Los camisas rojas de Garibaldi
La idea de destronar a los Borbones de Nápoles tenía poco de novedad. En 1844, y después de 1857, dos patriotas exiliados intentaron desembarcar en Salerno y en las costas de Calabria, con la intención de promover un levantamiento popular y liberar al reino de las Dos Sicilks de la dictadura de una familia extranjera.
La Historia ha olvidado fácilmente los nombres de los dos promotores de ambas empresas, que fueron dos fracasos: Bandiera y Pisacane. Pero ahora es Garibaldi quien se ha puesto a la cabeza de la expedición de Sicilia.
Estamos en 1860, cuando la potente ola de unificación que invade y sacude la península italiana se estrella hace ya decenios en los Estados del Papa, en los ducados del centro de Italia y en las vastas regiones del Norte que están bajo la autoridad del rey del Piamonte. En cambio, hasta entonces el Sur quedó aislado, a merced del capricho de unos soberanos conservadores: Femando II, el rey «Bomba», más bien autoritario, y su hijo Francisco, tan carente de personalidad que sólo se mantiene en el trono gracias a la tradición y a una policía fuerte y bien organizada. Como sea, todo el Sur quedó aparte del movimiento en favor de la unidad de la península italiana, dividida desde hace siglos en tantos Estados como ambiciones.
La expedición que preparan en Génova los exiliados sicilianos, junto con revolucionarios de las demás regiones, va a ser la campanada que anuncie el último acto del drama titulado Italia. Víctor Manuel, rey del Piamonte, y su ministro Cavour, como consecuencia de una complicada situación internacional, no intervienen en la empresa. Al rey le gustaría caucionarla, pero su ministro le aconseja prudencia.
Con todo, en la Corte de Turín cierran los ojos, cuando menos, ante lo que está ocurriendo desde hace varias semanas en los medios que entonces se llaman «de izquierda». Los voluntarios afluyen en gran número para enrolarse en la expedición de Sicilia, respondiendo al llamamiento hecho por los patriotas exiliados en el continente: el teórico Mazzini y el héroe nacional Giuseppe Garibaldi.
A los cincuenta y tres años, el general de los «Camisas rojas» pasa por momentos difíciles. Decepcionado por la vida, desengañado y desconfiando de los «políticos», a pesar de ello vuelve a emprender el servicio. Tantas aventuras han llenado su existencia, que no puede sospechar lo diferentes que fueron los anteriores intentos y esta salida de los «Mil» hacia las costas de Sicilia. Ahora, el éxito le espera al final del camino que emprende en 1860 ese revolucionario nato.
En la noche del 5 al 6 de mayo, unas fuerzas que hoy llamaríamos de comando embarcan en los vapores Piemonte y Lombardo, anclados en el puerto de Génova. Su armador, Rubattino, está enterado de todo; pero prefiere hacer creer que los voluntarios se apoderaron de sus buques por sorpresa. Por otra parte, cuando se habló a los marineros en nombre de Garibaldi, todos estuvieron conformes en intentar la aventura.
Aparejan para Quarto, un arrabal de la ciudad, donde embarcan un millar de fusiles provistos de bayoneta, cien revólveres que el coronel Colt les envió desde Norteamérica, unas escasas municiones que proceden directamente de los arsenales Ansaldo, quinientos sables, seis cajones con calzado, veintisiete cajas de consomé, unos paquetes de fideos, una bandera, y muchas proclamas de victoria, impresas ya. No llevan un solo mapa de Sicilia: ¡en todo Génova no pudieron encontrarlo!
Para la mayoría de los mil ochenta y nueve hombres que componen el extraño ejército de Garibaldi, Sicilia aparece como algo lejano y misterioso: es la isla de Arquímedes y de los volcanes, algo casi africano. Una tierra que arde en medio del mar. Pero no les importa, porque Garibaldi está con ellos y les ha dicho que hay que ir, una vez que los patriotas sicilianos ya han tomado las armas. Esta era su proclama:
«Italianos:
»Los sicilianos luchan contra los enemigos de Italia y por Italia. Todos los italianos deben ayudarles, por medio de la palabra, del dinero, de las armas y, sobre todo, de la fuerza.
»Las desdichas de Italia tienen como origen las discordias y la indiferencia de una provincia respecto a las demás.
»La redención de nuestra patria comenzó cuando los hombres de nuestra tierra corrieron en ayuda de sus hermanos en peligro.
»¡A las armas, pues! Acabemos de una vez con las miserias de tantos siglos. Demostremos al mundo que merecemos vivir libremente en nuestro suelo, como en otros tiempos vivieron los romanos.»
La caída del Imperio romano significó el fin de la unidad peninsular para más de un milenio. A lo largo de siglos, Italia ya no fue sino un mosaico de Estados y Principados, de Reinos y de Ciudades Libres. En tiempos de Carlomagno contaba con tres grandes capitales: Pavía, la lombarda; Ravena, donde tenía su sede el exarca que representaba al Emperador; y Roma, territorio temporal del Papa.
Más tarde, la influencia carolingia quedó destruida para provecho de sarracenos y normandos, que se apresuraron a establecerse hasta en Sicilia. La Italia medieval fue sacudida de nuevo por largos conflictos bélicos; cada pieza del mosaico era el premio a ganar por medio de batallas y más batallas entre los señores locales, los ejércitos del Papa y los extranjeros. En ausencia de una autoridad centralizadla, el poda pasó a manos de los «podestás», que acrecieron y fortificaron sus ciudades hasta extremos increíbles.
Venecia, Génova, Florencia, Bolonia, prosperaron entonces y se convirtieron en auténticas potencias. Pero eso no impidió que, en el siglo XVI, la península se convirtiera en el campo de batalla preferido por franceses, españoles y suizos. Los herederos de Carlos V la dominaron durante casi dos siglos, mientras la Casa de Saboya afirmaba su autoridad sobre el Piamonte, la Cerdeña y las marcas del Tesino..., en espera de mucho más.
Los Habsburgos, dueños de Austria desde hacía más de tres siglos, controlaban directamente, o por medio de familias enlazadas con ellos, las regiones del Norte, las más ricas: La Lombardía, la Toscana y el ducado de Módena. En Parma, lo mismo que en Nápoles, reinaban los Borbones. Las antiquísimas Repúblicas marítimas, Venecia, Genova y Lucca, estaban ya en plena decadencia, después de quedar a un lado de las nuevas rutas de navegación, y de ser derrotadas por sus esclavos de la víspera.
Sin embargo, a medida que se propagaban ciertas ideas llegadas del extranjero, en todas partes se iba formando una conciencia de Estado, que Napoleón procuró hacer más concreta. Al frente del ejército del Directorio, el Corso —que pudo haber nacido genovés— sometió al duque de Parma, al rey de Nápoles y al papa Pío VI. La República Cispadana, creada por él, reunió la Emilia, Bolonia, Ferrara y Módena, agrupadas bajo la primera enseña tricolor italiana.
En 1797, año en que le añade la Lombardía, la Cispadana se convirtió en la República Cisalpina, que tenía por vecina a la Liguria y por prima a la Romaña, formada por los franceses en un acceso de cólera; el Papa quedó desposeído de su poder temporal, y fue desterrado a Valence, donde moriría.
Pero en aquella época, Francia ya no era la única que tenía jacobinos: en Milán, clubs y periódicos nuevos pedían una amplia autonomía para la administración lombarda. Sin embargo, la política napoleónica fue siempre rabiosamente centralizadora. ([Hacía falta más para que, de la desgracia, naciese en Italia una corriente nacionalista? Inspirada en el propio ejemplo francés, de «nación revolucionaria»; inflamada por el ideal patriótico y por la voluntad de reconquistar la libertad, la tesis de la unidad italiana iba tomando forma y relieve.
En 1799, mientras Bonaparte estaba en Egipto, los franceses sufrieron una serie de reveses. Los austríacos y los rusos aparecieron nuevamente en el primer término de la escena. Se hizo necesaria otra Campaña de Italia, después del golpe de Estado del 18 brumario, para que la dominación francesa se extendiera más todavía sobre la península. Pero Napoleón I ya no era el mismo Bonaparte del Directorio: ahora contaba solamente el peso de las coronas distribuidas por el Emperador entre los miembros de su familia, y su poder absoluto.
En realidad, el autoritario dominio de los franceses fue una doble suerte para los italianos. Las modernas estructuras estatales que entonces montaron, contribuyeron más que nada a suprimir los privilegios feudales que aún subsistían, y a crear un más amplio cuadro de mandos gubernamentales. Por otra parte, la intransigencia de los extranjeros se convirtió después en poderoso fermento del despertar nacional, que luego aprovecharía la oposición.
Como consecuencia de ambos hechos, iba a nacer un romanticismo histórico italiano. En vísperas de la caída de Napoleón, el poeta Ugo Foscolo incitaba a sus compatriotas a sacar fuerza de las grandezas pasadas, para construir una nación nueva:
«¡Italianos, yo os exhorto a la Historia!»
Apenas había empezado la historia de ese comienzo de siglo XIX, cuando el Congreso de Viena, en 1814, despiezaba la Europa napoleónica.
Caído el tirano unificador, de nuevo Italia se convertía en un mosaico. El Reino de Lombardía-Venecia pasaba a manos de Austria; la región central se dividía en ducados y principados de escasa importancia; el Sur era entregado a Femando de Borbón, «Rey de las Dos Sicilias»; y el resto de la península correspondía al papa Pío VII, que de ese modo recobraba todos sus privilegios temporales. En vez de ir hacia la unificación, se confirmaba el tradicional despiezamiento de Italia.
Sin embargo, la losa de plomo de aquella restauración no era tan pesada como lo hubiese querido la mayor parte de los nuevos soberanos. Ahora habían de tener en cuenta a la opinión pública, y poner más moderación en su modo de gobernar. Unos lo hicieron mejor que otros, pero en aquella época, el mejor ejemplo de lo que se llamaba «despotismo ilustrado», lo dio el Piamonte.
Era el tiempo de las sociedades secretas, entre las cuales unas se pronunciaban simplemente en favor de una liberalización de los regímenes entonces en el poder, y otras eran unitarias o federales. Pero los conspiradores rara vez se atrevían a pensar en el derrocamiento de las monarquías. En Turín, las proclamas de los liberales hablaban de su fidelidad al monarca; los «carbonari» eran los más avanzados en la vía democrática, y también los más numerosos.
Cuando, en 1820, pasaron a la acción atacando a unas pequeñas guarniciones de la región de Nápoles, proclaman») que luchaban por una nueva Constitución del tipo de la francesa. En Lombardía se pensaba en una guerra de liberación contra la tutela de Austria, y Alessandro Manzoni inflamaba los ánimos con su oda a «Marzo de 1821»: el mes en que se dieron las primeras batallas en el Norte de la península.
La Santa Alianza de las grandes monarquías no tardó en presentarse en la memoria de los progresistas, al intervenir contra Carlos-Alberto de Piamonte —un gobernante demasiado liberal a los ojos de Viena—, y en los Estados donde hervía el fermento revolucionario. Los destierros, las represiones y también las más duras penas, llovieron sobre los rebeldes mientras los ejércitos austríacos garantizaban el orden establecido en toda Italia, desde el Tirol hasta Nápoles.
Lejos de su tierra, los revolucionarios huidos propagaban por toda Europa el drama de la unidad italiana, tan difícil de realizar; pero además meditaban sobre la ineficacia de los movimientos de los años 1820 y 1821. Así llegaron a la conclusión de que, sin bases precisas y sin sólidos apoyos populares, Italia no podía formarse a sí misma.
A pesar de tan duras experiencias y de tan repetidos fracasos, quizá por ellos mismos, nacía en la élite italiana el concepto de pueblo, asociado al de nación: una idea que Giuseppe Mazzini, padre espiritual de la Italia democrática y primer inspirador de Garibaldi, iba a precisar y destacar de modo tan notable.
Nacido en Génova en 1805, Mazzini recibió una educación jansenista. Aún así, tenía un concepto romántico de la evolución de su país, que resumía en la frase: «Dio e Popolo», Dios y el Pueblo. Pero hay que aclarar que se trataba de un dios especial, ya que el Cristianismo había de desaparecer para dejar su puesto a una nueva forma de religión política. Roma, rescatada de los Pontífices, sería el centro espiritual de una nueva Era, como ya lo fue en la plenitud de la civilización clásica: el alma misma del mundo religioso occidental.
El pueblo y la nación formarían un todo orgánico, un cuerpo único animado por una sola voluntad y dedicado a una misión superior. «La época pasada —escribía Mazzini—, la época que terminó con la Revolución Francesa, estaba destinada a emancipar al Hombre, al individuo, y a garantizarle la libertad, la igualdad y la fraternidad. La época nueva está destinada a construir la Humanidad, y no sólo en sus aplicaciones individuales, sino también entre pueblo y pueblo.»
Mazzini estimaba además que correspondía a Italia el deber de defender y expandir la idea de cooperación y de coexistencia entre las naciones libres de Europa. Por ello su teoría daba nuevamente a Roma un papel equivalente al del Imperio de otros tiempos. Sin embargo, había que comenzar haciendo... a Italia: Una Italia unida, republicana y consciente de su existencia como nación.
Mientras, en la península siguen actuando los carbonari, que se inspiraban en el movimiento revolucionario francés. En 1830, Luis-Felipe fue llevado al trono; encarnaba una monarquía parlamentaria que podía ser una puerta abierta hacia la democracia pura y simple. El Gobierno de Francia afirmaba que no intervendría en los asuntos de sus vecinos, y eso animaba grandemente a los liberales italianos.
A su vez, el fermento mazziniano se desarrollaba en las regiones que no conocieron las revueltas de los años de 1820: en Parma, en Módena y en los Estados del Papa. Las ciudades del centro se levantaban, reclamando un Gobierno provisional de las Provincias unidas, la abolición del poder temporal de los Papas, la convocatoria de una Asamblea Nacional, la marcha sobre Roma de un ejército de patriotas...
Todo aquello era demasiado grave para que Austria lo permitiese, y demasiado peligroso para que los franceses intervinieran. París se quedó quieto cuando las tropas de Viena atacaron a los jóvenes republicanos de Italia. Como era de esperar, consiguieron vencerles, sin gran trabajo, en Rímini, en la costa adriática; al pie de las torres que dominan una antigua República, la de San Marino, tan pequeña que siempre se mantuvo independiente y libre.
Como consecuencia, Mazzini es perseguido y condenado en contumacia, por su participación en las actividades secretas de los «carbonari». En 1831 se instala en Marsella, y procura sacar consecuencias del fracaso. Indudablemente, el sostén popular había sido muy escaso, y demasiado ligera la preparación de las operaciones. Pero no había por qué desesperar.
Entonces, el pensador genovés funda una asociación, la «Giovine Italia» —la Joven Italia—, que se dirige especialmente a los jóvenes, que rechaza el apoyo de los príncipes reinantes —incluso de los más liberales—, y que proclama, alto y fuerte, que sólo la República pondría al país en el camino de la unidad y del progreso.
Los comienzos de la nueva clandestinidad son realmente trágicos: los gobiernos en el poder se defienden sin piedad. En Turín, Carlos-Alberto ordena la ejecución de diecisiete conspiradores que fueron detenidos cuando se disponían a pasar a la acción. En Saboya, una expedición procedente de Suiza tropieza con la policía y ha de batirse en retirada. Desde su exilio, Mazzini intenta agrupar a las buenas voluntades. Continúa siendo el pensador de la libre Italia, pero no es más que eso porque las operaciones que intenta no conducen a nada eficaz.
A su movimiento le falta un hombre de acción que galvanice las energías. Entonces nadie podía suponer que un marino de largos cabellos rubios, con todo el aspecto de un personaje de Byron, que tiene veintiséis años y que en 1833 se entrevista en Marsella con Mazzini, será un día esa punta de lanza que necesita la Italia revolucionaria. Se llama Giuseppe Garibaldi.
A primera vista, Garibaldi no se distingue en nada de los demás jóvenes de la Niza de comienzos del siglo XIX. Había nacido en una modesta casa del muelle Lunel, en la orilla de la dársena de Lympia, que constituye el puerto de Niza.
Su familia procedía de Chiavari, otra ciudad marítima próxima a Genova. El padre de Garibaldi, «Patrón Domenico», siempre mandó unas «tartanas» que apenas se alejaban de las costas. El 4 de julio de 1807, cuando nació el niño que le había dado Rosa, su mujer, Domenico Garibaldi era desde hacía poco tiempo, patrón de pesca. Al buque que acababa de adquirir —una de las ciento treinta tartanas inscritas en el Registro del puerto de Niza— le dio el nombre de la patrona de la ciudad, Santa-Reparata. Los Garibaldi bautizaron a su hijo la tarde misma de su nacimiento, y le dieron el nombre de su padrino, Giuseppe. Pronto le llamarían Peppino.
La madre era muy devota, y confiaron la educación del niño a unos religiosos, que se esforzaron por inculcarle algunas nociones de Latín, de francés y de italiano, en vez de dejarle reducido sólo al dialecto nissart, tan parecido al provenzal. La secreta ilusión de la esposa del pescador Garibaldi era, sin duda, la de ver que un día tu hijo entraba en religión. ¡La mar es tan insegura, y la pesca da rendimientos tan precarios! Porque en las orillas del Paillon —un torrente que baja de los Alpilles y que entonces delimitaba la ciudad por él Oeste— nadie es rico. Únicamente lo son los primeros invernantes que llegan desde Turín, o desde Francia, para disfrutar del aire puro de la costa mediterránea y para gozar de su incomparable sol.
Giuseppe piensa de modo muy distinto: la religión le aburre, y la alta mar le atrae. A los doce años, cansado de estudiar, sale a la aventura, en compañía de unos pillastres, a bordo de una frágil barca que cogieron a escondidas en un amanecer. Los jóvenes marinos no van más allá de Mónaco, donde les alcanzan pocas horas después de su partida.
Peppino ama tanto al mar, que más tarde presumirá de ser, sin modestia alguna, uno de los mejores nadadores que puedan existir... «No sé cuándo aprendí a nadar; creo que siempre supe y que nací anfibio. Por lo tanto, no hay mérito en mí si no vacilo en echarme al agua para salvar la vida de un semejante.» En efecto, teniendo ocho años saca de un lavadero público, montado en la orilla de un torrente, a una lavandera que acababa de caer en el agua; y a los trece salva a varios compañeros de una barca que se hundía...
Giuseppe es un guapo muchacho de cabellos rubios y ojos azules, vivos y profundos; tiene maneras sueltas, y se educa a sí mismo en el ambiente del Mediodía y en plena naturaleza mediterránea. Porque ya hace tiempo que sus profesores, uno tras otro, renunciaron a hacer de él un erudito. Por fortuna, el joven nizardo practicó el italiano y el francés, y se interesa por la lectura, la Geografía y la Historia.
El que su ciudad, que era francesa, fuese incorporada en 1814 al reino de Cerdeña, de momento no tiene importancia para Garibaldi. Es tan joven todavía, que no experimenta los sentimientos de cólera, la indignación que más tarde le inspirarán los italianos que traicionan: los nizardos que tan pronto se entregaban a los hombres del Norte como a los del Sur, y los «discípulos degenerados del justo, liberador de esclavos y restaurador de la igualdad humana, los que vendieron Italia al extranjero setenta veces siete».
Ya es marino, como deseaba, pero aún no es patriota. El capitán Ángelo Pesante, contramaestre a bordo del Costanza, le proporciona su primera oportunidad para navegar por alta mar. Poco después de la fracasada expedición infantil a Mónaco, Giuseppe Garibaldi es contratado como grumete a bordo de aquel bergantín, que tiene fama de rápido y de resistente, y que sale de San Remo, rumbo a Odessa, un hermoso día de 1822. Al joven marino le parece tan bello y esbelto el primer buque que le lleva a tierras lejanas que, treinta años más tarde, le dedicará un lírico arrebato. Peppino es buen grumete, buen compañero de viaje, duro para el trabajo y muy valiente. Se comporta con mucha dignidad cuando, en dos ocasiones, el Costanza es sorprendido por los piratas griegos en la ruta de Oriente.
De regreso a Niza en 1825, Giuseppe vuelve a embarcar; pero esta vez lo hará a bordo de la Santa-Reparata, en compañía de su padre, para navegar hasta Fiumicino. Se trata de un pequeño puerto en la desembocadura del Tíber, desde el cual se remonta el río hasta llegar a Roma, que dista unas cuarenta leguas tierra adentro. De entonces data el amor de Garibaldi por la ciudad que hará capital de la futura Italia.
Mientras su padre se ocupa afanosamente de encontrar carga para el retorno, Giuseppe se maravilla con los fastos de la Ciudad Eterna —1825 es Año Santo—, y con la belleza de sus monumentos, los de ayer y los contemporáneos. Después de dejar Roma, siente cómo aumenta su cariño por aquella ciudad «que es Italia»: «No concibo a Italia sino como la unión de sus esparcidos miembros, y Roma es el símbolo de esa unión, sea cual sea la forma en que se realice.»
A partir de entonces, y durante largos años, Giuseppe llevará la vida errante de todo corredor de mares. Se le ve en Sicilia y en Cerdeña, a bordo del Eneas; en Gibraltar, y más tarde en las islas Canarias, enrolado en el Coromandel; y en Constantinopla como tripulante del Córtese. Allí cae enfermo y pasa unos meses en las orillas del Bosforo, albergado en casa de un compatriota. Y esa temporada de reposo le permite completar su cultura.
En 1831 regresa a Niza, y puede sentirse satisfecho de sus penas y trabajos. En el año siguiente aparece su nombre en la página 392 del Registro de Inscripción Marítima, en la matrícula de los capitanes de la dirección de Niza. El asiento lleva la fecha de 27 de febrero. En sólo diez años, el joven grumete ha ascendido todos los peldaños del mando, siguiendo las huellas de su padre. Pero no continuará mucho tiempo siendo marino.
En 1833, cuando en toda Europa se conspira contra el orden establecido, el Clorinda —que lleva a Clari como capitán, y a Garibaldi como segundo— embarca en Marsella a un personaje que se sale de lo común, y con quien el joven nizardo aprenderá lo que son la política y las ideologías sociales. Ese pasajero es Emilio Barrault, que ha llegado de París con otros doce compañeros. Se dirige a tierras de Oriente, confiando en que le serán más hospitalarias y también más propicias para el desarrollo de sus teorías.
El historiador Luis Blanc ha descrito así al Barrault de la época en que marcha hacia el exilio: es uno de esos hombres «agitados por las más audaces ansias de reforma, abiertos a las conquistas de la inteligencia, siempre intentando propagar su nueva doctrina». Barrault es un sansimoniano, uno de los pioneros de los nuevos regímenes sociales que se vieron forzados a escoger entre el silencio en Francia y el mantenimiento de sus ideales en el extranjero.
Unos se quedan en París, y otros buscan tierras Ubres donde puedan instaurar la nueva religión. Quieren sustituir el gobierno de los hombres por el de las cosas; implantar un «nuevo cristianismo», sin milagros ni creencias católicas, sino fundado en la moral y la disciplina de las fuerzas sociales... Una extraña Iglesia que conduce a un romanticismo generoso y vago, y que se compone de banqueros y socialistas, de industriales y de obreros. Su mesías es Claude-Henri de Saint-Simon, fallecido en 1825; el Papa de ese movimiento es entonces un economista de treinta años a quien llaman el padre Enfantin, pues ese es su apellido.
Durante las semanas que dura la travesía en el Clorinda, en el alma de Garibaldi van desarrollándose las ideas de abnegación y amor por los débiles, y de odio por el absolutismo, que pronto se completarán con el ideal nacionalista y el imperativo de la liberación de su país. Desde luego, Giuseppe Garibaldi no comprende del todo los largos monólogos de Barrault; pero sí hace suyo un como soplo lírico que más tarde se encontrará en todos sus escritos. Y también la definición del héroe que luego será: «Aquel que, convirtiéndose en un individuo cosmopolita, adopte como patria la Humanidad y ofrezca su espada y su sangre a todo pueblo que luche contra la tiranía.»
Al término del viaje, en Taganrog, a orillas del mar de Azov, oye hablar de Italia en una taberna donde está comiendo. Porque, incluso en Crimea, los compatriotas de Garibaldi se expresan con acentos apasionados cuando describen el futuro. El nizardo se une a ellos y, escuchando a Giovan Battista Cuneo —un veterano de la «Giovine Italia»— oye por primera vez el nombre de Mazzini y su divisa de «Dios y el Pueblo». De ese modo descubre la posibilidad de un porvenir democrático para su país, y desde entonces Garibaldi no deja de buscar al iniciador del movimiento de liberación italiano.
Por último, en Marsella logra conocer personalmente a Mazzini.
El fundador de la Giovine Italia se ha instalado en el gran puerto fócense huyendo de la policía piamontesa. Sus escritos contra la Iglesia y contra la Casa de Saboya le habían valido unos meses de prisión. Después consiguió fugarse y, aunque separado de su tierra por la frontera, su obsesión sigue siendo la de contribuir a que Italia conquiste su independencia.
La juventud cree en su fe desinteresada y en la grandeza de su alma, que Mazzini ha concretado en un manifiesto titulado «Fe y Porvenir» —que publicará en francés—, y en su «Protocolo de la joven Italia». Nietzsche dirá de él «que es el único hombre a quien hasta sus enemigos han otorgado los tres calificativos de gran persona, noble carácter y hombre bueno».
En aquel mes de julio, que es crucial, todo está por hacer. La represión fue terrible en el Piamonte, en Liguria, en Cerdeña; el joven rey Carlos-Alberto, que subió al trono el año anterior, quiso conocer «el gusto de la sangre», y la sangre corrió a ríos. Denuncias, corrupciones, juicios sin apelación... La Joven Italia es una asociación mártir que pierde, uno tras otro, a todos sus portaestandartes: en Chambery, a los militares Gubernatis, Tola y Tambarelli; en Génova, al maestro de armas Gavotti; en Alejandría, al abogado Vechieri. Es el llamado «terror blanco» de los años treinta.
Cuando el capitán nizardo, que tiene veintisiete años, se presenta a él, Mazzini está buscando hombres. Pero ni uno ni otro nos han dejado recuerdos de su primera entrevista. ¿Cómo podía adivinar el teórico que aquel joven realizaría más tarde, con las armas en la mano, la mayor parte de sus aspiraciones revolucionarias?... Treinta años después, Mazzini registrará simplemente en sus Memorias la fecha del encuentro, y esta nota: «De ese día data nuestra amistad. Su nombre en la Asociación, era Borel.»
Los dos hombres se completan, pero no se quieren. Sus relaciones nunca serán cordiales, como si cada uno reprochara al otro que tuviese las cualidades complementarias que le faltan. Mazzini envidiaba a Garibaldi su dinamismo, su fuerza física, sus dotes para arrastrar a los hombres. Garibaldi sentía celos de Mazzini por sus conocimientos.
Después de unos meses de espera, transcurridos en Marsella, el llamado Borel recibe el encargo de una primera misión: trasladarse a Génova, donde nadie sospechará de él, y trabajar como agente reclutador para una futura operación sobre la capital ligur. Una breve detención en Niza —el tiempo justo para que mamma Rosa se queje de que los sansimonianos han perdido a su hijo—, y en seguida se dirige al puerto de Génova, donde comienza sus trabajos de propaganda.
Una de las cartas que jugaban los mazzinianos consistía en crear núcleos propios en las unidades del Ejército y la Marina. Por eso la oficina de las tripulaciones reales de Cerdeña inscribió al año siguiente el enganche de un recluta de cabellos rubios, amplia frente y nariz aguileña, de treinta y nueve pulgadas y tres cuartos de estatura —un metro sesenta—, que da el nombre de Cleombrote; es el nuevo seudónimo del capitán nizardo, que se enrola como marinero de tercera clase.
Durante un mes largo da clases, junto con su compañero Edoardo Mutru, convence a una gran mayoría de la tripulación del Euridice de la justicia de la causa revolucionaria. Entonces recibe órdenes concretas de «Giovine Italia»: apoderarse del buque a una señal convenida, mientras que los patriotas de tierra se adueñan del cuartel de la plaza Sarzana. Otras unidades militares se unirán al movimiento para, lo antes posible, instaurar un Gobierno provisional en Génova.
Recibe la orden el 2 de febrero de 1834, diciéndole que la acción está prevista para el día cuatro. Pero en la mañana del tres, el marinero Cleombrote es trasladado del Euridice a la fragata de los Geneys. Ante la imposibilidad de sublevar en veinticuatro horas a una tripulación en donde no conoce a nadie, el nizardo deserta de su buque el 4 por la tarde, para marchar a la plaza Sarzana: quiere unirse a los conjurados civiles.
Se quita el vistoso uniforme de la Marina —frac y sombrero de copa negros, y pantalón blanco— para vestir ropas de obrero; y ocultando en ellas sus dos pistolas, corre al lugar de la cita. Transcurren dos horas de espera sin que haya señal alguna de que nadie se reúna en la plaza. Giuseppe, inquieto, se dirige a casa de un patriota, Edoardo Reta. Los dos juntos se encaminan hacia la plaza de San Jorge, a la de las Fontanas Amo* rosas y al puerto, atravesando las calles del barrio viejo: ni la menor muestra de levantamiento. Por esa noche, lo mejor será acostarse y dormir... Una valerosa tendera, Teresa Schenone, le da albergue en su trastienda de la vía Cario Felice.
A la mañana siguiente, Garibaldi se entera por los periódicos de que ha fracasado una tentativa de infiltración de los mazzinianos por la frontera con Saboya. Sin duda ese fracaso es el que obligó a anular la operación prevista en Genova. Pero, a partir de entonces, Giuseppe es un desertor y ha de tomar medidas de precaución. Cuando se hace de noche, disimulando, con las manos en los bolsillos, sale de la ciudad por la puerta de la Linterna. Luego viaja en dirección a Niza y Marsella, donde ya no está Mazzini: ahora, su lugar de exilio es Ginebra.
Como Garibaldi lo ignora, regresa a su antiguo cuartel general, que ya conocía. Ha comenzado la época de las aventuras.
Después de diez días de vida errante, alimentándose al azar con lo que puede coger en los campos, Giuseppe llega a su ciudad natal. Durante unas horas se esconde en casa de una tía suya, adonde Rosa va a abrazarle, y luego sigue viaje hacia el Oeste. Pasa el Var por un vado, y se encuentra en territorio francés, al abrigo de la policía. Por lo menos así lo cree, pues cuenta su aventura a los primeros gendarmes de aduanas con quienes se encuentra.
Son franceses y no piamonteses, pero la agitación que reina al otro lado de la frontera ha llevado a las autoridades galas a dictar Unas estrechas consignas de vigilancia. Garibaldi es de* tenido y lo llevan a Draguignan, desde donde preguntan a París lo que han de hacer con el prisionero. De momento, Luia-Felipe quiere mantenerse en una prudente reserva y no contrariar a sus vecinos dando refugio a los conspiradores de diverso pelaje que se reúnen en Francia.
Giuseppe no opone la menor resistencia, convencido de que en ese lado de la frontera no corre peligro. Por otra parte, en el primer piso de la Gendarmería de Draguignan hay una ventana abierta a quince pies de altura, que no atemorizan al emigrado clandestino. Salta, y de nuevo toma, a todo correr, el camino salvador de los campos.
Aquella noche, el evadido pide cama y cubierto en una posada. Animado por la cordial acogida que le dispensan, cuenta por segunda vez su historia. Al oírla, el tabernero oscurece su semblante y anuncia a su huésped que no podrá dejarle salir hasta que la policía no llegue para comprobar lo que ha dicho. Giuseppe es ingenuo, pero también astuto, y le replica:
—¡Bueno, ya tendrá usted tiempo para detenerme! Pero déjeme acabar esta magnífica cena, y le pagaré el doble de lo que vale.
Con la ayuda del vino, la atmósfera se va deshelando. El nizardo se une a un grupo de jóvenes y entona con ellos El Dios de las buenas gentes, una de las canciones más conocidas del poeta Béranger. Y todo termina del mejor modo posible: Garibaldi conquista a su auditorio, y al día siguiente puede marcharse libremente a Marsella.
Llega a los veinte días justos de haber salido de Genova, para enterarse allí, por el periódico II Popolo Sovrano, de que en su país le han condenado a muerte. Decía así la sentencia:
«Génova, 14 de junio de 1834.
»El Consejo de Guerra divisionario, convocado por orden de Su Excelencia el Gobernador,
»En el caso de la Administración Real contra Mutru Edoardo, Canepa Giuseppe, Parodi Enrico, Canale Filippo... Garibaldi Giuseppe María...
»Acusando a los mencionados prevenidos de haber sido los inspiradores de una conspiración urdida en esta ciudad, en Tos meses de enero y febrero últimos, para llevar a la insurrección a las tropas reales y derribar al Gobierno...
»Invocando la ayuda del Señor,
»Pronuncia la condena de los nombrados a pena de muerte infamante y les declara expuestos a la venganza pública como criminales de primera clase.»
El marqués Paulucci firma esa condena de Garibaldi, que sirve para que italianos y franceses lean por primera vez en un periódico el nombre del futuro libertador. La pena de muerte infamante significa ser fusilado por la espalda. Desde luego, aquello inspira a Giuseppe un cierto orgullo; pero también se hace más prudente y, desconfiando de los sentimientos republicanos de Luis-Felipe, rey de Francia, cambia otra vez de nombre.
Garibaldi, ex-Borel, ex-Cleombrote, alias Giuseppe Pane para el gobierno francés, intenta reunirse en Marsella con los mazzinianos. Pero el pensador se había marchado antes de la operación frustrada de Génova, para trasladarse a Chambery, y desde allí a Ginebra. Su célula revolucionaria fue disuelta, y entre los exiliados italianos que continúan en la ciudad corren los peores rumores. Se dice que, si la expedición de Saboya fracasó, es porque su jefe, Ramorino, traicionó en el último instante.
Mazzini, aunque decepcionado, promueve en Suiza un movimiento de base más amplia, que llama «Giovine Europa». Pero también se rumorea que quizás haya emprendido unas conversaciones con el gobierno de París, ofreciendo a Francia, Niza y Saboya, a cambio del apoyo de Luis-Felipe contra los soberanos de la península italiana.
Ante aquellas noticias, Giuseppe se da cuenta de que la discordia no sólo reina en el plano ideológico sino también en el personal. Se siente herido en su amor por la ciudad donde nació, además de inquieto por el futuro: el de su tierra y el suyo propio, pues necesita ganarse la vida. Por eso, después de largos meses de inactividad y de miseria, cuando el capitán Gazzu propone a Garibaldi —alias Pane— el puesto de segundo en su buque L'Union, acepta sin vacilar. De nuevo hace velas hacia el mar Negro, se detiene en Túnez y vuelve a Marsella en 1836, en plena epidemia de cólera. Y entonces se hace enfermero.
Por aquel tiempo surge en el camino de Garibaldi otro capitán: el nantés Beauregard, cuyo brick parte para Río de Janeiro. Y allí, en el Brasil, el revolucionario italiano realizará sus primeras hazañas efectivas.
Permanece durante doce años en el exilio: toda una época rica en aventuras y cargada de experiencias. El Brasil habla proclamado su independencia en 1815. Juan VI, regente de Portugal destronado por Napoleón, se instaló en Río, convirtiendo la vieja colonia en un nuevo Reino. En dos decenios, el país conocería a dos soberanos y se vería sometido a un regente imperial que no daría satisfacción a ninguna de las corrientes políticas, a ninguna de las numerosas capillas de aquella nación, tan nueva como violenta.
La provincia de Río Grande do Sul, situada en el centro del territorio, llega al paroxismo del descontento. En septiembre de 1836, sus habitantes se dan un Presidente de la República y echan al Gobernador; pero con ello entablan una larga lucha contra el poder central. Y en esas circunstancias llega a Río, Giuseppe Garibaldi.
Allí se encuentra con un compañero de sus primeros viajes, Luigi Rosetti, también exiliado por motivos políticos. Con él está el primero que le habló de Mazzini, Gian Battista Cuneo, el hombre de Taganrog, que ahora se hace llamar, como un personaje del Dante, Farinata degli Ulberti. Junto con ellos hay un grupo de italianos, esperando que llegue la hora del regreso a la patria.
Con esa compañía, la nostalgia de Garibaldi por Europa no se hace tan difícil; está en un país que ya conocía, y le aureola un prestigio que no le desagrada, ni mucho menos: el de conocer a Mazzini y haber intentado la aventura de Génova. El marino, que ahora lleva una larga barba rubia, se convierte en un héroe en destierro provisional. Sin embargo, la inactividad no tarda en pesarle.
Por graves que fueran las decepciones que le causó la falta de organización de «Giovine Italia», Garibaldi vuelve a tomar contacto con Mazzini. Le ofrece nuevamente sus servicios y solicita una «orden de marcha». En una carta le dice: «¡Por el amor de Dios, instrucciones cuanto antes sobre lo que debemos hacer!»
Mientras espera la contestación, él y sus amigos se dedican a confeccionar unas enormes banderas italianas, y hablan da apoderarse de los navíos que, de tarde en tarde, llegan a la península y echan ancla en los puertos del Brasil. Pero Mazzini no contestará. El mensajero de Río fue detenido al llegar a Europa, por unos empleados de la Posta a sueldo de los piamonteses.
Cuneo-Farlnata se impacienta también. «La idea de no poder hacer nada por nuestra causa me llena de tristeza. Me siento harto de vivir una existencia inútil para nuestra patria; estamos destinados a grandes cosas, pero nos encontramos fuera de nuestro elemento.»
Con todo, si no su revolución, hay otra a sus alcances: la de Río Grande do Sul, que les pide ayuda. Figura en ella un italiano que ostenta un papel principal: Livio Zambeccari, secretario de Bento Gañíales, Presidente de la provincia sublevada. Se pone en contacto con sus compatriotas, y en nombre de los rebeldes les pide que tomen parte en la guerra contra el Gobierno central del Brasil.
Ni Garibaldi, ni Fariñata ni Rosetti pueden permanecer indiferentes ante el llamamiento de una débil provincia sublevada contra un Imperio. Y Garibaldi se convierte en corsario. «Con dieciséis hombres y una frágil “ garapera " —embarcación destinada a la pesca de un pez llamado garape—, guerreo contra un Emperador y cuelgo del mástil de mi buque una bandera de emancipación: la bandera republicana de Río Grande.»
La campaña de América, pues, se inicia sobre una tartana de veinte toneladas y dotada, por todo armamento, de irnos pocos fusiles: pero que lleva a bordo a unos hombres ricos en buena voluntad. No todos son idealistas, y quizás algunos no sean otra cosa que herederos de los «Hermanos de la costa», como se llamaban los antiguos piratas: pero no siempre es posible escoger los medios.
Las ocasiones de combatir no se hacen esperar. Pocas horas después de levar anclas, la garapera Mazzini se encuentra con la Luisa, una goleta brasileña que transporta café y lleva irnos pocos pasajeros. La tripulación no ofrece resistencia; Garibaldi liberta a loa marineros de raza negra, desembarca a los otros en una isla, y vuelve a partir a la ventura en el buque capturado, que es más sólido y más grande que el suyo. Lo bautiza con el nombre de Farropilba: una palabra que deriva de «farappo» —golfo, picaro—, apodo despectivo que el poder imperial da a los revolucionarios.
Poniendo rumbo hada el Sur, los piratas —a los que se han unido algunos negros libertados— tocan después en Macdonaldo, un pequeño puerto del Uruguay y la ciudad más meridional del país. Kosetti intenta vender el botín cogido en la goleta, pero las autoridades locales se alertan. El general Oribe, Presidente de la República uruguaya, no quiere cuestiones con los brasileños e intima a la Farropilha a que abandone su territorio.
Entonces ponen proa al Río de la Plata, sin esperar a Rosetti, que se encontrará solo en tierra. El buque no tarda en verse en dificultades hasta que, pocos días después, embarranca en unos arrecifes. Garibaldi y uno de sus marineros se dirigen a tierra en busca de víveres y de un buen carpintero que repare las averías. No encuentran otra cosa que una «estancia», cuya graciosa patrona les ofrece mate —una infusión local que sustituye tanto al té como al café— y les facilita unos cuartos de carne.
El nizardo conservará de aquella aventura un recuerdo emocionado: «Me hubiera pasado la noche entera escuchándola, sin acordarme de mis compañeros que esperaban su comida...» El libertador no era insensible a los encantos femeninos..., pero el marido de la patrona regresó al hogar, interrumpiendo lo que pudo haber sido un idilio.
Al día siguiente, dos buques aparecen en el horizonte: dos fragatas uruguayas que intiman a los garibaldinos a que se rindan. Sin duda Oribe accedió a las presiones de Río de Janeiro, que no quiere oír hablar más de aquella tripulación de italianos. Porque los periódicos brasileños ya contaban sus hazañas, exagerando su importancia.
Mosquetes contra cañones, la batalla dura poco. Entre los de la Farropilha, dos tripulantes mueren y siete resultan heridos: entre ellos está Garibaldi, que fue alcanzado en el cuello y en el brazo izquierdo. Lo que resta del buque no vale ni la pena de cogerlo. Pero su capitán sí, y más tarde es internado en Gualeguay, en la provincia de Entrerríos, a un extremo del Río de La Plata.
A partir de agosto de 1837, y después de curado, Giuseppe Garibaldi es puesto bajo la vigilancia del general Echagüe, Gobernador de la provincia. Teniéndolo allí, uruguayos y argentinos le apartan de la vida política sin darse grandes trabajos, y apaciguan la inquietud de sus vecinos los brasileños.
El revolucionario tiene como cárcel toda la ciudad de Gualeguay. Puede circular libremente por ella, pero no le está permitido alejarse. Además de la simpatía del Gobernador, Giuseppe ha conquistado la estimación de la pequeña sociedad local. Pasa días apacibles, leyendo, escribiendo poemas, aprendiendo a capturar caballos salvajes y a montarlos, iniciándose en las costumbres de los argentinos. Poco a poco, Garibaldi va tomando las maneras de gaucho que más tarde tanto asombrarán a sus compatriotas.
Pero llega un día en que el Gobernador Echagüe deja su puesto, y es sustituido por don Mella. Este lleva intenciones muy distintas: pretende trasladar al prisionero a la capital, para que comparezca ante la justicia como culpable de actos de piratería. Garibaldi se escapa, ayudado por un amigo inglés que le facilita un guía llamado Pérez. Recorren a caballo cincuenta y cuatro millas de pampa. Al amanecer, los dos hombres llegan a la vista de Ibicuy, en la orilla del río, donde el italiano confía en encontrar pasaje para Montevideo.
Sorpresa: Pérez le había traicionado, y el largo viaje no sirvió de nada. Vuelven a prender a Garibaldi y lo llevan nuevamente a Gualeguay, donde es torturado por mandato de don Mella, que quiere hacerle confesar los nombres de los amigos que le habían ayudado, y los de sus cómplices en el resto del país.
Por fortuna, cuando lleva dos meses de prisión, Echagüe regresa a la ciudad para saber qué trato recibe el revolucionario a quien tanto estima, y consigue su libertad. En Bajada, a orillas del río Paraná, Garibaldi embarca a bordo de un bergantín italiano y, descendiendo el río, llega a Montevideo.
Ya en la capital uruguaya, y por medio de discretas gestiones, Garibaldi reanuda el contacto con los emigrados italianos. Se encuentra, lleno de gozo, con uno de los fugitivos del Farropilha: Carniglia. Con él están Rosetti —que no había salido de Uruguay— y Cuneo, que se ha convertido en el jefe espiritual del movimiento republicano.
Un mes más tarde, el nizardo vuelve al servicio. Un largo viaje a caballo, con algunos compañeros, le lleva a Piratinin, en el Sur del país, que provisionalmente es capital de los rebeldes de Río Grande; su Presidente, Gonçales, se instaló allí después de perder Porto Alegre. Nombra al capitán italiano Comandante en Jefe de sus fuerzas navales, lo que es demasiado decir, pues la escuadra revolucionaria sólo cuenta con dos sloops de veinte toneladas: el Republicano y el Río Pardo, armados sólo con un par de cañones de bronce.
Los setenta marineros —o piratas— que componen las tripulaciones, salen de la laguna de los Dos Patos, donde tienen su base las embarcaciones, para navegar y asaltar a las poderosas fragatas que atraviesan el Océano. Operan de noche, por sorpresa, y atacan uno tras otro a buques mucho más fuertes que los suyos. Cuando están en tierra, se dedican a saquear lo mismo tabernuchos que cuarteles.
En el otoño de 1838 hacen una presa afortunada, una fragata cargada de ropas que proporciona a los hombres con qué vestirse. Días después, Garibaldi consigue escapar de una emboscada, defendiéndose como un hermoso diablo y haciendo huir, sólo con doce compañeros, a más de cien soldados regulares encargados de capturarle. Para muchos, su capitán es invencible.
Sin embargo, las horas de alegría alternan con los momentos difíciles. Poco a poco, la flotilla de Río Grande va creciendo, y ya ocupa un primer puesto en la atención de las provincias. A veces la epopeya adquiere dimensiones de leyenda. En cierta ocasión, como han de combatir en el Norte y para acortar camino —pues la laguna de los Dos Patos está muy al Sur—, Garibaldi carga sus buques sobre unos enormes carros que serán arrastrados por cien bueyes.
Después de recorrer así cincuenta y seis kilómetros, ya a flote y dispuestos para adentrarse en el mar, los buques son sorprendidos por una violenta tempestad en aguas de Santa Catarina, que diezma las tripulaciones. Garibaldi es el único italiano superviviente. A pesar de todo, vuelve a la pelea con los uruguayos, y días más tarde derrota a la guarnición imperial de la capital de la provincia. Luego sigue navegando, y pasa los meses y los años entre continuas aventuras.
Llega un momento en que el jefe se resiente de su soledad. Le aburre ver aquella monótona sucesión de episodios, todos iguales en su locura; encontrarse en continua lucha contra fuerzas superiores en número. Afortunadamente, en 1839, Anita Riberas hace su entrada en la vida de Garibaldi. Es brasileña y está casada o prometida —nunca se sabrá con certeza— cuando la encontró el nizardo.
Giuseppe, que en sus Memorias tiende a embellecer ciertos episodios de su historia, afirma que, al verla, se le acercó y, extasiado ante su belleza, le dijo: «¡Virgen, has de ser mía!»
Lo esencial es que Anita sucumbió ante él y que, a partir de entonces, le acompañó por donde quiso llevarla. Completa— mente libre al principio, su enlace se confirmó en debida forma tres años más tarde, en 1842; lo celebró el cura de la iglesia de San Francisco de Asís, en Montevideo.
En 1840, la guerrilla comienza a ir por mal camino. La flota imperial brasileña y las tropas regulares atacan a los rebeldes en Santa Catarina. Para evitar que caiga en poder de las fuerzas leales lo poco que les quedaba, los revolucionarios incendian la flota garibaldina y queman las reservas de víveres. Así comienzan unas largas semanas de continua retirada, a través de un océano de árboles y a fuerza de marchas nocturnas.
Anita, que está encinta, sigue con gran ánimo la epopeya de su marido. Más tarde, ya reagrupados, los republicanos se apoderan de la capital de la provincia, Porto Alegre, pero no la conservan más que una noche. Ha llegado la hora de recobrar fuerzas, y en el transcurso de unos meses cuarenta compañeros se retiran a una estancia de San Simón. El 16 de septiembre de 1840, Anita trae al mundo su primer hijo. Giuseppe le da el nombre de Menotti, en recuerdo del patriota de Módena que el duque Fernando colgó hace veinte años.
Doce días después del nacimiento del niño, vuelven a emprender la marcha errante: las tropas regulares han descubierto el escondite de Garibaldi, que se ve obligado a dirigirse hacia el Sur. Es entonces cuando una mirada al pasado le convence de que debe suspender el combate:
«Seis años de una vida de inestabilidad y de aventuras —desde 1836 hasta 1842— no me asustaron cuando estaba solo. Pero el tener una familia, el estar tan lejos de mis viejos amigos y de mis padres, de quienes nada sé, me inspiran el deseo de trasladarme a un lugar donde pueda saber algo de los míos, cuyo cariño echo de menos, aunque haya podido olvidarlos en algún momento. ¡Por otra parte, está Italia!... Y la necesidad de mejorar las condiciones de vida de mí querida esposa y del niño. Por todo ello, me decido a pasar en Montevideo por lo menos una temporada, y pido permiso al Presidente para hacerlo, y también para reunir algunos bueyes con que subvenir a mis necesidades.»
Gonçales comprende muy bien las intenciones de su capitán, pues la causa de la República, de momento, parece sin remedio en Río Grande. Los hombres se han desbandado, no hay flota ni armas ni municiones. Garibaldi continúa firme pero está casi solo; el fiel Rosetti acaba de encontrar la muerte en uno de los últimos combates.
Giuseppe y Anita reúnen novecientas cabezas de ganado bovino y emprenden la marcha. Pero las sucesivas sustracciones realizadas por los gauchos de la escolta, unidas a las pérdidas al pasar el río Negro que está en crecida, reducen el rebaño en sus dos tercios. Cuando llegan a Montevideo, sólo quedan trescientos animales.
Por fortuna el gobierno uruguayo no se opone a que Garibaldi se establezca. El dictador Oribe ya no está en el poder y el «condottiere» italiano, que ahora tiene treinta y cinco años, se ve libre por una temporada de toda persecución. Giuseppe se encuentra en la capital con el eterno Cuneo —que acaba de fundar el periódico L´Italiano—, y traba conocimiento con los componentes de una especie de célula revolucionaria: Anzani, Castellini, Risso, los Antonioni... Mantienen correspondencia con Mazzini, el europeo, y esperan que venga, desde el otro lado del Atlántico, la chispa, la «orden de marcha», como decía Garibaldi, que señale el renacer revolucionario italiano.
Pero los días de paz en el Uruguay no serán muchos. Después de un año tranquilo y sin historia, el exdictador Oribe, apoyado por Rosas, que ocupa el poder en la Argentina, pone sitio a Montevideo. La ciudad cuenta entonces con treinta mil habitantes; más de la mitad son refugiados extranjeros y, por lo tanto, ajenos a las luchas locales; sin embargo, hay que defender la capital contra el asalto de la dictadura: Oribe y sus acólitos argentinos están a punto de tomar Montevideo y llaman a Garibaldi para que la defienda.
El nizardo toma el mando de la única unidad de asalto, una flotilla que sólo comprende tres buques. Pronto entrará en acción y en el propio terreno del enemigo; en la Argentina, la oposición republicana ha levantado en armas a un puñado de guerrilleros y se lanzan contra Rosas. Con la intención de abrir un segundo frente, Uruguay se dispone a llevar ayuda a aquellos republicanos que luchan contra su tirano.
Los buques de Garibaldi fuerzan el bloqueo del río Paraná, pero no consiguen triunfar en su empresa. Perseguidos por siete navíos argentinos que Rosas reunió contra ellos, los uruguayos pierden sus embarcaciones: la de Garibaldi se hunde y las otras dos son destruidas por el luego de los cañones enemigos. El capitán y el grueso de sus tropas regresan a Montevideo. Como en aquella época los combates no eran tan regulares como en los campos de batalla de Europa, los dos bandos se consideran vencedores.
No obstante, en el conjunto de los frentes, los republicanos sufren no pocos reveses. A finales de 1842, el sitio de la capital se hace más apremiante. Todas las unidades uruguayas se reagrupan en la ciudad y todas las voluntades se aúnan para ayudarles en su defensa. Los franceses de Montevideo, constituyen una legión, así como los italianos, que toman como estandarte una bandera negra, en la que destaca una ingenua silueta del Vesubio en plena erupción.
Los legionarios suman seiscientos cincuenta hombres y llevan camisa roja. Ese uniforme, que se hará legendario, fue confeccionado así por razones económicas, aprovechando una tela para trajes de matarifes. De ese modo nace el primer núcleo de la Legión Garibaldina que pronto contará con más de mil hombres.
Después de las decepciones sufridas combatiendo en el mar, los italianos se recobran. En marzo de 1843, ponen en huida a los argentinos, en las orillas del Plata y después salvan a los uruguayos de la derrota. Garibaldi, presa de una romántica agitación, se convierte en héroe nacional. En la primavera de 1845, la defensa de la ciudad descansa, sobre todo, en sus hombres: el ejército de Rivera ha perdido una batalla en las llanuras de India Muerta, a las puertas de Montevideo, dejando dos mil prisioneros. Ocho meses de asedio, por parte de los argentinos, no debilitan la resistencia de la capital.
Más tarde, ingleses y franceses intervienen por mar, limpiando el Paraná de los buques argentinos que estaban en el río, bloqueando la entrada en su estuario. Garibaldi remonta las aguas con su legión embarcada en navíos uruguayos, reanima de nuevo la insurrección en Argentina, al otro lado del río, y se apodera de varias poblaciones.
Cuando el enemigo, superior en número, le cerca en Salto de San Antonio, en febrero de 1846, consigue escapar de milagro, atacando de noche con arma blanca. Consigue evacuar a los heridos de su legión, y las noticias de esa campaña en territorio enemigo promueven en Montevideo una explosión de entusiasmo. El Consejo de Estado, para demostrar su gratitud, nombra general a Garibaldi y cita a las víctimas en la orden del día de la nación.
La noticia de sus proezas llega también hasta Europa. Se abre una suscripción para regalar una espada de honor a Garibaldi, mientras Mazzini, que ahora está en Londres, exalta el valor de sus hombres.
Cuando regresa a Montevideo, el nizardo es nombrado Comandante de la plaza. Pero la lucha toca a su fin: la protección de ingleses y franceses asegura la independencia de Uruguay. Los combates que se darán todavía, esporádicamente, son sólo luchas intestinas en las que nada tienen que ver los italianos.
Europa vuelve a ocupar el primer plano en el espíritu de los emigrados. Y todavía más porque se esboza una nueva posibilidad de unificación de Italia. Varias posibilidades, para ser más precisos, pues se diría que establecen competencia; en primer lugar, por parte del Vaticano. Pío IX, cuyo hermano está en destierro político, sucede a Gregorio XVI y su primer gesto consiste en decretar la amnistía en sus Estados.
Más tarde, en Turín, Carlos-Alberto no quiere permanecer al margen y se pone a la cabeza de una cruzada por la unidad: «¡Ah, que hermoso día, el que podamos lanzar el grito de la independencia nacional!»
Por último, Mazzini, que aún seguía en el destierro, pasa la frontera sin impedimento alguno.
Estando a seis mil kilómetros de distancia, hechos como esos han de asombrar forzosamente... Como sea, Garibaldi y Anzani están dispuestos a poner fin a su exilio en tierra sudamericana. El nizardo envía a Anita a Europa como exploradora, cargada con sus tres hijos: Menotti, Teresita y Ricciotti, mientras él recoge los fondos suficientes para comprar un buque en que transportar a los legionarios.
El Nuncio apostólico se presta a transmitir al Papa una carta, cuyo contenido es mantenido, entonces, en secreto. En la primavera de 1848, la Speranza leva anclas con sesenta y tres garibaldinos a bordo, más dos cañones y ochocientos fusiles, regalo del gobierno uruguayo. El Nuevo Mundo se queda sin su héroe. En 1836 había acogido a un proscrito, a un marino desconocido; ahora devuelve a Italia un conductor de hombres, cuyas cualidades militares son reconocidas más allá de las fronteras de los países en donde se ha distinguido. Los sudamericanos pueden dar testimonio de su valentía y de su desinterés.
Pero aquel hombre continúa siendo ingenuo, imaginativo y poco enterado de la política actual de su país. Acaba de pasar la mitad de su vida guerreando y navegando como un solitario, con plena independencia. En lo sucesivo, pues así es Europa, tendrá que contar con el juego de diversas influencias y con enconadas rivalidades.
¿Llegarán los legionarios de Garibaldi con tiempo suficiente para combatir?
Después de un viaje de sesenta días, animado al principio por un incendio y luego entristecido por el empeoramiento del estado de Anzani, comido de tuberculosis, al llegar a aguas de Gibraltar los hombres de la Sper atiza conversan con los tripulantes de un mercante italiano, que les dan las últimas noticias de su país.
En Sicilia se ha instalado un Gobierno popular; Milán se sublevó contra los austríacos; Italia entera está trastornada por el ideal revolucionario. Una alegría delirante se desborda en el barco, que atraca en Niza el 25 de junio de ese mismo año 1848, a las once de la mañana.
Ya esperaban a Garibaldi. Su padre murió mientras Giuseppe luchaba en América, pero mamá Rosa está en el puerto, llena de orgullo por recibir a un hijo que se ha hecho famoso. Anita y sus tres hijos también esperan al hombre que Niza acoge como a un héroe. Discursos y fiestas se suceden a lo largo de una semana.
L'Echo des Alpes Maritimes, en su crónica política, inserta el 26 de junio la noticia de un banquete que la ciudad ofreció al general el día anterior. «Ante doscientos comensales —comenta el periódico—, Garibaldi ha tomado la palabra, en francés, con cierta facilidad, aunque no habló otro idioma que el español durante quince años.»
Para el nizardo, aquella es una ocasión oportuna.y la aprovecha haciendo un primer balance de su vida política y anticipando lo que va a intentar por Italia.
«¡Todos sabéis que nunca fui partidario del Rey! Pero era porque entonces los príncipes causaban la desgracia de Italia.
Ahora que Carlos-Alberto se ha convertido en el defensor de la causa popular, creo que debo ofrecerle mi cooperación y la de mis compañeros. El Rey de Cerdeña es hoy el regenerador de nuestra península y puede contar con nuestra sangre... Cuando la libertad italiana esté garantizada y su suelo liberado de la presencia del enemigo, nunca olvidaré que soy hijo de Niza y siempre estaré dispuesto a defender sus intereses.»
A unos compatriotas que le dicen que Italia no se hará «da se», por sí misma —como acaba de afirmar Carlos-Alberto—, sino sólo con la ayuda de Francia, Garibaldi replica violentamente: «¡Si los hombres tienen miedo, reuniré a las mujeres italianas; ellas bastarán para echar a los austríacos!» Y a los nizardos, que, en número de sesenta y siete, se enrolan en su legión, no les oculta la dureza de la existencia que les espera:
«No creáis —les dice—, que os llevo a una fiesta. Por el contrario, pasaréis hambre y sed y dormiréis en el duro suelo. ¡Pero nunca retrocederemos! ¡Mi legión nunca retrocede!»
Así, pues, sin esperar a más, Garibaldi tomó la decisión de sostener a la monarquía piamontesa. Algunos viejos compañeros se lo reprochan y, una semana más tarde, les contestará, en Génova: «Ya es hora de ser realista.» Para comprender las corrientes que entonces se van destacando, hay que tener en cuenta el espíritu y la situación de Europa en 1848, el año que será para el poeta, el de la primavera de los pueblos.
La ola revolucionaria se extiende por todas partes. Luis-Felipe, en dieciocho años de reinado, ha conocido numerosas tentativas de insurrección: la democrática de 1832, la popular de Lyón, en 1834, la dirigida por Blanqui y Barbés, en 1839 y la de Luis Bonaparte, en 1840... Esta revolución de 1848 es La buena; la Segunda República nace de las jornadas de febrero, aunque en junio la rebelión obrera la lanza hacia el conservadurismo.
En Viena, Metternich, siempre opuesto a los movimientos liberales, se ve obligado a abandonar el poder, y el Ejército austríaco es movilizado inmediatamente. En Berlín, la revolución del 18 de marzo obliga a adoptar una Constitución. En Italia, Carlos-Alberto promulga en el mismo mes el estatuto político que prometió a comienzos de año. El 14 de marzo, Pío IX concede una Constitución a sus Estados. El veintidós, Venecia, entonces bajo el dominio de Viena, estalla de júbilo al conocer la caída de Metternich; son libertados los jefes revolucionarios, Manin y Tommasea, y la ciudad se proclama República libre.
En Sicilia, la rebelión popular lleva a la independencia de la isla y al ocaso de los Borbones. Fernando II, para evitar que se extienda el movimiento y salvar, cuando menos, una de las «Dos Sicilias» de su reino, proclama en Nápoles una Constitución que garantiza las libertades fundamentales.
Mientras, Milán se llena de barricadas: durante cinco días se convierte en el escenario de una sangrienta lucha contra las tropas del mariscal Radetzky. El veinte, los austríacos proponen un armisticio que es rechazado por los líderes revolucionarios, Cattaneo y Martini: «¡Nada de armisticios! ¡Fuera los austríacos!» Cuarenta y ocho horas más tarde, el objetivo principal queda alcanzado: el Gobierno extranjero es sustituido por una Junta Provisional que preside Gabrio Casa ti.
Al conocer la noticia, una muchedumbre se congrega bajo los balcones del Palacio Real de Turín, reclamando del soberano piamontés una solución militar contra el extranjero. A medianoche, se abre una de las puertas del balcón de la sala de armas y en ella aparece Carlos-Alberto. A su lado está Enrico Martini, que llegó desde Milán para pedirle ayuda.
El Rey no dice una palabra: coge la bandera tricolor de Martini y la ondea ante la multitud delirante. Al día siguiente, el Piamonte declara la guerra a Austria y lanza una proclama pidiendo el levantamiento de los pueblos del norte de Italia.
El Ejército piamontés entra en liza, en los primeros días de abril, y va de victoria en victoria: Goito, Valeggio, Pastrengo, son los nombres que jalonan la retirada de los austríacos.
Para secundar a los piamonteses, salen voluntarios de Tos— cana, de los Estados Pontificios y de Nápoles, mandados respectivamente por los generales Laugier, Durando y Pepe.
¿Se trata de una guerra federal o de la vieja idea revolucionaria? ¿Quieren Monarquía o República? ¿Qué Italia va a salir de ese crisol? Estando todavía al otro lado del Atlántico, Garibaldi se plantea más de una vez esas cuestiones, aunque sin perder nunca de vista la construcción de su patria.
Cuando Pío IX sucedió a Gregorio XVI, levantando el entusiasmo popular con sus primeros actos de liberalización, nació en Roma un partido llamado de los «Güelfos», un nombre que recordaba las luchas de tiempos pasados entre gibelinos y partidarios del Papa. Gioberti, su animador junto con Balbo d’Azeglio, hizo suya la tesis de Mazzini: «Una Italia encargada de una misión civilizadora sólo puede cumplirla estando unida»; pero añadiéndole el prestigio del poder mejor establecido entonces en la península: el Papado.
Gioberti propuso la creación de una Italia federal, colocada bajo la tutela espiritual del Papa. A su entender, era una solución moderada que tenía la ventaja de acabar con las querellas entre nacionalistas y defensores del poder temporal del Papa. Esa tesis, expuesta en 1843, aúna también las diversas energías y tranquiliza a la opinión que, en su mayoría, es católica.
A Garibaldi, siempre poco inclinado a la indulgencia cuando se trata del Vaticano, le llegaron esos ecos estando en América y se preguntó si no sería ese el buen camino. Por eso, mientras Mazzini callaba, el nizardo, desde Montevideo, escribió su carta a Pío IX. Esa misiva —que se quedó sin respuesta porque el Papa no podía comprometerse—, añade un rasgo más al retrato del hombre de buena voluntad que era el nizardo. En 1847, Garibaldi se había dirigido al «muy ilustre y respetable señor» Pío IX, diciéndole:
«En cuanto nos llegaron las primeras noticias de la exaltación del Soberano Pontífice Pío IX, y de la amnistía concedida a los pobres proscritos, seguimos con interés y atención crecientes, los pasos que el jefe supremo de la Iglesia daba, en el camino de la gloria y de la libertad. Los elogios suscitados, cuyo eco llega hasta nosotros, al otro lado de los mares; la emoción con que Italia acoge la convocatoria de elecciones a diputados y con que aplaude las sabias concesiones hechas en materia de imprenta; la institución de la guerra cívica, el impulso dado a la instrucción popular y a la industria, sin contar tantas otras medidas encaminadas a la mejora y el bienestar de las clases pobres y a la formación de una administración nueva; todo, en suma, nos ha convencido de que acababa de surgir del seno de nuestra patria el hombre que, comprendiendo las necesidades de su siglo y siguiendo los preceptos de nuestra augusta religión, siempre nuevos y siempre inmortales, y sin hacer cesión de su autoridad, había sabido doblegarse a la exigencia de los tiempos.
»Y nosotros, aunque esos progresos no influyeran en nuestra suerte los hemos seguido desde lejos y hemos acompañado con nuestro aplauso el concierto universal de Italia entera y de toda la cristiandad. Pero cuando, hace unos días, hemos sabido el sacrílego atentado con el que una facción, fomentada y sostenida por el extranjero —que todavía no se ha cansado, después de tanto tiempo, de desgarrar a nuestra pobre patria—, se proponía derribar el orden de cosas hoy existente, nos ha parecido que la admiración y el entusiasmo por el Soberano Pontífice, es un tributo demasiado débil y que nos obliga un mayor deber...
»Siendo así, nos tendríamos por muy dichosos si podemos ayudar a la obra redentora de Pío IX. Tanto yo como mis compañeros, en nombre de quienes os dirijo la palabra, no creeremos pagarla demasiado cara con toda nuestra sangre.»
Pero el Papa no es hombre que «se doblegue a la exigencia de los tiempos». Si se decide por las reformas, es sólo por el apoyo popular que le valen las tesis de Gioberti. Ciertamente, su nombre se ha convertido en una especie de bandera de la Libertad y de la Unidad Italiana; pero eso es algo que no puede durar.
El 29 de abril de 1848, Pío IX decepciona a los italianos, al decir ante el Consistorio:
«Algunos desean que, poniéndonos al lado de los demás pueblos y príncipes de Italia, emprendamos la guerra contra los germanos. Nos, estimamos que nuestro deber de hoy consiste en decir claramente y sin dejar lugar a duda alguna, que esa actitud está muy lejos de nuestros pensamientos... Nos, no podemos abstenernos de rechazar los engañadores consejos, dados a través de periódicos y de escritos diversos, por quienes quisieran hacer del Pontífice romano el presidente de una cierta república nueva que constituirían todos los pueblos de Italia.»
Había desaparecido todo equívoco. La alocución de Pío IX tiene un amplísimo y rápido eco en la opinión. Un solo día basta para destruir el prestigio que iba unido al nombre del Papa; para que, entre el pueblo, la frialdad sustituya al entusiasmo; para que, en las chozas del campo y en las casas humildes, se descuelgue de la pared el retrato de Pío IX.
Con aquel discurso queda planteada de nuevo, aunque indirectamente, la cuestión romana: piedra angular de la unidad de la península, puesto que sigue subsistiendo la disparidad entre los poderes temporal y espiritual. Oyendo las palabras de Pío IX se comprende porqué Garibaldi no recibió respuesta cuando le ofrecía sus servicios. Y se comprueba que Mazzini, cualesquiera que fuesen sus fracasos, Mazzini el republicano, veía con más claridad que los Güelfos. «Una Italia federal —había dicho—, sería una impotente perpetua.» Además, religiosa, papista, nunca lo será.
Sin embargo, Cavour, gran regente del Reino de Cerdeña, ya en el año anterior llamó la atención sobre un hecho curioso: el partido mazziniano no tenía grandes simpatías entre las masas. De todos modos, Giuseppe Mazzini había aprendido en el exilio a tener paciencia, y ahora ha de soportar la actitud de los príncipes reinantes. No tiene la menor confianza en ellos, pero piensa que el camino de la unidad italiana puede pasar por los tronos...
Entonces, Mazzini se declara dispuesto a olvidar, durante algún tiempo, sus principios republicanos, y a aceptar la unidad de acción con el Rey del Piamonte, que poco antes fusilaba a sus compañeros. También Manin, en Venecia, saboteará la República para seguir el mismo camino.
No es de asombrar, pues, que Garibaldi pronuncie en Génova un segundo discurso realista, que inmediatamente es aprobado por Vitalia del Popolo, el periódico de Mazzini.
«El peligro más grave que nos amenaza consiste en que la guerra se prolongue y no termine en este mismo año. Hemos de hacer todos los esfuerzos posibles para que los austríacos sean echados rápidamente del suelo italiano, y no lo conseguiremos de no permanecer estrechamente unidos. Olvidemos los sistemas políticos; no entablemos discusiones sobre la forma de gobierno; no nos dividamos en partidos. La más importante, la única cuestión del momento, es la expulsión del extranjero...
»Yo he sido republicano —continuó diciendo Garibaldi—, pero cuando supe que Carlos-Alberto se había convertido en el campeón de Italia, juré obedecerle. Así, que Carlos-Alberto sea nuestro jefe, nuestro símbolo. ¡Que los esfuerzos de los italianos se concentren en él!»
El discurso fue interrumpido por grandes aplausos, y su doctrina tomada como norma de acción por todos los patriotas. ¡Había que construir Italia, construirla con lo que fuese, y ahora!
Una semana después, Garibaldi se dirige al Cuartel General de Roverbella, donde le espera el Rey. La entrevista entre el soberano y el revolucionario a quien hizo condenar a muerte quince años antes, es menos que cordial. Carlos-Alberto es un hombre de carácter vacilante, meticuloso, desconfiado. Garibaldi es todo lo contrario, y más tarde escribirá sobre aquella entrevista:
«Vi al Rey, comprendía la desconfianza con que me acogía, y deploré que el destino de nuestra pobre patria estuviera en las manos inciertas y débiles de aquel hombre.»
Para el Rey, el nizardo no es otra cosa que «ése que ha venido de Montevideo», y hará que su oferta de servicios sea examinada sin prisas y estimando con poca simpatía su integración en el Ejército regular. Como consecuencia, Carlos-Alberto pregunta a su ministro de la Guerra si se puede utilizar a Garibaldi como corsario con base en Venecia.
Cuando más tarde ese ministro, Ricci, le hace el ofrecimiento, el nizardo se va, decepcionado y sin ánimos. Y ya está pensando en salir del continente y marcharse a Sicilia, donde gobiernan los republicanos, cuando le llaman desde Milán. El Gobierno Provisional de Lombardía acoge a la Legión y nombra a su jefe General de Brigada. El 14 de julio de 1848, Garibaldi se dirige a los milaneses para agradecerles que le hayan adoptado.
Por entonces llegan a la capital lombarda los restos mortales de Anzani, fallecido en Génova a principios de mes. Se ha extinguido en paz, persuadido de que su patria está en el camino de la independencia. «Garibaldi es un predestinado —había dicho—. El porvenir de Italia está en sus manos.»
Mazzini también se traslada a Milán para saludar los restos del gran soldado italiano que van a enterrar. Los dos Giuseppe se encuentran por segunda vez en su vida. Pero, desde los tiempos de Marsella, sus papeles se han cambiado: si Mazzini continúa siendo el teórico de la revolución, Garibaldi es entonces el héroe. En el cuartel de San Francesco, Puesto de Mando de los garibaldinos, el maestro de la revolución pide al nuevo general que le conceda el puesto de abanderado en alguna unidad de voluntarios.
Italia necesita de todas las energías, y por lo tanto de los mil quinientos enrolados que se muerden los puños esperando la ocasión de combatir. Pero también en Milán hay militares tradicionalistas que estiman muy poco a los «Camisas rojas». Sobrero, ministro de la Guerra, no considera a Garibaldi sino como «un soldadote».
Sin embargo, son hombres de acción, precisamente, los que hacen falta en aquellos momentos; porque, cinco meses después del comienzo de las operaciones, las tropas austriacas de Radetzky comienzan a cobrar ventaja. En Custozza rompen las filas piamontesas y emprenden la marcha sobre Milán. Por fin, el ministro Sobrero encarga a Garibaldi una misión: la defensa de Bérgamo. Pero los piamonteses ya no pueden defenderse: Carlos-Alberto no supo romper el flanco austriaco cuando estaba en posición dominante, y ahora paga las consecuencias. Radetzky ha recibido refuerzos, y abre en las líneas italianas unas brechas que ya no se cerrarán.
El 4 de agosto, el rey pide un armisticio. Garibaldi, que en Bérgamo ha elevado sus efectivos hasta tres mil setecientos sesenta hombres, no quiere admitir la derrota. A su modo lírico, lanza una proclama acusadora contra el monarca Carlos— Alberto:
«Si el Rey de Cerdeña tiene una corona que conservar a fuerza de cesiones y de cobardías, mis compañeros y yo no queremos seguir viviendo entre vejaciones. Antes de llegar al supremo sacrificio, no podemos abandonar la suerte de nuestra sagrada tierra a la burla de quienes la oprimen y explotan. Iremos a la tierra que nos pertenece; más no para observar, indiferentes, las transacciones de los traidores ni las depredaciones de los extranjeros: sino para dar a nuestra infeliz y desgraciada patria nuestro último aliento. ¡Combatamos sin tregua y como leones en esta guerra santa, la guerra de la independencia italiana!»
Las palabras de Garibaldi, ¿son seguidas por los actos? En realidad, casi todo el mundo emprende la huida, y una parte de la Legión no escapa de la regla: de los tres mil setecientos voluntarios, sólo queda un millar cuando su general emprende el camino hacia Como. Pero aunque sean mil, los legionarios continúan la lucha. «La guerra del Rey ha terminado. Comienza la guerra de la patria.»
El día diez, la Legión entra en el Tesino. El quince, Garibaldi riñe el primer combate en tierra italiana: en el valle de Travaglia, los austríacos dejan sobre el terreno cien bajas, entre muertos, heridos y prisioneros. Radetzky teme que ese puñado de «diablos rojos» reavive la guerra, y lanza a todo el Segundo Cuerpo de Ejército en busca de la Legión: diecisiete mil levitas blancas contra mil garibaldinos. Esas cifras dan idea de la magnitud de la tarea que afronta la única tropa combatiente del Norte, junto con la guarnición que se atrincheró en Venecia.
El veintiséis, después de una semana llena de dificultades, la Legión se ve envuelta en una tenaza, en el pueblo de Morazzone. La artillería austríaca entra en acción y destruye, sin precisión alguna, unos cuantos edificios. La noche llega oportunamente para facilitar el salvamento de los legionarios. Sin haber sufrido derrota alguna, Garibaldi conduce a sus hombres hasta el lago de Lugano, dejando despistadas a las tropas austríacas, que cercan una región habitada solamente por pacíficos campesinos.
Su jefe, el mariscal D'Aspre, se da cuenta del ridículo en que han incurrido sus fuerzas, mostrándose incapaces de acorralar a un puñado de hombres, aun con efectivos superiores en más de quince veces. Pasado el tiempo, rendirá homenaje al nizardo diciendo: «Italianos, habéis desconocido a Garibaldi, el hombre que pudo seros más útil en 1848, cuando vuestra guerra de independencia...»
Por fortuna, si la campaña de Lombardía ha terminado, la batalla por Italia sólo ha sufrido un aplazamiento.
Enfermo, sufriendo de malaria, Garibaldi se ha refugiado en Suiza. Mazzíni le había precedido, y entonces nadie sabe con certeza si la huida del teórico gustó al general. Sólo mucho más tarde, el nizardo le reprochará que favoreciese las deserciones y diera un mal ejemplo pasándose a territorio neutral.
En realidad, en los momentos difíciles ninguno de los jefes de los cuerpos francos respondieron a la llamada del jefe. No lo, hicieron Durando y sus voluntarios romanos, ni Manara y sus «bersaglieri» lombardos, ni Griffini, ni Dándolo. Ahora, Mazzini entra en un nuevo período de reflexión. Y Garibaldi va a buscar descanso en Niza, donde le espera la familia. Su convalecencia es más del alma que del cuerpo; por otra parte, no dura más de quince días.
El general acaba de enterarse de que, en Génova, se está formando un «Círculo italiano», que intenta reemprender la lucha. Son sus animadores Mameli y Bixio; y Mazzini, que continúa en Suiza, es su inspirador. De pronto, en la mañana del 26 de septiembre, el nizardo parte para Génova, «donde más claro se percibe el rumor y el dolor del pueblo por la humillación de la Patria». A todo lo largo de la Riviera, la noticia de su paso reúne a verdaderas multitudes: si el gobierno piamontés desconfía de Garibaldi, el pueblo tiene confianza en él.
El 18 de octubre lanza en la capital ligur una proclama dirigida a los italianos: «¡Quien quiere vencer, vence!» Esta vez no ataca directamente a los austríacos; sólo incita a que se preparen nuevos levantamientos. Los sicilianos son los primeros en atenderle, y solicitan del general que vaya a Palermo y organice el ejército republicano. Ya que el Norte no combate, bueno será consolidar la República en el Sur. «Salgo inmediatamente para Palermo», escribe Garibaldi a Mazzini el 24 de octubre.
Con setenta y dos legionarios, entre veteranos y novatos, embarca en un vapor francés, el Pharamond. Pero el viaje resultará más corto de lo previsto: dos días después echan el ancla en Liorna, que está en plena efervescencia. Los patriotas toscanos ofrecen a Garibaldi el mando de su pequeño ejército, y él acepta: ya irá a Sicilia más tarde. Mientras, organizará una columna, con la intención de marchar hacia Bolonia y Rávena, con vistas a una empresa veneciana; porque en la ciudad de los Dogos, los revolucionarios siguen resistiendo a los austríacos y hay que ayudarles.
Cuando está ocupado en la leva de voluntarios, Garibaldi se entera de que en Roma los acontecimientos se suceden muy rápidamente. El 15 de noviembre, después del asesinato del ministro reaccionario Rossi —un hombre hechura del Papa—, Pío IX pierde su anterior confianza y huye del Quirinal. Disfrazado como simple sacerdote, llega a Gaeta —una plaza fuerte próxima a Nápoles—, viajando en la calesa del conde de Spaur, embajador de Baviera.
Inesperadamente, Roma ha quedado libre del obstáculo que se oponía a hacer de ella, en momento oportuno, la capital de Italia: la presencia del jefe de la Iglesia. Las noticias dicen que acaba de constituirse un Gobierno provisional, y que ahora necesitan un ejército. Garibaldi y sus hombres emprenden el camino de Roma, donde son objeto de un triunfal recibimiento. Sicilianos, toscanos y venecianos tendrán que esperar turno detrás de la capital.
Sin embargo, también los hombres que mandan en Roma miran con recelo la llegada del gran revolucionario. En la ciudad del Papa, la camisa roja está mal vista por el clero, que la califica de uniforme del diablo y tiene a quienes la llevan por culpables de los peores desórdenes. Las gentes de la Iglesia dan a los garibaldinos una fama de la que han de defenderse observando la más estricta disciplina.
Pero Garibaldi sigue siendo muy popular: montado en el caballo blanco que tanto estima, tocado con sombrero calabrés y con su poncho blanco de lana tosca sobre el escarlata de la camisa, tiene todo el aspecto de un «condottiere» escapado de las estampas de un libro.
Todo ello le convierte en un personaje molesto, cuya presencia no agrada a los políticos. Así, le encargan de misiones fuera de la capital. En Macerata, una pequeña ciudad en la costa del Adriático adonde envían a Garibaldi como jefe de la guarnición, los vecinos harán de él su diputado. De ese modo, si los envidiosos de la Junta alejaron a una figura de leyenda que encontraban incómoda, ahora tienen a un jefe de guerra aureolado con un cargo político.
Después de pasar el invierno patrullando por los Apeninos, Garibaldi ocupa un escaño en la Asamblea Nacional de Roma, el 5 de febrero de 1849. Apenas pronunciado el discurso de apertura, se oye una voz atronadora que grita: «¡Basta de par labras: actos!» Y sin otro preámbulo, el general pide a la Constituyente que «proclame sin más tardanza la República, único gobierno digno de Roma, porque el pueblo quiere saber bajo qué régimen va a vivir». En efecto, el Gobierno provisional del Estado Pontificio aún no había decidido nada al respecto.
Tres días más tarde se discute la propuesta de Garibaldi. Sin descanso, durante catorce horas, los diputados tratan de los derechos y de la forma de gobierno. Al nizardo comenzaba a parecerle demasiado el tiempo empleado en palabras cuando, el 9 de febrero, a las dos de la mañana, ciento veinte de los ciento cuarenta y dos diputados aprueban un decreto por el que el Papa queda desposeído de su poder temporal, y proclaman la República, «que mantendrá con el resto de Italia las relaciones que exige su común nacionalidad».
Poco más tarde, el Piamonte tiene un arranque de energía: Carie»-Alberto, encontrando demasiado duras las condiciones del armisticio, reanuda la lucha contra los austríacos. Pero entonces sucede el desastre de Novara: el 23 de marzo, Radetzky —siempre él, a pesar de sus ochenta años—, derrota al Rey, que mandaba personalmente sus tropas.
Humillado, Carlos-Alberto abdica en el mismo campo de batalla, cede la corona a su hijo Víctor-Manuel, y parte para Portugal, donde morirá cuatro meses más tarde. La segunda guerra de Lombardía sólo ha durado once días. Ahora, Venecia es la única que sigue resistiendo a los austríacos. En el Sur, Roma está aislada.
Entonces entra Mazzini en escena. En Marsella había recibido un mensaje de Mameli que se reducía a tres palabras: «¡Roma! ¡República! ¡Venid!» En marzo es diputado de las— Constituyentes y miembro de un triunvirato creado después del desastre de Novara, que detenta poderes ilimitados para la guerra de independencia y la salvaguardia de la República».
Efectivamente: apenas nacida, la República romana está en peligro. Sólo nueve días después de su proclamación, Pío IX pide ayuda al extranjero, a Francia, Austria y España, y se apoya en los Borbones de Nápoles. El 20 de abril, un Consistorio secreto reunido en Gaeta manifiesta su esperanza de que «las potencias católicas se apresuren a prestar su ayuda, primero para defender y luego para reivindicar los principios civiles de la fe apostólica».
En París, Luis-Napoleón —desde hace poco Presidente de la República— concede mucho valor a los votos de los católicos.
Y después de unos tumultuosos debates en la Asamblea, queda decidida oficialmente la intervención francesa, con el fin de devolver al Papa sus poderes temporales.
En los días 24 y 25 de abril, el Cuerpo expedicionario del general Oudinot desembarca sin impedimentos en Civitavecchia, al norte de Roma. Diez mil hombres, un buen armamento y catorce fragatas, quitan a los defensores del puerto todo deseo de resistir.
Las tropas de la República romana no pueden ser más dispares. El general Avezzana, ministro de la Guerra, ha nombrado Comandante en Jefe al coronel Rosselli. El general Garibaldi, encargado de la Guardia cívica y del «Batallón de la Muerte», siente como una afrenta personal —que Mazzini pudo evitarle— su subordinación a un oficial inferior en grado y que ha hecho su carrera en los despachos ministeriales. Pero, de momento, lo urgente es combatir. Roma dispone, en total, de veinte mil hombres.
Alguien había dicho a Oudinot «que los italianos no se batirían». Pero el general francés acaba de ser informado de la decisión adoptada por el triunvirato Mazzini-Saffi-Armellini: resistir a cualquier invasor. Luego, el treinta por la mañana, le sorprende el vigor defensivo que le oponen los romanos y los hostigamientos de que son objeto sus tropas fuera de las murallas.
Su ataque ha fracasado. Cuando llega el crepúsculo, Oudinot se retira dejando sobre el terreno trescientos muertos, ciento cincuenta heridos y trescientos sesenta y cinco prisioneros. Los romanos han tenido doscientas bajas, entre las cuales podría incluirse a Garibaldi, ligeramente herido en un costado.
El general quisiera explotar ese primer éxito defensivo persiguiendo a los asaltantes, pero Mazzini se lo impide. El político cuenta con la oposición francesa, que en París había de imponer al Gobierno la retirada del Cuerpo Expedicionario.
De momento, la única verdad es que Oudinot espera refuerzos; le han anunciado la llegada de tropas españolas, austríacas y napolitanas. Estas últimas son rechazadas por los garibaldinos el día nueve. Pero las previsiones de Mazzini respecto al ardor de los franceses se demuestran acertadas: Ferdinand de Lesseps recibe del ministro de Asuntos Extranjeros, Drouyn de Lhuys, el encargo de negociar con la República romana.
Sin embargo, es imposible conciliar la voluntad de independencia de Roma y los intereses del Papa. El único resultado de la misión mediadora consiste en una tregua de treinta días, que además servirá para que los beligerantes se reorganicen.
A partir de entonces, la disensión reina abiertamente entre Mazzini y Garibaldi, y sus incomprensiones siguen creciendo. El general aprecia las cualidades de hombre de Estado del teórico, pero quisiera que le dejase las manos libres para defender la capital. Sin embargo, no deja de ser un subordinado de Rosselli y, por si fuera poco, Mazzini tiene del arte militar una concepción «a la antigua»: defender palmo a palmo el más pequeño trozo de muralla, no ceder nada, aunque fuese con intención de volver a tomarlo.
En tales circunstancias, los austríacos ponen a todo el mundo de acuerdo, incluso a los franceses con los romanos. Procedentes del Norte, sus tropas se acercan. Queda firmado un acuerdo con Lesseps, en virtud del cual los italianos no atacarán a los franceses si éstos rechazan al austriaco, su enemigo común.
Sin embargo, los hombres de Radetzky todavía están lejos y Oudinot no olvida que su primer objetivo consiste en apoderarse de Roma. Ahora dispone de treinta mil hombres, tres mil quinientos caballos y setenta y seis piezas de artillería, y sabe que la tregua termina en la mañana del 4 de junio.
Los triunviros se sienten inquietos y consultan con Garibaldi, que contesta: «Puesto que me preguntan lo que debe hacerse, lo diré: yo únicamente puedo continuar defendiendo a la República de dos modos: como dictador sin limitación de poderes o como simple soldado.» Por último, prevalece el statu quo\ Mazzini, por consciente que esté de las divisiones entre militares y políticos, y aun entre los mismos militares, no puede dimitir de sus ideas democráticas concediendo plenos poderes a un hombre, por valeroso que sea.
La defensa de Roma sólo está asegurada en ciertas partes, con unos sectores bien atrincherados y otros casi abiertos a la penetración del enemigo. Ese es el caso del Janículo, desde el cual se domina la ciudad entera, pero que los triunviros consideran fuera de las pretensiones de Oudinot, porque, según ellos, lo que él quiere es la plaza, el centro de Roma. La colina —donde más tarde se levantará un monumento a Garibaldi— es un observatorio y una posición ideal para la artillería; poseerla es, evidentemente, un gran paso para la penetración de la capital. Los franceses, desde luego, atacan por el Janículo y se apoderan de dos villas, que les sirven de puntos de apoyo: la villa Corsini y la villa Pamphili.
En cuanto amanece, Garibaldi reúne a los defensores en la plaza de San Pedro, al pie de las posiciones tomadas por Oudinot. Legionarios, «bersaglieri», todas las compañías, asaltan a la bayoneta la villa Corsini. Los cañones de Oudinot comienzan a tronar y ocasionan una carnicería. El verdadero sitio de Roma comienza con un fracaso de los defensores, que se re— agrupan en una gran villa, llamada del Vascello, a tiro de fusil de las posiciones francesas.
Garibaldi no ha podido recuperar el Janículo. Al día siguiente sus pares se lo reprocharán, asombrándose por las pérdidas italianas: más de seiscientos hombres, entre ellos lo mejor de los garibaldinos. Sin embargo, ¿quién, del Estado Mayor, estuvo al lado del general durante toda la jornada de combates continuos? ¿Quién escribe, como lo hace el nizardo, «una hora de vida en Roma vale por un siglo de nuestra existencia», y traduce en actos sus palabras?
Hasta el 30 de junio, el Vascello, ese vasto edificio al alcance de las villas del Janículo, resistirá el asalto de los franceses. A los atacantes les sobra tiempo para vencer, una vez dueños de las demás posiciones-clave. Por parte de los defensores no hay una sola iniciativa: sólo la espera. Garibaldi aconseja en vano, repetidas veces, que salgan de la capital para ampliar un frente que, de momento, es ventajoso para Oudinot.
Rosselli y después Mazzini —siempre aferrado al símbolo que representa Roma—, se oponen a las tesis del general, ya se trate de aislar a los franceses de sus bases de Civitavecchia, o de proseguir la guerra por medio de «bandas» en los campos, fuera de las ciudades. Sólo Garibaldi piensa, cuando es tiempo todavía, en romper el círculo de hierro que oprime la capital.
Se acerca el final de junio y París se impacienta. Luis-Napoleón ha escrito a Oudinot: «Estoy afligido por las noticias que anuncian la resistencia inesperada con que se encuentra... Como usted sabe, yo esperaba que los romanos, abriendo los ojos a la evidencia, recibirían amistosamente a un ejército que iba a ellos guiado por la benevolencia y no por el interés.»
Y ya que los romanos no muestran simpatía alguna por quienes les asaltan..., hay que acabar con ellos por el plomo y por el fuego. En la mañana del 20 de junio, bajo una lluvia copiosísima, los franceses avanzan hacia el centro de la ciudad: choques cuerpo a cuerpo en los bastiones, duelos a sable, cuando ya no quedan balas, incendios y ruinas, pérdida del Vascello, que los italianos evacuan... A mediodía, una tregua permite socorrer a los heridos. Garibaldi es llamado al Capitolio, donde está reunida la Asamblea. Sus más queridos compañeros han caído: se diría que él únicamente es invencible.
El «condottiere» entra en la Asamblea con el rostro cubierto de polvo, el sable torcido, medio salido de la vaina, la camisa desgarrada. Los diputados se levantan cuando aparece y le aplauden. Con lento paso sube los peldaños que conducen a la tribuna y contesta a las tres proposiciones que le presentan: ¿Hay que seguir combatiendo en las calles, poniendo la ciudad a sangre y fuego? ¿Es preferible rendirse? ¿El Gobierno y el Ejército deben salir de Roma y seguir luchando en otros lugares?
Desde luego, el general se inclina por la última solución: «Allí en donde estemos, Roma estará con nosotros.» Mientras se envía un emisario a los franceses, Garibaldi prepara la salida de sus hombres. Pero los políticos no le seguirán por los senderos de montaña. En cuanto parte el general, la Asamblea aprueba una enigmática orden del día:
«En el nombre de Dios y del Pueblo,
»La Asamblea Constituyente romana suspende una defensa que se ha hecho imposible y continúa reunida.»
Mazzini, descorazonado, nombra a Garibaldi General en Jefe del Ejército —que ya no existe—, y le concede plenos poderes —¡por fin!—. Después, dimite.
En el anochecer del 2 de julio, una columna de cuatro mil hombres parte de la plaza de San Pedro para no ver cómo Roma cae en manos de los franceses. «Yo no ofrezco paga ni cuartel ni víveres, sino miseria, hambre, marchas forzadas, batallas y muerte —exclama Garibaldi—. ¡Quien ame a Italia, que me siga!»
Anita está junto a él, recién llegada de Niza y encinta de ocho meses. Pero los Manara, Dándolo, Mazzini, Aguyar, continúan en Roma, donde murieron. Y también Mameli, cuyo himno, Hermanos de Italia, cantan los romanos que van hacia el maquis.
El cónsul de los Estados Unidos en Roma, propuso a Garibaldi la ciudadanía americana y una corbeta para que embarcara él y aquellos de sus hombres que quisieran seguirle. Pero el general prefirió el camino de los Apeninos. Todavía piensa en combatir.
En toda la península, sólo Venecia resiste; en los demás sitios, los austríacos han restaurado monarquías y privilegios. Para llegar al Norte hay que atravesar las líneas de Radetzky o contornearlas. Con los franceses persiguiéndoles y los austríacos enfrente, los cuatro mil se dirigen hacia Temi, después de Orvieto y Arezzo, con la esperanza de alcanzar la costa adriática. No se trata de un combate, sino de una retirada. El paso de los garibaldinos ya no suscita entusiasmo: las poblaciones están cansadas de combatir y de cambiar de dueños. Por senderos de cabras, en el límite del agotamiento, la caminata hacia el Norte se prosigue durante varias semanas.
La mayor parte de las veces, la columna evita a las unidades enemigas, mucho más poderosas que ella; pero en aquella marcha sin gloria, va perdiendo el grueso de sus efectivos. Para evitar que le cerquen, Garibaldi accede a solicitar de los regentes de la pequeña República de San Marino unos días de reposo: esa roca, que domina el Adriático, es un asilo tradicional. Los regentes se ofrecen a mediar con los austríacos para que dejen en libertad a los soldados que depongan las armas. Él enemigo no da, a cambio, garantía alguna y exige que Garibaldi y su esposa partan para América. El general estima que no puede aceptar y redacta su última Orden del día:
«A partir de este momento, os eximo de toda obediencia para conmigo y os dejo en libertad para que regreséis a vuestros hogares. Antes de separarnos, os recuerdo que nosotros no abdicamos: sólo hacemos un alto. Italia no debe continuar en el oprobio. ¡La muerte es mil veces preferible al yugo del extranjero!»
Al día siguiente, todavía doscientos cincuenta hombres siguen a Garibaldi a través de las líneas austríacas. Cuando llegan al mar, los voluntarios se reparten en trece grandes barcas de pesca que se dirigirán a Venecia. Pero en alta mar les salen al paso cuatro buques de guerra austríacos que dispersan a la flotilla. Durante dos días, Garibaldi y ocho compañeros van errando por la costa. Hasta entonces, Anita le ha seguido como pudo. El 4 de agosto, Garibaldi pierde a su compañera, agotada, y la entierra en un bosquecillo, cerca de Rávena.
«¡Raveneses: Vosotros conserváis con orgullo las cenizas de Dante, el coloso de las celebridades italianas! Recoged también las cenizas de la guerrillera americana, de la mártir de nuestra redención. ¡Todos los que la conocieron, todos los patriotas, os bendecirán!»... «Tierra de los raveneses, tierra de los corazones generosos, sé leve para los restos de mi Ana», escribirá más tarde, Garibaldi.
Forli y de nuevo la Toscana, son las primeras etapas de su retirada, que continúa durante todo el mes. A primeros de septiembre, sólo con un compañero llamado Leggero, Garibaldi embarca para la isla de Elba y allí para Chiavari, en la costa ligur. Está otra vez en el reino de Cerdeña. El general La Mar— mora, obedeciendo órdenes de Turín, le detiene. La noticia causa un verdadero escándalo en el Parlamento y la prensa protesta. Entonces, el primer Ministro propone a Garibaldi una pensión de trescientas liras, a condición de que se exilie.
Persuadido de que su salida es sólo temporal, el nizardo acepta. Y el 16 de septiembre, después de una breve estancia en Niza, en medio del entusiasmo popular, el general embarca rumbo a Túnez.
Garibaldi vuelve a emprender una vida solitaria y errante, durante la cual comienza a escribir sus Memorias. El Rey de Túnez, respondiendo a presiones francesas, se ha negado a recibir al revolucionario. Pasa unos cuantos meses en la isla de la Magdalena, en las costas de Cerdeña y después parte en dirección a Gibraltar, donde tampoco le admiten.
En 1850 está en Liverpool y después en Nueva York, acogido por la Internacional Liberal. Para ganarse la vida, trabaja en una fábrica de velamen, propiedad de un amigo. Luego le ofrecen un empleo más digno de él y de sus capacidades: el mando de un mercante que se dirige a Panamá. Allí, unos italianos le confían otro buque que hace ruta hacia Lima y, a partir de entonces, se convierte en capitán de alta mar; navega hasta Hong-Kong y Cantón para, en seguida, regresar a Lima y Nueva York.
Durante el curso de un viaje a Inglaterra, vuelve a encontrarse con Mazzini, que también está en destierro y lleno de nostalgia por la causa italiana: su objetivo supremo sigue siendo la República. En cambio, Garibaldi está dispuesto a un arreglo con algún monarca «ilustrado». Ya navegó bastante y decide regresar a su patria. Han pasado cuatro años y quizás el olvido cubra ya su nombre.
El 10 de mayo de 1854, pisa suelo italiano, en Génova. En efecto, las cosas han cambiado y el Gobierno de Turín no se opone a su presencia. Pero la civilización industrial también ha modificado las aspiraciones del pueblo. «¡Hoy, los italianos sólo piensan en la barriga!» Garibaldi se retira a Niza y después compra un trozo de tierra en la isla de Caprera, en ese archipiélago de la Magdalena que conoció cuando su huida.
Mamma Garibaldi y su hermano Felice han muerto. Ahora dispone de unos sesenta mil francos, que para él es una fortuna. Alterna frecuentemente con algunos revolucionarios y con unos ingleses, y duda si casarse con una británica, Emma Roberts. Pero de nuevo prefiere el mar. Compra un pequeño cúter, que bautiza con el nombre de Emma y levanta en Caprera una residencia que recuerda mucho a las casas del Uruguay. Es una sencilla planta baja, pintada de blanco, con terraza y campos de labor. Garibaldi se llama a sí mismo el Cincinato de Caprera y a su casa la llama Casa Blanca.
Pasa por otro momento romántico: María Esperanza von Schwartz, una inglesa de origen alemán, vive con él y se convierte en su «Speranza». Imbuida de literatura, le ayuda a olvidar la política. «Combatid, yo estoy con vosotros» —escribe a quienes le piden que vuelva a luchar—. Pero, por mi parte, nunca diré a los italianos: ¡sublevaos! ¡Para que se burle la canalla...!»
Han llegado los tiempo del escepticismo. Italia es demasiado heterogénea —piamonteses, republicanos, napolitanos, papistas, toscanos y diversos grupos minúsculos—, para que haya llegado la hora de la unificación nacional. Así opina Garibaldi. Sin embargo, otros, y entre ellos Cavour, no permanecen inactivos.
Durante su juventud en Génova, el conde Camillo Benso de Cavour frecuentó a muchos calvinistas. Sus ideas liberales le sedujeron y fue a completar su educación de visu en Inglaterra y en Francia. Economista y hombre de ideas, en 1847 dirige II Risorgimento que, más que el título de un periódico, es el nombre de una época. Significa «renacimiento» pero, a la vez, es todo un programa.
En 1848, Cavour es uno de los promotores del estatuto constitucional adoptado por el Rey y, más tarde, es elegido diputado y ministro. Tan europeo como piamontés y realista, Cavour piensa entonces en hacer de su patria un Estado, que figure en la vanguardia de los progresos civiles, sobre una base parlamentaria y burguesa. Y en 1852, después de varios fracasos de los líderes conservadores, el rey Víctor-Manuel le encarga de formar Gobierno.
Inmediatamente toma unas medidas que cambian radicalmente las estructuras del Reino de Cerdeña. La Economía, pero también la Defensa, son objeto de sus constantes preocupaciones. Cavour es un estadista completo, dotado de espíritu innovador. Después del golpe de Estado francés del 2 de diciembre de 1851, que el año siguiente convertirá a Luis-Napoleón en el Emperador Napoleón III, Cavour se da cuenta del provecho que puede sacar de la vecindad de ese nuevo monarca, que sabe opuesto a las monarquías tradicionales.
Cuando Francia y Gran Bretaña se comprometen en Oriente, en el conflicto de los Estrechos, Piamonte envía a combatir a su lado un Cuerpo Expedicionario de quince mil hombres, mandado por La Marmora. Terminada la guerra de Crimea, y actuando detrás de las cortinas en la Conferencia de la Paz reunida en París, Cavour llama la atención de las grandes potencias sobre el problema italiano; protesta contra la ocupación austríaca, se queja del «mal gobierno» de los Borbones de Nápoles, y estigmatiza la corrupción que reina en los Estados del centro. Logra entonces un primer éxito diplomático, que será confirmado dos años después por un acuerdo secreto firmado con Francia.
Se da el hecho curioso de que una tentativa de asesinato acerque a los dos países. El 14 de enero de 1858, el italiano Orsini quiere acabar con los días del Emperador de los franceses. Napoleón III sale sano y salvo del atentado, y pide al Rey del Piamonte que tome medidas contra los extremistas y que limite la libertad de prensa en su país.
Víctor-Manuel replica secamente que su Casa viene reinando desde hace ocho siglos, y que él sólo responde de sus actos ante Dios y su propio pueblo. Una vez sentado eso, declara que no desea cosa mejor que ser amigo de Francia.
Al mismo tiempo, Orsini, condenado a muerte, dirige al Emperador un mensaje vibrante de amor a su Patria, afirmando que únicamente una solución justa del problema italiano, y no las salvas de los pelotones de ejecución, puede acabar con el terrorismo y con las insurrecciones que se multiplican en la península. «Mientras Italia no sea independiente, la tranquilidad de Europa será sólo un sueño.»
Pocos meses más tarde, Napoleón III y Cavour se entrevistan en Plombières. El Emperador ha dominado ya sus vacilaciones —quizá bajo la influencia de «la Castiglione» que Cavour puso junto a él— y parece haber comprendido los deseos de independencia de los italianos. Como consecuencia, sostendrá al Piamonte contra Austria.
El objetivo último del acuerdo consiste en la instauración, en Italia, de tres grandes reinos: en el Norte, el Piamonte, Lombardía y Venecia, reunidos bajo la autoridad de Turín; en el Centro, un príncipe francés; en el Sur, si no los Borbones, al menos una familia aceptada por París. A cambio de su ayuda, Francia se anexionaría Niza y la Saboya. En cuanto al Papa, que seguirá dueño de Roma, presidiría la Federación italiana.
El casamiento de la princesa Clotilde de Saboya con Jerónimo-Napoleón, primo del Emperador francés, sella públicamente ese convenio, aunque continúa siendo secreto.
No por eso Cavour ha permanecido ocioso en el interior del Piamonte. En vez de confiar la suerte de Italia «a las conspiraciones y a los movimientos sin dirección» —alusión directa a las actividades de los mazzinianos—, intenta el regreso de los exiliados políticos y se pone en cabeza de un movimiento de unificación. Apoyándose en unas reformas moderadas y empleando su prestigio internacional, el Primer Ministro hace cuanto puede por separar a Garibaldi de Mazzini.
En aquella época resulta más fácil, porque los dos hombres mantuvieron puntos de vista totalmente distintos sobre la cuestión de Crimea, y también están en desacuerdo sobre las prioridades en lo que concierne a la unidad de su país. Ya por entonces el veneciano Manin había llamado a la unión diciendo: «Hoy son secundarias las distintas opiniones políticas que dividen a los patriotas italianos... En esa cuestión estamos dispuestos a todas las concesiones que se estimen necesarias.»
El eco de esa proclama, y de otras muchas tomas de posición igualmente moderadas, llega hasta Caprera llevado por los muchos garibaldinos que acuden al islote para visitar a su héroe.
En su Casa Blanca, Garibaldi se conforma con poco y disfruta con los simples placeres de la Naturaleza. Pero ese período de su existencia —lo confesará más tarde— le parece «desprovisto de interés». Hasta que, cierto día, Giorgio Pallavicini, un jefe del movimiento piamontés titulado «Sociedad nacional italiana», le envía un mensajero que desembarca en Caprera el 13 de agosto de 1858 y le dice que Cavour quiere hablar con él y le espera en Turín, cualquier día próximo, a las seis de la mañana.
El ministro suele señalar para muy temprano las visitas que desea guardar en secreto. Ataviado como exige la etiqueta —capa negra, sombrero de copa, chaqué y corbata de plastrón—, Garibaldi es recibido por Cavour a las seis de la mañana del día 23 de ese mes. Los dos hombres no sienten ninguna simpatía recíproca: Cavour teme que una alianza con el héroe republicano le atraiga algún reproche por parte de los franceses; desconfía también de aquel hombre que, durante tantos años, compartió la intransigencia de Mazzini.
En cuanto a Garibaldi, no tiene agravios personales que reprochar al ministro, pero tampoco puede ignorar que representa a la gran burguesía de los negocios y que se trata de un hábil intrigante. «No creo —viene a decirle— que se pueda calificar de revolucionarias a las potencias que, por medio de reformas oportunas, alejan la revolución: sino más bien a las que la provocan con su inmovilismo.»
Sin embargo, la necesidad obliga —la necesidad de entenderse—, y la entrevista de aquellos hombres tan distintos es cordial. Cavour, sin entrar en el detalle de sus proyectos, pregunta al general si estaría dispuesto a levantar voluntarios y tomar el mando de una nueva legión.
La perspectiva de actuar no puede por menos de seducir, como siempre sucedió, a Giuseppe Garibaldi. Y el mismo día de su conversación con el Primer Ministro encarga un himno para los voluntarios que piensa reunir: «¡ Arriba los corazones!» A las pocas semanas, el canto revolucionario de Mercantini y Olivieri, rápidamente escrito, sonará en todas las bocas.
La noticia corre por la península como un reguero de pólvora. ¡Garibaldi vuelve a emprender la lucha! La alianza de casi todos los republicanos con los monárquicos piamonteses, es ya un hecho cumplido.
Unos meses después, Víctor-Manuel lanza ante los diputados de su Reino su «grito de dolor»: «Nuestra patria, pequeña por su territorio, ha conseguido crédito en Europa porque es grande por las ideas que representa y por las simpatías que inspira. Esa condición no está desprovista de peligros, pues aunque respetemos los tratados no somos insensibles ante el grito de dolor que, desde tantos lugares de Italia, se levanta y llega hasta nosotros.»
Garibaldi solicita audiencia al Rey. En su primer encuentro, el general cree ver la consagración de la política de adhesión a los puntos de vista del Piamonte, que hace suyos para lo sucesivo—. Víctor-Manuel, sin descuidar el aspecto político de la entrevista, le encuentra además un valor humano, porque los dos hombres son tan semejantes como eran distintos Garibaldi y Cavour. El Rey y su hombre de guerra tienen la misma franqueza, la misma expresión ruda, los mismos gustos sencillos y la misma preferencia por los actos, más que por las palabras.
Víctor-Manuel ha recibido al nizardo «con la cordialidad de un hermano de armas». Y Garibaldi, al salir del Palacio, exclama: «¡Esta vez, va en serio! ¡Hemos de unirnos todos! Estimo necesario que el Rey se ponga al frente del Ejército. Su presencia acallará los celos y los comadreos en que, por desgracia, los italianos son maestros. El Rey sabe ahora de quién rodearse. ¡La dictadura militar está en la conciencia de todos!»
La palabra «dictadura» quizá sorprenda en sus labios. Pero en lo sucesivo se la encontrará frecuentemente en el vocabulario de Garibaldi, que la carga de un sentido particular.
Como soldado, el «condottiere» aprendió en el destierro la importancia que tiene el rigor en el mando de elementos revolucionarios; como hombre político entonces principiante, vio también en América latina la obra de los jefes autoritarios. Pero su dictadura se distingue de la tiranía por una idealización realmente pueril.
Para él, debe ser sólo un medio, un servicio que los más fuertes y los más capaces de actuar y mandar deben hacer, en ciertos momentos de la historia, a un pueblo poco apto para gobernarse a sí mismo. Por una serie de decretos de sentido práctico, ese dictador ha de promover, antes que nada, el Bien, la Igualdad y la Fraternidad. Una vez alcanzados esos objetivos, debía ceder el paso a otro gobierno.
El suyo era un dictador de estampa ingenua, en quien se sumaba el recuerdo de Cincinato: aquel labrador sin ambiciones personales que respondió en dos ocasiones al llamamiento de los romanos cuando su libertad estaba amenazada; y que, una vez Roma fuera de peligros, volvió a sus tareas cotidianas.
Ese es también el ideal de Garibaldi.
Pero de momento, es el guerrero el que sale de campaña. Garibaldi envía sus instrucciones a todos los centros donde se van agrupando los voluntarios, ya numerosos. Dice: «Artículo primero: Una vez iniciadas las hostilidades entre el Piamonte y Austria, os levantaréis al grito de ¡Viva Italia! ¡Viva Víctor— Manuel! ¡ Fuera los extranjeros!...»
Mazzini, lejos de allí y aislado, se llena de rabia con cada nueva noticia. En Turín, Cavour se muestra exultante: ha conseguido que la fama de Garibaldi, ese jefe nato, pase al servicio de la realeza, y sin tener que dar nada a cambio.
Pero los mandos del Ejército piamontés, lo mismo que la administración del pequeño Estado, miran con malos ojos cómo va creciendo la Legión, que toma el nombre de «Cazadores de los Alpes». Cuando afluye a Turín un número excesivo de voluntarios, se traspasa buena parte a las unidades regulares, para evitar que el Cuerpo de los garibaldinos sea demasía* do importante y que algún día represente una potencia por sí mismo.
El 17 de marzo de 1859, el Rey nombra a Garibaldi —hasta entonces segundo del general Cialdini— Mayor-general, Comandante de los Cazadores de los Alpes. Pero su unidad, entrenada en Coni, entre Turín y Niza, está peor equipada que el resto del ejército piamontés. Hasta entonces, los austríacos no han reaccionado todavía ante la leva en masa de los italianos. Por su parte, París vacila antes de empujar a los piamonteses a la aventura, pues Napoleón III desearía más bien una solución diplomática.
También los ingleses y los prusianos se emplean a fondo para hacerla prevalecer, y con ellos la Emperatriz Eugenia y el ministro francés de Asuntos Extranjeros, Walewski. Ellos preferirían un Congreso de Naciones que discutiera la cuestión italiana, mejor que una guerra como la que se anuncia. Desde luego, la Iglesia y los medios financieros son de la misma opinión.
Bajo la presión de esas influencias, el 18 de abril, Napoleón III sugiere a Víctor-Manuel que desarme a sus tropas y acuda a una mesa de conferencias. Furioso, Cavour incita al Rey a que haga públicos los acuerdos secretos de Plombiéres, si Francia obliga al Piamonte a cualquier transacción. El Gobierno de Turín pasa por unos días de angustia: su política, tan lentamente elaborada, corre el peligro de fracasar in extremis.
Pero en la tarde del 23 de abril se produce una sorpresa teatral con la llegada de un ultimátum de Viena. Dos enviados del Emperador Francisco-José comunican a Víctor-Manuel la orden imperativa de que desarme en un plazo de tres días. Se trata de un casus belli que lo simplifica todo. Cuando Cavour se entera del mensaje austriaco, no puede reprimir su alegría. Porque Turín, capital soberana aunque poco poderosa, no puede aceptar una humillación pública de esa envergadura. Tanto el amor propio como el interés del Estado, están de acuerdo en pasar a la acción.
En Viena, las presiones del partido que deseaba la guerra habían conseguido su propósito: los diplomáticos cierran sus carpetas, y los militares aprestan sus armas.
El conflicto comienza el 26 de abril de ese año de 1859. Los piamonteses temen, más que nada, un rápido avance de los austríacos. Pero si las guarniciones de los levitas blancas de Lombardía y de Venecia están ya en pie de guerra, las tropas que han de acudir desde Viena no parecen dispuestas todavía para entrar en operaciones. Giulay y Nadaska, sus Comandantes en jefe, no admiten la posibilidad de un avance relámpago por Plasencia y Alejandría.
Ellos prefieren el difícil itinerario montañoso que atraviesa los Alpes y pasa por el Tesino, antes que la ruta de invasión natural que siempre fue el valle del Po. Sin embargo, a mediados de mayo los piamonteses sólo tenían sesenta mil hombres para oponer a los ciento setenta mil austríacos, bien entrenados y con mejores armas que ellos. Pasada esa fecha, los franceses llegan en su ayuda. Austria había frustrado su ofensiva.
En cuanto a los Cazadores de Garibaldi, las autoridades piamontesas comienzan por casi ignorarlos. La Marmora, ministro de la Guerra, que siente celos del «condottiere», sitúa a los legionarios en el extremo Norte de una línea de defensa que protege la ciudad de Turín. El nizardo obedece, pero eso no le impedirá improvisar cuando estime que la situación le impone otras medidas que las determinadas por el Alto Mando.
Después de dos semanas de campaña, el Rey concede a Garibaldi una relativa autonomía. Hasta ese momento no se han dado combates de importancia. Ahora, a partir de la orden fechada el 8 de mayo en San Salvatore, la tarea principal de los «Cacciatori delle Alpe» consistirá en «impedir que el enemigo avance sobre Turín y en dirigirse a Biella por Ivrea y actuar sobre la derecha de los austríacos por el lago Mayor». Pero el Rey añade que el general Garibaldi puede escoger los medios que mejor le parezcan; además, podrá enrolar a todos los voluntarios que se le presenten, sin necesidad de que pasen por los normales trámites del reclutamiento, y sin más limitaciones que su buen criterio.
Unos días después, cuando Cavour pide al nizardo que se reúna con otra unidad ya constituida —en ese caso para desalojar al enemigo de Vercelli—, añade que, una vez cumplida esa misión claramente definida, los Cazadores recobrarán su autonomía.
El 14 de mayo, Napoleón III y Víctor-Manuel se entrevistan en Alejandría. Las tropas francesas llegaron por dos distintos itinerarios: por los puertos alpinos y por la carretera de la Riviera. Con esos refuerzos, enviados a pesar de las prevenciones de ciertos medios parisinos, se triplican los efectivos pro-italianos y se desvanece todo peligro de que los austríacos se apoderen de Turín.
Antes de transcurrida una semana, los aliados consiguen su primera victoria espectacular en Montebello, donde rompen el flanco enemigo. Con ello queda abierta la ruta hacia Milán. Poco más tarde, el día último de aquel mes, logran otra victoria en Palestro.
Mientras, los garibaldinos progresan hacia el Norte. Sus acciones son mucho más meritorias porque el armamento de que están dotados es antiguo —mosquetones cortos, y por tanto menos precisos que los fusiles del ejército regular—, y porque las unidades de apoyo que les prometieron, la artillería pesada y la caballería, no acaban de incorporarse.
A pesar de todo, los éxitos de Garibaldi se suceden en cadena. Várese, en el lago Mayor, es tomada después de un día entero de combates que acaban con un cuerpo a cuerpo. Bérgamo, Como, Brescia después, son tomadas por los Cazadores. En Laveno tienen que detenerse porque el enemigo, que es cinco veces superior en número, rechaza sus ataques.
Giulay ordena al general Urban, uno de sus mejores jefes subordinados, que «castigue» a Garibaldi. Pero más que dar una reprimenda a los «Cacciatori», los austriacos de Urban tienen que replegarse rápidamente hacia el sureste para defender Milán. De todos modos, la capital lombarda cae en manos de los aliados el 8 de junio.
Víctor-Manuel y Napoleón III entran en Milán en medio de un escenario digno de la ópera mejor montada: largos cortejos de rutilantes uniformes, Te Deum en el Duomo, gran gala en el Teatro de la Scala, y las grandes multitudes de los días de gran fiesta.
El Rey del Piamonte sale crecido de esa primera parte de la campaña, y el Emperador de los franceses muy emocionado. En la tarde del 10 de junio, Garibaldi acude a Milán por sólo unas horas, las suficientes para recibir de manos del Rey la Medalla de Oro al valor militar y también para gozar del triunfo. Después regresa a Brescia, donde sus tropas celebrarán sus éxitos con menos fasto. Su general no es hombre que guste de los honores ni de los grandes aparatos.
Sin embargo, desde los comienzos de las operaciones se había impuesto un cierto respeto por la profesión militar que asombra a sus íntimos. Ya no lleva barba ni ponchos caprichosos; viste simplemente el uniforme azul del ejército piamontés, adornado en el cuello con un pañuelo rojo que recuerda a las famosas camisas. Hay bastante más variedad en los trajes de sus hombres...
¿Cuántos son, en realidad, los legionarios? Eran tres mil al principio, pero en junio quizá llegan a diez mil; por su parte, los austriacos los calculan en quince mil. Proceden de todas las clases sociales: hijos de buenas familias, obreros, rebeldes de profesión y burgueses progresistas, estos últimos agrupados espontáneamente en la unidad llamada de «Carabineros genoveses».
La disciplina no resulta fácil de mantener entre los «Cacciatori». Es sólo esporádica, llegando a extremos de severidad cuando los hombres han cometido varios errores. Cierto día, el general amenaza con la pena de muerte a quienes se obstinen en no regresar al cuartel en cuanto se hace de noche...
No debe olvidarse que se trata de un cuerpo de voluntarios, mal encuadrado, en el que algunas figuras pintorescas se destacan de la masa. Y en donde cada enrolado difiere en algún aspecto de su compañero, porque no han salido del molde único que supone el entrenamiento al modo clásico.
Giulay paga el fracaso de aquel comienzo de campaña con la pérdida del mando. Los austríacos, atrincherados en las ciudades fortificadas, ya no conservan la iniciativa. Ahora los manda el viejo mariscal Hess, bajo las órdenes directas del Emperador Francisco-José.
Por entonces, Garibaldi inicia una maniobra envolvente, subiendo hacia el Norte por el puerto de Stelvio para volver en seguida sobre la retaguardia enemiga a través del valle del Adigio. Pero sólo tiene tiempo para comenzar la ejecución de su plan. El 24 de junio, en Solferino y en San Martino, se juega la suerte de la guerra. En aquellos montes, a medio camino entre Mantua y Brescia, se riñen las más furiosas batallas para la liberación del país.
Los franceses en Solferino, y los piamonteses en San Mar— tino y en Madonna della Scoperta, quedan dueños del terreno. Entierran a diecisiete mil muertos, y los austríacos a veintidós mil. Aquella carnicería impresiona mucho a Napoleón III cuando, el día siguiente de tan cara victoria, acude a contemplar el campo de batalla.
El Emperador se había comprometido en Turin a ayudar a la construcción de una Italia «libre hasta el Adriático». Pero el día veinticinco, en Solferino, decide detener la guerra cuanto antes, sin proseguir hasta Venecia unos combates tan mortíferos. Para no ofender a los piamonteses, confiados en el Tratado de Plombières, y para evitar al Papa un desastre —pues la sucesión de tantas victorias suscita ya rebeliones en sus Estados—, Napoleón III busca una solución intermedia.
No encuentra otra que recurrir a unas negociaciones. En París, son muchos lo que piensan que intervino oportunamente, pues las victorias de Italia habían despertado en Alemania el viejo antagonismo con Francia. Ya algunos prusianos hablaban de entrar en guerra al lado de los austríacos, de «defender el Rhin en el Po».
Por último, el 8 de julio, en Villafranca, el Emperador firma un armisticio con Austria, produciendo una gran sorpresa en los italianos, y una tremenda amargura en sus gobernantes.
Victor-Manuel, sin embargo, no puede hacer otra cosa que presentar una reserva de pura fórmula al decir: «Acepto en lo que me concierne.»
Según las cláusulas del Tratado de Villafranea, Francisco— José cede a los franceses la Lombardía, que en seguida será donada al Piamonte, junto con una ínfima parte de la provincia de Venecia; pero la hegemonía austríaca no desaparece de la propia capital, aunque deban introducir en su gobierno ciertas reformas democráticas. En la Italia Central serán restauradas las antiguas monarquías, sin que por ello Austria pueda ayudarles militarmente a restablecer su poder de los pasados tiempos, ya comprometido por tantos levantamientos populares. En cuanto a Niza y a la Saboya, en Plombières ya se convino en que serían para Francia, aunque no antes de la unificación total de Italia; pero Napoleón III, para no irritar más todavía a los piamonteses, no les reclama nada.
Al conocer la firma del Tratado, Cavour se precipita a ver al Rey. Su entrevista es tempestuosa: el convenio de Villa— franca detiene la marcha hacia una gran Italia, cuando un nuevo asalto pudo obligar a ceder al enemigo; cuando ya las tropas aliadas se disponían al ataque de Venecia... ¡Y el Rey se muestra de acuerdo!
Cuando Víctor-Manuel se niega a continuar solo la guerra, sin la ayuda francesa, Cavour exclama: «¡Sois una mierda!»... La diplomacia no excluye los desafueros del lenguaje. Ni tampoco el valor político, pues Cavour presenta su dimisión.
La guerra ha terminado para Garibaldi cuando, en el lago de Iseo se disponía a reunirse con el grueso de las fuerzas que iban sobre Venecia. Desconcertado en los primeros momentos, el nizardo se entrevista con el Rey, quien le convence de la necesidad de hacer una pausa.
Giuseppe vuelve junto a sus hombres, a los que desmoviliza con la mayor tristeza. Por todo consuelo, los voluntarios reciben una escasa indemnización —que en seguida se consumirá en vino del Gardo—, y el derecho a seguir utilizando sus uniformes. En cuanto a los venecianos que forman parte de los «Cacciatori», ¿cómo van a regresar a sus hogares cuando Ve— necia sigue perteneciendo a Austria? Por toda solución se les ofrece un puesto en el Ejército regular.
Garibaldi, decididamente muy razonable —por lo menos en aquella ocasión—, y menos rebelde que Cavour, en el discurso de despedida a sus tropas destaca los méritos de los soberanos aliados:
«Ya de regreso al hogar, cuando los vuestros os estrechen en sus brazos, no olvidéis la gratitud que debemos a Napoleón y a la heroica nación francesa. Dejo con gran dolor al valiente Ejército mandado por Víctor-Manuel. Pero allí donde me encuentre, Su Majestad puede estar seguro de que dispondrá de un soldado de la causa italiana, de la que él es el noble jefe...»
La lucha está muy lejos de haber terminado. En el mes de mayo, los viejos Estados del centro de Italia se revolvían contra las monarquías que el Tratado de Villafranea pretendió restaurar. Hasta entonces, unos comisarios del reino de Piamonte habían establecido gobiernos provisionales; después, obedeciendo al Rey, dejaron de existir.
En unos sitios, patriotas locales tomaron la sucesión de los comisarios, y en otros los conservaron. En la Toscana, Ricasoli sucede a Boncompagni; en la Romaña, Cipriani sustituye a D’Azeglio; en el ducado de Módena, Farini, un enviado de Víctor-Manuel, es confirmado por el pueblo en sus funciones de «Dictador»; Parma y Plasencia, después de dos meses de gobierno provisional, se une a Módena...
Para esas ciudades, y para los hombres que las gobiernan, la tarea se presenta muy difícil: han de impedir el retomo de los antiguos señores, pero cuidando al mismo tiempo de no desagradar a las grandes potencias que garantizan el Tratado. Entre ellas está Francia, cuyos sueños de dominio sobre el centro de la península italiana han comenzado a realizarse en el mes de mayo: Jerónimo-Napoleón desembarca en la Toscana al frente de un Cuerpo Expedicionario.
Sin experiencia, y disponiendo sólo de armas anticuadas y dispares, los gobiernos de los Estados del centro no pueden salvarse sino uniéndose; por eso constituyen una Liga de Defensa, que se convierte en el bastión de los republicanos italianos. Una vez más, Mazzini reanuda el contacto con Garibaldi, a quien incita a entrar en guerra al lado de «los buenos» y contra los Estados del Papa. Y la Liga llama al nizardo para que mande sus tropas, compuestas por cuarenta y cinco mil hombres.
Antes de aceptar, el general pide su opinión al Rey del Piamonte, a quien considera, sin la menor reserva, un fiel consejero. Víctor-Manuel no se opone al proyecto, pero le recomienda prudencia; dice que el Piamonte debe respetar los acuerdos firmados en junio, aunque todavía han de ser confirmados por las deliberaciones de un Congreso que está previsto para el mes de noviembre, en Zurich. Garibaldi considera suficiente el apoyo moral del soberano a quien tanto estima, y de nuevo se pone en pie de guerra, en el otoño de 1859.
Pero, como tantas veces sucedió antes de entonces, la opinión del Rey es una cosa, y la de sus ministros puede ser otra distinta. La Marmora y Ratazzi, que gobiernan en Turín desde la dimisión de Cavour, se las componen de modo que Garibaldi sea contenido en sus impulsos; para ello consiguen de la Liga que el nizardo tenga sobre él al «sabio»[1] Mandredo Fanti, Comandante supremo de los ejércitos, cuyo principal objetivo será el de impedir la guerra contra los Estados del Papa. Porque en Turín piensan que atacar a Pío IX significaría una nueva guerra, aunque con otra distribución de fuerzas: en ese caso, los franceses se pondrían frente al Piamonte.
Al principio, Garibaldi apenas hace caso de Fanti. Ciudad por ciudad, desde la Toscana hasta la Romaña, las multitudes no tienen otro héroe que él. Cada viaje, cada travesía de un pueblo, se convierten en un plebiscito popular para el guerrero de dos mundos. En Florencia, como en otros tiempos lo hacían los Médicis, habla desde el balcón del Palazzo Vecchio; en Ravena rezan con él sobre la tumba de Anita... En todas partes, los veteranos «Cacciatori» del Piamonte se incorporan a los pequeños ejércitos de los Estados centrales.
Sin embargo, aún no ha llegado el tiempo de la acción y sigue prevaleciendo la diplomacia. A la larga, el nizardo se cansa de esperar la tercera guerra de independencia. Piensa en otros placeres y, de pronto, el 24 de enero de 1860, contrae matrimonio.
La historia de esa boda es tan breve como extraña. En el mes de agosto de 1859, la marquesa Giuseppina Raimondi escribe al general Garibaldi quien lee, lleno de sorpresa, la inflamada carta de esa joven, a la que conoció meses antes en Varese, durante la campaña del Norte. Giuseppe le contesta con su habitual estilo lírico, y deja hablar a su corazón al dirigirse a aquella muchacha de dieciocho años que dice que le espera en su casa, donde vive con el padre.
A comienzos del año siguiente, Garibaldi prepara los esponsales, durante el breve descanso que le concede la Liga. En Fino, junto a Como, y a lo largo de tres semanas, rejuvenece, se porta como un muchacho, se hiere en una caída de caballo y es cuidado por Giuseppina... Vive en pleno idilio.
La boda se celebra en la capilla privada del marqués Raimondi. Pero al terminar la ceremonia, llega una carta para el recién casado. «Un amigo que le quiere bien* le informa de que su esposa está embarazada de cinco meses.
Los gritos y los llantos no cambian en nada la situación. Al parecer, el estado de la novia era el que describía el anónimo denunciante. Después de tres días de cólera, con la joven marquesa encerrada.en sus habitaciones, Garibaldi toma una decisión y repudia a Giuseppina, a quien su padre desterrará a Suiza.
Veinte años más tarde, el matrimonio es declarado nulo y disuelto por un tribunal civil. De momento, el general se refugia en Caprera, para olvidar allí su pena y su humillación
Pero también en ese año va a acabar la espera de la lucha. En 1860, Cavour vuelve al poder y, en cuanto lo toma, advierte a las grandes potencias de que los pueblos italianos quieren decidir su suerte por sí mismos. Toda vez que los diplomáticos europeos dejaron en Zurich para más tarde cualquier decisión sobre los Estados del Centro —ofrecidos a sus antiguos monarcas pero de hecho en poder de gobiernos populares—, ¡que el pueblo decida!
El 12 de marzo, la Toscana y la Emilia aprueban, por casi la totalidad de los sufragios, su unión con el Piamonte. Como compensación otorgada a los franceses, al mes siguiente se convoca un plebiscito popular en Niza y en Saboya, que se traduce en la anexión a Francia de las dos provincias.
Según Cavour, la extensión de los dominios del Rey hasta Milán, Bolonia y Florencia, es una consecuencia de su política. En cambio, Garibaldi sólo ve en aquel hecho «un cambalache» realizado a costa de su ciudad natal. Víctor-Manuel intenta calmar su resentimiento haciéndole observar que también él, que es saboyano, ha de perder la patria de sus antepasados: es el precio que paga por el nacimiento de una gran Italia.
Después de la unión de los dos Estados del centro al Piamonte, y antes de la pérdida de Niza, se han celebrado unas elecciones en que Garibaldi es elegido diputado. El nizardo intenta agrupar a sus amigos de Turín para una acción «contra la caída de Niza en manos del tirano», pues ahora eso es para él Napoleón III. Además, desde la tribuna de la Cámara niega la posibilidad constitucional de que se ceda una parte del territorio de la patria...
Habla arrebatadamente contra Cavour, pidiendo que se le acuse formalmente, y luego insulta a quienes intentan aclamarle. No le sirve de nada, y el 22 de abril el plebiscito arroja este resultado: de los veinticinco mil novecientos noventa y tres sufragios emitidos, veinticinco mil setecientos cuarenta y tres son en favor de la unión con Francia.
Al saberlo, el general devuelve su insignia de parlamentario, y grita alto y fuerte que se reserva, para él y para sus descendientes, el derecho a reivindicar algún día su país natal. Entonces escribe, desengañado: «Todo me pesa y me aterra. El luto invade mi alma. ¿Qué debo hacer?
Sin embargo, pocos días más tarde reaparece el hombre de acción: Garibaldi se pone al frente de los «Mil», que parten desde Génova en dirección a Sicilia. La unidad de Italia no se hará solamente por el Norte y gracias a esos piamonteses que acaban de decepcionar de tal modo al nizardo.
Desde el Sur, había llegado a Génova el llamamiento de los revolucionarios y la respuesta es esa expedición que debe liberar el reino de las Dos Sicilias.
Fernando II de Nápoles había muerto en Casería un año antes, dejando en el trono de las Dos Sicilias a su hijo mayor,
Francisco II, duque de Calabria. El joven Rey es tan débil de carácter como de constitución física. Acaba de contraer matrimonio con la princesa María-Sofía de Baviera, hija del duque Maximiliano y de María-Teresa de Austria, lo que debía garantizarle poderosos apoyos.
Sin embargo, en una Corte que no es más que un salón lleno de intrigas —con los clanes borbónico, austríaco y napolitano—, sin experiencia y sin personas de gobierno con las que pueda contar, ese Rey a quien sus súbditos llaman «Franceschiello» —el pobre Francisquito—, sólo gobierna por inercia. En cuanto al ejército, está debilitado por la reciente partida del millar de mercenarios suizos que hasta entonces fueron su núcleo: después de sublevarse, han vuelto a sus casas.
En Sicilia, la resistencia al reclutamiento militar es tal, que la justicia de los «continentales» —los napolitanos—, renuncia a perseguir a los desertores. Los llamados «Bávaros» que, en realidad, son austríacos y con muy pocas ganas de pelea, aseguran el orden. Pero, en verdad, el pueblo está sometido al control de la policía y de los «Compañeros de armas». Estos últimos, constituyen la seguridad especial de la isla; son una especie de policía política que no quiere nada con la plaga del país, la «Camorra», poderosa asociación de malhechores.
Los partidarios de la vieja tendencia autonómica de Sicilia, se habían despertado después de la batalla de Solferino; se reunieron entonces con los mazzinianos, que contaban con muchos partidarios en todas las clases sociales, para conseguir que Sicilia dejara de depender de Nápoles. En el Norte de la isla, Rosalino Pilo y Francisco Crispí concibieron el proyecto de una expedición libertadora que partiese del continente. No podía tener otro jefe que Garibaldi.
A principios de marzo, formalizan el llamamiento al general en una carta que dice: «Las noticias recibidas de Palermo nos enteran, a mí (Crispí) y a otros amigos que le conocen y que no son fáciles de engañar, de que los buenos palermitanos han tomado la firme decisión de acabar con el despotismo que les oprime y les separa del resto de Italia. Para que todo se haga con las mayores probabilidades de éxito, en el más breve plazo, deberíamos poner en manos de personas de su confianza las armas y el dinero con que comprar municiones y alquilar un buque. Usted, general, mandaría militarmente en el país. De ese modo quedaría garantizado el que Sicilia no se apartara del plan que hemos trazado: únicamente ese programa puede reunir a los elementos activos y sólo así puede construirse Italia.»
El día 15 de aquel mismo mes, Garibaldi comunica que está de acuerdo, pero, siempre fiel al Piamonte, a pesar de todas las decepciones sufridas, precisa: «Recordar que el programa dice: “Italia y Víctor-Manuel.”» A partir de entonces, los acontecimientos se precipitan.
En la mañana del 4 de abril, representantes de todas las tendencias de los conjurados sicilianos, se reúnen en las proximidades de Palermo, en el convento desafectado de los franciscanos de Ganda. Hay allí burgueses, campesinos, estudiantes y otros elementos que ya están fuera de la legalidad; los «picciotti», unos rebeldes medio voluntarios y medio aventureros, que escapan de la policía viviendo en propiedades rurales del interior de la isla.
Pero en aquella ocasión, todos han sido traicionados. Los cien patriotas reunidos en Gancia sólo pueden resistir durante tres horas a las importantes fuerzas de policía que han cercado el lugar de la Asamblea. La noticia de tal drama precipita la acción en otras ciudades: en Messina, en Catania, en Trapani.
En el continente, Garibaldi se entera del levantamiento de los sicilianos, cuando se disponía a que le recibiese el Rey.
Víctor-Manuel, personalmente, se muestra favorable a la operación proyectada, pero teme la reacción de las potencias europeas. También Cavour actúa con prudencia y decide su actitud de acuerdo con los últimos despachos recibidos de París, de Londres y de Palermo. Es hombre que suele saber de donde viene el viento y como sopla.
Influido por su ministro, el Rey niega a Garibaldi la brigada de Bérgamo que le pedía para reforzar sus voluntarios: un regimiento de tropas regulares integrado por antiguos compañeros del general. Pero no se opone a que le entreguen las armas que necesite para el éxito de la operación.
Para cubrir las formas, Víctor Manuel envía un mensajero a su «buen primo», el Rey de Nápoles, aconsejándole que se decida de una vez a aplicar medidas liberales de gobierno. Pero los dos soberanos saben que ya es demasiado tarde.
Después de su entrevista con el Rey, Garibaldi regresa a Genova, donde tiene su cuartel general en la villa Spínola, frente al golfo de Quarto. A principios de mayo, la próxima salida de los revolucionarios ya no es un secreto para nadie. Los «Mil» parten de Génova en la noche del 5 al 6 de mayo de 1860. El más joven de todos tiene once años, mientras que el más viejo alcanzó ya la sesentena: fue soldado en los ejércitos de Napoleón I.
Para muchos de los voluntarios, aquella travesía por mar es la primera de su vida. No les sucede incidente alguno, pero padecen de mala mar. Antes de salir, había ocurrido algo imprevisto: las municiones que esperaban, no llegaron a tiempo; Más tarde se supo que el retraso fue debido a la traición de los transportistas, que prefirieron revender la carga antes que entregarla a sus destinatarios.
Para procurarse otras municiones, los vapores Piemonte y Lombardo, echan el ancla en la costa toscana, en la península de Orbitello; no lejos de allí, está un teniente coronel, al frente de un arsenal importante y es bien conocido por sus simpatías garibaldinas. Por fortuna, la detención de los Camisas rojas resulta provechosa: después de unas horas de escala, la expedición vuelve a partir con las municiones indispensables. Además, han hecho provisión de carbón y de víveres. Ya en el mar, sólo les queda prepararse para la acción, pues apenas tuvieron tiempo para ello, antes de embarcarse.
Garibaldi divide a sus hombres en siete compañías, bajo el mando de sus leales Bixio, Carini, Cairoli, Anfossi, Stocco, La Massa y Orsini. Ayudado por los sicilianos que conocen los lugares de desembarco, dibuja un mapa de ocasión que comprende Marsala y sus cercanías: allí han de tocar tierra el 11 de mayo.
Al finalizar la mañana, los revolucionarios avistan Marsala, una ciudad blanca que se destaca en el fondo de su golfo, en medio de un rico escenario verde. El faro, el pequeño puerto, las casas bajas, todo está en calma. Se diría que los garibaldinos no eran esperados en tierra. En cambio, en el horizonte de alta mar aparecen tres navíos de guerra y, cerca del puerto, hay otros dos anclados. Los que permanecen inmóviles son ingleses: el Argus y el Intrepid, que tienen la misión de recoger a los súbditos que habitan en la región.
Los que se acercan a todo vapor son napolitanos: el Strom— ribaldinos, y treinta y seis entre sus enemigos. Y un número de que fue capitán de marina: hace que sus dos barcos fuercen la marcha y asegura que el Piemonte y el Lombardo entrarán en el puerto de Marsala antes que el primero de los buques napolitanos. Así sucede, aunque tan sólo por pocos minutos: los justos y necesarios para ellos, pues en la ciudad no hay guarnición y los buques que vienen de alta mar son su única defensa.
Perdida la carrera, la flotilla napolitana reduce la marcha y se aposta a la entrada del golfo. Duda si abrir el fuego, no se sabe bien porqué, mientras que un destacamento de cincuenta garibaldinos pone pie en tierra, tranquiliza a la población y organiza su defensa. Después de largas vacilaciones, el comandante napolitano envía una tripulación de asalto a bordo del vacío Piemonte. Se limitará a arriar el pabellón italiano y echarlo al mar.
Los Decuriones de Marsala —los concejales del municipio—, oyen la primera proclama de Garibaldi: «Estamos con vosotros. Queremos la liberación de vuestro país. ¡A las armas!» La invitación surte muy pocos efectos: sólo catorce voluntarios se incorporan a las filas de los Camisas rojas. Sin embargo, todavía no hay combate a la vista: no puede llamarse así a las balas de cañón que, por último, se deciden a disparar los napolitanos, destruyendo unas casas del puerto.
Éxito estratégico, por lo tanto, pero desilusión popular: los patriotas llegados del Norte esperaban más calor por parte de los sicilianos. Y es que, olvidados por las gentes de Nápoles, los habitantes de Marsala también lo fueron de los revolucionarios locales, que no habían preparado un levantamiento en masa. Pero Marsala es únicamente la primera etapa.
En Palermo ya hace días que se disponen a la batalla. El ejército napolitano que manda Landi, un general de setenta años, cuenta con veinticinco mil hombres, pero apenas tiene movilidad ni eficacia. Su Estado Mayor, al conocer la toma de Marsala, denuncia «el acto de piratería cometido por una horda de malhechores», y envía una fuerte columna de tropas regulares al encuentro de los garibaldinos.
Mientras tanto, a través de los campos de labor, los patriotas han ido avanzando hacia la capital, hacia Palermo. A su paso, las multitudes se han mostrado más entusiastas que los vecinos de Marsala y, ahora, los Camisas rojas cuentan con dos mil hombres. Los soldados napolitanos que acuden a cortarles el camino, son casi dos veces más numerosos.
El choque tiene lugar en Calatafimi, que dista de Palermo tinos cincuenta kilómetros. A mediodía, bajo la deslumbrante luz de un mayo siciliano, el Comandante de los napolitanos ve aparecer sobre las crestas que dominan la carretera, el desigual ejército de los garibaldinos. La banda toca el himno de los Borbones. La trompeta de los Camisas rojas le responde como mejor puede. En seguida se entabla batalla. Aquello es más una pelea que un combate, una gran escaramuza, mejor que un enfrentamiento en serio.
Garibaldi ha dado sus consignas: no retroceder, hacer frente siempre y acabar combatiendo con las bayonetas. Y también ardor, coraje, porque «¡aquí ha de hacerse Italia, o morir!». Los napolitanos piensan que no tienen ni para empezar con aquellos «desharrapados» que, perdiendo el aliento, descienden hacia sus primeras líneas desde las alturas del pueblo de Vita.
Su primera carga es vigorosa y consigue impresionar al jefe de los borbones. Muy pronto sus posiciones se sienten menos seguras y la superioridad de irnos o de otros fluctúa según sea el terreno. El balance de la batalla demuestra que el resultado del combate quedó indeciso: treinta y dos muertos entre los garibaldinos, y treinta y seis entre sus enemigos. Y un número semejante de heridos.
Improvisando como pueden, las secciones y las compañías se persiguen y se destruyen mutuamente. Los fusiles de los Camisas rojas son tan malos —Garibaldi lo confirmará más tarde—, que los hombres prefieren combatir con arma blanca. Pero lo cierto es que el entusiasmo puede más que la ciencia militar y el armamento superior: los napolitanos tocan a retirada.
La victoria de Calatafimi tendrá una indudable influencia sobre las operaciones posteriores. En toda la isla, la noticia infunde valor a los patriotas. Los «picciotti» llegan clandestinamente a Palermo y se reúnen con las unidades garibaldinas. Ahora sólo falta la explotación del éxito.
El 17 de mayo, en Alcamo, de camino hacia la capital, Garibaldi actúa como jefe militar y como dictador. Divide a Sicilia en distritos, nombra gobernadores —poniendo a Crispí en cabeza—, y suprime ciertos impuestos. Luego, los voluntarios prosiguen la marcha sobre Palermo, adonde acaban de llegar, como refuerzo, tres mil hombres mandados por el coronel Von Mechel.
Los defensores de la ciudad esperan a los garibaldinos en el cinturón de colinas que rodea a Palermo, en los alrededores de Monreale. Los napolitanos llegan demasiado tarde a Misilmeri para impedir la formación de un verdadero Cuartel general de los «picciotti». Durante casi dos semanas, los garibaldinos —uno contra diez— van a jugar al ratón y al gato con las tropas borbónicas. El general nizardo rehúsa un combate abierto y de frente que le costaría demasiado caro; y el napolitano Lanza no consigue adaptarse a la táctica de guerrillas de un adversario que se le escapa de entre los dedos cuantas veces cree tenerlo cogido.
Hacia el 20 de mayo, Garibaldi recibe en su «territorio» la visita de unos oficiales ingleses y norteamericanos, acompañados por un periodista del Times. Este último, un antiguo coronel húngaro llamado Eber, da cuenta detallada al general de las medidas tomadas por Lanza para defender Palermo, y le señala las lagunas de su sistema: inexplicablemente, una de las puertas de la ciudad está desguarnecida de tropas.
La decisión del jefe de los Camisas rojas está pronto tomada. Durante varias noches encienden un gran número de hogueras en las colinas, para hacer creer en una importante fuerza de patriotas. Y en la noche del 26 al 27 de mayo, Garibaldi se dirige a sus tropas y les dice: «Mañana entraré en Palermo, o ya no contaré en el número de los vivos.»
En el alba del veintisiete, el grueso de la columna garibaldina entra en Palermo por la puerta Termini, arrollando a unos pocos centinelas napolitanos que no pueden hacer nada para impedirlo... En el Palacio Real, Lanza se aturde y ordena que se bombardee el barrio de Gibilrossa, por donde los garibaldinos habían entrado en Palermo. Los cañones produjeron más daño en las casas y en los civiles que en los patriotas, que en pocas horas consiguieron apoderarse de los puntos estratégicos de la capital.
Los preparativos hechos en el interior por los republicanos influyeron mucho en la victoria. Al día siguiente, todos los sicilianos se asombraron al saber que Garibaldi, con el poncho desplegado sobre la grupa de un caballo negro, había hecho su entrada en Palermo, aclamado por una doble hilera de ciudadanos, y ordenado que se izara en la catedral la bandera italiana. Mientras, las tropas de los Borbones esperaban órdenes para reaccionar.
Pero el asombro general no se detuvo ahí, pues Lanza pidió un armisticio: envió a dos generales a entrevistarse con Garibaldi, al que desde entonces se dio el tratamiento de «Excelencia». Como un príncipe magnánimo, el nizardo —que habla recibido a los enviados napolitanos a bordo del buque de guerra inglés Hannibal, fondeado en la rada— les concedió una tregua de tres días. Los mensajeros de Lanza la aprovecharon para trasladase a la Corte de Nápoles y hacer una dantesca descripción de los infortunios de Palermo y de la potencia de los garibaldinos.
El débil Franceschiello accedió a capitular. Y el 6 de abril, los veinte mil hombres de la guarnición napolitana dejaron de combatir antes de haber comenzado. Los Camisas rojas rindieron honores militares al general Lanza, a quien ya sólo le quedaba un camino: el del Consejo de Guerra. En cuanto a Garibaldi, le esperaban otros trabajos: el primero, organizar la isla como un Estado coherente.
El general va a demostrar que también es un buen administrador. Hombre sencillo y de buen criterio, sabe conservar la mesura precisa para no comprometer su éxito. Crispi le ayuda mucho a comprender la auténtica situación de Sicilia.
En realidad, a los sicilianos les preocupa muy poco la gran Italia. Lo que les anima es su odio por los dominadores napolitanos y por los grandes propietarios rurales que se aliaron con ellos por interés. Y ahora les ha llegado el momento de las purgas, de las ejecuciones sumarias, de la administración expeditiva. Hay que comenzar, pues, por poner orden y por organizar la provincia, que no estaba incluida en la rendición de los napolitanos, y donde todavía resistían algunas guarniciones, entre ellas la de Mesina.
Se adoptan, por decreto, numerosas medidas: quedan abolidos ciertos usos del régimen derrocado —desde algunos impuestos hasta el besamanos—; se disuelven las órdenes religiosas acusadas de monarquismo —los jesuitas—; se organiza el reclutamiento —con movilización de los hombres de diecisiete a cincuenta años... Las finanzas sicilianas están en buen estado: en el palacio de Hacienda y en el Banco Real, Crispí ha encontrado cinco millones de ducados, que son muy bien recibidos.
Por toda Europa se organizan «Comités de ayuda a Garibaldi*. De Inglaterra y de Francia llega dinero, y del Norte de Italia acuden los hombres. En Palermo se organiza una Internacional de revolucionarios, abigarrada, heterogénea y entusiasta... Pero hay algo que pesa en el otro platillo: los piamonteses se han alegrado de los éxitos de los Camisas rojas, pero pretenden canalizarlos.
Cavour quiere construir Italia siguiendo una política «de alcachofa»; esto es, de hoja en hoja. Sicilia debe ser moderada» no revolucionaria. Y ya que Garibaldi proclamó bien alto su sumisión al Rey, le envían un mentor: un tal La Fariña que, en teoría, supervisará cuanto se decida en la isla. En realidad, el enviado de Turín —que llegó a bordo de una fragata piamontesa— tendrá poca influencia. Hasta que, cierto día de julio, el nizardo se harta de tantos consejos y de la vigilancia de que es objeto, expulsa a La Fariña, a dos adjuntos suyos y a dos corsos convictos de espionaje en favor del Piamonte.
En Turín se promueve un escándalo, y surge el temor de que el «condottiere» corte sus puentes con el Rey. Pero no sucede nada: una cosa es la administración y otra la ambición; Garibaldi no es un dictador por naturaleza, y le fastidia gobernar. Traspasa sus poderes al buen Crispí y comienza a pensar en servirse de Sicilia como de un trampolín para saltar al continente.
Mientras luchó había recibido innumerables testimonios de ánimo y simpatía. Entre los franceses se contaban Alejandro Dumas, padre, que actuaba en Italia como corresponsal de guerra, y Víctor Hugo que, apenas regresado de Jersey —donde le habían expulsado cinco años antes—, exalta «las tres grandes hogueras de la civilización: Inglaterra, Italia y Francia». Ahora saca lección de lo sucedido en Sicilia y escribe:
«¿Qué se desprende de todo esto? Una ley moral, una ley augusta: la fuerza no existe, sólo existe el derecho, sólo existen los principios; no existe otra cosa que los pueblos, las fuerzas del ideal. Todo lo que sucede en estos momentos es de pura lógica... Una vez dado el impulso, ya no hay resistencia posible. ¡Déspotas: os desafío! ¡Detened a la piedra que cae, detened al torrente, detened la avalancha, detened a Italia, detened el 89, detened al mundo que Dios precipitó en la luz!»
Para ir, más prosaicamente, hacia adelante, había que desalojar de sus reductos a las últimas tropas napolitanas que obstruían el camino hacia el continente: en los extremos confines de la isla, Milazzo y Mesina eran las principales guarniciones que aún quedaban por vencer.
Garibaldi ya no tiene problemas de efectivos, pues desde la toma de Palermo se han sucedido los buques cargados con miles de voluntarios. Según los cálculos más optimistas, son unos dieciséis mil en total, a los que se entrena en una especie de academia militar. A finales de junio, una columna mandada por Medid, emprende el camino hacia el Este; Türr, en dirección a Catania y Bixio a Arigento, inician un movimiento con el mismo objeto.
Medid es el que encuentra mayor resistencia; en Milazzo, después de tres días de escaramuzas, se entabla la batalla el 20 de julio. Garibaldi se ha unido a esas tropas, diezmadas por la artillería enemiga. El combate costará a los sicilianos, entre muertos y heridos, setecientos cincuenta hombres. A pesar de todo, Milazzo cae en su poder, el mismo día veinte por la tarde.
Tres días después, unos buques llegados de Nápoles evacuan a los supervivientes de la guarnición de los Borbones. Garibaldi considera a Sicilia liberada por entero. El hecho es que, pocos días más tarde, hace su entrada triunfal en Messina, guardiana del estrecho y puerta del Continente.
Ya tiene tomadas las necesarias disposiciones para combatir en la misma Italia, para ir subiendo por «la bota»: desembarco de una brigada en el Norte de Civitavecchia, a la altura de Roma; acción sobre Perugia, desarrollada por parte de las tropas de la Liga, con base en Tose ana; y, desde luego, travesía del estrecho de Mesina por el grueso de las fuerzas garibaldinas. Con un solo golpe, el «condottiere» —desoyendo las presiones de Turín y las amenazas de oposición formuladas por los franceses— quiere realizar la unión de Nápoles con los Estados del Papa.
También rechaza Garibaldi una intervención de Víctor-Manuel, que le escribe: «... Para acabar la guerra con los sicilianos, le aconsejo que renuncie a la idea de pasar al continente napolitano con su valeroso ejército, a condición de que el Rey de Nápoles consienta en llamar a todas las tropas que aún tiene en la isla, y en permitir que los sicilianos dispongan de su futuro...»
Pero Garibaldi no riñe una batalla, sino que realiza una marcha triunfal. El ejército napolitano, descompuesto, es la propia imagen de la monarquía. Francisco II demuestra su debilidad abandonando lo que aún podía ser defendido. El 25 de agosto, el Rey de Nápoles se dirige personalmente a Garibaldi, enviándole una carta en la que le pide la paz; además, le ofrece el reconocimiento de la independencia de Sicilia y el pago de los gastos de guerra, y le concede derecho a reclutar voluntarios en todas las provincias de su reino. Finalmente, se compromete a facilitarle cincuenta mil hombres para marchar contra Austria y para invadir los Estados del Papa. Garibaldi no se digna contestar al Rey.
Entonces, Francisco II, llevándose sus efectos personales y algunos objetos a los que tiene cariño, sale de Nápoles sin ruido, después de mandar que se haga pública una proclama en la que se despide de un pueblo que ya no es suyo. Garibaldi, que ha llegado al continente, recorre pueblos y más pueblos recibiendo una adhesión popular cada vez más delirante.
Ya está en Salerno cuando Franceschiello se retira a Gaeta, sin esperanzas de regreso. Liborio Romano, ministro del Interior del Rey huido, envía al nizardo, «invencible general, dictador de las Dos Sicilias», un mensaje de bienvenida. La entrada en Nápoles concluye el paseo garibaldino, a través de la Calabria y la Basilicata.
El 7 de septiembre de 1860, a la una y media de la tarde, el tren que le conduce desde Salerno, se detiene en la estación de Nápoles, al pie de las fortalezas de Castelnuovo y de Carmín. Una muchedumbre de napolitanos desborda al destacamento de la Guardia Nacional y atropella a los ministros Liborio Romano, Giacchi y de Cesare, que han acudido a recibir al conquistador.
Por poco ahogan a Garibaldi; tanto le apretuja el gentío, que no puede montar a caballo; después del tren, sube en un coche que le permite recorrer la capital. Los militares de la guarnición real no disparan ni un tiro: Nápoles se entrega.
Alejandro Dumas, que es corresponsal del diario L´Indipendente, dice en su crónica: «Todo el pueblo de Ñápeles sigue a Garibaldi desde la orilla del mar hasta el arzobispado y desde el arzobispado al palacio de Angri. Se oye un grito inmenso, que se diría lanzado por quinientas mil gargantas, y que entra por las abiertas ventanas como un himno de venganza contra Francisco II y un hossanna de gratitud al libertador: “ ¡Viva Garibaldi!" El general se ve obligado a aparecer en una ventana. Los gritos redoblan, sombreros y ramos de flores vuelan pos los aires. En balcones y ventanas, las mujeres agitan sus pañuelos... ¡La revolución se ha hecho... y sin que haya costado una gota de sangre!»
En los días siguientes, las tropas garibaldinas, remontando la Calabria o llegando por el mar para reforzar el Norte, afluyen a Nápoles, donde serán reagrupadas y encuadradas. En el plano administrativo, el «condottiere» proclama por edicto las rutinarias y diversas medidas que se refieren a la estructura del Estado y a la vida cotidiana. Toma posesión de la flota real, hace las proclamaciones acostumbradas... y espera la llegada de Mazzini.
Los dos hombres se encuentran como dos viejos hermanos de armas que no siempre se comprendieron y, una vez acabada la entrevista, se separan sin haber cambiado de opinión. Mazzini pone en guardia a Garibaldi, porque el pensador —que llega de Génova— sabe que Piamonte sacará las castañas del fuego a su manera, que no es la republicana. Garibaldi sigue persuadido de que la gran Italia no se hará más que con Víctor— Manuel.
Es posible tener concepciones políticas muy simples y, sin embargo, presentir la realidad...
La cuestión romana agita nuevamente a las cancillerías y fatiga a Garibaldi. Conviene recordar que, al día siguiente de la retirada del «condottiere» hacia San Marino, después de la desbandada de los diputados de la República romana y de la dimisión de Mazzini, el Papa Pío IX volvió a subir a su trono llevado del brazo por los franceses: Napoleón III se jugaba su porvenir en Roma, dando satisfacción a una Francia católica en su inmensa mayoría.
Después de aquello, el Emperador, prevaliéndose de su apoyo en los momentos difíciles, aconsejó al soberano Pontífice que procediese a dictar en sus Estados ciertas medidas liberales. La Curia romana no tuvo en cuenta esas recomendaciones y continuó con sus normas de gobierno autoritario: el corto entreacto de la Roma republicana, había aterrorizado a los prelados, que no veían otra salvación que el conservadurismo. Verdad es que su católico vecino, Francisco II, empleaba procedimientos similares.
Francia se da cuenta entonces de que su responsabilidad queda comprometida con la persistencia de esa marea conservadora que inunda a una Italia que evoluciona en sentido liberal y está en buenas relaciones con París. En las Tullerías no se atreven a adoptar la única sanción que puede librarles de esa responsabilidad: esto es, la retirada de las tropas que mantienen todavía en Roma. Eso sería como abandonar al Papa que, por sí solo, no podría resistir el ímpetu revolucionario—, y el Emperador considera que el honor de su corona está ligado a ese deber de protección para el jefe de la Iglesia.
En Francia, lo mismo que en Italia, la agitación general se opone a ese concepto. Docenas de publicaciones debaten la cuestión. En París, Guizot, Thiers, Sylvestre de Sacy, Saint— Marc Girardin, se oponen unos a otros, dedicándose a una especie de «congreso de folletos» en tomo a la «cuestión de los Papas y los Príncipes italianos», para decirlo con expresiones de la época. En el Senado se preguntan: «¿Hay que ir a la guerra para defender el poder temporal del Papa?» Son muy comprensibles las vacilaciones de Napoleón III.
La posición de Víctor-Manuel no es más cómoda. Su enviado especial, el abate Stellardi, va y viene entre Turín y Roma, llevando mensajes, casi siempre moderados pero en los que no se disfraza el peligro de una nueva conflagración. Por ejemplo, el Rey le dice al Papa:
«Su Santidad no podría recuperar esas provincias (las Legaciones gobernadas por demócratas), sin recurrir a las armas y a los ejércitos extranjeros. Su Santidad no puede querer que se vierta sangre cristiana para recuperar una provincia que, cualquiera que fuese el resultado de la guerra, siempre quedaría moralmente perdida para el gobierno de la Iglesia... El interés de la religión no pide eso...»
Y cuando el Rey del Piamonte propone al Pontífice una es pecie de vicariato suyo sobre los Estados de la Iglesia, en los que Pío IX conservaría moralmente el primer puesto, el Papa le contesta: «La idea que Su Majestad ha pensado en exponerme, es una idea imprudente e indigna de un Rey Católico»... Y Pío IX, furioso, excomulga a quien conspire contra él en la Romaña.
Durante un cierto tiempo, Francia se pregunta si no sería conveniente retirar sus tropas, cediendo la defensa de Roma a los hombres de Francisco II. Pero la situación del Rey de Nápoles, como consecuencia del avance de Garibaldi, se hace tan precaria que el proyecto queda abandonado. Napoleón ve con indudable alivio cómo surge una solución de recambio: el general Lamoriciére, enemigo del Imperio, llega a Roma y comienza a intrigar para que le nombren «Generalísimo del ejército pontificio». Promete que afluirán muchos franceses que, como él, no tienen simpatía alguna por el régimen napoleónico.
Como el Emperador acaba de reiterar al Papa sus demandas de liberalización del Gobierno y el Pontífice ni ha contestado, el Vaticano y las Tullerías precisan por escrito los cuatro puntos de un acuerdo que permite la retirada de las tropas francesas y su rápida sustitución por los zuavos pontificios, una fuerza integrada por dieciocho mil hombres. Lamoriciére toma posesión de su cargo a finales de abril de 1860.
El objetivo real y oculto de esa sustitución de tropas no se conocerá hasta más tarde: los cazadores franceses estaban en Roma sólo para defender al Papa; los zuavos de Lamoriciére lo están para tomar la iniciativa. Con el asentimiento de la Curia y de Pío IX, preparan un ataque sobre la Romaña, en aquellos momentos gobernada por el pueblo. Esa es la característica general de aquel año decisivo: con la única excepción de Francisco II en Nápoles, todo el mundo en la península no sueña más que en conquistas.
En cuanto a Turín, ya tiene su casus belli: Lamoriciére, el dueño del poder militar de los Estados del Papa, es un extranjero en el suelo italiano y manda a unos soldados mercenarios. Un extranjero que proclama el estado de sitio en diversas provincias —Perugia, Ancona, la Campania—, y castiga con penas muy severas a los infractores de las leyes de excepción.
El 7 de septiembre, Cavour envía una nota de protesta al cardenal Antonelli, secretario del Estado. Al mismo tiempo, contiene una intimación a «desarmar y disolver ese cuerpo (de mercenarios), cuya existencia es una continua amenaza para la tranquilidad de Italia».
Se cambian unas notas, sin resultado efectivo. Lamoriciére afirma que «Dios no siempre da la victoria a los batallones numerosos». El ejército piamontés toma las primeras ciudades1 pontificias en los días 7 y 8 de septiembre: Cittá di Castello, Orvieto, Perugia. Los soldados del Piamonte descuelgan los blasones pontificios y toman posesión de las ciudades en nombre de su Rey. Turín no oculta ya que su campaña de conquista no ha hecho más que empezar. Con treinta y tres mil hombres, setenta y dos bocas de cañón y una escuadra en aguas de Ancona, los piamonteses atacan a los veinticinco mil hombres de Lamoriciére.
Al Sur de Roma, los soldados de Francisco II son todavía sesenta mil y el Rey no se decide a abdicar. Mientras se prepara un plebiscito, Garibaldi, ajeno al intercambio de notas diplomáticas, se felicita por los primeros éxitos logrados por los piamonteses y se dispone, él también, a entrar en batalla.
Mientras realiza un corto viaje a Sicilia, sus tropas, bajo el mando de Türr, sufren un importante revés en Cajazzo, no lejos de Capua, donde los Borbones tienen su cuartel general. De los mil doscientos hombres que intervinieron en los combates, sólo cuatrocientos garibaldinos salen sanos y salvos. Tal derrota, hace más prudente todavía al «condottiere», en la preparación de la gran batalla del Volturno, que comienza el 1 de octubre.
Cuatro divisiones, mandadas por Türr, Cosenz, Bixio y Medid, reúnen a veintidós mil Camisas rojas. Los napolitanos disponen de cuarenta mil hombres, si se cuentan los batallones extranjeros de Von Mechel. El comandante en jefe, Ritucci, se propone batir a Garibaldi en la orilla izquierda del Volturno y recuperar Nápoles, mientras que sus adjuntos acosarán el otro flanco. Quiere obligar a Garibaldi a una batalla en línea. Siendo dos contra uno, y éste con práctica de guerrillas más que de guerra de posiciones, dan a Garibaldi por vencido.
Sin embargo... A lo largo de dos días de feroces combates, la victoria cambia muchas veces de campo. Garibaldi está en todas partes y, con frecuencia, al borde de la muerte; galvaniza a sus hombres y gana tiempo, en la noche del primer día, para concebir un plan de ataque en debida forma. Es el animador de la batalla, con el sable al hombro, y caracoleando de una posición a otra.
Después de treinta y seis horas de lucha, los borbónicos se repliegan. Los combates han costado caros a los dos bandos, pero los garibaldinos quedan vencedores. Y esa lucida victoria impulsa a los piamonteses a acentuar su presión en dirección Sur, como si lucharan tanto para conquistar los Estados pontificios como para contener a Garibaldi y los suyos.
En Turin ha sonado la hora de la desconfianza por el «condottiere». El 2 de octubre, en la Asamblea, Cavour acusa abiertamente a Garibaldi de pretender apoderarse de Roma, para provecho propio y con el riesgo de provocar una réplica de Francia. Pocos días antes, el mismo Cavour había escrito al Comandante en jefe de su ejército: El Rey está decidido a acabar con los republicanos. El ministerio se mantiene fuerte y unido y la nación está con nosotros.»
Garibaldi y los suyos se llenan de amargura. ¿Acaso no demuestran su fidelidad a la palabra empeñada —«Italia y Víctor— Manuel»—, organizando el plebiscito de Nápoles y de Sicilia? La pregunta que en el mismo se hizo, es sobradamente precisa para el Piamonte: «¿Quiere el pueblo una Italia unida, indivisible, teniendo como Rey constitucional a Víctor-Manuel y a sus legítimos descendientes?»
¿No resultó muy brillante el plebiscito? Un millón trescientos mil sesenta y cuatro «sí» y diez mil trescientos doce «no», en Nápoles; cuatrocientos treinta y dos mil cincuenta y tres «sí» y seiscientos sesenta y siete «no», en Palermo. Y en las Marcas y en la Umbría, donde las autoridades populares habían organizado la consulta, ¿no recibió la pregunta, a primeros de noviembre, la misma masiva aprobación?
Hay otra prueba de la constancia de Garibaldi en sus acciones: el mismo día del plebiscito, mientras los piamonteses del general Cialdini forzaban a Francisco II a que abandonara la orilla derecha del Volturno, adonde acababan de llegar, los garibaldinos tomaron su relevo y persiguieron a los borbórnicos.
El veintiséis de ese mes, los Camisas rojas y los soldados del Piamonte se reunieron fraternalmente en Caianello. A las seis de la mañana, el general avanzó a caballo, con un pañuelo de seda cubriéndole las orejas, debajo de un sombrero de alas anchas, para preservarse del frío. De pronto se oyeron a lo lejos las notas de la Marcha Real. Es Víctor-Manuel, que llega Garibaldi pica espuelas, saluda a Cialdini al pasar y, después, a pocos pasos del soberano, se inmoviliza y se descubre la cabeza.
Se oyen gritos de «¡Viva Víctor-Manuel!». Y Garibaldi añade: «¡Rey de Italia!» El soberano contesta: «Grazie», coge la mano del general y los dos hombres avanzan así, a pie, durante más de un cuarto de hora. Están en Teano. El Rey tiene la cortesía de hacer que sus tropas desfilen ante el general y, después, pasa revista a los garibaldinos de Bixio.
En el transcurso de la comida, Víctor-Manuel ofrece al nizardo el título de general del ejército, un patrimonio para uno de sus hijos, el honor de ser su ayuda de campo para otro hijo, una dote para su hija, un castillo como obsequio y un buque de vapor. Pero lo que Garibaldi desea, sólo por un año, es la tenencia general de las Dos Sicilias: el tiempo necesario para implantar allí los que cree buenos principios de gobierno. También, probablemente, el preciso para disponer la conquista de Roma. El Rey vacila y luego, aunque afligido, se niega. Piensa que Italia es una, y que acaba de nacer bajo la corona del Piamonte. No caben más soberanos ni más particularismos.
Garibaldi se dirige después a Nápoles. Y el veintinueve, tras maduras reflexiones, se despide del Rey y le anuncia su decisión de retirarse a Caprera. Como saldo de toda su cuenta, le pide que asista a la última revista de sus hombres. El Rey se lo promete, pero el día seis no acude a Nápoles cuando Garibaldi va dando a cada uno de sus primeros camaradas una medalla conmemorativa.
Dos días más tarde, desengañado, entrega al soberano el resultado del plebiscito. Esta vez, Víctor-Manuel sí que está allí, en el salón del trono del antiguo palacio de Francisco II. Sin embargo, los voluntarios sólo tienen un mensaje de despedida: el de su jefe: ninguna orden del día firmada por el Rey, ningún acompañamiento de bandas militares. «Se exprime a los hombres como a limones, y después de sacarles el zumo, se les echa», comenta el nizardo, que nunca pecó de resentido.
Y sin que el pueblo lo sepa, pues se prohíbe al Giornale
Ufficiale que lo publique, de nuevo el «condottiere» emprende el camino hacia Caprera.
Nápoles
Llevando por todo equipaje una caja de bacalao seco y unas bolsas con semillas, azúcar y café —del que no puede prescindir—, y con sólo el importe de un mes de sueldo, el conquistador vuelve a la isla que, en tiempos de los romanos, servia para recibir a los deportados. Su salida se hizo sin aparato alguno, pero los hombres de corazón le echan de menos. Míster Elliot, embajador de Inglaterra en Nápoles, en una carta a lord John Russell, ministro de Asuntos Extranjeros de Gran Bretaña, comenta:
«No se puede perdonar a los ministros y al Gobierno una cierta falta de generosidad con ese hombre que, después de haber regalado dos reinos a su soberano, sin duda pasó sus últimos días en Nápoles entristecido por el olvido y la ingratitud.»
La conquista del Reino de las Dos Sicilias, pues, se continuará sin Garibaldi. De hecho, era ya casi total; sólo quedaba por solventar la cuestión de su Rey. Cuarenta mil hombres se disponen a defenderlo en Gaeta, mientras que la escuadra francesa del almirante Le Barbier de Tinan espera en alta mar para, si así lo desea, salvar a Francisco II de una última humillación y ofrecerle refugio.
Después de un largo asedio y de un duro bombardeo de tres semanas, Gaeta capitula. El Rey embarca a bordo del aviso La Mouette, y navega hacia tierras más apacibles. Una votación unánime del Parlamento proclama a Víctor-Manuel Rey de Italia. Pero de una Italia que sigue amputada: le faltan Ve— necia y Roma.
Garibaldi no deja de pensar en ello. A los visitantes y a los leales que van a verle en Caprera, les repite: «En primavera... En primavera...» ¡Ya volverán los tiempos de actuar! Diez millones de italianos son libres gracias a él, y pronto serán conquistadas las dos ciudades. Pero lo serán dentro de la legalidad, y para Garibaldi la legalidad sigue siendo la realeza. A sus ojos, Víctor-Manuel tiene excusas, y desde su retiro escribe a Mazzini:
«El —el Rey— ha recibido la pésima educación de todos los príncipes, y no conoció, como nosotros, la dura escuela del mundo. Pero es bueno. En él está la palanca, el eje central que buscaba la Italia de Maquiavelo y de Dante. Hemos de inspirarle una confianza sin límites: creo que ese es el único medio que existe para apartarle de las malas hierbas que le rodean, y que sólo se mantienen por la desconfianza que despiertan contra nosotros.»
La peor de esas «malas hierbas» es el conde de Cavour. Y Garibaldi, después de larga reflexión, va a Turín para decírselo. Desde el 14 de enero de 1861, día de la proclamación del Reino de Italia, la que fue capital del Piamonte es capital de la nueva Italia. Allí se reúne por primera vez el Parlamento elegido durante la primavera, y Garibaldi es diputado por Nápoles.
Como ya se ha hecho costumbre en él, irrumpe en la Asamblea pronunciando una acusación contra Cavour. ¿Por qué, el año anterior, mandó a las tropas piamontesas, a marchas forzadas, hacia Nápoles, cuando sus Camisas rojas dominaban perfectamente la situación? ¿Por qué quiso provocar una guerra fratricida entre piamonteses y garibaldinos, por razones de política personal?
Tumulto, escándalo, insultos... El viejo león se declara «plenamente insatisfecho» con las explicaciones que da Cavour, y hay quien se pregunta si aquella agresión no acabará en duelo cuando Bixio, que también es diputado, consigue calmar los apasionamientos subiendo a la tribuna para hacer una llamada «a Italia y a la concordia».
No habrá reconciliación, a pesar de las gestiones del Rey, y Garibaldi regresa a Caprera después de unos días de asistencia al Parlamento, aunque sin ocuparse lo más mínimo de los problemas que plantea la unificación: moneda, aduanas, alfabetización, pesos y medidas, ferrocarriles..., que han de unificarse también. Cuando, un mes más tarde, Cavour fallece a consecuencia de un ataque de trombosis, Garibaldi —cuyo rencor es tan tenaz como la amistad y la lealtad—, ni siquiera envía un telegrama de condolencia.
Desde la Casa Blanca, el «condottiere» contesta negativamente al Presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, que le promete el mando de uno de los ejércitos del Norte en la guerra contra el Sur. Su obsesión sigue siendo Roma, donde Pío IX ha cumplido los quince años de pontificado, y Venecia, la antiquísima República oprimida por Austria.
Todavía han de transcurrir largos meses de espera y de preparación para que el país, absorto en la evolución de la industria y de los medios de transporte, reconstruidos a escala de la península, vuelva a tomar conciencia de esos dos problemas; Los republicanos nunca dejaron de pensar en ellos, de formar grupos de acción, de trabajar los medios gubernamentales.
Gracias a ellos, la espera se ha llenado con episodios revolucionarios —manifestaciones, ceremonias, plebiscitos populares— o con otro tipo de incidentes que, en definitiva, despiertan la conciencia nacional de los italianos. Y cuando, en mayo de 1862, la policía piamontesa dispara contra los revolucionarios que, en Bérgamo, reclamaban la libertad de unos patriotas detenidos por actos subversivos, Italia entera reacciona. Por todas partes responden con una nueva inscripción de voluntarios, siempre con el mismo abanderado: Giuseppe Garibaldi.
¿Por dónde comenzar? ¿Por Venecia, por el Tirol, o por Roma...? Las opiniones divergen en el seno de los estados mayores republicanos. Y cuando, a pesar de la oposición del ministro Ratazzi, Garibaldi se embarca para Sicilia el 25 de junio de 1862, nadie sabe exactamente si se dispone a atacar a Pío IX, partiendo de Calabria y Nápoles, o si, por el Adriático, quiere ir contra los austríacos.
Pasan quince días antes de que el «condottiere», inflamado por la acogida que le dispensaron los sicilianos, revele sus proyectos. Lo hace en Palermo, el 15 de julio: «¡Pueblo de Sicilia! El dueño de Francia, el traidor del 2 de diciembre, el que vertió la sangre de nuestros hermanos de París, ocupa Roma con el pretexto de proteger la religión, el catolicismo... ¡Mentira! ¡Le mueven la envidia, la rapiña, la infame sed de poder! ¡Es preciso que Napoleón salga de Roma!»
Al grito de: «¡Roma o muerte!», los voluntarios afluyen a Sicilia mientras que el gobierno de Turín, consternado, intenta limitar los daños diplomáticos. Pero cuando Garibaldi pasa a la acción, el Piamonte ha de preservar su flanco oeste y no le queda sino una solución: intervenir militarmente contra él.
El 25 de agosto, procedentes de dos discretos vapores, tres mil voluntarios desembarcan en la costa de Calabria. Cuatro días después, tres mil quinientos «bersaglieri», plumas al viento, salen a su encuentro. Lo mismo que Napoleón Bonaparte en la carretera de Grenoble, al regresar a la isla de Elba, Garibaldi se pone delante de sus hombres, sale al encuentro de los piamonteses y ordena a los Camisas rojas que no descuelguen siquiera las armas y que griten: «¡Viva Italia!»
Pero los «bersaglieri» no opinan lo mismo, disparan, y matan a cinco garibaldinos. Los Camisas rojas terminan respondiendo: es la lucha fratricida de la que habló el año anterior desde la tribuna de la Asamblea. Garibaldi resulta con heridas en el muslo izquierdo y en el pie derecho. El fuego se interrumpe, y tienden al general sobre unas angarillas improvisadas. Al día siguiente, el coronel Pallavicini, comandante de las tropas regulares, embarca a Garibaldi en un vapor que le llevará a La Spezia.
El herido es considerado como prisionero: un prisionero a quien se trata con respeto y que el Gobierno considera muy molesto. La opinión unánime, forma un bloque contra Ratazzi y en favor de Garibaldi. Aquel episodio agranda más todavía su figura; hasta en el fuerte de Varignano, en La Spezia, cerca de Génova, el héroe de Sicilia es objeto de un verdadero culto. Dos docenas de cirujanos se suceden a la cabecera de su lecho, para evitar la amputación de su pierna izquierda.
En toda Europa se celebran mítines y se abren suscripciones, de ayuda. El Gobierno de Turín encuentra una fácil solución para salir de la embarazosa postura en que se había metido: concede una amnistía general. Garibaldi, a quien se la comunican el 5 de octubre, contesta que en Aspromonte, cuando los «bersaglieri» le alcanzaron con sus balas, el culpable no era él.
Y al mes siguiente, entre aclamaciones y tendido sobre una cama especial que le ha enviado el Primer Ministro inglés, lord Palmerston, el Cincinato regresa a Caprera.
Le esperan cuatro ingratos años: hasta el verano de 1863, que pasa en una larga convalecencia. Sus heridas le hacen sufrir, y ha de desplazarse sobre un sillón de ruedas. Continúa recibiendo muchas visitas y maquinando cruzadas, contra los Habsburgos o contra Pío IX. Para destacar más su desaprobación con respecto a Turín, dimite como diputado del Parlamentó, al que califica de «conventículo de vendidos y de charlatanes», y al que acusa de sostener a un gobierno de «puercos y de zorros».
1864 es el año inglés de Garibaldi. En una mañana del mes de marzo, Italia se entera con asombro de que el «condottiere» ya no está en su isla. Bajan los valores en la Bolsa, son acuarteladas las tropas... ¿Hacia qué nueva expedición partió el general? Simplemente hacia Malta, donde embarca rumbo a Londres, en un viaje que dicen turístico.
Quinientas mil personas le aclaman a su llegada a la Victoria Station, en un tren especial que el Gobierno le ha dispuesto. Es el 11 de abril, y durante tres semanas Garibaldi será la «great attraction» de la temporada. Después, fatigado y sin haber conseguido otra cosa que la promesa de recibir armas y material para las expediciones que sigue madurando en la mente, regresa a Italia, con gran alivio para Turín, que nuevamente podrá vigilarle de cerca.
1865: Caprera, calma y reposo. Cuida la huerta, tira al arco, recibe a invitados, admiradores y curiosos. En realidad, «vida inactiva, estéril» para el dueño de la finca.
1866: otra vez la acción. El Gobierno, ahora instalado en Florencia, lleva la iniciativa. El Canciller prusiano Bismarck propone a Italia una alianza contra Austria, inesperado regalo que facilitará la conquista de Venecia. Y eso aunque, según el jefe del Estado Mayor, hagan falta «cuarenta mil soldados regulares para vigilar a veinte mil garibaldinos». En junio se solicitan los servicios del «condottiere», que contesta: ¡Presente!
Le ofrecen un mando autónomo de voluntarios, que se situarán en los contrafuertes alpinos. Pero sus alturas ya están ocupadas por los austríacos. Con todo, los Camisas rojas realizan verdaderos milagros y, en menos de una semana, toman los puntos fuertes del monte Suello y la ruta de acceso a Caffaro.
Mientras Garibaldi se dispone a descender, marchando sobre Trento, las tropas regulares de La Mar mora son derrotadas en el Oglio, en. Custozza. Los Camisas rojas tienen que ocuparse de la defensa de Brescia, pero aun así continúan conservando las posiciones anteriores ganadas al enemigo. Esas son las únicas victorias de los italianos, pues no mucho después de Constozza, su escuadra es vencida en Lissa por navíos austríacos dos veces menos numerosos.
Dos mil trescientos ochenta voluntarios han dado su sangre en esa guerra perdida por las unidades regulares. Por otra parte, los garibaldinos son detenidos en su progresión hacia Trento porque, como precisa el Estado Mayor, «consideraciones políticas exigen imperiosamente la conclusión de un armisticio». Sin embargo, los combates no han sido completamente inútiles: las cláusulas del armisticio incluyen la cesión de Venecia... a Napoleón III.
Más tarde, como ya hizo con Lombardía, Francia cede al gobierno italiano la ciudad de Venecia. Así lograba el resultado que perseguía, pero al precio de una humillación que hiere profundamente al viejo guerrero, único vencedor auténtico de la campaña. En Caprera le está esperando Francesca Armosino, que va a darle un hijo.
Se han convocado elecciones para 1867. El sexagenario Garibaldi estima que debe despertarse a la opinión italiana, recordarle que todavía está por realizar la unión de Roma a Italia. Se presenta como candidato, porque la campaña electoral es una tribuna pública incomparable: durante ella se puede atacar sin temor al Primer Ministro —«borrico del Papa»—, al Pontífice, y hasta al propio Emperador de los franceses. El embajador de Francia protesta enérgicamente, pero el Gobierno italiano le asegura que aquellos excesos verbales no irán mucho más lejos.
Lo que Garibaldi reprocha a Napoleón, es que en 1866 hubiese vulnerado el convenio firmado dos años antes, que preveía la evacuación de Roma por los franceses a condición de que Italia renunciara a establecer su capital en la Ciudad Eterna. El Rey del Piamonte sí que había designado a Florencia como sede del Parlamento; pero Napoleón sustituyó discretamente sus tropas regulares por «voluntarios católicos», recluta— dos en Antibes con su asentimiento, antes de convertirse en guardianes del Vaticano...
Así, ya está otra vez el «condottiere» comprometido en una acción que su gobierno ha de desaprobar, pues va levantando voluntarios, sin ocultar que los destina a una marcha sobre Roma, contra el Papa y sus franceses. Como consecuencia, en la tarde del 24 de septiembre la policía detiene a Garibaldi y lo encarcela en Alejandría.
En toda Italia se producen protestas y manifestaciones. Ratazzi intenta negociar el libre regreso de Garibaldi a Caprera, siempre que le prometa permanecer tranquilo. El general se muestra inflexible: no prometerá otra cosa que continuar su lucha por la liberación de Roma. De todos modos, el Gobierno acaba por llevarle a su isla, después de una semana muy agitada y bajo una fuerte escolta: nada menos que nueve buques de guerra.
Creer que aceptaría sin más el someterse a una libertad vigilada, era conocer mal a aquel hombre. Y más todavía cuando le devora de impaciencia el que sus leales redoblen la actividad: bandas de Camisas rojas se infiltran en los Estados del Papa, dando golpe de mano tras golpe de mano, asaltando cuarteles y matando guardias pontificios.
A comienzos de octubre, en una noche sin luna, el viejo marino que Garibaldi continúa siendo, embarca, enteramente solo, en un «beccacino», una pequeña barca de las que se sirven los insulares para cazar becadas y patos salvajes. A pesar de su artritismo, atraviesa a remo el estrecho que separa Caprera de la Maddalena, antes de volver a partir para Cerdeña, donde unos fieles amigos le mantendrán escondido.
El diecinueve del mismo mes, cuando su evasión ha despertado el asombro en todas partes, se traslada a Liorna. Y allí sigue oculto hasta que, ahora en Florencia, aparece en pleno día. Ratazzi acaba de dimitir; no sabía cómo hacer frente a las protestas del Papa y de Napoleón III por las incursiones de las bandas republicanas en territorio pontificio, ni cómo responder a los insultos de que era objeto por el trato que dio a Garibaldi.
Aprovechándose de la ausencia de autoridad, el general habla a la muchedumbre desde el balcón de su hotel, en la plaza de Santa María la Nueva. Sus frases patrióticas van mezcladas con unas extrañas fórmulas: en un estilo arrebatadamente lírico, aquel viejo de blanca barba invoca a «Dios y al legislador Jesús», para legitimar la paternidad italiana sobre Roma. Todavía le queda tanto prestigio, que la multitud lo escucha todo sin reaccionar.
Al día siguiente, cuando ya las autoridades se han repuesto, el general pasa la frontera entre Italia y los Estados Pontificios. En esa fecha, 23 de octubre, debía estallar en Roma una insurrección. Pero la policía del Papa está muy bien organizada, y los patriotas ven cómo sus actividades son atajadas desde el primer instante.
Con esos acontecimientos, el gobierno de Víctor-Manuel ha perdido definitivamente todas sus posibilidades de invocar los acuerdos de 1866; se convence de que el movimiento para unir Roma a Italia ha de partir del interior. De no ser así, los franceses podrían reprochar a los italianos que habían traspuesto las fronteras con los Estados Pontificios, violando la convención.
Hasta entonces sólo lo habían hecho los garibaldinos. Agrupados en tres columnas, con un total de siete mil hombres, comenzaron sus operaciones dirigidos por Garibaldi. El «condottiere» ya no dispone de suficientes fuerzas físicas para conducir personalmente a sus hombres y llevarles al combate; pero les dicta las órdenes de marcha que estuvo deseando toda su vida.
En el amanecer del día veinticinco, los Camisas rojas atacan Monte Rotondo, a unos veinte kilómetros de la capital. La resistencia de los gendarmes pontificios y de los legionarios de Antibes, es vivísima. La guarnición de la ciudad no se rinde hasta después de un día y una noche de combates.
Los garibaldinos se toman cuarenta y ocho horas de descanso, antes de lanzar su ataque sobre Tívoli. Sin embargo, todos saben que, con efectivos tan reducidos como los suyos, sólo el levantamiento de Roma les permitiría triunfar. Y Roma no reacciona. El desánimo se apodera de los hombres del «condottiere», mientras que el Papa pide a Napoleón III que acuda en su socorro.
El 29 de octubre, el general De Failly desembarca en Civitavecchia al frente de veintidós mil franceses. Garibaldi no cree que esas fuerzas vayan contra él, sino que permanecerán en Roma, sin atacarle. Sus cálculos resultan equivocados, y sus esperanzas quedan frustradas. El 3 de noviembre, en las cercanías de Tívoli, los cinco mil garibaldinos que aún quedan junto a su jefe son atacados desde todas partes por las tropas del Papa y por las recibidas de refuerzo.
Las armas del primer Regimiento de infantería, que manda el general Kanzler, son fusiles de percusión que disparan doce tiros por minuto; en cuanto a la artillería, sólo existe en el lado de los atacantes. Garibaldi, «envejecido en veinte años», no tiene esperanza alguna de vencer. Ordena la retirada, dejando mil seiscientos prisioneros.
En esa batalla de Mentana, el general De Failly atribuye el papel más decisivo a sus fusiles, «que han hecho maravillas», según el cable que transmite a París. La expresión no puede ser más desgraciada para los italianos, heridos en su amor propio, pues Garibaldi les había dicho que el honor de sus armas quedó a salvo.
El 5 de noviembre, en Paseo Córese, los soldados regulares desarman a los garibaldinos que aún quedan. El general, acompañado por sus últimos leales, monta en un tren con la intención de retirarse, una vez más, a Caprera. Pero en el trayecto, un oficial de carabineros sube a su vagón y presenta a Garibaldi una orden de arresto. El viejo león es conducido a La Spezia y vuelve a ser encarcelado en la fortaleza de Varignano.
Nuevamente se conmueve la opinión, las izquierdas protestan en el Parlamento... Después de tenerlo tres semanas en residencia vigilada, el gobierno autoriza a Garibaldi para que se retire a sus cuarteles insulares. El héroe está doblemente herido: tanto en lo físico, por secuelas de las balas recibidas en Aspromonte, como en lo moral, por la derrota de Mentana.
Caprera: dos años de meditación y de silencio, recibiendo los cuidados de Francesca, que más tarde será su esposa legal; redactando unas largas y densas novelas que los editores rechazan; trazando a grandes rasgos, en unas Memorias, los recuerdos de una vida tan plena como la suya... El «condottiere» permanece en retiro, rumiando sus rencores, su odio por el Emperador de Francia, por Mazzini, incapaz de terminar nada, por los curas y el Papa, responsables de sus infortunios y los de Italia...
Garibaldi consigna sus sueños por escrito en esta página:
«Los sacerdotes, convertidos en unos hombres laboriosos y honrados. Todos los que hoy sostienen la monarquía, los habituados a la opulencia y a una dulce holgazanería, obligados a doblar el espinazo trabajando.
»Se acabaron las leyes escritas... “¡Misericordia!”, gritan todos los doctores del universo, obligados también, por esa supresión, a emplear sus brazos para poder vivir.
»En suma, una transformación radical de lo que, erróneamente, se llama civilización. Eso es lo que haría falta, y entonces todo marcharía mejor.
»¡Y yo que contemplaba la alegría pintada en todos los rostros, reflejando la satisfacción causada por el nuevo estado social, realmente maravilloso!
»¡Desgraciadamente, era sólo un sueño! Me despertaba feliz por lo que había visto, pero las repugnantes realidades de la sociedad moderna venían muy pronto a devolverme la anterior tristeza.
»Y reemprendía, lleno de pena, el camino de mi desierta morada...»
El tronar de los cañones de la guerra de 1870 saca al viejo león de su tristeza y de sus amarguras. Hace suya la observación de Víctor Hugo: «En estos momentos existe un buen medio para ser patriota: si uno es italiano, amando a Francia; si es francés, amando a Italia.»
Ante el anuncio de los primeros reveses de las tropas francesas frente a las prusianas, en el corazón de Garibaldi el odio por Napoleón deja paso a su amor por Francia y por la libertad. Y cuando Gambetta promulga el decreto de movilización total, envía un telegrama a París: «Pongo a su servicio lo poco que queda de mí. Disponga como quiera...» Pero, ¿qué mando puede ofrecer a Garibaldi el gobierno francés?
Deja transcurrir un mes entre vacilaciones. Por último, manda a Caprera a un antiguo Camisa roja, el coronel Bordone, quien acompaña al general hasta Marsella, a bordo de un buque francés.
Honores y aclamaciones sin límite. En Tours, los elementos oficiales se sienten un poco embarazados cuando, el 8 de octubre, Garibaldi se entrevista con Gambetta. Rehúsa el mando de los voluntarios de la región de Chambery, diciendo que están demasiado lejos del frente. Además, ¿cuántos serían?... Nadie se atreve a contestarle. De nuevo los burócratas sienten miedo ante el hombre de acción.
Porque la perspectiva de combatir por una causa justa ha devuelto el vigor a Garibaldi. Después de la comida oficial que le ofrecieron en Tours, da puñetazos sobre la mesa cuando le concretan que tendría a sus órdenes, en Chambery, unos trescientos hombres... Aquello es demasiado, y al día siguiente el nizardo regresa a Caprera.
El Gobierno celebra un breve Consejo: el efecto moral de la marcha de Garibaldi sería desastroso en toda Francia. Entonces le proponen lo que él estaba esperando: la jefatura de todos los Cuerpos francos de los Vosgos, de Estrasburgo y de París, y un batallón de guardias móviles— Ahora todo va mejor, y el viejo general emplaza su Puesto de Mando en Dole. Desde allí organiza su «Ejército de los Vosgos», con todo el cuidado que exige su heterogénea composición.
Bien contados, su unidad comprenderá unos veinte mil hombres, aunque sólo una tercera parte estará en condiciones de resistir los ataques prusianos. Pero lo asombroso sucede nuevamente: en medio del desorden general producido por la derrota, sus franco-tiradores, ya sean polacos, lioneses, argelinos ©italianos, integran una fuerza perfectamente constituida, que los prusianos no consiguen atrapar.
En las selvas de los Vosgos, las tropas de Moltke se agotan en sus vanos intentos de perseguir a aquellos precursores de los guerrilleros del maquis, que son los garibaldinos de 1870 y 1871. Cuando, a fines de octubre, el enemigo marcha sobré Auxonne y Dijon, el Ejército de los Vosgos le hostiga y Moquea su vanguardia. Finalmente, doce mil soldados de Badén acabarán con la resistencia de la plaza de Dijon, y cuando cae también Metz, ya son inútiles los combates de contención.
Entonces, Garibaldi traslada su Cuartel General a Autun, y sus hombres se aferran a las pocas posiciones que pueden defender todavía, entre Bligny y Saulieu. Pero, aun con sus casi sesenta y cuatro años, el nizardo sigue siendo el genio de los golpes de mano y de los ataques por sorpresa. Con todo, no consigue recobrar Dijon, como intentó hacer a últimos de noviembre; como compensación, los alemanes, aunque más numerosos y mejor equipados, tampoco le arrebatan Autun.
Ya en enero, cuando abandonan Dijon para no quedar cercados, son las tropas garibaldinas las que se encargan de su defensa. Pero ha llegado el final para Francia. Los últimos combates victoriosos son librados por los Camisas rojas que, en su resistencia ante el enemigo, todavía le cogen la única bandera que los alemanes perdieron en esa guerra: 1º del 61 Regimiento de Pomerania. Mientras que el ejército de Bourbaki es diezmado por Moltke, Garibaldi conduce a sus hombres a través de las mallas de la red enemiga. El día de Ja rendición llega sin que un solo prisionero quede en poder de los prusianos.
La campaña ha terminado en cuanto se rinden los ejércitos que estaban en el frente, ¿Puede continuarse la lucha? La mayoría de los franceses, siguiendo a Thiers, responde negativamente. Gambetta no quiere ceder. En cuanto a Garibaldi, sólo es un guerrero al servicio de Francia y no se pronuncia como hombre político. Seis departamentos franceses le eligen diputado, pero escribe al Presidente de la Asamblea, que se reúne en Burdeos: «Renuncio al honor que me han hecho.»
Sin embargo, puede verse al viejo de barba blanca por los pasillos de la Asamblea, en el Gran Teatro de la ciudad. Víctor Hugo va a su paso, y el público le aclama. Cuando la sesión está por terminar, Garibaldi pide la palabra. Pero la derecha le increpa, le grita que se quite el sombrero. El general lo conserva puesto en la cabeza, lo mismo que el poncho sobre los hombros, lo que algunos consideran una provocación. Tumulto, interpelaciones, y burlas por parte de Thiers...
«¡Cobardes! —gritan los republicanos—. ¡Tenéis miedo de oír a un héroe!... ¡Brutos, encadenad a Gremieux, y dejad hablar a Garibaldi!»... Las encontradas voces crecen por momentos y Garibaldi, vejado, no insiste y se marcha. ¡Otra vez la eterna ingratitud...! Sin embargo, ¿qué podría haber dicho el «condottiere»? En cambio, saliendo del Teatro de Burdeos callado, mudo como el vencedor de una tragedia antigua, es el héroe que la muchedumbre pone sobre un pedestal. Por todas partes le gritan: «¡No nos abandonéis! ¡Quedaos con nosotros!»
El general vuelve a partir hacia Caprera, mientras que en la Cámara hay diputados que se atreven a protestar de su elección, puesto que el general no tiene la condición de francés. Los amigos del nizardo contestan que se la ganó en los campos de batalla. Y Víctor Hugo cierra ese episodio tan poco glorioso diciendo:
«Las potencias no han intervenido en esta guerra; pero ha intervenido un hombre que es una potencia por sí mismo. Vino y combatió. ¡Y sólo él, entre los generales que luchaban por Francia, no fue derrotado...!»
En Caprera, y durante la última visita a Roma —que se ha convertido ya en la capital de Italia, aunque sin su intervención— Garibaldi dispara sus últimos cartuchos; lanza ideas, siempre revolucionarias; panfletos, siempre vengadores; polémicas, siempre interminables... La suya ha sido una vida difícil, plagada de preocupaciones económicas, de infortunios sentimentales y de sorpresas desagradables. En 1873, cuando Giuseppe tiene sesenta y seis años, Francesca le da otro niño.
En el siguiente, 1874, el Gobierno quiere comprar su silencio porque el viejo león ruge de nuevo. Ahora reclama el sufragio universal inmediato, reformas sociales, que se saneen las tierras pantanosas de la región de Roma, para darlas a los campesinos pobres... Garibaldi acaba de vender su buque, y le señalan una pensión de cincuenta mil liras, que rechaza orgullosamente diciendo: «Que el Gobierno busque sus cómplices en otro sitio.»
Mazzini ha muerto, ignorado por aquellos en quienes, sin embargo, despertó la conciencia. Víctor-Manuel falleció en 1878. Cavour ha desaparecido hace mucho tiempo. De todos los héroes de la patria italiana, sólo queda Garibaldi. Ahora corrige sus Memorias, soporta su artritis, se casa por fin con Francesca, cuando anulan su desgraciado matrimonio con Giuseppina Raimondi, al cabo de tantos años. Aunque ya no puede moverse sino en un cochecillo de inválido, realiza varias peregrinaciones: a Génova, a Mentana, a Palermo, a Milán, donde le han erigido una estatua estando vivo todavía...
Los últimos meses de 1882: En su dormitorio de Caprera, el «condottiere» redacta su testamento definitivo. Lega a todos su amor por la verdad y por la libertad. El día en que va a morir, rechaza la asistencia de un sacerdote. Pide que incineren su cuerpo en una hoguera de acacias y de lentisco, frente al mar, en una roca de su isla.
Aconseja a sus compatriotas que conserven una Italia entera, aunque sea con la ayuda del diablo, «para atender el gran consejo de Dante». Y después, cuando sea posible, que Italia se proclame República. Mientras, que se dé un Dictador temporal, que había de ser el más honrado de sus habitantes y que debiera reinar como dueño «hasta que Italia esté más instruida en la libertad, y su libertad deje de estar amenazada por sus poderosos vecinos».
La libertad; la religión, la dictadura... El testamento de Garibaldi resume la vida entera del patriota, entusiasta, ingenuo y generoso. Su mensaje le sobrevivirá, incluso en Francia: durante la guerra de 1914-1918, conducidos por sus hijos Ricciotti y Enzio, los voluntarios con camisa roja combatirán contra los alemanes.
A las seis horas y veintidós minutos del 2 de junio de 1882 se extingue aquella vida tan plena. A sus exequias acuden gentes de todas partes. La última voluntad del difunto no es respetada: no se quema su cuerpo sino que lo entierran frente al mar, en su isla, entre unos árboles plantados por él. Sobre el féretro han depositado una bandera y una camisa roja.
La prensa de todo el mundo testimonia el duelo general. El Times, de Londres, le reconoce el valor de un león, la abnegación y la magnanimidad. El Deutschland le hace justicia diciendo que fue generoso, gran patriota y siempre dispuesto al sacrificio, y añade que quisieran olvidar que fue enemigo de los alemanes. En Viena, la Neue Freie Presse se anticipa a responder a quienes le juzguen demasiado atrevido: como el Guillermo Tell del poeta Sehiller, Garibaldi contestaría que, de ser prudente, no hubiera sido Garibaldi. La prensa de París concluye: «Su muerte pone de luto a la Humanidad. Garibaldi era ciudadano del mundo.»
En sus Memorias había hechado, simple y sinceramente, esta última mirada sobre su existencia: «Una vida tempestuosa hecha de bien y de mal, como creo que son casi todas las otras Tengo la conciencia de haber buscado siempre el bien, para mis semejantes y para mí. Si alguna vez hice daño, estoy seguro de que fue involuntariamente...»
Jean Lanzi