toron. Isabel está encinta: a Dios gracias, «estaba maravillosamente bella y encantadora», y Enrique tomó su resolución.
Una vez pactada una tregua de tres años con Saladino, Ricardo vuelve a su reino, tan impopular (acaba de negarse a marchar sobre Jerusalén, declarando: «Si queréis intentar la aventura, yo os acompañaré, pero no os conduciré allí como jefe de la Cruzada») que debe embarcarse en un navío del Temple, vestido como un caballero de la Orden.
El año 1193 ve desaparecer a Saladino el día 4 de marzo, y a Sablé el 28 de septiembre. El nuevo maestre de la Orden es entonces Gilberto Erail, el antiguo rival de Ridfort. En 1197, Enrique de Champagne muere en accidente, mientras que el ejército del sucesor de Saladino, su hermano Malik-el-Adil, acaba de saquear Jafa. Los barones nombran por sucesor a Amaury de Lusignan, ya rey de Chipre, hermano de Gui, muerto en 1194. Se le casa con urgencia con la imperturbable Isabel, fuente de todos los derechos. Tan emprendedor y valeroso como su hermano mayor era mediocre, Amaury pasa a la ofensiva, reconquista Beirut a los turcos y se apresura a pactar un tratado con Malik.
En 1189 es elegido un nuevo Papa. Inocencio II será uno de los más «políticos» y absolutistas. Imbuido de sus deberes de Vicario temporal tanto como espiritual de Cristo en la Tierra, y de este modo inducido a considerar que debe disponer de un ejército armado, piensa en los Templarios al mismo tiempo que Erail inquieto por las vejaciones eclesiásticas repetidas contra la Orden, busca el apoyo de la Santa Sede. En realidad, hasta su muerte en 1216, Inocencio no cesará de favorecer a sus «hijos predilectos», renovando y amplificando sus privilegios, y su sucesor Honorio II seguirá el mismo camino.
Confirmando la autonomía del Temple, Inocencio se constituye prácticamente en el señor soberano del mismo. Mas su «predilección» estalla cuando retira a los obispos el poder de excomulgar a los Templarios, o de prohibírseles, reprochando al de Sidón, que lo había hecho, su «gran fatuidad o gran malignidad» y («que quien fue estúpido en su falta aprenda la sabiduría en la penitencia») suspendiéndolo de sus funciones. En 1204 (la Orden tiene entonces al frente de ella a Felipe de Plaissiez), el Papa da a los capellanes del Temple el derecho de confesar y de inhumar a las personas que deseen reposar en los cementerios de la Orden, quitando así a las parroquias una nueva parte de sus ingresos. ¿Inocencio se hubiera mostrado tan amistoso si un tufo de herejía o de escándalo se hubiera desprendido entonces de las costumbres de la Casa? Su simpatía por los Templarios no prohíbe por otra parte al Pontífice de reprenderles en ocasiones, e incluso de amenazarles. En 1198 al disputar la Orden un feudo a los Hospitalarios, interviene el Papa: ¿se puede «llamar religiosos a quienes vengan injuriosamente las injurias»? En 1207 los Templarios mandan celebrar misas solemnes en las ciudades excomulgadas; Inocencio se enoja: «Si os sobreviene una desgracia, podéis achacarla a vosotros mismos y no a mí.»
Tal vez a instancias de sus «hijos predilectos» se debe que Inocencio III en 1199 manda predicar una tercera Cruzada. El pensaba dirigirla contra Egipto. En realidad las intrigas de los venecianos muy al corriente de la decadencia y de la debilidad del imperio bizantino, su rival comercial, se encaminarán no a la liberación de los Santos Lugares, sino a la toma de Constantinopla, y a la fundación, en 1204 de un imperio latino sobre el «Brazo de San Jorge», en medio de poblaciones hostiles. No sobrevivirá más que algunos decenios y, lejos de asegurar a las posesiones francas de Siria una salvaguardia, encauzará en provecho suyo la casi totalidad de la inmigración cristiana que ellas tenían derecho a esperar, contribuyendo de este modo a su asfixia. En cuanto a los Templarios, durante esta extraña Cruzada, se ocupan sobre todo en fortificar las fronteras de un reino que el previsor Amaury II, habiendo de sucumbir en 1205, aumenta y consolida pacíficamente consiguiendo de Malik, con la renovación de treguas, la retrocesión de Sidón, Ramla y Lydda, devolviendo de este modo a los cristianos toda la llanura costera.
Habiendo muerto también Isabel, un consejo de regencia con los maestres del Temple y del Hospital, administra el reino de Jerusalén, bajo la presidencia de Juan de Ibelín, tío de la reina menor María de Montferrat. Es a Felipe Augusto a quien pide que elija un esposo para la joven princesa de dieciséis años. El rey de Francia hace embarcar a este fin al sexagenario Juan de Brienne, su rival cerca de la condesa Blanca de Champagne. Este era un tipo gigante, de una fuerza todavía hercúlea. Desembarca en Acre el 14 de septiembre de 1210 y se casa con la joven María antes de consagrarse rey en Tiro el 3 de octubre.
Bajo, su reinado, se realiza la Quinta Cruzada. Concebida por Inocencio III, y preparada por su sucesor Honorio III quien tiene a este propósito contactos constantes con los maestres del Temple y del Hospital, y está precedida de una fuerte campaña de propaganda cerca de los cristianos de Siria, poco entusiastas al principio, enriqueciendo la paz y el desarrollo del comercio de las especias a los puertos y a las gentes. Egipto sigue siendo el punto vulnerable del imperio musulmán y por lo tanto el objetivo del Papado, y la moneda de cambio posible contra Jerusalén. Dos años se perdieron entonces en acciones locales de guerrillas, no llegando Brienne a imponer su autoridad más que en 1218 y a hacer prevalecer este proyecto egipcio. El 29 de mayo, el ejército de los francos está a las puertas de Damiette, cuyo puerto está protegido por la torre de Corbarie.
Para romper las cadenas que, partiendo de esta torre, cerraban el acceso al Nilo, los Templarios habían llevado a cabo una temeraria expedición. Cuarenta caballeros y su séquito, a bordo de una embarcación a vela, atracaron la torre, pero fueron recibidos entonces «a pedradas y catapultas». La embarcación fue luego embestida por los sarracenos, en número de «más de dos mil». Abrumados de este modo los Templarios «quisieron morir al servicio de Nuestro Señor destruyendo a sus enemigos. Entonces tomaron hachas y rompieron el fondo del casco». Perecieron cuarenta cristianos y mil quinientos infieles.
La caída de la torre, el 24 de agosto, debía precipitar normalmente la de la ciudad. Pero Honorio acaba de cometer el error de enviar al ejército en calidad de legado al vanidoso e inepto cardenal de Álbano, llamado Pelagio. Este, alegando su rango, se proclama jefe supremo. Juan de Brienne se inclina, pero Pelagio no aprovecha en absoluto la ventaja militar conseguida. Sin embargo, el nuevo sultán, Malik el-Kamil, sabiendo que la guarnición está agotada, ofrece a los francos entregar Jerusalén si ellos evacuan Egipto. El cardenal no acepta la transacción, es cierto que con la aprobación de los Templarios, mientras que la estrategia pontificia daba el visto bueno precisamente a semejante cambio.
Los responsables de la Orden consideraban en efecto que la ciudad santa hubiera sido indefendible, al no incluir Malik en la retrocesión las fortalezas que la rodeaban. Ellos mantenían, pues, la posición conquistada por Corazón de León.
El 26 de agosto el maestre, Guillermo de Chartres, sucesor de Plaissiez en 1216, muere de escorbuto en el campamento de los sitiadores; el maestre en España y Provenza, Pedro de Montaigu, le reemplaza. Después de la conquista de Damiette, el 6 de noviembre, sigue a Acre al verdadero vencedor, Juan de Brienne, cansado de la tutela de Pelagio cuyos errores funestos Montaigu no dejará de denunciar. Honorio no por eso confirma menos al cardenal en todos sus poderes, mientras que el soberano Pontífice, para financiar la Cruzada, ha recurrido frecuentemente al tesorero del Temple de París, Aymard.
Temiendo lo peor, Malik negocia de nuevo: esto supone la restitución de todo el antiguo reino de Jerusalén que él ofrece ahora para recuperar Damiette. El legado no acepta tampoco y Felipe Augusto, al enterarse, concluirá que Pelagio se ha vuelto loco. Peor: el cardenal de Albano, en junio de 1221, decide conquistar El Cairo. Brienne, con la angustia en su corazón («¡es una aventura en la que todo se va a perder!», dice en confianza) no llega siquiera a Damiette, intenta en vano volver a mostrar su imprudencia a Pelagio quien le acusa de traición.
«Me uniré, pues, a vuestra marcha, responde el rey de Jerusalén; ¡pero que Dios nos proteja!»
La expedición será un desastre. Mal aprovisionados, los francos se vieron de pronto rodeados de agua: los egipcios habían roto los diques del Nilo. Pelagio entregará Damiette sin contrapartida territorial y si el sultán no es más exigente, es porque teme que un exceso de represalias incite al emperador germánico Federico II, quien ha prometido hacerse cruzado... en 1215, y ponga su proyecto en ejecución.
Ese lamentable fracaso provocará la apertura de una encuesta pontificia. El Papa escuchará principalmente a Brienne, el maestre del Hospital y a Guillermo Cadet, comendador del Temple, delegado por Montaigu. Honorio censurará duramente al orgulloso Pelagio.
Federico II es un cristiano con cierto desdén y apatía. En efecto, este letrado, humanista amigo de los hombres más cultos de su época, ha sido educado en Sicilia, de donde es igualmente rey, por maestros árabes y ha sido seducido por una doctrina religiosa que autoriza... la poligamia, y por el mundo musulmán, muy adelantado sobre el mundo cristiano por sus conocimientos científicos. Si él ha prometido hacerse cruzado es con el firme propósito de retardar la ejecución de su juramento hasta el instante en que los acontecimientos le vuelvan caduco o le hagan imposible cumplirla. Y, en efecto, logró diferirla, a pesar de las amonestaciones de Honorio III y las presiones de los miembros de la tercera Orden militar de Siria, los Caballeros Teutónicos.
Como los Hospitalarios, la Orden Teutónica tenía por origen una Hostería creada en Jerusalén por dos alemanes, era el Hospital Santa María. En 1198, sus miembros eran también monjes-soldados, pero conservando su reclutamiento exclusivamente germánico. Una vez perdida Tierra Santa, y fundidos con los Caballeros de Puerta-Espada, debían desempeñar en Prusia un papel importante y conseguir una fortuna de bienes territoriales considerable. Su derrota en Tannenberg, en 1410, frente a los polacos, preludió su declive.
Pero, en 1225, va a cambiar el cariz de las cosas. Gracias a la mediación del maestre Teutónico, Hermann von Salza, y a instancias de Honorio, Juan de Brienne que se ha quedado viudo, consiente en entregar su hija única, Isabel, de trece años, heredera de la corona, a Federico, viudo, de veintiocho años, de pronto interesado por el título del rey de Jerusalén. Para el Papa este matrimonio no puede más que decidir al fin al emperador a conducir una verdadera Cruzada que le devolverá, con la ciudad santa, su tercera capital. Para el teutónico significa la esperanza de que el reino de Jerusalén cesará de ser franco para convertirse en alemán, lo que temerá Felipe Augusto, censurando a Brienne haber consentido en la unión, celebrada por poderes en el mes de agosto de 1225, y consumada algunas semanas más tarde en Sicilia.
Las ilusiones de Brienne pronto habrán de disiparse. Tutor de su hija, daba por descontado conservar el poder hasta su muerte. La noche misma de las nupcias su yerno le desengañó: la corona volvía de nuevo a él. Agravadas por las infidelidades de Federico que su suegro le reprochaba, sus querellas desembocaron en una ruptura definitiva. En cuanto a Isabel, morirá a consecuencia del parto a los dieciséis años en 1228. Su hijo será Conrado IV en cuyo nombre Federico ejercerá la regencia. Ya en el momento del matrimonio había delegado en Siria a hombres de confianza, como Tomás de Acerra, gobernador de Acre.
Muerto Honorio, su sucesor, Gregorio IX, urge a Federico que cumpla por fin su promesa de hacerse Cruzado. Habiendo instalado a sus hombres en Siria, el emperador no se disponía nunca, en efecto, a embarcarse. Por fin aparenta decidirse a ello, se hace a la mar, pero con el pretexto de estar enfermo vuelve muy pronto a atracar de nuevo en Brindisi. El Papa, furioso, lo excomulga; lo cual sobre el terreno de la fe no preocupa sin duda a Federico, pero en sus Estados los anatemas de la Santa Sede pueden hacerle correr serios peligros. Por lo tanto, el 28 de junio de 1228, el singular Cruzado excomulgado se hace de nuevo a la mar con unos cien caballeros.
Obrando así, el emperador aunque tiende a aplacar al Papa y a la oposición de sus súbditos católicos impresionados por la excomunión lanzada por Gregorio, no tiene apenas intención de infligir serios golpes a los infieles. Porque, mucho antes de que proyectase casarse con Isabel, sus partidarios egipcios mismos le han hecho un llamamiento. El sultán el-Kamil con quien mantiene confidenciales relaciones (hecho único entre cristianos e islámicos, pues habían intercambiado embajadores) y quien era sin duda libre pensador como él, temiendo ser atacado por su propio hermano, el-Mouazzam, sultán de Damasco, quien acababa de aliarse con las hordas del sanguinario aventurero Mangouberdi, había propuesto en efecto a Federico que le cediese Jerusalén a cambio de su apoyo militar.
El emperador germánico obró mal al diferir demasiado esta propuesta. La muerte de el-Mouazzam el 12 de noviembre de 1227 libró a Egipto de todo temor. Desde entonces, el-Kamil no deseó ya la llegada de Federico, y trató de disuadirlo. Pero, esta vez, su «aliado» no podía ya diferir su marcha a Oriente sin exponerse a las iras de sus poblaciones. Esperaba por otra parte llegar a su nuevo reino y obtener así el levantamiento de su excomunión.
Federico, por una acción militar dirigida contra el regente Juan de Ibelín mientras su escala en Chipre, donde tras escenas dramáticas hace reconocer su soberanía, deja manifestarse otra de sus ambiciones: dar al reino de Jerusalén el dominio de toda Siria, haciendo vasallos suyos a los príncipes y a los barones enfeudados. De este modo formaría bajo su cetro un formidable imperio. El 7 de septiembre, reforzado por Juan de Ibelín mismo, político escurridizo y sutil y por sus caballeros de Chipre atraca en San Juan de Acre.
Allí encuentra una situación compleja, puesto que el-Kamil no solamente ha perdido todo el temor, sino que ha pasado a la ofensiva contra sus adversarios musulmanes (conquistará Damasco en julio de 1229). El compromiso en que se ven los dos compinches es extremo. ¿El-Kamil acaso no ha prometido Jerusalén a Federico dándole prisa para que acudiese? En cuanto al emperador, su promesa es de no servirse de su fuerza militar (dispone de unos ochocientos caballeros y de diez mil infantes, la mayor parte de ellos llevados a pie al lugar de las operaciones antes de ir él) pero sólo a fin de apoyar un arreglo negociado. Por lo demás, teme la defección de los Templarios y de los Hospitalarios por el hecho de su excomunión.
Federico, el primero, toma la pluma.
«Yo soy amigo tuyo, escribe al sultán. Tú me has comprometido a venir. Si yo me volviese sin haber conseguido nada, perdería toda consideración en Europa. En Jerusalén es donde ha nacido la religión cristiana. Devuélvemela a fin de que yo pueda levantar la cabeza ante los reyes.»
A lo que el-Kamil replica que después de su llamamiento la situación es completamente diferente, que Jerusalén es también ciudad santa para el Islam y que entregarla sin combate sería rubricar la caída de su dinastía.
Federico se resigna, pues, a una demostración militar y se pone al frente del ejército marchando sobre Jaffa. Templarios y Hospitalarios con la conciencia torturada siguen a una jornada de intervalo. El emperador que sabe de cuanta ayuda le pueden ser les espera por fin. Al menos, los monjes-soldados prosiguen su cabalgada aislados y bajo sus propios estandartes. En Jaffa se reconstruirán de común acuerdo las defensas desmanteladas. Allí es donde Federico lanzará una nueva ofensiva de paz a la que el-Kamil, inquieto, responde favorablemente. El 11 de febrero de 1229 será firmado un acuerdo por el que se devuelve a los cristianos Jerusalén, Belén y Nazareth así como un vasto territorio: toda la costa, una parte de Galilea y un largo pasillo a lo largo del camino de las peregrinaciones. De este modo, sin haber tenido que derramar una sola gota de sangre, Federico consigue una verdadera restauración del antiguo reino de Jerusalén, estando seguro el sultán por su parte de poder terminar con toda tranquilidad de establecer su supremacía sobre el principado de Damasco.
El estatuto de Jerusalén había constituido el objetivo de las principales negociaciones. La ciudad volvía a ser ciertamente la capital franca, y santa para los cristianos y para el Islam, pero en el plano religioso estaba dividida. A los primeros pertenecía el Santo Sepulcro; los musulmanes conservaban sus santos lugares de oraciones y principalmente la mezquita Al-Aksa, que era el antiguo Templo de los monjes-soldados. Instaurado todo el mecanismo alrededor de esta conexión se manifiesta el espíritu de tolerancia de Federico y de el-Kamil.
Pero el sultán, en realidad, ha ofrecido al emperador la sombra de una presa, y barones y Templarios (estos últimos además irritados por no recobrar su casa madre) no se equivocan: al conservar el-Kamil las ciudadelas de Palestina, Jerusalén sigue siendo una ciudad indefendible, tanto más cuanto que el acuerdo prevee que allí no será construida ninguna fortificación. Por voz del patriarca Gérold la Iglesia satisface a su manera a los descontentos: lanza la excomunión sobre la ciudad santa, error grave que Gregorio IX condenará seguidamente. Engañado, Federico que se había coronado él mismo el 18 de marzo en el Santo Sepulcro, en ausencia de las autoridades religiosas, y apenas apoyado más que por Salza, cree conveniente recurrir a la intimidación tratando de arrebatar a los Templarios el Castillo de los Peregrinos; «pero ellos respondieron que si Federico no se iba de allí, lo pondrían en un lugar de donde no saldría ya». El emperador no insistió y volvió a Acre. Allí, un nuevo conflicto lo enfrenta con la Orden, ya que recluta hombres entre los Cruzados imperiales y se niega a dejar de hacer propaganda. Federico hace cercar su casa y la del patriarca. Gérold responde con una lluvia de excomuniones que la población aprueba. Fatigado de la lucha, tras haber tratado en vano dar un golpe de mano contra Beirut y su señor, el mismo Juan de Ibelín a quien ha querido arrebatar la posesión de Chipre, el emperador germánico se hará de nuevo a la mar el 1 de mayo de 1229, aguantando mientras llega al puerto con el clamor de los insultos trozos de tripas que le lanzan al rostro los matarifes, y habiéndose salvado de lo peor quizá por la sangre fría y el prestigio de Ibelín.
Vuelto a sus Estados, Federico se vengará de los Templarios difundiendo contra ellos en todas las cortes de Europa acusaciones de traición de las que se encontrarán vestigios en las requisitorias de los legistas de Felipe el Hermoso.
En 1236 la muerte de Juan de Ibelín (estando moribundo se ha hecho admitir como caballero del Temple) abre una crisis.
Poco antes de reembarcarse Federico, Ibelín había vuelto a conquistar la regencia de Chipre expulsando el gobierno impuesto por el emperador; y habiendo vuelto a perder la isla, la había conquistado definitivamente en 1232.
El viejo héroe estaba unánimemente considerado como el jefe indiscutible de los francos de Oriente. Desaparecido él en Siria el patriarca y los maestres de las dos Ordenes (Armando de Périgord, antiguo maestre en Sicilia y Calabria ha sucedido a Montaigu) son los poseedores reales del poder. Pero las Ordenes están separadas sobre la política a seguir respecto a los musulmanes.
Por fin, con el fin de abatir al temible Egipto, el Temple predica una alianza con los habitantes de Damasco que arden en deseos de vengar su reciente derrota. Los Hospitalarios, por el contrario, desean una aproximación con El Cairo. Entonces sucede un período detestable que ve a los caballeros hostiles entregarse a combates mortales, molestando además los Templarios a los teutónicos a quienes reprochan sus actuaciones progermánicas en tiempo de Federico. Una nueva Cruzada dirigida por el trovero Thibaud de Champagne a instigación de Gregorio IX impondrá un armisticio entre las Ordenes. A pesar de los sangrientos reveses y en razón de las persistentes disensiones entre los musulmanes, esta expedición conducirá en 1240 a la retrocesión por el sultán de Damasco del resto de Galilea al reino de Jerusalén así como de Tiberíades, y de Ascalón por parte del sultán de Egipto. Cada uno de los soberanos islámicos, levantados unos contra otros, suponía de este modo, sino el apoyo al menos la neutralidad de los francos.
Restablecida en sus ciudadelas y en su papel de centinela del reino, la Orden del Temple va entonces a conocer un duro tiempo de pruebas. La invasión mongólica aplasta a sus caballeros de Letonia, Slavonia y Hungría. Después, los karismenianos del antiguo esclavo Beibars, huyendo de los mismos conquistadores y aliados de los egipcios, se asientan sobre Tierra Santa. En Gaza, en 1244, favorecidos por la defección de los habitantes de Damasco, aniquilan a los francos y a los monjes— soldados de las dos Ordenes. Périgord y trescientos caballeros perecen y sólo escapan de la matanza treinta y seis Templarios y veintiséis Hospitalarios. Esto no será, sin embargo, el final de los antiguos Pobres Caballeros de Cristo. Gracias al apoyo de sus hermanos de las provincias de Occidente, el Temple se impondrá durante los últimos decenios del reino de Jerusalén —habiéndose perdido de nuevo la ciudad santa, y esta vez para siempre— como su mejor baluarte.
Comentando el desastre de Gaza Federico II lo imputará, naturalmente, a los Templarios, culpables según él de haber provocado al sultán de Egipto, obligado de este modo a apoyarse sobre las ordas de Beibars. En cuanto a la nobleza franca que ha quedado sobre el campo de batalla, según palabras suyas, estaba compuesta por «barones indígenas instruidos en medio de delicias».
Cuando Guillermo de Sonnac asume la dirección en 1247 tras una prolongada temporada de estar el mando vacante, el rey de Francia, Luis IX, afectado por las desgracias de Tierra Santa prepara una nueva Cruzada. Sonnac, teniendo en cuenta la situación precaria del reino franco, no duda en tratar de aproximarse en secreto al nuevo sultán de Egipto, Eyoub, quien se ha anexionado Damasco el mismo año. De este modo sería neutralizado. Pero, informado de las negociaciones, San Luis las censura severamente. Según él, allí él no podría tener coexistencia alguna con los infieles.
El rey, su familia y toda la caballería francesa, con Joinville que será el historiógrafo del reinado, se embarcan en Aigues-Mortes el 28 de agosto de 1248. La escala en Chipre se prolongará casi un año. El 4 de junio de 1249 la flota llega por fin frente a Damiette. Al día siguiente tras un simulacro de resistencia al desembarco de los Cruzados, los sarracenos huyen. El ejército francés no abandonará la ciudad antes del 28 de noviembre, para marchar hacia El Cairo, renovando de este modo anteriores errores. Su progresión es lenta y los Templarios se impacientan en la vanguardia, hasta el punto de emprender algunos combates a pesar de las órdenes del rey. Así, el 6 de diciembre el mariscal Renaud de Vichiers, hostigado por los mamelucos rechaza un ataque y mata a unos seiscientos «paganos».
Por fin, al cabo de un mes los Cruzados llegan a Mansourah, en la confluencia del Nilo con el Tanis. Los musulmanes se repliegan sobre la orilla opuesta de esta última vía fluvial desde donde destruyen por medio del fuego griego las obras de guerra francesas y ensanchan el lecho del Tanis a medida que sus enemigos levantan su dique. El 9 de febrero de 1250, habiendo revelado un sarraceno desleal el emplazamiento de un vado, San Luis decide hacer pasar por allí el ejército. Los Templarios siempre en vanguardia franquean el río, seguidos por los caballeros de Roberto de Artois, hermano del rey.
Apenas llegados a la otra orilla, Artois sin esperar el grueso de las tropas acomete contra el campamento del enemigo, arrastrando a los Templarios, opuestos sin embargo a esta acción imprudente. La sorpresa es total y los musulmanes huyen. Queriendo Artois perseguirlos, Gilíes, gran comendador del Temple, le hace saber las razones en contra: si los sarracenos se repliegan ocurrirá un desastre; más vale esperar nuestros refuerzos. Pero Artois responde con un insulto, tachando a los caballeros-monjes de cobardes. Entonces añade Gilíes:
«Señor, ni yo ni mis hermanos tenemos miedo. Así que iremos con vos, mas sabed bien que ciertamente no dudamos de que ni vos ni nosotros volveremos.»
No es esta la primera vez que un dignatario del Temple profetiza de este modo. La carga atraviesa Mansourah, choca con los mamelucos de Beibars pasado Mansourah y retrocede. En las callejas de Mansourah los franceses son recibidos con flechas y piedras lanzadas por la población. Más de trescientos caballeros seculares entre los que hay que contar a Artois perecen con Gilíes y doscientos ochenta Templarios. Después se prosiguió la batalla entre los mamelucos y el ejército de los Cruzados que habían llegado al campo de operaciones. Los «paganos» son rechazados, pero reemprenden su asalto tres días después, empleando también el fuego griego. Sonnac resulta muerto en medio de los suyos sobre los que se encarnizan los arqueros de Beibars. Aunque los sarracenos se repliegan por fin, las pérdidas francesas son tales que agravando la suerte del ejército una epidemia de escorbuto y de disentería, San Luis, el 5 de abril, da la orden de batirse en retirada. Mas la tropa agotada es cercada y debe capitular. Al menos la reina de Francia, Margarita, ha quedado en Damiette, y defiende sólidamente la ciudad que servirá una vez más de moneda de cambio. Los franceses la entregarán como precio de su libertad, además de un rescate colectivo de quinientas mil libras.
Para reunir esta suma el rey se dirige al Temple y delega a Joinville cerca de sus dignatarios supervivientes, Vichiers y el nuevo gran comendador, Esteban de Otricourt.
«Señor, le arguye Otricourt, vos sabéis que nosotros recibimos las órdenes de tal modo que, según nuestros juramentos, no podemos entregar nada salvo a aquellos que nos las dan.»
En otros términos, como anteriormente Aymard en Jerusalén, Otricourt se escuda en la regla: no puede disponer de algo que tiene en depósito. Más diplomático, Vichiers da a entender a Joinville que sólo a condición de ulterior compensación existe un medio de cambiar la ley del Temple. El visitante adivina más que comprende de qué se trata. Vuelve a la «galera principal» de la Orden, desciende a la bodega donde están los cofres, y reclama las llaves del tesoro que le son negadas. Entonces Joinville se apodera de un hacha, diciendo «que con ella haría la llave del rey»; dicho lo cual Vichiers cogiéndole la mano:
«Bien vemos que nos obligáis a ello por la fuerza, dijo, y nos veremos obligados a daros las llaves.»
Lo que sucede inmediatamente es una verdadera escena de comedia.
El dinero así requisado era un depósito hecho al Temple por un tal Nicolás de Choisy. Su elección poco después para el mando del Temple prueba que los hermanos de Vichiers no recriminaron su actitud. En cuanto al rey, le demostró su gratitud haciendo de él el padrino de su hijo, el futuro conde de Alençon, a quien Margarita trajo al mundo en el Castillo de los Peregrinos. Este lugar de residencia de la familia real confirma la confianza que concedía a los caballeros de la Orden.
Esta confianza no duró mucho. Mientras que el rey (permaneció dos años en Tierra Santa) negocia con Egipto el rescate de los franceses todavía cautivos, la Orden entabla nuevas negociaciones secretas con Damasco quien esta vez aprovechándose de una revolución de palacio en El Cairo, ha recobrado su independencia. El rey conoce estas negociaciones. Burlada de este modo su autoridad, él inflige a la Orden un humillante castigo colectivo y público. Todos sus miembros deben presentarse con los pies descalzos en medio del ejército reunido («todo el público del ejército que allí quiso acudir»); Luis se dirige entonces a Vichiers:
«Señor, dice, diréis al mensajero del sultán que sentís haber hecho una tregua con él sin habérmela comunicado a mí; y porque vos no me habéis hablado de ello, vos le liberáis de todo cuanto él os haya estipulado y le devolvéis todas sus estipulaciones.»
Vichiers ejecuta las órdenes ante el emisario de Damasco presente en aquella escena. «Y entonces dice el rey al maestre que se levantase y que mandase levantarse a sus hermanos, lo cual ejecutó. Así pues, arrodillaos y confesad públicamente lo que ibais a hacer contra mi voluntad.» Después de lo cual, San Luis ordena:
«Y yo deseo en primer lugar que el hermano Hugues de Jouy (el nuevo mariscal) que hizo las estipulaciones sea desterrado de todo el reino de Jerusalén.»
El exiliado será más tarde maestre en Cataluña. Sin duda, el rey de Francia tenía razones en aquel momento para reprimir las actuaciones que contravenían sus propias negociaciones. Mas los Templarios, buscando aliados en las vísperas del reembarco de los Cruzados, ¿no pensaban en el futuro de Tierra Santa y merecían ser humillados de este modo? Sea lo que sea, si Jouy fue desterrado, Vichiers, por fuerza o por grado, entregó el mando para el que fue elegido Tomás Bérard, el mismo a quien, bajo el tormento, medio siglo más tarde, algunos Templarios señalarán como «el maestre malo»; y los legistas de Felipe el Hermoso escribirán: «Fue bajo su mandato cuando el Temple se corrompió.» Acusación discutible. Por el contrario, en una época de anarquía, Bérard mantendrá el rigor de la Regla y hará reinar la disciplina por medio de una justicia implacable.
Efectivamente era una época anárquica: al salir de Tierra Santa Luis IX sucede la discordia en tomo a la corona de Jerusalén. Federico II es sostenido por los teutónicos y sus clientes, y los barones se inclinan por la reina Alix de Chipre, hija de Enrique de Champagne. En 1258 los dos partidos se adhieren, el primero al hijo de Federico, Conradin, y el segundo al de Alix, llamado Hugues. La querella aumenta con un auténtico arreglo de cuentas entre los mercaderes y comerciantes de las dos grandes republicana quienes las especias aseguran una parte de su prosperidad: Génova, partidaria de Conradin, con los Hospitalarios; Venecia, que se inclina por Hugues, con los Templarios y el patriarca Santiago PantaLeoni, quien será Urbano IV. La enemistad entre los dos clanes es tal que los navíos genoveses atacarán al puerto de Acre. Esta guerra entre cristianos subraya la decrepitud del imperio franco de Siria, mientras que Beibars prepara la ofensiva que deberá terminar de abatirlo. Se ve a los barones mismos enfrentarse y dar pruebas de tal ceguera que cuando la horda mongola de Hulagu ataca a los territorios musulmanes, apoderándose de Damasco, la mayor parte de ellos se hacen aliados de Beibars alarmado. Reforzado de este modo, aplasta a Hulagu el 3 de septiembre de 1260, antes de asesinar a su amigo el sultán de Egipto y de conquistar la plaza fuerte, siendo Beibars entonces más poderoso que nunca y más ambicioso.
Sólo las tres Ordenes parecen tener conciencia del peligro y multiplican sus llamamientos angustiados a las Cortes de Europa. Ninguna responde. San Luis ciertamente estaría dispuesto a tomar de nuevo la cruz, una vez reconciliado con los Templarios hasta el extremo de haber entregado el tesoro real para administrarlo en la casa de los Templarios de París; pero Francia no puede entonces sufragar los gastos de tan onerosa expedición; y, cuando Beibars en 1265 se lanzará al ataque la Siria franca no podrá contar más que con sus propias fuerzas. Cesarea y Arsuf caen, y más tarde en 1266, la fortaleza de los Templarios de Safet, a cuyos defensores asesinan los sarracenos tras haberles prometido perdonarles la vida y concederles la libertad. El año siguiente contempla la conquista de Jaffa y Beaufort, otra ciudadela de la Orden, Banyas y Antioquía.
Esta última ciudad estaba defendida por la plaza fuerte de Gastein sobre el Oronte. Su guarnición de Templarios pide en vano refuerzos, pero Bérard no creyéndola en peligro no los envía. Beibars se presenta, sitia la fortaleza cuyas llaves le entrega un hermano traidor, Gui de Belin. Los caballeros a pesar de es© deciden permanecer allí; pero los sargentos mercenarios se niegan a ello, «porque ven que la plaza no podía resistir y ellos no querían morir allí». Los monjes-soldados se resignan a desmantelar la fortaleza y a replegarse sobre la de Roche— Guillaume.
Así pues, Bérard y el capítulo, habiendo conocido la llegada de los sarracenos antes que Gastein, habían celebrado consejo en Acre y decidido precisamente mandar a la guarnición que se replegase en la Roche-Guillaume. Su mensajero no pudo más que comprobar que esto ya se había realizado. De regreso a Acre los caballeros de Gastein se acusaron de haber abandonado sin orden para ello la ciudadela, siendo así que en definitiva no habían hecho más que obedecer esta orden antes de haberla recibido. Parece, pues, que se imponía su absolución. Pero no fue así y se convino en castigarlos con la «pérdida de la Casa», es decir, en dictaminar su exclusión de la Orden. Por fin, se recorrió al arbitraje de un maestre de Occidente quien sugirió e hizo prevalecer una sencilla penitencia de un año y un día.
Al mismo tiempo que los musulmanes preparaban el golpe de gracia, la Orden había estado en grave conflicto con el Papa. Urbano IV en el año 1263 había convocado en Roma al mariscal Esteban de Sissey y (se ignora por qué motivo) lo había destituido y declarado indigno. Sissey se rebeló, rehusando su autoridad y diciendo que no podría dimitir más que un maestre.
Urbano lo excomulgó; el mariscal, apoyado secretamente por Bérard, se ocultó entonces en diversos conventos de Occidente. En 1264 muere Urbano, pero Clemente IV reanima el suceso y se muestra tan amenazador que Sissey, siempre bajo los consejos de Bérard inquieto, acaba por hacer una retractación pública ante el nuevo Papa. Clemente, no solamente levantará la excomunión sino que no impondrá al penitente más que su retomo a Acre y la obligación de vivir durante un año como simple hermano; en 1271 se le encontrará siendo comendador de Apulia. El incidente, incluso olvidado, atestigua que el astro del Temple declina.
Es asombroso comprobar que en la lista de los grandes que abandonan Tierra Santa a su funesto aislamiento se inscribe precisamente la Santa Sede. El Papa prohíbe la salida de voluntarios a los que prefiere enrolar por su propia cuenta.
El punzante poema «Ira et dolor» del Templario robador Olivier, subraya esta carencia:
«El Papa perdona con largueza a los franceses y a los provenzales quienes le ayudarán contra los alemanes... Nuestra Cruz no quiere una cruz tornesa y el que quiere deja la cruzada por la guerra de Lombardía. Nuestros legados venden a Dios y su perdón por dinero.»
La amargura de los defensores de Tierra Santa estalla en Olivier:
«La rabia y el dolor se han posesionado en mi corazón hasta tal extremo que apenas me atrevo a seguir viviendo porque se nos desprecia la Cruz a la que nosotros habíamos tomado en honor de Aquel que fue puesto en ella... Muy loco es quien quiere luchar contra los turcos, puesto que Jesucristo no les replica ya nada... Dios duerme, y en otro tiempo vigilaba, y Mahoma resplandece de poder y hace resplandecer al sultán de Egipto.»
¿Hay que buscar en esta desesperación el origen de los sacrilegios y blasfemias (el salivazo sobre la Cruz) que habrían sido, según se dice, exigidos a los caballeros de la Orden en la ceremonia de su recepción?
Tomás Bérard muere en 1273, siendo reemplazado por el comendador de Pouille, Guillermo de Beaujeu, quien será el último maestre de la Orden en tener su sede en Oriente. Antes, San Luis habría logrado por fin organizar una última Cruzada, desgraciadamente desviada hacia Túnez donde morirá el rey de Francia. Esta es la última posibilidad de salvar las migajas del imperio franco que desaparece con él, mientras que en 1271, el príncipe Eduardo de Inglaterra que será Eduardo I desembarca en Acre cuyos accesos limpia de enemigos y obtiene de Beibars una tregua de diez años. Mas los barones utilizaron esta tregua inesperada para proseguir sus disensiones, desalentando a Hugues de Chipre quien regresará a su isla en 1276. La competición por la corona enfrenta entonces a Carlos de Anjou, hermano de san Luis, rey de Sicilia donde lo ha impuesto Urbano IV, y los Lusignan. Beaujeu apoya a Anjou, cuya energía conoce: pero el episodio de las Vísperas sicilianas en 1282 elimina al príncipe francés y, en 1285 el maestre a falta de otra cosa mejor y con una finalidad de apaciguamiento se une a Enrique II de Chipre, un epiléptico afeminado.
Hasta el final, Beaujeu se agotará en esfuerzos de mediación y tratará de abrir los ojos de los pequeños príncipes. Pero fracasará. Frente a las luchas civiles de los francos, Quelaoun, sucesor de Beibars llevaba la mejor parte. En febrero de 1289 cerca a Trípoli que abandonan los nefastos genoveses y venecianos, cuya rivalidad mercantil ha sido la base de su ruina y la conquista el 26 de abril, asesinando sus mamelucos a la población.
Queda Acre, donde desembarca una Cruzada popular llegada de Italia. En vano las autoridades locales se esfuerzan en hacer entrar en razón a sus miembros. Estos se extienden por la ciudad y sus barrios saqueando, destruyendo y asesinando a los mercaderes árabes y a los pacíficos aldeanos. Esto significa ofrecer a los musulmanes la ocasión de acabar con ellos, bajo el pretexto de vengar a las víctimas. El 5 de abril de 1291 el nuevo sultán de Egipto, el-Achraf, sitia a Acre con más de doscientos mil caballeros y soldados infantes; los defensores son menos de cuarenta mil.
Entre ellos está Guillermo de Beaujeu y sus monjes-soldados.
El prestigio del maestre del Temple es tal que es a él a quien el-Achraf calificándolo de «venerable y sabio» y «de hombre auténtico» hace su declaración de guerra.
Los musulmanes emprenden con método el desmantelamiento de las defensas de la ciudad. La única posibilidad de los sitiados, y es mínima, es la salida en bloque. Beaujeu conduce con cierto éxito una que lleva a los caballeros hasta muy adentro en el campamento de los «paganos»; pero los caballos se traban en las cuerdas de las tiendas y es preciso retirarse a toda prisa.
El resultado desastroso no ofrece dudas. El sultán rechaza las negociaciones y ofrecimientos de capitulación. El 18 de mayo varias obras de defensa son inutilizadas e incluso hundidas por medio de trabajos de zapa lo que significa el asalto. Si las Ordenes en el transcurso de los últimos decenios han cometido muchos errores y tienen por ello su gran parte de responsabilidad en los acontecimientos, ahora sólo emulándose mutuamente es como les absolvió la conducta heroica de sus miembros en el curso de esa agonía de un imperio.
Beaujeu será mortalmente herido, así como el mariscal del Hospital, Mathieu de Clermont. En la ciudad los mamelucos acuchillan, castigan e incendian. Se produce una inmensa carnicería de mujeres y de inocentes. «Cuando los sarracenos los encontraban unos cogían a la madre y otros a los niños... Y a veces, las mujeres eran conducidas por los sarracenos y los niños de pecho eran arrojados al suelo y los caballos los atropellaban muriendo de este modo.»
El mariscal del Temple, Pedro de Sevry, pudo, no obstante, abrir su fortaleza a más de diez mil personas. La torre tiene uno de sus lados que da al mar lo que permite evacuar a cierto número de estos desgraciados hacia Chipre. Después de diez días el sultán ofrece a Sevry una rendición honorable que es aceptada. Pero, una vez abiertas las puertas del Temple, los sarracenos se precipitan maltratando a las mujeres que han quedado en el recinto. Los Templarios, furiosos, las cierran tras ellos y asesinan a los culpables. Irritado el-Achraf no deja de hacer nuevas proposiciones. Confiando en su palabra, Sevry y su Estado Mayor llegan al campamento de los infieles donde el sultán «manda cortar la cabeza a todos los hermanos». Ya no resta a la guarnición que ha quedado en la fortaleza más que hacer pagar cara su vida al enemigo. Los sarracenos minan la torre y una vez abierta una brecha se abalanzan en tan gran número que «los puntales que la sostenían fallaron y la mencionada torre cayó, y los del Temple y los sarracenos que estaban dentro quedaron muertos; e incluso en su caída la torre cayó hacia la calle y aplastó a más de dos mil turcos a caballo».
Esto fue el fin del reino de Jerusalén y de la Siria de los francos. En cuanto a los Templarios se mantienen todavía durante algún tiempo en algunas plazas que deberán abandonar para huir a Chipre; pero la guarnición de Barut, tras haber capitulado, es ahorcada por los vencedores. Entretanto la de Sayéte ha elegido, antes de abandonar Siria, nuevo maestre que es Thibaud Gaudin.
En Chipre, el Temple no poseía ni con mucho el poder y los bienes que allí había adquirido el Hospital al acompañar a los Lusignan, desde su instalación en la isla. Por lo tanto no podía más que languidecer. Gaudin y los demás dignatarios dudan sobre la conducta a seguir. Un traslado masivo a la península ibérica para intensificar allí la lucha contra los moros hubiera sido ciertamente la solución razonable. Pero es Francia, sede de numerosas encomiendas, la que el Temple elige para reagrupar a la mayor parte de sus fuerzas de Oriente. Funesta determinación. Porque allí no existe el peligro musulmán y los Templarios, cuya pérdida de Siria había debilitado la popularidad en la opinión pública, aparecían así como parásitos disponiendo de fabulosas riquezas, en lo sucesivo estériles.
Singulares monjes y más singulares soldados todavía que son propietarios de bienes raíces obteniendo inmensas rentas de sus inmensas propiedades, y banqueros quienes en su torre fortificada de la capital guardan el tesoro de la casa real que les ha sido confiado en depósito. Cada año, esos hombres que no gastan nada para ellos mismos por haber hecho voto de pobreza, amontonan de ese modo y atesoran ganancias considerables, aumentadas según la creencia general por la alquimia y la fabricación del oro. ¿Cómo el poder real, conociendo esta deplorable reputación de una Orden cuyo impresionante poder financiero y militar teme, no trataría de aniquilarlo invocando para ello, y oficializando así, los «crímenes» que le son imputados?
¿De dónde proviene esa riqueza? De los donativos, limosnas, legados y beneficios. Pero además, el Temple propuso muy pronto los servicios y la garantía de sus armas a quienes deseasen poner su fortuna al amparo de los azares. En Occidente como en Oriente los depósitos habían afluido, y sobre todo los de los mercaderes y negociantes, cuando la Orden creó —siendo innovadora en la materia— un auténtico sistema de cheques, suprimiendo el traslado del dinero en efectivo, operación muy peligrosa en aquella época por la falta de seguridad de las vías de comunicación: bandidos en los caminos principales y piratas en alta mar hacían estragos de manera continuada. En lo sucesivo la sola carta de pago librada por uno de los establecimientos del Temple, en París, por ejemplo, pudo ser abonada en otro cualquiera, aunque fuese en el de Jerusalén. Se adivina qué impulso se dio de ese modo a las transacciones y se comprende que la clientela no les faltara a los tesoreros de las encomiendas. De esa época data la confianza puesta por los gobernantes en el Temple. No solamente los reyes de Francia sino, entre otros, los Papas le confiaron la salvaguardia y la administración de bienes. Las Cruzadas, por otra parte, multiplicaron los empréstitos: también intervinieron en esto los Templarios sustituyendo a los usureros y no exigiendo más que intereses moderados.
Las pérdidas sufridas en hombres en Tierra Santa fueron rápidamente repuestas y el Temple siguió siendo una fuerza militar temible, pudiendo disponer de quince mil lanzas, sin hablar de los sargentos y de los hermanos. Inocencio II si hubiera vivido después del desastre sirio, sin duda hubiera hecho de esta tropa de élite la milicia que él ansiaba dar a la Santa Sede. Pero los reyes de Francia no podían más que temerla; y el temor a un Papa así respaldado no será sin duda extraño a la acción implacable lanzada por Felipe IV el Hermoso contra la Orden.
Este temor ha nacido de los informes desastrosos entre Felipe, que subió al trono en 1285, y Bonifacio VIII, Papa no menos absolutista que Inocencio III. La Iglesia de Francia, cansada de proveer al Estado de los subsidios bajo forma de «diezmos» consentidos, reclama un día la protección del Santo Padre, quien prohíbe al clero entregar algo al rey sin su autorización previa. Felipe responde prohibiendo la exportación de metal noble y de dinero en metálico hacia Roma, golpe muy fuerte para el presupuesto pontificio. A las fulminaciones del Papa siguen las insolencias del rey.
Este escribe: «Felipe, por la gracia de Dios rey de los franceses, a Bonifacio, supuesto soberano pontífice, poco o nada de salud. Que Vuestra Suprema Demencia sepa que en lo temporal Nos no estamos sometido a nadie.»
Bonifacio excomulga al rey de Francia y lo declara privado del poder, atribuyendo su corona a Alberto de Austria, acto exorbitante, que Felipe no puede dejar pasar sin castigarlo. Su consejero, el más escuchado y el más audaz, Guillermo de Nogaret, arresta al Papa de Anagni en 1303. Bonifacio murió por la emoción que sintió. Su efímero sucesor, Benedicto XI, excomulga también al sacrilego antes de morir de una indigestión de higos frescos... sin duda envenenados.
Gracias a las intrigas de Felipe el Hermoso la tiara pasa entonces, en 1305, a la cabeza de un francés, el arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got, quien toma el nombre de Clemente V y, negándose a ocupar la sede pontificia más allá de los Alpes, permanece casi errante en Francia, fijando su residencia definitiva en Avignon. Clemente será más maleable que sus predecesores, pero Felipe no deberá alternar menos con él los agasajos y las amenazas y perseverar en elevarlo a un poder espiritual que, aun siendo muy piadoso, no discute toda posibilidad de recurrir a un ejército armado que le permita imponerse en el plano temporal.
Por esta razón Nogaret apoyado por Enguerrand de Marigny y por Guillermo de Plaisians, como él juristas retorcidos y deseando fortificar el Estado y el poder real, deciden con Felipe el Hermoso abatir la Orden del Temple y su sombra temible. Además, la guerra de Flandes al obligar a Felipe a tener a punto a un ejército oneroso ha sangrado el Tesoro. Ahora bien, el Temple es rico en virtud de sus privilegios y contrariamente a lo que hace el clero, no paga «diezmos». Resulta tentador suprimir una Orden objeto de la desconfianza del pueblo y de la envidia de los eclesiásticos a quienes ella frustra una parte importante de sus ingresos, y confiscar todos o parte de sus bienes para sacar a flote los erarios públicos.
Además, en 1306 bajo la presión de un motín provocado precisamente por una operación monetaria demasiado exagerada, Felipe debió, durante seis días, buscar refugio en la torre del Temple. Por eso es posible que una vez dominada la rebelión, el rey, humillado, haya meditado sobre el peligro de guardar en su capital semejante fuerza. Protegido por ella hoy, ¿quién sabe si mañana no se levantará contra él?
Al tomar esa resolución Felipe el Hermoso ha cambiado completamente de opinión. En 1304 había concedido efectivamente al Temple nuevos privilegios, acompañando este otorgamiento de elogios por su obra y por su pasado. Es verdad que entonces el rey de Francia esperaba todavía poner sin violencia sus manos sobre la Orden. En ese proyecto, él había pedido ser recibido en ella como caballero de honor; este favor le había sido negado. A pesar de su mediocridad, el nuevo maestre, Jacques de Molay, había comprendido que eso hubiera sido hacer que entrase el lobo en el aprisco y hubiese preludiado la pérdida de la independencia de la Orden y su puesta al servicio del soberano.
Rechazado de ese modo, el rey tuvo otra inspiración: pidió a Clemente V —renovando una proposición hecha en 1274 al concilio de Lyón— la fusión del Hospital y del Temple en una Orden única, la de los Caballeros de Jerusalén. Felipe el Hermoso más tarde le hubiera impuesto por maestre a uno de sus hijos, y por consiguiente, hubiera hecho del cargo un patrimonio de príncipe de sangre, poniendo de ese modo la Orden bajo la devoción del rey de Francia. El Papa pidió el parecer de los dos maestres. Santiago de Molay, gran maestre de los Templarios, por su parte leyó un informe de una fragilidad extraordinaria, concluyendo naturalmente en el status quo.
Insiste sobre las «divisiones que separan a los hombres» y sobre las querellas susceptibles de enfrentar —como hacía poco— a los miembros de las dos Ordenes unidas de ese modo. Siendo idéntica su jerarquía «cada cual querría mantener sus oficiales en funciones», de donde resultarían «graves rivalidades y conflictos». Al menos, el maestre reconocía en la unión ciertas «conveniencias y ventajas»: la nueva Orden sería «tan fuerte y poderosa que defendería y podría defender sus derechos contra cualquiera que fuese» (esta afirmación que suena como una advertencia debió influir también en la decisión final del consejo real); además, los gastos serían menores.
Esa negativa y ese desafío apenas disimulado condenan a la Orden. Ya no preocupa más que encontrar contra ella motivos de acusación. Un tal Esquyus de Floirans los aducirá al referir las malquerencias esparcidas por el Languedoc contra algunos orgullosos Templarios. El informe parece muy pronto suficiente para que el rey de Francia denuncie a Clemente V los escándalos y sacrilegios imputados a la Orden. El Papa se indigna: las acusaciones son «inverosímiles e increíbles». Nogaret, sin embargo, aduce testimonios, auténticos, adquiridos o dictados bajo las amenazas, principalmente entre los hermanos excluidos del Temple por sus faltas y deseosos de vengarse. Clemente, impresionado, llama a Santiago de Molay. El 24 de agosto de 1307 el Pontífice informa a Felipe el Hermoso que a petición misma del maestre, él va a abrir una información sobre la Orden.
Molay residía siempre en Chipre por lo tanto está fuera del alcance de Felipe. Respondiendo a la invitación del Papa desembarca en Francia como verdadero potentado, con un séquito de caballeros, sargentos, turcopoles y esclavos. Extraña falta de psicología: ese fasto ofende al pueblo y perjudica también el prestigio de la Orden. En adelante, el rey tiene a su voluntad al maestre, sin el que nada hubiese podido emprender contra la Orden.
Una vez Molay en Francia, el rey y sus consejeros van a pegar pronto y fuerte. El 14 de septiembre, reunidos en la abadía de Maubuisson deciden el arresto masivo de los Templarios sobre todo el territorio y señalan la fecha del viernes 13 de octubre, plazo necesario para dar las oportunas órdenes, cuyos destinatarios no deberán saber el secreto hasta la víspera. El 23 de septiembre, Nogaret es nombrado canciller, el titular del cargo, al tener escrúpulos el obispo de Narbonne de obrar contra la Orden. El 12 de octubre, en las exequias de la cuñada de Felipe, Molay está presente al lado de los príncipes de sangre. Aquella misma noche en toda Francia los oficiales del rey, estupefactos, conocen su misión y los crímenes imputados a los Templarios. Por eso, la orden de arresto en la que se reconoce el estilo redundante de Nogaret, es también un acta de acusación.
«Una cosa desagradable, una cosa deplorable, algo ciertamente horrible de pensar, terrible de oír, un crimen detestable, un delito execrable, un acto abominable, una infamia horrible, algo completamente inhumano, y además, extraño a toda humanidad ha llegado a mis oídos gracias a un informe de varias personas dignas de fe;...no hay duda de que la enormidad del crimen es tal que llega a ser una ofensa para la majestad divina, una vergüenza para la humanidad, un pernicioso ejemplo del mal y un escándalo universal» se lee en dicha acta... «Nos hemos enterado que los hermanos de la Orden de la milicia del Temple ocultan al lobo bajo las apariencias del cordero y bajo el hábito de la Orden, insultando miserablemente a la religión de nuestra fe, crucifican de nuevo en nuestros días a Nuestro Señor Jesucristo... y lo colman de injurias más graves que las que sufrió en la cruz cuando hacen su ingreso en la Orden y cuando realizan su profesión se les presenta su imagen de la que por una desdichada, ¿qué digo?, una miserable ceguera reniegan de él tres veces y, con una crueldad horrible le escupen tres veces en el rostro; después de lo cual, desnudos, en presencia de aquel que les recibe o de quien le reemplaza, son besados por él, conforme un rito odioso de su Orden, primero donde termina la espina dorsal, después en el ombligo y por fin en la boca, para vergüenza de la dignidad humana. Y... se obligan por el voto de su profesión y sin temor a ofender la ley humana a entregarse el uno al otro, sin negarse cuando sean requeridos para ello por el efecto del vicio de un horrible y espantoso concubinato... Esta gente inmunda ha abandonado la fuente de agua viva y reemplazado su gloria por la estatua del Becerro de oro, e inmola a los ídolos.»
Erigiéndose en defensor de la fe católica el rey de Francia prosigue:
«Visto el informe previo y diligente hecho sobre los datos del rumor público por nuestro querido hermano en Cristo, Guillermo de París, inquisidor de la perversidad herética y nombrado por la autoridad apostólica...; asintiendo a las demandas del citado inquisidor quien hace un llamamiento a nuestro poder y a pesar de que algunos inculpados puedan ser culpables y otros inocentes; considerando la gravedad del asunto; en vista de que la verdad no puede ser totalmente descubierta de otro modo, de que una sospecha persistente se ha extendido por todos y que, en el supuesto de que haya inocentes, conviene que sean probados como el oro en el crisol y limpios por el examen del juicio que se impone... nos hemos decretado que todos los miembros de la citada Orden de nuestro reino fuesen arrestados sin excepción alguna, detenidos como prisioneros y en espera del juicio de la Iglesia, y que todos sus bienes, muebles e inmuebles fuesen requisados, entregados a nos y fielmente conservados.» Las instrucciones precisan finalmente el dilema por el que les será prometido a los Templarios el perdón «si confiesan la verdad volviendo a la fe... o de otro modo, serán condenados a muerte». Los comisarios del rey «pondrán a las personas bajo apropiada y segura guardia, primeramente abrirán una encuesta sobre ellas, después convocarán a los comisarios del inquisidor y examinarán la verdad con atención, y por medio de las torturas si hubiera necesidad».
Cosa extraordinaria, no se había filtrado rumor alguno antes de la operación de policía proyectada, y el número de los Templarios que escaparon fue mínimo. En París, es Nogaret mismo quien apresó a Molay y a ciento cuarenta hermanos. Al día siguiente, ante la Facultad de Teología expuso los crímenes imputados a los miembros de la Orden; al mismo tiempo, el hábil sujeto organizaba una verdadera campaña de propaganda si no de difamación a través del país, mientras que el rey de Francia invitaba a los príncipes de Europa a que le imitaran: su ejemplo no fue, sin embargo, seguido más que por pocos de ellos, y los menos importantes.
Desde ese momento, comenzaron los interrogatorios hechos por los magistrados del rey, con frecuentes aplicaciones de torturas. Conseguidas las declaraciones o arrancadas por la fuerza los prisioneros eran entregados a la Inquisición. Ante ella, ¿qué podían hacer los acusados? Si negaban corrían el riesgo de ir al verdugo como herejes.
Para mayor desgracia de la Orden, Molay reconoció los sacrilegios —negación y salivazo sobre la cruz— sin llegar a ser torturado, ya porque cediese al ver los instrumentos de la tortura, bien porque Nogaret o Plaisians le hubieran persuadido de que ése era su interés. Otros dignatarios pero que parece que fueron sometidos a las torturas y como consecuencia sus «declaraciones» pueden ser consideradas sin valor, fueron más explícitos todavía: así Geoffroy de Charnay, comendador de Normandía y Hugues de Pairaud, visitador general, quienes añaden al sacrilegio los besos obscenos y la sodomía, declarando el segundo además que los Templarios veneran una «cabeza», un ídolo.
«Dice bajo juramento que él lo había visto, sostenido y palpado en Montpellier, durante un capítulo, y que él mismo y otros hermanos lo habían adorado... Dice que la cabeza tenía cuatro pies, dos delante, en la parte del rostro, y dos detrás.»
La mayor parte de los historiadores admiten que los «crímenes» imputados a los Templarios —a los que hay que añadir la absolución dada por los dignatarios laicos y la omisión de las palabras sacramentales de la misa por algunos capellanes— son ciertos, pero que se trataba de hechos aislados o locales, sin carácter de generalidad. En cualquier caso hay que notar que algunas confesiones fueron tan precisas y tan detalladas que la explicación de las torturas parece insuficiente. Además, fuera de Francia, se consiguen confesiones detalladas en países en los que los inculpados no eran sometidos a torturas. Entre ellas, las hay que incitan a pensar que toda la Orden se habría hecho culpable de algunos de esos procedimientos. Algunos caballeros proclaman así que las prácticas hechas por el acto de acusación les eran mandadas «a título de mandato». En Florencia, uno de ellos afirmará que cada capítulo del Temple poseía su «baphomet», su cabeza-ídolo. También la hipótesis de la existencia de estatutos secretos de la Orden ha sido sostenida. ¿Hay que verla confirmada por las confidencias que habrían hecho varios hermanos a algunos amigos extraños al Temple? «Nosotros tenemos tres artículos que nadie conocerá jamás, excepto Dios, el diablo y nosotros mismos», dirá uno de ellos. Otro —es Gervasio de Beauvais, rector de la casa de Laon— «mostraba de buena gana un librito que contenía los estatutos de su Orden, pero decía que tenía otro, más secreto, que por nada del mundo consentiría en mostrar». Añadía que en los capítulos se practicaba «una cosa tan secreta» que si un extraño la viese, «aunque fuera el rey de Francia», el temor a los tormentos sobre la tierra y eternos no impediría a los miembros de los citados capítulos darle muerte.
La bula de abolición hará alusión a esos misterios en estos términos:
«Cuando recibían a los hermanos en su Orden, éstos estaban obligados en el mismo acto de su recepción a jurar que no revelarían a nadie el modo de esta recepción.»
¿Cómo explicar este comportamiento? La hipótesis más verosímil —e incluso la única que parece posible de sostener— es que en efecto, los Templarios en su contacto en Oriente con la civilización y la religión islámica y de los ismaelitas y, en Europa de los cataros, habrían sido seducidos e impregnados por doctrinas heréticas que ellos se habrían cuidado evidentemente de exponer en público.
De este modo, la Orden habría admitido la existencia de dos principios superiores opuestos, uno autor de los espíritus y del bien, y el otro, de la materia y del mal: es la base de la doctrina maniquea. El «dios del mal» es el que rige la existencia de los seres y «quien ha dado a la tierra la virtud de hacer germinar y florecer a los árboles y a las plantas» y al que hay, pues, que halagar, reverenciar y adorar: de aquí la cabeza de demonio,[2] Mahoma convertido en Baphomet. El dios bueno es superior a este demonio. Hasta incluso como otros herejes, los Bogomiles, ven los Templarios en Lucifer (o Satanás) el hijo mayor de ese dios bueno; rebelado contra su padre, habría creado la tierra y el hombre, al que en su infinita bondad el dios del bien habría dado la vida.
Un Templario, Juan de Cassanhas, declarará que cuando él fue recibido en la Orden, al presentarle el ídolo su iniciador le habría declarado:
«He aquí un amigo de Dios, que habla con Dios cuando quiere.»
En cuanto a los sacrilegios referentes a Cristo —que no sería más que el segundo hijo del dios bueno— se explicarían por la herejía más importante ante la que habría sucumbido la Orden, negando absolutamente su divinidad. Peor todavía: algunos inculpados, yendo más allá que el Islam, lo calificaron de falso profeta, que habría sido crucificado, no para perdonar los pecados del mundo, sino los suyos únicamente, siendo el principal el ultraje hecho a Dios haciéndose él dios, crimen de impostor o de «ladrón».
Un documento es inquietante, el texto de la deposición del caballero Galcerand de Teus, realizada en Sicilia. Según él, los dignatarios daban su absolución en estos términos:
«Ruego a Dios que os perdone vuestros pecados, como los perdonó a María Magdalena y al ladrón que fue crucificado.»
Y Galcerand hace este comentario:
«Por el ladrón, según nuestros estatutos, hay que entender a ese Jesús o Cristo que fue crucificado por los judíos porque no era Dios y que sin embargo él se decía Dios y rey de los judíos, lo cual era un ultraje hacia el verdadero Dios que está en los cielos. Cuando Jesús, algunos instantes antes de su muerte, tuvo el costado abierto de un golpe de lanza dado por Longinos, se arrepintió de haberse llamado Dios y rey de los judíos y pidió perdón al verdadero Dios; entonces el verdadero Dios le perdonó. Esta es la razón por la que aplicamos al Cristo crucificado esas palabras. “Como Dios perdonó al ladrón que fue crucificado... * Respecto a la Magdalena, sus pecados le fueron perdonados por el verdadero Dios que está en los cielos porque ella fue amiga suya y quien para servirle frecuentaba las iglesias y los monasterios.»
De este modo se explicaría la omisión de las palabras de la consagración («Hoc est enim corpus meum») en la misa, la triple negación de Jesús —además recuerdo de la de Simón Pedro— y el salivazo sobre la cruz de un usurpador. ¿Era posible, por otra parte, que rudos soldados con frecuencia ignorantes admitiesen a la vez la encarnación de un Dios y su suplicio? Uno de ellos dirá de manera sorprendente:
«No me haréis creer, protesta Esteban Tribati, que Dios haya muerto, porque eso no se puede creer.»
Y Gerardo de Passage, hablando de la cruz:
«Eso no es más que un trozo de madera.»
Esta negación de la divinidad de Cristo no habría tomado cuerpo más que después de la pérdida del reino de Oriente. ¿Los Templarios no iban ya desde antiguamente al combate precedidos por la Verdadera Cruz? Sería precisamente esta pérdida la que habría transformado a los Pobres Caballeros de Cristo, decepcionados y sublevados contra El que les abandonaba, en sus feroces detractores.
Contra esta hipótesis, sin embargo, hay que tener en cuenta por lo menos en Francia, que algunos antiguos Templarios declararon tras las torturas que los sacrilegios y las prácticas obscenas les habían sido pedidas o impuestas en el momento de su recepción en la Orden, que había tenido lugar mucho antes de la reconquista total de Siria por los sarracenos. Pero, después del desastre de Hattin, la situación de los francos era tan anárquica, y la Orden había decaído tanto que sus dignatarios ya habían podido considerar, con amargura y con ingenuidad, que si la suerte era desfavorable a los soldados de Cristo, es que éste era un impostor sin poder alguno.
En cuanto a la tolerancia de la sodomía y a los besos impúdicos serían imputables al desprecio de la mujer que se desprende de la regla de la Orden, a la necesidad de satisfacer, no obstante, los ardores sensuales exacerbados por el clima de Oriente, y finalmente a la creencia de que teniendo el alma su sede en el cerebro las manchas del cuerpo no podrían ofender su pureza.
¿Qué hay que deducir de tales explicaciones, frecuentemente muy solicitadas? Es preferible no pronunciarse sobre ello... Tal vez los supuestos cofres de Gisors, si estuvieran descubiertos, darían la clave de este otro enigma.
Clemente V de momento abatido por la noticia de los arrestos se queja de ellos al rey con indignación el 27 de octubre. Pero, si quiere salvar a los Templarios el Papa no debe tomar abiertamente su partido. Juzga más político y hábil al referirse a las «declaraciones» registradas por los agentes reales y confirmadas ante los inquisidores eclesiásticos reclamar el 22 de noviembre a los diversos soberanos que sean arrestados los miembros de la Orden que se encuentren en sus territorios. Su bula Pastoralis apenas produciría efecto, pero le permite negociar con Felipe el Hermoso por mediación de los cardenales Esteban de Suisi y Béranger Frédol. Estos consiguen que los Templarios de Francia les sean enviados. Cambio puramente ficticio: la Iglesia, careciendo de prisiones suficientes, los confía en efecto a la guarda del rey. La intervención de los prelados al menos ha dado alguna esperanza a Molay y a Pairaud quienes, creyendo que iban a ser enviados a los magistrados civiles revocan sus «declaraciones». El maestre llega incluso a recomendar a varios hermanos detenidos en París que hagan como ellos.
Los cardenales, una vez cumplida su misión, dan cuenta de ella al Papa. Teniendo así la confirmación de los procedimientos brutales e irregulares empleados en el curso del proceso (treinta y seis inculpados solamente en París han muerto a causa de las torturas), Clemente V anula los poderes de los inquisidores y se encarga él del asunto. La decisión es, para el poder real, no solamente una afrenta, sino un obstáculo. Si la Orden y sus miembros son juzgados por la Santa Sede, su absolución, o una condena puramente simbólica es cierta. Nogaret también manda redoblar la campaña realizada en el país a fin de levantarlo contra la pretensión del Soberano Pontífice difundiendo principalmente los procesos verbales de los interrogatorios y de las diatribas encarnizadas contra Clemente V. Una «amonestación» hecha a este último le reprocha de ser favorable sistemáticamente a los miembros de la Orden. Otra, redactada por el fogoso Pedro Dubois y que estaba considerada como que reproducía la opinión del «pueblo de Francia» acusa al Papa de haber «irritado considerablemente a los franceses y provocado un gran escándalo entre ellos porque parece que sus castigos se quedan en palabras» en lo que se refiere a las faltas imputadas a los Templarios; y Dubois prosigue reprochando a Clemente V su nepotismo demasiado auténtico.
Sólo en su familia es verdad que había elegido a cinco cardenales, a sus sobrinos Ramón de Got y Ramón de Farges, a sus primos Amaldo de Pellegrue, a Bernardo de Jarre y a Armando de Canteloup, y cinco obispos.
Pedro Dubois hace como corolario una «súplica del pueblo» a su rey: los Templarios escapan a la jurisdicción de la Iglesia, supone, porque se han puesto fuera de su poder por su apostasía. Que el poder civil los castigue, pues, dándoles la muerte como a «homicidas».
Dubois recuerda principalmente que Moisés, sin referirse al gran sacerdote Aarón, mandó asesinar a veinte mil adoradores del becerro de oro. «¿Por qué, se pregunta, el rey y el príncipe cristianísimo no habría de proceder de ese modo, incluso contra el clero entero, si éste cayese en error, lo sostuviese y lo propagase?»
Ya en 1306 el panfletista (era abogado de las causas eclesiásticas en Coutances, lo que explica su aversión a los Templarios privilegiados), probablemente a petición de Nogaret, había redactado una memoria encomiando la unión del Temple y de las Ordenes fundadas para la defensa de Tierra Santa. Los Templarios, según su plan, hubieran sido enviados a los dominios cuya propiedad habían conservado. En cuanto a los dominios que tenían en Europa, donde los caballeros resultaban inútiles, habrían sido confiscados y dados a casas nobles. Las ochocientas mil libras turnesas producidas cada año habrían sido dedicadas a la preparación de una nueva Cruzada y al mantenimiento de escuelas en el interior de las encomiendas.
Nogaret emplea igualmente un argumento que le es familiar: hay que reunir en el mes de marzo de 1308 en Tours a los Estados generales a los que hace aprobar el proceso incoado contra la Orden... y contra el Papa; así puede pretender tener tras de sí al país.
A Clemente V se le hará esta justicia pero no capitula todavía. Por el contrario, llama a Molay y a los demás dignatarios del Temple para que comparezcan ante él en Poitiers. Jamás llegarán hasta allí. Nogaret hará interrumpir su viaje en Chi— non, bajo pretexto de enfermedades o dolencias diversas. Así prohíbe una entrevista directa entre los principales Templarios y el Papa, que hubiese contribuido a la confusión de Felipe el Hermoso y de sus agentes. Por el contrario, el canciller envía a Poitiers bajo fuerte escolta a setenta y dos caballeros y hermanos escogidos cuidadosamente y que renovarán sus «declaraciones» ante el Pontífice.
Clemente V no por eso deja de delegar en Chinon a Suisi y a Frédol con un tercer cardenal, Landolf Brancacdo. Peto, cuando interrogan a los dignatarios del 17 al 20 de agosto, Nogaret y Plaisians están presentes teniendo al lado a un tal Jamville. Bien porque esos «observadores» les aterrorizasen, bien porque ellos persistiesen en fiarse de las promesas que el canciller y sus compañeros pudieran hacerles referentes a su vida o a su libertad, Molay y sus subordinados prosiguen las declaraciones que ellos habían hecho después de su arresto: sí, han participado en ceremonias sacrílegas al amparo de su Orden. De ese modo, esas comparecencias llevarán el agua al molino de los enemigos del Temple, sin que mejoren nada la situación material de los dignatarios.
Sin embargo era fatal que después de haber temporizado Clemente V fuese obligado a negociar. En Poitiers, los legistas de los dos campos se enfrentaron, pronunciando allí Plaisians principalmente un discurso impetuoso concluyendo que «la causa de la fe debe ser secundada especialmente por el Pontífice romano» quien debe «inquietarse menos que cualquier otro, al no estar ligado por ningún vínculo, por saber cómo, de qué modo y ante quién la verdad ha sido descubierta», porque «en ese proceso, todas las reglas del derecho son fraudulentas».
Un mes después —lo que quiere decir cuán difícil fue el acuerdo— el mismo Plaisians amonesta a Clemente V: «Vigilad, pues... Oponeos a los ladrones... Suprimid el escándalo de la Santa Iglesia de Dios... La Iglesia de Francia grita: ¡Al fuego! ¡Al fuego!”... Que el aturdimiento no se apodere de vos.» Y como los casuistas pontificios hablan siempre de las irregularidades del procedimiento, insiste:
«La realidad del error de los Templarios es evidente: conservar las formas jurídicas y no observarlas más que a su manera. No hay que investigar dónde han sido descubiertos sus crímenes, ni si esto se realizó ante laicos y no ante los inquisidores. Todos aquellos a quienes afecta el asunto están obligados a defender la fe.»
El compromiso se ejecuta al fin sobre las bases siguientes: los inquisidores volverán a tener sus poderes de información, pero los procesos contra los hermanos serán otorgados a comisiones diocesanas presididas por los obispos y compuestas por dos canónigos, dos dominicos y dos franciscanos. Estas comisiones tendrán la misión de condenar o de absolver. Ningún defensor podrá dejar de presentarse so pena de excomunión. Tratándose de la Orden varias comisiones pontificias investigarán por su cuenta en cada país y sus informes serán examinados por un Concilio que tendrá lugar en el Dauphiné, en Vienne. Finalmente, Clemente V se reserva el juicio sobre los dignatarios: de este modo, sin duda, el Papa cree preservarlos de lo peor.
En cuanto a Francia, esta comisión pontificia estará compuesta por el antiguo canciller Gilíes Aycelin, arzobispo de Narbona, asistido de los obispos de Bayeux, Mende y Limoges, de tres arcedianos, Mateo de Naples, Juan de Mantoue y Juan de Montlaur, y del preboste de las iglesias de Aix, Guillermo Agarni. La bula Faciens misericordiam fijará su programa, precisando que ella habrá de citar a todos los testigos de cargo y descargo y que actuará «en los límites de la provincia eclesiástica de Sens», es decir, en París mismo.
Esta comisión pontificia no abrirá su informe más que un año más tarde, el 8 de agosto de 1309, decretando que todos los Templarios arrestados que aceptaron defender su Orden serán trasladados a París para allí ser escuchados por ella. Las comisiones diocesanas encargadas de juzgar a los hombres ya habían comenzado a actuar. Prácticamente estaban en manos del rey quien nombraba a los obispos y dichas comisiones tenían siempre la facultad de recurrir al empleo de las torturas «leves»: es decir, que sería inútil retardar su funcionamiento y señalar el menor valor peyorativo a las sentencias condenatorias que pronunciaran.
Además, para el Papa y para el rey la suerte de los hombres pasaba a segundo término. Todo su interés residía en el destino de la Orden. La comisión pontificia se había aplazado al 12 de noviembre: en esta fecha, algún testigo no se presentó, y cuando desfilaron los primeros, a partir del 22 ni uno solo quiso asumir la defensa del Temple. Esta doble ausencia —abstención y defección— parece haber sido imputada a la administración real que tardaba en conducir a los hermanos encarcelados en provincias, y a las presiones de los hombres de Nogaret, que usaban siempre las amenazas y el chantaje.
El 26 de noviembre, Santiago de Molay comparece. Aunque, dice, cree no ser «tan sabio como convendría ni tener gran consejo» para defender a su Orden, se compromete a hacerlo, «aunque le pareciese difícil para ello presentar una defensa conveniente, porque estaba prisionero de los señores el Papa y el rey, y porque no disponía ni siquiera de cuatro denarios para gastar en la dicha defensa».
Molay pide a los comisarios «ayuda y consejo» y también que declaren «los reyes, príncipes, prelados, condes, duques, barones y otras honestas gentes», proposición que asombra a sus auditores. Estos rechazan «la palabrería de los abogados y su retórica» y luego mandan leer las declaraciones hechas por el maestre en Chinon ante los cardenales. Entonces, «el dicho maestre, haciendo dos veces la señal de la cruz sobre su rostro y otros signos, parecía demostrar que estaba completamente asombrado de lo que estaba contenido en las mencionadas confesiones, diciendo entre otras cosas que si los dichos señores comisarios fuesen otras personas a quienes les fuera permitido escucharle, diría otras cosas».
¿Era un desafío lo que les hace? No, asegura Molay, pero «pluga a Dios que lo que era observado por los sarracenos y los tártaros fuese observado en el caso presente contra tales perversos, porque esos sarracenos y esos tártaros cortan la cabeza de los perversos o los parten por la mitad».
¿Quiénes eran esos «perversos»? ¿Sus acusadores? ¿Los que lo habían comprometido simulando ser sus amigos para confirmar las «declaraciones» hechas después de su arresto? Quizá, pero entonces se explica mal que Molay habiendo comprobado la presencia de Guillermo de Plaisians en la sala, pide conversar con él; «y, el dicho Guillermo habiendo hablado a solas con el maestre, a quien amaba y había amado, como él decía, porque los dos eran caballeros y porque, como declaró, el dicho Molay debía tener cuidado de no comprometerse y de no perderse sin remedio, el dicho maestre declaró que él creía que a menos de deliberar convenientemente podía ofuscarse en seguida». Así el maestre pidió y obtuvo una demora de dos días. ¡Ay! Su segunda defensa fue lamentable: una auténtica deserción, que confirmó la falta de carácter y la apatía del desdichado.
«Dijo que él era un caballero pobre e iletrado y que había comprendido que el señor Papa se había reservado juzgarle, y a otros dignatarios de la Orden y que por esta razón en el estado en que se encontraba, no quería hacer nada a este respecto.»
Los comisarios insisten: el maestre cree defender al Temple, ¿sí o no?
«No», contesta Molay. Pero les exhorta a que rueguen a Clemente V que le oiga lo más pronto posible. «Entonces solamente, añade, le diré lo que es el honor de Cristo y de la Iglesia.»
El 2 de marzo de 1310 renovará esta súplica lo que prueba que la comisión ni siquiera había creído conveniente transmitir la súplica al Papa.
Molay evoca, después de los fastos de las ceremonias de los Templarios, las limosnas de la Orden y a sus veinte mil hermanos asesinados por el enemigo. Eso no se discute, le replican, pero eso «no es útil para la salvación del alma si le falta el fundamento de la fe católica».
Nogaret se mezcla en la conversación, con prisas por hundir al más alto dignatario de la Orden odiada: Saladino, dice, ha declarado públicamente que los Templarios «eran víctimas del vicio de sodomía y habían faltado a su fe y a su ley». Molay al escucharlo «se asombró en el más alto grado y declaró que jamás hasta entonces él lo había oído decir». Sin embargo, admite que, siendo joven caballero y encontrándose en ultramar, «murmuró» con otros compañeros contra Guillermo de Beaujeu «porque durante la tregua que el rey de Inglaterra, ya difunto, había establecido entre los cristianos y los sarracenos, el dicho maestre se mostraba sumiso al sultán y conservaba su favor». Pero, subraya, por fin los descontentos vieron que Beaujeu «no había podido obrar de otro modo, porque en aquel tiempo su Orden tenía bajo su dominio y bajo su custodia muchas ciudades y fortalezas en las fronteras de la tierra del dicho sultán... y que él no hubiera podido conservarlas de otro modo».
De ese modo Molay, a parte de este incidente, renuncia a defender a la Orden, él su maestre, sin duda debido a los consejos de Plaisians. Esta falta de interés pesará mucho...
Entre sus dos declaraciones, el comendador de Payns, Ponsard de Gizy, había calificado de «enormidades» las torpes acusaciones hechas contra el Temple y sus miembros.
«Todo lo que él y los demás hermanos habían confesado allá ante el obispo de París o en otra parte era falso, dice. No habían confesado más que obligados por el peligro y el terror, porque eran torturados... y también por temor a la muerte y porque treinta y seis hermanos habían muerto en París, así como muchos otros en otros lugares, a consecuencia de las torturas y de los tormentos».
Ponsard de Gizy había declarado estar dispuesto a defender al Temple, si se le daba el dinero necesario y por consejeros a los hermanos Renaud de Orleáns y a Pedro de Boulogne. Añade que él mismo había sufrido tormentos tan dolorosos, y si todavía había de ser sometido de nuevo a ellos, negaría todo lo que decía y diría todo lo que quisieran. Con tal de que el suplicio fuese corto estaba dispuesto a sufrir la decapitación, el fuego o el agua hirviendo, pero era incapaz de soportar los tormentos largos en los que ya se había encontrado al sufrir un arresto de más de dos años.
Espantosa coincidencia, este irreductible murió aquel año bien en su celda, bien en las llamas.
El 28 de marzo de 1310, unos seiscientos Templarios que han ofrecido declarar están reunidos y escuchan la lectura en latín de las acusaciones hechas contra la Orden. Cuando se les propone traducírselas exclaman: «Que no merecía la pena traducir tantas bajezas que declaraban ser completamente falsas.»
Los comisarios, a instigación del poder real, poco deseoso de una repetición enojosa de una defensa del Temple, pero que en definitiva no dejaría de volver al pueblo en su favor, invitan a que nombre delegados que declaren en su nombre. Algunos Templarios se presentaron ante ellos el 7 de abril.
Estos son Renaud de Provins, hasta hacía poco preceptor de Orleáns, Pedro de Boulogne, último procurador de la Orden en la Corte romana, los dos sacerdotes, los caballeros Guillermo de Chambonnet, Bertrand de Sartiges y Guillermo de Foix, los hermanos Juan de Montreal, Mateo de Cresson-Essart, Juan de Saint-Léonard y Guillermo de Givry.
Boulogne da lectura a una cédula. Según derecho, dice, es imposible que los Templarios constituyan procuradores sin «la presencia, el consejo y el asentimiento del maestre y del capítulo». Pero los nueve comparecientes «se ofrecen todos personalmente, juntos y por separado, a defender a la Orden» ante un Concilio general. Después Boulogne hace justicia a las «declaraciones» arrancadas a la fuerza, pidiendo que, «cada vez que algunos hermanos sean examinados ningún laico esté presente, ni alguna otra persona de cuya honestidad se pueda dudar». La alusión a Nogaret y a los suyos es evidente. Eso permitiría a los inculpados expresarse sin temor y con franqueza, porque «en modo alguno hay que asombrarse de que haya algunos de ellos que mientan, sino más bien de que haya algunos que sostengan la verdad, cuando se ven las tribulaciones y las angustias de los que dicen la verdad, siendo amenazados diariamente, ultrajados y objeto de mil calamidades, y los privilegios, buenos tratos y libertades concedidos a los que mienten y las grandes promesas que les son hechas». Y la cédula proclama la santidad de la Orden, «inmaculada de toda mancha y de toda clase de vicios», santidad mantenida y que confunde por lo tanto y refuta «los artículos propuestos contra la Orden, artículos deshonestos, horribles, terroríficos, detestables, imposibles y vergonzosos». ¿Quién ha propuesto esas «mentiras inicuas» al Papa y al rey y los ha engañado de ese modo, si no falsos cristianos, herejes, detractores y corruptores de la Iglesia y de la fe, apoyándose en apóstatas o criminales expulsados de la Orden, y en las supuestas «declaraciones» hechas «contra su conciencia» por hermanos «amenazados de muerte»?
El hermano Aymeri de Limoges hará, por su parte, otra declaración en favor del Temple, bajo la forma de una emocionante «oración de los Templarios en prisión», ante los procuradores de la comisión:
«Dios muy misericordioso, tu Orden del Temple, fundada en Concilio general y para honor de la santa y gloriosa Virgen María, tu Madre... está prisionera del rey de Francia por una causa injusta... Señor, Tú que eres la Verdad, que conoces que nosotros somos inocentes, líbranos a fin de que cumplamos fielmente nuestros votos y Tus mandamientos... Santa María, obtened la liberación de vuestra Orden y la de sus bienes... Que nuestros adversarios vuelvan a la verdad y a la caridad.»
El partido del rey reacciona rápidamente; Felipe el Hermoso hace aprobar por Clemente V el nombramiento de Felipe de Marigny, hermano de Engurrand, como arzobispo de Sens. Uno de sus primeros gestos es mandar juzgar por medio de su comisión diocesana a cincuenta y cuatro Templarios quienes habiendo «declarado» bajo las torturas, se habían retractado. Así habían incurrido en herejía: el 12 de mayo Marigny y sus asesores los envían al verdugo. Eso equivale a decir a los testigos amontonados en las prisiones y conventos de la capital la suerte que les espera si persisten en su intención de defender a la Orden.
Otros cinco Templarios serán quemados el día 27 en París, quienes proclamaron su inocencia en medio de las llamas; nueve perecerán en Senlis.
El 13 de mayo, la comisión pontificia escucha a Aimery de Villiers-le-Duc, testigo de cargo, y esta declaración es significativa. Aimery, «pálido y completamente aterrado», jura solemnemente que las acusaciones hechas contra el Temple son falsas, aunque bajo las torturas él haya reconocido algunas como fundadas. Pero, habiendo visto el día anterior a sus compañeros partir para la muerte y temiendo una suerte semejante y «si no ofrecía una resistencia suficiente sería quemado» (por temor a semejante muerte, «él confesaría incluso haber matado al Señor, si se le pidiese»), el desgraciado suplica a los comisarios que no revelen a las gentes del rey el cambio de sus declaraciones. Movidos a compasión, y quizás avergonzados también y torturados por los remordimientos los inquisidores deciden diferir la audición de testigos conducidos de ese modo «al borde del precipicio». Cuando reemprenden sus sesiones algunos meses más tarde ya no tendrán ante sí más que hermanos con razón aterrorizados y, por eso mismo, «reconciliados».
Respecto al más furioso de los portavoces de los detenidos, Pedro de Boulogne, se ha «evadido» entretanto, lo que parece significar que ha sido «eliminado». Renaud de Provins, por su parte, ha renunciado con prudencia a su misión.
Lejos de los miembros del Temple, sin embargo, los hombres del rey habían multiplicado los testigos de cargo. Son ellos sobre todo los que tratarán de una regla secreta que sus poseedores no habrían extendido «por todo el mundo» y del carácter igualmente confidencial de las ceremonias de los Templarios, como la celebración semanal de los capítulos juzgando las faltas de los hermanos. Otros insistirán sobre las «traiciones» reprochadas a la Orden en Tierra Santa, apoyándose, sin tener en cuenta el contexto político local, en los contactos con los musulmanes tenidos en particular por los maestres Périgord, Jouy y Beaujeu y en la verdadera colaboración que les había prestado Ridfort durante algún tiempo.
Ya en Poitiers, en 1308, Plaisians había insistido en esa principal acusación, declarando:
«Se dice que Tierra Santa se perdió por causa de su desgana y porque celebraron con frecuencia acuerdos secretos con el sultán.»
El 5 de junio de 1311, la comisión pontificia manifiesta la conclusión de sus trabajos en la abadía de Maubuisson en presencia del rey. Sus informes y procesos verbales son enviados a Clemente V quien ha recibido o recibirá los de las comisiones informadoras en las demás naciones cristianas y convoca para el mes de octubre el Concilio dé Vienne (Dauphiné), destinado entre otras cosas a fijar la suerte del Temple.
En Vienne, los padres del Concilio poco inclinados a admitir las presiones del grupo que rodea a Felipe el Hermoso deciden en gran mayoría escuchar a los defensores de la Orden. Eso se realiza con desagrado del Papa, poco deseoso por su parte de chocar con la autoridad real y quien no durará en ir en contra de las declaraciones del Concilio condenando a prisión, a principios del mes de noviembre, a nueve Templarios delegados por sus compañeros. Como los prelados manifiestan su descontento el Papa suspende la sesión. Después de lo cual, negocia con los embajadores de Felipe el Hermoso entre los que se encuentran los inevitables Nogaret, Marigny y Plaisians.
El 20 de marzo de 1312, el rey de Francia que acaba de anexionar de nuevo Lyon a la corona —incluso ha reunido los Estados generales que han reclamado la supresión del Temple— hace su entrada en Viena con un ejército numeroso cuya presencia contribuirá a aniquilar la voluntad de resistencia del Concilio. El 2 del mismo mes, en Macón, Felipe el Hermoso había reclamado por carta a Clemente V («besando sus venerables pies») la abolición de la Orden y la creación de una nueva Orden militar, a la que serían atribuidos sus bienes, a menos que el Papa juzgase preferible entregarlos a una Orden preexistente. Al no pedir el rey ya la condenación del Temple era previsible el desenlace.
El 3 de abril, después de haber obtenido un voto de complacencia en consistorio secreto, Clemente V abre la segunda sesión del Concilio dando lectura a su bula Vox clamantis, en cuyos términos es suprimida la Orden del Temple, «no en virtud de una sentencia judicial, sino por medio de una decisión como mandato apostólico». La asamblea de los padres no era invitada a pronunciarse, sino a aprobar, lo que ejecutó, aliviada en el fondo de no haber tenido que pronunciarse.
El Papa pone en evidencia diplomáticamente al rey de Francia y su insistencia en reclamar la abolición del Temple, «urgida no por la codicia, porque no reivindicaba ningún bien de la Orden, sino por el celo de la fe ortodoxa». Y precisa:
«Los procesos precedentes no permiten condenar canónicamente a la Orden como herética mediante una sentencia definitiva. Sin embargo, como las herejías que se le atribuyen la han difamado, como un considerable número de sus miembros han declarado, como la Orden es también sospechosa por esa razón y nadie querría ser admitido ya en ella, y por el bien de los asuntos de Tierra Santa, entre los que querían su condenación y los que deseaban diferirla, nos tomamos la decisión de provisión y de mandato y suprimimos la Orden mediante sanción irrefutable.»
El 2 de mayo la bula Ad providam otorga los bienes del Temple a los Hospitalarios, excepto los bienes de España, reservados a disposición de la Santa Sede que los entregará a otras Ordenes que mantienen la lucha contra los sarracenos. Respecto a Felipe el Hermoso, bajo pretexto de recuperar los gastos empleados por el Estado en este asunto, se esforzará por conservar todavía durante el mayor tiempo posible el control que habían establecido sus agentes sobre los bienes secuestrados en 1307.
El 21 de marzo de 1313, no obstante, se celebra una reunión entre los Hospitalarios y el rey, comprometiéndose los primeros a pagar al segundo en tres años doscientas mil libras turnesas para saldar todas las cuentas. Pero, a pesar de este acuerdo, los representantes del Estado continúan su lucha para conseguir grandes beneficios de los despojos: sus pretensiones hubieran incluso sobrepasado el activo del antiguo Temple. Solamente bajo el reinado de Luis X el Pendenciero diversos compromisos pondrán fin al conflicto. Los Hospitalarios liquidarán las deudas contraídas por la realeza respecto al Temple antes de los acontecimientos de 1307 y sobre los dos tercios de las cantidades que los ecónomos habrían debido entregarle.
Además el rey de Francia recibirá todavía cincuenta mil libras turnesas.
En total se puede valorar los beneficios de la realeza en la «operación Temple» en la extinción de sus deudas a la Orden, en la atribución de una gran parte de los bienes muebles de ésta y en el cobro durante unos seis años de sus rentas y atrasos. Sin embargo, los inmuebles que representan lo más importante de las riquezas del Temple fueron en casi su totalidad devueltos a los Hospitalarios. En cuanto al relevo de las actividades bancarias de la Orden abolida fue tomado principalmente por los lombardos.
Una tercera bula, Considerantes dudum invita el 6 de mayo a las comisiones diocesanas a mostrarse misericordiosas con los Templarios que continúan siéndoles encomendados (aquéllos que se negasen a esta comparecencia serían castigados con la excomunión y condenados como herejes por contumacia). Al tratarse de los dignatarios de la Orden cuyo juicio se ha reservado el Soberano Pontífice, —Santiago de Molay, Hugues de Pairaud, Geoffroi de Charnay, preceptor de Normandía, y Geoffroi de Gonneville, preceptor de Aquitania y de Poitou— comparecen por fin ante una delegación apostólica presidida por el cardenal de Albano, tras siete años de reclusión, de prisiones y de angustias, el 18 de marzo de 1314, en el atrio de Notre-Dame de París. Allí confiesan de nuevo sus «crímenes»; y se proclama la sentencia: prisión perpetua. Pairaud y Gonneville permanecen pasivos.
Es entonces cuando Santiago de Molay y Geoffroi de Chamai piden la palabra. ¿Proclamarán sus remordimientos y dirán que han merecido tal condena? Nada de eso. Los dos, por el contrario, como animados por una fuerza sobrehumana e irresistible declaran en voz alta «que las herejías y los pecados que se le atribuían al Temple no eran verdaderos, que su Regla era santa, justa y católica».
El maestre añade que él mismo «se consideraba muy digno de la muerte y que se ofrecía a soportarla con paciencia, porque a causa del miedo a los tormentos y de las adulaciones del Papa y del rey de Francia había hecho en otra parte algunas declaraciones». Así, Santiago de Molay se redime de sus debilidades que desgraciadamente tanto han contribuido a justificar la supresión de su Orden.
Los guardias reales dispersan ya sin miramiento alguno a la muchedumbre agitada que se manifiesta en favor de los dos caballeros a quienes condena su alta dignidad porque ha hecho de ellos unos herejes. Ciertamente, los delegados apostólicos se reservan decidir su suerte; mas, bien por temor, bien por cálculo, antes de retirarse para deliberar confían la guardia de Molay y de Charnay al preboste de París.
Informado de ello el rey reúne a su consejo. Los herejes, constata este último, pertenecen al brazo secular. Aquella misma noche, olvidados de los cardenales reunidos, el antiguo maestre y Geoffroi de Charnay son quemados vivos en una pequeña isla del Sena.
Su muerte será serena y ejemplar, principalmente la de Molay, pidiendo, desnudo, a sus verdugos que se disponen a atarlo, el tiempo preciso para unir las manos y para decir una última oración. «Parecieron aguantar las llamas con tanta firmeza y resolución que la constancia de su muerte y de sus negaciones llenaron a la muchedumbre de admiración y de estupor.» Es natural que hay que tener por pura novela la tradición según la cual Santiago de Molay habría dicho al verdugo que emplazaba a Clemente V «juez inicuo y cruel verdugo», y a Felipe el Hermoso a comparecer ante Dios, el primero a los cuarenta días y el segundo al final del año. El Papa murió en efecto el 20 de abril y el rey el 29 de noviembre. Su desaparición acarreó poco después el suplicio de Enguerrand de Marigny. Plaisians y Guillermo de Nogaret habían muerto en 1313. De ese modo, los actores principales del drama del Temple desaparecen de la escena en menos de dos años.
Abolida la Orden, ¿ha tenido una supervivencia clandestina? En el extranjero la represión había sido menos dura, e incluso inexistente. La decisión de Clemente V fue respetada en el extranjero, pero en España, por ejemplo, se tradujo en un simple cambio de etiqueta, pasando los hermanos al seno de la Orden de Montesa que heredó además una parte de los bienes del Temple reservados por el Papa. En Portugal se convirtieron en los Caballeros de Cristo. En Inglaterra la corona les paga pensiones. En Francia mismo donde muchos, sobre todo entre los miembros colocados bajo la jerarquía escaparon a una condena definitiva y numerosos obreros de la Orden se volvieron a encontrar en los Compañeros del Santo Deber. De eso a pretender que el Temple ha podido franquear los siglos, no obstante su supresión, hay un paso que no se podría franquear con seguridad.
Algunos, sin embargo, lo han franqueado; son los que imputan, por ejemplo, a los descendientes de los Templarios martirizados y espoliados... el suplicio de Juana de Arco: por venganza se habrían puesto al servicio de los ingleses.
Otros, o los mismos, han «prolongado» tan bien el difunto Temple que citan el nombre de los que llegaron a ser sus maestres, entre los cuales están Du Guesclin, Juan de Armagnac, Enrique de Montmorency y Felipe de Orleáns.
Algunos francmasones, por otra parte, han hecho remontar los orígenes de su movimiento a los Cruzados y a los Templarios. Según von Hund, fundador en 1760 de la Estricta Observancia Templaría, el maestre de Auvergne Pedro de Aumont habría encontrado refugio en Escocia cuando la persecución del Temple, con algunos hermanos que le habrían elegido como jefe. En su huida se habrían revestido con vestidos de albañiles.[3] «Templario» era todavía uno de los grados mayores del Régimen Escocés Rectificado quien toma él mismo el lugar de la Estricta Observancia Templaría.
Clandestina, pues, si no pura invención, fue la supervivencia del Temple. En cuanto al tesoro, es más seguro que antes de Roger Lhomoy, innumerables hombres de buena voluntad y aventureros lo hayan buscado o hayan pretendido buscarlo, a fin de apropiarse los capitales de unos burgueses seducidos, y que apenas haya en Francia encomiendas que no hayan sido visitadas o excavadas. Digamos primeramente que la palabra «tesoro», en el siglo XIV, no se aplicaba exclusivamente al monetario o a las joyas, sino también a los archivos: así el tesoro de las Cartas. ¿Por qué el tesoro del Temple no habría estado pura y simplemente constituido por las de la Orden de las que no se conservan casi ninguna? Si el aventurero Lhomoy hubiera dicho la verdad, si los «cofres» de la cripta de Gisors encerraban esos documentos, eso sería en efecto para nuestra historia un tesoro infinitamente más precioso que montones de oro...
Naturalmente, sólo el reclamo de un tesoro metálico guió hasta ese día a los buscadores. Lo que ha provocado esta fiebre son las declaraciones hechas en el proceso por el caballero Juan de Chateauvillars, uno de los setenta y dos hermanos a quienes Felipe el Hermoso había hecho acompañar a Poitiers a Clemente V en lugar de los dignatarios retenidos en Chinon. Según Chateauvillars el 12 de octubre de 1307 hallándose él en París habría visto al hacerse de noche tres carretas cubiertas de paja que salían de la torre del Temple y que llevaban los cofres conteniendo «todo el tesoro del gran visitante de Francia», Hugues de Pairaud. Esos cofres debían ser conducidos hacia la costa occidental para ser allí cargados a bordo de dieciocho naves de la Orden. El convoy estaba colocado bajo la custodia de cincuenta caballeros mandados por Hugues de Chalons y Gerardo de Villers.
Ese último estaba acusado dentro de la Orden de haber «hecho perder la isla de Tortose en 1291 y de haber causado la muerte de algunos hermanos o su captura, estando todavía prisioneros». Gerardo, en efecto, habría abandonado la fortaleza «un día antes, llevando consigo a sus amigos, buenos caballeros». Hay que creer que la dura disciplina de la Orden se había relajado singularmente puesto que su defección no le hizo perder ni la Casa ni el hábito y conservó incluso un mando.
¿Por qué ese traslado realizado la víspera misma del arresto colectivo de los Templarios? Si se quiere explicarlo suponiendo que los hermanos se habían enterado de la medida proyectada y de su inminencia, y esperaban de ese modo poner fuera del alcance de una expoliación esta parte de sus riquezas, uno se asombra de que ese mismo día su maestre hubiese podido disimular su arresto hasta el extremo de asistir en calidad de tal junto al rey a las pompas fúnebres de la condesa de Valois. Por otra parte, ¿cómo Chatéauvillars habría podido conocer dos secretos: la naturaleza del transporte y su destino a la flota del Temple? He aquí lo que permite plantear muchas preguntas, así como el hecho de que para llevar el contenido de tres carretas, Chateauvillars haya hablado de dieciocho naves.
Otra pregunta: ¿El tesoro del gran visitante de Francia no sería precisamente el conjunto de los archivos franceses de la Orden? Y si se admite esto, ¿no se podría suponer que Pairaud, el maestre, habiendo reclamado él mismo al Papa un informe para librar a la Orden de las acusaciones hechas contra ella, hubiera tomado la decisión de disimular los documentos susceptibles de constituir cargos contra ella? El día elegido para alejarlos de París habría sido puramente fortuito: es evidente que si el gran visitante hubiera previsto los acontecimientos del 13 de octubre no habría esperado tanto para hacer desaparecer sus archivos.
¿Por qué el convoy habría tomado un camino que pasa por Gisors? Es que, afirman los que sostienen el «tesoro de la cripta subterránea», el embarco debía tener lugar —con destino a Inglaterra— sobre navíos anclados junto al emplazamiento actual de Tréport y porque este camino era entonces el único transitable con carretas que conducía a ese lugar.
A su llegada a Gisors, sabiendo lo del 13 de octubre y los acontecimientos que tenían lugar desde el alba, los jefes de la escolta habrían mandado descargar los cofres que habrían sido colocados en el lugar donde Roger Lhomoy pretende haberlos visto.
Mas se podría objetar que la operación de policía emprendida tenía tal amplitud que el paso de cincuenta hombres de armas enarbolando la cruz del Temple y de tres carretas no pudo ser ignorado. Así, pues, si los hombres del rey no eran suficientes para inspeccionar una tropa tan importante, al menos no hubieran dejado de anotar los hechos y lo que realizaban y de coger los cofres en los días siguientes.
Finalmente, no se podría silenciar una tesis que presupone la presencia de un tesoro, cualquiera que fuese, en la fortaleza de Gisors. Esta habría sido construida según unos planos que tuvieran en cuenta la posición de las constelaciones: los «tres carros» serían así el Gran y el Pequeño Carro, es decir, la Osa Mayor y la Osa Menor, y el Carro de los Mares, con Canopus. La afirmación de Chateauvillars habría tenido así una significación esotérica. Según los que sostienen esta opinión, inscripciones herméticas y, por así decirlo, «cifradas» que se encuentran a través del castillo, anunciarían que el tesoro sería descubierto una noche de Navidad durante la lectura de la genealogía de Cristo... También habría de realizarse en un año cualquiera de esta época las excavaciones de Roger Lhomoy.
Por lo tanto, las excavaciones realizadas hace algunos años bajo la vigilancia de la circunscripción de los monumentos históricos de Normandía por una unidad de ingenieros militares no han terminado. Se ha probado que su búsqueda ponía en peligro el desplome de las seis mil toneladas de la fortaleza de Gisors, levantada sobre un altozano artificial de tierra amontonada, y actualmente en curso de consolidación por medio de un cinturón de hormigón armado. Solamente cuando la fortaleza haya sido definitivamente reforzada en sus cimientos y consolidada es cuando nuevas excavaciones podrán —quizá— ser emprendidas. Todavía será necesario que tales investigaciones tengan algunas probabilidades de éxito, lo cual no es el parecer de los arqueólogos a quienes hemos consultado, quienes apenas están convencidos de la existencia de ese «tesoro de los Templarios» y no muestran más que desprecio para las afirmaciones de Lhomoy.
Con los Templarios murió en Francia una forma de segundo poder. Si la Orden hubiera sobrevivido, habría llegado a ser un Estado en el Estado, y la suerte misma del régimen, incluso el futuro del país, se hubiese puesto en entredicho. Una oligarquía apoyándose sobre una fuerza armada poderosa habría podido a su vez dominar al rey o eliminarlo. El deber de un gobierno establecido que buscaba precisamente dar a una nación todavía informe una estructura centralizada, una unidad, para liberarla de toda coacción exterior, principalmente de la del Papa, en cuyo servicio los Templarios que se habían reconocido vasallos suyos bajo el pontificado de Inocencio III, llegado el caso habrían podido ponerse a sus órdenes, era conjurar ese peligro. Que Felipe el Hermoso haya cumplido con ese deber con una rudeza que hoy día llena de horror, estaba dentro de las costumbres del tiempo. ¡Durante varios siglos todavía se quemará a los brujos y a los herejes! A los amantes de enigmas proponemos éste como conclusión además del de el tesoro del Temple: ¿subsistiendo la Orden qué habría sido de la independencia de Francia un siglo más tarde? Ciertamente es un enigma insoluble...
Luden Viéville