¿Quién era Don Juan?
La historia de la humanidad parece confundirse con la de sus esperanzas y temores. Por eso, en todos los tiempos, ^ el hombre se ha esforzado en descubrir los misterios que le rodean, y, reduciéndolos a los límites de lo que su razón puede comprender, deducir de allí las dichas y las pruebas que forman su pan de cada día. Bien se interrogue la Pythia de Delphos, bien se escruten las entrañas de los pollos, bien se dedique a ardientes súplicas en medio de los vapores que exhalan las hierbas mágicas, el fin es siempre el mismo: liberarse de la angustia de no saber.
Descartados los viejos métodos de investigación, quedados vanos, al menos en principio, los sortilegios de la magia, la civilización occidental, deseosa de llegar a las fuentes mismas del saber irrefutable, ha probado tres métodos de investigación: el arte, el amor y la muerte.
En verdad, la búsqueda dirigida según una de estas vías no tiene por fin último darnos una regla de vida. Es, más bien, la búsqueda de una especie de adhesión a una potencia suprema, que es Dios, o una potencia infinita y sobrenatural. Sólo la vida en un Ser supremo es capaz de darnos como únicos guías la Verdad, la Belleza y el Bien. Así, la muerte es la vía escogida por los mártires, el amor por los místicos, el arte por los pintores que notablemente han hedió llamear la gloria celeste en las bóvedas de las catedrales.
Una especie de huida de lo real —hasta su condenación— sobreentiende tal actitud. Porque lo real —a causa de lo que unos llaman tentaciones y otros, sortilegios— es más o menos el imperio de una potencia con un poder terrorífico, el demonio. ¿En su larga lucha no promete también él el conocimiento a quienquiera seguirle? A aquellos a los cuales Dios rehúsa hablar, ¿no aparece el ángel caído como el orgullo y el desafío? Es esta vía la que tomará Fausto, en su perdida búsqueda de los últimos secretos del mundo.
Pero el hombre está hecho de tal forma que el conocimiento le deja insatisfecho; mejor aún, dejándole alguna de las llaves del universo, parece conducirle a una especie de desesperanza. Y este hombre, que tanto ha querido comprender, se encuentra desamparado cuando afronta el misterio.
Tanto como se ha encarnizado en destruir los mitos, no hay lapsus en que no los haya reconstituido o haya inventado otros.
Pero el mito creado no reside ya en las profundidades del universo. Ha bajado a la tierra, se ha encamado. Es un poco nosotros y nosotros somos un poco él. El diablo se hace así un buen diablo o un pobre diablo. Guarda un poco su carácter mágico pero, de todas formas, se le tutea.
Así don Juan. De todos los grandes mitos que alimentaron y alimentan el Occidente, es el que más habita en el lenguaje corriente. Es cierto que toca un problema esencial: el Amor, su naturaleza y su destino. Así, el mito responde a su naturaleza profunda: es ante todo una interrogación sobre nosotros mismos. Que las religiones o los sistemas filosóficos se esfuercen en aportarle una respuesta, sea combatiéndole, sea integrándole en su propio sistema, da lo mismo: nosotros sabemos bien que la única respuesta válida es la nuestra, y que, en el sentido pascaliano del término, «estamos comprometidos».
La perennidad del mito de don Juan tiene otra razón, la más extraña quizás. El hombre de «las mil y tres mujeres» ha como surgido de la pluma de escritores que le han modelado y remodelado. Pero, por regla general, si los mitos y los héroes tienen modelos, no tienen descendencia. Después de Fausto, nadie ha vivido como Fausto. No se conocen héroes de la historia de España que hayan llevado la misma vida que Don Quijote. Ningún Hamlet ha asediado jamás las sombrías terrazas de Elseneur. Ninguna pareja ha puesto jamás sus pasos en los de Trístán e Isolda.
Con don Juan sucede algo diferente. Porque un joven caballero de España dijo: «Yo «eré don Juan.» Y lo fue. Ciertamente un modelo puede tener imitadores, hasta discípulos. Pero existe siempre un despegue entre los personajes. Mientras que el héroe de teatro se ha convertido en un ser de carne y hueso.
Aparece así la diferencia entre la leyenda y el mito: la leyenda es una simple historia, regada, enriquecida de época en época por la imaginación. El mito, en revancha, por muchos lados, nace de la historia viva. Un hombre le ha dado nacimiento.
Reducida a sus líneas esenciales, la historia de don Juan es simple: un gran señor no retrocede ante nada para obtener los favores de las mujeres que ansia: mentira y astucia son sus armas ordinarias; no retrocede ante el crimen cuando se trata de eliminar a un inoportuno. El castigo será de acuerdo al que ha desafiado a Dios y a los hombres: invitado a cenar por la estatua del padre de una de sus víctimas, será arrojado a las llamas eternas.
Esta leyenda —porque por el instante no es más que una leyenda— no es específicamente española. El tema del malvado castigado se encuentra en lo más profundo de la antigüedad. Porque, en esos tiempos, los dioses hablaban para expresar su satisfacción o su descontento. En la víspera de la muerte de Julio César, un mal sudor había brotado en la frente de las divinidades tutelares que protegían Roma. Algunas de entre ellas habían hablado incluso para anunciar las desgracias que vendrían.
Tácito y Plutarco relatan —con abundancia de detalles— la estatua colosal de Júpiter que un Ptolomeo, inclinándose ante el deseo de los dioses, había enviado a buscar en Sinope. Pero las gentes de la ciudad se oponían a su partida. Entonces se había visto la estatua «ir ella misma a instalarse a bordo de uno de los navíos que se encontraban dispuestos». Herodoto narra cómo los atenienses, queriendo encantar a los habitantes de Egina con los dioses de madera velando sobre la ciudad, éstos se pusieron de rodillas, «como para resistir mejor a los que querían llevarles con ellos». En las Obras morales Plutarco cuenta esto: «Micios, jefe de la democracia de Argos, había sido muerto en el curso de una revuelta. Pero haciéndole justicia, sus ciudadanos le construyeron una estatua. Un día, ésta se volcó sobre el asesino de Micios, cuando vino a conversar con unos amigos bajo su sombra.»
Y aún: «En la isla de Thasos, vivía un atleta, Nicon; era glorioso ante todos porque, en los juegos, habiendo vencido a todos sus adversarios, sea en la lucha, sea en otras competiciones, había aportado a la ciudad de la que era hijo cuatrocientas de las coronas que se conceden a los vencedores. Cuando murió, sus conciudadanos, queriendo honrar su recuerdo, le elevaron una estatua. Pero un antiguo rival de Nicon, lleno de odio porque ni la muerte misma le había desarmado, injurió la estatua, y llevado por la cólera la golpeó con su bastón. Entonces la estatua cayó sobre él y le aplastó bajo su peso.»
Llegada de Grecia —y quizá de un Oriente todavía más lejano— la imagen de la efigie vengadora se impuso en Europa. Es así como los anales de Roma del siglo XI conservaron esta leyenda: apenas abandonó su comida de nupcias, cuando un joven caballero experimenta la necesidad de disputar un partido de pelota con convidados de su edad. Pero, estorbándole el anillo que lleva en un dedo, se lo pone a una Venus de mármol. Cuando el joven marido quiere recobrar su bien, es imposible: el dedo de la estatua se ha agarrado literalmente alrededor de la sortija. Indiferente e inquieto a la vez, el joven se tiende al lado de la que acaba de tomar por esposa. Pero entre su mujer y él hay un fantasma de piedra: es Venus que murmura: «Al darme tu anillo, te has ligado a mí, es conmigo con quien debes pasar esta noche.» Será precisa la intervención de un mago para lograr romper el maleficio que había recaído sobre él.
La cristiandad medieval va a asumir y transformar la leyenda salida del paganismo. Venus se convertirá en la Virgen compasiva a la que se ve extender los brazos para sujetar a un obrero caído de su andamio; o bien se trata de un Cristo que se desprende de su cruz para cerrar el paso a una monja que rompió sus votos. En cuanto a los libertinos, en definitiva innumerables en estos siglos de fe, basta recorrer los Tesoros de los acontecimientos admirables o memorables, o mejor los Tratados de fantasmas y apariciones, para saber que son rudamente castigados —y siempre de manera sobrenatural— por poco que hayan cometido el pecado de la carne. Son en general los demonios los que se amparan de ellos y los someten a los mil suplicios del fuego. El infierno acompaña a la voluptuosidad o, más exactamente, es su castigo natural: una mujer de belleza maravillosa se aparece de repente al que ha faltado; la sigue, ella le procura delicias desconocidas; pero, por la mañana, es un esqueleto lo que él estrecha entre sus brazos.
La idea del pecador castigado no está ausente, tampoco, de las leyendas folklóricas. Así, la que ha encontrado crédito largo tiempo, en Bretaña. Yendo a sus esponsales, un joven encuentra en su camino una calavera; le da una patada y la lanza ridiculizando: «¡Tú también vienes a mi boda, estás invitada!»
Y el día del matrimonio, cuando los convidados están en la comilona, aparece un esqueleto y se sienta al lado del marido. Este, aunque en el colmo del terror, intenta bromear: «¡Bien, haz como nosotros: come y bebe!» Un silencio. Y el esqueleto responde: «No se bebe ni se come en el mundo de donde vengo... Soy yo quien te invita, mañana, al lugar donde nos hemos encontrado.» En vano el joven suplica a un sacerdote que le acompañe a esta lúgubre cita. Debe ir allí solo. Bajo el viento que tuerce los cipreses, dos esqueletos han colocado una mesa y allí esperan a su huésped. Este morirá algunos días más tarde.
La misma tradición oral, referida por el folklore picardo: por desafío, un campesino invitó a una calavera a compartir su comida. Algunos días más tarde, un esqueleto, arropado en un abrigo gris destrozado, golpea la puerta de la granja, entra, se pone a la mesa, cena, después arrastra al campesino a una danza alucinante. Al amanecer, el esqueleto desaparece. No por mucho tiempo. Una tarde, cuando el granjero pasa cerca del cementerio, una mano huesuda le rodea el cuello, una voz chillona le dice al oído: «Ahora eres tú quien tiene que cenar con nosotros.» Una banda de esqueletos rodea entonces al campesino y le empujan hasta el panteón de una capilla vacía. En el curso de la comida no se sirve más que el vino de la misa de difuntos. Al día siguiente por la mañana, sin saber cómo, el campesino se encuentra tendido en el camino; al cabo de unos meses, se hará sacerdote.
En todos los países se encuentra más o menos la misma trama de historias fantásticas. El tema es idéntico: quien se ríe de la muerte y de su carácter sagrado será castigado. Y los muertos están allí para recordar a los vivos sus deberes: Shakespeare hará sentar el espectro de Banco a la mesa de Macbeth; Hamlet será vuelto al orden por el fantasma de su padre.
Estas voces o incluso estas formas, surgidas —de maneta efímera— de ultratumba, simbolizaban evidentemente el remordimiento de conciencia de las almas descamadas. Pero, en estas épocas en que la vida de los individuos y la conducta de los Estados estaban inmersas en el cristianismo, evidentemente no era cuestión de «secularizar» la conciencia y de hacer de ella una simple exigencia de la ley moral. Era preciso que Dios hablase. No el Dios clemente muerto en la cruz, sino el del Antiguo Testamento llegó para traer la espada y no la paz. El cielo era entonces mucho más terror y castigo que consuelo y perdón. La irrupción de los muertos sobre la tierra se encuentra mucho antes de la aparición de don Juan. Procedente del país de León, una leyenda muy antigua narra esta aventura: había un libertino que no faltaba a ninguna misa del domingo a fin de ver allí gozoso a las chicas bonitas. Desafiando al diablo, si no es que a Dios, un día que se pasea en un cementerio, interpela a una calavera: «Ven a cenar conmigo.»
«Acepto», responde la calavera. La cena tiene lugar. En el momento de desaparecer, el esqueleto dice al libertino: «Por mi parte te invito; mañana, a media noche, en la iglesia.»
En la cita, el esqueleto invita al joven a entrar en una tumba abierta: «Ven aquí sin temor, comerás mi pan y dormirás en mi lecho.»
Por otra parte es en España donde la leyenda debía ser llevada al teatro por primera vez. En obras sin genio ciertamente, pero que tienen por mérito esencial ilustrar hasta qué punto la idea de la muerte es familiar a los habitantes de este país. Luis Vélez de Guevara escribirá tres comedias. En una —singular prefiguración de don Juan— el rey don Pedro gritará luchando contra un fantasma: «Saco gloria hoy de mi valor. — Vivo, aparición o cadáver, no temo a nada, ni siquiera al infierno.» En la segunda, el incorregible libertino, que es Peregrino, no escucha las múltiples advertencias del cielo que, para conducirle al buen camino, le hace asistir a sus propios funerales. Hará falta la venida de un ermitaño difunto para que Peregrino encuentre la vía de la salvación. En fin, en la tercera obra, el héroe, Céspedes, se bate valientemente contra un muerto.
¿Qué quieren, en definitiva, probar estas leyendas y estas obras teatrales españolas? Su carácter espantoso tiene, en realidad, valor de advertencia: quien desafía a Dios será castigado por Dios. En suma, se trata de exaltar la religión, de defender el orden que impone, de ilustrar las lecciones que dispensa.
Quedaba por dar a don Juan tal dimensión, dar al personaje tanto sentido, hacer de él un tipo tan universal, que en adelante no se pudiera, en cualquier país que fuera, hablar del amor, de Dios y de la muerte sin referirse a él.
Probablemente es en 1623 cuando se representa por primera vez en España una obra llevando este título: El burlador de Sevilla o el convidado de piedra. Fue escrita poco antes por un clérigo, hermano de la orden de la Merced, Gabriel Téllez, que escogió por seudónimo Tirso de Molina.
Extraño personaje este autor que va a extender sobre la escena el azufre del infierno; tan extraño, que es condenarse a no comprender los resortes secretos del Burlador de Sevilla si no se evoca la vida del autor, que tendrá una descendencia literaria innumerable.
Gabriel Téllez nació en Madrid el 9 de marzo de 1584. Aunque declarado hijo del duque de Osuna, se trata probablemente de un bastardo. En la época, e incluso en la muy católica España, los grandes no se apuraban ni en maneras ni en escrúpulos con las damas de su preferencia. Todo lo más, en el mejor de los casos, y por poco que el objeto de su capricho fuera de buena compañía, velaban porque su progenitura no tuviese un destino demasiado desgraciado.
Por eso probablemente el joven Gabriel Téllez es enviado a un seminario; para la Iglesia, en la época, era una alegría, tanto como un deber, acoger a los hijos ilegítimos, siempre que fuesen de alta esfera.
El nuevo monje hace sus votos el 21 de enero de 1601; después va a Toledo, donde residirá hasta 1614.
¿Qué pasa entonces? Las crónicas de aquel tiempo son muchas. De cualquier forma, Gabriel Téllez es encargado de una misión que tiene un fuerte olor a exilio: se queda en Santo Domingo. ¿Por qué falta? Misterio. En 1618 está de vuelta; hace entonces frecuentes viajes a Toledo, Zaragoza y Madrid.
Poco importan, en definitiva, las razones de este periplo más allá de los mares. Pero cómo no pensar que esta España, que prepara su apogeo, parece poseída por una sed de exploraciones: si Cristóbal Colón quiso abordar continentes nuevos, son— almas lo que Gabriel Téllez intentará descubrir.
En 1625, el religioso llega a ser comendador de la orden de la Merced. Qué ascendiente no debería ejercer para llegar a esta cima de los honores el que, hombre de teatro ya, sufría las ásperas críticas, no solamente de sus rivales de escena, sino también de todos los que representaban al poder establecido. Nadie pudo admitir «que un religioso se exprese tan libremente». Llevado ante el Consejo de Castilla, Gabriel Téllez es pura y simplemente amenazado con el destierro.
Amenaza que queda en fórmula. No solamente en razón de la celebridad ya adquirida por el monje, sino también porque* muy probablemente, la calidad de su nacimiento debía asegurarle algún tipo de protección. Cargos y honores se amontonan en él: cronista oficial de la orden en 1632; después, maestro en teología, lo que representa la distinción suprema. En fin, en 1645, es nombrado superior del convento de Soria; allá muere el 12 de marzo de 1648.
Gabriel Téllez deja bajo el seudónimo de Tirso de Molina, con el que nadie se engaña, una obra profana considerable: ochenta y seis textos (sin contar los que se han perdido). Algunos tienen títulos extraños: la Ninfa del cielo, Celosa de ella misma, La Prudencia de la mujer, y también el Amor médico, en el que Moliere se inspirará directamente.
Parece que Tirso de Molina —puesto que en definitiva bajo este nombre pasará a la posteridad— haya escrito esencialmente sus piezas de teatro para liberarse de una verdadera obsesión, la de ser un bastardo.
De hecho, había tenido mucha suerte o alguien la había provocado seriamente, porque, en la España del siglo XVII, no había condición más humillante que la de bastardo. Este no significaba nada, absolutamente nada; los empleos importantes le eran rechazados; todo lo más, se le aceptaba en los palacios reales, para asegurar los trabajos sin importancia.
Ciertamente, la llegada a las órdenes ha hecho de Tirso de Molina un hombre respetado. Pero él sabe perfectamente que es por favor especial —hasta por un poco de indulgencia condescendiente— tomo ha llegado a ser monje. La llaga que lleva en el corazón sigue abierta: haga lo que haga, seguirá siendo un bastardo.
Si esta idea no le hubiera perseguido hasta la obsesión, ¿por qué en casi todas las obras de Tirso de Molina se habría de encontrar un bastardo, engendrado siempre, naturalmente, por un personaje de alta alcurnia?
¿Y don Juan? ¿No es el que seduce a las mujeres y se burla cínicamente de las consecuencias, con una especie de rabia desesperada?
He aquí, pues, llegado el momento de analizar el Burlador de Sevilla. La obra se divide así:
En el palacio real de Nápoles Juan Tenorio, sobrino del Embajador de España, reemplaza, con el favor de la oscuridad, al duque Octavio cerca de la duquesa Isabel, su prometida. Mientras Isabel, descubriendo el fraude, se lamenta de su deshonra, don Juan consigue huir. En cuanto a Octavio, no tiene otro recurso que volver a España donde intentará olvidar su infortunio.
También don Juan pone rumbo a España, acompañado de su fiel criado Catalinón. Pero un naufragio le arroja a la costa cerca de Tarragona. Una complaciente pescadora, Tisbea, salva al joven. Este le promete el matrimonio y, contra esta promesa, obtiene los favores de la joven. Abandonada, esta última no puede hacer más que lamentarse de su suerte.
Pero lo que don Juan no sabe entonces es que el rey Alfonso XI ha decidido casarle con Ana, hija del comendador Gonzalo de Ulloa.
Y La escena se traslada a Sevilla. Alfonso XI se entera de la conducta de don Juan con la duquesa Isabel. Exige que el culpable sea exiliado a Lebrija. Además, no se casará con Ana, pero sufrirá su falta casándose con Isabel.
Más he aquí que el sobornador encuentra un viejo compañero de libertinaje, el marqués de la Mota. Después de haber manifestado su tristeza ante la «baja calidad» de las prostitutas sevillanas, el marqués suspira: afortunadamente está enamorado de su prima Ana de Ulloa. Este amor es compartido por la joven. Desgraciadamente, su padre la destina a un caballero del que ella no sabe ni siquiera el nombre.
Picado en el juego, don Juan decide seducir a la amante del marqués. En vano el padre del Burlador le promete mil castigos celestiales. Don Juan ironiza: «Tengo todo el tiempo de arrepentirme; ¡el cielo está bien lejos!»
Cubierto con el abrigo rojo de La Mota, don Juan va a casa de Ana que espera al que ama. La astucia vestimental del Burlador fracasa; Ana avisa a su padre; éste se bate a espada con don Juan que mata a su adversario. El rey ordena que un monumento perpetúe la memoria del comendador.
Esta vez, don Juan debe huir y alcanzar el lugar del exilio que le había sido asignado, Lebrija.
Pero, en ruta, el seductor es invitado a la boda de dos campesinos, Batricio y Aminta. Batricio le parece tan estúpido que decide ponerle en ridículo. Le cuenta que él mismo ha sido el amante de la que él acaba de tomar por esposa. Y Batricio, convencido, rehúsa unirse a su mujer. A partir de ahí el campo estaba libre, el Burlador alcanza la habitación de Aminta, le cuenta que Batricio la ha abandonado y que él, don Juan, va a consolarla y a tomarla por mujer. Y Aminta se abandona. Por otra parte parece bastante lúcida porque, en el momento de acordar los últimos dones —cómo resistir a un gran señor, «el heredero de los Tenorios, dueños de Sevilla»—, es suya esta frase: «En España, la honra ha llegado a ser nobleza.»
Todo se alía contra don Juan; Isabel se encuentra con Tisbea y las dos jóvenes maldicen a su común seductor. En cuanto al duque Octavio, antiguo prometido de Isabel, y al marqués de La Mota, deciden matar a don Juan, que ha ridiculizado tanto a uno como a otro. El Burlador no tiene otro recurso que ganar la iglesia —asilo inviolable— que abriga a la estatua del comendador, don Juan cubre de sarcasmos la efigie de su víctima y, suprema ironía, le invita a cenar. La estatua acude a la cita e invita a su vez a don Juan para el día siguiente.
La comida transcurre en un sepulcro; el menú es: uñas de sastre, escorpiones y víboras.
Pero he aquí que el espectro del comendador tiende la mano a don Juan. Este la coge. Pronto las llamas le rodean y muere, mientras que el comendador dice: «Todas las faltas se pagan.»
Las cosas se arreglarán mejor para los vivos, después que se regocijaron grandemente por la muerte del Burlador: La Mota se casará con Ana, y el duque Octavio con Isabel. Batricio y Aminta se reconciliarán. El Cielo ha triunfado sobre el Infierno. Los buenos han sido recompensados y el malo castigado.
Para la época, la obra tenía de qué sorprender, aunque el epílogo fuera reconfortante; en efecto, ¿no llevaba el Bien ventaja sobre el Mal y no salían triunfantes las enseñanzas de la Iglesia?
Entonces, ¿por qué la sorpresa, por qué el escándalo, en el sentido riguroso del término? En definitiva, la explicación es simple: Tirso de Molina describía, bajo la luz implacable de las luces de candilejas, las costumbres de su época. Y el escándalo era tanto más grande cuanto que el autor de El Burlador de Sevilla era un religioso, cuya integridad de costumbres nadie podía atacar.
Precisamente es el estilo de vida de sus contemporáneos lo que pone en cuestión Tirso de Molina y El Burlador de Sevilla no es otra cosa que una exploración de los escándalos de su tiempo y, más especialmente, de los de la nobleza.
No sin una especie de espíritu de revancha. Se ha dicho ya que Tirso de Molina sufrirá, toda su vida, por llevar el peso de su oscuro nacimiento. Entonces, ¿por qué no liberarse de este fardo castigando a los nobles, de los que uno de ellos fue quizá su verdadero padre?
De hecho, la obra del austero monje transcurre entre dos polos: los bajos fondos y la eterna justicia de Dios.
Los bajos fondos... piénsese el escándalo que representa, para la época, la cruda evocación de las prostitutas.
Y es así como aparece en filigrana el personaje de la Celestina, experta tratante de chicas, tan hábil en sus consejos como en el arte de redondear su dinerillo. Es en su casa donde hará don Juan sus primeras armas de hombre, es allá también, a través de los pobres amores tarifados, donde descubrirá la potencia de la mentira y el desprecio. Es allá donde nace una especie de vértigo del anonadamiento, con el comercio de estas chicas que, en el ejemplo de Julia, «eran truchas y se convirtieron en bacalaos».
Imposible olvidar las lecciones de «la Celestina», tal como las transcribió Femando de Rojas: «Para ella es un juego comunicar con las doncellas mejor vigiladas, y jamás ha conocido el fracaso. ¡He visto entrar en casa de la Celestina, después de las procesiones, las misas de medianoche y otras devociones particulares, chicas con la cara tapada! Y detrás de ellas, cuántos penitentes que acababan de llorar sus pecados. Señor, esta Celestina rehace las virginidades; cuando vino aquí el embajador de Francia, le vendió tres veces como virgen a una de sus sirvientas...»
Casi trazo por trazo, en El Burlador de Sevilla, Tirso de Molina toma esta descripción. Pero no se trata de la obra de un plagiador. Es a veces patética su confesión de una total desesperanza: todas las mujeres podrían ser alumnas de la Celestina,
Entonces ¿por qué preocuparse del pudor, de la virtud, de la fe jurada y del amor prometido? Todo eso no es más que careta y apariencia.
Ciertamente estos temas serán adaptados, exaltados por el genio del escritor sevillano. Pero él no fue el primero en evocarlos en España. Como si en la muy católica España el problema del mal hubiese sido una obsesión, de él se habla ya en el siglo XV, en el célebre Romancero, en que «el galán que iba a misa» se dirige al oficio como quien va de caza; allí reparaba en las mujeres bonitas y soñaba con el medio de seducirlas. Hada 1580, Juan de la Cueva cuenta, en él Infamador, las aventuras de un señor libidinoso, Leucino, que murió víctima de sus obsesiones sexuales. Incluso las aguas del Guadalquivir rechazaron el cuerpo del pecador.
En suma, éstos no son más que modelos literarios. Tirso de Molina tuvo más y mejor: un modelo vivo.
Se llama don Juan de Tassis, conde de Villamediana. Nació en 1582 y todos los dones se acumularon sobre su cuna: belleza, dinero, inteligencia. Desde los dieciocho años tiene reía— dones con una viuda. Las mujeres más bonitas de la corte no esperan más que una señal suya. En 1601 se casa con una muchacha de alto linaje, Ana de Mendoza y La Cerda. Casi se podría decir que es un matrimonio por distracción. Porque Ana apenas verá a su marido. Este está verdaderamente muy ocupado: entre las mujeres y las corridas de toros no dispone de un minuto. Además está el juego. Quizá sea en él demasiado experto porque, por orden del rey Felipe III —al que realmente ha despojado de den mil reales— debe abandonar Valladolid. Don Juan alcanza Nápoles (como lo hará El Burlador de Tirso de Molina), donde vive de expedientes y donde las mujeres no se le muestran crueles. Vuelve a España en 1617, justo a tiempo para participar, no se sabe bien por qué, en una conspiración contra el favorito de Felipe III, el duque de Lerma. Descubierto el complot, don Juan debe abandonar el país una vez más. Volverá a encontrarlo a la muerte de Felipe III.
Su sucesor, Felipe IV, indulgente —o quizá divertido por las hazañas de todo tipo de don Juan—, le nombra gentilhombre de la reina. Felipe IV es un hombre melancólico, que busca distracciones continuamente. Todo le cansa, incluso la triste costumbre de dejar embarazadas a todas las jovencitas de palacio. Por fin encuentra una nueva aventura: una monja del convento de Santa Margarita, de una belleza resplandeciente, ha aguzado el apetito del soberano. ¿Está enclaustrada? Lo esté o no, se la raptará. Felipe IV y algunos alegres compañeros —entre los que está naturalmente el «seductor»— llegan, abriendo un túnel, a la celda de la hermana Margarita. Estupor: la religiosa está tendida en un féretro, con un crucifijo entre las manos. Deben batirse en retirada. En realidad, la religiosa no está muerta. Se trata de una estratagema inventada por la madre superiora para echar por tierra los deseos del soberano.
¿Se ha establecido un idilio entre don Juan de Tassis y la reina Isabel de España? Era una mujer que cumplía con el deber, pero que se desesperaba, en medio de una corte cuya grosería la aturdía. Ciertas crónicas lo dejan entrever, pero ningún documento lo prueba. Sin embargo, don Juan ha escogido como divisa —y a partir de este momento— «mis amores son reales». Por otra parte en el mismo tiempo, pero quizá para despistar, es amante de una portuguesa de la que Felipe IV se ha cansado.
Don Juan de Tassis tendrá un fin de acuerdo con su vida: un envidioso se acarrea los servicios de un mercenario. Al final de una jornada de 1622 murió don Juan de una flecha lanzada por un asesino de mano certera. El héroe de tantas y tantas calaveradas tenía cuarenta años.
¿Quién hizo asesinar al «desolador de hogares»? Nunca se ha sabido con exactitud; pero las minutas de la información de la muerte de don Juan de Tassis comportan tales reticencias, tales oscuridades que parece que el rey Felipe IV, marido infiel pero al que no le gustaba ser engañado —ni siquiera en el pensamiento—, no vio con mal ojo la desaparición de un rival hacia el cual, según la malignidad pública, la reina tenía alguna inclinación.
Al colmo de la hipocresía —o de la habilidad— el rey de España prohíbe que se lleve a término la investigación sobre la muerte de don Juan, afirmando que «su memoria no debe cubrirse de infamia».
Se toca aquí otro punto oscuro de la historia. Porque, según las Memorias de la época, y más especialmente las de Gregorio Marañón, un afecto más que turbio habría unido al rey de España y a don Juan. Esta tesis está reforzada por lo que escribe Monseñor Muret: «La expresión más atroz de esta degeneración del amor está constituida por las tentativas por las que se pretendía imputar, con una complacencia mórbida, sacrilegios sexuales al conde y a Felipe IV.»
Es un juego cruel, hecho de gracias y falsos pareceres que serían representados en un drama de tres personajes: el rey de España, su mujer y don Juan.
Menos de un año haría falta a Tirso de Molina, después de la muerte de don Juan, para llevar a la escena las aventuras del que fue a la vez, verosímilmente, el terror y la delicia de ciertos maridos de Sevilla.
El asunto es banal, hasta sórdido en algunos aspectos. Pero la España del siglo XVII no sería España si un mito ejemplar no surgiese de las peripecias de la vida de don Juan.
En definitiva, ¿qué es el héroe pintado por Tirso de Molina? Un «burlador», es decir un engañoso. Jamás ningún amor sincero ha encadenado su corazón, lo que basta para probar que no ha ardido nunca en las llamas del amor. Mujeres del mundo, siervas o de malas costumbres, todo le parece bueno para satisfacer el capricho de un instante. No experimenta hacia sus conquistas —llamadas a convertirse en víctimas— ni respeto ni falta de él; usa el lenguaje que conviene a cada una de días. A todas promete el matrimonio. ¿Sabe bien que es el único argumento capaz de hacer caer las últimas resistencias? ¿Pero quién es el culpable: el que hace la promesa o el que, más o menos por cálculo, la cree? Hecho esencial: Tirso de Molina exalta el placer por el placer, llevando el triunfo supremo a las delicias —intelectuales éstas— de la caza.
Pero, sin embargo, parece que este triunfo no está libre de algún temor. Porque, para llegar al término que asigna a sus conquistas, don Juan espera la noche.
La noche es como el contrapunto del desafío lanzado a la moral, a la religión establecida, a las ideas recibidas. No es solamente una oscuridad bienvenida, ella es cómplice. Si, en su silencio inmutable, no manifestaba alguna ternura hacia el seductor, ¿cómo podría éste vencer todos los obstáculos que surgían en su camino? Ahora bien, ¿a quién pertenece la noche, a Dios o al diablo? ¿No es Dios la gran luz del día, y la gracia que desciende a la tierra no ha tomado la forma de una claridad deslumbrante? Según las Escrituras, ¿no es en el sol de la justicia divina donde serán pesados los méritos y faltas de cada uno?
La noche es dulce y acogedora para el pecador. ¿No ha precipitado Dios a las tinieblas a Lucifer porque pretendía igualarle?
Desterrado de la luz de Dios, ciertamente; ¿pero no ha tomado Satán una especie de revancha haciendo de la noche su reino? y ¿el pecado al mismo tiempo no es un desafío a la gracia? ¿No vive el hombre en ese equilibrio, que se esfuerza en mantener, entre aspiraciones contradictorias?
Así sucede con el don Juan de Tirso de Molina: no es incrédulo ni impío; en el fondo de sí mismo ronda oscuramente la idea de un castigo supremo; no comete el mal por el mal sino que, creando su propia ley moral, llama Bien a lo que le agrada. Sobre este punto, no desacata el estilo de vida de la sociedad a la que pertenece. La corte —comenzando por el rey— y los nobles viven en el libertinaje y la lujuria. El placer está por todos los sitios; la observación de las reglas que impone la religión, por ninguno. Allá hay una inmensa comunidad de la noche que, cuando llega el día, se adorna de nuevo la cara con los polvos y los fardos que imponen el buen tono y el respeto a las conveniencias. Pero, de hecho, todo el mundo vive bajo el sol de Satán.
El sol de Satán. Hay que hojear la obra de Tirso de Molina para comprender su sentido y alcance.
Pero he aquí que, en la noche amparadora, don Juan encuentra al que fue el ejemplo mismo de la virtud, el comendador.
Matando a don Gonzalo, el seductor consiguió —o creyó conseguir— el bien para él más preciado, la libertad.
Mas he aquí que, conducido por Catalinón, verdadero criado de comedia, el Burlador se encuentra en una iglesia, frente a la tumba del que traspasó con su espada. Un reencuentro de azar puesto que, según la costumbre de la época, don Juan llegó allá simplemente para algún amable reencuentro.
Se traba un diálogo patético —y del que nadie más podrá encontrar la punzante grandeza—:
Don Juan. — ¿Es aquél a quien di muerte? Se le ha levantado un gran panteón.
Catalinón. — Aquí espera del señor el más leal caballero la venganza de un traidor.
Don Juan. — Quiero reírme del epíteto ¿y vos debéis ven* garos, buen anciano de la barba de piedra?
El Burlador invita a cenar al que fue su víctima; sin creer sin embargo, que aparezca. Y, en cambio, de repente, helo ahí, fuerte como la eternidad.
El cambio de réplicas es semejante al choque de las espadas forjadas con el buen acero de Toledo:
Don Juan. — Di ¿qué quieres tú, sombra, fantasma o visión? Si tienes pena o esperas alguna satisfacción para tu alivio, dilo; te doy mi palabra de hacer todo lo que ordenes. ¿Gozas de Dios, eres un alma dañada o de la región eterna? ¿Te di yo la muerte en pecado? Habla; yo espero.
Don Gonzalo. — ¿Tendrás palabra de caballero?
Don Juan. — Tengo honor y tengo palabra porque soy caballero.
Don Gonzalo. — Dame la mano; no tengas miedo.
Don Juan. — ¡Miedo yo! Aunque fueras el infierno mismo, te daré la mano.
Don Gonzalo. — Con esta palabra y esta mano, te espero para cenar mañana a las diez, ¿vendrás?
Don Juan. — Mañana soy tu huésped. ¿Dónde debo ir?
Don Gonzalo. — A la capilla. Adiós.
Don Juan. — Espera, te alumbraré.
Don Gonzalo. — ¡No me alumbres, gracias!
Y la cena de las tinieblas tiene lugar. Hasta el final, el Burlador muestra la valentía que siempre le ha caracterizado:
Don Gonzalo. — Quiero invitarte a cenar.
Don Juan. — Supongo.
Don Gonzalo. — Para cenar es preciso que levantes esta tumba.
Don Juan. — Si no te importa, levantaré estos pilares.
Don Gonzalo. — Eres valiente... Dame esta mano, no temas, dame la mano.
Don Juan. — ¡Estoy ardiendo! No me abrases con tu fuego!
Don Gonzalo. — Esto es poco en comparación con el fuego que tú buscas. Así debes pagar a las jóvenes que has engañado. Los milagros de Dios son insondables, don Juan; quiere que tú pagues tus faltas por mano de un muerto.
Don Juan. — ¡Déjame llamar a un sacerdote que me confiese y me absuelva!
Don Gonzalo. — No hay tiempo; ¡te acuerdas demasiado tarde!
Don Juan. — ¡Ardo! ¡Me abraso! ¡Muero!
Don Gonzalo. — ¡Tal es la justicia de Dios, que así pague quien así obró!
¿Qué significan para Tirso de Molina estas dos escenas que constituyen otras tantas cimas del teatro?
En primer lugar, evidentemente, el castigo del seductor entregado a las llamas eternas que, durante siglos, simbolizaron la forma revestida por el castigo divino.
Pero este castigo no se produce en pleno día. Y por víctima que sea, el comendador, símbolo de justicia inmanente, recusa, él también, la luz del día.
En la calma de meditación de su convento, Tirso de Molina se había inclinado largamente sobre el problema del pecado, el problema que los Padres de la Iglesia, por su parte, habían estudiado intensamente. La tesis comúnmente admitida era entonces la siguiente: nadie puede considerarse en estado de gracia, nadie puede pretender la eterna beatitud, si muere en pecado.
Ahora bien, aunque víctima, el comendador no recibió en su última hora el socorro de un sacerdote. Por esto es condenado a vagar en la noche. ¿Cómo puede asegurar su redención desde entonces? Haciéndose, respecto a su asesino, el instrumento de la justicia divina. Justicia que, por lo demás, puede parecer extraña, porque no es ni siquiera una promesa de salud lo que don Gonzalo lleva a don Juan, sino el fuego devorador de las llamas eternas.
Así es como se enfrenta a la Inquisición. Hombre de su tiempo, Tirso de Molina no puede desprenderse de manera brutal de los imperativos religiosos de entonces: las faltas, incluso las mínimas en apariencia, contra el texto y el espíritu del catolicismo, no conocían a menudo más que una sola sanción, la hoguera. La muerte por el fuego tiene un triple significado: Lleva la muerte al pecador, pero pretende asegurar la salud de su alma; haciendo de los jueces los parangones de la virtud les promete al mismo tiempo la felicidad de Dios.
Condenado sobre la tierra, ¿llegará don Juan algún día al paraíso? Tirso de Molina no da la respuesta.
Esta respuesta, es por otra parte, como si un misterioso decreto de la Providencia —o del destino— hubiera querido probar que incluso sobre la tierra de los hombres, y en medio del tumulto de las pasiones, existiese una estrecha vía hacia el Bien. La demostración será hecha por otro don Juan.
Su historia comienza, para los tiempos contemporáneos, por un magistral contrasentido. En 1894, Maurice Barrés escribe, en su libro De la sangre, de la voluptuosidad, de la muerte: «Se sabe que en Sevilla, en el siglo XVII, vivió un gran libertino, don Miguel Mañara Vicentelo de Leca que, para satisfacer su frenesí de sensualidad, asesinó a hombres e hizo llorar a todas las mujeres pasmadas de su seducción. Su belleza, sus amores, y la agitación de su corazón desde entonces llenaron el mundo e, incluso muerto, aún turba, porque de sus aventuras los poetas han modelado a don Juan.»
Viviendo Barrés ciertamente en el tiempo en que las «españoladas» estaban muy a la moda en Francia, desde Víctor Hugo, tiene alguna excusa en haber pensado que el don Juan, cuya vida ardiente él evoca, fue el primero de los seductores célebres en el tiempo. Porque Tirso de Molina había caído prácticamente en el olvido. Barrés, además, confunde a don Miguel con don Juan de Tassis.
Miguel Mañara Vicentelo de Leca y Colona nació en Sevilla el 3 de marzo de 1627, o sea, cuatro años después de la primera representación de «El Burlador». Pero Prosper Merimée y, después de él Alexandre Dumas, no repararon tanto en las cosas, y le dieron como «inventor» a Tirso de Molina.
Miguel Mañara no es, pues, el héroe de teatro supuesto, pero éste no tendrá, hasta cierto punto, mejor discípulo.
El don Juan «número dos» pertenece a una rica dinastía de comerciantes; es el segundo muchacho de una familia que tendrá seis hijos. Recibió todos los dones y quizás el peor de todos, el dinero. No tiene ocho años cuando su padre le compra literariamente la cruz de la orden de Calatrava. Su madre, mujer muy piadosa, tiene a bien educarle en el respeto a la Ley de Dios y enseñarle que, para un hombre, el honor es la primera de las virtudes. ¿Cómo resistía este muchacho a las tentaciones de su edad y cómo no abriría los ojos a lo que él ve a su alrededor: el relajamiento de las leyes que las gentes con título, o simplemente ricas, remueven a placer? Todo se compra y todo se ven* de. Al atardecer de su vida, Miguel Mañara escribirá: «Yo, ceniza y polvo, miserable pecador, he servido a Babilonia y a su príncipe el Demonio con mil abominaciones, vanidades, adulterios, blasfemias, escándalos y fechorías... Querría caer muerto escribiendo estas palabras bañadas con mis lágrimas... Elijo como mi abogado especial la caridad y la misericordia infinita de Dios, mi Señor.»
Probablemente es hacia los quince años cuando, miembro de la juventud dorada de Sevilla, Miguel Mañara asiste a una representación de «El Burlador». El personaje le divierte y le seduce. Después de todo, lo que un don Juan hace en la escena ¿por qué no lo cumplirá en su vida un muchacho de carne y hueso? No es seguro por otra parte que el joven sevillano no haya hecho una apuesta con la cohorte de sus amigos. Sin embargo Miguel no tiene físicamente con qué seducir. Los retratos que se poseen de él muestran una cara larga, mandíbula pesada, nariz un poco torcida, orejas anchas y despegadas, una mirada triste.
La obra de Tirso de Molina —que es de hecho el arte de seducir sin amar— por otra parte cae tanto mejor a Miguel que, a pesar de su juventud, ha hecho, como muchos jóvenes de la Sevilla de entonces, su aprendizaje amoroso con las prostitutas. El nuevo don Juan no sabe, pues, lo que es el placer de la conquista.
En Sevilla ya es célebre. No sólo por su tren de vida —carrozas y criados— sino por la especie de desparpajo guasón que pone en estoquear los toros cuando, por casualidad, ocupa el sitio de un matador en la arena.
Apenas vio la obra de Tirso de Molina, Sevilla resonó con sus hazañas. ¿Poseyó, como dice la leyenda, «mil y tres mujeres»? Parece como si, en esta ciudad fuertemente impregnada de civilización árabe y conociendo pues las «mil y una noches», no se hubiera querido que el héroe local fuese inferior a sus antepasados orientales.
Su historia amorosa comienza por un escándalo: a consecuencia de una apuesta, conquista, después de seis meses de asedio, a una de las más altas virtudes de la sociedad sevillana por él ella abandona todo, marido e hijos. Ella le apremia a huir en su compañía; habla simplemente de una vida apacible bajo otros cielos. Esta idea conduce a Miguel a abandonar su conquista sin demora. Su aventura con la amante de un arzobispo ciertamente afectado de podagra, divierte. Pero lo que divierte cada vez menos es la lista de maridos engañados y novios burlados, que ven esfumarse, unos los juramentos de fidelidad, otros las promesas de la primavera. Se desconfía, porque, tanto por prudencia como por juego, Miguel ha llegado a ser un terrible esgrimidor. Los éxitos fáciles le llevan a buscar las dificultades. Lo que no deja de acarrear riesgos.
Es así como se inicia su aventura con doña Teresita, hija de la alta nobleza. Basta que don Miguel se entere de que su virtud no tiene desfallecimientos y de que su padre le busca un marido de alto linaje, para que el seductor decida ampararse del corazón y cuerpo de la bella. El asedio dura meses, y nada falta en él: serenatas bajo las ventanas, poemas ardientes (pagados a un precio conveniente a un poeta famélico); ¿quién resistiría a tanta constancia y tanto ardor? Con sonrisas, en gestos afectuosos, por fin la puerta de doña Teresita se abre. Algunas gazmoñerías más y la victoria es total.
El fruto es lo suficientemente sabroso como para que Miguel experimente la necesidad de exprimir totalmente el jugo.
Pero una tarde sucede lo imprevisto; el padre de doña Teresita aparece en la habitación, con una antorcha en la mano. También tiene una espada. Miguel, aunque casi desnudo, salta sobre la suya (siempre tiene la prudencia de guardarla al alcance de la mano) y, de habitaciones en corredores, se enzarza un duelo confuso. Es un combate desigual. El seductor desarma a su adversario y, en el colmo del furor, le hunde su arma en el corazón. Se acabó el escándalo que divierte; comienza el drama que desencadena la cólera. Siguiendo el consejo de sus padres, Miguel no tiene otro recurso que huir. Es sólo cuestión de tiempo, porque los alguaciles están ya en su búsqueda. Comienza una especie de cabalgata infernal, que conduce al asesino y a sus perseguidores de Andalucía a Castilla y de allá a la España del Norte. De Salamanca, se alcanza Zaragoza después de Madrid. Tras un reposo de algunas semanas en un asilo seguro, Barcelona. Un navío se prepara para una singladura hada Italia. Miguel no deja escapar esta suerte.
¿Qué hace don Miguel en Roma y Lucca, donde se menciona su presencia? No se sabe demasiado. Todo lo más, rumores cuentan que sus conquistas se limitan a las chicas de las calles y que arriesga mucho.
De cualquier forma Italia parece haberle decepcionado, puesto que en 1644 se le encuentra en Flandes. En este país, que todavía es feudo español, hay mucho que hacer para los caballeros de fortuna. Desde hace unos cincuenta años, los holandeses luchan por su independencia; en una guerra abrumadora las tropas del rey de España se agotan y cansan. Razón suficiente para acoger con los brazos abiertos a todos los que quieran. A falta de dinero, sin porvenir, don Miguel se enrola; pero como el reclutamiento es muy variado —hasta de los presos evadidos— el sevillano no desea manchar su nombre; toma el seudónimo de Vicente Tomás. Parece ser un muy buen espadista; se le da sin demora el grado de alférez.
Se lucha, naturalmente; pero también se tienen placeres. Las flamencas, rubias y sencillas, dan buena acogida a los oficiales, sin preocuparse demasiado del bando al que pertenecen. Don Miguel triunfa, pues, sin demasiado trabajo; sus éxitos amorosos toman el paso, por otra parte, a los que le reporta el juego, pasatiempo que le deja a su vez sin dinero. En el combate, el español muestra una bravura igual a la que manifiesta en la alcoba. Así es como delante de Stabroek, sobre el Escaut, es citado en la orden del ejército por haber volado un fortín obstinadamente defendido por los holandeses. Nueva hazaña en el sitio de Berg-Op-Zoom; los españoles son vencidos, pero don Miguel ha librado la batalla con tanta valentía que obtiene una nueva citación. Decide entonces salir del anonimato en el que hasta entonces había vivido —¡Vicente Tomás ha muerto, viva don Miguel!—, y revelar su verdadera identidad al general comandante del ejército español. Las hazañas del sevillano son rápidamente conocidas en su ciudad natal produciendo un gran orgullo. Desde entonces, se olvida la muerte del padre de doña Teresita; finalizan las persecuciones judiciales.
Puede volver a Sevilla; pero, prudente, prefiere residir en Madrid primeramente, donde se dedica con frenesí a una de sus pasiones favoritas, la tauromaquia. La aureola guerrera que le rodea, sus hazañas en la arena, ponen a sus pies a todas las mujeres bonitas con que cuenta la capital española. Realizó su sueño de adolescente: llegar a ser don Juan.
He aquí que, por primera vez, tiene un verdadero enfrentamiento con la muerte: por haber querido atravesar a caballo un torrente helado, cae tan enfermo que a su cabecera se acaba de recitar la oración de los agonizantes. Los maridos y los novios burlados, las mujeres que han sido colmadas de promesas jamás cumplidas, respiran: por fin el seductor ha sido castigado.
Don Miguel se cura por milagro y parece sacar de los abismos de donde resurgió un nuevo frenesí de vivir. Puede consultar con satisfacción la «contabilidad» que ha llevado cuidadosamente: en una columna, los nombres de sus amantes; en otra, los de los maridos engañados. Figura incluso el nombre de un Papa; durante su paso por Roma, don Miguel había conseguido los favores de una florentina hacia la cual, se decía, que el sucesor de San Pedro inclinaba sus bondades.
Sin embargo todo cansa. ¿Qué nuevo queda por descubrir? Mujeres de alta nobleza, burguesas, granjeras, ¿qué las diferencia en definitiva? Hace falta algo nuevo; y lo nuevo no puede ser más que el escándalo en estado puro. Esto tiene un nombre: incesto.
De las hermanas de don Miguel unas son casadas; otras, religiosas. Y el sobornador no se atreve a hacer el cortejo. Pero en Córcega hay una medio hermana hija natural de su padre. Este por lo demás, no había tenido grandes escrúpulos, puesto que había tenido este hijo con una de sus primas.
El bebé se convirtió en una joven, Vaniana, cuyo encanto no tiene par más que con su orgullo.
Partir al asalto de esta encantadora fortaleza excita la imaginación de don Miguel. Con el pretexto de que el clima corso permitirá un restablecimiento completo de su salud, el sevillano llega a Montemaggiore, cerca de Calvi.
Prudentemente se presenta bajo un falso nombre, afirmando que es el amigo más próximo de don Miguel Mañara. Por otra parte, éste ha escrito una carta de recomendación extremadamente cariñosa para el visitante, tanto más elogiosa cuanto que es evidentemente don Miguel mismo el que la ha escrito.
La estancia en Montemaggiore es perfectamente agradable; y Vanina, acostumbrada a la ruda disciplina que reina en las familias corsas, es sensible al encanto desenvuelto del joven. De la broma respetuosa se pasa a las invitaciones y a las promesas más precisas. La joven le ama y el don que hace de ella misma es tanto una promesa como un abandono. Pero esta nueva victoria no basta al seductor. Le es preciso más y mejor. Vanina debe consentir el incesto.
La escena que se desarrolla entonces fue narrada con el mayor detalle por la familia de Vanina:
«Don Miguel deseaba poseer el cuerpo juvenil que tenía allá, bajo sus labios, pero en su perversidad quería también que esta alma consintiese perderse, deseara voluntariamente cumplir el sacrilegio que don Juan había premeditado. Consumar el incesto con el consentimiento de su cómplice parecía a don Miguel un refinamiento voluptuoso, de sabor sin igual.
»Inclinado sobre la joven, le murmuró con voz extraña:
»—Escucha, Vanina... no soy yo un amigo de tu hermanastro, sino el mismo don Miguel Mañara.
»Al oír el nombre de Mañara, Vanina se había levantado sobre su cama, revuelta por una audacia tal, indignada por la perversidad del que ella consideraba ya como su marido... empujó al joven, le abofeteó y gritó de tal forma que toda la ‘casa se alborotó.
»Los criados primero, el padre de Vanina después, corrieron hacia allá. Con la espada en la mano, don Miguel intentó huir. El señor Enfrino, hermano de Vanina, intentó cerrarle el paso; pero el seductor le mató de un sablazo en el pecho.»
El sevillano consiguió alcanzar la ciudadela de Calvi, en manos de los españoles entonces.
Por fin llega de nuevo a su ciudad natal, donde tan innumerables son sus escándalos, tan grande es su insolencia, que se le identifica con el demonio. Pero él reina sobre la ciudad, hasta tal punto que se copian sus maneras y su forma de vestir. La audacia de don Juan no conoce límites: una tarde, cenando con la más brillante compañía, pone sobre la mesa la lista de sus conquistas e ironiza: «¡Examinen vuestras mercedes este papel, y si no encuentran su nombre, no tendrán que maldecir la dejadez o la fealdad de sus mujeres!»
—«Falta un nombre, —dice la voz glacial de un joven noble, don Mateo de Valcázar.
»—¿Cuál?
—Pregunta don Miguel.
»—El de Dios.
»—¿Qué queréis decir?
»—Ningún nombre de religiosa figura en la lista que vos nos habéis mostrado.»
Por otra parte, seducir a una monja en aquella época no es nada imposible. La vida muy libre de ciertos conventos era conocida de todos; de ahí viene el proverbio: «Amor de monja fuego de estopa, besar de fulana, es todo uno.»
Don Juan no es hombre que no recoja retos. No hará falta mucho tiempo para reparar, en la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, en una religiosa encantadora. Esta intenta huir de don Miguel: «Estoy muerta para el mundo», escribe sobre el billete que dejó escapar al salir del confesonario. Pero, al menos había escrito...
Sor Agata —es su nombre religioso— acabará por consentir su propio rapto.
Pero entonces surge una peripecia imprevista: unos bandidos quieren asesinar a don Juan, pagados por maridos justamente celosos; durante su breve convalecencia, tiene visiones extrañas: mujeres que se le ofrecen y de repente desaparecen... sueña que está acostado en un ataúd.
Entonces, grita a sor Agata, confesándole que es el peor de los libertinos, y pidiéndole perdón por haber intentado arrancarla de Dios. La leyenda afirma que la monja morirá de pesar después de haber recibido esta confesión.
Un domingo, cuando asiste a misa en la capilla de San Jorge —es asiduo a los oficios— don Miguel ve a una joven de belleza deslumbrante. Tiene veinte años —la edad de don Juan—; se llama doña Jerónima Carrillo de Mendoza.
Don Miguel se informa: doña Jerónima pertenece a una de las más grandes familias de Granada.
A fuerza de paciencia, el seductor consigue hacerse presentar a la joven. Y, por primera vez, abandona toda palabrería y todo cinismo; el cazador renuncia a sus trampas ordinarias.
El matrimonio tendrá lugar el 31 de agosto de 1648, con gran estupor de Sevilla, con la consternación de todos los amigos del don Juan que se consuelan diciendo: «Eso no durará.» El matrimonio sujeta y sujeta bien. Decididamente el don Juan está bien muerto. Acabaron las calaveradas y los escándalos; jamás esposa alguna tuvo marido tan solícito. El escéptico, el que desafiaba a las leyes, entra al servicio de la colectividad: es nombrado juez del tribunal provincial de la Santa Hermandad, encargada de reprimir los delitos de derecho público, después entra en el consejo municipal de Sevilla. Cuando los cargos públicos le dejan algún rato, don Miguel no experimenta más vivo placer que partir con su mujer a inspeccionar sus propiedades.
Sobreviene el drama: doña Jerónima muere en septiembre de 1661. El choque es tal para don Miguel que durante unos días, los que le rodean piensan que se volverá loco. Durante seis meses, vive en un monasterio cerca del cual fue enterrada su mujer. En medio de las lágrimas y de las crisis de desesperación, no cesa de repetir: «¡Todo es nada, todo es vanidad!»
Entonces suplica al superior del convento de las Nieves —un convento de carmelitas— que le oiga en confesión. Gritando de desesperación, con la cara bañada en lágrimas, golpeándose el pecho, el que fue don Juan confiesa sus culpas.
Es otro hombre quien vuelve a Sevilla. Apenas tiene treinta y cinco años, pero su aire es de viejo. Tanto, que se le apoda el «hombre de la desgracia».
Las alucinaciones se apoderan de él; le parece cruzar sin cesar cortejos fúnebres de donde se escapa, a intervalos regulares, la misma frase: «Llevamos a la tierra a don Miguel Mañara.»
La fiebre, la enfermedad, le postran en el lecho durante meses. Resistió a la tentación del suicidio, en el que ha pensado varias veces. ¿Pero qué hacer, qué sentido dar a una vida que, en lo sucesivo, parece no tenerlo?
Están los pobres, estos pobres que hormiguean en Sevilla hacinados miserablemente a lo largo del Guadalquivir. A ellos decide don Miguel consagrar su vida. ¡Pero qué prueba de humildad! Le son precisos seis meses para que pueda entrar en la cofradía de los Hermanos de la Caridad. Los religiosos tienen miedo de que el que golpea a su puerta sea un arrepentido de ocasión. Finalmente, será admitido el 10 de diciembre de 1662. Abandonó sus hábitos suntuosos por el cilicio y la camisa de tela ruda. Se recoge en los oficios, sin levantar ya los ojos sobre las bellezas de Sevilla que, antes, acosaba en las iglesias.
Llega a ser superior de la orden y, con su dinero, hace lo que se convertirá en el primer hospital de la ciudad, el Hospicio de los Peregrinos. Promulga nuevas normas: «Amemos a todos los pobres porque todos son el retrato de Jesucristo...que nuestra caridad sea como ese río que el santo profeta Isaías vio salir del trono de Dios, río de fuego, río de redención, río de «mor...»
Rápidamente Sevilla le llama el «Padre de los Pobres». Ciertamente, un inmenso impulso de amor y de piedad anima a don Miguel; pero también una voluntad de expiar, haciéndose miserable entre los miserables. Extraño espectáculo: los que fueron sus compañeros de libertinaje, ahora, transformados por tanta fe, quedan en los hospitales para purificar allí de las-peores manchas. El renombre del religioso traspasa los límites de España: los donativos afluyen de todos lados; de las Indias, hasta de las islas Marianas.
Don Miguel murió, agotado, a la edad de cincuenta y dos años, el 9 de mayo de 1679. Un año más tarde es introducido en Roma su proceso de canonización. Pero habrá que esperar hasta el 13 de mayo de 1778 para que el superior de la orden de la Caridad pueda ser nombrado «Venerable».
Y el que desde entonces reposa en la gloria de la Iglesia había querido este epitafio: «Aquí reposan los huesos y las cenizas del que fue el peor hombre del mundo. ¡Rogad por él!»
Extraña posteridad la de los dos don Juan: el de Tirso de Molina que tomó por modelo al conde de Villamediana y el que encarna don Miguel Mañara.
En Francia debía éste conocer a su verdadero discípulo. Se llama el abad de Raneé que, según la palabra de Chateaubriand, «pasó treinta y siete años en la nada para expiar los treinta y siete años que había pasado en el mundo».
Jean le Bouthillier de Raneé es un ahijado de Richelieu; brillante, de inteligencia excepcional, sobresale desde muy joven tanto en los estudios como en las alcobas; no tiene diecisiete años cuando llega a ser amante de la duquesa de Montbazon, hasta entonces muy encaprichada con los militares. La muerte súbita de la duquesa hunde al joven en el desconcierto. Las múltiples aventuras le dejan tan cansado que, a los treinta y un años, renuncia al mundo, en 1663 entra en la Trapa de la que llegará a ser el reformador.
Cuando murió en 1700, se vio que dormía sobre un lecho de cenizas.
Es otra posteridad que tendrá el héroe de Tirso de Molina.
Con don Miguel Mañara Dios había tenido su santo. Faltaba que el demonio se apoderara de un alma. Será el don Juan de Moliere.
Don Juan o el convidado de piedra no es la mejor obra del primero de los autores dramáticos franceses. Pero es con mucho la más profunda, tan profunda que causa aun la desesperación, no solamente de los comediantes y de los directores, sino también de los exégetas.
Aparentemente, existen similitudes chocantes entre la obra de Moliere y la de Tirso de Molina: en uno y otro caso el seductor es víctima de un naufragio, seduce a campesinas, intenta atraer a sus redes a una joven casada, recibe el castigo supremo de manos del comendador.
Es verdad que las fuentes no faltaban. Algunos años antes de la primera representación de Don Juan, dada el 15 de febrero de 1665, dos comediantes habían escrito cada uno una pieza sobre este tema. En 1658, Dorimon, comediante de Mademoiselle y, al año siguiente, Villiers, comediante del hotel de Bourgogne, habían adaptado una obra napolitana: Il convi tato di pietra, de Onofrio Giliberto de Solofra. Villiers había hecho imprimir la suya en 1660 y la había dedicado a Corneille. Además, la comedia italiana, que Moliere conocía muy bien, abundaba en burladores.
Después de todo ¡qué importan las fuentes en que se inspiró el autor francés! Lo que cuenta es lo que su genio ha aportado al tipo eterno de don Juan.
En primer lugar ¿tuvo algún modelo francés? Se ha descubierto al menos uno seguro, Armand de Conti, gobernador de Guyenne.
Moliere había sido condiscípulo suyo en el colegio de Clermont; le reencontró en el curso de una gira teatral en Languedoc. Llevaba allí una vida de perfecto libertino: amante, entre otras, de la mujer de un presidente del Juzgado de Burdeos; colmado de deudas, no creía ni en Dios ni en el diablo. Es cierto que, al atardecer de su vida, volverá a una práctica aparentemente sincera de la religión.
En París, Moliere no tenía más que abrir los ojos y acordarse de las conversaciones que tenía con dos de los más señalados libertinos de la época, Chapelle y Desbareaux, que frecuentaban la casa de Ninon de Léñelos. Ciertamente, el libertinaje entonces era menos un gusto pronunciado por la mentira que un deseo de franquear unos dogmas, tanto religiosos como morales. Pero no iba a tardar en producirse una confusión: el libertinaje —voluntad de liberación intelectual— iba a identificarse con la corrupción de las costumbres y la falta de piedad llevada hasta la provocación: así, la Palatine hará quemar un trozo de la verdadera cruz y madame Deshouliçres bautizará perros.
Moliere tenía alguna afinidad —pero que debía manifestar con prudencia— con los espíritus libres; estaba lejos, pues, de amarlos. Pero a través de don Juan, la toma con todos los grandes señores que amparan sus peores escándalos en la libertad intelectual. Es, notablemente, el caso de algunos de los más representativos del castillo de Versalles, Bussy, que rapta a «una de las más famosas devotas de la época», Madame de Miramion; o el extraño Henri de Lorraine, que organiza orgías en la abadía de Avenay e invita a sus dos primas, Anne y Benedicte de Gonzague; se casa con la primera, la desecha, se vuelve a casar con mademoiselle de Pons, multiplicando constantemente las aventuras pasajeras, pasando de las duquesas a las prostitutas.
Se ve bien el intento de Moliere: mostrar a todos los grandes revolcándose con delicia en la infamia. Por lo demás, no es tanto la prosecución del vicio lo que el autor de don Juan reprocha a la nobleza y a los grandes, como su total ausencia de sensibilidad moral, y su pavonearse de corromper, de sembrar el deshonor y las lágrimas. Por eso, en definitiva, el egoísmo y la ruindad constituyen, principalmente, el fondo del carácter de donjuán.
Las flechas aceradas de Moliere apuntan igualmente a los falsos devotos.
Moliere tiene buenas razones para ponerse en guerra contra ellos. El, hombre de una sinceridad total, no puede aceptar los espectáculos de los que todos los días, en París o en Versalles, es testigo: Henri de Lorraine —que muy probablemente ha batido el récord de las «mil y tres mujeres», detentado hasta entonces por el don Juan español— se hace mayordomo de su parroquia; un capellán de la corte, el padre Garasse, escribe: «No pasará ni una gran fiesta en que no vayan a confesar y a recibir el sagrado cuerpo de Nuestro Señor, a fin de que se repare en ellos.» Si Luis XIV, por la razón que sea, hace saber que no aparecerá por la capilla, ésta inmediatamente se vacía de la cohorte ordinaria de cortesanos.
Es cierto que, en la época, distinguir entre verdaderos y falsos creyentes no es cosa fácil. Porque es el tiempo en el que florecen los austeros jansenistas, que, Bourdaloue, defensor intransigente de la única fe católica tal como la define Roma, describe de esta manera: «Para dar crédito a sus novedades, toman todo lo exterior de la piedad más rígida... revestidos de piel de cordero, en el fondo son lobos rabiosos.»
¿A quién creer entonces? Entre doctrinas y estilos de vida tan contradictorios, Moliere duda en escoger; se interroga de tal forma que llega a ser de alguna manera un hombre del justo término medio; posición incómoda, puesto que tiene que condenar tanto los excesos del libertinaje como el fanatismo religioso. Tal tolerancia —es preciso emplear esta palabra, aunque no adquiera hasta mucho más tarde el derecho de cita— conocerá su definitiva sanción; el arzobispo de París, Monseñor du Harlay —parangón de la fe rígida— negará al pobre cuerpo de Moliere el derecho de ser enterrado en tierra cristiana.
También es verdad que todo se ha confabulado contra el autor de Don Juan, por que todo el mundo se ha reconocido más o menos en el personaje del seductor: Bourdaloue, Bossuet (cuando una hostilidad radical separaba a los dos prelados), el presidente de Lamoignon, sin contar todos los que rodeaban a Luis XIV. Y, evidentemente, es un despliegue de cólera, hasta de calumnias.
El rey no aplaca los ánimos. Este soberano absoluto no tiene ninguna ilusión por lo que pasa a su alrededor. Sabe muy bien que, obligando a los más altos representantes de la nobleza a residir en Versalles, llevándoles a arruinarse siguiendo una moda de vestir que raya en lo ridículo, les reduce a todos a su voluntad. ¿Y cómo el rey de Francia no habría adivinado k> que se escondía de falso semblante, de obediencia fingida y de amargura en estos grandes señores condenados a los ritos del palacio?
Para Luis XIV, la obra de Jean Baptiste Poquelin, llamado Moliere, es una especie de desahogo. Lo que el monarca no puede decir so pena de poner en peligro una fidelidad que muchos nobles soportan mal, Moliere lo proclama, pero en la escena, donde, según las ideas aceptadas, todo es convención e imaginación.
Luis XIV probablemente tuvo innumerables defectos; excepto uno, la hipocresía. Fue ciertamente un creyente sincero. Se somete al rito de los oficios, se muestra buen católico —incluso revoca el Edicto de Nantes— para ser fiel a lo que dominó en su vida, la razón de Estado. En cuanto a los libertinos el rey de Francia no les concede más simpatías que a los falsos devotos. No es que su vida personal siga los rectos caminos de la virtud; pero sus múltiples aventuras jamás le hacen perder de vista que es responsable del destino de Francia. Entre el poder y las favoritas, siempre gana el primero.
Su hostilidad hacia los libertinos no resulta de su modo de vida, sino más bien de una especie de «fermento revolucionario» que, quizá sin darse cuenta, introducían en la sociedad francesa. ¿No ponen en tela de juicio la obediencia a las reglas comúnmente admitidas? Si discuten la religión y la moral, ¿por qué esta contestación no se podría extender al poder absoluto del monarca? Desde que en la Guerra Civil, siendo niño, debió ser llevado a toda prisa fuera de París, Luis XIV amasó una hostilidad, nunca desmentida, hacia los nobles que, empujados por la simple sed de poder y placeres, sueñan demasiado a menudo con poner a prueba el poder real, un poder de derecho divino. En definitiva, estos nobles no son más que cortesanos, que no merecen otra suerte que la de los lacayos.
Y así es como nace esta complicidad entre el plebeyo que es Moliere y el rey de Francia
Por esto —muy raramente subrayado— el Don Juan es ante todo una obra política (lo que la diferencia profundamente de la obra de Tirso de Molina).
El Burlador era ante todo un personaje, un individuo. El Don Juan de Moliere, es el reflejo de las ideas y las costumbres de la aristocracia de la época; prefigura lo que será más tarde la inmoralidad elegante.
A través del héroe del Convidado de piedra, se podría fácilmente hacer el inventario de todas las ideas que habían irrumpido en Francia. El Renacimiento italiano debía introducir la idea del libertinaje refinado, de la voluntad expresada hacia y contra todo, de ser ante todo uno mismo, de burlar, si es necesario, las leyes de la Iglesia y del Estado.
El genio de Moliere avanza más allá, lo que por otra parte le lleva a hacer el espectáculo de Versalles: el libertinaje no es ya una vocación intelectual a desafiar a todos los principios recibidos, se convierte en la respuesta inmediata a los instintos que acaban por dar un sentido a la vida y por constituir su fin último. De forma que la moral universal, considerada hasta entonces como emanada de Dios, encuentra en adelante otra fuente: la satisfacción de las necesidades individuales. Así se descubre este «amor propio» del que La Rochefoucauld hará el motor de todas las acciones humanas.
Por eso Sganarelle, el ingenuo lúcido de Don Juan, podrá gritar: «Gran señor y mal hombre es una cosa terrible.» Malo, don Juan lo es fundamentalmente: maltrata al pescador que le ha salvado del naufragio; lo es hacia su padre y hacia la mujer a la que ha conducido a la deshonra; es «terrible, feroz, sin costumbres». Terrible, ciertamente; pero un poco a la manera del Burlador, con una especie de frenesí desesperado. Porque ¿qué es amar a las mujeres sino aprovechar el placer que procuran?
Diferencia de concepción o características irreductibles de dos temperamentos de autores: el personaje de Tirso de Molina es a menudo arrastrado a una aventura por «corazonada»; el primer movimiento que le lleva hacia una mujer es el de la espontaneidad, incluso si ésta no es más que una floración del instinto. Nada de esto hay en el héroe de Moliere. Porque el «don Juan francés» controla muy exactamente sus impulsos; ni un paso que no sea calculado, ni un cumplido que no sea meditado y que no tenga un fin. En el Burlador, sólo el cuerpo estaba corrompido (condena terrible, por otra parte, puesto que jamás conocerá la promesa de una redención). En el don Juan de Moliere es el espíritu lo que está totalmente pervertido. Es lo que en su lenguaje muy simple explica Sganarelle: «Cuando se es dueño una vez, no se puede desear nada más.» Entonces llegan a ser necesarias las especias para el gusto más exquisito: intrigas complicadas, la emoción de una joven casada, la ingenuidad de una campesina, el pudor velado de una religiosa.
Se llegará así a una verdadera inmersión en los abismos, es decir, en el infierno: don Juan no sólo quiere una victoria vulgar, le hacen falta lágrimas, remordimientos, la angustia de sus víctimas. Su personalidad no se exalta en el placer sino en la desesperación de sus conquistas. Habrá que esperar a Chordelos de Lacios y sus Lazos peligrosos para que esta vida sea totalmente explorada. Como habrá que ver surgir al marqués de
Sade para exaltar, con una precisión de entomologista, la inmensa voluptuosidad que procura el sufrimiento de los demás.
Todo esto está ya en Moliere.
Porque al leer y releer Don Juan, se encuentran allí las más fabulosas promesas del libertinaje y las fases de su progreso.
El libertino es antes que nada un licencioso que se burla de todo el mundo. Después, como, en razón de la sociedad en la que vive, el libertino debe también encontrar alguna justificación de su conducta, invoca los derechos del libre pensamiento como única regla de vida. En fin y para preservarse de tonal sorpresa molesta, el libertino se siente un día tocado por la gracia y vuelve a Dios. Vuelta que, por otra parte, no tiene demasiada importancia puesto que, en general, en el momento de su conversión, el libertino está muy fatigado y no tiene más experiencias que hacer.
Alrededor de estos tres temas se ordena la obra de Moliere.
Los dos primeros actos «ponen en situación» a un don Juan preocupado únicamente por la satisfacción de sus deseos. Nada le obstaculiza, ni su conciencia ni las leyes. El universo entero es el teatro de su búsqueda, el imperio de sus instintos.
En los dos actos siguientes el héroe marca una ruptura total, tanto con Dios como con la sociedad y su familia; encuentra en su escepticismo la justificación de su apetito de goce.
En fin, la regla del juego encuentra una regla superior a la suya: la hora del castigo ha llegado. No sin que antes el héroe haya efectuado una vuelta simulada hacia la religión.
Pero conviene profundizar en este esquema y al mismo tiempo plantear el siguiente problema: ¿qué es el amor para don Juan? Cuestión tanto más necesaria cuanto que el siglo XVII estaba aún impregnado por muchos lados por el amor cortés de las novelas de caballería. Este había tomado, vista la marcha del tiempo, una nueva forma de expresión: la conversación. Se hablaba mucho en general, en la calle, de los lechos en que las mujeres de la sociedad tenían costumbre de recibir a sus pretendientes. Ciertamente la conversación estaba llena de sobreentendidos —lo mismo que la correspondencia, de la que el siglo XVIII marcará una cima jamás igualada—, pero la brillantez del espíritu templaba las sugestiones demasiado precisas que podían contener las palabras.
Estas costumbres —o más exactamente estos procedimientos— constituyen el patrimonio de cierta sociedad, luchando con sus propias armas contra la rudeza de las costumbres, que tienden a generalizarse cada vez más, y según las cuales la galantería no constituía más que una rápida digresión.
Tal concepción había aterrorizado al recto y simple Corneille quien, para contrarrestarla, había hecho del amor una simple debilidad («una idea confusa» decía Descartes) que la razón debería reprimir.
Don Juan arroja sobre la escena de un teatro una nueva forma de amor: el simple gozo, no habiendo por otra parte más que decir en público lo que muchos hacían en la sombra. Por primera vez sobre una escena francesa, un seductor se jacta de mentir y traicionar; aunque tomando algunas precauciones. Porque incluso don Juan —o más exactamente Moliere— retrocede ante el sacrilegio. No se verá cómo don Juan seduce a la que hasta entonces había vivido en un claustro, doña Elvira. Todo lo más, el vencedor consiente en desvelar —¿pero hasta qué punto de sinceridad?— algunas de sus estratagemas: hacerse pasar por un sediento de ideal; a partir de ahí, la victoria está asegurada, puesto que el amor es el presente, que la fidelidad no es más que fatiga, que correr de mujer en mujer es un imperativo para el que quiere rendir sin cesar homenaje a la belleza: «Conservar los ojos para ver el mérito de todas las mujeres, rendir a cada una homenajes y tributos.»
El Burlador de Tirso de Molina no creía más que en la voluptuosidad; el don Juan de Moliere prefiere la seducción. Porque la seducción es un juego intelectual, parecido al ajedrez; quien comete una falta está perdido, quien la evita llega al jaque mate.
Otra diferencia entre el don Juan español y su «sucesor» francés: el primero se preocupa poco de la pasión que inspira; el segundo, al contrario, quiere ser amado; y su placer intelectual será tanto más grande cuanto que el amor que haya inspirado se convierta en auténtica desesperación. Al primero le gustaban en la mujer, los cansancios del amor; al segundo le gusta contemplar las ruinas que deja. Al don Juan español le gusta la voluptuosidad del gozo fugaz; el don Juan francés prefiere la voluptuosidad del mal, porque su placer supremo nace del sufrimiento de los demás.
Por otra parte, e igualmente por primera vez en el teatro francés, el escepticismo adquiere derecho de representación.
Este escepticismo, antes de ser una actitud intelectual, es ante todo una manera de distinguirse de los demás. Por ejemplo un don Juan gran señor no sabría venerar a un «monje rudo» como lo hace el palurdo de Sganarelle. Es —dicho en otras palabras— que la creencia en Dios y el respeto por los religiosos son buenos únicamente para los simples. Creer en Dios, rogar a Dios, sería compartir los temores del vulgo. Negar a Dios es, pues, distinguirse.
Esta negación comporta también su sanción. Creer simplemente que «dos y dos son cuatro» es negarse a reconocer que la presencia divina está a cada momento y en todas partes.
Qué descubrimiento, qué pánico interior también, cuando don Juan se da cuenta de que la estatua del comedor mueve la cabeza y, sin embargo, es un simple bloque de piedra. ¿Qué leyes desconocidas rigen, pues, el universo?
Todos los especialistas —religiosos o laicos— han tropezado con la explicación de la famosa escena en el curso de la cual don Juan se encuentra con el Pobre; esta escena es, ciertamente, una de las más fuertes de la obra. Ya se conoce el tema: por tres veces el seductor intenta corromper a un pobre diablo ofreciéndole un luis; sólo tiene que jurar; pero por tres veces, rehusando la tentación, el pobre responde: «Prefiero morir de hambre.» Don Juan hace una pirueta para no ser vencido por este palurdo: le arroja el luis diciéndole «¡te lo doy por amor a la humildad!» Se ha comentado largo tiempo sobre esta frase, tanto más cuanto que había irritado mucho a la Iglesia.
En efecto, esta no se había equivocado. Don Juan acentuaba así su negativa a reconocer a Dios; y uno de sus mandamientos esenciales, la caridad. El seductor no quiere otra ley que la de los hombres; ayuda al pobre, no porque es un precepto del Evangelio, sino siguiendo simplemente la regla de su placer.
La intensidad dramática de la obra lleva hasta el vértigo. ¡Qué escena entre don Juan y su padre! Este, personaje salido siguiendo a Comeille, amonesta a su hijo y le da consejos. La respuesta de don Juan comienza por la impertinencia: «Señor, si se sienta estará mejor para hablar»...y acaba por la blasfemia: «Eh, muérase lo más pronto que pueda; es lo mejor que puede hacer.»
Después de la mentira, el desprecio y la insolencia, no queda al seductor más que un sentimiento que expresar: la-hipocresía.
Cubierto de deudas, renegado por su padre, amenazado por los hermanos de Elvira, don Juan no tiene más que un recurso: volver a la religión. Lo hace, dejando bien entendido que en adelante, a su abrigo, podrá continuar su vida de libertino siendo un poco más discreto.
La demostración de Moliere es explosiva: es el libertinaje lo que fatalmente conduce a la falsa devoción. Todo es fácil para el falso devoto: bajo la máscara de una fe sincera, puede mentir, traicionar; estará siempre bajo una especie de absolución. A fuerza de mostrarse humilde y arrepentido, engaña a todo el mundo; ¿no se sacan algunas ventajas de respetar la religión establecida? ¡Nadie se escapa allí, desde el padre de don Juan hasta Sganarelle! ¿Quién se atrevería a condenar a un hombre que no tiene más que las palabras «salud» y «cielo» en la boca?
Don Juan sin embargo no es un hombre de una pieza, como si Moliere hubiese querido mostrar que jamás la naturaleza humana es simple. Mentiroso, hipócrita, cínico, don Juan es todo eso; pero también valiente y sin miedo a la muerte. Jamás olvida su cualidad de gran señor. En una palabra, tiene aspectos atractivos.
Por otra parte, había gente como él en la nobleza de la época: se podía deplorar los desbordamientos amorosos del conde de Guiche, hablar de los escándalos financieros ligados a su nombre, pero nadie podía negar su bravura en la guerra. El temible Bussy era el terror de los maridos; la Iglesia le execraba, pero él jamás se ocultaba a un duelo.
No se trata ya del simple libertino pintado por Tirso de Molina, sino más bien de un tipo humano que representa no solamente a una sociedad dada en un tiempo dado, más también la doble naturaleza que hay en el fondo de todo hombre: una parte de luz y otra de sombra. El destino de cada uno de nosotros depende de la victoria de una u otra.
Se puede afirmar que a partir de la obra de Moliere es cuando don Juan toma su dimensión definitiva. Aún algunos escritores italianos tratarán este tema, pero bajo forma de farsas grotescas que representan los comediantes ambulantes en las plazas de los pueblos los días de feria. Del mismo modo, después de Tirso de Molina, pocos autores españoles osarán tratar el tema.[2]
Después de ser leyenda largo tiempo, don Juan encontró por fin su verdadero destino: ser un mito.
Muy rápidamente, la obra de Moliere debía tener en Francia incluso una posteridad. Existen al menos una docena de «Don Juan» contados. Pero no son más que pálidas imitaciones, sin ninguna aportación original.
En la Inglaterra del siglo XVIII aparecerá por fin una obra digna de la francesa. Se titula Clarissa Harlowe, novela debida a Richardson y que ilustrará un tipo de seductor, Lovelace.
También Richardson escruta implacablemente la sociedad de su tiempo: burguesía de miras estrechas, criados comerciando con todo, sirvientas asustadas y encantadas de tener que someterse a los caprichos de sus amos.
En este medio es donde vive Lovelace. Está corrompido y lo sabe. Pero este conocimiento exacto que tiene de sí mismo le empuja siempre a ir más allá en el camino del vicio. Por eso será uno de los padres espirituales de Sade, el más influyente incluso. El amor físico no tiene para Lovelace más que importancia secundaria; lo que le place es el atractivo exaltante y feroz de la conquista. Explica a su amigo Belfort: «No conoces lo que hay de delicado y exquisito en una intriga; no sientes la gloria de domar esos espíritus soberbios, esas bellas tan reservadas y vigilantes; no conoces los transportes que regocijan el corazón de un genio inventivo y fecundo, que medita en silencio la elección de las tramas que se ofrecen a su imaginación para envolver a una bella orgullosa.»
De hecho estas tramas son una verdadera tela de araña: gerentes de garitos, alcahuetas, criados dispuestos a todo por un poco de dinero: todo sirve para conquistar a la mujer deseada; y la victoria será tanto más sabrosa cuanto más sórdidos hayan sido los medios empleados para vencer. El don Juan de Moliere tenía quizá más vanidad que orgullo; Lovelace ignora la vanidad, pero vive bajo el sol del orgullo. ¡Infeliz quien le ofenda! Así es como al resistírsele Clarissa Harlowe, él grita: «No sabría perdonarle sus virtudes; no hay medio de soportar la carga del sentimiento de inferioridad extrema del que ella me ha colmado.»
Desde entonces, los castigos imaginados terminan en el horror: no hay venganzas suficientemente refinadas para acabar con aquél o aquélla que haya osado desafiar a Lovelace.
A diferencia de don Juan, al héroe de la novela de Richardson no le gusta lanzar desafíos. Así, no se burla de la religión: «Considero como el último grado de mala educación bromear sobre temas que el mundo generalmente tiene en veneración y llama divinos... cuando yo estaba en Roma, jamás llegué a conducirme indecentemente en ceremonias que eran muy extrañas para mí; porque yo veía personas que estaban en ellas vivamente afectadas... me he declarado siempre contra esos libertinos sin cerebro y sin fondo que no podían hacer valer sus pretensiones en cuanto al espíritu más que sobre dos temas a los que todo hombre desdeñaría recurrir, la impiedad y la obscenidad.»
Sólo la muerte de Clarissa —que se entregó sin someterse— hará vacilar a Lovelace. Irá por Europa buscando el olvido. En vano. Y murió, murmurando el nombre de la única mujer que hiciera doblegar su orgullo, en duelo con un primo de Clarissa.
Ya se ve el progreso desde El Burlador: éste no creía más que en el amor físico; el don Juan de Moliere practicaba el mal en la medida en que podía parecer un desafío a la sociedad de su tiempo; Lovelace es de manera absoluta el genio del mal.
Vamos a volver a encontrar este genio, pero en Francia esta vez, y en una obra que jamás ha sido igualada, Lazos peligrosos de Chordelos de Lacios. A través de los tiempos, esta obra brilla con el duro destello de un diamante negro.
La intriga puede resumirse en un descenso a los infiernos. Cómplices para crear el mal, un hombre y una mujer ponen toda su pasión en deshonrar a las almas. La inteligencia más lúcida, más fría, más perversa, sólo tiene un fin: destrozar la juventud y el candor. La corrupción no tiene otro fin que satisfacerse á sí misma; ¡qué importa que uno se envilezca, siempre que los otros estén envilecidos! Valmont es don Juan llevado a sus límites extremos. Júzguese por lo siguiente: Con la ayuda de su cómplice, madame de Merteuil, se dedica a confortar el amor que una chica de quince años profesa a un joven que tiene una sola cosa de común con ella, la ingenuidad. Valmont y madame de Merteuil giran en tomo a un sentimiento del que, en definitiva, no habían supuesto la importancia ni Tirso de Molina ni Moliere, la curiosidad. Prodigioso análisis: Chor— délos de Lacios demuestra que, en comparación con la curiosidad, nada hay que provoque deseos más vivos y hasta la naturaleza más reservada acaba por sucumbir a las interrogantes de la imaginación y a los imperativos de los sentidos.
Poco importa que Valmont sustituya al caballero Danceny para recoger los últimos dones de Cecile de Volanges. Eso es lo que escribe a la marquesa de Merteuil: «La dificultad no residiría en introducirme en su casa e incluso adormecerla y hacer de ella una nueva Clarissa; ¡recurrir a medios que me sean extraños, después de dos meses de cuidados y fatigas! ¡arrastrarme por las huellas de los demás, triunfar sin gloria! No, ella no tendrá los placeres del vicio y los honores de la virtud.»
En suma, el amor propio del seductor quiere un triunfo a su medida. Y este triunfo es, esencialmente, la humillación de la virtud.
Incluso esta humillación exige un trabajo prudente. Para triunfar sobre la presidenta de Tourvel después de Cecile de Volanges, es preciso jugar sobre un extenso registro: pedir a Dios el reposo y el olvido, aparentar, en el momento escogido, tanto la pasión como la desesperación; es necesario escoger el instante exacto en que hay que mostrarse lleno de audacia o de humildad.
He ahí, pues, la ruptura entre los héroes de Moliere y Tirso de Molina y los de Lacios. El libertino estaba ante todo preocupado por romper los cuerpos; el personaje de los Lazos quiere anonadar las almas. ¡Pero qué prodigioso conocimiento de las almas! Nada se le escapa a Valmont: la forma de hacer pasar a una mujer de la indiferencia a la curiosidad, de la curiosidad al deseo, del deseo a la pasión. Don Juan gustaba a pesar de sus vicios; Valmont gusta por sus vicios. Don Juan —tanto el español como el francés— basaba su gloría en el número de éxitos obtenidos; Valmont basa su prestigio en las dificultades vencidas.
Pero estas dos cimas, que son Moliere y Chordelos de Laclos, se juntan incluso: uno y otro representaron una sociedad decadente y que se sabe, por un oscuro instinto, condenada. La Revolución se aproxima. De ahí su exasperación en buscar las sensaciones más extrañas, que no es sino una manera de huir de la realidad.
El mito de don Juan nació en los países latinos. La razón es evidente: únicamente los países que, por algún lado, sufrieron la doble influencia celta y romana podían aceptar la doble herencia. En países latinos fueron siempre exaltados la virilidad y todos los privilegios que ésta conlleva por principio; en cuanto a los celtas, habían legado una especie de posteridad mística («importada» por otra parte, de la más vieja antigüedad oriental): en particular, la representación casi material de las divinidades, capaces de intervenir en todo momento de la vida de los hombres; de ahí el mito de la estatua vengadora.
Pero, de Tirso de Molina a Moliere esta imagen se ha depurado singularmente. Y, al final, don Juan aparece como un campeón del individualismo contra las limitaciones sociales.
Definición suficiente para que, también bajo este aspecto, tenga derecho de ciudadanía en la Inglaterra moderna. Porque, casi desde su existencia como nación, este país se ha hecho el campeón de la libertad individual. Y no es casualidad que un filósofo y biólogo inglés hable el primero de la «lucha por la vida», que no es otra cosa que la afirmación de la primacía del individuo sobre la sociedad.
Esta sociedad, por lo demás, estaba muy corrompida: las orgías, los escándalos constituían la trama ordinaria de la vida de los nobles. Jamás tendrá la corte la disciplina de Versalles, donde se vigilaban hasta el máximo las formas sociales, al menos en la vida oficial.
Pero Londres no es Versalles. El menor caballero es a lo mejor simplemente lascivo, a lo peor asesino. Cierto es que tuvieron un buen maestro, el filósofo Hobbes, autor del Leviathan, que hace de la sensación el único fundamento de todo conocimiento y que basa el principio de la acción en el egoísmo. Basta con recorrer el Journal de Samuel Pepys para conocer lo que es la vida de los caballeros de esta época: «Hombres y mujeres bailan desnudos y se dedican a todos los excesos imaginables»; se bebe, se juega y, cuando no se tiene más dinero, se asalta a los transeúntes a la manera del caballero Thomas Thynne. Los maridos que estorban, desaparecen en las nieblas nocturnas. Rochester, familiar del trono, no duda en disfrazarse de mendigo para explorar los bajos fondos de Londres; no teme afirmar que: «La moral evangélica está en oposición, en lo que toca a las relaciones entre los dos sexos, con la naturaleza y es inconciliable con las leyes inderogables de la humanidad.»
En tal contexto, un personaje como don Juan no podía más que tener fortuna. Sin encontrar, sin embargo, durante décadas el autor con genio capaz de contar sus aventuras de una forma nueva. Apenas en 1676 fue cuando se reparó en la obra de Thomas Shadwell, El Libertino.[3] Sin embargo el héroe, don Juan, no cesa de proclamar su alineamiento único con las leyes de la naturaleza, que la vida social es un «poste de torturas» y va afirmando que la inteligencia es simplemente hija de los sentidos. La única cosa que vale la pena de El Libertino es el humor que salpica la obra. Don Jhon explica por ejemplo que, si desvirgó a una joven casada, era para evitar que ella misma y su marido se sintieran avergonzados por su virginidad. ¿Y si una de sus conquistas se suicida ante sus ojos? Suspira: «¡Ved mi suerte! ¡si me hubiese casado con ella, ahora estaría viudo!»
En Alemania, al mito de don Juan le ha faltado poco para caer en la mediocridad porque, durante años, sólo será pretexto para los espectáculos de marionetas.
Pero este país estaba demasiado impregnado del misticismo para quedarse ahí, y su literatura lo revelaba demasiado, poniendo de relieve héroes en búsqueda de lo absoluto, como para que un día intentara hacer de don Juan un conquistador de lo infinito, para ejemplo de los caballeros que partían a la conquista del Graal.
Es así como el cazador de mujeres, sin fe ni ley, se convertirá en el compañero de Fausto y de Werther.
La unión con Fausto no se hizo por azar, pues las afinidades entre ellos son profundas. Uno y otro han sido condenados por haber creído que la vida terrestre ofrecía todas las beatitudes: Fausto las ha buscado, primero, en la inteligencia, reconocida como poseedora de un poder absoluto, y don Juan por los sentidos. Crimen del espíritu y crimen de la carne: Fausto y don Juan son compañeros de cadena. Uno llegaba a negar y confiar en Satanás, el otro no daba valor más que a los placeres prohibidos. Un común orgullo les llenaba y un común orgullo les ha perdido. Porque idéntica era su pretensión: alcanzar el absoluto emprendiendo caminos diferentes.
De partida, pues, su camino fue diferente: Fausto creyó en el poder absoluto del espíritu para descubrir los secretos del mundo y, solamente después de su fracaso, se abandonó a las voluptuosidades carnales. Don Juan intentó coger una especie de verdad inmediata a través de los innumerables amores y, cansado por una búsqueda inútil, acabó por una rebeldía del espíritu.
Es un escritor de finales del siglo XVIII, Nicolás Vogt, quien unió por primera vez en un mismo destino teatral a don Juan y a Fausto. En un poema dramático que quedó sin acabar, de un extraño título: La Cour du teinturier, ou l’lmprimerie a Mayence, Vogt se propone demostrar que Fausto habiendo fracasado, aun habiendo entregado su alma al diablo, en descubrir los misterios del mundo, toma la apariencia de don Juan e intenta descubrir los secretos del universo a través de la voluptuosidad.
Aunque excesiva y confusa, la obra de Vogt no tuvo poca influencia sobre sus sucesores porque don Juan sufrió una transformación radical. Ya no es el hombre que busca el placer por el placer; sino que, bajo la influencia de Fausto, prosigue una especie de sueño interior por el cual espera descubrir los misterios del mundo supraterrestre.
Hoffmann consumará la obra de su predecesor haciendo del seductor un visionario, en continua búsqueda del infinito, incluso si este infinito se encarna en la mujer ideal.
Tema que explotó ya Mozart, haciendo del seductor un hombre que se debatía entre la atracción de la verdad divina y las potencias infernales.
Decididamente las tribulaciones de don Juan no han terminado. Lord Byron, príncipe de los precursores del romanticismo, echa mano de él. No es que haya conocido al Burlador; sino que, como se familiarizó con Italia, asistió en Venecia a
los espectáculos de los juglares en los que el Burlador era el héroe. Además, víctima de un drama personal —ruptura con su mujer, ruina financiera, abandono de sus amigos— Byron está cansado de la sociedad inglesa cuya tutela jamás aceptó y que, cuando llegó el infortunio, le volvió la espalda.
Italia le salta a la vista: allí las chicas son generalmente fáciles, el amor, incluso el prohibido, se ostenta a pleno día. Bien es verdad que los celosos reservan sus golpes de mano para la noche; las fortunas se hacen y se deshacen sin que las relaciones humanas sean alteradas por ello.
Liberado del yugo inglés, Byron se dedica al placer y, ayudado por su renombre y prestancia, encuentra pocas dificultades. Acostumbrado a esto, los éxitos conseguidos llevan al poeta a dudar de la virtud de las mujeres y de la intransigencia de los maridos. Entonces, ¿por qué no iba a escribir a su vuelta un don Juan?
Pero se podría decir que este don Juan es ante todo Byron mismo, que hace plasmar en su poema su sed de aventuras y el cansancio que le dejan después de que son vividas. Don Juan es también, tal como lo será siempre, el prototipo del hombre inmutable. Qué importan sus sueños: poder, fortuna, mujeres, si no son más que quimeras inaccesibles. En cuanto a la estatua del comendador ya no es el instrumento de una venganza divina, sino el símbolo mismo del destino; ella está ahí para recordar que todo tiene un fin y que nadie escapa a su destino. Por eso estos versos melancólicos: «Generaciones enteras de muertos son llevadas; las tumbas heredan tumbas hasta que la memoria de un siglo haya huido y desaparecido bajo la condena del que le sigue.»
El Don Juan de Byron es ante todo el canto atormentado del pesimismo. Después de Byron se entra por largo tiempo en el período de decadencia del mito. En memoria de Alejandro Dumas, más vale no citar el Elixir de longue vie, aparecido en 1830, donde se narran las aventuras de un don Juan de pacotilla, una especie de mosquetero de alcoba. La tentativa de Alfred de Musset tiene un poco más de suerte; bien es verdad que a los diecisiete años el poeta soñaba con ser don Juan. Pero el romanticismo apasionado de la época apenas permite ir al fondo de las cosas, como lo atestiguan estas descripciones del embustero:
El inglés. — «Es el embustero sin corazón, el espectro de doble fachada... el embustero serio que jamás conoció el amor.»
El francés. — «En cuanto al embustero francés, el embustero ordinario, es la sombra de un embustero que no se merece un Valmont.»
En la fiebre de su poesía, Musset hace de don Juan simplemente una especie de filósofo extraño, aficionado a la «esfinge de los ojos penetrantes» o a «la suave otomana» así como el «pérfido placer».
Decididamente, la vena de Moliere parece completamente agotada.
El danés Kierkegaard —verdadero padre del existencialismo— se emplea en refrescar, una vez más, el mito en el Journal d’un séducteur; él lo explica así: «Con don Juan la sensualidad fue concebida por primera vez como principio; también el erotismo está determinado aquí por otro atributo, es seducción... Su amor no es mental, sino sexual... Goza con la satisfacción del deseo; después de que lo ha gozado, busca un nuevo objeto, y así sucesivamente. Engaña, pues, realmente, pero proyectando con anterioridad su engaño... Pues bien, si continúo llamando a don Juan seductor, no me lo imagino, sin embargo, como alguien que forma sus proyectos solapadamente y calcula con astucia el efecto de sus intrigas; engaña por el carácter genial de la sensualidad, es como si fuera su encarnación.»
Es tanto como decir que, para Kierkegaard, don Juan es concebido esencialmente como el portador de una filosofía de la sexualidad. Su poder tiene magia: «Da brillantez a los más insignificantes que tienen relaciones con él; tiene el poder de rejuvenecer a los viejos y de madurar a los niños con un guiño de ojos.» Y observa: «Introducirse como un sueño en el espíritu de una joven es un arte, salir de él es una obra maestra.»
En efecto, el don Juan del filósofo danés, que lleva el nombre de Johannes, es un personaje mítico que expresa la impotencia del hombre de alcanzar tanto la felicidad como la verdad. Ciertamente Kierkegaard es el mayor filósofo de la angustia. ¿De dónde nace ésta? de la pérdida de la fe; pérdida que conduce a una especie de vértigo ante lo infinito y así, finalmente, llega a la desesperación. En el universo Kierkegaardiano no hay sitio para la esperanza.
Después de esta visión pesimista del hombre y su destino, el humor de Bernard Shaw aparece casi como un viento saludable. Su Don Juan aux enfers ciertamente afronta su suerte con filosofía. Tanto más cuanto que este infierno es tan triste como la tierra; ahí es donde reside el castigo: el infierno no es más que la continuación de la vida. Satán —diablo bueno por una vez— intenta retener a un seductor que se aburre. ¿Por qué quiere volver a la tierra? le pregunta Satán. El progreso no existe, los hombres se odiarán siempre, y lo más preclaro de su actividad consistirá en descubrir los medios de matar a sus semejantes. «Que se queden allá, y se las arreglen como puedan.»
En esto aparece la mujer seducida, doña Ana. No comprende por qué ha sido enviada a los infiernos, cuando no ha hecho más que sucumbir a las promesas de don Juan. Pero, profundamente misógino, Shaw hizo de doña Ana un símbolo: el de un demonio que envenena la vida de los hombres; su lugar está, pues, en el infierno. Para estar tranquilo, don Juan no tiene otro remedio que partir hacia el cielo, donde espera estar solo.
Ya no es el cazador de mujeres de Tirso de Molina o de Moliere; don Juan, de cazador, se ha convertido en cazado. El culpable, pues, ya no es él, sino la mujer, de la que Shaw pensaba fríamente que había sido el mayor obstáculo para el progreso humano.
¿Qué significa en definitiva el mito de don Juan a través de tantas tribulaciones, tantas interpretaciones? ¿Qué lugar ocupa en el pensamiento occidental?
Reducido a uno de sus temas esenciales, el pensamiento occidental representa una especie de combate entre el tiempo y la eternidad; toda la historia de la filosofía, desde Platón a Jean Paul Sartre, pasando por Descartes y Kant, no es más que una continuación de diversas formas de esta batalla.
Las teorías sobre el amor, las leyendas y los mitos que las ilustran no han escapado a esta lucha.
La primera gran historia «de amor y de muerte» a la que se pueda hacer referencia es la de Tristán e Isolda. Para ellos, no puede ser más que eterno y eso se comprueba que es imposible. La muerte, que confiere otra especie de eternidad, es la única escapatoria. Porque sabían demasiado bien que el tiempo es usura, que lastima los espíritus y corroe los cuerpos.
Es preciso, pues, huir de la condición humana. ¿Cómo? sublimando el amor, haciéndolo independiente de las contingencias que marcan nuestra vida. Amor ideal, naturalmente, y que supone que la pasión repartida se mantendrá siempre en su más alto nivel. Tristán e Isolda no mueren en razón de las desgracias que les suceden, sino porque descubren que su amor no puede ser más que contrariado; así se dan cuenta de que no se puede desafiar al tiempo, que el único refugio es la eternidad.
Esta concepción de un amor intemporal es la defensa e ilustración de la fidelidad; es la manera más brillante de luchar contra la corrupción del tiempo y del mundo, puesto que es exactamente su antítesis. En efecto, según esta concepción, el amor tiene más de mística (que pertenece a un universo supraterrestre) que de pasión sexual, ligada a la carne perecedera.
Casi se podría decir que don Juan es el anti-Tristán.
Mejor que sus antecesores medievales, el Burlador sabe bien que el tiempo lo corrompe todo, que en definitiva nada le resiste. «No se puede uno bañar dos veces en el mismo río», decía ya el filósofo griego. Pero, a pesar de esta afirmación, el español no busca la pasión en algo del más allá; se somete, se abandona al tiempo; una pasión dura lo que dure. Y su verdadera naturaleza es ser lo contrario del amor. Desde entonces, no sabría tener fidelidad, puesto que no se podría acusar a un hombre de traición. ¿No es, en efecto, la simple víctima de la duración, que exige que todo cambie sin cesar, que llega a ser sinónimo de usura y, por consiguiente, de dejadez?
Las consecuencias de esta posición son importantes desde el plano metafísico. El mundo del tiempo en el que nosotros vivimos no es el mundo de Dios, inmutable e indestructible. Poco importa que esta diferencia se deba a la caída del ángel o al pecado original. El hecho está ahí; quien asume totalmente la duración humana, cambiante, desconcertante, se encuentra inmediatamente en oposición con el universo de Dios. ¿Y cómo proceder a una reconciliación, obtener una nueva armonía? Solamente por la gracia que, proyectando al hombre fuera de la duración, le hace abordar el Tiempo eterno. Pero la gracia no se da a todos.
Por este sesgo surge del mito de don Juan una nueva forma de humanismo, el humanismo del desafío.
El humanismo del Renacimiento no era otra cosa que una tentativa de vivir en armonía con el universo. Se sacudía bastantes tutelas pero no se ponía enfrente de Dios; quería solamente adaptarse de manera consciente al mundo que había creado y, adaptarse, sin conocer los antiguos terrores frente a los misterios de la creación.
Por el contrario, el humanismo de don Juan es el del desafío. No se trata de adaptarse al mundo de Dios sino, más bien, al del hombre, hay que inventarse sus propias leyes. Dios no está nunca verdaderamente presente en el universo donjuanesco, y su irrupción no sería más que para castigar a los pecadores; tiene algo de artificial. Se trata casi de una «agresión». De hecho —y don Juan tiene bastante lucidez para reconocerlo— no habrá necesidad de la mano de fuego del comendador para castigar al sobornador; porque éste sabe perfectamente cuáles son los límites de la vida y muy lúcidamente acepta una especie de autodestrucción, que no es sino una forma de morir según su propia voluntad.
El mito de don Juan introduce en el pensamiento occidental otras nociones nuevas; entre ellas y en particular, la noción del aventurero.
A simple vista ¿qué es lo que distingue a otro seductor célebre, Casanova, de don Juan?
El primero no es más que un aventurero entre otros; ciertamente hábil, pero nada más. Se divierte con sus astucias, se ríe casi de sus desgracias; pero la aventura se fija ella misma sus propios límites. De hecho, Casanova no tiene ninguna «profundidad».
Don Juan es el Aventurero, un tipo eterno. La idea de la conquista es inseparable de una concepción de la vida. Ahora bien, conquistar es pensar menos en el presente que en el porvenir, es ser devorado por la sed de descubrimientos de cosas nuevas. Así es como el don Juan de Moliere dirá: «No hay nada tan dulce como vencer la resistencia de una bella persona; y yo tengo a este respecto la ambición de los conquistadores, que vuelan perpetuamente de victoria en victoria y no pueden resignarse a limitar sus deseos... Me siento corazón amando a toda la tierra.»
Este es el corazón que poseían también Alejandro el Grande y Cristóbal Colón; poco importan los fines de la conquista, nuevos continentes o nuevas mujeres; la marcha del espíritu es la misma.
Esta marcha es ante todo no mirar nunca tras de sí; cuando Alejandro el Grande partió de Macedonia, no volverá la mirada al país natal que acaba de abandonar y que no verá más. Cristóbal Colón no abordará jamás un puerto que no haya decidido. Así sucede con don Juan: nada de arrepentimientos, nada de nostalgias de lo que fue. La vida del Aventurero comporta, en su primer estadio, una filosofía de ruptura.
El pasado encadena; instalarse en la conquista o en la posesión debilita y quebranta las energías. Por eso don Juan dirá a Elvira: «No he venido más que para huir de vos» y a Sganarelle: «¡Qué!, ¿quieres que uno se una al primer objeto que se cruza en su camino?... Me gusta la libertad en el amor, tú lo sabes; no sabría resignarme a encerrar mi corazón entre cuatro paredes.»
El aventurero es ante todo un caballero del futuro. Por eso ignora la decepción; este sentimiento lo engendra únicamente la ligazón a las cosas y a los seres. Casanova será decepcionado a veces; don Juan, jamás. Este gusto por el futuro constituye, naturalmente, una especie de huida hacia adelante. Si el Burlador no teme a Dios, teme a la vejez. Ahora bien, es la permanencia la que nos muestra que el tiempo lo aja todo, tanto los imperios como los hombres. Huir de una belleza radiante a otra es escapar del tiempo, puesto que el nuevo objeto del amor será —por poco tiempo, por otra parte— exonerado del pecado de envejecimiento.
«Apenas te gustan las cosas marchitas», dirá una máscara al don Juan austríaco de Lenau. Y el seductor explica a una de sus conquistas, Clara: «Adiós, pues; intentaremos esta separación ahora que el encanto todavía no ha desaparecido. Mi corazón no desengañado deberá estar aún hirviendo para hundirse en un entusiasmo nuevo y profundo.» Y Clara afirmará a su vez: «Adiós; no esperaré a que te hayas hastiado, no quiero sentir que tú te enfrías y sacudir, temblorosa y suplicante, las chispas que quedan en la ceniza.»
En definitiva, el peor suplicio que inflige don Juan a sus víctimas es hacerles comprender que envejecen, puesto que ellas representan una especie de permanencia en el amor. Y su desesperación se debe tanto a esta revelación como a la tristeza de perder al ser amado. El profundo resorte del seductor es querer hacer siempre su deseo.
Este deseo es, mucho más que la posesión, la necesidad de seducir. En efecto, poseer marca un término, un final; es el instante preciso en que el tiempo «suspende su vuelo». ¿Pero se parará para siempre si la posesión se convierte en un hábito? Por eso grita don Juan: «Lo bello... sepultarse para siempre en una pasión y morir desde la juventud a todas las otras bellezas que pueden golpearnos los ojos.» Sí, la muerte es la costumbre.
Por eso, en la óptica donjuanesca, la seducción no es un fin sino un medio. Las astucias desplegadas para la conquista exigen un espíritu despierto, vivo en definitiva. Además, la seducción apunta hacia el porvenir, puesto que tiene como fin vencer las resistencias de la mujer codiciada. La posesión representa el fin alcanzado; pero el fin alcanzado ¿no es ya del pasado? Don Juan no quiere ser vencida jamás y por eso rechaza todo lo que puede tener un gusto a pasado.
Es eso por otra parte lo que le distingue de Hamlet, su hermano de búsqueda continua; éste se agarra al recuerdo de su padre asesinado de forma traicionera. Se maldice por no decidirse a matar al asesino. Y si él se maldice es que sabe bien que vivir en el recuerdo significa la derrota, no hay otra manera que cuente de dominar el tiempo que ir siempre hacia adelante, pensar en el mañana y no en el ayer.
En el fondo, si los románticos no comprendieron muy bien a don Juan (de ahí las obras generalmente mediocres que fueron consagradas a este personaje), es que vivían en el tiempo del «mal del siglo», especie de nostalgia de un paraíso perdido, del recuerdo en definitiva. El romántico no es un combatiente del porvenir, sino un recreador del pasado. El dolor de Musset se basa en sus amores muertos. Lamartine dice: «Te acuerdas» y pide al tiempo suspender su vuelo. Víctor Hugo nunca canta las posibles conquistas, sino los encantos de las amigas desvanecidas: «¡Oh? qué de jóvenes he conocido...»
Los románticos son, en más de un aspecto, enfermos del alma; don Juan tiene una salud asombrosa: él es la vida, con sus fuerzas irreprimibles y sus tumultos. No conoce ninguna anemia del alma; él es la alegría, incluso si no sabe lo que es la felicidad, que no busca por otra parte, puesto que felicidad es sinónimo de tranquilidad, o sea de pausa en la vida. Y no se le imagina muriendo en su cama. Su muerte debe tener el carácter de fulminante y ejemplar que pone fin a la carrera del Aventurero.
Si don Juan llevado a la escena suscita tanta cólera y tantas protestas, es porque en la punta de su espada y de sus sarcasmos llevaba una revolución. Incluso el encanto de Mozart le hace decir, en el libreto de Lorenzo da Ponte, «Viva la libertad».
Entre el gusto por la conquista y la revolución existe un lazo lógico, puesto que esta última concierne al porvenir; un porvenir, por otra parte, del que el revolucionario, en definitiva, se preocupa poco. Ninguno de los hombres que han transformado el mundo supo lo que sucedería exactamente cuando hubiera echado abajo las columnas del Templo. Según la fórmula de Aragón, la revolución es «esa formidable máquina de matar que sirve para acabar con todo lo que no es el espíritu que se vuelve hacia sí mismo y está completamente decidido a machacar desesperadamente sus grilletes».
Un aventurero no sabría ser, pues, más que revolucionario, cualquiera que sea el dominio en que ejerza su acción. Lo que don Juan hace «saltar» son los marcos de la vida, tal y como la sociedad piensa haberlos establecido de una vez por todas y haberlos protegido por un arsenal de leyes y ritos morales. Cuando el Burlador hace sus cuatrocientos golpes en Sevilla, de hecho combate, bien es verdad que involuntariamente, por una sociedad liberada de todos sus tabúes y en la que cada uno pueda actuar como él lo hace.
En la medida en que es un precursor, don Juan es un hombre solo. El porvenir no pertenece, en un primer momento, a las colectividades, sino más bien al que traza nuevas vías. Fundadores de religiones, «dinamiteros» de Estados aparentemente batidos hace siglos, creadores de nuevos movimientos o de nuevos pensamientos, todos comenzaron su obra en la soledad. Tomada como tal, una sociedad vive únicamente en el presente, apoyada en el pasado. Una sociedad no puede pensar en su porvenir, es necesario que un solitario le muestre la vía.
De forma que don Juan no es asimilado al diablo sólo en razón de su comportamiento hacia las mujeres. Desafiando las prohibiciones, violando los tabúes, se enfrenta directamente con la ciudad, que había estado sometida a la Ley de Dios durante toda la preponderancia cristiana. Atacar este orden, desafiar estas leyes, es colocarse al lado de Satán, el destructor por excelencia. Y la estatua del comendador ¿es otra cosa que el símbolo mismo de las instituciones que se deben respetar?
Y su victoria final ¿no significa el triunfo del temor colectivo sobre el revolucionario?
Era natural que el psicoanálisis, por su parte, se interesase en un personaje tan complejo y fascinante como don Juan. Porque ciertamente el Burlador y sus semejantes son personajes dobles, en tensión continua entre sus apetitos y el temor que de todas formas les invade, a pesar de sus afirmaciones contrarias.
En fin, al oír a los personajes que rodean a don Juan, se tiene a menudo la impresión de que éste no habla a extraños, sino que dialoga con otros que de alguna forma representarían «diversos tipos de conciencia».
En suma, según los psicoanalistas, don Juan sería ante todo el «yo descuartizado».
Tómese por ejemplo el personaje del criado, se llame Sganarelle o Leporello; los dos representan, evidentemente, la crítica, el miedo al sacrilegio. En una palabra, ellos «son» el sentimiento de culpabilidad que a veces invade a don Juan y que «el doble criado» está encargado de expresar.
De igual forma en lo que concierne al personaje del padre: es la voz de la conciencia familiar que el Burlador intenta sofocar sin conseguirlo siempre. Por el castigo final, la voz del padre se convertirá en la del orden social. Don Juan sabe perfectamente lo que le espera; acepta una muerte violenta que sabe ineluctable y cuya idea tenía constantemente presente. Lo deja entrever. Y el padre habla el mismo lenguaje.
Quedan las mujeres. A los ojos de los psicoanalistas, concretizan la parte de pureza que habitaba, a pesar de todo, en el corazón del seductor. La mujer es a la vez madre y amante; protege y ama. Ella es, de alguna forma, el recurso para una salvación posible, en la que don Juan a veces ha soñado. De esta forma se encuentra, en las diferentes obras que tienen a don Juan por héroe, una especie de analogía entre los allegados del Burlador y el coro romano o griego; éste traducía las angustias de la ciudad, pero también las turbaciones de cada uno de los protagonistas. En el coro romano o griego, Antígona y Creon hablan por su voz.
Entre las innumerables interpretaciones del Burlador, hay que retener la que da Albert Camus en El mito de Sísifo. Don Juan llegó a ser el héroe del absurdo. Es el hermano de Sísifo y, como él, un conquistador de lo inútil. «El escogió ser nada.» Es condenado a llevar una vida que no conduce a ninguna parte y que no tiene sentido; todos estamos, como Sísifo, dando vueltas a nuestra piedra eternamente sin saber por qué. Pero don Juan posee, a los ojos de Camus, una virtud esencial: la lucidez. «El ve claro.» Y esto es lo que no le perdona. Vive con arreglo al mundo que habita y rehúsa obedecer leyes que se pretenden eternas. ¿Por qué inclinarse ante un amor que se dice querido por Dios, cuando todo no es más que incoherencia? Don Juan puede reír cuando una de sus amantes le dice: «En fin, yo te he dado el amor» y él responde: «No, sino una vez más.» La pareja don Juan-amante es exactamente la opuesta de la pareja claudeliana Rodrigue-Prouhéze, testigos y sobre todo víctimas del amor, por haber creído en la eternidad.
«Se comprende —escribe Camus— que los hombres de lo eterno exijan el castigo para él. El alcanzar una ciencia sin ilusiones que niega todo lo que ellos profesan. Amar y poseer, conquistar y apagar, he ahí su manera de conocer.» Don Juan es el hombre para el que Dios ha muerto. «¡Cómo desear imagen más espantosa! La de un hombre al que traiciona su cuerpo y que, por no haber muerto a tiempo, consume la comedia esperando su fin, cara a cara con el Dios que no adora, sirviéndole como él ha servido a la vida, arrodillado ante el vacío y con los brazos extendidos hacia un cielo sin elocuencia y que él sabe también sin profundidad.»
Y Camus piensa en este fin para don Juan: retirado en un monasterio, «entre la tierra árida de España» y haciéndose servidor de una divinidad inexistente.
Habiendo vivido para el amor —fugaz— don Juan moriría, pues, sin amor. Y sin embargo a él dedicó su vida. Árido corazón, ciertamente, y que rehúsa atarse; ¿pero se abandonarían las mujeres con tanto ardor si no presintiesen que el Burlador a su vez tiene algo que dar?
Lo que él da es la intensidad de la pasión en el instante mismo en que la vive. Todo pasa «como si» el amor que muestra debiera ser eterno. Porque la mujer tiene sed de eternidad y, a pesar de sus habilidades, don Juan no ha inventado palabras que dijeran que la pasión que le quema en un momento durará el tiempo de un capricho. Es en cierta forma prisionero del lenguaje y es en definitiva sobre palabras como pasa su existencia, mientras que sus conquistas hacen su vida.
Entonces ¿quién es don Juan, orgulloso y detestable a la vez, eterno errante cuyas alegrías furtivas tienen gusto a ceniza? ¿Es simplemente el Burlador o es, por el contrario, Miguel de Mañara quien acabó al pie de la Cruz de Cristo?
Finalmente, don Juan es el hombre a la búsqueda de lo Absoluto. Absoluto que se puede vencer —si uno se siente únicamente solidario de la tierra de los hombres— desafiando al tiempo o gritando al instante: «¡Párate, eres tan bello!» Don Juan, es la vida que se escapa entre los dedos y se intenta dominar, sea alejándola, sea abrazándola, pero sobre la que, siguiendo a Roger Vailland, es preciso echar una «mirada fría».
Don Juan son las eternas cuestiones que quedarán eternamente sin respuesta.
Edmond Bergheaud