La princesa de los Ursinos
La Guerra de los Treinta Años, tras una primera fase claramente favorable a las armas de la casa de Austria, había empezado a tomar un sesgo inquietante para las cortes de Madrid y Viena. Las victorias de Breda, Nordlingen y Lutzen quedan atrás, se acercan los tiempos de la derrota. El holandés Tromp destroza en 1639 a la escuadra del almirante Oquendo en la batalla de las Dunas y Francia, considerando que ha llegado el momento de volcar su fuerza contra España y el Imperio, interviene en la contienda a partir de 1635. El primer ministro de Luis XIII, el cardenal Richelieu, pone en la balanza de fuerzas la plenitud militar, política y económica del país galo, inclinándola contra los vencedores de ayer. Aunque morirá sin ver el desenlace, ha dejado sentadas las bases del inmediato esplendor de su país: bajo la égida de Luis XIV Francia se elevará como un astro sobre el resto de Europa, a la que dictará tanto la política como la moda, sobre la que imperará lo mismo militar que artísticamente. Si Luis XIV es el Rey Sol, Versalles es el espejo que refleja sus rayos a los cuatro puntos cardinales.
Cuando en 1643 el príncipe de Condé aplasta a los míticos tercios españoles, Europa entera se pone en pie. Estaba en el ánimo de todos que el coloso, que tiempo atrás había sido dirigido por el emperador Carlos y Felipe II, tenía los pies de barro, pero la noticia de la derrota de Rocroi sorprendió a todo el mundo. En Rocroi y Lens, Condé y Turenne, brillantes cabezas militares de la pletórica Francia, firman el definitivo desastre de las armas españolas. La última victoria de éstas fue la de Honnecourt; don Francisco de Meló, al mando de las tropas, pudo hacer pensar que el triunfo era todavía posible, pero unos meses después Rocroi abría los ojos del soñoliento país: «era el episodio que tenía que llegar cualquier día para aquella España consumida en su enorme dispersión de fuerzas, envejecida y maltrecha. No era una batalla perdida por la suerte, siempre incierta, de las armas, sino una batalla necesariamente perdida ante la potencia prodigiosa que la nueva Europa tenía a su servicio». La defección del Imperio no se hizo esperar: Fernando III firma la paz en la conferencia de Westfalia (1648) mientras que España, firmada la paz por separado con Holanda en Münster en ese mismo año, proseguía la guerra con Francia la cual consigue atraer a Inglaterra a su causa. Una de las consecuencias de la declaración de guerra que nos hizo el protector Cromwell fue la ocupación de Jamaica por un ejército inglés. Así se llega a la paz de los Pirineos de 1659: el Rosellón y la Cerdaña quedan bajo soberanía francesa y la isla de los Faisanes es el marco de la entrega de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, a la corte de Francia; la paz quiere que Luis XIV estreche más sus lazos con la familia real española a través de este matrimonio.
«La influencia social de España disminuyó... rápidamente y se extinguió casi por completo a partir de 1680; las modas en el vestir vinieron, desde entonces, de Francia... La literatura española no produjo en aquellos tiempos cosa alguna que despertase el interés, y hasta la lengua española cayó en desuso al ser sustituida, en Italia, por la francesa. Fueron, aquéllos, también los tiempos en que las cosas de España tomaron un aspecto vacío, hinchado..., al extremo que se creó la palabra “españolada” en sentido... despreciativo.»
No hay que dejarse arrastrar sin embargo por el fulgor de la gran Francia del momento. Su decadencia económica no se hace esperar. En 1685 se hacían notar el cansancio y las contradicciones de ese país. Las causas fundamentales radicaban en la pervivencia del «viejo orden»; sigue predominando «la economía agrícola basada en la dependencia territorial de los campesinos, en la explotación de éstos por medio de las rentas, en la gran propiedad aristocrática, en la inmunidad de los privilegios sociales de la nobleza y en su dominación política... Las guerras dinásticas, los dispendios de la corte y de la aristocracia y el favoritismo absorbían sumas cuantiosas. Para reponer el tesoro real, el gobierno aumentaba los impuestos, que arruinaban el campo y frenaban el progreso de la industria y el comercio... Según testimonio de un contemporáneo, una décima parte de los habitantes del país pedía limosna; la mitad se hallaba al borde de la miseria, tres cuartas partes vivían muy mal, y sólo el diez por ciento de los súbditos del “Rey Sol” vivía en la abundancia».
Nada tiene de extraño que en aquella época estallasen muchas insurrecciones populares.
Efectivamente, el reinado de Luis XIV acaba en una catástrofe económica que prepara las premisas de la revolución de 1789.
Corre el año de 1642. Varios acontecimientos enmarcan el nacimiento de nuestro personaje: Honnecourt hace pensar que nada hay aún decidido en la contienda europea, Luis XIII y su primer ministro Richelieu van a dejar de existir. El postrer suspiro del cardenal es acogido con alegría por una gran parte de la nobleza: las cabezas de algunos de los nombres ilustres de Francia han caído durante su largo mandato; Cinq-Mars y Thou han sido los últimos. Cuando muere Richelieu, se abren las cárceles y vuelven los exiliados. La nobleza no sabe aún que, aunque su ciclo como clase no se ha extinguido, su joven rey, ahora bajo la tutela de su madre española Ana de Austria y de un cardenal de origen italiano, Mazarino, va a ser el exponente más alto del poder absoluto de la monarquía; no sabe que sus dominios provinciales no serán bastiones irreductibles de su arbitrariedad e independencia, que, incluso siendo la clase dominante y conservando escandalosos privilegios, será como una gran colección de porcelana en tomo a Luis XIV.
Ana María de la Trémo'ille es una de las hijas del marqués de la Trémoille, primer duque de Noirmoutier. Este es gobernador del rey en Poitou; sus lazos con los Condé y la nobleza de la Fronda hacen que la infancia de la que años más tarde será princesa de los Ursinos transcurra entre las conspiraciones contra Mazarino. La casa del duque de Noirmoutier recibe a los emisarios de los otros comprometidos y a los espías españoles que están en contacto con ellos; son tiempos de visitas secretas, de desapariciones súbitas del cabeza de familia, de frases a medias y mensajes inesperados. Los momentos de turbulencia y la necesidad de que las niñas adquieran una educación de acuerdo con su rango mueven a los duques a llevar a Ana María a un convento. Vida de piedad y aprendizaje salpicada por los juegos en voz baja y las infantiles travesuras que después serán objeto de severa y espiritual amonestación. Oraciones y buenos modales, callada tranquilidad, he aquí sus compañeros de infancia. De la mano de ellos entra en la adolescencia: ha cumplido diecisiete años y su estancia en el convento ha finalizado; sus padres han arreglado su matrimonio con un joven aristócrata. La familia de la Trémoille ve en el conde de Chalais Talleyrand-Périgord un marido adecuado a su rango y posición. El matrimonio unirá a dos antiguas casas de la nobleza francesa.
Ana María se da cuenta de lo que han cambiado las cosas desde que entró en el convento. Luis XIV es el rey absoluto; la inestabilidad de «la Fronde» ha terminado y ha dado paso al incontestable poder del rey, la Corte es el punto principal de las relaciones sociales de la nobleza, el provincianismo de ésta está desapareciendo a pasos agigantados. Hay que estar junto al rey, hay que ser visto en el corro sumiso y empiringotado; los honores no se ganan desde lejos. No más nobles rebeldes: la fusión es completa; sólo a través de esta especie de domesticación la clase dominante puede seguir manteniendo sus privilegios y su «status». El rey absoluto les permite seguir existiendo como clase siempre que siga conservando su carácter de absoluto y que ellos se congreguen en torno a él.
La joven condesa de Chalais alterna con las damas de la Corte y los altos dignatarios. Las conversaciones de salón, el cotilleo político y social de aquellos parásitos son el pan cotidiano de esta mujer. En estas reuniones hace sus primeras armas y adquiere sus rudimentos diplomáticos, sus conocimientos iniciales, el «savoir faire» que le serán tan preciosos más adelante. Quizá mira con cierta envidia a las damas que reciben las confidencias de los ministros y que forman parte de un sutil engranaje de consejos y opiniones que siempre llegan a oídos del rey, lejano en sus pensamientos y planes políticos y tan cercano, sin embargo, al alcance de todos los que asisten a sus bailes, a sus audiciones musicales, a sus comidas. Ana María de la Trémoille, condesa de Chalais, aprende, dentro de este círculo de sedas y pelucas, a esperar y a seguir las reglas del juego. Pero el destino le tenía preparado otro camino que el de satélite en una Corte. Lo que a los ojos de todos sus conocidos, y para ella misma también debió serlo, supuso una tragedia que rompió la tranquilidad y la rutina de aquella vida, se convirtió con el tiempo en el principio de su fortuna y en la catapulta ciega que le permitiría entrar en la historia. Su apacible tren de vida se descompone con un incidente imprevisto y repentino: una discusión debida a un motivo fútil hace que cuatro hombres tiren de la espada para saldar la cuestión; se entabla un duelo y en muy poco tiempo amigos de uno y otro bando acuden a tomar parte en él. Tres duelistas quedan muertos sobre el campo. Uno de ellos es el duque de Beauvilliers, amigo de la infancia del propio rey. El conde de Chalais, que ha sido uno de los protagonistas del suceso, sabe que puede temer todo de la cólera de Luis XIV, no sólo por la pérdida de un amigo querido, sino también porque los duelos están terminantemente prohibidos y los edictos contra esta práctica son tremendamente duros; la nobleza no puede ya tomarse la justicia por su mano pues para eso existen los tribunales del reino, el contravenir esto supone ponerse en contra abiertamente del rey, en contra del poder absoluto que se está consolidando día a día.
¿Qué hacer? Lo inmediato es ponerse a salvo, alejarse lo más posible del lugar de los hechos. El conde de Chalais alcanza su señorío de Périgord. ¿Está a salvo? No. Definitivamente han pasado los tiempos de la inexpugnabilidad de los dominios feudales; la justicia real le alcanzará en cualquier punto de Francia, ya unificada y con un solo señor reinando en ella. El conde toma la única determinación que puede salvarle: España es un buen refugio para los prófugos franceses, o al menos esto cree él; podría alcanzar el vecino país en poco tiempo.
El rey se muestra benigno con la condesa de Chalais; sabe que el asunto pendiente no es con ella y adopta una actitud pasiva cuando la joven emprende el viaje tras su esposo, que ya ha ganado la capital española. No lleva más séquito que un criado tirando de un mulo en el cual va lo más imprescindible, y con él cruza los Pirineos. Son jornadas agotadoras y tristes; las fondas españolas gozan de merecida fama: incómodas, sucias, con un servicio deficiente... Sin embargo, la condesa de Chalais apenas si se da cuenta. ¿Cómo se encontrará su marido? ¿Cuál va a ser su vida ahora? ¿Serán bien acogidos por la Corte madrileña? Estos pensamientos la acompañan a medida que se acerca a la capital de España, mientras que la impaciencia va atenazando su espíritu y hace que las últimas leguas le parezcan interminables. Cuando al fin entra en Madrid y vuelve a abrazar a su esposo, tiene la sensación de que ha terminado una pesadilla, aunque note que el sueño no ha finalizado.
Hay en Madrid un rey de cinco años, Carlos II, raquítico y desmedrado; un niño débil que se mantiene en pie de verdadero milagro y que muestra todos los estigmas de una fatal conformación física y de la falta de un juicio lo suficientemente esclarecido. Nadie espera que este desgraciado ser pueda vivir mucho tiempo, todos los signos parecen confirmar que el joven monarca morirá pronto. Sin embargo, se arrastrará por palacio como un espectro durante treinta y cinco años. Y como espectros se arrastrarán junto a él todos los que se disputan, en medio de una lucha sorda y encarnizada, el poder, la dirección efectiva de los estados.
Carlos II es el reflejo exacto de su «imperio». A pesar de todos los pronósticos, a pesar de todos los bandazos, de toda su debilidad y descomposición, sobrevive día a día; cuando el fin parece próximo, una tabla providencial, un azar, apoya al enfermo y alarga su agonía. El inmenso barco va a la deriva y, a pesar de sus innumerables vías de agua, sigue navegando perdido, con una tripulación inepta y venal y una estructura totalmente carcomida. La enfermedad que desde tiempo atrás soportaba el imperio, las contradicciones que le han dejado en tal estado de postración, se han esparcido por el cuerpo como un cáncer. Las recientes insurrecciones de Cataluña, Andalucía, Vizcaya, Aragón, Nápoles y Sicilia, sin contar con el levantamiento armado de Portugal, tras el cual logró su total independencia, son una muestra del grado de desintegración a que había llegado el imperio español. La despoblación, la miseria general, la increíble presión fiscal, el desastroso estado de la flota, las cargas feudales que pesaban sobre el pueblo, la expulsión de los moriscos, la corrupción de los validos y gobernantes... Una larga lista en verdad de problemas sin resolver están pegados como lapas en los reinos del inepto Carlos II, quien, además, deberá enfrentarse a la Francia de Luis XIV en cuatro contiendas entre los años 1667-1697. Incapaz de procrear, el último de los Austrias es el resumen y el punto final de una Historia de dos siglos.
Cuando Ana María de la Trémoille llega por vez primera a España, es Mariana de Austria, la madre del rey Hechizado, la que gobierna los estados de su hijo por la menor edad de éste. Aunque, a decir verdad, tampoco gobierna ella en realidad: «Los que en verdad reinaban, eran los monjes. El franciscano de los pies descalzos era pobre, pero el monasterio era rico. El pueblo español vivía sobre todo de sus limosnas, le temía y le obedecía; la Corte estaba bajo su tutela. Estos monjes llenaban las iglesias y también el palacio, el santo y seña venía de ellos, y este santo y seña era poco favorable a Francia.» Así pues, el tratado de los Pirineos no había cambiado la enemistad antigua hacia la nación gala. Pero había más: «La atmósfera era irrespirable en esa corte española, verdadero convento en el que uno se asfixiaba lentamente.»
Y es que la España del XVII y principios del XVIII tiene rasgos que sorprenderían a cualquier francés de la misma época.
Es indicativo lo que al respecto dice Carabias: «El fanatismo, la superstición y la pobreza merman la población y atrofian el progreso; seis millones escasos de habitantes yacen en el marasmo, contemplando la pérdida total de la marina y del comercio, mientras existen más de nueve mil conventos de frailes y cerca de mil de monjas, en cuyos recintos se recluyen cuarenta y seis mil hombres y trece mil mujeres, los cuales, unidos a 298 000 eclesiásticos, componen una cifra de más de 350 000 españoles en estado célibe. El trabajo se reputa como ejercicio vil y la industria, sometida al desprecio y a la voracidad del fisco, muere...»
La frialdad con que los dos jóvenes franceses son acogidos en Madrid y la claustrofobia en la adusta, religiosa e hipócrita corte, les mueve a buscar nuevos refugios. El contraste ha sido demasiado fuerte; el ceremonial austero, el enlutamiento de aquel palacio, las murmuraciones en voz baja de aquellos clérigos y damas protegidas por dueñas, el abrumador estado psicológico que esto supone para los condes de Chalais pesa excesivamente. Y hay más: las ayudas monetarias que pensaban conseguir no vienen tan fácilmente como creían.
Entretanto, el duque de Noirmoutier ha muerto. A pesar del triste suceso, Luis XIV no ablanda su rigor para con la pareja; se está preparando para enzarzarse con España en la guerra de Devolución, primera de las emprendidas bajo el reinado de Carlos II, y sus pensamientos no se detienen en minucias. Es más que probable que su resquemor contra el conde de Chalais, el hombre que le arrebató para siempre la vida de un amigo querido, no se haya disipado todavía. Así pues, la pareja no puede volver todavía a Francia. ¿España? Ya no la soportan más; es preciso partir. En Italia, en Roma, quizá tengan más suerte los dos jóvenes expatriados.
Durante la travesía discuten sus planes futuros: Ana María se quedará en Roma mientras su marido se dirige hacia Venecia; ha decidido ponerse al servicio del Dogo, el cual tiene problemas con los turcos y no desdeñará la ayuda de un gentilhombre francés. Hechos estos planes, ambos se separan. No lo saben en ese momento, pero esta separación será definitiva: muy poco después de establecerse en la capital la condesa recibe una comunicación por medio de un mensajero; en ella le es notificada la muerte de su esposo en un pueblo cercano a Venecia. Este es un momento crítico en la vida de la futura princesa de los Ursinos: lejos de su patria y su familia, en un país que no conoce, con la reciente impresión de la muerte de su padre en su ausencia y el dolor de no haber podido verle por última vez, con el temor de no poder regresar nunca más junto a los suyos... ahora es su marido. La soledad y el desamparo debieron hacer presa en aquel espíritu que llevaba ya mucho tiempo sin conocer la paz y la tranquilidad.
Pero la dulce Italia sí es acogedora. Los dominios del Papa son amables y hospitalarios y las gentes romanas no padecen en absoluto de sentimientos trágicos. El ambiente está impregnado de contemporización y buenas formas; no en vano la diplomacia romana pasa por ser la más sutil de Europa y sus nuncios los mejores provistos de argumentos y latines aptos para envolver al contrario. El Papa es una fuerza que ninguna potencia europea debe olvidar si no quiere incurrir en un grave error de apreciación; Roma tiene un peso específico en la política internacional y su enemistad sólo acarrea problemas.
Ana María, en medio de su dolor, se da cuenta perfecta de esto. Se ha retirado a un convento por dos razones fundamentales: su situación económica no es todo lo buena que pila quisiera; por otro lado, una dama de su situación, viuda, no debe dar una impresión equívoca respecto a su conducta. El convento tiene la solución a estos dos problemas sin suponer un enclaustramiento: su decoro está a salvo sin que pierda el contacto con el mundo exterior; pueda recibir visitas y, de hecho, éstas son muy frecuentes. La colonia francesa en Roma se ha comportado admirablemente con ella, prestándole todo su apoyo y comprensión. Particularmente asiduos del convento son el embajador francés ante la Santa Sede, D’Estrées, y su hermano; a través de ellos le llegan noticias de Francia y de la situación en Roma. Ambos han quedado impresionados por la gracia y el encanto de la condesa de Chalais, por su educación exquisita y su tacto; esa mujer tiene dotes innatas de diplomático, ¿no sería de una gran ayuda dentro de la política?
Dos partidos se disputan la preponderancia en la capital: el francés y el austríaco. Los nobles romanos se definen por sus relaciones con uno u otro y existe una constante actividad; una red de intrigas y presiones para ganar adeptos actúa incesantemente. El partido francés y el austríaco —que es lo mismo que decir español— se disputan el favor de los dignatarios romanos, el inclinar la balanza de su lado puede ser vital para su política en un momento dado. La Corte papal sigue con atención los progresos o fracasos de cada partido, así como la postura de los nobles italianos respecto a ellos: en Roma se entrecruzan todas las influencias, todas las intrigas; y los Papas deben moverse con cuidado y prudencia pues tienen que tener en cuenta dos coordenadas, el poder espiritual de dirección de que son depositarios y su propio carácter de poder temporal.
El punto de equilibrio está en saber conjugar ambos, en luchar por mantener incólume la integridad de sus estados, aunque sea participando en la política de equilibrio europea, sin pisotear los principios de que son el más alto exponente. El que lo consigan o no es otra cosa.
Hay una gran oportunidad para D’Estrées. Flavio, duque de Bracciano, queda viudo en 1674. Pertenece a una de las familias más ilustres de Italia: los Orsini, y sus títulos son innumerables; entre ellos se cuenta la Grandeza de España. De su linaje han salido reyes y Papas; campeón de la Santa Sede, ostenta el honor de permanecer de pie, con la espada desenvainada, en los ceremoniales pontificios. Su anterior esposa era claramente favorable al partido austríaco y éste es el momento de ganárselo: será un gran triunfo el que una de las familias sobre las que se asienta el Papado entre en la órbita francesa.
Ana María de la Trémoílle ha convencido plenamente al embajador francés; su inteligencia y lealtad a Luis XIV la presentan como una pieza maestra en el montaje romano. Ella ya está conforme con el matrimonio que se le propone. Lo importante es ahora atraerse al duque. Para esto, el mismísimo Luis XIV toma parte en el montaje: una carta autógrafa suya expresa sus condolencias por la muerte de su esposa y le anima a tomar una nueva mujer para que no se extinga con él la ilustre rama de los Orsini. A la par, con tacto y delicadeza, el duque de Bracciano va siendo acercado a la condesa de Chalais; en esta especie de conspiración están inmersos amigos, criados, confesores... El rey está siendo informado puntualmente de los progresos del asunto a través de su secretario de Estado para los asuntos exteriores, Pomponne, quien mantiene nutrida correspondencia con Roma.
El príncipe Orsini cae como una mosca en la sutil tela de araña que se ha tendido a su alrededor. Con cincuenta y cinco años, sus títulos y honores pesan bastante más que su dinero. Se lleva una mujer veintitrés años más joven que él y dispuesta a servir a su rey con todos los medios a su alcance. ¿Cómo es el retrato que de ella han hecho sus contemporáneos? Físicamente es más bien alta, con los ojos azules, el rostro lleno de encanto aunque no bello, de noble continente; su conversación es amena y deliciosa, tiene «un equilibrio en su humor que en todo momento y circunstancia la hacía dueña de sí». Altiva y orgullosa en el fondo, su ambición hace que no sienta demasiado escrúpulo en cuanto a los medios que considera necesarios para conseguir los fines propuestos. Verdaderamente, Luis XIV no se ha equivocado al apadrinar este matrimonio.
El palacio Orsini se ha convertido en el centro de la vida social romana. En su marco, la princesa Orsini —o «princese des Ursins», como ella misma se autodenomina afrancesando su nombre italiano— se ha rodeado de una verdadera corte. Su encanto y la finura de su personalidad brillan en las recepciones que tienen lugar en el palacio con la soterrada oposición del duque de Bracciano: su ilustre marido no está en disposición de cubrir estos gastos durante mucho tiempo y así se lo hace saber. Las desavenencias de la pareja comienzan por los problemas monetarios. Pero ¿qué importancia puede tener la ruina de la casa Orsini cuando el servicio del Rey Sol está siendo llevado a cabo a la perfección? En poco tiempo han aumentado los adeptos y simpatizantes de Francia, la duquesa se ha convertido en confidente y consejera de personas importantes, los salones del palacio son los más concurridos de la capital y en él se dan cita los espíritus más selectos, los más grandes políticos, los príncipes de la Iglesia. Incluso Su Santidad cuenta ya con su opinión y ha preguntado más de una vez: «¿Qué piensa sobre esto, madame de Bracciano?»
Desde el punto de vista de Ana María está perfectamente claro que las recepciones deben continuar hasta llegar a la ruina si es preciso. La importancia de su labor en estos momentos quedará más clara si se tiene en cuenta el siguiente episodio: durante su estancia en España había tenido contactos con un abad llamado Portocarrero que ahora hace frecuentes viajes a Roma. Este abad se ha convertido en Primado de las Españas y tiene con ella largas conversaciones sobre política. Este personaje, pieza muy importante de los acontecimientos que se ciernen sobre Madrid, diría más adelante que la duquesa de Bracciano le «convirtió a Francia». No cabe duda de que su marido no está identificado en absoluto con esta labor aunque de los muros de su casa cuelguen las armas de Francia. Se impone una relajación en las relaciones entre ambos y lo mejor para ellos es que la duquesa haga un viaje; por otro lado una serie de circunstancias hacen completamente necesario el alejamiento: ha surgido un problema entre Luis XIV y el Papa Inocencio XI en relación con la cuestión del clero. Naturalmente, el matrimonio Orsini se divide tomando la duquesa el partido de Versalles y su esposo el del Papa según la antigua tradición familiar. Las puertas de Francia ya están abiertas para Ana María de la Trémoille y ésta decide volver a su patria; a la alegría que esto le supone hay que añadir la curiosidad por ver de cerca aquella corte para la que trabaja y la urgencia por arreglar un asunto referente a cierta herencia pendiente.
Cuando llega a Francia toma nota inmediata de los cambios que ha habido durante su ausencia: ya no hay Saint-Germain sino Versalles; los personajes importantes son ahora madame de Montespan, madame de Maintenon y un tal señor Colbert que está plenamente identificado con su señor. La Corte ha tomado unas proporciones desmesuradas y el ritual que la rige no pasa por alto el menor movimiento del menor cortesano. Luis XIV está en la cumbre de su Olimpo y en torno a él florecen las artes y las letras. El vestuario y las buenas formas han llegado a grados hiperbólicos y los efluvios de la grandeza de Francia se pueden aprehender casi físicamente.
La condesa de Chalais, ahora duquesa de Bracciano y princesa Orsini, es bien acogida, con el reconocimiento por su patriótica labor y la curiosidad lógica después de tantos años de forzada ausencia. Ya no está en segundo plano respecto a los dignatarios del rey: su amistad con la favorita del rey, marquesa de Maintenon, es un hecho, y perdurará en el tiempo; el príncipe de Condé, el gran Condé, el héroe, pasea con ella por los jardines de su palacio de Chantilly manteniendo largas conversaciones... ¿Qué tiene que ver esta mujer con la joven— cita de diecisiete años que participaba en los juegos de salón apartada de los importantes?
Pero el reconocimiento de su valía y la total aceptación de que es objeto por la Corte no para ahí. Una de las mayores alegrías de su vida llega cuando el rey decide otorgarle el «Pour» —el «Por»—, uno de los honores más altos a que puede aspirar un noble del séquito real: «Toda Francia ha venido a presentarme sus cumplimientos... me ha sido dado con toda muestra de consideración; en París es muy comentado.» En Versalles. Marly o Fontainebleau, en las habitaciones reservadas a la duquesa de Bracciano en caso de visita, en la puerta de las mismas, se escribirá a partir de este momento: «Pour la duchesse de Bracciano;» es como si el rey en persona le hiciese una reverencia en el umbral. En las otras puertas sólo se escribe el nombre del personaje que ocupa las habitaciones.
Aún quedan cosas que resolver en Francia. Parece propicio para afianzar las posiciones francesas en Roma el celebrar algunos matrimonios entre la nobleza francesa y la italiana; con este fin es arreglada la boda por procuradores entre Angélica, hermana de la duquesa, y el duque de Lanti. Con más dificultades pero también con éxito tiene lugar el matrimonio de mademoiselle de Thianges y el duque Sforza, asimismo a través de procuradores. El papel jugado por Ana María de la Trémoille en estos arreglos es de primer orden: sin su tacto y su influencia en los círculos romanos nunca hubiesen llegado a buen fin estas maniobras diplomáticas.
¿Qué le resta por hacer en Versalles? Absolutamente nada. Ha sido el cerebro de estas bodas, ha sido reconocida su posición y su valía, ha dejado sentadas amistades con importantes personajes... Debe regresar a Italia, allí sigue siendo de indiscutible valor para la causa del Rey Sol. Por otro lado son ya siete los años que han transcurrido desde que dejó a su esposo y no hay que prorrogar más la partida. Acompañada por las nuevas duquesas de Lanti y Sforza regresa a Roma y se reúne con su esposo, cada vez más achacoso y cargado de deudas. Ana María se da cuenta de que no están las cosas como para volver a las recepciones fastuosas y a los días de grandes fiestas en el palacio Orsini, por lo que se dirige al castillo de Bracciano, a quince leguas de Roma. Aquí podrá tomarse un descanso a la vez que evita los gastos a que tendría que hacer frente de vivir en la capital. En el castillo pasa tiempos felices en los que, sin perder de vista la situación política ni los últimos acontecimientos de la arena internacional, la música en los jardines, las diversiones mundanas y los atardeceres en la paz y tranquilidad del campo constituyen el transcurrir de las horas y los días. Las pequeñas orquestas de cámara interpretan aires italianos y franceses, algunos asiduos de la duquesa, en su mayoría diplomáticos de Luis XIV, hacen frecuentes visitas al castillo y departen tranquilamente con ella. Las cartas entre Ana María y su hermana son frecuentes y en ellas parecen diluirse los juegos amables y melancólicos, las insinuaciones sobre caballeros enamorados, un erotismo suave... relajación de la tensión acumulada durante años.
Salvo el conde de Chalais, su primer marido, no se puede afirmar a ciencia cierta que haya existido ningún otro hombre en la vida de Ana María de la Trémoille. Su segundo esposo, el duque de Bracciano, no llegó a significar mucho más que un matrimonio por exigencias políticas, y la desproporción de edad era considerable. Pero en las biografías de la princesa de los Ursinos aparece siempre el nombre del caballero d’Aubigny, secretario suyo a lo largo de mucho tiempo y acompañante sempiterno de la princesa en todos sus desplazamientos. ¿Podría afirmarse que d’Aubigny era algo más que el brazo derecho de la duquesa de Bracciano, algo más que el secretario imprescindible y que se ha ganado su confianza a lo largo del tiempo? Es arriesgado pero no sería descabellado; la compenetración de los dos es casi total, el entendimiento perfecto, ningún problema en años... Posteriormente la princesa tendrá problemas por haberle sido interceptada una carta a d’Aubigny de tono equívoco. Si la princesa de los Ursinos y su secretario d’Aubigny fueron amantes, supieron llevarlo en el más estricto secreto y rodearlo de la más absoluta normalidad.
Pronto sin embargo, va a romperse esta paz. Las relaciones entre el Papa y el rey galo van a verse alteradas nuevamente con motivo de un problema comercial provocado por los embajadores franceses. En virtud de los privilegios diplomáticos son introducidos en Italia toda clase de productos y objetos procedentes de Francia; a través de criados y de intermediarios los dignatarios franceses revenden clandestinamente lo introducido causando un grave quebranto en los negocios de los mercaderes romanos. El embajador francés no admite las indicaciones que hace al respecto Inocencio XI y el problema se radicaliza; el Papa ha excomulgado al embajador y Roma parece un hormiguero irritado. El problema repercute en la familia Orsini: como años atrás, el duque de Bracciano toma el partido del Pontífice mientras que su esposa se coloca al lado de Versalles; las fricciones entre ambos llegan a su paroxismo cuando el duque manda retirar de los muros de palacio las armas de Francia y devuelve a Luis XIV la distinción del Santo Espíritu con que éste le había honrado al comienzo de su segundo matrimonio.
El 20 de junio de 1687 la princesa de los Ursinos vuelve a Francia; la situación familiar, al igual que la reinante en toda Roma, era insostenible. De nuevo se hace imprescindible una cura de tiempo. Y el tiempo son ahora ocho años; ocho años han sido necesarios para olvidar las tensiones y los roces. Además, y esto ha sido importante de cara al problema, Inocencio XI ha muerto y su sucesor, Inocencio XII, tiene intenciones de terminar con la situación que se había creado y de aplacar las querellas de forma amable. Es el momento de regresar.
La muerte del príncipe Orsini es el primer acontecimiento en el que se ve envuelta a su regreso a Roma. Los acreedores dejan poco, después de tomar lo que les corresponde: la duquesa recibe el palacio Orsini con todas las obras de arte que alberga en su interior (la expresión «poco» es, por supuesto, relativa); inmediatamente la duquesa de Bracciano, la viuda del príncipe Orsini, la «princesse des Ursins», se dirige hada el palacio; en la plaza hay congregada mucha gente para presenciar su regreso y tomar nota de sus primeras reacciones. Una carroza se aproxima y se detiene ante el edificio; de ella desciende una dama que penetra en el palacio seguida por algunos acompañantes.
Poco, muy poco tiempo después, los presentes frente al palacio elevan un murmullo de admiración: unos hombres acaban de volver a colocar en la fachada... ¡las armas de Francia!
Carlos II, el rey de España, va a morir. El último de la dinastía de los Austrias no soporta más su agonía diaria y parece haber llegado al fin en el año de 1700. En los pasillos de palacio se comenta en baja voz la paulatina desintegración del desdichado monarca y los espías y diplomáticos redoblan sus esfuerzos por obtener informaciones claras y definitivas sobre la salud y el testamento del rey, así como para volcar los ánimos en favor del país para el que trabajan. El 1 de noviembre Carlos II exhala su último suspiro, un último suspiro que se había hecho esperar demasiado para ciertos intereses.
Toda Europa está pendiente del testamento. El rey ha hecho varios en vida. Dada su esterilidad o su impotencia, a su muerte la corona de España debía pasar a algún príncipe extranjero emparentado con él. El primer testamento concedía preeminencia al candidato José Fernando de Baviera; las presiones de los representantes de intereses contrarios hicieron que el testamento quedase revocado. La muerte del príncipe bávaro hizo desaparecer a uno de los aspirantes y volvió imposible la posibilidad de un segundo testamento a favor de él. En el escenario quedan dos candidaturas: la del archiduque Carlos, hijo del emperador Leopoldo de Alemania y biznieto de Felipe III por línea femenina, y la de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y biznieto de Felipe IV.
Las intrigas y las presiones recorrieron Europa a través de agentes y cancillerías, en las distintas cortes no había otra conversación que la que giraba en tomo a la cuestión española, mientras que los embajadores alemán y francés en Madrid, «con sus respectivas cohortes de agentes y espías (la lucha entre ambos) daba a la capital la apariencia de una ciudad en guerra con las espadas todavía enfundadas. El pobre rey, sometido a las presiones de unos y otros, vivía en un estado moral deplorable».
¿Es cierto que el segundo testamento designaba sucesor al archiduque de Austria? No hay que olvidar que en la Villa y Corte la fracción dominante, la que gozaba del mayor número de partidarios, era la alemana. En un momento determinado el cardenal Portocarrero se habría encerrado con el rey en lo* aposentos de éste y, tras quemar este testamento, presentaría a la real firma otro documento en el que se tomaba partido por la candidatura de Felipe de Anjou; Carlos II puso al pie del testamento: «Yo, el Rey.»
La segunda explicación quiere que el monarca español hubiese firmado tres testamentos: dos a favor de José Femando de Baviera y el tercero a favor del candidato francés. En último extremo todo se jugaba entre los intereses de Luis XIV y las potencias que no deseaban ver alterado el equilibrio con una nueva unión de las dos ramas austríacas de un lado, y los partidarios españoles y alemanes de esta unión por otro. Tampoco se puede olvidar que, antes de conocerse el tercer y definitivo testamento, el rey francés había suscrito dos tratados de reparto de la Monarquía hispana con Inglaterra y Holanda (La Haya 1698, Londres. 1699); una vez conocida la designación, Luis XIV da marcha atrás y, en Versalles, en presencia del embajador español, proclama rey de España a su nieto. Inmediatamente las potencias firman la alianza de la Haya: Inglaterra, Holanda, Prusia, Portugal, Saboya y Alemania declaran la guerra en 1701 a Francia y España. Comienza la que se ha dado en llamar Guerra de Sucesión; Luis XIV y su nieto, que ha tomado el nombre de Felipe V, pelean contra las restantes potencias, cuya cabeza visible es el archiduque, quien, a su vez, se ha autodenominado Carlos III. La lucha tiene altibajos; en dos momentos Felipe V se vio obligado a abandonar Madrid ante los avances de las tropas del archiduque, quien cuenta con el apoyo de amplios sectores de la población del país. Las provincias de Levante, Cataluña, Aragón y Valencia, son las que más entusiásticamente le apoyan: las escuadras aliadas recorren la costa fomentando los levantamientos contra Felipe V; el movimiento de Vich y la proclamación del archiduque como rey de España en Denia, que tuvieron lugar en 1705, inauguran una etapa en la guerra que puede ser considerada como verdadera lucha civil. Al paso que la flota anglo-holandesa presiona tanto en Andalucía como en la costa oriental, contingentes de tropas antifilipinas penetran por Extremadura procedentes de Portugal. Y en el exterior la suerte de las armas no es más favorable: los aliados se han apoderado de Nápoles y el Milanesado y el Papa Clemente XI ha reconocido al pretendiente austríaco como rey de España; en los Países Bajos los ejércitos franceses han sufrido una serie de derrotas que han dejado el territorio en poder de los imperiales.
Luis XIV, viendo el sesgo que han tomado las cosas, hace gestiones para iniciar las conversaciones de paz. Estos intentos no pasarán de ahí pues las condiciones son excesivamente duras; la principal de ellas es, por supuesto, la renuncia inmediata de Felipe a la corona española. Y no hay que olvidar que el mismo nieto del rey francés se opone con fuerza a cualquier concesión desmesurada para lograr la paz: el título de «Animoso», que no deja de ser inexacto si se observa el carácter del monarca, define el espíritu que le movió durante la guerra, o mejor, el espíritu de quien le movió durante la guerra.
. La lucha prosigue y los hados se muestran propicios para la causa del pretendiente francés a partir de 1710. Las batallas de Brihuega y Villaviciosa destrozan a los ejércitos de Carlos (III) tras la reconquista de la capital. Vendóme es el artífice de estas dos victorias. El archiduque, huyendo de Madrid, tiene que refugiarse en Barcelona, ciudad en la que se encontraba desde hacía dos años la mujer con la que se había casado por poderes, Isabel Cristina de Brunswick. También en el exterior se halla comprometida la causa del austríaco: Luis XIV se apunta sendas victorias en Denain y Douai, al paso que los acontecimientos de Austria hacen aún más problemática su subida al trono español. En efecto; José I, hermano del archiduque, acaba de morir y debe sucederle. Si los aliados siguen luchando por hacerle rey de España, no conseguirían más que ver restablecida la unidad del antiguo imperio de Carlos V.
Estas circunstancias y el agotamiento de los contendientes, el cansancio tras diez años de guerra en todos los frentes, llevan a los representantes a la mesa de las negociaciones. Los tratados de paz de Utrecht de los años 1713, 1714 y 1715 incluyen la promesa de Felipe V de que nunca se unirían en la misma persona las coronas francesa y española, y reconocen la pérdida de Sicilia, Gibraltar y Menorca, así como la concesión de importantes privilegios a Inglaterra en el comercio con América: el «derecho de asiento» y el «navío de permiso».
Y no se reducen a esto las pérdidas españolas tras la guerra. El archiduque había exigido que le fuesen cedidos los estados de Aragón y el Rosellón; al no ser aceptadas sus condiciones, solicitó que Cataluña se transformara en estado independiente bajo la supervisión de las potencias aliadas. Con esto pretendía atender las peticiones que continuamente le hacían los catalanes, celosos de sus fueros y partidarios suyos durante la guerra. Pero las condiciones no son en absoluto favorables al archiduque; ante la gravedad de la situación ordena que sean retiradas las tropas que aún permanecen en la región y decide firmar la paz: el tratado de Rastadt de 1714 encierra la pérdida de las últimas posesiones de España en el continente; los Países Bajos católicos, o sea, Bélgica y Luxemburgo, Cerdeña, el Milanesado y Nápoles (que correspondía a la mitad sur de la península italiana) pasan a la corona austríaca.
Pero ya se han reunido las cortes catalanas ante la gravedad de la situación. Abandonados a su suerte, los procuradores y las autoridades deciden a pesar de todo resistir. Rodeada Barcelona por las tropas hispano-francesas del duque de Berwick, el heroísmo de la población no puede evitar la caída de la dudad. Con la inmediata abolición de fueros y privilegios de Cataluña y Mallorca y con toda suerte de medidas represivas y centralizadoras da fin la guerra de Sucesión: Felipe V comienza su reinado efectivo, un reinado que, sin tener en cuenta los años de la guerra, durará más de treinta.
Pero debemos retroceder en el tiempo ya que los años de la contienda son del máximo interés para nosotros. Mientras que la princesa de los Ursinos está en Roma, Luis XIV proclama rey de España a su nieto. El duque de Anjou sólo cuenta diecisiete años y su abuelo conoce su poca madurez. A pesar de todo, es el rey de España y su viaje a Madrid ineludible; es preciso, pues, buscarle consejeros, rodearle de personas que puedan asistirle con su experiencia y su madurez en la tarea que se le presenta. En cuanto a su mujer, ¿quién va a ser su acompañante? María Luisa de Saboya, hermana de la duquesa de Borgoña y nieta de «Monsieur», el hermano del rey, es la que ha sido elegida como esposa del joven Felipe; tiene trece años ¿qué dama va a asistirla?
La princesa de los Ursinos se ofrece. Tiene grandes amigos en España, habla bien el idioma, ostenta un título de grandeza... Su experiencia política y su lealtad a Francia son, por otro lado, una garantía para el Rey Sol. Es la mujer indicada y ella lo sabe. Conducirá a la niña a Madrid y permanecerá junto a los jóvenes monarcas.
Un mes después de la entrada de Felipe V en Madrid recibe en Roma una misiva en la que éste le pide que lleve a María Luisa a España: nombrada Camarera Mayor de la reina, la cual no conoce aún a su esposo en persona, se despide de sus amigos romanos y, con el imprescindible d’Aubigny acompañándole, sale de la ciudad el 20 de agosto de 1701.
El viaje, comenzado por mar, cansa y marea a la joven reina.
Y los recuerdos la asaltan: su familia, sus amigas, los lugares conocidos... ¿Cómo será ese príncipe con el que la han casado por poderes? ¿Es tan guapo y atento como le han dicho? Los vómitos, los llantos y la tristeza de la niña obligan a multiplicarse a la princesa de los Ursinos y la deciden a continuar el viaje por tierra.
Todo parece ir mejor, pero la frontera se va acercando y a las damas piamontesas les queda poco tiempo de permanencia junto a la reina. Las instrucciones de Luis XIV al respecto son terminantes: ni una sola debe pasar a España; la princesa de los Ursinos se muestra inflexible al respecto. El desconsuelo de María Luisa, las lágrimas que derrama, no hacen contravenir las órdenes; sus queridas compañeras, las mujeres que la han acompañado desde su más tierna infancia, no pasan la línea prohibida. La despedida es triste y dolorosa. Es éste el momento en que Ana María de la Trémoille debe empezar a desplegar todo su encanto y toda su experiencia para paliar la sensación de soledad y pena de que es presa la niña.
«No quiero que se vayan ¡Por favor, señora, no nos obliguéis a separamos!»
«Majestad, debéis comprender que tenéis una gran misión que cumplir y que toda vuestra familia confía en que estéis a la altura de ella.»
«Y ¿por qué debo sufrir el tenerme que despedir de mis queridas compañeras? ¿Por qué razón no podemos seguir juntas hasta Madrid?»
«Tened en cuenta que ahora sois la reina de España. Os debéis dedicar únicamente a servir a vuestro esposo y al pueblo español; ambos os están aguardando y seguramente no les gustará encontrar a una reina que llora porque sus acompañantes la dejan junto a su marido y sus súbditos. En Madrid os aguarda vuestra propia corte, y todos están deseosos de quereros y serviros. Creedme; no os encontraréis sola en ningún momento. Vuestras damas estarán felices si os ven despediros con alegría y les prometéis escribir a menudo. Y sabed que yo sigo junto a vos y que, como hasta aquí, podéis contar conmigo para todo lo que deseéis. Me tendréis siempre a vuestro lado y me encargaré de regañaros si os veo triste sin motivo alguno.
»Ahora mostraos alegre y no hagáis que vuestras damas se queden preocupadas; despedidlas con cariño y sin tristeza y pensad que os aguardan días llenos de felicidad.»
María Luisa es una niña, pero también es una reina. Es difícil saber cómo hay que hablarle y la princesa ha hecho uso de toda su perspicacia; el ascendiente que tendrá sobre ella nace ya en estos primeros contactos. Su tacto y su madurez, unidos a la juventud de la reina, no podían dar otro resultado si además pensamos en la soledad que debió sentir ésta en los primeros momentos de su estancia en España.
El primer encuentro de los jóvenes esposos tiene características novelescas. La comitiva de María Luisa se dirige hada Figueras mientras que Felipe, durante d viaje de su esposa, ha ido subiendo desde Madrid hada Barcelona, al encuentro de ella. Muy cerca ya de Figueras, un jinete se va acercando hacia el polvo que levanta el grupo que conduce a la reina. Los soldados, que van en primer lugar, le dejan llegar hasta el coche de María Luisa. Cuando ésta asoma su cara por entre las cortinillas, ve ante ella a un joven que la observa con atención y simpatía. Aunque nunca ha visto en persona al rey, sí ha tenido en sus manos varios retratos suyos y le reconoce inmediatamente; de todas formas, su boca se abre para hacer una pregunta entre tímida y maliciosa:
«¿Quién sois?»
Y el joven, con la sonrisa en los labios, responde:
«Soy don Felipe, rey de España.»
Tras lo cual vuelve grupas y galopa de nuevo hacia Figueras. Es el 3 de octubre del año 1701.
Por algún tiempo podrán gozar de tranquilidad. Se han instalado en palacio y la princesa de los Ursinos ha montado en él una verdadera casa civil propia. Entre sus colaboradores se encuentra Orry, genio de las finanzas, discípulo de Colbert, que va a intentar poner orden y sanear la catastrófica hacienda española. Ha sido enviado por Torcy a Portocarrero y su margen de independencia debe ser tan amplio como lo permitan las circunstancias para que su misión sea llevada a buen término.
Los correos a Versalles son continuos. A la corte francesa llega todo lo que Ana María de la Trémoille considera importante y desde aquélla afluyen las indicaciones e instrucciones para los problemas más apremiantes. Y no queda ahí todo. No es sólo de política de lo que debe encargarse la princesa de los Ursinos: enfados entre los esposos, instalación de los mismos, problemas de etiqueta con los españoles, ganarse a los distantes y susceptibles Grandes, ceremonias... y las funciones propias de su cargo de Camarera Mayor. Está al tanto de todo. Estos fragmentos de una carta a Versalles son explícitos al respecto: «...no tengo el menor respiro y ni siquiera encuentro tiempo para hablar a mi secretario... a pesar de la vida de forzado que llevo, me porto bien... No sé cuál de Sus Majestades me hace el honor de quererme más...»
Se está haciendo indispensable a los reyes; a la sombra de ambos, es ella la que dicta su conducta, la que aconseja, la que gobierna. A través de María Luisa, sus opiniones y consignas, siempre envueltas en la recomendación, en el razonamiento lógico dicho como al azar y con cierta dosis de despreocupación. Habla al rey a través de la reina, la cual se siente cada vez más unida a ella al verla como la servidora fiel que todo lo arregla, la persona juiciosa que tiene solución para cualquier problema, la compañera que la entiende y la quiere, la mujer de edad que está pendiente del menor detalle. Así debe ser en un principio. Llegará el momento en que pueda gobernar sin estar a la sombra, como primera figura y mentora indiscutible.
Y esto en un doble sentido: no sólo se está haciendo imprescindible a los soberanos, también Versalles ve en pila el elemento, el puente precioso que liga las dos cortes; mucho tiempo y muchos cambios serán necesarios para que pueda ser sustituida.
¿Quién es el principal punto de apoyo de la política francesa en Madrid? El cardenal Portocarrero, el hombre que hablaba con ella en Italia y al que trabajó con tanto esmero. He aquí uno de los frutos de sus servicios italianos a Luis XIV. La princesa de los Ursinos y el Primado de España se ayudan y se compenetran; es el viejo prelado el que ha recibido la tácita delegación de los poderes de gobierno de manos de Felipe V. El joven y pasivo monarca tiene suficiente con su esposa y las diversiones que le son proporcionadas, con las llorosas cartas que escribe a su omnipotente abuelo contándole las riñas y enfados con María Luisa. Portocarrero y la Trémoille van asestando golpes a los partidarios del archiduque: una ardua tarea, dado el número de éstos y la importancia de algunos de sus cargos. Se trata de separarles de sus funciones, hacerles menos peligrosos sustituyéndoles por los adictos al Borbón. Así es como el obispo de Segovia, el Gran Inquisidor Mendoza, presenta su dimisión tras una serie de afrentas; lo mismo ocurre con el almirante de Castilla, el cual es sustituido en su cargo de Caballerizo Mayor del Reino por el duque de Medina Sidonia. La entente durará mientras que Portocarrero no esté quemado por sus imprudencias. El cardenal, partidario de los usos y la política francesa, va a apoyar con demasiado ímpetu los intentos de Orry por reformar las finanzas y forzará la eliminación y la licencia de tantos cargos honoríficos que, como una verdadera plaga, se encuentran pegados al cuerpo del país mientras que la mayoría del pueblo mendiga, pasa hambre y está sumido en la ignorancia y el embrutecimiento más totales. Pero una cosa es la necesidad de eliminar estas prebendas y otra muy distinta es la forma de llevar a cabo la tarea. Portocarrero «no tenía las condiciones de un primer ministro. Sus miras eran cortas y su sentido de la realidad bastante limitado. En su esfuerzo por modernizar España, se pasó de la raya...»
Ya se ha ganado muchos enemigos por esta razón. También se los ha ganado por su política de dar cargos a los eclesiásticos; muchos puestos importantes de la burocracia y la administración estatal están ocupados por clérigos. La princesa se ha percatado de estos fallos y de la personalidad contradictoria del Primado, a caballo entre el conservadurismo más feroz en muchos aspectos y la afición a lo francés más apresurada. Sabe que su caída es cuestión de tiempo y se limita a hacer una suave y continua labor de zapa y descrédito. Entretanto, su influencia sigue en aumento: ha conseguido penetrar en el «Despacho», especie de consejo secreto en el que solamente toman asiento los reyes, Portocarrero y Arias. Con diplomacia, sin aparentar; con la vista fija en su labor de bordado, toma nota de todo lo que allí se dice, de todo lo que se comenta y decide. Su trabajo ya está hecho antes de entrar en la reunión pues su contacto con la reina es continuo, pero una palabra, una frase en el momento oportuno, una mirada a María Luisa o a Felipe puede significar mucho y tener consecuencias que el viejo cardenal no imaginaba. Ya ha intentado controlar al poderoso ministro, dirigir y arreglar sus desviaciones, pero el orgullo y la mediocridad de éste han puesto una barrera a sus intentos. Hay que cambiar, pues, la táctica y aguardar. Mientras, empieza a atraerse al conde de Montellano; se trata, según sus propias palabras, de «un hombre maduro, político, incapaz de doble juego y de adular, y buen cristiano». El conde detesta la invasión de franceses y austríacos, los intereses creados por los adictos a una u otra fracción; no le interesa que el rey que está en el trono de España sea francés o cualquier otra cosa, lo único que persigue es que una vez que es rey de España gobierne para los españoles y aleje de su lado camarillas y parásitos, manteniendo una política de independencia respecto a su país de origen.
Pero la tranquilidad, relativa por supuesto, ya está amenazada definitivamente. En Italia ya están luchando los austríacos en nombre del pretendiente alemán; el príncipe Eugenio se enfrenta a las tropas francesas de Vendóme y las posesiones de la península itálica están revueltas. Felipe V ha sentido unos repentinos impulsos guerreros y manifiesta su intención de dirigirse al teatro de la lucha. A Luis XIV no le parece mal la idea de su nieto; desde los tiempos del emperador Carlos, ningún rey español había visitado a sus súbditos italianos y el Rey Sol sabe que la conflagración que se ha iniciado no será un simple paseo militar; la presencia de Felipe dará ánimos a los italianos.
Portocarrero no está de acuerdo con estos planes: ¿quién va a gobernar el país mientras tanto? Las tradiciones de España quieren, desde Carlos V, que su monarca sea una momia hierática que no juegue a guerras; estas veleidades del francés no le convencen y así lo hace notar en sus cartas a Versalles. Al fin, acepta la solución de que María Luisa quede en España como Regente acompañada por la princesa de los Ursinos. Ana María ha prestado todo su entusiasmo a la idea del rey; independientemente de que el viaje sea positivo para Francia (cuyos intereses son en este momento los del gobierno de Madrid), la partida de Felipe V le deja las manos más libres para actuar. Los sufrimientos que asaltan a los esposos por la separación no son óbice para que el 5 de abril de 1702 el rey se embarque en la galera francesa «Foudroyant», que ha fondeado en Barcelona, junto con su eterno confesor y consejero, padre Daubenton, de la Compañía de Jesús.
La reina y la princesa de los Ursinos salen de Barcelona. Se dirigen a la capital, donde tendrá lugar el establecimiento definitivo; pero antes se detienen en Zaragoza: María Luisa presidirá la reunión de los Estados Generales del reino aragonés, las Cortes. Desde tiempos de Germana de Foix ninguna reina ha presidido reunión alguna de los «brazos»: hidalgos, alta nobleza, baja nobleza y clero; uno de los móviles es la obtención de 500.000 escudos para sufragar parte de los gastos del viaje del rey.
En la sesión de apertura ambas mujeres tienen ocasión de ver en la práctica el orgullo con que los aragoneses defienden sus fueros. En alta voz, retumbando en la sala, las palabras que escuchan tienen ecos de grandeza: «Nosotros, que valemos tanto como vos, nosotros os aceptamos como reina nuestra, a condición de que sean mantenidos todos nuestros derechos, leyes y prerrogativas; si no, no.» Y las Cortes de Aragón dejan muy claro que estudiarán la petición de la reina e intentarán complacerla siempre que no se les apresure y que la soberana asista hasta el final a sus deliberaciones.
Los problemas comienzan cuando Portocarrero empieza a dar prisas desde la capital; el cardenal se está exasperando por la prolongada ausencia de la reina y presiona continuamente exigiendo que regrese de inmediato. Es la princesa la que, como de costumbre, se encarga del grueso de la responsabilidad y el trabajo: cartas, conversaciones... y su inteligencia funcionando para tratar de encontrar una solución. Pero el tiempo pasa y las Cortes aragonesas van demasiado lentas en sus acuerdos y deliberaciones; la princesa de los Ursinos informa a la Asamblea de que la reina parte a Madrid, que es donde está su sitio, mientras que intenta paliar los efectos contraproducentes de tal decisión en los aragoneses.
Las Cortes se pliegan, pero haciendo notar su descontento: los 500.000 escudos quedan reducidos a 100.000.
En Madrid les aguarda la recepción de los Grandes. El recibimiento no puede por menos que impresionar a la joven soberana; el silencio y el hieratismo no son lo más adecuado para una muchachita de catorce años. Hay más. Casi pueden sentirse las miradas que las damas, las trescientas damas de la corte española, dirigen a la princesa y las que intercambian entre sí. El cargo de Camarera Mayor de la reina es algo que muchas de ellas han ambicionado; consideran con orgullo sus títulos y su nobleza y no miran con simpatía a aquella advenediza que ahora marcha en primer lugar tras la reina sin parecer muy impresionada en su inicial contacto con ellas. En cuanto a la reina, casi con seguridad se puede afirmar que ya en la ceremonia del besamanos se ha ganado a los cortesanos. Su frescura infantil, junto a su prudencia y dulzura, ha agradado a aquellos serios y ceremoniosos señores.
Son dos frentes en principio los que deben ser cubiertos: el del gobierno y el de las relaciones en palacio; éstas tienen sus reglas, sus misterios, y no se puede despreciar a nadie por insignificante que pueda parecer, ya sea un bufón o un pobre servidor. Y Ana María sabe que no debe desechar estas preciosas ayudas, al menos por el momento. En cuanto al gobierno, existe una Junta en la que se sientan los ministros y que decide lo que se debe hacer. La reina Regente ostenta su presidencia y se aburre en sus sesiones: «Esta ocupación me honra, pero no es muy divertida para una cabeza tan joven como la mía; los asuntos van con una lentitud extraordinaria, quizá sean mi vivacidad natural y mi poca experiencia las que me hacen creer que los ministros harían bien en ir más de prisa...» La princesa de los Ursinos está detrás de ella, sigue cultivando sus cualidades, sigue siendo su compañera predilecta a pesar de la diferencia de edad, sigue gobernando imperceptiblemente a través de ella y se da cuenta de que el rey debe volver ya. María Luisa se porta maravillosamente; los barcos ingleses y holandeses rondan las costas, la tormenta que se avecina puede entreverse en ese desembarco que han efectuado en Cádiz, y ella anima a los componentes de la Junta y les insufla optimismo. Ha llegado a proponer que le permitan marchar, a caballo, hacia Andalucía para animar «a los pueblos». Pero su Camarera Mayor sabe que el regreso del rey empieza a ser necesario.
En Italia ha ocurrido algo extraño, algo que ha dejado sorprendida a mucha gente. Felipe V, que había llegado con tantos ánimos, está prácticamente enclaustrado en Nápoles y es presa de la apatía más impresionante. La carta que el marqués de Louville, su amigo y leal consejero, envía a Torcy es suficientemente aclaratoria: «...temo, con sobradas razones, que sea peor que su tío Carlos II. Es... más perezoso, y no tiene en absoluto tanto espíritu. Su mejor cualidad es que no tiene malicia. Ha declarado a su confesor que no quería ni leer ni trabajar fuera de las horas de su Despacho... juguetea y hace el bobo continuamente de una forma que hace vomitar y sé que aburre incluso al señor Benavente. No tiene valor ni honor, no se preocupa lo más mínimo por la guerra ni las tropas... me ha dicho que le encantaría no ser rey, que le subleva el serlo, y que preferiría que su hermano lo fuese en su lugar. No le atrae ningún placer salvo el tirar, y dijo que se pasaría de la mañana a la noche disparando contra los gorriones desde su ventana... Los españoles dicen que le creen resucitado (a Carlos II), y lo que me desespera es que le conocen maravillosamente y que no hay un solo Grande que no tenga mi misma opinión.»
El primer Borbón no está mostrando tanto espíritu como su joven esposa, y no está a la altura de las circunstancias. Es un pelele neurasténico que llora al acordarse de María Luisa y que se confiesa tres veces al día. Hipocondríaco en grado superlativo, llama a voces a su médico sorprendiendo a todo el mundo en sus espantos repentinos. Cuando al llegar a Italia comprende que lo que se ha desatado es una verdadera guerra y no una partida de caza o un paseo de brillantes uniformes, se siente aquejado por escrúpulos religiosos y siente miedo por ser él quien desencadena las furias de la lucha; piensa en renunciar y mantiene interminables conversaciones con su confesor, el cual «debe usar de toda su elocuencia, invocar a los designios del Señor, para que el desolado Felipe tenga una visión sana y razonable de su situación».
Las noticias que llegan a Versalles son alarmantes y la decisión inmediata: Felipe debe unirse rápidamente al ejército que, a las órdenes de Vendóme, le está aguardando en el Milanesado.
Su comportamiento en la lucha es bueno; no da motivos de descontento a nadie, aunque tampoco se revela como un estratega o, simplemente, como un mediano conductor de hombres; Vendóme es el verdadero director y a quien en realidad corresponden muchos de los honores y alabanzas que, un poco precipitadamente, se vuelcan en el joven rey. Para acabar de curarse, tras su participación activa en la lucha, debe volver a Madrid. Y no sólo por esta razón: la ciudad está revuelta; los partidarios del archiduque se están moviendo y las cosas se complican por momentos. Lo ocurrido con el almirante de Castilla es un botón de muestra de lo que puede pasar en cualquier momento, un exponente de la actitud que podrían adoptar algunos Grandes en cuanto se radicalizasen aún más las cosas.
La princesa de los Ursinos, cuya vigilancia no desfallece un sólo instante, ha descubierto las intrigas a favor de Carlos (III) dirigidas por el almirante. En realidad no son todavía hechos de gravedad; pero lo mejor, dadas las circunstancias, es alejar al personaje y situarlo en un lugar donde se encuentre bien sujeto; ¿por qué no enviarle como embajador a Francia? El nombramiento se hace con toda rapidez: Portocarrero y la Trémoille se han puesto de acuerdo y obran de consuno mientras que el Grande parece halagado por su próxima función y recibe de la princesa consejos e indicaciones sobre los usos de Versalles y los gustos de Luis XIV. Ana María dirá de él que «conoce perfectamente España y podrá hablar sobre ella con más autoridad que ningún otro, con tal que no deje mezclarse la pasión».
El almirante de Castilla parte hacia Versalles con gran aparato; pero, cuando nadie sospecha sus intenciones, deja la ruta y cabalga a toda prisa hacia Portugal: sesenta y cuatro manifiestos a favor del pretendiente austríaco, en los que se llama a la lucha a favor de éste, dejan perfectamente clara su postura al respecto. El gobierno, sorprendido, le declara rebelde y le condena a la última pena por contumacia sin atreverse a detener o tomar represalias en las personas de sus parientes y amigos, los cuales logran impedir que sea quemada en público su efigie.
Así están las cosas cuando llegan a Madrid los estandartes que han sido arrebatados al ejército austríaco en Italia, anuncio inminente de la vuelta del rey. Felipe V debe ser puesto al corriente inmediatamente de la situación en España y del magro servicio que los poco eficaces Arias y Portocarrero están haciendo a su causa con la política de exasperación que llevan a cabo. El rey acepta la medida de la destitución de Arias, pero ¿y el Primado? La amistad que le ha unido a la princesa de los Ursinos desde que ésta llegó por vez primera a España, sus contactos con ella en Italia, los primeros tiempos de colaboración... todo eso queda relegado ante la razón de estado: su labor como máximo detentador del poder se vuelve contra los intereses del rey al que ha ayudado a elevar al trono; cada día se gana nuevos enemigos, su abierta y poco prudente defensa* del dan francés suscita resquemores y enfrentamiento, lo cual, unido a su falta de visión política, hace precisa su destitución. Sin embargo, el anciano prelado no puede ser desechado de la misma forma que su colaborador Arias; el método a seguir con él es la continua labor de zapa, el hacerle imposible e ingrata su tarea, el desprestigiarle con golpes bajos.
Por lo pronto, su cargo de inspector general de finanzas desaparece: Orry y Bergueick serán los únicos encargados de los asuntos financieros y sólo ante el rey (y ante Versalles) tendrán que presentar cuentas de su actuación. Por otro lado, la princesa consigue que el conde de Montellano entre en el Despacho; hombres como él son los que necesita a su lado Felipe en estos momentos: independiente, honesto, sin el exagerado castellanismo de Portocarrero y sin ningún tipo de sometimiento a partidos o camarillas, sólo obsesionado por el bien de su país. No sólo a esto se reduce la labor por hacer perder fuerza al cardenal. Las sesiones del gobierno se tienen a unas horas en que, por lo avanzadas y la precariedad de su salud, el poderoso ministro no puede estar presente; las afrentas se multiplican: a pesar de su edad, de su cargo y de su carácter de religioso, un día recibe la notificación de su nombramiento como, capitán de los Guardias de Palacio... El orgullo y la dignidad que en estas desgracias mantuvo el cardenal no pueden pasarse por alto. Lo que más le duele es saber a quién tiene que agradecer todo este cúmulo de ofensas; para cualquier otro menos enterado, para un observador superficial, la silenciosa y discreta Camarera Mayor no constituye nada especial; si algo hay que destacar en ella, es el celo y la perfección con que lleva a cabo su tarea y su carácter de francesa, dato que, lógicamente, la hará tomar partido por el grupo galo en los problemas que diariamente surgen. Pero Portocarrero no es un observador sin datos. Conoce desde hace tiempo a la mujer y sabe todo lo que puede dar de sí; está al tanto de su tremenda influencia sobre los monarcas y ha sido su cómplice en multitud de maniobras. Ha visto cómo medidas que parecían imposibles de tomar, soluciones consideradas irrealizables, se hacían tangibles tras una conversación con la Camarera Mayor; está enterado de muchos de sus movimientos e intuye que otros están fuera de su control. El giro que está dando la princesa no se le escapa; su orgullo y obstinación, el sentirse imprescindible y la larga amistad que le unía con la Trémoille no le dejan sin embargo aceptar su decadencia.
Época ésta de enfrentamientos. Las relaciones de la princesa de los Ursinos con algunos de sus antiguos conocidos van a adoptar formas de claro antagonismo. El primero ha sido el cardenal Portocarrero, cuyo caso está visto para sentencia. Ahora es otro viejo amigo de Italia el que se cruza en su camino: el cardenal embajador D’Estrées, el cual ha llegado para sustituir al antiguo embajador de Versalles en España.
La Corte sale a Guadalajara a recibir a Felipe V, que regresa triunfal de su viaje a Italia. D’Estrées viene con él. Ana María hace su primer cambio de impresiones con el cardenal y bien pronto se da cuenta de que las relaciones entre los dos no serán como en Roma; D’Estrées trae ideas propias sobre cómo gobernar en Madrid y no admite competidores ni discusiones. Preconiza una política autoritaria, de fuerza; si el rey es débil, su primer ministro debe compensar con una actuación dura y sin contemplaciones. Los problemas comienzan en la capital. Irascible y soberbio, el viejo embajador insulta a los ministros españoles en el Despacho y Portocarrero se niega a volver a él mientras el francés lleve la batuta.
D’Estrées, aliado con Daubenton y con su sobrino el abad D’Estrées, continúa cometiendo estupideces. Se exalta por la vestimenta española que porta el rey en público y lo comunica sin tardanza a Versalles, rellenando la carta con las sugerencias más peregrinas sobre la princesa y su forma de actuar. En otro momento, valiéndose de su carácter de diplomático, intenta penetrar en los aposentos de la reina sin pedir permiso: Ana María, en la puerta, le recuerda que no está en Francia y le impide pasar hasta que María Luisa no le haya dado su consentimiento. Los ánimos no sólo están exaltados en el palacio; la gente ha manifestado su descontento respecto al colonialismo a que el cardenal quiere someter a España, subordinándola en todo y por todo a Francia. Si bien esto ya ocurría anteriormente, las formas eran, al menos, más sutiles y el carácter despótico y tiránico no había aparecido con la claridad y la fuerza de ahora. Hasta tal punto el pueblo de Madrid odia a D’Estrées y su camarilla francesa que el Corregidor ha declarado no hacerse responsable de la seguridad de éstos.
La princesa sugiere que, para solucionar de alguna forma el asunto del Despacho, éste no tenga lugar más que entre el rey y su secretario, marqués de Rivas. Aunque antes y después sea el cardenal quien dirija y ordene, aunque sea informado de todo continuamente, la gente no verá monopolizado el más alto organismo de gobierno por la férula francesa. El embajador no está en absoluto de acuerdo, pero debe ceder ya que los monarcas han aceptado con entusiasmo la sugerencia.
Los correos a Versalles son continuos. El marqués de Louville, aliado del cardenal, escribe a Torcy en los siguientes términos: «...he ahí todo el misterio, es la princesa de los Ursinos la que está a la cabeza de los españoles y la que, por el ascendiente que tiene en el ánimo de la reina, acaba de arruinar en tres días lo que intentamos establecer en dos años». Y también: «Es imposible creer el odio que esta mujer tiene a Francia.» D’Estrées no se queda atrás; sus sugerencias, no directamente dirigidas a Luis XIV como es lógico, se refieren incluso a la reina, a la joven María Luisa, acusándola de albergar un odio universal: a Francia, a su hermana la duquesa de Borgoña, a su esposo Felipe... Las calumnias llegan hasta el extremo de involucrar a la reina y a la princesa en un hipotético plan para envenenar al rey, tras lo cual María Luisa se casaría con el archiduque. Cuando se entera de que Felipe V recibe lecciones de historia y estrategia de D’Aubigny y de que es éste quien corrige sus cartas y le ayuda a redactarlas, su cólera no tiene límites, se imagina un gigantesco complot que hace del rey un pelele en manos de otro pelele, en manos del secretario de la odiada princesa, el cual, para mayor escarnio, se ha españolizado y se hace llamar Don Luis... El rey es débil y es a quien hay que atacar y atraerse; para ello cuenta con Daubenton, su confesor, el cual martiriza al pobre monarca con sus sermones y sus terrores infernales. Pero no cuentan con una cosa: el rey es débil, lo es hasta tal punto que, tras haber quedado de acuerdo con ellos sobre algún punto, lo olvida en pocas horas o a los cinco minutos si habla con su esposa; y la labor debe recomenzar en el mismo punto anterior.
Sin embargo, no sólo la camarilla del embajador escribe a Versalles. La princesa de los Ursinos lo hace, y con mayor sutileza. Sus cartas no acusan a nadie directamente, lo único que hacen es pedir al rey francés que la saque de España y le permita volver a Roma: «Debo demasiado a Vuestra Majestad y mi apego a sus Católicas Majestades es demasiado sincero para ser indiferente al bien o al mal que puede sobrevenir.» Y la reina es muy clara en sus misivas a Luis XIV: «Si para ser reina tuviese que ver todos los días a este cardenal, preferiría arrojar mi corona al Manzanares.» No oculta sus sentimientos en ningún momento: «Mi marido y yo le detestamos a tal punto que, si no nos quedase más alternativa que abdicar la corona o tolerar que siga en Madrid, no sé lo que escogeríamos.»
Luis XIV ha seguido el problema con atención y cierta inquietud. En un primer momento trata de calmar los ánimos y llega incluso a dar explicaciones al embajador sobre la actitud de la princesa y a pedirle moderación en tono apaciguador. Pero cuando ve que los antagonismos son exacerbados y hacen incluso peligrar el orden y el gobierno de España, decide destituir de su cargo al cardenal D’Estrées y llamarle a Versalles. Esta determinación no debemos pasarla por alto. La admiración por el embajador es general en las esferas políticas de Francia y su nobleza y méritos están en el ánimo de todos. El rey tiene esto en cuenta, como también la inapreciable labor que la princesa ha estado llevando a cabo en Madrid. Hay dos cosas que le fastidian: la primera, el tener que hacer de menos a su valioso agente, la segunda, porque su decisión está tomada, el seguir dependiendo de la princesa en su política española; ya ha notado la excesiva influencia de esta mujer sobre los reyes de España. Ha observado que se toma demasiado interés por el país al que ha sido enviada como agente. En el ánimo del rey francés quizá pesan recuerdos antiguos, recuerdos del año 1673: unas cartas del cardenal Nidardo, escritas desde Roma. Ya expulsado de España, el intrigante jesuita ha enviado una serie de misivas al marqués de los Balbases, embajador por entonces de España en Alemania, en' las que le pide su colaboración para que a Ana María de la Trémoille, también por entonces eh Roma, le fuese concedido el título de princesa del Sacro Romano Imperio. Para ello alega los merecimientos de la condesa de Chalais, su nobleza y los hechos de armas de su malogrado esposo cuando ambos estuvieron en Madrid; según parece inferirse de estas cartas, el conde puso su espada al servicio de la corona española en la guerra contra Portugal.
Las peticiones son frecuentes, como lo prueban las fechas de las cartas: septiembre, octubre y noviembre de 1673. Una de ellas es particularmente interesante pues nos muestra un aspecto de la vida italiana de la princesa que no conocíamos:
«Con ocasión de haber declarado el rey de Francia la guerra, han ido este embajador y el cardenal de Estrées, su hermano, a amonestar y prohibir a la princesa de Chalais que no pueda tratar en adelante conmigo ni el señor cardenal Portocarrero ni con los demás españoles. A que respondió que no podía faltar a esta obligación por la en que le habían constituido las honras que S. M. (q. D. g.) había hecho a su marido y continuaba a ella, y que por medio de la soberana intercesión de S. M. tenía pretensión con el Imperio para “vivir y morir debajo de la protección de la Augustísima Casa”... y que, además de las obligaciones que reconoce, por “inclinación y afecto será siempre española”...»
¿Tanto habían intimado Nidardo y la Trémoille como para que aquél envíe estas cartas, llegando a escribir incluso al propio emperador de Alemania?
En todo caso hay que tener en cuenta que aún no se había casado con el duque de Bracciano y que su situación era un tanto incierta. ¿Trataba de ganarse a todo el mundo? Lo más probable es que jugara con todos con vistas a su seguridad. No se trata de inclinación y afecto como dice Nidardo en su carta, sino de unas sutiles redes para recoger algo, provenga de donde provenga. Si en estos años cruciales de 1673 y 1674 a Luis XIV se le hubiesen adelantado los españoles o los alemanes, la historia de Ana María de la Trémoille hubiese sido muy otra.
¿Está seguro el rey de Francia cuando licencia a D’Estrées de su misión en España? Probablemente no, pero en este momento no tiene otra alternativa. Ha de reconocer que la princesa de los Ursinos está haciendo una gran labor de dirección; el centralismo administrativo, aunque en sus primeras fases, se está llevando a cabo con tacto e inteligencia, el afrancesa— miento de España en muchos frentes es un hecho, y se produce sin excesivo dolor, el aparato estatal funciona bien, los antagonismos se resuelven sin grandes tensiones, la reorganización de España según el patrón francés es un hecho. La inteligencia y la diplomacia de la princesa son el verdadero motor de estos cambios. Los reyes por su parte, no ven sino a través de ella y su ligazón sentimental con Ana María es fuerte. La presencia de D’Estrées no sólo ha promovido enfrentamientos personales, sino que ha soliviantado los ánimos de amplios sectores de la población; ha querido imponer las «luces» y los modos franceses con un autoritarismo y un descaro excesivos. Luis XIV llama a Versalles a su embajador; el hecho es de por sí significativo del poder que la princesa ostenta, poder al que aguarda una prueba aún más dura de la cual también saldrá airosa.
El cardenal ha partido a Francia envuelto en sus iras, pero en Madrid queda su sobrino el abad. Este hombrecillo es astuto y engañoso. La soberbia y el orgullo de su tío son en él ambición y retorcimiento; su actuación recuerda la de un gobernante italiano del Renacimiento pero sin la fuerza o el halo atractivo de éste. Su primer paso es presentarse a la princesa como el más humilde servidor, aceptando en ella a la directora indiscutible y todopoderosa. Tiene motivos para ello independientemente del plan que germina en su cerebro; Luis XIV se ha mostrado completamente claro en cuanto a su estado de ánimo: «Os ordeno un perfecto entendimiento.» Su condescendencia con el cardenal será cólera con él si se propasa lo más mínimo.
En la primera conversación privada que mantiene con Ana María aparece humilde y dulzón, asegurando a ésta que no caería en la «vanidad de adoptar aires de ministro de España»:
«Estoy dispuesto, señora, a no caer en pasados errores en los que en ningún momento fui parte activa. Habéis de saber que no albergaba, ni albergo, ningún tipo de sentimiento hostil para vos.»
«Señor abad, os ruego que olvidemos los tristes acontecimientos en los cuales nos vimos envueltos. Sé que nuestra colaboración será fructífera y nuestro entendimiento completo.»
«De cualquier forma, y para disipar cualquier sombra de vuestro espíritu, quiero haceros saber que me abstendré con gusto de asistir al Despacho si eso os ayuda a tener una opinión más favorable respecto a mis intenciones. De otro lado, mis correos a Versalles no saldrán de Madrid sin pasar antes por vuestras manos. Deseo, princesa, que no veáis en todos estos ofrecimientos más que la buena voluntad que me anima para que nuestras relaciones sean todo lo amistosas a que yo aspiro.»
Naturalmente Ana María no se niega a que los despachos para Francia pasen antes por sus manos. Sin aceptar claramente el ofrecimiento, tampoco se opone y cuando las cartas que van a Versalles llegan a ella, su mirada las taladra y las recorre con atención. Sin embargo, en la apuesta tácita que ambos han hecho, uno de los dos ha menospreciado al otro. El señor embajador, el abad D’Estrées, no sabe verdaderamente con quién está jugando. La tupida red de espías y colaboradores de la princesa no ha dejado de moverse por muchas promesas que haya podido hacer aquél, y está al tanto de los correos secretos que envía a Francia. Uno de los despachos subrepticios se encuentra en la mesa de trabajo de la Camarera Mayor; lo que contiene ha dejado petrificada a ésta: el embajador afirma que se encuentra casada en secreto con su secretario D’Aubigny. Su impresión primera deja paso a una sonrisa; no estaría nada mal gastar una broma al ingenuo y mezquino señor D’Estrées. Ante todo, la carta deben conocerla los reyes, es psicología elemental; con este gesto logra varias cosas: mostrar la bajeza del embajador, aparecer como víctima de un extraño y sucio complot, mostrarles su confianza y su inocencia por el mero hecho de presentarles la carta, cubrirse las espaldas poniendo a los monarcas de su parte. Su único error estriba en el exceso de confianza en sí misma, en el exceso de confianza en el valor de sus servicios, en considerarse insustituible. Al margen de la carta, justo al lado de la acusación que hace D’Estrées, escribe: «Oh! pour mariés, non!»
El mensaje sigue su camino, pero ya no va a su destino sino a manos de su hermano el duque de Noirmoutier. No cuenta con que éste, imprudentemente, va a mostrarlo, arrebatado por la indignación, a Torcy. Y ya no se puede detener su curso: la carta llega a manos del rey. El asunto es serio. Se ha interceptado la correspondencia secreta de un embajador, se han roto los sellos de la misma y se ha expuesto su contenido. Por si fuera poco, han tenido la osadía de hacer anotaciones en ella con una tranquilidad y un desenfado que no pueden ser pasados por alto. El señor de Chateauneuf parte de inmediato a Madrid con una orden real: la princesa de los Ursinos debe dejar la Corte en el acto; en Alcalá podrá detenerse durante ocho días para preparar sus coches con el equipaje y los servidores, y desde aquí partirá a Roma.
La noticia ha causado un impacto indescriptible. La reina se deshace en lágrimas e improperios contra el causante de la desgracia. Su desconsuelo es un hecho fundamental para el futuro del asunto. La princesa, por el contrario, permanece tranquila e imperturbable; su dignidad y su contención no permiten goce alguno a los que se regocijan con su suerte. El propio D’Estrées se da cuenta de que las mieles del triunfo no son lo dulces que él esperaba; Luis XIV le ha escrito una carta autógrafa en la que, lejos de agradecerle nada, le advierte: «el fin de este incidente tampoco será agradable para vos».
Mientras que Ana María de la Trémoille sale, sin el menor gesto de tristeza o rencor, sin el menor aspaviento, hacia Alcalá, empiezan a llegar a Versalles las primeras noticias de María Luisa. En una de sus innumerables cartas la reina afirma que ni Felipe ni ella «se consolarían jamás de semejante agravio». Se ha quedado sola pues el rey parte a luchar contra los portugueses junto con el duque de Berwick; es la Regente pero su papel la abruma. Ya no está junto a ella su querida amiga y compañera.
La princesa de los Ursinos ronda ya los sesenta y dos años. Es precisamente en su ancianidad cuando su vida alcanza las alturas de la plenitud vital. Sus años no son de balance y apaciguamiento sino de actividad y creación. El momento de desgracia por el que atraviesa sólo será un paréntesis, una prueba de lo conseguido hasta el momento, un descanso obligado para continuar su labor con mayor fuerza aún. En mayo de 1704 se encuentra en Vitoria. Aunque le ha sido permitido el paso por territorio francés en su camino para Italia, no quiere apresurarse; su intención es poder ser admitida en la Corte de Francia para tener la oportunidad de explicarse. Con este fin escribe a sus amigas de siempre, a las señoras de Maintenon y Noailles; sus cartas no obtienen contestación en un principio: no es bueno relacionarse con los que están en desgracia con el rey. Así pues, el tono de los escritos debe cambiar y la princesa es experta en los cambios de matiz. La siguiente carta es radicalmente distinta. En ella no hace ninguna petición concreta sino que acude a los sentimientos de sus amigas: «Sé que, sin tomar parte en semejante asunto, madame de Maintenon no habrá obrado ni a favor ni en contra. Pero estoy segura de que Dios, a quien todos los días pido que me castigue o que castigue a mis enemigos, según lo que merezca cada uno, se servirá de ella, a pesar de ella misma, para dar a conocer mi inocencia y la impostura de los que me han calumniado.»
María Luisa sigue presionando a Luis XIV. Sus cartas ya no aluden a los asuntos de gobierno o a la situación del país, sólo hablan de la princesa de los Ursinos: «Haréis justicia a su inocencia cuando la hayáis escuchado, y castigaréis a los culpables. No sólo os informará de todo, sin pasión, sino que podrá, si así lo queréis, deciros muchas cosas que os gustaría saber.»
El duque de Gramont, enviado por el rey de Francia expresamente para animar a la decaída reina y poner orden en la caótica situación, intenta por todos los medios cumplir su misión. Solicita audiencias continuamente y trata de distraer a María Luisa a la vez que hace por infundirle la idea de resignarse ante lo decidido, de aceptar los hechos consumados. A veces, en el gabinete de la reina, toca la guitarra y habla con gracia y soltura de los temas más diversos. Cuando parece que la sonrisa o las palabras de aquélla significan una apertura, un olvido de su principal preocupación, el duque debe aceptar que se ha equivocado; María Luisa sólo se ha distraído por un momento, y la prueba de ello son esas frases que lanza cuando el esforzado embajador está más satisfecho de su labor: «Duque, ¿cuándo recibirá mi abuelo a la princesa de los Ursinos?» Gramont diría luego: «No era el momento de tocar las castañuelas.»
Entretanto, Felipe ha vuelto de su campaña. El embajador, ya que no consigue nada con su esposa, intenta atraerse al rey. No es buena idea; antes de él lo había intentado D´Estrées y se desesperó frente a la debilidad del monarca, incapaz de tomar una decisión por sí mismo y atado por completo a su encantadora mujer. Gramont, ante este hecho, escribe a Versalles varias cartas muy diferentes de las que envió en un principio. Con lucidez, expone en cuatro líneas el centro de la cuestión: «...permitid, Sire, que vuelva a mi tesis de que para que seáis dueño de España, es preciso que lo seáis del espíritu de la reina... y para ser dueño del espíritu de la reina... no hay otro canal que la princesa de los Ursinos».
Los primeros pasos del rey de Francia con vistas a una posible solución son prudentes pero claros. En primer lugar, en noviembre de 1704, se permite a Ana María de la Trémoílle llegar hasta Toulouse. Por otro lado el mariscal de Tessé, que partía a España ante los inciertos resultados de las campañas iniciales de Berwick, la visita en su residencia. Tras una agradable conversación en la que deja traslucir el principio del cambio de actitud en Versalles respecto a ella, el mariscal pide cartas de recomendación que le faciliten sus relaciones con los soberanos españoles. Que sabía bien a quien pedía este favor lo prueba el hecho de que recibiría poco después de manos de Felipe la Grandeza de España.
Mientras, las noticias que llegan de España son verdaderamente alarmantes. El desgobierno es total, la desorganización absoluta, los nobles continúan sus rencillas sobre privilegios y prelaciones; Gibraltar ha caído en manos de los ingleses y sin embargo este hecho ha sido acogido con indiferencia en Madrid, los reyes se muestran apáticos y desconcertados... No cabe la menor duda al respecto: la columna vertebral, la pieza maestra de todo el montaje no coordina ni sostiene al resto de las piezas. Al desaparecer de su puesto la princesa de los Ursinos parece como si todo se desmoronase, como si se hubiese apagado el soplo vital que animaba a la recién estrenada monarquía borbónica.
Luis XIV no puede permanecer indiferente ante el curso de los acontecimientos. Lo que él consideraba un útil instrumento en sus manos, ha resultado algo más; la sutil diplomática de Roma se ha convertido en el apoyo insustituible de sus nietos en Madrid; ya no tiene el control de la situación. Muy a pesar suyo, y previendo los peligros a que podría conducir el no hacerlo así, decide llamar a la princesa a Versalles.
El 4 de enero de 1705 Ana María de la Trémoille llega a la capital de Francia. A su encuentro salen la familia Noailles y la representación española, a cuyo frente se encuentra el duque de Alba; hay gente de todo tipo: los que la aprecian en verdad, los curiosos, los que quieren ser vistos... entre ellos se ven las caras de algunos que volvieron la espalda en los momentos difíciles. De cualquier modo el recibimiento ha sido apoteósico: «esta muestra de respeto, reservada a las princesas de sangre, proclamaba al mundo en qué particular estima la tenían los reyes»; en efecto, ha sido a instancias de Felipe y María Luisa que ha salido a recibirla la delegación española. Aún no le ha sido concedida la audiencia y aprovecha para ver a los amigos y conocidos, para pulsar los ánimos y planear la entrevista. Torcy, el hombre de confianza de Luis XIV, la ha invitado a cenar. Esto es significativo, pues el influyente personaje nunca se ha manifestado como partidario suyo; su papel en la desgracia de la princesa no ha pesado poco y su hostilidad ha sido manifiesta en el tiempo que Ana María lleva separada de la Corte de Madrid. Tantas atenciones no se tienen con un acusado que va a defenderse, sino con un acusado que, de antemano, ha sido absuelto.
El 10 de enero de 1705 la princesa de los Ursinos llega a Versalles desde París. Durante el trayecto, bien abrigada dentro de su carroza dado el intenso frío del enero parisiense, recorre mentalmente sus años de Camarera Mayor en España; se detiene en los momentos difíciles, en las actuaciones que pueden dar lugar a controversia o mala interpretación, en las situaciones en que pueda haberse propasado, en los puntos que puedan parecer oscuros al rey. Tiene explicación para todo. En cuanto al asunto que la ha separado de la política española, no cabe duda de que ha sido imprudente, pero también es cierto que toda su anterior labor puede borrar la mancha; detrás están asimismo los reyes, que la quieren y la protegen, y, por último, desde que falta de Madrid las cosas van de mal en peor. Todas las bazas están a su favor.
Esto es lo que piensa el rey de Francia mientras escruta el rostro y las palabras de su servidora a lo largo de una entrevista de más de tres horas de duración. Debe aceptar que las palabras de la princesa, sus palabras en una de las cartas que escribió a madame de Noailles son absolutamente ciertas: «...tened por cierto que el rey y la reina de España no están bien más que entre mis manos... y que los grandes intereses de las dos coronas, podrían verse muy comprometidos en otras». El gran peligro que ve en ella es que, por lo pronto, es imprescindible y esto da a Ana María una considerable autonomía. Hasta tal punto que considera los asuntos de Madrid como de su exclusiva competencia. De otra parte su cariño y compenetración con la reina pueden ser peligrosos en cuanto que pueden atarla excesivamente a España en menoscabo de los intereses de Francia. Pero, ¿es esto posible? Al menos no parece muy probable. La monarquía española no tiene sentido en estos sus primeros años, pensando además en la guerra de Sucesión, salvo si se toma como punto de referencia a Versalles. Francia es la que la sostiene y alimenta, la que dirige su rumbo; Ana María de la Trémoille es la principal articulación entre ambas y su papel no puede salirse de este marco al igual que Madrid no puede salirse de la órbita de Luis XIV si quiere seguir subsistiendo. Llegará el día en que salvados los actuales peligros, con un mayor margen de autonomía y un cambio en la situación general de Francia, las anteriores premisas hayan perdido su carácter determinante... precisamente será éste el momento en que la princesa de los Ursinos no tendrá ni fuerza ni razón de ser en su anterior papel. Será la caída en su pleno sentido
El examen ha terminado. El rey ha sacado una buena impresión de sus entrevistas con la princesa y ha visto aclarados muchos puntos que no alcanzaba a entender; quizás en algún momento ha insinuado que su exceso de familiaridad pudo molestarle, pero sólo eso. La visión política de Ana María, la seguridad con que habla de España, el conocimiento de lo que se debe hacer y lo que hay que evitar, su compenetración con el espíritu que anima al monarca en lo referente a los asuntos de Madrid, su madurez y experiencia, son otros tantos exponentes de la valía y la utilidad de la Camarera Mayor. El resto se sobreentiende; la princesa de los Ursinos aparece en público en compañía de la señora de Maintenon en los bailes y recepciones reales, el rey se muestra atento y solícito con ella: su aureola vuelve a brillar.
Luis XIV escribe a Gramont. El embajador recibe una carta que da al traste con sus deseos de sustituir a la princesa, si es que aún le animaba alguno:
«...Desde que hablé con madame des Ursins, juzgué necesario volver a enviarla a España. Juzgué al mismo tiempo que convenía al bien de mi servicio encargaros de dar a la reina una noticia que espera con tanta ansiedad. Por eso, hago partir al correo encargado de este despacho antes incluso de anunciar a la princesa lo que quiero hacer por ella... Diré a la princesa que siempre me habéis escrito en su favor y, si creéis que no conviene que permanezcáis en España tras su retorno, esta sinceridad por vuestra parte me confirmará el celo por mi servicio que he visto en vos en toda ocasión y vuestro apego a mi persona.»
El duque de Gramont ha debido quedar sorprendido y dolido a la vez. No solamente la rehabilitación de la Camarera Mayor es completa sino que se prescinde de sus servicios totalmente. Lo que le duele no es la determinación del monarca; es esa frase: «Diré a la princesa que siempre me habéis escrito en su favor.» ¿Tanta importancia tiene madame des Ursins como para que el rey se preste gustoso a explicarle lo bien que el duque se ha portado con ella? Gramont ha quedado atónito, pero comunica la feliz noticia a los reyes de inmediato. María
Luisa no cabe en sí de satisfacción y las lágrimas asoman a sus ojos; Felipe, más abúlico y pasivo, no se altera excesivamente. Poco después el embajador recibe la siguiente nota: «Tanto nos sorprendimos la reina y yo, cuando nos trajisteis la agradable noticia de la vuelta de la princesa de los Ursinos, que nada pudimos deciros, ni mostraros nuestro reconocimiento. Ahora, que hemos reaccionado, queremos manifestaros nuestro agradecimiento por todo lo que os debemos en esto... Por esta razón y por vuestros méritos, os otorgamos de muy buena gana la orden del Toisón de Oro.» Es lo único que Gramont va a sacar en claro de todo este asunto; a sus equipajes, que empieza a preparar desde este momento, puede añadir el emblema del Toisón de Oro.
Antes de salir de Francia, la princesa de los Ursinos ha reorganizado «su ministerio» en colaboración con el Rey Sol. Entre los integrantes del nuevo equipo se encuentra Orry, el hombre de las finanzas, cuya labor proseguirá tras este intervalo; la más importante de las nuevas adquisiciones es, sin lugar a dudas, Camelot, señor de Tournai, cuya designación es la plasmación de la nueva estrategia de la princesa; siguiendo el ejemplo de Francia, la Trémoille intenta que los ministros pertenezcan a la burguesía, que sean verdaderos técnicos en la materia que se les encomienda y mantengan cierta independencia respecto a los privilegios y posiciones adquiridas que un noble intentaría mantener o, inclusive, aumentar. Efectivamente, el hecho de la progresiva importancia de la burguesía como clase es incontestable; en Francia elementos pertenecientes a ella ya han ocupado puestos importantes en la administración y el gobierno. Su escalada al poder no está muy lejana, pero para conseguir el total control de la máquina del estado, deberán derribar al régimen que ahora, a la vez que representa el mantenimiento de los privilegios y posiciones de la clase aristocrática, les acepta a título de técnicos o expertos con vistas a su propio mantenimiento. Amelot introducirá en el ejército y la administración reformas profundas, y bajo su influjo penetrará intensamente «el espíritu francés en la política, en la industria, en las artes y en las letras españolas», pues el cambio de dinastía no se limitó «al mero cambio de soberano, sino que trascendió de manera paulatina a todas las manifestaciones de la vida nacional».
Junto con Orry y Amelot, viene a España un nuevo confesor real; es el padre Robinet. La princesa de los Ursinos no ha olvidado los problemas que se presentaron cuando Daubenton se dedicó a hacer política desde su confesionario y ha decidido que el nuevo asistente espiritual del soberano debe limitarse a sus funciones específicas sin inmiscuirse en otros asuntos; Robinet parece reunir los requisitos necesarios y es elegido para el importante y codiciado cargo, a pesar de lo cual es aleccionado suficientemente para que no sienta la tentación de incurrir en los errores de su antecesor. El marco, en rasgos generales, es completado por la sustitución del secretario del Despacho, Rivas, cuyo lugar lo ocupará de ahora en adelante Mejorada. No falta sino partir en dirección a Madrid.
Pocas veces en la historia se habrá dado el caso de que una simple, al menos en teoría, camarera real haya recibido la acogida de que fue objeto la princesa de los Ursinos a su regreso a la capital de España. El cortejo que acude a recibirla es digno de un emperador y al frente del mismo se encuentran los propios reyes, los cuales insisten en que la princesa abandone su coche y suba a la carroza real. Ana María, consciente de lo que estas manifestaciones significan, escribe a la favorita de Luis XIV: «...os dejo imaginar en qué estado se encontraba mi cabeza», pero rehúsa subir junto a los soberanos; ella sólo es una dama de la reina que ha sido injuriada y que vuelve de demostrar su inocencia.
Y lo primero con lo que se encuentra es con que la guerra se ha extendido considerablemente por toda la península dados los progresos de las armas del archiduque. Así pues, mientras que la máquina del estado se reorganiza y se sanean las finanzas, lo primero que hay que conseguir son tropas. Francia debe enviar soldados con la mayor urgencia porque la situación se ha vuelto desesperada, máxime si se tiene en cuenta que el marqués de Leganés ha estado conspirando a favor del austríaco y en su casa se han encontrado grandes cantidades de armas y pólvora. Esto es indicativo del grado de alejamiento en que se encuentran ciertos sectores de la nobleza y al propio tiempo apunta al peligro de la capacidad de arrastre que puedan poseer los nobles descontentos.
«No puedo dispensarme de pediros tropas porque es mi única salvación; espero que obraréis en esta ocasión como en todas las demás y que seréis el mejor abuelo del mundo: sois vos el que nos ha colocado la corona sobre la cabeza, es a vos a quien corresponde conservárnosla.» Es, naturalmente, María Luisa la que envía esta carta al monarca francés; su tono imperioso dentro de los márgenes del respeto y el cariño es un claro producto de las circunstancias: las tropas del aspirante alemán se encuentran poniendo cerco a Barcelona y las costas catalano-valencianas están en su poder. El ejército de la alianza, mandado por el príncipe de Hesse-Darmstadt, encuentra en las regiones levantinas un gran apoyo en la población. Y es el clero el que se muestra como su mejor aliado. Su poder económico y su ascendiente sobre el pueblo valen más que muchos batallones. Han hecho del enfrentamiento una especie de cruzada contra la herética y pervertida Francia, y sus procesiones y rogativas públicas por el triunfo de la causa del archiduque son continuas. Austria satisface más sus intereses por su conservadurismo, sus formas más retrógradas, su agudizado feudalismo, sus reminiscencias de las tradiciones de tiempos de Carlos V. Tampoco puede despreciarse la importancia de los motivos religiosos: Francia, con sus enfrentamientos con el catolicismo más acendrado y retrógrado, con su independencia frente a Roma, su herética iglesia nacional y la libertad de sus costumbres, no convence en absoluto a los clérigos españoles. Entre todo el cúmulo de condicionamientos que colaboraron a la preeminente posición del archiduque en el oriente de España y, en general, en las costas, no puede olvidarse el miedo de los catalanes y valencianos, celosos siempre de su autonomía y privilegios, al centralismo absolutista de tipo francés que representaría Felipe V en cuanto su posición estuviese afianzada, y la superioridad de las escuadras inglesa y holandesa que apoyaban sus pretensiones.
Años difíciles para Felipe V. El 27 de octubre de 1705 Barcelona, en el límite de sus posibilidades y con su resistencia mermada por la labor de zapa continua de los sectores pro-austríacos, se rinde a las fuerzas de Carlos (III). Un inmenso gentío se dirige a la catedral para entonar un Tedéum; la alegría se desborda y las ceremonias religiosas se multiplican. «Esta canalla no nos quiere», dice la princesa de los Ursinos refiriéndose a las turbas de frailes que en ese preciso momento se agitan alrededor del archiduque. Valencia sigue la misma suerte de la capital catalana y los correos que, provenientes de diversos lugares de ambas regiones, manifiestan su adhesión al austríaco son numerosos. Pronto llegará la princesa de Brunswick y España se encontrará en la curiosa situación de tener dos parejas reales: «Dos reyes, dos reinas, es la moda en este país.»
Pero no es sólo a decir frases cáusticas a lo que se dedica la Camarera Mayor. Desde su triunfal entrada en Madrid y la acción de gracias por el hecho en el santuario de Atocha en compañía de los reyes, no ha tenido un momento de reposo: acoplación y reestructuración del gobierno, con todo lo que esto implica, conversaciones con Felipe y María Luisa, correspondencia con Versalles, entrevistas con embajadores, asuntos propios de su cargo oficial... y ahora, junto a todo esto, la enfermedad de la reina. La joven no parece la misma; su alegría ha desaparecido a causa de unos bultos que han aparecido en su cuello. Ana María debe multiplicarse para atender a todas sus obligaciones sin dejar de vigilar un sólo momento a María Luisa; organiza consultas médicas y acude a Fagon, médico personal de Luis XIV. Durante la cuaresma de 17Ó6 acompaña a la soberana en sus ayunos, en las penitencias, en las oraciones públicas en unión de las gentes de Madrid, que siguen con ansiedad las noticias y los rumores del estado de la reina.
Así están las cosas cuando, el 18 de junio de ese mismo año, el duque de Berwick llega con sus tropas a la capital: es uno de los momentos más difíciles de la contienda. Los aliados se dirigen a marchas forzadas a Madrid y no se les va a poder ofrecer mucha resistencia. Lo que debe hacerse es sacar a María
Luisa de la ciudad y conducirla a Pamplona, desde donde es fácil alcanzar Francia si las cosas empeoran.
En secreto, con lo indispensable y en medio del mayor sigilo, la reina María Luisa y la princesa de los Ursinos abandonan el palacio; los coches se dirigen hacia Burgos llevando en los equipajes las joyas que, a falta de dinero, serán enviadas a Versalles para ser vendidas. Cuando Luis XIV y su favorita, madame de Maintenon, reciban las valiosísimas piezas, quedarán prendados de su belleza; la perla Peregrina, una de las más hermosas del mundo, será objeto de los comentarios entusiasmados de la amante del rey francés. Así, sin más recursos que estas joyas que en principio no sirven de mucho, las dos mujeres llegan a Burgos mientras que Felipe lucha en los campos contra ingleses, portugueses y alemanes y casi al tiempo en que un contingente de tropas aliadas entra en Madrid.
En su retiro empiezan a recibir las noticias de la capital. En lo que concierne a los Grandes, en su mayoría se han retirado a sus villas, casas de campo y palacios de provincias. Los señores huyen mientras que «en las puertas de Alcalá, del Norte y del Sol, franciscanos autoritarios retienen los carricoches de las familias del pueblo que quieren partir». También de París llegan nuevas; siguen circulando por allí las más variadas historias sobre la princesa de los Ursinos: que quiere envenenar a madame de Maintenon y tomar su lugar, que desea la derrota de los reyes españoles y trabaja contra ellos en secreto... Sus cartas a la favorita de Luis XIV dejan traslucir sus reacciones ante estas calumnias: «No recuerdo haber reído más en mi vida ni haber visto reír a la reina con más ganas. Vuelvo a leer este artículo para alegrarme cuando nuestros asuntos me afligen. ¡Dios mío! ¡Señora!, ¡qué monstruos hay en este mundo!»
Por fin, el 6 de octubre de 1706 pueden regresar a Madrid. Las tropas que ocupaban la capital se han retirado y el campo está libre. El pueblo ha aprovechado la ausencia de unos y otros para asaltar los palacios de la nobleza y ha quemado sus muebles y cuadros en calles y plazas. Esto, después de haber mostrado su odio a las tropas internacionales matando soldados, manteniéndose frío ante las arengas y bandos y demostrando su hostilidad en todo momento. María Luisa expresó el hecho con estas palabras: «Ha quedado claro que, después de Dios es a los pueblos a quien debemos la corona. Únicamente podemos contar con ellos, pero, gracias a Dios, lo hacen todo.» Dejando a un lado la cuestión del origen divino del poder, idea totalmente arraigada a lo largo de siglos y debidamente explotada por los juristas y teólogos del absolutismo, las palabras de la reina reflejan un hecho cierto: la animadversión del pueblo madrileño a la entente tropas extranjeras-clero.
Debe ser aprovechado este momento para hacer algunas reformas. La princesa de los Ursinos se encarga de redactar cartas para los nobles que se encuentran fuera de Madrid en las que les ruega que permanezcan alejados de la capital a pesar de que haya sido liberada; las razones que da sólo explican una parte de los motivos: «la reina de España es muy pobre y no podría recompensar los eminentes servicios».
Por otro lado, hay que desembarazarse de una persona que ha sido molesta a lo largo de todo este tiempo; se trata de Mariana de Neoburgo, la esposa del triste Carlos II. Su presencia en Toledo constituye un polo de atracción para los simpatizantes del archiduque y un aglutinante para la oposición. El rey debe rogar a la ilustre dama que abandone el país por el bien de la monarquía. Y cuando Mariana se encuentra al otro lado de la frontera, deja traslucir en una frase dónde está el verdadero origen de su situación: «Nos ha echado como a postillones», dice, y la princesa de los Ursinos sabe que no es al rey a quien corresponde recoger la exclamación. En cuanto a los que tomaron el partido de Carlos, ésos no gozarán de los privilegios de la anterior reina de España; la cárcel y los castigos adecuados a su actuación serán la única prerrogativa de que disfruten.
Parece que, al fin, Luis XIV se decide a aumentar su ayuda a las tropas de la península. Parte de los contingentes que tiene en Italia son retirados para dar la batalla definitiva en España: «veinte batallones de infantería, veinte escuadrones de caballería, seis mil sacos de harina, seiscientas veinte mil raciones de avena y doscientos mil sacos de galleta» salen del Milanesado y pasan a engrosar los efectivos de Felipe V. El duque de Orleáns es ahora el que tiene la mayor responsabilidad en el mando, pero el destino, y la valía, querrán que 1a gloria de la primera gran victoria no sea suya sino de Berwick: el 23 de abril de 1707 la batalla de Almansa indica que aún queda mucho para decir la última palabra en la larga contienda. Carlos (III) debe darse cuenta de que los paseos triunfales no van a ser la tónica dominante a partir de ahora.
¿Y en el exterior? En principio pudiera parecer que las cosas son totalmente favorables. En Flandes las tropas francesas han entrado en Gante y Brujas, parece que la balanza se inclina del lado de Luis XIV. Sin embargo, ante estas noticias, la princesa de los Ursinos no se ha mostrado demasiado optimista: «Vi tantas veces tomar y volver a tomar las ciudades que nada me parece ya estable.» Una vez más tiene razón. Muy poco después de la entrada en Brujas llega la derrota de Oudemade. Los aliados se acercan a marchas forzadas a Lille, la llave de Francia.
No solamente es un peligro estratégico de la mayor envergadura, es que se trata de la primera vez en el largo reinado del Rey Sol que un ejército extranjero pisa tierra francesa, y esto desmoraliza a todo el mundo. El cerco de Lille hace perder la fe a la orgullosa Francia e infunde en el ánimo de los gobernantes y los militares el pensamiento de que Dios ya no está de su lado. El problema es más serio de lo que pueda parecer: la victoria de Almansa, la toma de Lérida, Tortosa y Zaragoza por el duque de Orleáns, son éxitos localizados y no definitivos por el momento; el frente es mucho más amplio. Está Italia, que ha quedado desguarnecida al dar primacía a la lucha en España; están los Países Bajos, que ya han sido ocupados; está Francia, que tras Oudemade y Ramillies tiene que defenderse en su propio territorio... ¿De qué serviría la victoria en la península española si Francia fuese derrotada?
María Luisa está terminando felizmente su embarazo. En el verano de ese mismo año, 1707, Ana María de la Trémóüle no sólo debe ocuparse de pedir refuerzos a Francia continuamente, de levantar los ánimos a los decaídos personajes de Versalles, de mantener a Felipe V con un mínimo de vitalidad, de lograr la cohesión y la unidad de criterio en el equipo que gobierna en Madrid, de adelantarse a cualquier tipo de acontecimientos que pudieran derrumbar el débil edificio de la monarquía borbónica... también tiene que estar pendiente de la reina. Aquellos bultos en el cuello de María Luisa parecen indicar que la tisis no es ajena a sus males; su debilidad, unida al estado en que se encuentra, podría ser fatal.
Sin embargo, en agosto, da a luz con toda normalidad a un niño. Las gentes, según una carta de la princesa, «van por la calle como insensatos, cantando y gritando todo lo que les viene a la cabeza»; en las acciones de gracias, todo el pueblo participa en las iglesias. La princesa de los Ursinos ha llamado con anterioridad a una serie de nodrizas elegidas entre las más sanas de las provincias españolas. En una carta dirigida a la señora de Maintenon relata las incidencias de la llegada a la capital de estas mujeres: «Las nodrizas entraron en Madrid, donde el pueblo (siempre el pueblo, que fue en verdad el coro antiguo de este largo drama) les dio mil bendiciones... las abracé a todas con todo mi corazón. En seguida las conduje ante Su Majestad, que no desdeñó tampoco adelantarse hacia ellas... Hubiera dado todas las cosas de este mundo para que el Rey, nuestro señor, la señora duquesa de Borgoña y vos hubieseis sido testigos de esta escena...» Y todas las tardes, Ana María toma en sus brazos al príncipe de Asturias, el cual ha sido bautizado teniendo por padrinos a la duquesa de Borgoña y a Luis XIV, representados por la princesa y el duque de Orleáns, y lo muestra a la gente que se reúne ante el balcón de palacio. «Este niño es maravilloso, un verdadero Borbón», dice.
El trabajo sigue, agotador: «...podría costarme la vida a poco que continúe así... A veces salgo desesperada de mi gabinete y dispuesta a tirarme por la ventana, ya que no veo más que penas insoportables por todas partes; voy a la cámara de la reina, tan afligida como yo; intento disipar sus penas: poco a poco la conversación se alegra...» Ahora, al menos, hay un sucesor para la corona; todo es más concreto y las raíces están echadas. Luis, «Luisillo», inconsciente de lo que significa, va a ser un fuerte apoyo, una razón de lucha para esta mujer que ya tiene sesenta y cinco años y que, á pesar de ellos, actuará de catalizador en los momentos más difíciles de la contienda.
El 16 de octubre cae Lille. Todos los esfuerzos por liberarla del asedio han sido inútiles. Marlborough, el Mambrú de las canciones infantiles, y el príncipe Eugenio se disponen a descender sobre París. Mientras que Luis XIV permanece callado y no hace la menor manifestación sobre sus planes y su visión de la situación, madame de Maintenon envía cartas descorazonadoras a la princesa de los Ursinos. Le dice que la caída de Lille «ha vuelto tímido a todo el mundo», a lo que Ana María responde que «eso debería dar firmeza»; insinúa que la guerra es ya demasiado larga, demasiado sangrienta, que la gente sufre. Las cartas de respuesta de la princesa insisten sobre el mismo punto: ¿estará mejor la situación cuando Francia se encuentre totalmente ocupada? Por su correspondencia con la favorita del rey la princesa de los Ursinos adivina la gravedad de la situación. No sólo son las derrotas, la falta de un éxito claro. Es que el pueblo de París, y con él todo el pueblo de Francia, toda la gente que soporta en realidad la guerra, está pidiendo pan. Desde su óptica, la actitud a tomar está perfectamente clara. De recibir sugerencias tiene que pasar a darlas, tiene que intentar oponerse al ambiente que reina en Francia; ante el silencio de Luis XIV, sus cartas a la señora de Maintenon y al mariscal Villeroy, enérgicas y firmes, también van dirigidas al rey.
Y no descuida el frente italiano. El mariscal Tessé, ante la avalancha de tropas alemanas sobre el Milanesado y Toscana, ha partido a la península con la misión de lograr una alianza de los príncipes italianos contra el invasor. Ana María le escribe aconsejándole. También escribe a su hermano, el cardenal de la Trémoílle, el cual ha sido colocado por Luis XIV en Roma sabiendo que de esa manera también cuenta con la princesa en Italia. El Papa se ha mostrado demasiado prudente para los intereses borbónicos; los alemanes campan por sus respetos en los estados pontificios sin que Clemente XI haya movido un dedo: «No hay que sobresaltar al Papa ni hacerle reproches; es tímido, puede ser ganado, así como los cardenales.»
Pero no es tan fácil la solución. Verdaderamente el Papa es, como ella dice, pusilámine. Pero hasta tal punto, que se ha rendido y ha reconocido como rey de España al archiduque.
¿Qué es esa condescendencia que recomienda el rey de Francia para con el pontífice? Lo que debe hacerse es romper todas las relaciones con Roma. Así, de acuerdo con los reyes y con Amelot, la princesa de los Ursinos despide al nuncio. Ya no se perderá el tiempo en prolongadas discusiones vaticanas que no dan ningún resultado tangible, máxime cuando Clemente XI acaba de prohibir al clero español que aporte la menor suma o que ayude en lo más mínimo al ejército de Felipe V.
Malos momentos estos. El rey desanima, lo que, dado su estado casi permanente, reviste caracteres más graves de lo normal. Ana María le apostrofa: «¡Eh! ¿qué es esto, sire?, ¿sois vos un príncipe, un hombre?, ¿vos, que hacéis tan poco caso de la soberanía y que tenéis sentimientos más débiles que una mujer?» Desplegando una energía que haría exclamar a Marlborough: «Esta mujer es la condenada alma de Francia», la antigua duquesa de Bracciano lleva al futuro Luis I a la iglesia. Ha decidido, ante la gravedad de la situación y la postura equívoca del rey de Francia, que «Luisillo» sea jurado como heredero de la corona española. El niño no tiene más que veinte meses, pero al ser jurado como príncipe heredero unirá las fuerzas de la nación, limando las diferencias entre los Grandes y haciendo ver al enemigo que la lucha le resultará larga y difícil.
No cabe duda de que lo que principalmente impulsa a la princesa de los Ursinos a tomar ciertas decisiones es la extraña actitud de Versalles. Las últimas noticias recibidas hablan de la presencia en La Haya de Rouillé y Torcy. Esto sólo puede significar que Luis XIV está intentando llegar a un acuerdo con los aliados. ¿Será cierto que accedería a que Felipe se quedase sin la corona de España a cambio de Nápoles y Sicilia? El resto de las condiciones son igualmente duras: las plazas tomadas no se devuelven, ya sean las del norte, Alsacia o el este; además, otras villas quedarían en rehén hasta que todas las imposiciones hubiesen sido cumplidas, entre ellas la inmediata salida de Felipe y María Luisa de Madrid.
La princesa de los Ursinos no oculta lo que piensa de una paz conseguida a tal precio: «Sería una paz vergonzosa... sería cortarse la garganta, aceptar leyes tiránicas e indignas.» Y no se para ahí; en mayo de 1709 obtiene del rey una orden por la que se expulsa del territorio español a todos loe franceses excepto ella misma. Por otra orden es nombrado ministro para asuntos extranjeros el duque de Medinaceli, conocido por su intransigencia. La más fiel agente del Rey Sol se ha transformado en la más acérrima defensora de la monarquía española, incluso contra el propio rey de Francia. También ha hablado de su dimisión del cargo que desempeña en Madrid; madame de Maintenon le ha quitado la idea de la cabeza... y cuando ella lo dice es que tiene la aprobación del rey. Además, ¿qué significan las palabras de Luis XIV en una de sus cartas a Felipe y María Luisa?
El Rey Sol, tras prolongado mutismo, de su puño y letra había escrito: «Desde ahora, no os extrañéis de nada que oigáis decir.» ¿Qué quieren decir estas palabras? Pueden interpretarse de la siguiente forma: Luis XIV no tomó nunca en serio los contactos con los aliados; el único móvil de las conversaciones sería ganar tiempo con vistas a reorganizar el ejército y tomar un respiro para el combate definitivo. Pero esto es simplista. La presencia en La Haya de Torcy, su brazo derecho, es un síntoma de la importancia que el rey francés atribuía a las entrevistas. Es más lógico pensar que su propósito no era único. El momento en que se hacen estos sondeos es crítico: a los ojos de muchos Francia está a punto de ser completamente derrotada, el pueblo está hambriento y descontento, las batallas perdidas se suceden, los enemigos se mueven hacia París... No hay que olvidar tampoco que Luis XIV ya no es el joven orgulloso y libertino de antes, en su vejez se ha vuelto religioso y rezador, acompañándole en estos menesteres su señora de Maintenon.
Y el rey es fácil que una a su misticismo recién estrenado el deseo de no saldar su reinado con una estrepitosa denota.
Así pues, el rey intentará llegar a un acuerdo incluso al precio de ciertas concesiones. Si verdaderamente llegó a aceptar la destitución de su nieto como rey de España, lo que debió frenarle fue, de un lado, el resto de las imposiciones, que iban en gran menoscabo de la integridad y la soberanía de Francia; y, de otro, la actitud más que clara de los reyes españoles, o sea, de la princesa de los Ursinos. Madrid seguiría luchando con o sin Francia y, si llegaba el caso, contra ella. Verdaderamente, sus nietos y la Camarera Mayor han echado raíces más que firmes en su palacio de la capital de España. Entonces, los contactos que se han mantenido sí han sido positivos: la postura de todos los interesados ha quedado clara; la guerra debe continuar.
Ya son casi diez años lo que dura la conflagración. Y faltan más de tres para que finalice totalmente. Con toda seguridad puede afirmarse que, de no ser por los acontecimientos políticos que se avecinan y por el desgaste que sufren los contendientes, su fin hubiese sido desastroso tanto para Francia como para España. La situación en que se encuentra Luis XIV se refleja muy claramente en la determinación que se ve obligado a tomar ante la marcha de los acontecimientos: en suelo español no permanecerán más que veinticinco de sus batallones que no participarán directamente en ningún enfrentamiento; serán «la guardia de Felipe, la última escolta». De otro lado, ya ha tomado una postura; el que Felipe siga siendo rey de España es el obstáculo principal para el logro de la paz y esto, unido a la imperiosa necesidad de tropas, fue lo que le hizo redactar una carta de la que entresacamos algunos párrafos: «...la guerra me es totalmente imposible sostenerla... (la paz) no puede concluirse mientras que mi nieto siga siendo dueño de España. Sé que estas razones parecerán duras al rey, mi nieto, pero aún me duele a mí más el tenerlas que esgrimir para rehusarle una ayuda cuya imperiosa necesidad no se me oculta...» Parece como si la galvanización que la princesa ha logrado en cuanto a los objetivos con las personas reales, la firmeza conseguida con tanto esfuerzo, fuese inoportuna al rey francés. No es muy erróneo pensar que, si alguna vez Luis XIV ocultó sus vacilaciones y desorientación con el velo de la prudencia y el silencio, fue en esta ocasión. Poco después, hace saber a Felipe V la necesidad que tiene de la princesa: «Os aconsejo... que hagáis permanecer a la princesa de los Ursinos junto a la reina... os engaña quien os diga que su salida de España facilitaría la paz.» ¿No es Ana María de la Trémoille el espíritu de los reyes? ¿No es la Camarera Mayor la verdadera fuerza que sostiene y alienta la resistencia, la que en realidad trastorna los planes de paz del Rey Sol?
Algo ocurrido en julio de 1709 va a conmover las dos Cortes.
Los señores Flotte y Renaud, ayuda de campo y secretario respectivamente del duque de Orleáns, ausente en ese momento de España, han sido detenidos por orden del rey y conducidos presos a Segovia. La princesa de los Ursinos no había olvidado ciertos antecedentes del duque en los tiempos de los testamentos de Carlos II; no desconocía su ambición y falta de escrúpulos y no ha dejado de vigilar sus movimientos un solo momento. El resultado ha sido éste. Los papeles de que eran portadores sus colaboradores dejan bien a las claras sus intenciones: el señor duque de Orleáns ha tomado contacto con el jefe del ejército inglés, lord Stanhope, y se ofrece para reinar en España. Sus razones no dejan de ser convincentes, pues da como supuesta la derrota de Felipe V en el campo de batalla —y éste es un momento en que tal suposición no puede considerarse gratuita— y apunta la inminente subida al trono alemán del archiduque, posibilidad que haría desaparecer inmediatamente la coalición contra Francia y España. «Suponer la derrota de Felipe es desearla, y desearla es trabajar por ella.» La princesa, desenmascarado el intrigante y ambicioso señor ante los reyes, no da ningún otro paso; el hacerlo así podría ser contraproducente pues por las venas del duque corre la «sangre azul» de Francia. Pero si ella no hace nada más, sí lo hacen otros en su lugar: es el propio Felipe V quien da cuenta del hecho a su abuelo, sobresaltando a Versalles y dando un nuevo golpe a la moral guerrera de la Corte. Luis XIV ordena silencio sobre el suceso; no debe hablarse de ello, hay que olvidar tan triste hecho y no ahondar las diferencias y las rivalidades. Dada su alcurnia y los desesperados momentos por los que atraviesa Francia, el duque de Orleáns no irá al cadalso, pero tampoco volverá a mandar los ejércitos ni gozará de la amabilidad del rey.
La Camarera Mayor acaba de crearse unos enemigos de peso. La familia Orleáns no va a olvidar a quien ha desacreditado ante el rey a su más preclaro miembro, que ya de antes tenía quejas contra ella por un asunto de condados para su amante... Más adelante, en los tiempos difíciles, Ana María de la Trémoílle habrá de notarlo.
El último período de la guerra aparece a partir de 1710. En este año Luis XIV ha intentado un nuevo entendimiento con sus enemigos y sus delegados han vuelto a sentarse en La Haya frente a los representantes de las potencias aliadas. La postura de éstos no se ha suavizado lo más mínimo desde la anterior reunión y la paz sigue siendo imposible. Hay que hacerse a la idea de que la guerra no va a cesar y esperar los acontecimientos. Esta es la actitud del rey francés: «Mis enemigos persisten en exigirme como condición esencial que me una a ellos para hacer la guerra al rey, mi nieto... Tal proposición hace todo tratado imposible, y aunque la paz sea absolutamente necesaria para mis pueblos, no puedo consentir el comprarla a ese precio. Así pues hay que prepararse para seguir la guerra...»
En el frente español las cosas no van bien en el aspecto militar. Zaragoza ha sido tomada por las tropas del archiduque tras una tenaz resistencia. Y tras este triunfo, sus batallones vuelven a acercarse a Madrid. Ante el inminente peligro, la princesa de los Ursinos toma a la reina y a Luisillo y emprende una vez más el camino a Pamplona. Sin embargo, hay una gran diferencia respecto a su anterior viaje; ahora los Grandes «no se retiran a sus casas de campo a enterrarse hasta ver qué ocurre», sino que van tras los coches de la reina y la Camarera con sus séquitos. Y no solamente ellos; también han salido de Madrid gentes de clase media e incluso del pueblo llano, uniéndose a los que dejan la capital. ¿No significa esto que la situación de la monarquía borbónica ha ido mejorando con el tiempo? ¿No significa que están echadas sus raíces y que las derrotas presentes no tienen apenas importancia comparadas con este hecho?
De cualquier manera, si Luis XIV no quiere hacer la guerra a su nieto, sí quiere que deje la corona. Para convencerle de esto, hay que convencer primero a la princesa de los Ursinos. Ante la reciente derrota de Zaragoza, el duque de Noailles es encargado de hablar con la Camarera Mayor y llevar a su ánimo las intenciones de Versalles. ¿Qué importa que los Grandes se hayan solidarizado con la monarquía y que el pueblo odie a las tropas del archiduque? Ahí están los hechos, y los hechos son... Zaragoza y Madrid, donde ya han entrado los invasores.
¿Qué importa que Vendóme haya llegado a España a petición de Felipe y que en estos momentos esté peleando en el campo de batalla? La princesa de los Ursinos no va a presentarse a colaborar; su firmeza es la misma de siempre: «No creo, Señora, que el Rey tenga un súbdito más fiel, más celoso y más sumiso que yo; mi corazón rebosa un agradecimiento que me llevaría a dar la vida si con ello pudiese hacer su felicidad. Pero permitidme confiaros, Señora, que la perdería sin dudar antes que dar al rey de España y a la reina un consejo que yo creyera contrario a su gloria...»
Es la más fiel servidora del Rey Sol, pero también la más acérrima defensora de la monarquía de España. Esto quiere decir que, llegado el momento, no vacilaría en oponerse aún más abiertamente de lo que lo ha hecho a Luis XIV... con el debido respeto y sumisión.
Y Vendóme se pone de su parte. También tiene él fe en la victoria y sabe del estado de ánimo de los Grandes y del pueblo. La prueba más clara está en los acontecimientos que tienen lugar en Madrid. A pesar de encontrarse totalmente ocupada, el pretendiente vacila en hacer su entrada en la capital. Lord Stanhope, o sea, el ejército inglés, le ha llevado hasta allí: «Recibí la orden de conducir al rey Carlos a Madrid, ahora... que Dios o el diablo le mantengan o le hagan salir, ya no es cuenta mía»; el resto es cosa suya.
Pero nada fácil. Si duda en hacer su entrada es porque se teme un motín contra él, un asesinato. O, simplemente, la frialdad más absoluta; sería muy violento que Carlos (III) reinase sobre nadie, que fuese un rey fantasma, un rey sin súbditos y sin reino. Así, su estado mayor se aglutina en tomo suyo y observa la capital como una tentadora amenaza; dentro, las tropas se divierten en las tabernas y en los prostíbulos teniendo en todo momento las armas prestas, porque la riña o el cuchillo solitario rondan cerca y no se sabe cuándo pueden hacer acto de presencia.
También los hechos militares dan, por último, la razón a la princesa. Las tropas filipinas, bajo el mando de Vendóme, se han rehecho y los días 9 y 10 de diciembre de 1710 triunfan en las batallas de Brihuega y Villaviciosa tras haber recuperado
Madrid. Don Carlos tiene que huir y refugiarse en Barcelona la cual, con gran parte aún de Cataluña, es su último reducto en la península. El golpe de gracia a las pretensiones del archiduque viene precisamente de Alemania: su hermano, José I, muere en 1711, lo que hace de él el heredero del trono germánico. Si los aliados siguen luchando en apoyo de sus aspiraciones no harán más que posibilitar la unión de las coronas alemana y española en una sola persona, el resurgimiento del imperio de Carlos V.
La suerte de las armas en esta época, no tan favorable como preveían los aliados sólo un año antes, la subida al trono alemán del archiduque, los deseos de paz de la reina Ana de Inglaterra, el desgaste tras tantos años de lucha, todo este cúmulo de circunstancias, hacen posible la paz ahora. A lo largo de los años 1713, 1714 y 1715, se firman tratados con Inglaterra, Saboya, Holanda y Portugal en la ciudad de Utrecht. Alemania, reticente, no suscribirá ninguno hasta que, aislada por todos y dejando abandonados a su suerte a los catalanes, su más firme apoyo durante la recién terminada guerra de Sucesión, se siente a la mesa de negociaciones en Rastadt.
Los resultados que la paz tuvo para España son conocidos. De cualquier forma, hay que tener presente que «paradójicamente, sale amputada y fortalecida». Si bien desaparecen sus posesiones europeas y se pierden incluso partes integrantes del territorio nacional como Gibraltar y Menorca, dejan de existir una serie de instituciones como los Consejos de Flandes e Italia y el gobierno puede concentrar su esfuerzo en la metrópoli y las Indias. «La recuperación fue tan rápida que a los cuatro años de Utrecht podía movilizar una escuadra y un poderoso ejército para reivindicar sus intereses en Italia.» Al salir de la guerra de Sucesión, España, reducida a su propio territorio y las colonias americanas, se hallaba abonada para que el sistema administrativo y financiero de inspiración francesa pudiese ser aplicado con efectividad.
Sin embargo, la consecución de esa paz ha sido larga y laboriosa. Felipe V se ha mostrado reacio, a lo largo de todo este tiempo, a hacer cualquier concesión, a perder cualquier trozo de sus posesiones. Antes de que Utrecht sea una realidad y cuando las naciones de la alianza, excepto Alemania, vislumbran la posibilidad de un arreglo a través de las negociaciones tras la muerte del emperador alemán, una carta de Torcy a la princesa de los Ursinos deja que veamos perfectamente la postura del rey de España:
«Nos encontramos, Señora, ante una coyuntura muy importante, el Rey cuenta con los consejos que le deis (a Felipe) y con el efecto que produzcan. Conocéis, Señora, el estado de España. Si estáis bien informada del de Francia y de las dificultades de todo tipo existentes para la continuación de la guerra, convendréis en que la paz es absolutamente necesaria. Su Majestad espera que trabajéis en ello tanto como podáis.»
En un momento en que la situación está madura para detener la guerra, en un momento en que Inglaterra, tras doce años, vuelve a enviar embajador a Madrid, la actitud del rey de España es contraproducente. Acosado por escrúpulos que martirizan su no muy seguro ánimo, confirma una vez más las palabras que Baudrillart le dedicara: «...equitativo hasta el escrúpulo; continuamente abrumado por el peso de sus responsabilidades ante Dios, su vida era un perpetuo tormento.» Su irresolución, su carácter hipocondríaco, le hacen encerrarse horas y horas con su confesor. ¿Qué derecho tiene él a ceder Gibraltar? ¿No era el mismo Dios quien le había otorgado los reinos de Nápoles y Sicilia? Abatido y melancólico, toma una actitud inoperante y entristecida; su fantasmal mutismo excita la desesperación y las iras de quienes le rodean, lo que le hace encerrarse aún más en sí mismo y en sus soliloquios místicos. Mientras tanto, la princesa de los Ursinos es solicitada continuamente para que influya en el abatido monarca.
Las sucesivas muertes de los Delfines de Francia entre 1711 y 1712 complican más, si cabe, la situación. El abatimiento se cierne sobre la Corte francesa y sobre el atribulado rey de España. Esta cadena de desgracias tiene una doble influencia en Felipe V y, de rechazo, en las perspectivas de paz. De un lado, esto le convierte en el virtual heredero del trono francés, con lo cual el equilibrio europeo se vería seriamente afectado al reunirse ambas coronas en su persona. De otro, han corrido rumores sobre un posible envenenamiento de los Delfines; Felipe no toma una sola infusión o preparado sin hacerlo probar antes por sus perros, hundiéndose más en su aislamiento y su pasividad.
La Camarera Mayor espera el momento propicio y, con tacto y dominio, logra poco a poco su recuperación, su regreso del estado patológico en que se hallaba. Con energía unas veces, con suavidad otras, a través de frases sueltas o mediante largas exposiciones, va haciendo reaccionar al monarca. Su dominio de las situaciones y su conocimiento del carácter del rey consiguen lo que llegó a parecer imposible. Ante la alegría de Lexington, el embajador inglés, y de todos los que aguardaban la real recuperación y temían su obstinación, Felipe V se aviene a firmar y a perder sus territorios europeos.
Y ahora tiene que prometer solemnemente otra cosa: que, ocurra lo que ocurra, la corona francesa nunca recaerá sobre él o sus descendientes. El Delfín cuenta sólo dos años de edad; es el último, la postrera esperanza de la sucesión francesa. Habida cuenta de lo ocurrido con los tres Delfines, existe el temor de que también él desaparezca. Si se presentase esta eventualidad, el rey de España, que sería su inmediato sucesor, no ceñiría la corona de Francia. Y su renuncia es paralela a la que hace la familia francesa respecto al trono español. El hipotético desequilibrio que hubiese podido aparecer en el futuro está descartado.
La princesa de los Ursinos, motor principal de este desenlace, sabe que esta renuncia de Felipe V no ha sido dolorosa. A lo largo de los contactos y las conversaciones se habían previsto otras posibilidades, otras combinaciones. La fundamental era que el duque de Saboya, siempre ante la eventualidad de que el rey de España se convirtiera en el Delfín de Francia, reinase en Madrid al paso que Felipe V mantuviera sus aspiraciones francesas, ya sin el peligro de la reunión de ambas coronas. El rey meditó algún tiempo sobre esto, pero se decisión podía ser prevista: no se sentía con fuerzas para reinar en Versalles; «la corona es demasiado deslumbradora», había dicho.
Hubo un hecho que dificultó, si no en gran medida sí como detalle sin resolver, la firma de la paz por Felipe. Al hacer entrega de sus últimas posesiones en Flandes a su abuelo, había reservado el condado de Chiny. Quiere dar su soberanía a la Camarera Mayor, con una renta de treinta mil escudos, en agradecimiento por sus servicios. Esto, a la par que le confiere el título de «Alteza», que es lo mismo que colocarla entre el trono y la Grandeza, la sitúa por encima del noble de más rango. Y los Grandes, los que, por el celo con el que mantenían sus privilegios y prelaciones, podían sentirse ofendidos o descontentos, han reaccionado bien ante la decisión real, que es tanto como decir la decisión de María Luisa. La posición de la princesa de los Ursinos ante ellos se ha clarificado y consolidado; aceptan su papel y su labor por la monarquía española: los viejos antagonismos se han amortiguado en unos casos y, en otros, han desaparecido totalmente.
Sin embargo, las garantías que al respecto pueda dar Luis XIV son inoperantes. A quien hay que tener en cuenta es a Holanda y Alemania, que, con bastante seguridad, se negarán a esta concesión. Si Felipe se decide a firmar sin que aquellas naciones hayan dado la menor garantía de que el condado quedará fuera de cualquier plan de reparto o atribución, e, incluso, con la patente hostilidad alemana, es porque la misma princesa, contra sus posibles intereses, le ha convencido de ello: «Dudo mucho que el rey de España se hubiese decidido respecto a la garantía si la princesa de los Ursinos no le hubiese apresurado tal y como lo ha hecho», dice un contemporáneo. Lo que sí podemos preguntarnos es la razón por la que Felipe mostró esta firmeza.
No es otra que la promesa que ha hecho a su esposa. Tras la segunda toma de Madrid por las tropas filipinas, durante el regreso y en la ciudad de Zaragoza, la enfermedad de la reina se agrava. La joven y encantadora María Luisa sabe que no puede ya escapar a un triste destino que va a arrebatar su vida cuando la sangre corre con mayor fuerza por sus venas. A ello han colaborado el atraso de la medicina en esta época y los tristemente célebres médicos españoles, que no han sabido tratarla sino a base de lancetas y sangrías, tal y como lo hubiesen hecho dos siglos antes.
La actividad de la joven ha ido descendiendo notablemente con el transcurso del tiempo. Los bultos que afean su cuello los ha tapado con encajes y cuellos altos, pero ha llegado un momento en que no le ha hecho falta pues su debilidad no permite tan siquiera que ande o se muestre en público. En su lecho, sube las sábanas cuando recibe a alguien y sonríe ocultando sus sufrimientos.
Y, al otro lado de los muros del palacio, la gente habla de envenenamiento y brujerías. Hay un movimiento de inquietud por lo que estén haciendo con la «niña». Si su alegría y su vitalidad están desapareciendo, si la reina, que es simpática y agradable y, por añadidura, trajo hace tiempo al heredero, no es la misma de siempre y ya no se la ve, es porque alguna fuerza oscura y suda la está arrebatando para hacer con ella algo siniestro... ¿Quién podría ser el autor? La animadversión popular recae sobre los médicos y por calles y plazas, en las tabernas y en las casas, circulan rumores, se cambian hipótesis y se dicen, al oído o en alta voz, nombres de galenos sospechosos. Los viajeros escuchan en los mesones historias tétricas sobre lo que ocurre en palacio y los curiosos atisban sus puertas y ventanas controlando el movimiento de gente que entra y sale... El motín está a punto de estallar.
Dentro, el rey parece una sombra. Durante las postrimerías de 1713 y los fríos del año que comienza acompaña continuamente a María Luisa; ni una sola noche deja de entrar en la habitación real, acostándose junto a la mujer que se le va poco a poco. La princesa de los Ursinos convoca continuas reuniones médicas y pasa horas en compañía de la enferma. La última esperanza es la llegada de Helvetius, médico de cabecera de Luis XIV, que ha sido llamado con toda urgencia.
«Las preocupaciones habían amortiguado (en el rey) casi todos sus impulsos, salvo sus pasiones por la caza y por su exhausta esposa. Según su rostro encantador iba progresivamente adelgazando y empequeñeciéndose más aún por sus glándulas hinchadas, la melancolía que tenía el rey creció también en proporción, pero jamás pasó una noche fuera del tálamo conyugal...»
Y María Luisa, sofocada por la tisis, intenta paliar el sufrimiento de los que la rodean. Dirá a su confesor que «al principio me pareció muy cruel, muy penoso, el morir; mas sabiéndome condenada me enfrenté valerosamente con la muerte, como si jamás hubiese vivido».
Cuando Helvetius llega, la reina ha entrado ya en la agonía. Los viajes son largos y cualquier acontecimiento puede demorar semanas al que se ha puesto en camino. En su lecho de muerte, la reina ha insistido ante su marido en que no olvide los servicios de Ana María. Con sus manos entre las de la princesa, exhala el último suspiro: es el mes de febrero de 1714.
La princesa de los Ursinos ha perdido a su hija; ha perdido a quien cuidó durante trece años, a la persona de las confidencias y los desahogos. Al ser con quien ha compartido la parte más importante de su vida y que ha crecido junto a ella, a la niña que formó e hizo mujer. María Luisa ha muerto a los veintiséis años y ha dejado hijos varones que ahora ella deberá cuidar y educar. No nos equivocamos al pensar que éste fue el acontecimiento que más pesó en el ánimo de la Camarera Mayor, el que con toda seguridad marcó el declive de su espíritu y su vida toda.
El rey «estuvo una temporada abrumado, pero la muerte de su esposa no interrumpió mucho tiempo sus aficiones. El día del entierro de la reina estuvo de caza; estuvo un rato contemplando el fúnebre cortejo camino de El Escorial; luego volvió a prestar atención a la caza». Probablemente no hay que llegar a tales extremos para juzgar la conducta de Felipe; la caza, si bien llegaba a la categoría de vicio en su caso, era también su forma de evadirse, de olvidar lo mismo los asuntos de gobierno que la muerte de un ser querido. Era el mundo de olvido y consuelo que su débil y enfermizo carácter había creado.
Mientras que la guerra continúa en Cataluña, como un apéndice interior de la recién solucionada conflagración internacional, la princesa de los Ursinos aleja al rey y a sus hijos de los lugares en los que había estado María Luisa. Es preciso apartar a Felipe del recuerdo de su esposa y distraer su ánimo como sea. Con este motivo circularán los rumores más absurdos respecto a los planes de la princesa y sus relaciones con el rey. Trasladados al palacio del duque de Medinaceli, en la calle del Prado, empiezan a oírse las murmuraciones ante el cambio de residencia; se dice que la princesa intenta secuestrar al rey, apartarle de todo contacto con el exterior para infundir en su persona sus propios fines, que no serían otros que el matrimonio de ambos(!!)...
Esto, habida cuenta de los setenta y dos años de Ana María de la Trémoille y del carácter sensual del rey, no deja de ser ridículo. Más de un historiador ha caído en la tentación de asegurarlo o sugerirlo de las más variadas formas: «Aunque la princesa tenía más de sesenta años, conservaba en su carcaj muchos de los encantos que habían encendido el amor de otros príncipes...», «seductora hasta el punto de poder resistírsele difícilmente...». Y, por supuesto, no falta en el cuadro el elemento imprescindible: la comunicación entre los aposentos de ambos... Pero errados andaríamos si no tuviésemos en cuenta más que la práctica imposibilidad física de que esto ocurriera. Los perfiles humanos de la princesa de los Ursinos son lo suficientemente claros, su carácter lo bastante dibujado, como para andar buscando tres pies al gato y pensando extravagantes recursos, más propios de siniestros novelistas, para dar a su vida un realce que no necesita, y menos al precio de tales concesiones. Lo que sí es posible afirmar sin temor a equivocaciones, es que la princesa ha pedido en estos momentos a la señora de Maintenon una rueca y veinte libras de lana: más que otra cosa, Ana María desea hilar y recogerse en un mínimo de tranquilidad.
Podemos hacer coincidir la terminación de la guerra de Cataluña con la definitiva instauración en España del espíritu de las «Luces». Lo que en tiempos de Fernando VI y Carlos III alcanzará su máximo desarrollo sienta sus bases a lo largo del reinado de Felipe V y, fundamentalmente, a partir de la paz. El siglo del neoclasicismo es también el del absolutismo, el de la centralización política y administrativa. Los Decretos de Nueva Planta, sancionados entre 1707 y 1716, que declaran abolidos los fueros de Aragón, Valencia y Cataluña, son la base de toda la reorganización político-administrativa del Estado; el derecho público de Castilla es ahora el de todos los reinos de la península.
El Despotismo Ilustrado, con el slogan tácito de sus políticos: «todo para el pueblo pero sin el pueblo», con su carga de paternalismo y reformas, con sus preocupaciones culturales y su progreso científico, alcanzará la máxima expresión en España bajo el reinado de Carlos III. El racionalismo burgués se manifiesta con fuerza; cuando, sobre la base de su poder económico y, consecuentemente, con su filosofía madura, no pueda soportar más las trabas que encuentra en los privilegios y formas feudales sostenidos por el poder político, la clase burguesa hará su revolución y tomará ese poder. El hito está marcado por una fecha: 1789; «el siglo de las reformas va a dar paso al siglo de las revoluciones».
Pero todavía estamos en 1714. Poco tiempo le queda a la princesa de los Ursinos de permanencia en la Corte de Madrid. La muerte de María Luisa va a significar para ella más de lo que, dejando a un lado la incidencia sentimental del suceso, en un principio podía haber imaginado.
La Camarera Mayor ha propuesto, una vez más, su retirada de la escena política sin resultado. En Versalles no parece conveniente su marcha en un momento tan delicado como éste; las heridas de la guerra deben restañarse, son graves y profundas; el rey, dejado a su albedrío, no será capaz de mover un dedo por sí solo y permanecerá pasivo ante las urgentes tareas que hay que emprender, máxime en esta época en la que la melancolía y la continencia hacen estragos en su ánimo. Ahora es precisamente el momento de la reconstrucción del país y la fuerza tiene que ir unida a la inteligencia y la organización; Felipe V carece de estas tres virtudes y, si de hecho no es así, no se conoce el grado que puedan tener en él ya que no las saca a relucir.
Por el momento se distrae cazando y rezando, escuchando música y dialogando con su confesor. La princesa de los Ursinos, pendiente de la educación de los príncipes y de las tareas del gobierno, no le pierde de vista, adivinando que el rey sufre por la falta de una mujer que comparta su vida. A las cuatro semanas de la muerte de su esposa «la continencia le había producido violentos dolores de cabeza y sudores, y hasta provocado temores por su cordura. No se podía siquiera apelar al simple re— medio de una querida; la conciencia de Felipe continuaba siendo tan fuerte como su ardor temperamental».
Estos síntomas eran comentados en las dos Cortes de forma muy distinta al desenfado con que lo hace el cronista. Se habla de la afición del rey de España a la vida conyugal, de su soledad, de la integridad de su conciencia, en términos vagos y respetuosos; en una palabra: al mes de haber sido enterrada María Luisa, el problema del matrimonio de Felipe está sobre el tapete.
El problema de la elección de esposa debe ser resuelto cuanto antes pues el rey, directa o indirectamente, lo hace notar. Sin embargo, el solucionarlo no es fácil. Una princesa de Francia no sería conveniente con vistas a un posible descontento del pueblo al recordar los primeros tiempos del reinado del Borbón, en los que la lucha de las camarillas francesas por el control del poder había sido nefasta y había dejado un mal sabor en la población. Una princesa austríaca está descartada de antemano. ¿Una italiana?
Vendóme, el triunfador de Brihuega y Villaviciosa, trajo al venir a España a un secretario. El gran general ha muerto ya, a consecuencia, según parece, de una comida algo copiosa, pero su secretario sigue en el país y anda pululando por la corte. La recomendación de Vendóme le está sirviendo para mantenerse e ir preparándose un sitio.
El hombre en cuestión es un tal señor Alberoni, abate parmesano cuya más notable cualidad, a simple vista, es la de ser un gran catador de los vinos y los quesos de su región. Melchor de Macanaz lo describe de la siguiente forma: «vivo, de buen ingenio, ardidoso, adulador, envidioso, avaro, furvo y, en fin, un italiano que todo es menos lo que parece». Hijo de un jardinero de Parma, maneja bien la lengua y la pluma y se crea un círculo, si no de admiradores, de gente aficionada a su vivaz charla y a sus vinos. Dotado de un instinto político innato, parece por su astuta suavidad un político vaticano del quinientos, conocedor del arte de bien vivir y artífice de preparadas artimañas para conseguir sus fines.
Y éstos no son otros que el colocar en el trono a una princesa italiana que le sitúe a él cada vez más alto. En su cuerpo pequeño y redondeado late además un fuerte sentimiento patriótico parejo con un odio mortal a los ocupadores austríacos.
Los fines anteriores, descartando el factor personal de ambición, son un medio para volcar el peso de la casa de Borbón en favor de la oprimida Italia. Para llevar a cabo estos planes ya tiene elegida a una persona que reúne todos los requisitos: Isabel Farnesio, hija del príncipe de Parma. También él, lo que demuestra su certero instinto, ha podido apreciar el estado en que se encuentra Felipe V; Alberoni define al rey como un hombre que no precisa más que de un reclinatorio y de una mujer: el reclinatorio ya lo tiene y él personalmente le va a proporcionar a la mujer que cada día necesita con más urgencia.
El juego va a ser doble por su parte. Sabedor de que la princesa de los Ursinos obstaculizaría con todos los medios a su alcance la boda de Felipe V con una mujer excesivamente dominante y con ideas no acordes con lo que ella considera los intereses de la monarquía en ese momento —como sería la inclinación hacia Italia—, presentará ante la Camarera Mayor una imagen desvirtuada de Isabel Farnesio. Según su definición, la princesa de Parma no sería más que una «buena muchacha lombarda que se atiborra de mantequilla y de queso parmesano, educada en lo más intrincado del país, donde jamás ha oído hablar de nada que no fuera coser, hacer encaje y cosas por ese estilo. Una muchacha dócil cuanto pudiera desearse».
El desenfado y la picaresca de la descripción hacen pensar en la habilidad de Julio Alberoni. Ante sus palabras no cabe pensar sino en olor a heno, en flores bordadas sobre blancas telas al amor de la lumbre, en paz hogareña. Tiene un retrato de ella que corrobora lo que dice; su utilidad no es sino la de refuerzo psicológico de lo que cuenta, pues la labor ya está hecha: en el retrato no se verá más que lo que él quiere que se vea. La miniatura, albergada por el abate en su seno, corre de mano en mano y es conocida en todos los círculos de las Cortes. También la princesa de los Ursinos la ha visto y no ha tenido nada que oponer.
En cuanto al rey, la labor es distinta, no sigue el mismo método. Felipe V se enterará de que Isabel es una mujer hermosa, capaz de hacer las delicias del más exigente marido. Sus prendas morales corren parejas con sus encantos físicos; el rey no debería dudar un solo momento en decidirse.
Pero Felipe V no necesita que le pinchen demasiado al respecto. Su decisión está tomada desde el momento en que el matrimonio se le aparece como un asunto que necesita urgente solución. ¿Alberoni le presenta una princesa italiana? ¿No hay obstáculos de mucho peso? Pues benditos sean Alberoni y esa princesa. Ya sólo le queda apresurar las cosas para que el deseado desenlace llegue lo antes posible.
El trabajo de Alberoni sorprende por su sencillez, por sus rasgos de maliciosa cazurrería aldeana. Quizás en esto estribe su éxito. La simpleza de los planteamientos tiene algo de ingenuo, de débil. La princesa de los Ursinos se ha visto sorprendida por una telaraña primitiva cuando está acostumbrada a situaciones repletas de sutilezas y complicaciones, y es en ellas en las que se mueve con seguridad. Es por la misma simpleza de la situación por lo que ha dejado el asunto un poco de las manos; no lo ha llevado personalmente y en ello estribará su desgracia.
De otra parte, sus energías no son las de antes; tiene ya una edad en la que los reflejos fallan incluso en personas de su talla y en la que la capacidad de respuesta e improvisación ante nuevas situaciones se debilita. Tras la muerte de María Luisa se observa un proceso regresivo en la actividad de Ana María de la Trémoille; su petición a la marquesa de Maintenon de una rueca y de lana para hilar puede ser significativa, puede indicar la necesidad de descanso y de paz, de retirarse de los esfuerzos y las preocupaciones. Esa rueca significa el estar sentada con la mente en blanco y la vista fija en el trabajo. Los acuciantes problemas del establecimiento de la monarquía primero, los de su consolidación en medio y a pesar de una guerra después, han desaparecido. La máquina estatal marcha casi por sí misma y el país comienza a respirar nuevamente. Esto no significa que no existan dificultades y deficiencias, pero lo peor ha pasado y la princesa de los Ursinos, como si hubiese estado esperando el momento preciso, como si hubiese aguantado hasta la desaparición total del peligro, reclina la cabeza para tomar aliento.
Y es cuando Alberoni irrumpe en la escena política. Pero lo hace en silencio, con suavidad, con buenas formas. No altera la tranquilidad ni despierta suspicacias; sus pasos son medidos y fáciles. Tiene todas las ventajas de su parte. Ante la buena marcha de sus planes en la Corte madrileña mira hacia Ver— salles: hace falta el permiso del ya anciano Luis XIV. El 23 de julio de 1714 el Rey Sol se inclina. Nada puede detener ya el curso de los acontecimientos.
El matrimonio de Felipe V e Isabel Farnesio tiene lugar, por poderes, el mes de septiembre de 1714. Inmediatamente, la nueva reina se pone en camino hacia España acompañada de un cortejo interminable en el que entran desde damas de compañía hasta sacerdotes, médicos y boticarios. Embarcada en un primer momento en galera, lo que hacía pensar que llegaría a fines del mismo mes a las costas españolas, Isabel decide continuar el viaje por tierra en vista de las molestias que le causa el mar. El cortejo que había salido a recibirla regresa a Madrid ante la noticia.
El rey se desespera por el considerable retraso que esto supone. El viaje en litera retrasará más de dos meses la entrevista con su nueva esposa y esto le irrita sobremanera. Mientras tanto, la princesa de los Ursinos ha encargado a París un fastuoso traje de bodas para la nueva soberana. Sin saber aún la tormenta que se avecina, aguarda también con impaciencia la llegada de aquélla para ver así confirmadas sus previsiones y dar por finalizado el asunto. Las noticias alarmantes que recibirá antes de conocer personalmente a la reina no llegan aún.
Ya han sido varios los enviados que, de una forma u otra, han intentado obtener datos definitivos sobre Isabel Farnesio. A lo largo de su viaje recibe constantemente emisarios y personajes que acuden a presentar sus respetos y a aclarar sus posibles dudas. Ninguno logra saber nada resolutivo sobre esta mujer. Han hablado con ella, se han acercado a su litera, pero sus más ocultos pensamientos, los que precisamente quisiera desvelar la princesa de los Ursinos, siguen siendo un misterio.
El primer toque de atención no tarda en llegar: Isabel se ha entrevistado con la viuda de Carlos II, con Mariana de Neo— burgo. Mal comienzo éste cuando está a punto de entrar en territorio español; a nadie se le oculta la inoportunidad de tal acto dados los antecedentes de la reina viuda. Pero hay más: Mariana de Neoburgo había sido expulsada por la Camarera Mayor, el alejamiento de la antigua reina de España fue un acto incontestable de autoridad y dominio por su parte. Expulsar de un país a una persona real no se hace todos los días, y menos por una simple dama de compañía. Si había ocurrido así, era porque por encima de las supuestas realezas estaba ella, por encima de un respeto a la intocabilidad de ciertas personas estaba la razón de Estado.
El gesto de Isabel Farnesio, mal visto por todo el mundo, va dirigido a ella directamente. Si se traduce bien no quiere decir más que esto: el reinado de Ana María de la Trémoille ha terminado, que la única razón de Estado en ese momento es su salida inmediata del país. Es un gesto que abre los ojos a la princesa de los Ursinos y le hace saber que en las nuevas circunstancias está sobrando. No se trata ya de conveniencias políticas o de otra clase; por ahora, sólo es una advertencia sobre quién será la dueña. Y está muy claro que se trata de una dueña que ni siquiera la admite como subordinada.
La postura de la reina se clarifica aún más cuando, ante el asombro general, intenta que Mariana penetre en España junto a ella. Ante la sorprendente petición de permiso para poder llevar a cabo el imprevisto proyecto el rey responde inmediatamente y con energía: la reina viuda no pisará tierra española. Detrás de la orden denegatoria, la princesa de los Ursinos observa con creciente alarma las actitudes de Isabel. Al tiempo que Alberoni parte para recibirla en Pamplona, la reina está intentando por todos los medios que sus damas de compañía pasen con ella la frontera. Pero no se trata de una niña que llora y a la que hay que convencer con buenas palabras, sino de una mujer dominante que desde un principio intenta imponer su voluntad en todo.
Sus acompañantes no cruzarán la frontera. La tradición es inflexible sobre esto y no se va a romper ahora. Vazet, el portador de la consigna real al respecto, ha sido el primero en ser objeto de las iras y el desprecio de Isabel. Ante su asombro, la reina se encoleriza con él y se ve obligado a tener que aclararle que no se trata de un capricho personal sino de una orden del rey. Después de su entrevista el enviado diría: «Por las apariencias, el estreno tendrá escenas enfadosas.»
Alberoni, ya en Pamplona, escribe a la princesa de los Ursinos: «La reina continúa su viaje con la intención de estar junto al rey el 24 de diciembre; va bien a Dios gracias, está alegre y muy contenta, y más contenta la veremos en Guadalajara.» ¿Hay ironía en sus palabras? Es muy posible. La entrevista que ha mantenido con su compatriota tiene todos los visos de haber resultado grata para ambos; según va a poderse inferir de los acontecimientos posteriores, la reina y el abate ya estaban perfectamente de acuerdo sobre la acción conjunta contra la princesa; en Pamplona no hicieron otra cosa que ultimar detalles y planear hasta el menor punto para que la presa no se escapase. Aunque no se ha aludido apenas a ello, es un hecho que los contactos entre ambos existían desde antes de verse en Pamplona. El interés del abate porque Isabel Farnesio subiese al trono de España no era gratuito: además de que la princesa de Parma reúne los requisitos necesarios para sus planes, existe el hecho del acuerdo previo entre los dos; decididamente la propaganda que de ella hizo Alberoni en Madrid no salía de la nada o de su capricho personal; sin garantías de éxito nunca se hubiese embarcado en el asunto el cauteloso parmesano.
Verdaderamente, la reina está «muy contenta». Todo está a punto y no parece que vaya a fracasar. Sus intenciones no dejan ya lugar a dudas. La princesa de los Ursinos sabe qué terreno pisa con toda seguridad; si algo se lo ha confirmado ha sido una frase que, salida de labios de la reina, ha llegado hasta sus oídos; Isabel, probablemente para hacerle tomar una decisión sin necesidad de tener que enfrentarse personalmente con ella, ha dejado escapar las siguientes palabras: «Preferiría volver a Parma antes que encontrar en Madrid a esa extranjera.»
Pero la Camarera Mayor ya se está preparando y quiere jugar su última carta. Aunque de antemano sabe que la partida le será adversa va a permanecer en su sitio y aguardará con serenidad el desarrollo de los acontecimientos. En su ánimo está la posibilidad de un hipotético arreglo de lo que ya es inevitable, de una influencia positiva sobre el carácter de la reina en la primera entrevista de ambas.
El día 23 de diciembre sale de Madrid el cortejo de Felipe V en dirección a Guadalajara. Es en el palacio del duque del Infantado de esta ciudad donde tendrá lugar la ceremonia de ratificación del matrimonio llevado a cabo por medio de procuradores. Instalado el rey con su séquito, un grupo de Grandes, con la princesa de los Ursinos al frente, parte hacia Jadraque: en esta villa recibirá Ana María de la Trémoille a la reina en nombre de Felipe V; las dos mujeres van a conocerse personalmente y a tener su primera entrevista oficial.
El palacio de Jadraque ha sido debidamente acondicionado y engalanado para tan señalado momento; los emblemas y enseñas ondean sobre sus paredes y el tráfico de carrozas y literas es continuo frente a sus puertas. No se ha omitido el menor detalle ni se ha pasado nada por alto: la limpieza ha sido total, los escudos reales y los estandartes españoles y parmesanos adornan hasta el menor rincón, la servidumbre está dispuesta, los soldados de la guardia en sus puestos, los vigías en el camino... También Alberoni está preparado. Se ha adelantado a la comitiva de la reina y ha llegado por la tarde a Jadraque. Su visita a los aposentos que ocupa la princesa ha sido más violenta de lo que se esperaba: ésta se ha mostrado descontenta y le ha reprochado su desvirtuación de la forma de ser de Isabel; «me dijo que las cualidades de aquella reina eran sumamente diferentes de como yo las había pintado».
Terminada la entrevista, el abate, que ha debido disfrutar por la posición de la princesa, da la consigna a la guardia de que permanezca atenta por si la reina necesita de ella y, tranquilo, se retira a esperar.
Ya anochecido, y mientras los copos de nieve dan un brillo fantástico a los campos, llega la noticia de que la reina está a punto de entrar en Jadraque. Los Grandes, debidamente engalanados, se colocan según su rango. La princesa de los Ursinos desciende y se sitúa al pie de la escalinata.
Cuando Isabel Farnesio baja de la carroza tiene frente a ella, de rodillas, a Ana María de la Trémoille, y, enmarcándola, a los Grandes iluminados por la vacilante luz de los candelabros. La fría noche realza aún más lo fantasmal de la escena.
Lo que sigue a continuación parece el epílogo lógico del cuadro precedente. La reina saluda con una reverencia y, terminado el ceremonial, sube a sus habitaciones invitando a acompañarla a la princesa. Son no más de diez minutos los que, encerradas ambas mujeres y sin ningún testigo directo de la conversación mantenida, desencadenan el fin del proceso. Isabel Farnesio ha salido de la habitación gritando en italiano: «¡Arrojad de aquí a esta loca y que me traigan algo con que escribir!» La princesa de los Ursinos, tras ella y con la palidez en el rostro, intenta con toda suavidad pedir excusas y parece no entender el súbito arrebato de la reina. Amézaga, capitán de la guardia, ha acudido con presteza y recibe una orden que le deja estupefacto: la princesa de los Ursinos debe ser detenida y conducida sin la menor dilación fuera de las fronteras españolas.
Suele haber coincidencia en las opiniones respecto al error de Ana María durante estos diez cortos minutos con la reina. La insistencia de ésta en las faltas de respeto y los insultos de que había sido objeto va referida, según el decir de muchos, a ciertas alusiones hechas por la princesa al tocado regio y a algunos otros detalles que no vienen al caso. Sea como fuere, es preciso tener en cuenta que Isabel Farnesio traía ya de antemano una predisposición para con la Camarera Mayor. Y no sólo esto, sino que, además, venía dispuesta a desembarazarse de ella con la mayor rapidez. En tales circunstancias, pocas palabras salidas de la boca de aquélla podían no ser un insulto o una falta de respeto.
Consumados los hechos y sin ninguna opción, la princesa de los Ursinos sale del palacio en plena noche. A sus labios no ha asomado el menor comentario ni su rostro ha dejado traslucir la más mínima emoción; con el paso majestuoso y la cabeza erguida ha cruzado la sala llena de dignidad y ha entrado en el coche que ya aguarda. Escoltada por parte de la guardia y con la prohibición de detenerse salvo para lo imprescindible, la hasta ahora Camarera Mayor toma el camino hacia los Pirineos mientras que Felipe recibe una carta en la que su esposa le notifica la determinación tomada y una de las causas que la han movido a ello: «nos hubiera impedido acostarnos juntos»...
Verdaderamente, Isabel Farnesio está bien informada de las debilidades de su esposo. Al día siguiente se encuentra con él, siendo casados por el Patriarca de las Indias en la capilla del palacio del Infantado de Guadalajara. El tálamo nupcial, libre de interferencias molestas, sanciona los deseos del rey y legaliza las ambiciones de la reina; sus ocupantes no lo abandonarán hasta que llegue la hora de la misa del Gallo.
Juan de Orry, el encargado de la reorganización de las finanzas españolas bajo la égida de la princesa, ha recibido la noticia de boca de Lanti y Chalais, sobrinos de Ana María. Inmediatamente se ha presentado ante el rey para recibir una confirmación, que es tanto como decir con la esperanza de conseguir un arreglo. Previamente ha hablado con Alberoni, quien ha negado tener la menor noticia sobre el asunto. La actitud de Felipe V le desconcierta: sabedor de lo ocurrido, el monarca no tiene más iniciativa que preguntarle a él qué es lo que se podría hacer. Ante la desesperación de Orry, decide adoptar las siguientes medidas: enviar a la mujer que le ha servido tantos años y le ha hecho su reino dos mil pistolas para sus gastos, una carta de consolación en la que pide que tenga paciencia pues hará lo posible para arreglarlo, y una orden para que la princesa no sea tratada como un prisionero común. Si Orry esperaba más, no conocía al monarca para el que había trabajado tanto tiempo.
El rey tiene suficiente con su mujer. Su carácter débil hasta la aberración y su falta de verdadero apego por nadie han quedado patentes una vez más. A este monarca sensual y sin la menor fuerza de voluntad, sólo pendiente de sí mismo y de sus necesidades, no le supone nada el que la persona gracias a la cual ha salvado su reino, que ha sido el espíritu y la fuerza motriz de la organización del Estado, que le ha intentado despertar por todos los medios de su abulia, que ha sido la compañera inseparable de su primera esposa y que ha tenido a su cargo incluso la supervisión de la educación de su primogénito, se encuentre en esos momentos camino del destierro de la forma más gratuita y en medio de los rigores del invierno castellano. Ni tan siquiera se le pasan por la imaginación los sufrimientos que estará padeciendo por lo avanzado de su edad.
Su mujer, enérgica, se va a ocupar personalmente de los asuntos de gobierno y le trata como él quiere. No puede estar más satisfecho; si alguna duda le asalta o le atormenta algún remordimiento, su confesor se encarga de disipar sus temores e iluminarle en la oscuridad. Por el momento, goza de estos primeros tiempos de vida conyugal y desecha cualquier tipo de preocupación.
En Francia, donde ya ha llegado la nueva de la caída de la princesa de los Ursinos, se observa atentamente cualquier movimiento del gobierno de Madrid. La inquietud de los políticos de Versalles ante los acontecimientos se refleja en la siguiente frase de Torcy: «este acontecimiento cambiará absolutamente el estado de la Corte y del gobierno en España». Y no se equivoca. Los franceses residentes en la capital española, que de una forma u otra formaron parte del equipo de gobierno, están siendo apartados o expulsados. Este es el caso de Robinet, anterior confesor del rey, y del caballero d’Aubigny, secretario perpetuo de la princesa de los Ursinos. En cuanto a Orry, ya no tendrá más oportunidades de ver a Felipe V pues le ha sido prohibido el aparecer ante él. En el otro lado de la balanza Alberoni coloca a «hombres honrados y capaces» entre los que se cuenta él: «Nuestra Reina ha sido una Judith en verdad y ha efectuado una revolución que ya la ha colocado a ella en el pináculo. En lo que me concierne me ha dicho que está muy satisfecha de mis humildes servicios.» Nada más cierto que estas palabras: respecto al primer punto no cabe la menor duda; respecto al segundo, la transformación del abate en cardenal, su carácter de embajador de la Corte de Parma primero y de verdadero primer ministro después, son la prueba más fehaciente.
Lo que Torcy expresa a grandes rasgos se va a plasmar en una política de acercamiento a Inglaterra y de fortalecimiento de la posición española respecto de Italia. En esto Alberoni y la reina están completamente de acuerdo: el primero por su germanofobia, la segunda por los intereses dinásticos que quiere asegurar a los hijos que tenga de Felipe en aquella península.
¿La Corte? Según un contemporáneo, Saint-Aignan, pronto empieza a verse nuevamente recorrer el palacio a las antiguas y tétricas «dueñas» vestidas de oscuro y armadas de sus rosarios; también en esto hay cambio con relación a la política llevada a cabo por la princesa de los Ursinos. El clero, que había perdido parte de su ascendiente durante la época anterior, vuelve a ocupar una posición de privilegio en todos los aspectos: «Lo que se quiere es volver a los tiempos de Carlos II; debilitar el ejército, engrosar los tesoros de la Iglesia.» El mismo príncipe heredero, «Luisillo», no tendrá ya instructores laicos elegidos expresamente por la idoneidad demostrada para el ejercicio de este trabajo; ha pasado a depender, en lo que a su educación se refiere, del cardenal Giudice, Gran Inquisidor de España...
Ana María de la Trémoille sigue su solitario camino hacia el norte. La precipitación de su partida no ha permitido que se equipe con ropas adecuadas para resistir las bajas temperaturas ni con una cama para poder descansar más cómodamente. En todo lo que va de viaje no ha abierto la boca; su mutismo tiene algo de amargo y orgulloso al mismo tiempo. De cuando en cuando, corre las cortinas y observa el paisaje helado por el que atraviesa la carroza; el frío es muy intenso. Y esto no es una frase. El cochero que la conduce va a perder una mano de resultas de la congelación. Subido en el pescante y azuzando sin cesar a los caballos, el pobre hombre no podrá hacer ya nada cuando, perdida la sensibilidad, intente desesperadamente volver a hacer circular con normalidad la sangre.
A pesar de todas estas desdichas la princesa de los Ursinos demostrará una entereza y una salud increíbles a sus años. Salvo un fuerte enfriamiento, al llegar a San Juan de Luz estará en inmejorables condiciones. La primera carta que ha escrito va dirigida al anciano patriarca de Versalles, a Luis XIV. En ella habla por vez primera y extensamente de los acontecimientos del 23 de diciembre y de sus secuelas; no se reduce a una exposición de los hechos según su propia versión sino que incluye una llamada a la bondad del rey para que alivie en lo posible las pésimas condiciones en que se ve precisada a hacer el viaje.
La segunda va dirigida a la marquesa de Maintenon. Es interesante transcribir su contenido para dar una idea clara del estado psíquico de la princesa:
«Informé al rey de Francia, Señora, de todo lo ocurrido, y Su Majestad os dirá todo. En cuanto a mí, puedo aseguraros que no sé cómo podré resistir tal viaje, cuando se me ha hecho dormir sobre la paja y ayunar de forma muy opuesta a las comidas que tenía por costumbre hacer. Conté al Rey los dos huevos que he comido cada día, a fin de mover su piedad hacia una servidora fiel que no merece tal trato ni tal desprecio...»
En el momento más crítico de su vida, Ana María de la Trémoílle dirige sus ojos al rey a cuyo servicio ha vivido y por cuyos intereses lo ha entregado todo. Sigue siendo para ella el hombre admirado y respetado de quien emanan todas las gracias y que alberga todos los desconsuelos. Son setenta y dos años los que cuenta, pero su fijación, tanto admirativa como de dependencia en el servicio hacia él no ha disminuido. El tono de las cartas sí ha cambiado: los años cuentan —y pesan— y esto se deja entrever en el matiz de desvalimiento de los mensajes al rey y a la marquesa. Por último, la tristeza y el sufrimiento que le produce su situación actual, perfectamente transparentes incluso en los términos, no pueden ser pasados por alto.
Al tiempo que la princesa se acerca a París, en los despachos de Versalles se encuentran ya las primeras cartas de Isabel Farnesio desde tiempo atrás. En ellas, la reina de España mantiene que la expulsión de la Camarera Mayor había sido una medida absolutamente necesaria, pero pide a la vez al rey que sea clemente y benigno con ella. Mezclando en estas cartas el respeto con la firmeza y la independencia, Isabel deja ver su espíritu enérgico y dominante. El Rey Sol ha comprendido desde hace tiempo con quién tiene que vérselas; prevé el rumbo que tomará la política exterior española a partir de este momento y ha visto cómo el vecino país se desgaja paulatinamente del marco tutelar francés. Entiende que los tiempos han cambiado y que ya no es la hora de los correos ininterrumpidos con instrucciones precisas entre Madrid y Versalles. Sólo la prudencia y la espera pueden ser positivas ahora.
Cuando la princesa de los Ursinos llega a París, se encuentra con algo desagradable. Frente a sus deseos de visitar a Luis XIV y a la señora de Maintenon hay un obstáculo que no había tenido muy en cuenta: la familia Orleáns. Estos señores no han olvidado la ofensa que Ana María inflingió al duque cuando aún no acababa la guerra. Su influencia les va a permitir tener aislada a la princesa durante algún tiempo, impidiendo que destacados miembros de la nobleza tomen contacto con ella. La desesperación de ésta alcanza un punto crítico en esos días: si algo necesita en verdad, es hablar con el rey y con su amiga de siempre. La intención de los de Orleáns es que la princesa salga de Francia inmediatamente y sin ver a nadie.
A pesar de todo, ciertos velos, probablemente movidos desde Versalles, empiezan a descorrerse y la princesa de los Ursinos empieza a ver la vía libre. El primero en romper fuego es el duque de Saint-Simon, quien visita en su casa a esta mujer a la que dedicará parte de sus escritos y que obtuvo la siguiente visión de ella: «La encontré con la misma amistad y la misma apertura que en el pasado... Me contó su catástrofe sin mezclar en ningún momento al Rey ni al rey de España. Pero, sin eludir a la reina, me predijo lo que después se vio...»
Por fin, el 21 de marzo visita a las dos personas que deseaba ver con tanta intensidad. La entrevista durará una hora. Será algo así como la recopilación de tres vidas que, desde distintos planos, han corrido paralelas en muchos aspectos y, en otro sentido, primordial, han estado indisolublemente unidas. La princesa aclara y explica por última vez lo ocurrido y su postura ante ello: es un rito y una necesidad imperiosa; todo debe quedar claro y limpio. Después, se habla de cualquier cosa. Los tres son conscientes de que aquello es una despedida y lo hacen sin el menor aspaviento, como algo que no necesita nombrarse y que no requiere tiempo.
Pocos meses después de esta postrera reunión muere el rey de Francia. Su compañera, la marquesa de Maintenon, se retira a Saint-Cyr, de donde es abadesa. La princesa de los Ursinos, sin ninguna razón que la ate a Francia y ante la inseguridad frente a los que ahora detentan el poder, emprende el camino a Italia.
¿Volver al principio? Sí, si es que el Papa se lo permite; por lo pronto se encuentra cerca de Génova esperando que Su Santidad se decida a otorgárselo. En Roma se encuentra su palacio.
El de las reuniones romanas, cuando se ganaba adeptos al partido francés en menoscabo del austríaco. Pero, si bien el palacio Orsini sigue siendo el mismo, ella ha cambiado; ya no es la joven de los últimos años del seiscientos que disputaba con el duque de Bracciano, su esposo. Tampoco está ya allí d’Aubigny, el insustituible. Tras su expulsión de España se ha dedicado a preparar un castillo del que es propietario, en Francia, para que en él se encuentre cómoda su esposa reciente...
En lugar de todo aquello hay una pequeña corte: la de los Stuart ingleses, proscritos, que han fracasado en sus pretensiones. La princesa de los Ursinos se une al grupo y más de una vez puede ser vista paseando del brazo de Carlos Eduardo, el pretendiente. Hasta sus oídos llegan los ecos del exterior: Francia, formando parte de la Cuádruple Alianza, lucha contra España... son los resultados de la política italianizante de Alberoni; el duque de Orleáns, regente a causa de la minoría de edad del duque de Anjou, no ha sido remiso a la hora de enfrentarse. El abate-cardenal italiano no tarda en caer. La princesa escucha y comenta estos acontecimientos en su círculo, pero ya ve todo muy lejos. Hay algo que, a pesar de todo, se sigue agitando en su interior, como si la llamara; sin embargo, los recuerdos se van envolviendo con la bruma del tiempo y lo que parecía real se convierte imperceptiblemente en un sueño.
Y así transcurren siete años. Un día cualquiera, un 5 de diciembre de 1722, todo se termina.
«Esta muerte, que unos años antes hubiese retumbado por toda Europa, no produjo la menor impresión. La pequeña corte de Inglaterra la echó de menos; algunos amigos particulares también...»
Pedro José Cascajosa