Doña Juana la «Loca»
Extraña, curiosa y triste suerte la de Juana I de Castilla, I apodada ya la Loca por sus contemporáneos, heredera,
Y tras un cúmulo fatal de circunstancias, del trono de Isabel la Católica. Poco tiempo, sin embargo, mantuvo Juana en sus sienes la corona de una Castilla que parecía de nuevo desmembrarse por la anarquía de las renovadas y terribles luchas nobiliarias. Declarada incapaz de gobernar con pulso normal las tierras castellanas, Juana, abandonada a su suerte de viuda inconsolable, ajena por completo a los avatares socio— políticos de la Corte, encerrada en su progresiva e irreversible dolencia psíquica, vivió aún, desde aquel día, un buen puñado de años. Alternando entre fases de relativa tranquilidad psicológica y periodos de clara agudización —alternancia muy propia, según opinión de los psiquiatras, de los esquizofrénicos como la infeliz reina—, su existencia transcurre abrumadoramente monótona. La Historia pasa por delante de su figura como una indefinida sucesión de hechos que no requieren su concurso. Lo que en Castilla acontecía tras la muerte de Isabel apenas si tenía importancia para aquella Juana desbordada por sus males. Ella fue una víctima, no una protagonista. Pero, a pesar de ello, su nombre suena durante algunos años con pertinaz insistencia en las crónicas históricas. Entre su padre Fernando de Aragón, el sutil político —sin duda uno de los más sagaces de la Historia— que veía desplomarse de súbito el sueño convertido en realidad de un Estado moderno fraguado con dolor y dificultades innumerables en los años de su matrimonio con Isabel, y su marido, el joven, influenciable e inexperto Felipe el Hermoso, manejado por sus colaboradores flamencos, la pobre Juana atrae hacia sí el papel de víctima propiciatoria de ambas ambiciones. Tal fue su histórico destino: ver pasar a su alrededor los sucesos sin ella protagonizarlos verse utilizada en el juego sucio de la política sin ella pretenderlo.
Poco, pues, puede decir la Historia de quien ni participó ni, en atención a la calidad de su enfermedad, pudo participar en ella. De nada sirven los duros adjetivos que suele emplear la Historia para calificar a aquellos monarcas cuya debilidad o impotencia detuvo el ritmo de su implacable avance. Los juicios chocan contra la muralla de una inequívoca enfermedad. Tan sólo resta analizar en todo su rigor las causas, antecedentes y desarrollo de su malestar y, en la medida de lo posible, preguntarse por el papel que en ellos pudieron jugar los hombres que vivieron a su lado, aquéllos que la educaron y encauzaron en el sendero de la vida primero y aquellos que, después, compartieron con ella^ algún pedazo decisivo de su existencia. A tales hombres cabe, con mayor rigor, señalar con el dedo imparcial de la Historia.
¿Fue, según reza el título famoso de una obra dramática decimonónica, una «locura de amor» el solo, aunque extremoso, padecimiento de Doña Juana? ¿Cabe asimilar a nuestra reina con Otelo y concluir con ello un acertado y global diagnóstico de su enfermedad? Celosa fue también —y en alto grado— su madre y, sin embargo, la Historia ha reservado para ella los más solemnes y entusiastas adjetivos como hacedora de la unidad hispana y de la gloria de Castilla. Hubo, con todo, una corriente de opinión muy extendida que trató de etiquetar la compleja dolencia de Juana la Loca con el comodín de los celos. Menéndez Pelayo, que de todo escribió y en tantos juicios erró, dijo allá por el 1893 respecto a nuestro personaje: «La locura de Doña Juana fue locura de amor, pasión de celos, como ella misma lo declara en la célebre carta de 3 de mayo de 1509...» Y más adelante: «No cabe duda ni vacilación en esto y sólo a la ciencia frenopática incumbe ya clasificar la dolencia de Doña Juana y determinar si reúne o no todos los caracteres de la perfecta locura. El que con la luz del criterio científico quiera acometer tal estudio tiene ya delante de sí todas las piezas del proceso, ordenadas y clasificadas convenientemente.»
Muchos han sido, ciertamente, los que, «a la luz del criterio científico», se han acercado ya a la patética figura de Juana la Loca. Y las conclusiones que de tal acercamiento han extraído los más brillantes y convincentes de entre ellos parecen desmentir en buena medida la simplista y literaria tesis de la «locura de amor». Todo parece indicar, por el contrario, que la pasión insólita de Juana no es otra cosa que la precipitación espectacular de un proceso esquizofrénico harto más complejo. Claro está que en 1893 el estado de la ciencia psiquiátrica no permitía aventurar diagnósticos sutiles porque, en honor de la verdad, la conceptualización clínica rigurosa de la llamada demencia precoz primero y esquizofrenia después no se llevó a cabo hasta bien entrado nuestro siglo XX. Pero hoy, como escribía ya en 1940 el doctor Antonio Vallejo Nájera, «es imposible sostener (...) que Doña Juana fue una loca de amor y no una enferma mental, como quiere el señor Rodríguez Villa», en quien basa sus afirmaciones Menéndez y Pelayo.
La polémica parece carecer, pues, de sentido actual. Apenas si caben dudas sobre la enfermedad psíquica que aquejó de manera fatal la persona de aquella Juana que, como todos los esquizofrénicos, vivió su existencia de espaldas a la realidad, disociada del Mundo, encerrada íntima y ferozmente en su Yo. Más, a su pesar, nació hija de reyes y hubo de ser coronada reina en una época particularmente difícil de la Historia de España y, quiérase o no, abrir las puertas a su dramática personalidad comporta necesariamente poner nuestra mirada en aquellos primeros años españoles del siglo XVI. Muchos personajes habrán de desfilar por nuestro relato. Pero ella, centro de nuestra historia, no lo fue de la Historia.
La biografía de un enfermo mental —y más aún la de un esquizofrénico— debiera de ser una biografía exclusivamente clínica. Si el enfermo es, además, un personaje histórico ¿qué papel le cabe en tal caso a la investigación histórica? Parece claro que la Historia debiera ser el manantial fontal que proporcionara todos los datos brutos sobre los cuales la ciencia psiquiátrica operaría seleccionándolos en base a su valor de «síntoma». Pero resulta evidente que de tal forma se produce una lógica desproporción entre biografía real y biografía clínica: los datos que iluminan al historiador en su visión de los sucesos pueden ser perfectamente irrelevantes para el clínico y, a la inversa, ciertos datos históricamente adjetivos pueden iluminar decisivas parcelas en la enfermedad del biografiado. Tal desproporción sólo se puede evitar siguiendo un criterio alternante entre uno y otro ámbito de estudio. Porque ocurre a veces que el psiquiatra, apasionado por hallar en su personaje la sintomatología general de una determinada enfermedad mental, distorsiona, aún inconscientemente, los hechos históricos. Es tan fácil en ocasiones manipular con la realidad sugestionándose ante la posible brillantez de una tesis, que conviene andar precavidos. La Historia, aun cuando como en este caso no sea quién para decir la última palabra, tiene el deber de no permitir que se traicione la realidad en aras de cualquier interpretación tendenciosa. Hay que pagar forzosamente un tributo a lo real: la estricta fidelidad a los hechos tal y como sucedieron.
Pocos datos en verdad se conocen con irrebatible certeza de los primeros años de la princesa Juana. Tercera hija de los Reyes Católicos, había venido al mundo en un momento singularmente dichoso para las tierras hispanas, esto es, cuando Castilla y Aragón se fundían por vez primera y en el horizonte despuntaba ya la hermosa realidad de una España. En efecto, el 6 de noviembre de 1479, fecha en que Isabel daba a luz a Juana (llamada así en memoria de su abuela paterna Juana Enríquez), otra Juana patética, la Beltraneja, acababa de dar por perdidos sus derechos al trono de Castilla y Fernando, hasta entonces sólo heredero, era coronado rey de Aragón tras la muerte de su padre Juan II. La unidad española, gran sueño de los reyes, llevaba un camino lento pero firme y el país entero gozaba de un orden insólito en su Historia. La anarquía nobiliaria, fuente de tantos y tantos males, parecía ya desaparecida y ante los ojos de ambos monarcas se abría un futuro repleto de esperanzas.
Tres hijos tenían ya los reyes y su vida matrimonial, aunque nublada en ocasiones por algunas veleidades del mujeriego Fernando (a las que Isabel solía responder con tremendos ataques de celos), discurría relativamente plácida. En el hogar regio se respiraba la sobriedad y el puritano formalismo impuesto por Isabel cuyo carácter dominante no dejaba escapar apenas nada de sus manos. En tal atmósfera Juana creció como una niña tímida, un tanto introvertida y, como no podía ser menos, obediente al mandato y la disciplina materna. Dotada, según se desprende de las crónicas coetáneas, de una inteligencia bastante despierta, la joven princesa recibió una educación esmerada tanto en las labores por aquel entonces asignadas a su sexo cuanto en las artes y en las letras. Hablaba con cierta soltura el francés y era capaz de responder en latín a cualquier pregunta. Aficionada desde muy niña a la música, parece que tocaba con elogiable perfección varios instrumentos tales como el monocordio y el clavicordio. No era Juana una joven de belleza deslumbrante pero poseía, sin embarco, un cuerpo grácil y cierta simpatía que los cronistas no dudan en señalar hiperbólicamente. He aquí la descripción que de su rostro hizo por aquellas fechas un contemporáneo suyo: «Juana tenía la cabeza muy alargada, transversalmente aplanada, la mandíbula inferior más avanzada que la superior, el labio inferior grueso, la nariz larga y los ojos a flor de la cara.» Muchos psiquiatras han visto en éste y parecidos retratos de la princesa la clara predisposición constitucional —hoy puesta entre paréntesis— hacia la locura que hasta el final de su vida le aquejara.
La infancia y la pubertad de Juana transcurrieron sometidas al vaivén lógico de una corte que, por mor de las constantes guerras, tenía que trasladarse forzosamente de lugar en lugar. La reina Isabel, a quien las preocupaciones de la política nunca lograron distraer de su papel de madre, gustaba de llevar a sus hijos a las zonas de fricción a fin de que éstos se comunicaran directamente con los problemas de sus pueblos. Juana jamás puso objeción alguna. Ya por aquel entonces Isabel solía llamarle cariñosamente «mi suegra» porque cada día era mayor el parecido de la joven princesa y Juana Enríquez, madre del Rey Católico. Ningún dato más se conserva de aquellos años que antecedieron a las nupcias de Juana. Los cronistas no han podido ser más parcos en su relato.
Los años iban sucediéndose venturosos para la suerte de Castilla. La conquista de Granada, último baluarte moro en la península, el descubrimiento del Nuevo Mundo, el absoluto sometimiento de los nobles otrora ensoberbecidos, la instauración de una paz estable y duradera: todo se aunaba para aureolar a los Reyes Católicos de un prestigio que rozaba ya el mito. Los ecos de sus éxitos políticos comenzaban a escucharse con gran sonoridad en toda Europa. Tan sólo restaba a los Reyes consolidar su posición —ya privilegiada— en el tablero europeo mediante una política matrimonial de alianzas que sellara su grandeza.
Como primera medida de sus inquietudes futuras, los Reyes habían casado a Isabel, la mayor de sus hijas, con el infante Alfonso, heredero del trono portugués. Con ello, a más de intentar restablecer con el país vecino unos lazos de amistad desde tiempo atrás inexistentes (conviene no olvidar que Juan II de Portugal había defendido con las armas la candidatura de la Beltraneja contra Isabel la Católica), sentaban en firme la posibilidad de unir en una sola cabeza las coronas de Castilla, Aragón y Portugal. No acompañó, sin embargo, la suerte a este bien planeado enlace y, a los seis meses de consumado, moría Alfonso víctima de un mal fatal. Duro golpe para las esperanzas de la Unión Ibérica. Isabel, desconsolada, regresa llena de una paralizadora melancolía a la corte castellana buscando en ella la difícil paz para su afligido corazón de viuda. Pero unos años más tarde fallecía Juan II de Portugal y subía al trono Don Manuel, el hermano de Alfonso que, prendado de antiguo de las gracias de la dulce Isabel, envía a Castilla una embajada pidiéndola en matrimonio. Isabel, que tiene todavía muy vivo el recuerdo de su primer marido, no quiere ni oír hablar de una segunda boda y los Reyes Católicos, comprendiendo la situación, no hacen nada para convencerla, confiando en que el tiempo opere un cambio de opinión en Isabel.
En la espera de una nueva alianza matrimonial con Portugal, los planes de Isabel y Fernando se extienden ahora más allá de los Pirineos, hecho este insólito, pues los Reyes de las tierras hispanas jamás pensaron hasta ahora en desposar a sus hijos con pretendientes europeos. Fernando mira más lejos. Tiene desde hace tiempo serios problemas con el francés, cuyo monarca se afana en la conquista de Nápoles en tanto que él —que le deja con astucia hacer— trama en su contra una alianza europea. Las miras del Rey Católico se encaminaban a cercar al belicoso Luis XII quien, según la reina española, llevaba sus asuntos «dando de lado toda razón». A tal propósito Fernando mostraba especial interés en unir sus destinos a los de Maximiliano, Rey de Romanos, alianza que, de cumplirse, habría de romper, como constata Prescott, el equilibrio europeo. Las gestiones para una posible boda entre el heredero del emperador germano y una princesa española habían dado comienzo allá por el glorioso año de 1492 mediante un cruce de embajadores como primer eslabón de la cadena.
La guerra entre Francia y España había estallado y la antigua alianza franco-española quedaba hecha pedazos con la invasión de los ejércitos galos a Nápoles. Desde entonces las negociaciones con Maximiliano se intensificaron y Francisco de Rojas, a la sazón embajador español en Alemania, veía felizmente culminado su quehacer diplomático el último día de marzo de 1495. Un doble enlace matrimonial confería en adelante a las relaciones hispano-germanas el carácter de decisivas para el futuro de Europa: el príncipe don Juan, heredero de los Reyes Católicos, habría de contraer matrimonio con la princesa Margarita, hija de Maximiliano, y el hermano de ésta, Felipe, heredero de la corona, con la princesa Juana, tercera hija de los Reyes españoles. Ninguna de las dos princesas, según se estipulaba en el recién firmado Tratado, llevaría al matrimonio dote alguna. La vieja supremacía de Francia en el continente se hallaba seriamente amenazada. La estrella francesa parecía eclipsarse en el horizonte.
El nombre de España, por el contrario, comenzaba a sonar con brío en el concierto europeo. Isabel se ofreció desde el principio para conducir a Juana hasta los Países Bajos en una flota que se encargaría de traer luego a España a la dulce Margarita. No ahorró pompa la Reina Católica en los preparativos. Sesenta doncellas —el mismo número que el Rey de Romanos asignó a su hija Margarita— acompañarían a Juana en su viaje. El ajuar de la princesa española fue cuidadosamente seleccionando, las joyas de regalo a Margarita escogidas entre las de más alto valor, y la gigantesca armada que debía trasladar a Juana, montada con todo lujo de detalles. La entrada de la comitiva española debía de ser lo más majestuosa y espectacular posible, pues no en vano en ella se cifraba la preclara demostración del poderío castellano-aragonés. Isabel, entretanto se concluían los preparativos del viaje, se cuidaba en instruir a su joven hija —apenas si contaba 16 años— sobre los deberes que en la defensa de los derechos españoles incumbía a su persona en aquella nueva y difícil situación. Juana jamás se había separado de su madre y, sumisa, escuchaba con atención los insistentes consejos de la Reina. El viaje por mar, que en aquella época constituía todavía una insospechada aventura, mantenía en tensión a Juana. ¡Lástima que la guerra con
Francia, pensaba Isabel, no hiciera posible otro modo de llegar hasta los Países Bajos! Para Juana, además, a las incertidumbres del viaje se unía la zozobra que lógicamente le tenía que inspirar una existencia nueva, en una Corte distinta, lejos de su madre que hasta aquel entonces dirigió con mano resuelta su camino en la vida. Pero los preparativos se alargaban y a últimos de febrero de 1496 Fernando hubo de dar órdenes desde Tortosa para que, por fin, se reuniese la armada. Llegado el verano, nada podía ya retrasar la marcha y el 22 de agosto de aquel 1496 se izaron las velas de los barcos rumbo a las costas flamencas. Lucía en el cielo un sol brillante y todo hacía presagiar un viaje venturoso. Pero el buen tiempo duró poco y, pasados algunos días, una borrascosa tempestad, a la que siguió un viento peligroso obligó a la escuadra a detenerse en el puerto inglés de Portland. «Y la Archiduquesa —cuenta Lorenzo de Padilla en su Crónica de Felipe I, llamado el Hermoso, fuente absolutamente necesaria para historiar este periodo—, estuvo dos días en esta atalaya, adonde vinieron muchas damas y caballeros de la tierra a besar las manos.» «Y se proveyó la armada de refresco —continúa Padilla— y todo lo necesario, y luego que cesó el viento, refrescólos próspero viento e hicieron a la vela la vuelta de Flandes.»
A primeros de septiembre arriba por fin la armada a un puerto holandés. Han sido dos semanas de penoso viaje. Pero apenas llegada, aguarda a Juana una noticia que la llena de sorpresa: Felipe de Habsburgo, se esposo, no se halla esperándola. El joven Archiduque se encuentra lejos de allí, en Lindau, una villa tirolesa, presidiendo junto a su padre la Dieta. El largo camino de sufrimiento y dolor de Doña Juana parecía haber dado comienzo, aun cuando el entusiasta recibimiento de los lugareños a su nueva princesa oscurecía en aquellos primeros instantes la lógica indignación de la española. No en vano Juana experimentaba por vez primera una deliciosa sensación: la de ser centro de todas las atenciones, la de ver cómo a su alrededor todos se afanaban en hacer corta y agradable aquella separación de su esposo.
Desde Landeck, en la costa, parte la Archiduquesa hacia el interior y tras cortas estancias en aldeas de paso, llega a Amberes, corazón del país. Ante los ojos de Juana se abre inquietante el nuevo horizonte y no tarda mucho en comprobar cómo las costumbres de aquellas tierras llenas de árboles y vergeles eran harto diferentes a las que reinaban en las adustas mesetas de su Castilla natal. Todo parecía allí más espontáneo, las gentes mostraban mayor alegría de vivir y sus hábitos daban la impresión de ser más abiertos y relajados. Sin duda, Juana se hallaba confundida. Pero el Archiduque no se hizo esperar en demasía y pasados diez días llegó hasta Juana, a la sazón en Lierre, «ahorrado por poca gente, porque vino apresuradamente en posta», al decir de Lorenzo Padilla.
Felipe era un joven de dieciocho años, lleno de vitalidad y encanto, pero influenciable en extremo. Vicente Quirini, embajador de Venecia en la corte de Maximiliano, ha dejado trazado a la posteridad un retrato de Felipe bastante completo y matizado: «Felipe —escribe— era físicamente bello, vigoroso y de buena salud, hábil en las justas, diestro en los ejercicios a caballo, cuidadoso y vigilante en la guerra y apto para soportar con facilidad toda clase de fatigas... Amaba la justicia y procuraba hacerla observar. Era religioso y fiel a su palabra. Dotado de singular inteligencia, comprendía fácilmente los asuntos más difíciles, pero no era ni pronto en la respuesta ni resuelto en la ejecución; se atenía siempre al parecer de su Consejo, en el que tenía gran confianza; era naturalmente inclinado a dejarse persuadir por las personas a quien amaba.» El heredero de Maximiliano habíase mostrado hasta entonces poco afecto a la política beligerante de su padre porque sentía clara simpatía hacia Francia y no se hallaba muy seguro de que la guerra hiciese felices a los flamencos, pueblo cansado y ansioso de paz. Sus consejeros habían imprimido con fuerza en él la huella del deseo popular y el buen Felipe no parecía sino tentado a una vida holgada en sus tierras desde antiguo dedicadas al comercio marítimo. Las diferencias entre Maximiliano y Felipe en torno a las relaciones con Francia, por fuerza redundantes a un cambio en la política interior, databan de tiempo y era tal la fuerza de esta divergencia que poco tiempo atrás una acalorada discusión estuvo a punto de echar al traste su enlace con Juana. Pero todo volvió a la normalidad y ahora Felipe iba por fin a encontrarse con su esposa en aquel otoño flamenco. ¿Cuál fue la reacción de ambos jóvenes ante su primer encuentro personal?
Las crónicas coinciden en la afirmación de que la misma tarde de su primera entrevista y tras recibir de manos de un sacerdote ocasional, Diego Villaescusa, la bendición, consumaron su matrimonio, dejando para más tarde la celebración de la suntuosa ceremonia. ¿Cómo interpretar esto? Parece lógico pensar que apenas verse se encendiera, a la vista de lo sucedido, una desbordada pasión en ambos y así lo hace Luwdig Pfandl cuando escribe: «A la primera mirada se encendió el apetito genésico en los dos jóvenes (ella tenía diecisiete años y él dieciocho) con tal fogosidad que no esperaron el casamiento, fijado para dos días después, sino que mandaron traer al primer sacerdote que se encontrara para que les diera la bendición y poder consumar el matrimonio aquella misma tarde.» En idéntico sentido se expresa otro biógrafo extranjero, Michael Pradwin: «Desde el primer momento no tuvieron ya ojos sino el uno para el otro.» Y, refiriéndose a Felipe, escribe: «Apenas si tuvo paciencia para aguardar la ceremonia de presentación de los caballeros españoles; en cuanto ésta hubo terminado, no sufrió ya ni una hora más de espera: el capellán tuvo que darles allí mismo la bendición nupcial; la boda solemne podía aguardar a la mañana; la noche de bodas tenía que ser hoy mismo.» Otros hay, sin embargo, que pretenden desmentir la reciprocidad amorosa entre los dos príncipes y, por ejemplo, W. T. Walsh ha podido escribir a tales efectos que ella «se enamoró inmediatamente de él, pero él no se ocupaba en absoluto de ella». Las circunstancias y los hechos parecen dar la razón a Pfandl: el deseo sexual de Felipe y Juana era al principio mutuo, aun cuando luego, en Felipe, a causa de los múltiples partos de Juana y su para él cada vez más insoportable carácter, se fuera lentamente apagando la llama de la pasión física.
Desde Lierre se trasladaron a Amberes donde se tributó a los jóvenes esposos recibimiento de gala. Juana tenía todo para sentirse feliz: la gente la recibía con entusiasmo y su esposo la amaba apasionadamente. Bien es cierto que se halla muy lejos de su patria, pero a su alrededor un permanente aire de fiesta (juegos, torneos, justas) rompe en apariencia cualquier tipo de nostalgia por las áridas tierras de Castilla. La princesa Margarita fue a visitar a su cuñada en Amberes y, tras una corta estancia en la ciudad, salió hacia el puerto de Ramua, donde le esperaba la escuadra que había de conducirla hasta España. Entretanto, los Archiduques habían llegado a Bruselas y todos los grandes flamencos se apresuraron a saludar a su nueva princesa. Las justas en honor de Juana proseguían sin interrupción, ganando cada día en aparatosidad y brillantez. Pero no tardarían mucho tiempo en aparecer los cotidianos problemas ensombreciendo el horizonte, ahora tan despejado y venturoso, de Juana.
Sabida es ya de todos la desgana flamenca hacia una entente hispano-germana contra la Francia de Luis XII. Desde esta perspectiva viene a resultar lógica —aunque no disculpable— la fría acogida que a la escuadra española dispensaron. Ver allí a aquellos hombres que tan sólo les traían dificultades era para ellos casi una provocación y se afanaron por todos los medios a su alcance en amputar la posible influencia del séquito que acompañaba a doña Juana, haciéndole la vida poco menos que imposible. Ante aquella glacial reacción algunos cortesanos españoles, como el tesorero Martín de Moxica, pasaron a engrosar las filas flamencas. En cuanto a los que permanecieron fieles a la causa española, es decir, la mayoría, toda descripción de sus humillaciones ha de resultar pálida frente a la realidad de lo ocurrido. Los pagos eran tan precarios que no permitían una vida decorosa; el ostracismo en que vivían, casi absoluto, y el rango que de España traían no se rodeaba de ninguna suerte de consideración. Pero la situación de la armada era aún mucho más lamentable: una vez transcurrido el otoño, llegaron los crudos fríos del riguroso invierno flamenco, víctima del cual morirían —faltos de mantas y en ocasiones de los alimentos más imprescindibles— nueve mil de los quince mil hombres con que arribó la flota al puerto holandés. Los que pudieron regresar habrían de contar con palabras repletas de amargura aquel auténtico calvario y es fácil adivinar la indignación que al pronto se apoderó de los Reyes Católicos al conocer de labios de sus protagonistas aquellas desagradables narraciones.
En España, Isabel comenzaba ya a sentir cierta zozobra. Carecía en un principio de noticias de su hija y, cuando luego las tuvo, no fueron de primera mano. Vino a unirse a sus penas la muerte de su madre, enferma mental, recluida desde tiempo atrás en una fortaleza y a quien Isabel cuidó con auténtica paciencia de hija. La flota tardaba en regresar con Margarita lo que, de acuerdo con lo pactado, significaba una lamentable falta de palabra por parte de Felipe. Cansados de la espera, Isabel y Fernando enviaron a Flandes al obispo de Catania al que instruyeron de sus obligaciones «para procurar que (Felipe) dé a la Archiduquesa, su mujer, nuestra hija, los veinte mil escudos de renta que está asentado que le haya de dar para sustentación de su casa y estado, porque hemos sabido que no se los ha dado, y para procurar que no echen de casa de la Archiduquesa las personas que consigo llevó a su servicio». Los rumores habían, pues, llegado a oídos de los monarcas españoles.
¡Difícil situación la de Juana en aquellos momentos! Los cortesanos que vinieron formando su séquito personal acudían a menudo hasta ella con las quejas de su actual y deprimente estado. Los sentimientos se entrecruzaban en la joven princesa. De un lado es española y debe defender —su madre no se había cansado de aleccionarla sobre este punto— los derechos de la corte castellano-aragonesa pero, por otra parte, ella misma se encuentra maniatada y recibe el dinero con cuentagotas. Ante la complejidad de tan abrumadora realidad Juana decide inhibirse y los rumores de su insensibilidad y dureza de corazón comienzan a esparcirse con insospechada rapidez. Es preciso comprender, en su descargo, que Juana se hallaba en un periodo crítico: las normas aprendidas en su patria no le servían para nada en Flandes. Allí regían otras costumbres, un modo harto distinto de concebir la vida, incluso una manera diferente de vivir la religión. Pero los hombres que en compañía de Margarita salieron de Flandes no parecían entender de aquellas dificultades y la leyenda de la relajación religiosa de Juana se extendió como una mancha de aceite por toda la corte de los Reyes Católicos.
Margarita puso su pie en España el 8 de marzo de 1497 y un mes más tarde se desposaba con el príncipe don Juan, el muy amado de Isabel. Días felices para los Reyes aquellos, sólo oscurecidos con los rumores procedentes de los Países Bajos. La imagen de una Juana que pierde progresivamente su fe había de resultar forzosamente trágica a Isabel y, además, sobremanera extraña en época como aquélla. De ser cierta, podrían extraerse síntomas muy reveladores del mal que después se apoderará de la pobre y desgraciada princesa. El doctor Valle jo ha visto en ambos síntomas (insensibilidad afectiva y desinterés religioso) las primeras muestras clínicas de su esquizofrenia posterior. Más tarde hablaremos de ello con más detenimiento.
Poco a poco, lenta e inexorablemente, la fatalidad se iría cerniendo desde ahora sobre la descendencia de los Reyes Católicos y un cúmulo adverso de circunstancias concluiría por poner la corona de Castilla en manos de esta doña Juana a la que vemos ahora en Flandes víctima de su propia debilidad ante las dificultades de su recién estrenado estado.
El 4 de octubre de 1497 el príncipe don Juan fallecía tras sólo siete meses de matrimonio con Margarita de Habsburgo. Una leyenda con bastantes visos de realidad se ha erigido sobre esta repentina y desgraciada muerte del heredero de los Reyes Católicos. Los médicos palatinos, no encontrando otra razón más satisfactoria, dieron como causa única de su fallecimiento, la desatada fiebre sexual que al débil y enfermizo Juan inspiraba la bella Margarita. Siempre tuvo el príncipe flaca constitución física y, según opina Jerónimo Munzer, el infatigable viajero por tierras hispanas cuyas memorias constituyen un precioso e imprescindible documento histórico, sus defectos anatómicos iban aún más lejos: todavía a los diecisiete años mostraba una considerable tartamudez y el labio inferior le colgaba de peculiar y anómala manera. Se cuenta que los galenos, viendo cómo el estado del príncipe tras los primeros meses de su matrimonio se tornaba aún más débil que de hábito, pidieron a la Reina que separase durante algún tiempo a los esposos y que ésta, haciendo suyas las bíblicas palabras («Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre»), se negó rotundamente. En cualquier caso, ninguna otra causa se dio de la muerte de don Juan y de tal modo arraigó la inicial versión, que Carlos I, en las célebres Instrucciones y consejos a su hijo Felipe II, escribía que «conviene que os guardéis (de una temprana actividad sexual) porque, además de que eso suele ser dañoso, así para crecer el cuerpo como para darle fuerzas, muchas veces pone tanta flaqueza que estorba hacer hijos y quita la vida, como le sucedió al príncipe don Juan, por donde vine a heredar estos reinos».
Margarita quedaba encinta y con ello la sucesión, pendiente de su descendencia. Si el fruto de su enlace fuese varón, en él recaerían las coronas de Castilla y Aragón. Tres meses tardó en dar a luz Margarita. Pero el niño nacía muerto y con él moría también la esperanza de que, por mor de la sucesión masculina, Aragón y Castilla permanecieran fundidas en el futuro. La princesa Isabel, que en el ínterin había accedido a desposarse con don Manuel, Rey de Portugal, fue jurada heredera por las Cortes de Castilla. Aragón, cuyas leyes sucesorias no admitían los derechos femeninos, aplazó su decisión en tanto nacía el hijo de Isabel y Manuel. La esperanza de un vástago varón se cumplió, aun cuando fuera al doloroso precio de la muerte de su madre. Fatalmente el niño que había costado la vida a la pobre Isabel mostraba una preocupante debilidad constitucional. El pequeño Miguel fue, no obstante, reconocido de inmediato como heredero de las coronas de Aragón, Castilla y Portugal. La esperanza de la tan anhelada unión peninsular dependía por entero de aquel niño. ¿Lograrían los médicos que le cuidaban salvarle de su natural flaqueza? La incógnita, vistas ya las desgracias que el reciente pasado deparara a los Reyes españoles, adquiría visos de auténtico dramatismo.
Pero ¿qué ocurría entretanto en Flandes? ¿Cuál era la suerte que allí corría la infeliz Juana? Se sabía, ciertamente, que esperaba un hijo, pero desde hacía tiempo no respondía sino con el silencio a las largas cartas de su madre, que no podía ni sabía ocultar su preocupación por la tardanza. La inquietud de Isabel subía de tono cada día que pasaba y, al fin, optó por enviar a Flandes un observador que le pusiera al corriente de la vida de su hija y de la certeza de los rumores que sobre ella y su desapego hacia casi todo corrían. El escogido para tan delicado menester fue don Tomás de Matienzo, subprior de Santa Cruz. Al fin, iba a saber la Reina Católica si su yerno Felipe era o no ese joven mujeriego que decían los chismes, si su hija había dejado de cumplir los deberes religiosos y se despreocupaba de todos sus asuntos, no pagando al séquito y reteniendo los salarios de la servidumbre a su capricho, y si, por último, el ambiente flamenco era tan disoluto como se decía.
A finales de julio de 1498 llega Matienzo a Flandes. Poco tarda en ponerse en contacto con los Archiduques quienes, constata, «recibiéronnos alegremente a lo que nos pareció». Como quiera que hasta Juana han llegado noticias de que Matienzo va como confesor suyo, la princesa no duda en afirmarle desde un principio al sacerdote que «no hubo mucho placer en mi venida». Él emisario intenta convencerla de que es ajeno tal propósito y sólo entonces Juana «quedó algo satisfecha». «No sé si mi venida —escribe en su primer memorial Matienzo—, o su poca devoción le causó que el día de la Asunción aquí acudieron dos confesores suyos y con ninguno se confesó.» Pero en rigor apenas sí Matienzo ha tomado con Juana los primeros y tímidos contactos y resulta bastante lógico que ella mostrase algún recelo ante su presencia. Lo cierto es que, a medida que transcurre el tiempo, la princesa, más confiada, se mostrará también más sincera y abierta con Matienzo. Además, el embarazo de Juana estaba en verdad muy adelantado, hecho éste que disculpa aún en mayor medida la recelosa actitud inicial de la Archiduquesa.
El 16 de noviembre de 1498 Juana da a luz a una niña que es bautizada con el nombre de Leonor. Las diferencias entre Maximiliano y Felipe, ahondadas de nuevo hacía unos meses, hicieron que, a modo de castigo, el Emperador no asistiese al bautizo de su nieta. Juana se siente ahora más tranquila, más afable y las visitas de Matienzo ganan cada día en naturalidad. El segundo memorial del subprior es harto más sustancioso que el inicial. «Hay aqua dos quexas principales de esta señora —escribe—, la una que son mal pagados y la otra que no se ocupa en la gobernación de la casa.» A ambas le responde Juana no sin cierta lógica: a la primera, que cuando lo dice a los miembros del Consejo le espetan que debe cuidarse más de los naturales de la tierra; a la segunda «que no le dan parte en ella». Con el Archiduque, al parecer, no puede hablar, pues de todo da parte inmediatamente a su Consejo. El bueno de Matienzo se ve obligado a concluir tras sus averiguaciones lo siguiente: «La de Alyion, los del Consexo del Archiduque y Moxica tienen esta señora tan atemorizada que no puede alzar cabeza.» ¿Cabe acusar a Felipe del ostracismo a que estaba sometida su esposa? El Consejo le ganaba por completo el juicio, según parece desprenderse de este y parecidos relatos. El pudo y debió imponer su voluntad, pero, al parecer, las continuas humillaciones que a Juana se le hacían —y que ella soportaba con un estoicismo un tanto enfermizo— no daban la impresión de importarle demasiado.
Quedan algunos puntos por esclarecer: la pérdida de sensibilidad religiosa de Juana y el ambiente flamenco. Respecto a la primera cuestión conviene marginar, a la luz imparcial de las palabras de Matienzo, las falsedades que a lo largo de los siglos se han repetido con machacona insistencia. «Hay tanta religión en su casa, apunta sin recato el subprior, como en una estrecha observancia, y en esto tiene mucha vigilancia, de que debe ser loada, aunque acá les parezca lo contrario.» Por lo que hace a la atmósfera vital que allí se respiraba, Matienzo no puede ser más tajante en sus afirmaciones: «En esta tierra más honra facen por bien beber que por bien vivir.»
¿Qué conclusiones podían extraer los Reyes Católicos de aquella sincera correspondencia? Pese a que poco malo se decía de Juana y de sus posibles culpas, lo cierto era que el panorama que Matienzo dibujaba no se podía calificar sino de sombrío: su hija se hallaba poco menos que enclaustrada, privada de la posibilidad de ejercer influencia alguna, sometida a constantes humillaciones en su condición de princesa y Archiduquesa. Había que descartar en aquellas circunstancias cualquier asomo de influencia castellana en la corte flamenca. Y, por si tales noticias no fuesen ya de por sí funestas, la salud del pequeño Miguel no hacía concebir muchas esperanzas de una vida larga: los temores fatales se confirmaban, con el paso de los días, de manera rotunda.
¿Puede deducirse de todo lo hasta ahora dicho algún síntoma inequívoco de la posterior enfermedad de doña Juana? El doctor Vallejo Nájera contesta afirmativamente a la pregunta cuando escribe: «El corazón duro y frío exterioriza la indiferencia afectiva a que tanta importancia concedemos en el diagnóstico precoz de la esquizofrenia, por anunciarse con años de antelación el comienzo de la enfermedad, indiferencia que incluso en los casos más leves se advierte por la insensibilidad del sujeto a la felicidad o la desgracia, por desinteresarse del trabajo y el placer.» Más, ¿en qué datos se basa Vallejo Nájera para establecer tan rotundo aserto? Veámoslo: Primero. Insensibilidad. A este propósito escribe Vallejo, como apoyatura histórica, lo siguiente: «Quéjase el Padre (Matienzo) en su informe de la acogida glacial que le hizo doña Juana, que “tenía el corazón duro y crudo, sin ninguna piedad” oponiendo a sus exhortaciones y a las de otros religiosos “una prodigiosa energía pasiva” según afortunada expresión de un historiador». Hay en el presente texto varias falsificaciones sustanciales de los hechos. En primer lugar, Matienzo no se queja sino que, más bien, disculpa el recibimiento de doña Juana que, además, no fue tan glacial como retraído. En segundo lugar —y esto es muy importante— Matienzo no afirma en ninguno de sus memoriales que doña Juana tuviese «el corazón duro y crudo, sin ninguna piedad*. Tales palabras proceden de fuente bien distinta: de los cortesanos que acompañaron a Juana y que más tarde se quejaron de palabra y por escrito a la reina Católica. La diferencia de fuentes es harto manifiesta porque unos se hallaban directamente involucrados, con la parcialidad que ello supone, en tanto que el otro era un observador imparcial. Afirma, por último, Vallejo que Juana opuso a las exhortaciones de Matienzo no se sabe qué argumentos vehementemente sostenidos. El subprior, por el contrario, no habla jamás de que exhortara a la princesa a nada, pues, como él mismo no se cansa de repetir, su estancia allí no respondía a ningún propósito aleccionador sino tan sólo a escuchar primero y escribir después lo que ella por propia voluntad le expusiera. Segundo: pérdida de los sentimientos religiosos, hecho éste que constituye para Vallejo un dato irrebatible. Pero, como antes hemos visto con palabras textuales, el testimonio de Matienzo no permite en modo alguno extraer afirmación tan concluyente e irrefutable.
He aquí, patentizado en hechos, el peligro de los clínicos que se acercan a los personajes históricos: desfigurar lo sucedido o conocer de ello tan sólo aspectos parciales, la mitad de la verdad. De hecho la situación de doña Juana era conflictiva en grado sumo y aunque, ciertamente, rehuyó el conflicto, no lo hizo sino a expensas de una culpabilidad manifiesta como puede deducir por cuenta propia cualquiera que lea atenta y desapasionadamente los informes de Matienzo. Culpa ésta muy alejada en verdad, en aquellos momentos, de la patológica insensibilidad que muchos vieron y aún continúan viendo en ella.
El subprior, cumplida ya su misión, regresó a España en los primeros días de 1499. Meses después llegó a la corte castellana la feliz noticia de que Juana se hallaba de nuevo embarazada. Los meses transcurrían sin novedades dignas de destacarse. El siglo XVI despuntaba ya en el horizonte. Los Reyes Católicos podían mirar hacia atrás y contemplar con orgullo el estado actual de sus reinos: la unidad era ya una conquista plena, el caos había desaparecido, el nuevo Estado estaba rotundamente consolidado y en el Nuevo Mundo ondeaba el estandarte de Castilla. Pero las angustias y las luchas no parecían tener broche feliz y la seria amenaza de la descendencia acompañaba fatalmente a la larga lista de triunfos en aquellos últimos estertores del siglo XV. A Miguel, el niño llamado a mantener unidos Aragón y Castilla y anexionar Portugal, se le iba la vida casi sin remisión.
Margarita, la dulce hija de Maximiliano, regresó en las primeras semanas del siglo a su patria natal a instancias del Emperador. A los Reyes, que le habían tomado un sincero afecto, aquella marcha les afectó como si se tratara de una irreparable pérdida. Juana estaba otra vez a punto de dar a luz. Su embarazo constituía en medio de todo una pequeña brizna de esperanza.
En Gante, feliz y galante ciudad como casi todas las flamencas, la corte, que se halla a la sazón aposentada en ella, celebra un gran baile de gala. La Archiduquesa no ha querido faltar pese a lo avanzado de su embarazo. Pero a medianoche Juana se siente súbitamente indispuesta y abandona la sala para subir a sus habitaciones. Su ausencia no interrumpe el animado baile. Más, transcurrido un buen rato, los cortesanos cesan de danzar: a la princesa le ha sorprendido el parto en el retrete y al poco tiempo nace un niño robusto y de sano aspecto. A pesar de lo intempestivo de la hora, la alegría que reina en todo Gante es indescriptible. Se han encendido los fuegos en la torre más alta de la ciudad como aviso a todos los súbditos flamencos de que contaban desde aquel momento con un heredero varón y la noticia se ha extendido a todos los rincones. Gante —y con ella todo Flandes— estaba de fiesta.
Felipe quiere que a su hijo se le ponga por nombre Carlos en honor de su abuelo Carlos el Temerario. Y así se llama a aquel niño destinado a ser heredero del más grande Imperio del globo. Cuenta Estanques, que la reina Isabel, al enterarse de la feliz nueva, dijo a su marido con aire profético: «Tened por cierto, señor, que éste ha de ser nuestro heredero y que la suerte ha caído en el reino como en San Matías (santo del día) para el apostolado.» Cinco meses después de aquel insólito nacimiento fallecía el príncipe Miguel. Juana se convertía así, por mor de una jugada fatal del destino, en heredera del reino de Castilla. Cuatro herederos muertos hasta llegar a la todavía joven mujer de Felipe de Habsburgo. Parecía que todo se hubiese puesto en contra de los Reyes Católicos a la hora de asegurar a sus reinos una normal descendencia. La esperanza de unir en una sola corona España y Portugal se había truncado. Y ahora, sin descendiente varón, cabía la posibilidad de que las Cortes Aragonesas no reconocieran los derechos de Juana. El futuro no podía ser más incierto, sombrío y desesperanzados.
Aquel mismo 1500 casaban los Reyes Católicos a las dos hijas que aún permanecían solteras: María con Manuel, el Rey viudo de Portugal, y Catalina con Don Huarte de Inglaterra, hijo de Enrique VIII. Pero tales matrimonios, inspirados en una línea política muy hábil, sólo podían reportar reducidas satisfacciones a los monarcas hispanos. Su óptica se hallaba puesta en Flandes, de donde seguían llegando desconsoladoras noticias sobre la suerte de Juana. Urgía que la hija y su apuesto marido vinieran cuanto antes a la península para ser jurados herederos de Castilla y, cosa si cabe más necesaria todavía, para contactar de cerca con los problemas e inquietudes de sus reinos. Sólo un conocimiento directo y profundo de las gentes sobre las que se va a ejercer la autoridad conduce a un gobierno dichoso. Así pensaban los Reyes Católicos y en tal sentido hicieron llegar correos a Flandes demandando la presencia en España de los Archiduques. Pero la realización de sus bienintencionados deseos iba a tardar en cumplirse.
Apenas enterados los nobles borgoñones de las intenciones que animaban a los Reyes españoles, comenzaron a obstaculizar de forma reiterada la salida de Felipe. Las razones que para tal impedimento aducían carecían, sin embargo, de sólida base justificativa. No resultaba difícil adivinar lo que debajo de los pretextos se escondía: su temor a que Felipe, convertido en Rey de España, se «españolizara» en detrimento de los intereses neutrales y comerciales flamencos. La ingenuidad de las disculpas (desfavorable estación para emprender el viaje, asuntos desconocidos y urgentes que reclamaban la atención personal del Archiduque, y el nuevo embarazo de Juana) hizo pronto sospechar a los Reyes Católicos, subterráneos motivos y enviaron a Flandes a Juan de Fonseca con el claro propósito de acelerar en la medida de lo posible los preparativos de la marcha. Para los Reyes la venida de Felipe significaba varias importantes cuestiones: de un lado estaban las infidelidades conyugales del joven Archiduque cuya noticia corría por todas las cortes europeas (ellos pensaban que, una vez en España, no les resultaría nada difícil atraerle hacia la buena senda de la paz matrimonial) y por otro la cada día más imperiosa necesidad de influir sobre él desde cerca (lejos de los Países Bajos, pensaban asimismo, su conducta política experimentaría un considerable giro a favor de los intereses de España).
Fonseca, obispo de Córdoba y capellán mayor de Isabel, llevaba a los Países Bajos órdenes severas: traerse consigo sola a Juana en el supuesto de que Felipe no accediese a un pronto viaje conjunto y, como recurso menor, gestionar la venida a la península del pequeño Carlos. Pero Juana se negó en rotundo a partir de Flandes sin su amado Felipe y éste, por su parte, se mostró decididamente reacio a que su hijo Carlos abandonara los Países Bajos. El fracaso de Fonseca fue absoluto, toda vez que tampoco logró echar abajo la alianza franco-austriaco— borgoñona que a espaldas del Rey Católico venía preparándose desde tiempo atrás. Entretanto, el embarazo de Juana se hallaba ya tan adelantado que la idea de un largo viaje comenzaba a caerse por su propio peso. Sería preciso esperar a que diera a luz la Archiduquesa y, de modo tácito, éste vino a ser el límite de la salida. Felipe sabía que una muy prolongada dilación corría el riesgo de ser impolítica de cara a sus ya maduradas ambiciones de poderoso heredero. Una breve estancia en Castilla, la suficiente para ser jurado por las Cortes, y otra vez en sus queridos feudos borgoñones. Tal era el pensamiento de Felipe.
En los últimos días de julio de 1501 nacía en Bruselas una niña bautizada en honor de su abuela materna con el nombre de Isabel. Ya nada aconsejaba demorar la partida.
El recién firmado Tratado permitía que el viaje a territorio español se hiciese por tierra, atravesando de punta a punta Francia. El Rey francés deseaba con verdadera ansia que así se hiciera y, para tratar de convencer a Felipe (en quien Luis XII veía un francés más), puso a su disposición una escolta de cuatrocientos lansquenetes. Pero el Archiduque no precisaba de demasiados convencimientos, porque era el primero en desear un paseo triunfal por terrenos galos. Largo tiempo habría de durar éste y hay en él algunos detalles harto curiosos que no podemos pasar por alto.
El 4 de noviembre de 1501 salían los Archiduques y su comitiva (trescientas personas, de las cuales cuarenta eran damas de honor y casi doscientos criados, escuderos y personal de servicio) de Bruselas. La expedición constituía una larga caravana de carruajes para cuyo atavío no se había ahorrado lujo alguno. Un mes tardaron en llegar a Blois, sede circunstancial de la corte gala. El paseo por tierras francesas no pudo ser más triunfal y entusiástico y Felipe se sentía feliz en medio de aquellos calurosos recibimientos que más bien parecían propios de un monarca en el cénit de su prestigio que de un joven e inmaduro heredero.
«Voilà un beau prince», exclamó Luis XII al ver a Felipe. El bello Archiduque se acercó, tras tres ceremoniosas reverencias, al monarca y éste le abrazó cariñosamente. Todo resultó fácil para Felipe pero Juana hubo de atravesar, por el contrario, serias dificultades en aquella presentación. Se le había advertido, ciertamente, que el Rey le daría un beso si ella lo consentía, pero este detalle turbó a Juana de forma insospechada. Fonseca hubo de calmarla con habilidad a fin de que no ofreciera allí un penoso espectáculo. Entró en palacio Juana tras Felipe y no hubo concluido apenas la segunda genuflexión de las tres de rigor, cuando Luis XII se acercó efusivamente hada ella y, tras abrazarla, la condujo hasta el trono junto a la Reina y Felipe.
En adelante la estancia de Juana en la corte francesa no es sino una prolongada sucesión de incidentes que ponen de manifiesto el orgullo de la princesa española y su temple de mujer. Desde un principio Juana se encontró sola e inadaptada. Su marido gozaba en aquel mundo brillante de las recepciones pero ella se sentía profundamente alejada de tales fastuosidades. Y, lo que es aún peor, abandonada a su propia suerte. Tan sólo Fonseca, el apacible obispo cordobés, parecía comprender su situación, su soledad, sus pensamientos de aquellas horas difíciles.
Bien es cierto que la estancia de los Archiduques en la corte francesa transcurría desde el ángulo público y aparencial de modo venturoso, pero las relaciones de Juana y la Reina de Francia se mostraron desde el primer momento peligrosamente tirantes. Todo comenzó cuando, el primer día y tras la salutación a Luis XII, la duquesa de Borbón, que llevaba del brazo a la princesa española, empujó a ésta hacia abajo con cierto descaro tratando con ello de que su rodilla se hincara bien en inequívoca señal de vasallaje. Juana, precavida y silenciosa adoptó desde aquel instante un aire lejano y desafiante. Pero la culminación de tales desavenencias femeninas tuvo lugar unos días después. Los bailes y cacerías se habían sucedido en medio de una brillantez esplendorosa. La concordia parecía reinar incontestablemente: Francia y los Países Bajos se unían en un abrazo fraternal, aun cuando Luis XII se cuidaba de dejar bien sentado el papel de hermano menor que le tocaba a la Borgoña en el trato. Felipe era, sí, un distinguido vasallo; pero, al fin y a la postre, eso: un vasallo. A Juana le correspondía, pues, según los cálculos del francés, dar vida en escena a la esposa de un fiel servidor y, a tales efectos, había de pagar en alguna forma su tributo de honor. No tardaron en hallar los franceses el medio que creyeron más adecuado para que Juana patentizase su condición. Cierto día, mientras escuchaba misa en la iglesia, se le «invitó» a que ofreciera algún dinero, que previamente le entregaron, en «nombre de la Reina». La maniobra chocó, sin embargo, con el orgullo de Juana y ésta se negó rotundamente a efectuar la entrega: ella tan sólo ofrecía por sí misma. El desplante sentó mal a la Reina, quien, enojada sin duda, trató de devolver la acción a la princesa española. La «venganza» fue a su vez súbita y brillantemente contestada por Juana y ésta salió airosa y triunfante del juego femenino de astucias: acabada la misa, la Reina se «olvidó» de invitar a su huésped a salir junto a ella y se adelantó sola hasta la puerta; Juana, por su parte, se «olvidó» de que la Reina le esperaba fuera aguantando el frío de una mañana invernal y, por cuenta propia, mostrando una descuidada autonomía, se retiró a sus aposentos.
Las femeninas incidencias rompían de manera desagradable y curiosa la feliz armonía y hacían aconsejable cuanto antes la partida hacia tierras españolas. Juana en medio de su soledad había jugado con cierta maestría que, sin duda, habría llenado de gozo a su madre la Reina Católica. Desde aquel momento y hasta la salida, el clima fue tan protocolario como frío. El entusiástico calor inicial se había roto para siempre. Una semana estuvieron tan sólo en Blois, Felipe y Juana y, desafiando las inclemencias del tiempo, se disponían a atravesar los Pirineos cuando 1501 daba ya sus últimos suspiros. Difícilmente hubieran podido escoger peor época para su viaje, pero tanto la necesidad de llegar pronto a España como la atmósfera que comenzaba a respirarse en Blois aconsejaban acometer a cualquier precio y cuanto antes la ardua empresa.
Fue preciso descargar los carros de sus equipajes para devolverlos vacíos a Flandes: los Pirineos exigían al menos aquellos tributos. Pero con todo, el viaje puede calificarse de feliz. El 29 de enero de 1502 llegaba la comitiva a Fuenterrabía. Felipe pisaba por primera vez tierra española y Juana regresaba a su país tras cinco años de ausencia, en verdad azarosos y llenos de asperezas. Los Reyes Católicos no pudieron recibirles tan de inmediato como, sin duda, hubiera sido su deseo. Las razones políticas hacían necesaria su presencia en Granada, donde a la sazón intentaban sofocar la latente rebelión mora. El Condestable de Castilla y varios nobles les recibieron en su nombre y los Reyes, que ansiaban abrazar a sus hijos, decidieron visitarles en Toledo tan pronto como les fuera posible. Hasta allí debían, pues, encaminarse los Archiduques en su paseo obligado y triunfal por las tierras peninsulares.
El itinerario del lento viaje sirvió para que Felipe y su numerosa servidumbre flamenca contemplaran, no sin cierta extrañeza, la vida y costumbres del país. Un biógrafo de la Reina loca describe así los pormenores de aquella España tan exótica y ancestral, tan pobre e inhóspita en su apariencia primera, tan austera y supersticiosa a los ojos europeos: «Costumbres y usos extraños, extraño el país y lleno de prodigios. Aquí una mujer a la que se tenía por pecadora había sido despeñada desde lo alto de una roca y quedó indemne; una capilla erigida en el lugar del suceso daba testimonio del milagro acaecido. Allí, un diablo llamado Hércules había erigido en un solo día un puente de cuatrocientos pies de altura y una milla de largo con dos órdenes de arcos superpuestos, sirviéndose de sillares, sin mortero ni arena, y allí estaba el puente en efecto. Maravillados, contemplaban los viajeros este puente del diablo —el acueducto romano de Segovia—, veían cómo por él fluía agua bastante para abastecer a la ciudad entera, y ya no les quedaban dudas sobre la veracidad de todos los demás prodigios. Se oían hasta diez misas diarias. El Jueves y el Viernes Santos, corrían por las calles flagelantes desnudos, y soldados armados montaban guardia ante el Santo Sepulcro durante toda la noche,,.»
Alucinante descripción, muy cercana, sin embargo, a la realidad. La Historia daba ahora una vuelta completa: lo mismo que los sobrios y anticuados nobles españoles quedaron casi espantados ante el brillante y jocoso espectáculo de los Países Bajos, estos flamencos que acompañaban a Felipe el Hermoso se llenaban de extrañeza al ver con sus propios ojos las pardas y grises tierras castellanas, la monotonía de sus hábitos, el fatalismo supersticioso de sus gentes, la rigidez ritualista de una religión presente hasta en los más mínimos menesteres cotidianos... Ya les pareció sobremanera raro el árido papel reservado a la mujer, ausente por completo de las primeras recepciones oficiales, ataviada con telas antiguas y tristes, siempre con un desagradable aire de luto riguroso. En Burgos el Archiduque y sus hombres de confianza tuvieron ocasión de ver por vez primera en su vida una corrida de toros. De Burgos partieron para la entonces populosa Valladolid, núcleo importante del país. En Medina del Campo Felipe se mezcló, ataviado a la española y tocado de peluca, entre el populacho que atiborraba la todavía célebre feria de ganados. Fue éste su primer intento real de conocer la psicología popular, de conectar en vivo con las costumbres de los españoles. «Es posible —escribe Pfandl aludiendo a aquella inesperada salida—, que esto diera lugar a violentos celos.» Pero nada sabemos con seguridad de ello. Sí sabemos que los príncipes marcharon acto seguido hacia Madrid donde se tomaron algunos días de descanso que Felipe aprovechó para practicar por los alrededores de la villa su pasión favorita: la caza. El invierno se iba alejando paulatinamente y la primavera —deliciosa estación en Castilla cuyos campos se encienden de tenues y maravillosos tonos rojizos— invadía ya con su suave luminosidad buena parte del país. Pero para Felipe la primavera no pudo ser más ingrata: a finales de abril, en Olias, a las puertas de Toledo, el Archiduque cogía el sarampión y se veía obligado a guardar una semana de cama. Fernando parte de inmediato desde Toledo y llega a tiempo de verle en el lecho. Allí, en aquel pequeño pueblo de Olias tuvo, pues, lugar la primera entrevista entre Fernando y Felipe, los dos hombres que poco más tarde habrían de disputarse la suerte de Castilla. El tono amistoso de la inicial visita no tardaría mucho en variar sustancialmente con la marcha del Archiduque a Flandes. Pero la primera impresión de Felipe respecto a aquel hombre, sobre cuyas dotes políticas y humanas corrían tantas leyendas, no podía ser más halagadora para Fernando. No se trataba de ningún frío y maquiavélico personaje sino, más bien, de un hombre cálido, sencillo y ajeno a cualquier gesto protocolario. «No puedo hallar palabras —escribe luego el Archiduque a Flandes— de cuán humano y bondadoso se mostró; parecía como si fuera mi propio padre, y más aún.»
Tarda poco en reponerse Felipe de su sarampión y, tras un largo y agitado viaje, llegan los príncipes a Toledo el 7 de mayo. Fernando les recibe en las afueras de la ciudad. Quiso Felipe al hallarse en su presencia descender del caballo para saludarle, pero el Rey no lo consintió mostrándose, al decir de un cronista, «muy afable y cariñoso». Los tres, padre, hija y esposo prosiguieron juntos su marcha hacia el centro de Toledo. Su paso se acompañaba de un sonoro redoble de tambores y los entusiastas vítores de la población, fascinada ante aquella ostentosa e insólita brillantez, se acrecentaban a medida que llegaban, entre engalanadas calles, al corazón de la histórica villa. Al fin llegaron a la catedral a cuya puerta les esperaba el episcopado con Francisco Jiménez de Cisneros a su cabeza. En la bella catedral toledana se cantó un Te Deum, finalizado el cual la comitiva partió hacia el palacio donde les aguardaba impaciente Isabel la Católica cuyo flaco estado de salud no le había permitido participar desde el principio en el desbordante recibimiento. La Reina no es en aquellos instantes sino una madre feliz y emocionada por el regreso de su hija. Las escenas se sucedieron en el monumental Alcázar con la misma naturalidad que hubieran transcurrido en cualquier hogar dichoso. La Reina se sentía feliz: al fin tenía con ella a su hija y todo parecía indicar que desde ahora la buena fortuna iba a sonreír a Castilla. Juana hacía las veces de traductora porque Felipe apenas si sabía castellano y el conocimiento del francés de los Reyes era harto precario. Ciertamente la dificultad idiomática hubo de restar familiaridad y confianza a aquellos primeros cambios de impresiones, pero Juana desempeñó su papel con extraordinaria elegancia. Flandes y Castilla se aunaban por vez primera en las amplias salas del Alcázar toledano y el agudo contraste entre ambas tierras se hacía claramente patente en el vestir de unos y otros. Felipe y Juana iban lujosamente ataviados con telas de terciopelo engalanadas con áureos bordados. «De los vestidos del Rey y la Reina —escribe Laclaing, gentilhombre de cámara de Felipe— no digo nada, pues sólo llevaban pobres telas de lana.» Pero la alegría parecía allanar toda visible diferencia. Castilla entera vivía horas de júbilo y alborozo.
Mas la Muerte, fatal acompañante de toda aquella descendencia, iba pronto a truncar la dicha. Don Huarte, heredero de la corona inglesa, acababa de fallecer dejando viuda a sus tiernos diecisiete años a Catalina, la hija menor de los Reyes. La triste noticia quebró súbitamente las fiestas y agasajos del recibimiento. El luto se extendió de nuevo por las ásperas tierras castellanas. Nueve días de luto riguroso en la Corte. Los Reyes se retiraron a sobreponerse, en la más absoluta soledad, del golpe recibido. Su política familiar, tan hábil en teoría, chocaba de continuo con el muro implacable de la Muerte. Sólo Felipe podía compensar en cierto modo con su actitud aquel cúmulo desdichado de circunstancias. Pero el joven Archiduque comenzaba a echar en falta la rigurosa alegría flamenca.
El luto de la Corte, aquella grave y silenciosa solemnidad se le hacían insufribles al temple frívolo de Felipe y, en cuanto vio la ocasión propicia, se alejó de Toledo para cazar y jugar a la pelota en Aranjuez. Concluido el luto oficial, Felipe regresó con toda tranquilidad a la ciudad donde los torneos, las corridas y los juegos se habían reanudado con pomposidad. El Archiduque empezaba a ser criticado —cosa previsible— por los nobles castellanos. Pero los Reyes hacían oídos sordos a los insistentes rumores de su frivolidad, justificando su actitud como un rasgo irrelevante, fruto de su juventud e inexperiencia. Todo era cuestión de tiempo, pensaban, confiando en las virtudes que acrisolaba Felipe. Donde en realidad todos veían problema no era en el príncipe sino en su cohorte de acompañantes, porque para nadie pasaba desapercibido ni constituía ya secreto alguno que la voluntad del Archiduque dependía en casi todo de sus hombres de confianza. Así las cosas, los Reyes trataron de ganarse por métodos sutiles a los flamencos —único modo real de ganarse a Felipe—, pero la astuta conducta regia acarreó una profunda división en el seno de la comitiva. En efecto, al pronto se formaron dos bandos señalados entre los miembros de ésta: los partidarios de la causa española con De Berghes y el bastardo de Borgoña a la cabeza y los fieles a las razones francesas cuyo liderato ostentaba el influyente obispo de Besanzón.
¿Qué ocurriría? ¿Cuál de ellos atraería hacia sí a Felipe el Hermoso? Hasta el momento ninguno de ambos bandos parecía haber logrado su propósito porque el príncipe hacía caso omiso del problema, como si el asunto no tuviera en él a su más directo protagonista.
El 22 de mayo de 1503 los Archiduques eran jurados herederos de la corona de Castilla en una solemne asamblea que se celebró en la iglesia mayor toledana con asistencia de los Reyes y lo más grande del clero y la nobleza. El primer paso estaba ya dado. Pero faltaba todavía que las Cortes aragonesas hicieran otro tanto, lo cual no se le ocultaba a nadie que iba a ser extremadamente más difícil. Fernando el Católico salió hacia Zaragoza con objeto de reunir tan pronto como fuera posible a las Cortes de Aragón. El camino sería forzosamente largo y accidentado.
A medida que los días transcurrían en la espera, la melancolía y añoranza de Felipe iban en aumento. España no pasaba de ser en sus planes un trámite necesario del que era preciso salir airoso en el menor tiempo posible. Su vida estaba en otro lugar, en aquellos Países Bajos que ahora, contemplados desde la lejanía de Castilla, se le antojaban más bellos que nunca. El era ante todo un flamenco de los pies a la cabeza y sus sueños comenzaban y concluían en Flandes. Lo demás no constituía sino los medios que le conducían hasta el anhelado final. La grandeza flamenca: he ahí su obsesión. Si alguna vez llegara a ceñir las coronas de Aragón y Castilla —y todo parecía encaminarse hacia ello—, ambos reinos tendrían que convertirse en magníficas colonias borgoñonas. Su sueño imperial giraba alrededor de un eje perfectamente definido: Flan— des. Felipe contaba las horas que aún le restaban para su regreso. Una vez fuese declarado heredero de Aragón, carecía de sentido permanecer en España. Aquel constituía, pues, el límite de su aburrida estancia.
Pero los meses se fueron sucediendo sin que la dificultad de convocar la Asamblea Aragonesa fuese vencida. Había llegado el verano y, según se cuenta, los sofocantes calores hispanos produjeron entre los flamencos similares destrozos humanos que los fríos de Holanda en los súbditos españoles. El tiempo, implacable, devolvía la moneda. El tremendo desastre aceleró sin duda el ya firme deseo de Felipe. Pero el obstáculo de Aragón aconsejaba calma.
Fernando permanecía en Zaragoza. Y su ausencia precipitó la toma de postura del príncipe ante la flagrante división de su cohorte. Su inclinación hacia el lado francés se hallaba latente desde el primer momento, pero la desgana o la prudencia habían impedido su patentización. Felipe era, preciso es no olvidarlo, hijo de francesa y su espíritu se había moldeado desde pequeño en una admiración declarada a todo lo que llevara el sello de Francia. Ciertamente, eso lo sabían también los Reyes; pero, a buen seguro, confiaban en que su tendenciosidad no fuese tan sustantiva como para temer lo peor. Felipe, sin embargo, dejaba bien claras sus intenciones: apenas hubo partido Fernando hacia Zaragoza, De Berghes y sus partidarios recibían órdenes tajantes de abandonar España rumbo a Flandes. La funesta noticia heló el pulso de los caballeros hispanos. Isabel, sin embargo, pretendió restar virulencia a la decisión del príncipe e invitó, por cuenta propia y en secreto, a todos los caballeros a hospedarse en Olias. Juana, cuyo silencio habitual era bien conocido por todos, no dudó en aquella ocasión en defender a De Berghes y los suyos quienes, según ella, «sólo se habían hecho culpables de mostrarse amigas de España». Las espadas estaban en alto. ¿Lograrían madre e hija atraer a Felipe a la causa española? Bien mirado, la repentina y diplomática decisión de Isabel no sirvió sino para empeorar la situación. Felipe se afirmó en su postura anterior y, desconfiando de cuantos a su alrededor trataban de convencerle, puso su entera voluntad en manos del obispo de Besanzón. Ni Maximiliano, del que recibió una carta instándole a considerar con mayor rigor la opción española, persuadió en lo más mínimo el ánimo enfurecido del Archiduque.
Todos los esfuerzos chocaron en adelante con el infranqueable muro de Felipe, ganado ya de forma total por el de Besanzón. La Reina Católica, su hija y la nobleza habían de admitir con pesadumbre y dolor la áspera pero indudable realidad: Felipe tan sólo tenía sus ojos puestos en Flandes. El sueño de los españoles se desvanecía súbita y bruscamente. Nada parecía cambiar la suerte de los acontecimientos y la inesperada muerte del obispo de Besanzón acabó por colocar el fiel de la balanza del lado francés: Felipe, convencido ya íntimamente de su actitud, creyó en su dolor que el prelado había sido envenenado sin piedad por sus enemigos.
En octubre los obstáculos ofrecidos por Aragón se hallaban plenamente salvados y los Archiduques salieron con presteza hacia Zaragoza, en cuya sala de la Diputación eran jurados herederos con la solemnidad de rigor el día 27. Toda la nobleza aragonesa rodeaba con su presencia a los príncipes. Pero las cláusulas del juramento no resultaban ser tan incondicionales como soñaba Felipe: El Archiduque sólo conservaría su calidad de monarca en tanto durara el matrimonio y, lo que era aún mayor inconveniente, a condición de que Fernando muriera sin dejar hijo varón. Sabido como era de todos la precaria salud de Isabel la Católica (cuya muerte podía sobrevenir en cualquier momento) y la juventud y robustez de Fernando, la posibilidad de un nuevo vástago no constituía, ciertamente, ninguna increíble utopía.
¿Qué sentido tenía ya para Felipe su permanencia en España? Su mujer le resultaba una enojosa compañía, siempre embarazada, tan poco amiga de distracciones, tan áspera y voluble de carácter. Castilla, en fin, ya sabemos lo cuesta arriba que se le hacía al invencible flamenco que Felipe llevaba dentro. Por si todo ello fuera poco, Fernando había colocado a su yerno un ardid maestro: apenas jurado Felipe heredero a la corona aragonesa, el Rey salió apresuradamente para Madrid encargando al Archiduque presidir en su ausencia las Cortes. El tema a tratar no era otro que... la guerra franco-aragonesa. La situación embarazosa hubo de influir sin duda en el ya firme ánimo del príncipe.
Tardó poco Felipe en comunicar a sus suegros la decisión. Ellos intentaron por todos los medios humanos que desistiese de tamaño desatino por cuanto, además, quería Felipe hacer el viaje por Francia —a la sazón en nueva guerra con España—, pretextando que deseaba entrevistarse con Luis XII a fin de mediar en una paz necesaria para ambos países. Estanques, cronista oficial, refiere así la reacción de Isabel ante la postura de su yerno: «... lo cual como la Reina oyese le dixo que en ninguna manera pensase hacer tal cosa en aquel tiempo, porque ellos traían grandes guerras con el Rey de Francia, y que a esta causa su pasada no podía ser muy segura, y que mirase que los que habían de ser Reyes se habían de criar y conservar mucho tiempo con sus vasallos y súbditos, si querían después ellos ser obedecidos; y por tanto que le rogaba estuviese con ellos algunos días en España, porque viese y comunicase con todos los señores y caballeros de sus Reinos, y viese la manera que se tenía en la justicia y gobernación dellos; y que mirase también que la princesa doña Juana estaba preñada y en términos para parir, y que con el dolor de su partida le podría venir alguna alteración con que muriese, y que por ventura ella por la mesma razón podría morir por le querer tanto como le quería, dándole a entender muy enojada que en ninguna manera consentiría mientras su hija estaba de parto que él se fuese, principalmente por aquel tiempo que era ya invierno y por tierras enemigas».
A tales requerimientos Felipe contestó como pudo aduciendo que, en primer lugar, había prometido a sus fieles servidores regresar a Flandes antes de un año desde la llegada y que temía que al cambiar de opinión se le acusara de faltar a su palabra y que, en segundo lugar, su estancia en España había ocasionado un lamentable número de víctimas entre sus vasallos al que era preciso poner fin. Todo aquello, continúa Estanques, «se le hacía a la Reina muy duro de oír» y «mucho más a la Princesa su muger, que en extremo le amaba y no hacía sino gemir y llorar, lo cual hizo en el Príncipe muy poca impresión para mudalle su propósito».
La decisión de Felipe era firme e inquebrantable y todos los intentos de los Reyes fueron vanos porque, más que con un hombre, parecían tratar con una gruesa muralla contra la que sus palabras chocaban sin remisión posible. Un último cartucho les quedaba por quemar a los monarcas: exigir la permanencia de Juana en España para ver si con ello se ablandaba el corazón de su marido. Tampoco este desesperado recurso sirvió para nada: Felipe viajaría sin Juana si ello fuese menester. ¿Cómo juzgar esta tenacidad del Archiduque? Juana, ciertamente, no parecía importarle demasiado; pero lo que no parece tan fácil de explicar convincentemente es que tanto a Felipe como a sus consejeros se les escapase lo imprudente que resultaba abandonar a Juana en Castilla. Si las ambiciones del príncipe a las coronas de Castilla y Aragón eran tan ciertas como todo hasta el momento hacía imaginar, dejar a Juana en la península significaba un inexplicable paso atrás por cuanto, siendo lógico esperar un pronto fallecimiento de Isabel, Juana quedaría, de facto, soberana de Castilla. Sola, con Felipe en
Flandes, ¿qué haría la enamorada princesa sino seguir el rumbo político que su padre le dictara? Su marcha tenía en aquellas circunstancias un mucho de temeridad y, en base a ello, cabe deducir que las razones vitales de Felipe debían ser por fuerza muy profundas.
Fácil resulta imaginarse el estado de ánimo de doña Juana desde que supo con certeza la marcha de su marido. El dolor, la pena y la pasión se mezclaban en ella de manera violenta. Aquel era en verdad un duro golpe en sus ilusiones de amante y, cronológicamente, constituye un hito decisivo en la progresiva dolencia de la Reina loca. De irrupción brusca, sí, cabe calificar la decisión de Felipe cara a la vida psíquica posterior de Juana. Su objeto amoroso se alejaba y ella se abandonaba a una inevitable y peligrosa melancolía. Hasta aquel momento no se puede hablar en rigor de especiales anomalías en el discurrir psicológico de la princesa. Había reaccionado —sí— como una personalidad retraída e introvertida, pero no cabía inferir de su comportamiento ninguna consecuencia implacable y fatal. En adelante, sin embargo, todo habría de ser distinto.
Vanos fueron, asimismo, los serios intentos que tanto las Cortes de Castilla como las de Aragón llevaron a cabo cerca de Felipe para que éste reconsiderase su terca postura. Tampoco los ruegos de doña Juana lograron hacer mella en el corazón del Archiduque, a quien no parecía importarle en demasía el bajo estado de ánimo de su esposa. La pobre Juana no era para él sino una enemiga más a sus planes, una aliada de sus padres en contra suya. Juana pudo resistir a duras penas el mazazo que a su infinito amor le había asestado y estalló con la fuerza insólita de quien reprimía desde tiempo atrás un cúmulo ahora insoportable de humillaciones. Felipe seguía terco hasta en los detalles: el viaje no sería por mar, como le sugerían los reyes, sino por tierras francesas. Además la idea de entrevistarse con Luis XII no se apartaba de su mente. Se despidió el príncipe de Isabel y, unos días después, de Fernando. «Díjole —escribe Rodríguez Villa— en su despedida don Fernando, que se acordase de la manera que le había tratado el Rey de Francia cuando vino a España por su Reino, y que no quisiese ir a recibir más deshonra, y no diese lugar, siendo el mayor Príncipe del mundo, a que el Rey de Francia le tratase como a uno de sus súbditos, no mirando cuyo hijo y yerno era, debiendo siempre tener presente que el francés nunca quería que fuese pacífico señor de lo que tenia y esperaba heredar. Rogóle, por fin, que suspendiese su marcha por tres meses, para obtener en este tiempo la licencia del Rey de Romanos, su padre.»
A mediados de diciembre partía Felipe de Madrid en compañía de su séquito (es decir, de los miembros de su séquito que lograron sobrevivir al verano español) y a principios de año, tras atravesar Aragón, cruzaba la frontera por el Languedoc. España quedaba atrás como un desagradable y lejano recuerdo. ¡Extraño proceder de quien, en último término, acababa de ser jurado heredero de Castilla y Aragón!
La marcha de Felipe dejó en España una Juana silenciosa, grave, sumida en profunda y paralizadora melancolía. A partir de aquel instante la dolencia psíquica de doña Juana no hace sino agravarse, afianzarse en su sintomatología hacia el camino irreversible de la esquizofrenia. Hasta ahora sus males han sido ciertamente nebulosos pero, desde que su amado y atractivo esposo sale de Castilla, todo se torna nítido, como si un terrible foco iluminara de pronto la mente de doña Juana y la proyectara a la Historia en toda su grandeza de enferma. Así, uno sobre otro, los síntomas se van amontonando con dramática e inexorable insistencia.
Nada parece importar a Juana de lo que a su alrededor acontece. Una sola idea llena su mente, obsesiona todas las horas de sus monótonos y terribles días en Castilla: ¿qué hará en Flandes su bello y ahora alejado Felipe? ¿Se acordará acaso de ella? ¿Le ama apasionadamente todavía? Ningún otro sentimiento conseguía adormecer en su espíritu el de la ausencia de su marido. Los celos se apoderan de ella con fuerza irresistible. Piensa que todos se han unido contra ella para separarla de Felipe en cuya sola presencia —ahora lo sabe bien— su vida adquiere pleno sentido. Va tornándose apática, abúlica. Ni las odiosas guerras, ni los sueños de grandeza política que a su alrededor se respiran le importan lo más mínimo. Tampoco los pequeños placeres cotidianos despiertan su atención. V lo (pie en un principio era sólo somnolienta pasividad va adquiriendo con el lento paso de los días caracteres alternantes entre la sumisa melancolía y los accesos de ira y rabia. «... Pasaba días y noches —escribe Pfandl— recostada en su almohadón, con la mirada fija en el vacío. De cuando en cuando despertaba asustada de aquel sopor psicomotor, para lanzar agudos gritos y lastimeras lamentaciones.» Su estado comienza a ser preocupante y los Reyes hacen llegar hasta ella a los médicos palatinos para que dictaminen sobre sus males extraños. Nada claro saben ver los galenos en Juana y en su impotencia, achacan todo a su avanzado embarazo. La figura de Juana, en plena y esplendorosa juventud física (tiene a la sazón veinticuatro años), no puede sino inspirar lástima infinita. ¿Qué terrible mal aqueja a esta mujer que parece vivir divorciada del mundo, enclaustrada en sus obsesivos pensamientos, en unos celos cuya magnitud crece segundo a segundo? Tal vez cuando nazca su nuevo hijo aquellos negros nubarrones desaparezcan, piensan los médicos. Vana esperanza, como habremos de ver pronto.
Para Juana, mujer fuerte donde las hubiere, jamás los partos constituyeron serio problema: ya hemos visto en qué extrañas condiciones vino al mundo el que sería luego Carlos I y, sin embargo, ninguna especial dificultad tuvo para su alumbramiento la princesa. El 10 de marzo, sin anomalía alguna, nacía en tierra española un nuevo varón que, bautizado con el nombre de Fernando, habrá de ser con el tiempo Emperador de Alemania. No se ahorró pompa en la celebración del bautizo y las solemnidades duraron una semana. Pero para Juana importaba más otra cosa: nacido su hijo, la necesidad de su estancia en la corte de Castilla desaparecía. No había ya obstáculos para su partida salvo uno en verdad importante: la guerra contra Francia hacía imposible un inmediato viaje por tierra e incluso el mar venía a ser en tales condiciones sumamente peligroso. Todo parecía aliarse en contra de los designios de la infeliz princesa.
La Reina Isabel, por su parte, consumía sus días postreros. El estado de su salud era sin hipérbole lastimoso. Padecía frecuentes calenturas y accesos tremendos de dolor y la desdichada Juana, cuya suerte futura no veía nada clara, ensombrecía aún más sus últimos instantes. Fernando, alejado de la Corte a consecuencia de las continuas guerras, no puede ocultar su preocupación por ambas mujeres y ordena a sus médicos de confianza le envíen un detallado informe sobre su actual estado físico y mental. El informe, fechado el 20 de junio, tiene hoy un precioso valor documental constituyendo tal vez el testimonió más fidedigno y apreciable para juzgar el proceso esquizofrénico de Juana. Tras dar cuenta de las calenturas de Isabel y de su flaqueza física, narran los doctores Soto y Julián lo mucho que a la Reina Católica entristece la situación que atraviesa su hija, «pues la disposición de la señora Princesa es tal —escriben—, que no solamente a quien tanto va y tanto la quiere debe dar mucha pena, mas a cualquiera, aunque fuesen extraños; porque duerme mal, come poco y a veces nada, está muy triste y bien flaca. Algunas veces no quiere hablar; de manera que asi en esto como en algunas obras que muestran estar trasportada, su enfermedad va muy adelante», Estar «trasportada»: he aquí una palabra clave que permite levantar sobre ella un fundamentado diagnóstico.
El doctor Vallejo Nájera ha escrito comentando el anterior testimonio: «El cuadro que acabamos de describir es el clásico de la esquizofrenia hebefreno-catatónica, sin que el analista pueda dudar de su identificación. Destaca en el primer plano y como síntoma fundamental el trasportismo: el autismo, la pérdida de contacto con la realidad, para vivir la enferma su delirio amoroso. La fijación de la actitud, la inactividad, la indiferencia a todo lo que no sea su idea obsesionante, los raptos de desesperación, son típicos síntomas de la forma clínica de la esquizofrenia antes consignada. Doña Juana vive en un estado de bloqueo psíquico, aislándose del mundo externo para sumergirse en la quimera de su amor. Por otra parte, dentro de la hipotensión afectiva que constituye uno de los trastornos fundamentales de la dolencia, es presa de las características reacciones impulsivas psicoemotivas de estos enfermos, que sin causa apreciable o por nimia causa exhiben explosiones de cólera, angustia, miedo, tristeza o alegría. Los súbitos gritos y lamentaciones débense a impulsos psicomotrices estereotipados de marcado carácter esquizopático.»
El autismo (encapsulamiento en el seno de su yo, hermético cierre al mundo exterior, abandono a sus obsesivas y solitarias vivencias) constituye el eje alrededor del cual giran todos los demás síntomas del esquizofrénico. Así la apatía y la abulia propias de doña Juana no son sino las manifestaciones cotidianas del citado y nuclear autismo. Los celos, por otro lado, son en doña Juana los que patentizan algo muy propio de este tipo de enfermos: lo que en términos técnicos se llama monoideísmo y perseveración ideativa y que no es otra cosa que la existencia de un pensamiento único, anucleado en torno a un tema constante, reiterativo hasta lo indescriptible. Los celos no son, de tal suerte, la base de su dolencia sino la plasmación más evidente de ella. Doña Juana no es, pues, sólo una celosa —aun cuando como tal viva y sufra—, sino una enferma más compleja cuya manifestación primordial se cifra en los celos.
Fácilmente puede el lector imaginarse la lucha dolorosa y dramática sostenida —en silencio las más de las veces— por aquellas dos mujeres, madre e hija, tan distintas, en la apacible soledad de un palacio segoviano a donde se han trasladado desde Alcalá buscando el alejamiento de los insoportables calores madrileños. La convivencia entre ambas se hace cada día más difícil. Isabel no puede evitar la consternación ante el espectáculo deprimente que Juana ofrece a sus ojos de impenitente soñadora de grandezas. Toda su vida la ha puesto al servicio de una causa: Castilla, la unidad española, el gobierno de sus pueblos, que ahora se extienden hasta los rincones más alejados del planeta. Juana es su legítima heredera y, en calidad de consorte, lo es también Felipe de Habsburgo, un flamenco de los pies a la cabeza que no parece ver en España sino el campo ideal para sus ambiciones. A Felipe le interesa España como medio y no como fin, como fastuosa colonia de su futura grandeza y no como núcleo de sus afanes políticos. Isabel no puede ocultar su íntima desolación ante tamaño panorama: Castilla en manos de un borgoñón y convertida en un emporio más de la diminuta Flandes. De continuo intenta contagiar a Juana sus ideas y sus ideales. Pero Juana vive sólo para su amor y sus celos y lo que piense y sienta su madre le trae sin cuidado. Nació, sí, en Castilla, pero su verdadera y única patria es Felipe. Ella podía decir como Calixto en aquella declaración del amor enajenado: «Yo Melibea soy, a Melibea amo, en Melibea vivo.» Ella era en Felipe y de Felipe. Sólo pensaba en él y como fruto de su ausencia le nacían unos celos invencibles. El viaje, el momento de la partida de España: he aquí su única ilusión. Isabel trata en vano de convencerla sobre las dificultades de una apresurada salida. Lo que con ello consigue no es sino dificultar en mayor medida una sana convivencia. Para Juana, Isabel acaba convirtiéndose en un obstáculo a sus planes, bien mirado en el peor y más firme de cuantos obstáculos se oponen a sus deseos de reunirse con su amado Felipe.
Los choques entre Reina y Princesa menudean. En ocasiones son en verdad violentos y siempre vienen originados por el mismo tema: el viaje de Juana. Pero el silencio —un silencio cargado de tensión— no es tampoco nada reparador y los médicos insisten en la necesidad de separar a las dos mujeres. La precaria salud de la Reina desaconseja estas cotidianas y fatales discusiones. Las prescripciones facultativas son al fin cumplidas y Juana marcha al castillo de la Mota, en Medina del Campo. Isabel tiene de ella, en adelante, consoladoras y abundantes noticias traídas por Juan de Fonseca y, al parecer, la distancia alivia al menos un poco los males de la Reina Católica.
¿Qué ha sido entretanto de Felipe? Juana no tiene desde hace tiempo noticias suyas y lo poco que de él sabe (actividades públicas y políticas) queda al margen de sus intereses reales. Nosotros hemos perdido su pista cuando cruzaba la frontera francesa. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? Felipe había insistido con gran fuerza ante Fernando el Católico para que éste le confiriese plenos poderes de mediador en una paz con Francia. Hacedor de la concordia europea: he aquí el arrogante título que el joven príncipe deseaba conseguir para sí. Fernando, que a la vista de lo sucedido hasta aquel momento no tenia muchos motivos para dejar descargar sobre Felipe el peso de semejante responsabilidad, redactó las cláusulas en un estilo tan abstracto que permitía contradictorias interpretaciones. En Lyón Felipe se ponía en contacto con el delegado del monarca francés. El camino de las negociaciones había comenzado con aquella entrevista pero Fernando, desconfiadamente, preparaba sus tropas. En mayo llegaba a Lyón Luis XII con el solo propósito de concluir con su presencia las cláusulas de la paz propuesta por Felipe. Pero el joven flamenco era bastante más inexperto de lo que él mismo creía y en manos del hábil Luis XII más parecía un dócil vasallo que un firme mediador entre dos partes. Femando y Maximiliano se negaron a las condiciones del Rey de Francia y el sueño del Archiduque se desmoronó súbita y totalmente. La estancia en tierras francesas carecía, tras su sonado fracaso, de sentido y Felipe pasa al Tirol donde había de entrevistarse con su padre el Emperador Maximiliano. La guerra prosigue tu inexorable y trágico rumbo.
Felipe el Hermoso se distrae en Alemania: de las montañas del Tirol al bello palacio de Innsbruck; de allí a las minas de Had y Schawz. El tiempo corre y su llegada a Flandes se demora. Stuttgart, Heidelberg, Colonia y, al fin, Bruselas a mediados de noviembre. Desde la capital flamenca envía correos a España expresando a Juana el deseo de su pronto regreso. Ciertamente una prolongada estancia de su mujer en Castilla resultaba negativa para sus intereses. Cuando Juana recibe las noticias de Felipe, su alma atormentada parece como sacudida por una tremenda conmoción. ¡Felipe requiere su presencia! Ahora ya nada puede detenerla. Como una exhalación, comienza a preparar su equipaje. Ni los consejos de su madre ni la guerra con Francia le importaban: tenía que partir cuanto antes. Juan de Fonseca se entera de los veloces preparativos y se acerca sin dilaciones hasta el castillo de la Mota. El prelado llega a su presencia e intenta persuadirla de la imposibilidad de su propósito.
«¿No sabéis que Francia está en guerra con España?», le pregunta.
«España sí, pero yo no», le contesta Juana con una rotundidad sorprendente.
La princesa no escucha razones. Su decisión está tomada de un modo definitivo. Juan de Fonseca comprende que nada valen en aquella ocasión las palabras y opta por tomar drásticas medidas. La puerta del castillo se cierra de pronto al paso de la Archiduquesa. Juana no puede reprimir su furia ante el encierro. Desesperadamente, sacando fuerzas de no se sabe dónde, se agarra a los hierros y grita. Las amenazas e improperios llegan a todos por igual. La escena resiste cualquier descripción. Un cronista ha sabido encontrar en medio de su relato el símil que mejor y más fielmente se adecúa a aquella Juana desatada y patética: una leona herida. Pero las fuerzas le fallan y el abatimiento acaba apoderándose de ella. Junto a la verja de la fortaleza pasa la pobre Juana toda aquella noche, una noche fría y tormentosa del invierno castellano. Todos los ruegos fueron vanos. No deseaba esperar a su madre; no atendía a las consideraciones que sobre su condición real le hicieron los nobles que allí había. A todos les respondía lo mismo: no daría de allí un solo paso que no fuera en dirección a Flandes. No quería mantas para resguardarse del intenso frío. Su furia se acrecentaba en cuanto alguien le exponía cualquier proposición que se apartara de sus monocordes pensamientos. Y así pasó también Juana todo el día siguiente gritando patética, desesperadamente, que le abrieran la puerta. Al llegar la segunda noche, el frío se le hacía ya irresistible y se acercó por fin a un hogar que sus servidores habían encendido precavidamente en el patio del castillo. Allí, en su misma desafiante y pasiva actitud, permaneció Juana todo el día y allí la encontró su madre que, enterada de lo sucedido, enferma y llena de dolor, salió a toda prisa desde Segovia a caballo. «No quiso ir a la Mota, escribe Rodríguez Villa, sino fuese a apear a Palacio de donde fue lo sola que pudo; y por el gran respeto que la princesa siempre tuvo a su madre, subió con ella a su aposento.»
Dramática escena debió ser aquella entre la madre y la hija. No se conocen detalles verídicos de lo que entre ambas sucediera. Sólo se sabe por boca de Isabel lo que ésta escribiera días después a Gómez de Fuensalida: «que hubo de oír de labios de su hija tan indecorosas e insolentes palabras que jamás las hubiera tolerado si no hubiese conocido su estado mental». Lo cierto es que la presencia de Isabel logró aplacar momentáneamente la furia terrible de Juana. Pero desde entonces el pueblo, para quien tales sucesos nunca pasan desapercibidos, motejará a Juana con el triste apelativo de «la Loca». La leyenda de Juana ha nacido, así, en aquella fría noche de noviembre castellana.
¿Qué pensar de esta espectacular reacción de Juana en punto a su enfermedad? El episodio que acabamos de narrar indica, al decir de Vallejo Nájera, «la gravedad del estado mental de doña Juana, que, habiendo perdido por completo el control sobre la personalidad, reacciona violentamente contra todo lo que se opone a sus designios, importándole nada las conveniencias políticas, familiares y sociales». Tal rasgo en el comportamiento —la asociabilidad, la irrelevancia radical de cualquier tipo de norma establecida— es, en efecto, muy típica de los esquizofrénicos. Pocos enfermos han podido dar muestras de esta conducta asocial como aquella doña Juana, ajena en su furia y dolor a su condición de princesa, de heredera jurada hacía poco de Aragón y Castilla.
Noviembre había ya finalizado y Juana parecía mostrar cierta calma. Seguía, bien es cierto, pensando con auténtica obsesión en partir hacia Flandes pero vivía sus días sin arrebatos, sumida en el silencio y, al parecer, en la resignación de la forzosa ausencia. ¿Seria, tal vez, la presencia de su madre junto a ella la que motivaba aquella calma que ahora experimentaba, al menos en apariencia, la princesa? Sea como fuere, lo innegable es que quien más sufría era Isabel que no podía evitar ver en su hija el fantasma doloroso de otra enferma mental muy allegada: su pobre madre. Para la Reina aquellos días en la Mota aceleraron sin duda el proceso irreversible de la muerte. Aun cuando estaba muy enferma, se sobreponía al dolor sacando fuerzas de flaqueza. Las esperanzas se habían desvanecido por completo y demorar la salida de Juana en tales circunstancias no tenía sentido alguno por cuanto, además, los franceses habían solicitado la paz y el viaje carecía ya de dificultades que esgrimir como pretexto.
Los meses, sin embargo, fueron transcurriendo sin que se tomase resolución alguna. Al fin el primero de marzo de 1504 salía del castillo de la Mota, testigo mudo de tantos trastornos para ella, la que ya era sin remedio en el ánimo popular Juana la Loca. Su destino era por el momento el puerto de Laredo y allí hubo de aguardar Juana todavía dos meses antes de que la escuadra se hallase preparada para hacerse a la mar rumbo a su anhelado Flandes. En efecto, a últimos de mayo, sin despedirse de su madre a la que ya no volvería a ver jamás, con sus ojos fijos tan sólo en los Países Bajos, partía la enamorada e impaciente esposa. Un año y medio había permanecido separada, a su pesar, de Felipe; un año y medio repleto, bien es verdad, de angustias, de insólitos y terribles padecimientos.
¿Qué acontecería a la vuelta de Juana? ¿Habría guardado Felipe la fidelidad conyugal en la ausencia de su esposa? ¿Sentía verdaderamente deseos de verla o la petición de su regreso se debía tan sólo a causas políticas? Esta vez Felipe se hallaba esperando personalmente a Juana y, a juzgar por su recibimiento, nada parecía presagiar ningún nubarrón en la vida de la pareja. Se cuenta, sin demasiados detalles, que los príncipes gozaron durante los primeros días de su mutua presencia en horas pacíficas y llenas de ternura compartida. Sea como fuese, lo cierto es que poco duró la tranquilidad en el ánimo de la pobre Juana, El cronista Estanques describe así su cambio de actitud: «Sintió doña Juana la mudanza que en el príncipe hallaba cerca de su amor, que era bien diferente de lo que con ella solía tener y como muger que amaba en extremo a su marido, procuró de saber qué era la causa de aquello; y como le dixesen que el Príncipe tenía una amiga, muger noble e muy hermosa e muy querida del, se embraveció en tanta manera que, como una brava leona, se fue donde estaba la amiga, y dicen haberla herido e maltratado y mandado cortar los cabellos a raíz del cuero.» En punto a la reacción real de Juana ante la para ella fatal noticia no se ponen de acuerdo los cronistas. Dícese que la ultrajada princesa comunicó a su marido los rumores que hasta ella habían llegado y que Felipe los negó con absoluta firmeza. De ser así, poco calmó la insistente negativa a Juana por cuanto ésta, arrebatada en sus recelos, herida en su más profunda intimidad de mujer enamorada, no se detuvo hasta hallar a la inculpada dama. ¿Qué hizo una vez supo de quién se trataba? Ya conocemos la descripción de Estanques. Otros cronistas hacen sobre ella algunas precisiones tales como que Juana le sorprendió escondiendo en su seno un billete de amor. La dama flamenca se negó a entregar el papel a la Archiduquesa y, ante la tozuda postura de la española, hubo de tragárselo por completo. Juana, enfurecida, desatada, le agredió con unas tijeras y dio orden inmediata de cortarle sus bellos cabellos dorados.
Poco importa la precisión en el asunto porque, de cualquier forma, una u otra versión dibuja con claridad el fatídico y terrible golpe que para Juana supuso lo sucedido, así como su asocial e insólito comportamiento. Pero sí importa y mucho, conocer la postura adoptada por Felipe al saber la conducta de su esposa. Dejemos de nuevo que sea Estanques quien nos lo relate: «Lo cual como supiera el príncipe don Felipe, no se pudo sufrir que no se fuese a la princesa y la tratase muy mal de palabra, diciéndola muchas injurias, y aún dicen haber puesto las manos en ella. Y como la princesa doña Juana era mujer delicada y criada muy sobre si en poder de su madre, sintió tanto el mal tratamiento que el marido la hizo, que luego cayó mala en una cama perdiendo casi el juicio.» ¿Qué se puede sacar en claro de todo ello? ¿Qué consecuencias habrían de tener tales acontecimientos en el futuro de Juana y Felipe? Por de pronto Juana había perdido la inocencia, la confianza en los demás, incluido su apuesto y frívolo marido. Felipe comenzaba a tener, sin embargo, para ella ese extraño encanto de lo ambivalente, de aquello que se ofrece como difícil, de aquello cuya posesión requiere vencer múltiples resistencias. Pero, al mismo tiempo, estaba claro que Juana no podía descansar sobre Felipe ni buscar en él un equilibrio —tan difícil como necesario— para su afligido corazón de esposa humillada y, sin embargo, perdidamente enamorada. El joven príncipe no era ya sino una fuente más de conflictos: Juana podía aplacar con él su sed amoroso-sexual (lo que de hecho acontecía), pero la duda jamás se alejaría de ella por completo. En cuanto a Felipe el detalle acabó por convencerle de que algo muy grave, muy anormal, anidaba en el espíritu de su mujer. Y esa misma anomalía que a él le repelía con fuerza irresistible tendría que ser la baza a jugar de cara a sus aspiraciones políticas. Desde aquel momento, precavido y cauteloso, sitúa al lado de Juana un escribiente, Martín de Moxica, y le encarga anotar con extrema minuciosidad todas las rarezas, todas las extravagancias que en la infeliz princesa fuera advirtiendo. El matrimonio se convierte de tal suerte en un macabro juego sadomasoquista, en una terrible y patética danza en la que Juana interpreta el más ingrato de los papeles posibles. Felipe es consciente de que en las cortes europeas —y con mayor rigor en la castellana— circulan los chismes más tendenciosos sobre la típica conducta de su esposa y decide utilizar el rumor como sutil arma política. Luwdig Pfandl ha recreado con pluma maestra, con puntual curiosidad, lo que podía ser un día en la vida flamenca de Juana y Felipe. Su descripción es tan jugosa y amena que, a pesar de su longitud, no podemos sustraernos a la tentación de incluirla en nuestro relato. Héla aquí en su totalidad: «Por ejemplo, un (día) cualquiera de aquel turbulento matrimonio pasaba de la manera siguiente: la celosa Juana no quería tener a su alrededor damas flamencas. Servíase exclusivamente de las esclavas que había traído de España, muchachas moriscas probablemente, a las que, según la despótica costumbre oriental, se complacía en marcarlas la cara para hacerse temer. Felipe quería que les diese libertad y las despidiera, porque él atribuía a la influencia de ellas algunas costumbres extravagantes de su esposa; por ejemplo, la que tenía de lavarse varias veces al día la cabeza con suma prolijidad. Ella se defendía obstinadamente. Su marido le amenazaba con privarla del comercio conyugal y entonces obedecía. Pero al día siguiente y estaban otra vez allí las abominables muchachas. Entonces Felipe dejaba a su esposa encerrada en su cuarto, de lo que ella protestaba negándose a probar alimento. Como el dormitorio de él estaba junto al de ella, Juana se pasaba la noche dando golpes con un bastón y lanzando a gritos toda clase de denuestos. Aunque él no los entendía, oía sus lloros y sus malditas voces. La mañana empezaba con una violenta disputa entre los dos. El amenazaba con no volver a mirarla; ella replicaba que en lo sucesivo haría todo lo contrario de lo que él mandara. El se enojaba, y para no enfurecerse más se iba de caza. Juana, una hora después, le escribía una apasionada carta de amor; Felipe la leía a su regreso y la noche volvía a juntarlos reconciliados y en buena armonía matrimonial.
»Es conmovedor el hecho de que Felipe, cuando él no podía ya con la “terrible", mandaba traer los hijos; pero también este medio fracasaba casi siempre. Juana tenía aquel temperamento que sólo se demuestra en mujeres de corta inteligencia; en su esposo no veía el hombre, sino solamente el varón; en los deberes matrimoniales solamente conocía el tálamo y para sus furiosos celos no encontraba más antídoto que la pérfida insubordinación. ¿Qué extraño es que el marido la apartara sin consideración alguna? Yo quería darle participación en el gobierno; pero a todo decía sistemáticamente que no. Para no irritarla constantemente le dejo hacer lo que quiere... Así escribió el príncipe, harto ya de tanta disputa, a sus suegros Isabel y Femando. Pero en Juana se revelaron amenazadores síntomas de un mal de raíces más hondas. Empezó por aislarse enteramente; cantaba entre dientes y pasaba el día arreglándose los vestidos, poniendo aquí un hilo de perlas, cambiando allí un adorno de encaje. La prueba era dolorosa, en verdad, y precisamente este dolor le ofrecía, ella misma no sabía cómo, un goce dulce y amargo a la vez. Pero el éxito final era malo, terrible. Juana creía haber afligido al varón; pero, en realidad había perdido al hombre. ¿Se despertaba en su mente un conocimiento más profundo de ello? Probablemente no, pues su estado caminaba con creciente celeridad hacia el de la melancólica apatía, a la abulia. Ya se ha dado el paso decisivo de la sociedad a la soledad, de la salud a la enfermedad. Días enteros los pasa sentada a la mesa de un cuarto oscuro o sobre una almohada en el suelo, en completa inmovilidad, mirando fijamente al vacío. Un solo deber conoce todavía, y lo cumple: el de la propagación de la especie,»
Cabe deducir del comportamiento de Juana varias e importantes consecuencias para el desarrollo de su progresiva enfermedad psíquica. El primer lugar los accesos de ira con carácter de irreprimibles y con ostensible olvido de cualquier tipo de convencionalismo. De ello dan buena prueba tanto su furibunda actitud ante la dama flamenca como sus gritos y golpes nocturnos. En segundo término aparece un rasgo que es decisivo en este tipo de alienados: el negativismo. Juana se niega a todo, contesta sistemáticamente con un no, alarmante y rotundo. La princesa desatiende todos y cada uno de los ruegos de Felipe. Tan sólo una palabra tiene en los labios como contestación reiterativa a las decisiones de éste: no. Su vida se torna, en tercer lugar, más aislada, más ajena al entorno. La disociación del yo y el mundo gana cada día en virulencia. Juana se encierra en la isla de su incomunicable mismidad. El mundo pierde sentido como entidad de referencia para sus acciones cotidianas. Existe ella con exclusividad. Lo otro, lo distinto de ella, es lo hostil, lo temido, aquello de lo que es preciso huir irremisiblemente. El Autismo es ya una realidad nuclear. La abulia y el desinterés, radical hacia todo lo que no sea la satisfacción de su patológica necesidad sexual, sus fatales y meridianas manifestaciones. Como síntomas un tanto laterales, pero no menos significativos, hay que anotar la aparición de lo que en términos técnicos llaman los psiquiatras esterotipias, esto es, manías que se tornan obsesiones, regularizándose con una fuerza ciertamente irresistible. Así la de lavarse múltiples veces al día la cabeza o la de cambiar de continuo los adornos de sus vestidos. El estado de Juana en aquellos días flamencos no ofrece ya apenas dudas para el diagnóstico clínico.
Pero conviene analizar la conducta del Archiduque que, en atención a los detalles conocidos a través de los cronistas, no puede ser calificada sino de bochornosa. Bien es verdad que Juana había perdido del todo para él el atractivo de antaño y que sus encantos apenas si le inspiraban emoción duradera. Pero ¿hasta qué punto él no añadía leña al fuego con su diario comportamiento? ¿En qué medida él, en lugar de favorecer una adaptación de Juana a la realidad entorno, la dificultaba aún más con sus desplantes? Felipe jamás intentó, salvo con la torpe demanda de participación condenada de antemano al fracaso, convertirse para su esposa en una auténtica ayuda que, cuando menos, mitigara la gravedad de sus dolencias y sufrimientos. Por el contrario el Archiduque, como queda bien claro tras la lectura de las crónicas, utilizó a Juana considerándola como un objeto a su merced. Hostigaba a la princesa advirtiéndole que abandonaría su compañía y el tálamo nupcial, encerrándola con ello en una soledad que no hacía sino agravar su pésimo estado psicológico. Ni la piedad ni menos todavía el cariño de esposo movieron el corazón de Felipe durante aquellos años difíciles y ásperos de su matrimonio. Juana constituía para él un pesado fardo, una constante molestia ante la cual sólo pensaba en evadirse, fugándose de caza en las cercanías de palacio. Las amenazas de Felipe el Hermoso dicen muy poco en su favor. Flaco servicio hizo con ellas a la infeliz Juana. La «terrible», como él le apodó con cierta finura, fue para él un instrumento y no se sabe muy bien si, además, una desgracia.
Martín de Moxica, fiel servidor, entregaba a Felipe los informes que de la evolución de doña Juana iba puntualmente escribiendo. Y el Archiduque, a modo de justificación, se los enviaba al pronto a los Reyes Católicos. Tenían así éstos noticia exhaustiva de lo que en los Países Bajos acontecía a su hija aun cuando tales noticias estuvieran sesgadas en virtud de una procedencia interesada en no ofrecer nada más que una cara de la moneda. Estanques cuenta el gran pesar que a los Reyes inspiraba la suerte de su hija «principalmente a la Reina, airándose en gran manera —dice— contra el príncipe don Felipe y pesándole de haber hecho el tal casamiento». En Castilla los rumores circulaban raudos por los más recónditos rincones. Juana la Loca, se decían los supersticiosos castellanos, se halla embrujada, es presa de los demonios. Sólo en ellos podía ver aquel pueblo fanatizado la causa directa de tantos males como parecían aunarse en la desgraciada princesa.
Femando había caído enfermo a consecuencia de unas tercianas y guardaba ahora cama. La tristeza de la Reina se acrecentó con el contratiempo y al pronto le surgieron a Isabel constantes y preocupantes calenturas. Alonso Estanques, a quien seguimos en esta parte, con rigurosa fidelidad anota: «Y como aquel malhumor se le fuese poco a poco derramando por las venas, vino a caer (la Reina) en hidropesía, de manera que todo su deseo de noche y de día no era sino beber; y así se fue hinchando poco a poco y desflaqueciéndosele las fuerzas, y estuvo desta manera por espacio de den días continuos en grande enfermedad.»
La vida de Isabel tocaba irremisiblemente a su fin. Su ausencia habría de ser forzosamente un golpe muy duro para la suerte de Castilla. Las sombras de la duda se cernían ante aquella Isabel moribunda pero lúcida. ¿Qué hacer? Su hija era, en virtud de las leyes sucesorias, la heredera legítima del trono pero a la agonizante Reina no se le ocultaba que la débil y enferma Juana iba a convertirse en un juguete en manos de su ambicioso e inexperto marido. Castilla, su gran obra, la entrega permanente de su azarosa vida, puesta a merced de un flamenco. Esta sola idea le quitaba el sueño a Isabel. Pero ella no podía hacer gran cosa. Si acaso advertir... Su testamento, última obra de su feliz andadura política, contenía en este sentido claras e inteligentes advertencias. Se declaraba cómo no podía menos de nombrar a Juana heredera de sus reinos pero «si non quisiere o non pudiere entender en la gobernación», habría de ser Fernando, su marido, el encargado de gobernarlos en calidad de Regente hasta que Carlos cumpliera los veinte años. Esta cláusula, sutil y delicadamente redactada, viene a ser toda una declaración de principios. Pero además se cuida mucho Isabel en dejar bien sentado a los Archiduques que «no confíen alcaldías, tenencias, castillos ni fortalezas ni gobernación, ni cargo, ni oficio de justicia, ni oficio de ciudades, ni villas, ni lugares destos mis Reinos y señoríos, ni los oficios de la Hacienda dellos, ni de la Casa e Corte, ni presenten ni Arzobispados, ni Obispados, ni abadías, ni dignidades, ni otros beneficios eclesiásticos, ni los maestrazgos e priorazgos, a personas que no sean naturales des tos mis reinos, e vecinos e moradores dellos. Larga y prolija enumeración que pone bien a las claras los temores que Felipe, en su calidad de extranjero, inspiraba a la Reina.
A los pocos días de redactar el famoso testamento, moría Isabel en Medina del Campo cerca de la medianoche del 26 de noviembre de 1504. La noticia de su esperado fallecimiento heló el corazón del pueblo castellano, para quien la figura de Isabel la Católica se había convertido en un mito familiar. La Reina se erigía en la conciencia colectiva de toda Castilla como una mujer excelsa, nimbada de grandeza, rodeada de virtudes alejada de las flaquezas y los errores humanos.
Según se establecía en su testamento, los restos de la Reina habían de ser trasladados desde Medina del Campo hasta Granada, ciudad símbolo de la grandeza isabelina. La comitiva encargada del traslado se organizó al día siguiente de su muerte y durante semanas enteras desfiló por las pardas tierras castellanas entre el dolor de los que fueron sus súbditos. Hombres y mujeres se agrupaban a su paso y la despedían con lágrimas sinceras y oraciones piadosamente sentidas. Isabel entraba de esta suerte por la puerta grande de la Historia. Pedro Mártir de Anglería escribía al obispo de Granada las siguientes palabras, que muy bien pudieran ser testimonio y expresión fidedigna de toda la pena de un pueblo: «...el mundo ha perdido su ornamento más precioso, y su pérdida no solamente deben llorarla los españoles, a quien tanto tiempo ha llevado por la carrera de la gloria, sino todas las naciones de la cristiandad, porque era el espejo de todas las virtudes, el amparo de los inocentes y el freno de los malvados: no sé que haya habido heroína en el mundo, ni en los antiguos ni en los modernos tiempos, que merezca ponerse en cotejo con esta incomparable mujer. Tal era, ciertamente, la imagen popular de la recién fallecida Reina.
La esperada muerte de Isabel precipita las desgracias de Juana, quien desde aquel momento va a verse dramáticamente encerrada entre Felipe y Fernando. Nada se le presenta en adelante claro. Todo, por el contrario, aparece para ella teñido de ambivalencia y confusión. ¿A quién hacer caso? ¿Qué rumbo seguir? Veamos antes de contestar Juana nuestras preguntas, la situación real que atraviesa Castilla y las posturas particulares de aquellos dos hombres —Femando y Felipe— ante el incierto futuro.
En primer lugar, Femando. He aquí en 1504 a un Rey que ve desmoronarse de pronto el fruto de toda una vida de luchas y sacrificios. El Rey Católico, ya lo sabemos, no es persona que se deje vencer fácilmente y sin oponer tenaz resistencia. Su actitud no es, pues, pasiva sino combativa y, dada su peculiar e intransferible visión de los asuntos públicos, hábil en extremo, inteligente, calculador y sagaz. Durante todo el reinado de Isabel la nobleza estuvo sujetada con mano firme; los antiguos y desproporcionados privilegios a ellos otorgados se fueron viniendo abajo con ritmo inexorable al tiempo que la corona se veía gradualmente robustecida en los suyos. Los nobles que osaron protestar ante su nueva situación se vieron sometidos sin contemplaciones al silencio y, si la gravedad del caso lo aconsejaba así, al dramático destierro... Había transcurrido casi un cuarto de siglo desde entonces, pero en la nobleza castellana permanecía latente la añoranza de los tiempos pasados. Con Felipe encaramado en el poder todo podría regresar a su antiguo estado y los ambiciosos nobles recuperarían los perdidos privilegios feudales. Vistas las cosas desde esta perspectiva, aquello contra lo que Femando luchaba ahora era lo mismo contra lo que había luchado durante toda su vida junto a Isabel. Pero no se agotaban con ello todas las razones del monarca aragonés y, si ésta que acabamos de exponer es laudable de principio a fin, otras había más egoístas: sin Castilla, Aragón perdía gran parte de su poder. Fernando sabía que el dinero castellano le era imprescindible para llevar a buen puerto las campañas aragonesas en el amenazado reino de Nápoles. Ambas razones mueven a Fernando el Católico a una postura premeditadamente agresiva. Pero, como iremos viendo, jugará sus cartas con portentosa inteligencia, con un aire de efectivo pero estudiado desinterés personal.
Y en segundo término, Felipe. El príncipe se halla por aquel entonces en el cénit de sus ambiciones. Su experiencia pasada como político no ha sido en exceso brillante pero, aun cuando no haya salido victorioso de sus pequeñas escaramuzas públicas, le ha servido para ganar una cierta madurez. Ya sabemos de sus ideas: Flandes núcleo de un fabuloso Imperio y él poderoso e indiscutido Emperador. En España cuenta con el apoyo decidido de la mayoría de los nobles que sueñan una nueva y esplendorosa época de vacas gordas bajo su regio mandato. Tiene además consigo, el poder que siempre confiere la legalidad y, aunque teme a Fernando —de cuya valía tiene ya pruebas suficientes—, no se niega a esgrimir sus armas contra él.
Juana, que en rigor es la Reina, se halla tan cercana de uno como de otro. Estima en alto grado a su padre y se siente incapaz de mantener una oposición continuada a Felipe. En tales circunstancias va a dar comienzo la patética partida del padre y el esposo de una Reina, que hubiera dado cualquier cosa por contentar a uno sin dañar al otro, de una Reina que en verdad tan sólo ostenta de la realeza el pomposo nombre.
Al principio Fernando tiene a su favor la presencia en Castilla y la consiguiente capacidad de maniobra que ello le depara. Algunos le han propuesto que se alce como Rey único atendiendo a su calidad de descendiente directo por línea de varones de la corona castellana, pero Fernando rehúsa esta posibilidad tajantemente. Es demasiado inteligente como para no apercibirse de los peligros que una decisión tal entraña cara al futuro. Atentar contra el testamento de Isabel significaba un suicidio político casi declarado y Fernando, como buen estratega, no cayó en la trampa del triunfo fácil pero problemático y fugaz. De inmediato dejó de usar el título de Rey y cuantas decisiones tomó lo fueron expresamente «en nombre de Juana, nuestra Reina y señora». A tales efectos convoca las Cortes en Toro y envía a Juan de Fonseca y Martín de Conchillos, el que fue-secretario personal de Felipe durante su estancia en España, a Flandes para que comunicaran a los Archiduques la muerte de Isabel e informasen a Juana de cuanto se había hecho en su ausencia. Pero Fonseca y Conchillos llevaban, además, una secreta misión que revela una vez más la astucia de Fernando. El Rey aragonés comienza a mover sus fichas con mano magistral. Veamos con detenimiento el desarrollo de la iniciada acción.
En Toro se reúnen las primeras Cortes castellanas convocadas tras la muerte de Isabel. Fernando lleva hasta ellas el testamento de su esposa y es jurado «Gobernador y Administrador de los reinos de Castilla y León», según rezaba en las disposiciones de la Reina muerta. El día 23 de enero de 1505 se lee ante las Cortes la siguiente escritura, que constituye el primer intento serio del monarca de Aragón para ascender a la corona de Castilla:
«Señores: el otro día jurasteis a la muy alta e muy poderosa Reina doña Juana, nuestra señora, por Reina y señora propietaria y legítima sucesora destos Reinos, y al muy alto consorte Rey don Felipe como a su legítimo marido, y por administrador y gobernador destos Reinos y señoríos en nombre de la dicha Reina nuestra señora, al muy alto consorte Rey don Fernando, su padre, según lo dexó ordenado y mandado en su testamento la Reina doña Isabel... Más considerando que uno de los casos sobre que se dio la cura y administración destos Reinos al dicho
Rey don Fernando, es no pudiendo la Reina doña Juana nuestra señora administrarlos, en este no poder no fueron especificados ni declarados particularmente en el testamento los impedimentos por cuya causa no podía la Reina nuestra señora administrarlos ni regirlos; agora, como quiera que el caso sea tan grave y de tanto sentimiento para todos, pero acordándose el Rey su padre de la mucha lealtad que siempre habéis tenido y tenéis a la Corona Real, y por lo que conviene al bien destos Reinos, le ha parecido ser muy necesario que lo entendáis. Mucho antes que falleciese la Reina nuestra señora, conoció e supo de una enfermedad y pasión que sobrevino a la Reina doña Juana, nuestra señora; y doliéndose dello cuanto era razón, teniendo destos Reinos el cuidado que convenía, ordenó y dispuso cerca de la cura y administración todo lo que por la cláusula de su testamento disteis y jurasteis; y por su comedimiento y honestidad y por el grande y entrañable dolor que dello tenía, no quiso declarar el impedimento, salvo por aquella palabra general “no pudiendo administrar”; y porque allende del accidente y pasión que estando acá se vido y conoció S. A., ha continuado y crecido después que partió destos Reinos, según ha parecido por una información que el Rey don Felipe nuestro señor envió con Martín de Moxica, Maestresala de la dicha Reina nuestra señora, y lo mismo escribieron los embaxadores de SS. AA. que allá están, conviene que particularmente entendáis todas las cualidades y circunstancias que en esto han ocurrido, por cuyo respeto la Reina nuestra señora, su madre, se movió a dexar ordenado lo que dispuso en su testamento. Pero por la graveza del caso y por tocar a la real persona de la Reina doña Juana, nuestra señora, es mennester que hagáis juramento y pleito-homenaje de tener secreto dél.»
¿Pensaría alguna vez Felipe que los informes de Moxica, redactados como explícita justificación de su propio comportamiento, se volverían con el tiempo contra él, asestando un duro golpe a sus propias aspiraciones personales? Extraño rebote el de aquellos tendenciosos escritos. Los nobles castellanos que se hallaban en Toro escucharon angustiados el minucioso relato que Moxica había hecho del irregular, extravagante y alarmante comportamiento de Juana. La prueba no podía ser más tajante y fiable, pues el mismo Felipe la avalaba con su firma. Ninguna duda cabía respecto de su veracidad y el papel de Fernando subió en alto grado tras aquella lectura. Pero con ello no se había dado sino el primer paso de su terrible y maquiavélica escalada. Conchillos y Fonseca tenían encomendado el segundo y tal vez definitivo: sacar a Juana una declaración formal renunciando a sus derechos de soberana en favor de su padre. Todo se había cuidado con detalle. Tanto uno como otro de los enviados gozaba del suficiente predicamento en la Corte flamenca como para que su presencia no despertara sospecha alguna de las reales intenciones que a ambos animaban. De tal modo, sin prisa pero sin pausa, llevaron a cabo sus «negociaciones» a la luz del día pues, aunque Felipe desconfiaba de su suegro, no veía en los mensajeros sino la expresión manifiesta de un estudiado deseo de concordia por su parte. El Archiduque, muerto el obispo de Besanzón, confiaba todo el peso de sus decisiones en don Juan Manuel, un noble castellano, emparentado con Isabel y enemigo mortal de Fernando desde antiguo. El ambicioso noble canalizaba y acaudillaba ahora toda la corriente de opinión nobiliaria favorable a la causa de Felipe. Pero lo cierto es que ni a don Juan Manuel ni a Felipe inquietaban Conchillos y Fonseca, hasta el punto de que el Archiduque nombró a Martín de Conchillos secretario particular de su mujer.
Todo parecía ponerse a favor de Conchillos. Cerca de Juana en virtud de su cargo, la capacidad de maniobra del funcionario es desde entonces absoluta y poco tarda el hábil y persuasivo emisario en sacar de Juana una firme promesa de renuncia. Fonseca, a fin de hacer aún más fáciles las cosas, regresa a España y entretanto Conchillos redacta con mano maestra el escrito que Juana debe firmar. Su tono es encendido, lleno de emoción y cariño filial y la Reina estampa en él su firma sin pestañear. El plan ha concluido victorioso. Pero el azar, imprevisible enemigo, lo desbaratará súbitamente.
El escrito se ha depositado en manos de un mensajero aragonés, Miguel de Ferrera, quien carece por completo de noticia sobre su auténtico y decisivo contenido. Ferrera parte hacia España con órdenes de entregárselo personalmente a Fernando. Mas coincidiendo en su camino con Felipe, se entretiene a saludarle como un buen vasallo. Ferrera cuenta al flamenco la causa de su viaje y Felipe, mordido por la curiosidad, le exige inmediatamente la misiva. «Enojóse tanto don Felipe por esta Carta, afirma Rodríguez Villa, que mandó prender inmediatamente al secretario Conchillos, llamar al comendador Moxica y a Sebastián de Olave que estaban en Flandes, con provisiones muy rigurosas, para que fuesen a Bruselas, y dio orden a cuantos españoles residían en su Corte para que ninguno entrase en Palacio, aunque la Reina le enviase a llamar. Proveyóse también que sólo un capellán la dijese misa y, acabada, luego se saliese de su cámara sin decirla una sola palabra, y que una guardia de arqueros se instalase en la primera sala.»
Fácil es imaginarse con estos detalles la furibunda reacción de Felipe. Si antes desconfiaba de cualquier español, ahora sus temores rayaban en lo patológico. Juana debía estar encerrada a cal y canto. Cualquier contacto con un compatriota suyo podía resultar funesto para los intereses del Archiduque. Conchillos, el traidor, que precisó de la tortura para narrar la verdad, fue encerrado en un oscuro y lóbrego calabozo, en la fortaleza de Villaborda, cuya humedad era tal que a los pocos días «se le peló toda la cabeza y se le enflaqueció toda la virtud della; de manera que más no pudo volver en sí» (Estanques).
No se recató Felipe en hacer ver a su mujer la flagrante traición, el ignominioso plan que su padre, sin ningún recato y sin ningún amor, había urdido a sus espaldas, utilizando su cariño de hija para sus exclusivas ambiciones políticas. Juana se hallaba tan confundida como dolida. Sí, tenía razón Felipe, su padre la había utilizado descaradamente. ¿Se dejaría seguir utilizando ella, que era la Reina, de modo tan declarado y denigrante? El príncipe ponía el grito en el cielo, reclamaba de Juana atención a sus heridos derechos instándole a una turgente rectificación. El azar ha tornado favorable la situación de Felipe. El destino se halla ahora de su lado y basta con devolver astutamente el golpe a Fernando para seguir manteniendo en alto su pabellón de consorte y Rey. Otra carta, escrita con tono igualmente emocionado, expresión inequívoca y amorosa de la indignación de una hija, será suficiente para devolver a Juana la perdida confianza de sus súbditos españoles y Fernando quedará en evidencia ante la inmensa mayoría castellana. La carta es un modelo de equilibrio, imaginación y sutileza. Hela aquí:
«La Reina. — Míster de Vere, hasta aquí no os he escrito porque ya sabéis de quan mala voluntad lo hago; mas pues allá me juzgan que tengo falta de seso, razón es tornar en algo por mi, como quiera que yo no me debo maravillar que se me levanten falsos testimonios, pues que a Nuestro Señor se los levantaron; pero por ser la cosa de tal calidad y maliciosamente dicha en tal tiempo, hablad con el Rey mi señor, mi padre, por parte mía, porque los que esto publican no solo no lo hazen contra mi, mas también contra Su Alteza, porque no falta quien diga que le plaze dello a causa de gobernar nuestros Reynos, lo cual yo no creo, siendo Su Alteza Rey tan grande y tan Católico y yo su hija tan obediente.
»Bien se que el Rey, mi señor, escribió allá por justificarse, quexandose de mi en alguna manera, pero esto no debiera salir entre padres e hijos, quanto más que si en algo yo usé de pasión y dexe de tener el estado que convenía a mi dignidad, notorio es que no fue otra la causa sino zelos; y no solo se halla en mí esta pasión mas la Reyna mi señora, a quien Dios dé gloria, que fue tan exzelente y escogida persona en el mundo, fué assimismo zelosa; mas el tiempo saneó a Su Alteza como placerá a Dios que lo hará por mi. Yo vos ruego y mando que habléis allá a todas las personas que veredes que conviene, porque los que tovieren buena intención se alegren de la verdad, y los que mal deseo rienen, sepan que sin duda quando yo me sintiese tal qual ellos querrían, no había yo de quitar al Rey, mi señor, mi marido, la gobernación de esos Reynos y de todos los del mundo que fuesen míos, ni le dexaría de dar todos los poderes que yo pudiese, así por el amor que le tengo como por lo que conozco de Su Alteza, y porque conformándose con la razón no podía dar la gobernación a otro de sus hijos y mios y de todas sus suzesiones sin hacer lo que no debo; y espero en Dios que muy presto seremos allá, donde me verán con mucho placer mis buenos súbditos y servidores. — Dada en Bruxelas a tres dias del mes de Mayo de mil quinientos cinco. — Yo la Reyna. — Por mandato de la Reyna: Pero Ximénez.»
La baza parecía tener carácter de definitiva. Pero lo cierto es que Felipe había encerrado a Juana de modo tan tenaz y sistemático como para levantar las justas iras de Fernando. Ahora el Archiduque debía esperar con cautela las reacciones de la nobleza castellana. La activa presencia del «intruso» monarca aragonés en la vida de Castilla comenzaba a enajenarle las simpatías de los nobles y éstos deseaban día a día con impaciencia creciente el regreso de Juana. Por si fuera poco, Fernando renueva las peticiones financieras. El estado de ánimo de los nobles gana en indignación. Felipe, por su parte, esgrime el hecho como una estratagema más de su suegro contra él:
«Nos está privando, escribe el Archiduque, de las rentas de muchos años, para que no dispongamos de ellas cuando vengamos a esos reinos, y el dinero de este reino nuestro k> envía al suyo de Aragón.» En nombre de Juana escribía su marido; en nombre de Juana recaudaba impuestos su padre. Y, entretanto, la Reina permanecía incomunicada en Bruselas. Claro que, bien mirado, la estrecha vigilancia no podía ser, ausente Felipe, tan radical como éste pensara y deseara y, una vez hubo salido el Archiduque de Bruselas a fin de someter al conde de Egmont, uno de los nobles más levantiscos de sus territorios, los españoles —no se sabe muy bien por qué extraños procedimientos— se las arreglaron para que llegase hasta Juana la noticia pormenorizada de las andanzas de su idolatrado esposo y, según parece, la versión real de los sucesos de Toro, en la cual Felipe salía forzosamente mal parado. La ira de Juana debió ser mayúscula. ¿En quién podría confiar en adelante? ¿Quién se escondía en realidad detrás de cada hombre de confianza? Moxica, tan fiel en apariencia, fue capaz de escribir a sus espaldas informaciones tan hirientes. Su furia se descarga de inmediato contra él con una violencia irreprimible y, en un abrir y cerrar de ojos, le ordena salir cuanto antes de Bruselas. Su presencia allí constituía un irresistible tormento. Moxica escribe entonces a Felipe pidiéndole que salga en su defensa y el príncipe, diplomático y conciliador, se disculpa ante él en nombre de Juana echando culpas del incidente a la preñez «que es a menudo ocasión de cóleras inmotivadas», instándole a que permanezca a su lado sin prestar importancia a la airada reacción de su mujer. Juana de nuevo se ve desobedecida, privada de razón. Su drástico comportamiento no ha podido ser para ella más negativo pues, de hecho, ha servido únicamente para que Felipe redoble la vigilancia.
Juana se encuentra situada frente a una cruel encrucijada. ¿Cómo salir de ella? ¿Qué camino escoger? Se retuerce en dudas, sin hallar una vía sólida por donde poder transitar con cierta garantía. El encarcelamiento acaba al fin con su paciencia y toma partido emocionalmente contra todo lo flamenco, incluido su marido quien, sin embargo, le sigue atrayendo poderosamente. Sus esfuerzos se encaminan en adelante hacia una dirección: sea como sea, se repite a sí misma, un flamenco no puede llegar a ser Rey de Castilla. ¡Extraña y paradójica conclusión la de Juana!
En Castilla Fernando no pierde su tiempo en vanas esperanzas. Va hacia los acontecimientos, provocándolos, intentando dirigirlos a su favor, adelantándose a ellos. Es preciso, piensa atajar el problema francés con inteligencia. Felipe, Maximiliano y Luis XII han firmado un pacto de mutua amistad y colaboración que le perjudica ostensiblemente. Mas el monarca francés no parece político de palabra firme... una proposición bien planeada ¿cambiaría acaso su adhesión a Felipe y Maximiliano? Con riesgo evidente Fernando mueve sus peones ante Luis XII. Una vulgar alianza corre el peligro de resultar frágil y fugaz pero, sellada con un enlace matrimonial, las garantías aumentan en alto grado. Fernando no es aún viejo (55 años) y del matrimonio puede nacer el heredero varón del reino aragonés que cierre su paso a Felipe. A últimos de agosto envía el Rey emisarios a Francia para que se encarguen de gestionar los trámites legales y el 19 de octubre, allanadas ya todas las dificultades, tiene lugar en Blois el matrimonio de Fernando con su sobrina Germana de Foix, que cuenta a la sazón 21 años de edad. El regio enlace viene a ser uno más en la larga cadena de la política matrimonial seguida por los Reyes Católicos. Pero esta vez tiene como protagonista al mismo Fernando y el hecho desagrada profundamente en Castilla. «Este casamiento, hecho tan de repente, escribe Estanques, de que quedaron los más de Castilla muy maravillados en tal novedad, haciéndoseles duro que habiendo el Rey Católico estado casado con la sin par doña Isabel, casase ahora de tal manera; y esto provenía de ignorar la causa que le había llevado a ello.»
Ciertamente el monarca español había asestado un duro golpe a Felipe y Maximiliano. Era de esperar una pensada reacción de éstos y bien es verdad que poco tardó en producirse. Pero Juana iba a frustrar esta vez sus planes. En ella residía la posibilidad de un contragolpe definitivo: bastaba una declaración formal suya desautorizando ha Femando y mostrando su repulsa al matrimonio de su padre para que el Rey cayera en desgracia ante los súbditos castellanos. Hasta Juana llevaron Felipe y Maximiliano los documentos, mas la española, en un furioso arrebato, los rasgó en pedazos y, al tiempo que los arrojaba al suelo, exclamó: «Dios me libre de hacer nada contra la voluntad de mi madre y de permitir que en vida de mi padre reine en Castilla otra persona. Que si el rey Fernando se casa otra vez, lo hace sólo para vivir como buen cristiano.»
Juana daba a luz a los pocos días de aquel desagradable suceso a una nueva niña que recibiría el nombre de María. Felipe, por su parte, comprendía que tras el alumbramiento toda razón para permanecer en Flandes perjudicaba sus intereses y de tal guisa comenzó los preparativos para el viaje a la Corte española. Era, bien mirado, la única solución que le restaba para salir airoso de aquella sutil batalla de astucias. El Archiduque intenta repetir el camino de su expedición anterior, pero Luis XII le prohíbe atravesar Francia. La alianza franco-aragonesa proporcionaba los primeros frutos a Fernando. Las relaciones entre suegro y yerno se hacen cada día más tirantes, pese a lo cual acaba triunfando la diplomacia y, por fin, el 24 de noviembre de 1505 se llega a un acuerdo entre ambos bandos. El Pacto se firma en Salamanca y sus cláusulas venían a afirmar en resumen lo siguiente:
1° Que Fernando, Juana y Felipe «los tres juntos* gobiernen y administren los señoríos de Castilla, León y Granada.
3° Que una vez en Castilla, Juana y Felipe serían jurados por los procuradores Reyes de aquellas tierras.
3° Que, asimismo, Fernando sería jurado por los procuradores «Gobernador perpetuo de los mencionados Reinos*.
4° Que se juraría al príncipe Carlos como «legítimo sucesor y heredero de los Reinos*.
5° Que, una vez satisfechas las deudas del Estado, la mitad de las rentas irían a manos de Felipe y la otra mitad a Fernando.
6° Que aun cuando Fernando tuviera hijo varón en su matrimonio, la corona de Castilla seguiría perteneciendo a doña Juana.
La concordia llegaba «de jure» tras largos meses de prolongadas disputas. Martín de Conchillos salía de la cárcel y el siniestro don Juan Manuel era nombrado Contador Mayor de Castilla. Mas las cartas que Felipe y Femando cruzaron una vez sellado el Pacto dejaban traslucir que su cumplimiento no duraría mucho tiempo. Ni uno ni otro daban la impresión de respetar con rigor lo pactado. La inmediata llegada de los Archiduques despejaría con claridad las incógnitas.
El 8 de enero de 1506 la armada flamenca desplegaba sus velas rumbo a Castilla. Poca seguridad debía albergar Felipa respecto a las intenciones de su suegro o inmensa era su agresividad por cuanto nada menos que 2000 lansquenetes le acompañaban en su larga travesía. Escasa suerte tuvieron los navíos con el tiempo y una furiosa tempestad, traspasadas las últimas cimas de Cornualles, obligó a la flota, dispersada ya, a arribar al puerto de Falmouth. Narran los cronistas con profusión de detalles la loable serenidad de Juana en aquellas horas de colectiva angustia. «La Reina estaba sin temor alguno» en tanto que muchos marineros, algunos muy curtidos por múltiples aventuras «unos vomitaban y otros se orinaban». Ya en Inglaterra, Catalina, su hermana pequeña, hizo cuanto pudo por distraer la obligada ausencia de Juana aunque, como escribe Mártir de Anglería, «todo no la aprovechaba porque la Reina doña Juana nunca placer quiso tomar, holgándose con la soledad y los lugares obscuros». Larga hubo de ser la parada en tierras inglesas y, si bien es verdad que Rey y Príncipe de Inglaterra se esforzaron por hacer agradables aquellos días, Juana ardía en deseos de reanudar el viaje. El 22 de abril embarcaba de nuevo la flota y cuatro días más tarde llegaba cómodamente a La Coruña. Laredo, playa concertada para el esperado desembarco, fue pasada de largo sin razones convincentes. Fernando, que les esperaba allí, hallábase desconcertado. ¿Qué se proponía Felipe con aquella maniobra?
Si al principio estuvo Fernando tentado de sacar a relucir su orgullo herido, lo cierto es que pronto desapareció de él cualquier tendencia a una escena emocional y peligrosa. La situación aconsejaba equilibrio y él lo sabía. Nada mejor que dejar a Felipe perder solo la partida. La conocida xenofobia castellana impediría todo tipo de avasallamiento por parte del príncipe. Pero ocurría, además, que la paz de los Archiduques se había roto en Flandes de manera sensible. Juana habíase negado a traer consigo dama flamenca alguna, pero Felipe, pensando que ello podría acarrearle fatales consecuencias, ordenó que fueran secretamente embarcadas. Ahora, llegados a España, las iras de Juana ante la desagradable presencia del cortejo extranjero, se desataron con ímpetu renovado. La Reina se negó en rotundo a que las féminas borgoñesas la acompañaran y los ciudadanos coruñeses pudieron contemplar la insólita escena de una Reina sin séquito recorriendo, ataviada de un negro riguroso, las calles de la villa. Juana estaba decidida a no tomar medida alguna sin antes hablar con su padre y para afirmar su postura se opuso a jurar los fueros coruñeses.
Tal actitud resultaba claramente desfavorable para Felipe por cuanto, implícitamente, venía a negar de modo ostensible todas las decisiones tomadas por la Reina con anterioridad. ¿Hasta qué punto, podían pensar los castellanos, deben considerarse decisiones de la pareja real, cuando Juana mostraba aquella firmeza tan arrogante? Felipe quedaba, pues, en evidencia notable. Si ésta hubiese sido la intención de la Reina, no habría encontrado desde luego forma más meridiana y habilidosa de poner al descubierto a su marido. El Archiduque tenía, desde ahora, que pensar mucho antes de dar cualquier paso hacia adelante. Pero don Juan Manuel parecía hallarse seguro en su papel de consejero predilecto. Y en verdad, pese al desplante de la Reina, los planes del privado iban saliendo bien hasta el momento: los nobles engrosaban las filas de Felipe y Fernando se veía cada día más desasistido de apoyo. Pero el Rey Católico no perdía la serenidad ante su inicialmente adversa posición. El tiempo, piensa, juega en su favor. El obispo Jiménez de Cisneros, convertido en mediador, queda encargado de parlamentar con Felipe el Hermoso en nombre del monarca aragonés. Cisneros, que nunca fue en exceso afecto a Fernando, ve ahora con buenos ojos su causa por cuanto estima harto peligroso un rebrote de anarquía nobiliaria. Felipe entretanto mantenía a Juana en el más absoluto de los ostracismos, imposibilitándole una entrevista —que, por otro lado, le había prometido desde tiempo atrás— con su padre. Pero Juana en realidad se había constituido en el peor y más encarnizado enemigo del Archiduque. Analicemos con un poco de detenimiento las razones de ello.
Los nobles desconfiaban de Fernando: eso estaba tan claro como la luz solar. Al principio su favor se centró en Felipe porque creyeron encontrar en él la nueva fuente de su poderío. Pero Felipe era flamenco y los nobles castellanos sentían frustradas sus íntimas aspiraciones, viendo a los «extranjeros» encaramarse en las alturas del poder. Descartados Femando y Felipe, quedaba aún Juana. Ella podía ser la persona capaz de devolverles sus perdidos y añorados privilegios. Al fin y al cabo, se trataba de la heredera legítima, de la única soberana legal. Tal era el triángulo: Felipe, Juana, Femando. Cabían en la realidad varias combinaciones. Veamos algunas de ella» 1.º Felipe y Juana contra Femando. Esta hubiera sido la gratibaza a jugar por Felipe, pero el Archiduque se negó torpemente. 2º Juana y Femando contra Felipe. Era ésta la que, en cierto modo, intentaba y apostaba la enclaustrada Reina. 3º Fernando y Felipe contra Juana. Tal opción comenzaba a ser considerada por Felipe como la más apropiada.
Estas tres posibilidades parecían ser las más importantes aquéllas que contaban con mayor consenso. Fernando era el más dubitativo de los tres en discordia. ¿Convenía pactar con Felipe o, por el contrario, luchar abiertamente contra él apoyándose en Juana? Al fin pareció decidirse a emprender el ataque frontal a Felipe pero, con el propósito —muy propio en él— de no agotar los caminos, urdió un plan secreto que tenía la ventaja, además, de pulsar seriamente la auténtica opinión del país. Á tales efectos redactó con prontitud un manifiesto, que presentó a todos los nobles, instándoles al levantamiento armado contra Felipe el Hermoso. Las razones argumentadas para este rápido golpe de fuerza no podían ser más convincentes: su hija se hallaba en manos del Archiduque cual si se tratara de una prisionera. Juana se ha encontrado siempre, dice, «fuera de su libertad, e no así tratada como su estado e dignidad real lo requiere (...) e muchas veces la ha querido apremiar a que firme cosas contra su libertad e en mucho perjuicio suyo e de estos Reinos». En consecuencia, prosigue y concluye su argumentación, «he deliberado con ayuda de Nuestro Señor, de la poner en libertad, poniendo para ello mi persona y estado a todo riesgo, como padre lo debe hacer por toda fija».
Pero los nobles no movieron un dedo por dar su anuencia al secreto y maquiavélico proyecto de Fernando. ¿Qué iba a hacer, pues, el astuto y lleno de recursos monarca de Aragón? Había quedado claro que la nobleza no se movilizaba ante una petición hecha en su nombre. Era necesario, vista la desagradable realidad, dar un giro de ciento ochenta grados en su actitud: aún cuando le repugnara en lo más íntimo la idea de pactar con su yerno, las circunstancias no permitían otra salida a aquella encrucijada. Su tacto, su instinto político le determinaban de modo indefectible al diálogo con Felipe.
Los pormenores de la concertada entrevista entre ambos políticos constituyen un retrato magnífico y fidedigno de las dimensiones públicas de los dos personajes. Felipe temía a Fernando, de cuya maña y sagacidad tenía pruebas inequívocas. Fernando, por su parte, sabedor de los temores de Felipe el Hermoso, jugó con mano firme la carta de la serenidad, de la majestuosa ironía fruto del equilibrio y la sazonada experiencia en las artes del gobierno. El Archiduque se presentó a la cita acompañado de todo un ejército cual si fuera a defender sus intereses con la fuerza de las armas. El monarca español, por el contrario, que acudió al lugar previsto antes que su yerno, llevaba tras de sí una reducida escolta. Iba Fernando sin armas y su rostro mostraba una tranquilidad desconcertante. «Aproximáronse ambos Reyes, narra Rodríguez Villa reconstruyendo con minuciosidad la pintoresca escena del encuentro, haciéndose gran cortesía, notándose que don Felipe mostraba semblante de sentimiento y queja, más grave y mesurado de lo que solía; mientras que don Fernando iba con rostro regocijado y alegre, según su costumbre. Inmediatos a ellos quedaron el Arzobispo de Toledo, el Duque de Alba, el Almirante de Castilla, Míster de Vere y don Pedro de Bazán. Algo más apartados quedaron los demás grandes, los más de ellos con armaduras de guerra debajo de las sobrevestas, otros las llevaban más descaradamente descubiertas. Al pasar a hacer reverencia al Rey Católico y besarle la mano, él los acogía muy graciosamente, cual si estuviera de fiesta y aun les dijo algunos donaires. Entre otros, pasando el Conde de Benavente a besarle la mano, le abrazó y le dijo sonriendo: “Conde, cómo habéis engordado.-...” Y llegando el Comendador mayor, Garcilaso, a quien el Rey Católico había hecho muchas mercedes y a quien siempre distinguió con su mayor confianza, le dijo: “Y tú, García, también.” No pudo, sin embargo, disimular por completo el sentimiento que le causó el ver aquellos grandes y caballeros que pocos días antes le reconocían por su Rey y señor soberano, presentársele ahora con tanto desacato, arrogancia y desagradecimiento. Empero lo que más sintió el Rey Católico y más grave impresión le produjo fue el no permitirle ver a la Reina, su hija, que quedaba en Puebla de Sanabria».
La continuación de la entrevista mantiene en alza su jugosidad anecdótica. Don Juan Manuel, a quien asustaba en alto grado la idea de abandonar a su pupilo Felipe en un «mano a mano» con Fernando, intentó seguir a su joven señor hasta la sala, pero ante él surge la figura mesurada de Cisneros. El prelado se acerca al celoso consejero y le espeta con tono educado pero resuelto: «No es cortés que personas particulares se entrometan en las conversaciones de sus príncipes; mejor e* que nos retiremos.» Su argucia le ha fallado y Felipe ha de quedar solo ante Fernando. El flamenco debía sentir en aquello«momentos una peligrosa sensación de ridículo y para colmo su temido suegro parecía contento de volver a hallarse en su p¿¿ senda y resultaba imposible adivinar en sus cordiales palabras sombra alguna de soterrada agresividad y, mucho menos aún de cinismo. Felipe se encontraba sin duda confundido. ¿Podía ser aquel hombre de discurso tan reposado, que no oponía resistencia a sus decisiones, el fiero Femando? Todo lo que hizo el monarca aragonés fue limitarse a advertir con consejos sobre cómo debían, a su leal entender, gobernarse aquellos pueblos. La conversación fue, de esta suerte, breve porque Fernando no pareció trasladarse hasta allí con ánimo de discutir proposición alguna de las redactadas por Felipe y sus consejeros. Dos cosas, sin embargo, llaman poderosamente la atención de aquella histórica entrevista. ¿Por qué no pidió el Rey de Aragón hablar, como hubiera sido lo esperable, con su hija Juana, sabiendo con certeza absoluta la dramática situación que ésta atravesaba en Puebla de Sanabria? ¿Por qué, para más abundamiento, cedió Fernando frente a la decisión tajante de Felipe de apartar por completo a Juana del gobierno de Castilla?
No hay otro modo de responder cumplidamente a ambos interrogantes si no es deduciendo de aquella significativa ausencia por parte de Femando una complicidad entre los dos monarcas para, aunando sus esfuerzos, procurar por todos los medios el aislamiento de la pobre Juana. Resulta sobremanera revelador en tal sentido el manifiesto que, días después de la entrevista, se redactó como exposición que al pueblo se hada de lo allí concertado. He aquí lo que textualmente decía el increíble documento:
«Don Felipe etc. Facemos saber a los que la presente vieren que hoy, dia de la fecha desta, fue asentada cierta capitulación de amistad, unión y concordia entre nos y el Serenísimo Príncipe el señor don Fernando, Rey de Aragón, etc., nuestro padre; y por la honestidad y lo que se debe a la honra de la Serenísima Reyna, nuestra muy cara y muy amada muger, en ninguna manera se quiere ocupar y entender en ningún género de regimiento, ni gobernación, ni otra cosa; y aunque lo quisiere facer sería total destruyción y perdimiento destos Rey nos, según sus enfermedades y pasiones, que aquí no se expresan por la honestidad, como dicho es. Queriendo preveer y remediar y obviar a los dichos daños é inconvenientes que desto se podrían seguir, fué concordado e asentado entre nos y el dicho Rey, nuestro Padre, no lo consentiremos, antes seremos muy conformes en lo remediar; y siendo requeridos para ello, el uno por el otro, nos ayudaremos é daremos ayuda para contra qualesquiera grande o persona que para ello se juntaran; y esto faceremos sana y derechamente, sin arte y sin cautela alguna la qual ayudaremos la parte a la otra, y la otra a la otra, a costa de la parte que la pidiere; y así juramos a Dios Nuestro Señor y a la Cruz y a los Santos quatro Evangelios con nuestras manos corporalmente tocadas é puestas sobre su ara, de lo guardar e cumplir.»
Jurando «a Dios Nuestro Señor...», Felipe y Femando declaraban de común acuerdo a Juana impreparada e impotente «por sus enfermedades y pasiones» para el gobierno de Castilla. La Reina, ya de una forma irreversible, se había convertido en un instrumento utilizado al antojo de los intereses de dos políticos ambiciosos y desconsiderados. Jamás logrará desde ahora Juana abandonar el papel de víctima que se le asignó fatalmente en la trama de la Historia. La pobre Reina era en realidad el peor enemigo de ambos contendientes. De Felipe, por cuanto que en su condición de legítima soberana podía obstaculizar sus planes con ese negativismo tan sistemático de que hacía gala de tiempo atrás; de Fernando, en tanto que cabía la posibilidad de que Juana se convirtiese en la bandera esgrimida por los nobles para aspirar al poder. ¡Triste suerte la de Juana!
Pero Fernando sabía muy bien la importancia que la imagen popular de la Reina tenía en Castilla. No podía en consecuencia descartar la baza de Juana sin más. El Rey Católico —cuya figura tomará luego Nicolás Maquiavelo para trazar el perfecto retrato del Príncipe renacentista— era de esa especie de hombres que perdían —las menos de las veces— o ganaban —casi siempre—, pero que en ningún caso se suicidan ni se rinden por descuido o negligencia. Y tan pronto como se firmó el Tratado de Villafáfila, se dispuso a declarar que Felipe había arrancado su anuencia por medios violentos. Todo bien mirado, estaba de su lado para justificar tan sagaz afirmación. El acudió a la cita confiado en la palabra de su yerno, pero cuando llegó allí se encontró con el ejército de Felipe. Nada pudo hacer, pues se hallaba poco menos que prisionero. Ahora, ya libre, podía manifestar sin trabas su auténtica opinión y ésta no era sino que «nunca consentiría en la privación de la libertad de la Reyna su fija, antes bien proponía ayudar a la libertad de la Reyna y cobrar la administración que por muchos respectos le pertenecía de derecho».
El príncipe flamenco se veía atacado por los dos costados. De un lado Fernando, como ya hemos visto; por otro lado, Juana. Hasta la Reina llegó la noticia del pacto entre su marido y su padre. Al pronto se encendió en Juana la cólera. Su esposo le había traicionado de la manera más ruin. No sólo le negaba la posibilidad de parlamentar con Fernando, sino que también se reunía con él a sus espaldas y, abusando de su papel de mero consorte, proclamaba a los cuatro vientos su pretendida incapacidad para gobernar. La situación en que se hallaba Felipe era harto difícil y sus sueños se venían abajo. No era tan sencillo ni tan corto el camino hacia el poder como él en algún momento pensó. Los obstáculos se amontonaban a su paso. La Reina, herida en su orgullo, ultrajada en su amor propio, se encontraba a la sazón en Benavente. Felipe había abandonado el Palacio para presenciar una corrida de toros y la vigilancia era ahora menos estrecha que de hábito. Juana no lo pensó más. Tomó un caballo y se dio a la fuga. El ambiente se le hada insoportable, se sentía traicionada y no podía mirar a su alrededor sin contemplar los sombríos y hoscos rostros de enemigos empeñados en convertir su existencia en un calvario sin final. No sabía ni dónde ir ni qué hacer, pero su decisión tenía un carácter irrefrenable y violento. Cuando los cortesanos regresan a Palacio, comienzan a indagar el posible paradero de Juana. Un ejército entero se moviliza en su busca. La pobre Reina está acorralada e instintivamente pide refugio en una casa cualquiera. Su dueña es una mujer del pueblo, una panadera para más señas. Hasta allí llegan, tras haber recorrido palmo a palmo los alrededores, las huestes de Felipe. Pero Juana se niega en rotundo a salir, si no se cumple una condición: que la dejen hablar a solas con su padre. Al fin Felipe, no sin resistencias, logra hacerla desistir. De Benavente parten luego hacia Valladolid, donde el Archiduque espera que las Cortes les juren como soberanos. Pero no acaban con ellos sus planes: el ambicioso flamenco confía en que, días después de la jura, se declare la inutilidad de Juana para los menesteres del gobierno. Con ello el camino estaría allanado por completo y él quedarla convertido «de facto» en el único e indiscutible soberano de Castilla y León.
La primera parada en la ruta fue Mucientes. La impaciencia de Felipe era tal que no pudo aguardar la llegada a Valladolid y dio orden a todos los procuradores de que vinieran hasta Mucientes para abrir en el pequeño pueblo las solemnes Cortes castellanas. Todo estaba, pues, preparado para que parte del sueño de Felipe el Hermoso se tornara esplendorosa realidad. Tan sólo resta convencer a Juana, pero la Reina no ofrece en esta ocasión resistencia alguna y se presenta con una serenidad renovada ante la magna Asamolea. Más aún le esperaban sustanciales sorpresas a Felipe. Juana, a la que todos creen y llaman loca, se dirige, una vez abierta la sesión, a las Cortes y pregunta sin ambages a sus miembros si la reconocen como legítima soberana de aquellos territorios. Los procuradores, sorprendidos por la rotundidad de la pregunta, contestan afirmativamente y Juana, repleta de mesura y equilibrio en su tono de voz, les espeta entonces:
«...Puesto que todos me reconocéis, os mando que vayáis todos a Toledo y me aguardéis allí, pues he decidido que allí se me jure solemnemente fidelidad como Reina de Castilla y también yo juraré vuestras leyes y derechos.»
Felipe no cabe dentro de su indignación. De pronto todos sus planes caen al suelo hechos trizas a consecuencia del extraño comportamiento de su mujer. En realidad lo que acontece es fácil de explicar en términos psiquiátricos: su negativismo se ha hecho reactivo. A cuanto diga o proponga Felipe se opondrá en adelante sistemáticamente. ¿Cómo explicar, sin embargo, esto? ¿No sentía Juana por su marido una pasión tan tempestuosa e incontenible? ¿A qué viene, entonces, esta tan rotunda y tenaz oposición a sus proyectos? El sentimiento de Juana, hay que decirlo de una vez, no es tan claro como en un principio se pudiera pensar aproblemáticamente. De hecho se halla dominada por la ambivalencia y la ambigüedad, viniendo a constituir una rara mezcla de desatado amor y furibundo odio.
Fernando ha abandonado Castilla como queriéndose quitar de encima el peso agobiante de una embarazosa responsabilidad. Tiene decidido, además, salir cuanto antes de España rumbo a sus reinos napolitanos acabados de conquistar de forma casi definitiva por ese militar de pro que fue el Gran Capitán. Lo que en último análisis persigue el monarca con este oportuno alejamiento es dejar a Felipe a merced de su propia suerte, de sus propias y ásperas contradicciones de extranjero en un país esencialmente xenófobo. Pero Juana intenta en secreto establecer contacto con Fernando y a tal fin envía en busca suya a su primer capellán, hombre al parecer de plena confianza. La desgracia impide que el sacerdote culmine felizmente su propósito. Detenido por el precavido Felipe en su camino hacia Aragón, el plan de Juana se frustra y ahora su marido tiene nuevas pruebas de su peligrosa insumisión. El terco Archiduque seguía en sus trece: todas las demás soluciones eran en verdad provisionales; había que conseguir de una vez por todas y mediante cualquier medio que Juana fuese declarada incapaz. Mas ante su decisión se levanta, airado y resuelto, el Almirante de Castilla aduciendo al Archiduque «le dejase ver la causa por que los otros lo habían firmado, dándole lugar que pudiese hablar con la Reina para poder conocerlo». Felipe hubo de acceder a regañadientes a la petición, toda vez que ésta se hallaba colmada de sensatez; de esta guisa la entrevista tendría forzosamente lugar.
¿Qué opinión extrajo el noble Almirante del estado de Juana? Contestar con rigor a esta pregunta es importante para nuestra historia, porque puede y debe aclarar muchos puntos oscuros. López de Padilla —tal era el nombre del Almirante— exploró con minuciosidad el destino de Juana no dejándose llevar por una primera y superficial impresión. Las conversaciones fueron largas— diez horas cada día— y se cuenta que lo primero que hizo la Reina al ver al Almirante fue preguntarle por la suerte de su padre. Luego hablaron del porvenir de sus reinos y el Almirante intentó que recapacitase sobre el daño que su abstención podía acarrear a éstos. Juana no parecía mostrar deseos especiales de actividad pública pero tampoco ofreció síntomas de los que se pudiese deducir una peligrosa carencia de lucidez. El noble resumió así el estado general de su soberana: «Nunca respondió cosa que fuese desacertada.» En base a este importante testimonio habría que descartar en un principio la imagen harto difundida de una Juana enloquecida, rara, extravagante e insociable. Pero lo cierto es que en realidad los esquizofrénicos alternan durante su vida fases de patentizaron de su psiquismo enfermo con períodos de perfecta normalidad. Por tanto el testimonio del Almirante no prueba sino una cosa: Juana no se hallaba circunstancialmente aquejada de una sintomatología clara y convincente. No se puede escribir un diagnóstico mínimamente riguroso de un esquizofrénico atendiendo a sus estados de cordura, porque éstos coexisten con aquellos otros de agudización psíquica inequívoca.
Mas estas consideraciones quedan al margen de los hechos históricos. No resulta difícil de adivinar cuál sería la corriente de opinión popular tras la entrevista del Almirante con Juana. López de Padilla pasaba por hombre sensato, equilibrado y cumplidor y en tales circunstancias su gestión tuvo el valor de constituir un serio aviso para Felipe. Si él pensaba que Juana estaba rematadamente loca, que no pensara también que aquella era la opinión colectiva. Muchos entreveían ya detrás de las decisiones de Felipe el firme deseo de quedarse solo en el poder. Desde luego —así se lo dijo Cisneros— ir a Valladolid en solitario venía a ser una osadía, que a buen seguro no le consentiría el pueblo castellano. Así las cosas, el Archiduque se vio obligado a ceder en su intento de alzarse en el poder «de jure». La comitiva hacia Valladolid partió, pues, con Juana a la cabeza.
Días antes se acordó celebrar —cerca de Valladolid— una nueva y también secreta entrevista entre Fernando y Felipe. Al parecer, nada importante se trató en ella y Fernando partió de inmediato a tierras aragonesas. El 10 de julio hicieron su entrada triunfal en la ciudad del Pisuerga los Reyes de Castilla. En rigor era la primera villa importante que visitaban desde su venida a España. Juana, que montaba un caballo blanco, aparecía toda enlutada, sombrío aunque sereno el semblante. Tres días después Fernando salía por Ariza hacia Zaragoza, donde Germana, su joven esposa, le esperaba impaciente. Felipe había perdido de momento la partida. La oposición a que Juana fuese declarada inútil para el gobierno había aumentado tanto en tan pocos días que, en aras de la prudencia política, se hacía necesario descartarlo por completo. La nobleza castellana se dividía irremisiblemente y en el horizonte comenzaban a divisarse horas de angustia y caos. Doña Juana fue jurada el día 12 soberana de Castilla y Felipe, al menos por el momento, no era sino el consorte de Juana.
Felipe comenzaba a caer en la sutil trampa de Fernando. Sus huestes flamencas se mezclaban de manera descarada en los asuntos públicos y las mejores y más preciadas recompensas caían en sus manos. La nobleza castellana se lamentaba de aquella tan impolítica usurpación de privilegios y a los agricultores se les hacía insufrible cargar con los aumentados impuestos. Fernando los había exprimido ya antes y las malas cosechas impedían cualquier cálculo optimista. La indignación iba en aumento por ambos flancos. Felipe, dando muestras de un desconocimiento total del país y de la situación, dio órdenes de que fueran entregadas a don Juan Manuel importantes fortalezas tratando con ello de mermar la fuerza de la oposición nobiliaria. La anciana Marquesa de Moya se opuso tajantemente a ceder el Alcázar segoviano. «Sólo doña Juana, fueron sus palabras, tiene el derecho de disponer del castillo que su madre entregó a mi custodia.» Felipe, en vista de las dificultades de la toma de posesión, salió con Juana hacia Segovia. La importancia de lo que en el camino aconteció bien merece recurrir a la pluma minuciosa y testimonial de Estanques. Cuenta el cronista real que, al llegar a las cercanías de Cogeces, se negó doña Juana a hacer su entrada en el pueblo «derrocándose del caballo en el suelo, sospechando que la querían dejar en la fortaleza de aquel lugar, o porque ella tuviese esa imaginación o porque se lo dijo alguno que quiso ir con chismerías; estaba persuadida que su marido el Rey don Felipe y sus consejeros, a quienes aborrecía, la querían meter en una fortaleza; y a esta causa estuvo aquella noche en su muía andando de una parte a otra por el campo sin querer entrar en la villa, no bastando ruegos ni amenazas que la hicieron, hasta que otro día supieron que la fortaleza de Segovia era entregada a don Juan Manuel, no pasaron adelante y determinaron ir a Burgos, adonde doña Juana holgó de ir».
Castilla vivía al borde de una dramática y terrible guerra civil. El odio hacia los ensoberbecidos flamencos se generalizaba y el deseo de un cambio en el rumbo de los acontecimientos políticos era cada día más unánime. El 7 de septiembre llegó la regia comitiva a Burgos. Felipe, antes que a ceder, parecía dispuesto a recrudecer su intransigente postura. Sigue pensando en encerrar a Juana en cuanto le sea posible y el ánimo belicista se apodera de él con insospechada celeridad. Los Reyes se hospedan en casa del Condestable, cuya mujer, Juana de Aragón, era hija natural de Fernando y, por tanto, hermanastra de la Reina. Pero la osadía de Felipe carece de límites y se atreve a expulsar a Juana de Aragón de su propia casa para evitar su posible influencia sobre Juana. Temeroso el Archiduque de la esperada reacción contra su política, pone a disposición de don Juan Manuel la fortaleza de Burgos. El consejero, para celebrar aquella dádiva, da una brillante y suntuosa fiesta a la que asiste Felipe. Acabada la fiesta en los salones, los invitados deciden dar un paseo a caballo y jugar a la pelota. El joven monarca, aficionado como pocos al juego de pelota, concluye acalorado su partida y, al parecer, ingiere, aún sudoroso, un vaso de agua fría. Al pronto no experimenta molestias pero, llegada la noche, se siente súbitamente indispuesto.
Felipe no da importancia al suceso y a la mañana siguiente sale de caza como si nada aconteciera. Su estado se agrava paulatinamente. Una negra calentura cubre gran parte de su rostro, los escalofríos se tornan casi en constantes y la fiebre sube de modo harto alarmante. Cuando llegan los médicos, la erupción se ha generalizado. Juana, apenas conoce la fatal noticia, se olvida de toda hostilidad anterior y acude rápida y llena de amor al lecho de su marido. En la cabecera de la cama pasa los días y las noches sin dormir y, como quiera que teme un envenenamiento, ingiere —pese a su embarazo— todas las medicinas antes de dárselas a su agonizante esposo. El doctor Parra, que asistió al Archiduque durante la segunda parte de su corta y meteórica enfermedad, ha dejado escritos a la posteridad los detalles que en ésta fueron día a día produciéndose: cómo fue aumentando la calentura, cómo después escupía sangre, los curiosos remedios que se intentaron y, por fin, la absoluta imposibilidad de curarle. Cinco horas estuvo en Palacio el doctor Parra el día de la muerte de Felipe y, durante ellas, escribe, «vi continuamente a la Reina dando órdenes sobre lo que había que hacer, haciéndolo ella misma, hablando con el Rey y con nosotros y cuidando del Rey de la mejor manera y con el mejor talante, con una cara y con una gracia que en mi vida he visto en ninguna otra mujer, de cualquier estado que fuera».
Cuando Felipe expiró, Juana —que había soportado cinco días en vela a pesar de su embarazo, haciendo gala de una fortaleza física increíble— se desmoronó. Los nervios, hasta entonces tensos, le fallaron y se hizo imposible desprenderla del cadáver de su marido «al que estaba abrazada y besaba constantemente». Cuatro horas después se trasladó el cuerpo sin vida de Felipe a una sala cercana donde fue colocado sobre una cama suntuosa. «Pasada la noche, cuenta Estanques (...), le quitaron del tablado y le desnudaron y abrieron y sacaron las entrañas y el corazón con todo lo demás para le embalsamar, para lo cual trajeron dos cirujanos los cuales le abrieron todo de arriba a abajo, y le sajaron los muslos y piernas y todo lo que tenía carne y sangre, que se podía podrecer, y lo metieron en una caja de plomo, diciendo que lo habían de llevar así mismo en ataúd de palo a Flandes».
La vida de Juana perdía desde aquel momento todo su sentido. El amor apasionado y ambiguo hacia el hermoso Felipe había sido durante diez años el solo soporte de su desgraciada existencia. Contaba a la sazón únicamente 27 años y hallábase embarazada de su sexto hijo. La soledad se cernía sobre ella como un inseparable fantasma. Pero dejemos ahora a Juana sumergida en su inmenso dolor, en su infinita y terrible soledad. A ella hemos de volver pronto. Tratemos de establecer por el momento el balance de Felipe el Hermoso como marido de doña Juana. ¿En qué medida pudo influir el comportamiento de éste sobre el desencadenamiento de los males de Juana? ¿Qué juicio debe merecer a la Historia como cónyuge de la Reina loca?
Este apartado ha de ser forzosamente un diálogo con los cronistas. Por ellos sabemos la peripecia vital de Felipe; por ellos conocemos su carácter, su físico, sus debilidades. Pero no hay que engañarse: los cronistas escribían de cara a una verdad «oficial», más que estrictamente histórica, y sus minuciosos relatos pecan en exceso de lisonjeros y aduladores. Es, pues, preciso bucear por entre sus narraciones para descubrir las contradicciones de unos y otros y establecer un panorama tan riguroso como desapasionado, tan equilibrado como sereno. Como a lo largo de las páginas precedentes hemos ido extrayendo suficientes detalles del proceder de Felipe, podemos ahora intentar sin demasiados riesgos generalizaciones algo más profundas sobre su conducta pública y privada. Comencemos con Lorenzo de Padilla, que escribió para Carlos I una Crónica de Felipe I, llamado el Hermoso. No duda Padilla ni en elogiar ni en disculpar sus ostensibles defectos. «Fue —nos dice— príncipe muy liberal, magnánimo, esforzado, animoso (...). Era muy amigo de sus criados y muy afable a todos. Era templado en su comer y beber. A mugeres dábase muy secretamente, y holgábase de tener conversación a buena parte con ellas porque se holgaba con todo placer y regocijo. Cuando le tomaba algún enojo, luego se le quitaba. Quiso mucho a la Reina: sufríale mucho y encobría todo cuanto podía las faltas que della sentía acerca del gobernar.» Hasta aquí las elogiosas palabras de Padilla.
Como contraste con la aduladora opinión de Padilla, veamos ahora lo que escribe en sus Apuntamientos don Pedro de Torres, rector que fue de la Universidad salmantina: «Dícese que se daba mucho a mugeres y que era gran comedor e bebedor (...). E dicen que cada día e muchos días procuraba de dormir e haber mozas vírgenes y era muy dado a mugeres.
Y traía a la Reina su muger presa como captiva, en que no la dejaba ver sino a quien él quería, y no la dejaba mandar ni regir el Reino ni firmar cartas ni provisiones: andaba muy mal servida e mal vestida.»
¡Extraña y radical discrepancia! ¿Quién de los dos lleva más razón en sus afirmaciones? La crónica de Padilla es el precioso e incalculable testimonio en cuanto narración de meros hechos, pero en punto a los juicios de valor resulta evidente su perjudicial sesgo palatino. Los Apuntamientos del rector son más sensatos. Pero, volviendo a la crónica de Padilla, lo que realmente llama la atención es el marcado carácter contradictorio de sus valoraciones, por cuanto a lo largo de sus páginas pueden desprenderse muy otras conclusiones.
El anónimo cronista del segundo viaje de Felipe el Hermoso a España, declarado enemigo de Juana, no duda en poner sobre el tapete los engaños y manipulaciones de Felipe aun cuando sea dable advertir siempre un tono disculpante para con el flamenco. Nuestro juicio de Felipe el Hermoso no puede ser positivo ni política ni humanamente hablando. En el plano político careció de personalidad y dotes decisorias; no estuvo a la altura de las circunstancias y sus ardides (recordemos el juego de astucias mantenido entre Fernando y él) resultaron casi siempre contraproducentes para con sus intereses. Flamenco de cuerpo entero, jamás inspiró confianza en Castilla. Ni incluso los que a su causa se unieron lo hicieron por su valía personal, sino por considerar que podrían conseguir a su lado mayor número de beneficios que al del inteligente pero absolutista Fernando. Ciertamente, pretender arrojar un balance de sus escasos meses al frente de la corona castellana puede parecer osado pero se nos hace difícil imaginar que el paso del tiempo lograra variar sustancialmente las directrices de su actividad política.
En el plano humano el asunto es en verdad sobremanera más complejo. De un lado se halla su carácter, su invencible pasión por el bello sexo. «De un banquete a otro y de una mujer a otra.» Tal era, dicho sea con exactas palabras de Gómez de Fuensalida, el itinerario vital de Felipe. El Archiduque tuvo la buena y la mala suerte de casarse con Juana. Nos explicaremos: mala, en tanto que la moral sexual dominante en aquellos tiempos —y mucho más en su Flandes natal, en cuyas costumbres se socializó Felipe— hubiera permitido un matrimonio feliz; buena, por cuanto la enfermedad de Juana le proporcionó una mujer utilizable a su antojo, despreocupada por los asuntos públicos, fácil de manejar con sólo saciar meditadamente su apetito sexual. A costa de sufrir a su lado la incómoda presencia de una mujer enajenada, ganaba Felipe la posibilidad real de ver colmadas todas sus ambiciones políticas.
Mas para Juana Felipe el Hermoso fue radicalmente negativo como objeto amoroso. Jamás pudo confiar en él. Su amor se tuvo que aliar en fatal maridaje con un odio violento. Y ahí radicó en buena medida su enfermedad. Isabel fue, ciertamente, celosa; pero Femando era un hombre bien distinto que Felipe. Tan mujeriego como él, lo era más a «la española», Corría una aventura sin dejarse apenas nada en ella, en busca del fugaz placer que, en rigor, era algo adjetivo en su vida, algo pasajero y que nunca dejaba huellas duraderas. Felipe era más europeo, para seguir con esta terminología torpe pero significativa. Vivía el amor, el placer y el galanteo como concepción del mundo. Así, mientras que Juana se sentía traicionada de continuo, Isabel guardaba en el fondo un curioso respeto por su marido, ese respeto que se tiene al hombre que no pierde la cabeza, que está siempre por encima de la situación. Isabel sufría por cómo se comportaba Fernando; Juana por cómo era Felipe. Y entre tino y otro sentimiento mediaba una sutil, pero significativa diferencia. Lo curioso es que Felipe el Hermoso acrisolaba, bien mirado, más preclaras virtudes que Fernando. Este era mucho más maquiavélico, más astuto y pérfido, menos liberal en suma. Pero lo cierto es también que aparentaba menor fidelidad, menor equilibrio, menor responsabilidad y menor hombría.
Queda por aclarar, antes de abandonar para siempre la figura viva de Felipe X, un punto oscura y problemático: el de las causas verdaderas de su muerte. Se han dado a lo largo del tiempo varias y antagónicas versiones, algunas en verdad muy curiosas. La pregunta que resume todas las alternativas posibles puede enunciarse así: ¿murió Felipe de muerte natural o, por el contrario, fue ésta provocada? Y de ser así, ¿por quién? Bueno será conocer primero los informes médicos. El citado doctor Parra diagnostica su enfermedad como una inflamación de los pulmones producida por su descomunal sofoco. «Después se ha dicho —escribe el doctor—, el vulgo de los flamencos y aun de los castellanos, que le dieron yerbas. Yo no le vi señales de tal cosa: ni sus físicos, cuando allí estuve, tenían tal sospecha ni pensamiento.» De la misma opinión de Parra parece ser *el anónimo cronista flamenco: «Sospechaban algunos que don Felipe muriera envenenado. Esto es muy difícil de creer y no hay la menor apariencia ni indicio de ello. Solamente ha extrañado la muerte de Bernardo de Orley, señor de la Folie, primer escanciador del Rey don Felipe, el cual de mucho tiempo atrás venía estando enfermo y poco a poco se iba secando, a pesar de ser joven y robusto y acabó por morir poco después de su señor. Recelan algunos si beberían tres años antes algún brebaje. Yo, sin embargo, no lo creo. Dios sólo lo sabe.» Ludwig Pfandl, por su parte, ha escrito a este propósito que, si bien «no hay puntos fijos de apoyo para atribuir a ello (el envenenamiento) su muerte (...), parecen indudables las presunciones morales de un crimen». Y apunta a continuación algunas curiosas circunstancias: «las vísceras del difunto, que se le extrajeron para embalsamarlo, fueron quemadas inmediatamente. Los rumores de envenenamiento circularon con tal precisión, que por respeto al cargo se consideró conveniente encubrirlos con el silencio. Un tal López de Arráoz compareció ante la justicia por varios delitos y, como entre otras cosas hubo afirmado públicamente que al rey le habían hecho tomar un bocado envenenado, fue absuelto de rondón, pues los jueces temieron que supiera más y lo declarase».
Fernando el Católico es, claro está, el blanco predilecto de los sospechosos, por cuanto a nadie más que a el podía beneficiar el fallecimiento de Felipe. Pero hay incluso quien piensa que en realidad Felipe fue envenenado por su esposa en un arrebato irresistible de celos. Hipótesis ésta inverificable, sin apoyo documental alguno y absolutamente errónea. La muerte de Felipe el Hermoso se inscribe así en el inmenso ámbito de las incógnitas que jamás podrá despejar la investigación histórica. En base a las fuentes existentes no se puede deducir que fuese envenenado. Pero, en rigor de verdad, tampoco los testimonios, que los cronistas han legado a la posteridad, poseen garantía absoluta, contundente e irrefutable.
Felipe ha muerto y ahora lenta, patéticamente da comienzo la leyenda de Juana, la Reina loca de amor, la viuda inconsolable, la joven sin pulso para otra cosa que su obsesivo pensamiento en el marido fallecido... La Historia se confunde con la leyenda en un uno indisoluble. Los cronistas, llamados a arrojar luz sobre el cuadro de su época, no reflejan en este caso sino las tinieblas del rumor popular o, lo que es sin duda peor, del interés político de las personas deseosas de ofrecer al pueblo la imagen de una Reina sometida a constantes ilusiones, alucinada y enferma. Las crónicas describen con una rara minuciosidad las andanzas de Juana acompañando al féretro de su esposo, aquellos nocturnos paseos de ciudad en ciudad de una Reina grave, enlutada y sombría, los arrebatos de celos y dolor, las creencias inauditas de una mujer incapaz de enfrentarse con el hecho para ella terrible de la muerte fatal del que había sido su compañero... Pero por debajo de tales meticulosos relatos se advierte una clara voluntad hiperbólica y desmesurada, una innegable pretensión de dotar a los hechos de una anómala grandiosidad que atenta contra la serenidad exigible a la imparcialidad y el verismo históricos. Un biógrafo extranjero, que ha tomado sobre sí la difícil y a veces imposible tarea de reivindicar para la Historia a Juana I de Castilla, se pregunta con cierta ira: «¿Quién fue el incomparable tramoyista que pudo nimbar a esta desdichada mujer, en el momento en que acababa de perder del modo más inesperado todo lo que daba sentido y contenido a su joven vida, con la sombría aureola de la locura? ¿Sólo una azarosa concatenación de circunstancias hacía parecer producto de una mente perturbada cada una de sus manifestaciones de dolor y desesperación? ¿Es verosímil que no fuera intencionada la desfigurada y torcida versión de su conducta que circuló entre el pueblo, hasta que éste grabó en su fantasía la romántica imagen de una reina demente? ¿Quién inventó la escalofriante leyenda de la nocturna peregrinación de Juana, acompañando el féretro de su marido a través de media España, leyenda que más de cuatro siglos después aún inspiraba a los pintores españoles los cuadros más sombríos?»
Resulta ciertamente difícil arrojar sobre este episodio de la infeliz vida de doña Juana la luz necesaria para su cabal y desinteresado conocimiento. Pero es preciso intentar en la medida de lo posible el restablecimiento de una verdad que eche por tierra el halo mítico y romántico de lo legendario.
España es, tras la muerte de Felipe el Hermoso, un terrible encuentro de ambiciones. Lo había sido ya —bien es verdad— durante su corta vida como Rey consorte de Castilla, pero ahora la escena gana en grandiosidad, en multiplicidad de causas luchando abiertamente por la victoria final. Cisneros se ha hecho cargo de la Regencia el mismo día del fallecimiento de Felipe. No hubo dudas respecto a quién debería ser el hombre elegido para este difícil y problemático empeño. El papel aparentemente neutral de Cisneros, su prestigio indudable ponía sin paliativos el cargo en sus manos. El prelado era el hombre del momento, todos veían en él al caudillo indiscutible y los nobles castellanos se pusieron de inmediato bajo su jefatura legal con rara unanimidad. Juana quedaba relegada desde el primer instante a un preocupante segundo término. «Nadie habla de ella», escribe el embajador veneciano. Juana estaba encerrada en su lógico dolor, mas aquellas decisiones tomadas a su espalda no parecían responder al respeto sino a la indiferencia.
Pero la situación de Cisneros era sumamente delicada. Su mandato nacía con el profundo riesgo de la interinidad y, además, sólo podía gobernar en nombre de la Reina. Juana mostró desde el primer momento un decidido ánimo abstencionista y la impaciencia de Cisneros subía de tono. Un día le presentó un extenso pliego pidiendo a Fernando su rápido regreso a la corte pero Juana se negó a firmarlo pretextando que Femando se hallaba muy ocupado en Italia y ella no podía cargarle con más preocupaciones. Otro día se opuso, asimismo, a colocar su firma en un proyecto de nombramiento de nuevos prelados.
Cisneros hubo de comprender a la fuerza que Juana no era precisamente una colaboradora y sus antiguos deseos de logra? la definitiva marginación de la Reina se reafirmaron. En tales circunstancias Fernando se convertía «de facto» en el árbitro indiscutible de la situación. Pero Fernando no tenía prisa en volver a Castilla porque en buena lógica el tiempo obraba a su favor. Cuanto más tardara en regresar, pensaba, mayor sería la necesidad de su presencia. El sagaz monarca sabía muy bien el fatídico estado de desmembramiento que los reinos de Castilla y León atravesaban.
En efecto, las luchas nobiliarias habían hecho su dramática reaparición en el escenario castellano. La nobleza se soliviantaba como en tiempos pretéritos y Cisneros se mostraba impotente para detener aquella descomunal avalancha de ambiciones encontradas. Se reclutaban los ejércitos particulares y los nobles mostraban una clara propensión a dirimir sus diferencias en los campos de batalla. Dos grandes partidos acabaron por polarizar la contienda: el grupo de los Habsburgos o «flamencos» acaudillados por don Juan Manuel y el de los fernandinos cuya cabeza visible recaía en el Duque de Alba. Pronto y de modo harto inesperado se iban a despejar las incógnitas. Una orden personal de doña Juana revocaba todas las mercedes concedidas por Felipe tras la muerte de Isabel la Católica. Pocos días después llamaba la Reina a su presencia a cuatro consejeros y, tras informarse de lo que en el país acontecía, ordenaba excluir del Consejo de Estado a aquellos miembros nombrados con anterioridad por don Juan Manuel. El bando «flamenco» había perdido súbitamente la partida.
El decreto de Juana llevaba fecha del 19 de diciembre. Un día más tarde salía la Reina de Burgos. Pero ¿qué había pasado entretanto en Burgos? ¿Cuáles fueron los avatares de la existencia de doña Juana desde el 25 de septiembre, día en que murió Felipe, hasta aquel 20 de diciembre en que abandonaba la villa burgalesa precavida ante la terrible peste que se había declarado en la urbe?
Felipe había expresado en su testamento el vivo deseo de que sus restos reposasen en Granada. Pero, en espera de que hacia allí saliera la mortuoria comitiva, su cadáver fue trasladado a la Cartuja de Miraflores, distante de Burgos apenas cinco kilómetros. «No bien supo que el cadáver de su marido había sido trasladado a la Cartuja de Miraflores, quiso ir allí y se hizo confeccionar ropajes de luto de diversas formas, que cambiaba todos los días, y algunos se los hizo hacer de corte religioso. Llegada a Miraflores, descendió a la fosa sepulcral donde había sido depositado el cuerpo de su buen esposo y, después de haber permanecido allí durante todo el funeral, hizo subir el féretro y abrirlo, primero la caja de plomo y luego la de madera, y desgarró los sudarios embalsamados que envolvían el cadáver. Y hecho esto, púsose a besar los pies de su esposo.
Y permaneció allí tanto tiempo, que hubo que arrancarla de aquel lugar casi a la fuerza y diciéndole: “Señora, podéis volver otra vez, si queréis.” Así lo hizo, en efecto y todas las semanas repetía las mismas acciones, con lo que su aflicción crecía más y más cada día, hasta que poco antes de Navidad volvió a presentarse en la Cartuja, se hizo abrir el féretro después de la misa y declaró que no hallaría descanso hasta que lo hubiera conducido a la gran iglesia de Granada, donde él había querido ser enterrado.»
Tales palabras fueron escritas por el anónimo cronista flamenco del segundo viaje de Felipe a España y contienen algunas inexactitudes que es necesario señalar en honor de la verdad histórica y en detrimento de la leyenda que nimba a la Reina loca. Dice el flamenco que sabe con certeza que Juana sólo contempló el cadáver de Felipe el día de Todos los Santos y el mismo día de partir fuera de Burgos como consecuencia de la peste que asolaba la ciudad. La primera de ambas ocasiones Juana escuchó misa en la Cartuja y pidió después que le preparasen allí mismo la comida. Concluido el almuerzo ordenó, en efecto, que abrieran el féretro del que fue su amado esposo pero es imposible asegurar que le besara los labios y los pies como tan tajantemente afirma el anónimo cronista. Las versiones sobre este punto difieren y, al parecer, ninguna se debe a testigos presenciales. Cabe, incluso, una explicación racional al extraño comportamiento de Juana ordenando destapar el féretro: era bien sabido de todos que los flamencos despojaron cuantas cosas de valor hallaron a su alcance y, tal vez, Juana albergara serios temores de que hubieran hecho lo propio con los suntuosos ropajes de Felipe.
Lo cierto es que, al margen de lo sucedido en la Cartuja, el día de Todos los Santos Juana salió horas más tarde hada Burgos y no se movió de palacio hasta el 20 de diciembre citado. Aquel día llegó Juana a la Cartuja a fin de tomar los restos de su marido y salir de inmediato camino de Granada. Cuenta Pedro Mártir de Anglería que «los obispos se negaron a acceder a sus deseos, pues un cuerpo muerto no podía ser traslada— do antes de los seis meses» y que «esta negativa le hizo desconfiar y dio orden de volver a abrir el sepulcro, encargando a los obispos de Jaén, Málaga y Mondoñedo, y a los Embajadores del Papa, del Emperador y del Rey Fernando que se cercioraran de que aquél era realmente el cuerpo de don Felipe». El reconocimiento retrasó la salida, que no pudo así efectuarse hasta bien mediada la tarde. Juana se hallaba presta a dar a luz pese a lo cual anduvo toda la noche por entre los pelados y nevados campos de Castilla en medio de un fuerte e incómodo viento. La patética comitiva continuó al día siguiente su lenta marcha y, dos jornadas después, llegaba a las proximidades de Torquemada. Dícese que, enterada la Reina de que el lugar donde se había depositado el féretro de Felipe no era un monasterio de frailes sino un convento de monjas, se enfureció y, presa de celos incontenibles, dio órdenes tajantes para que el féretro fuese cambiado de sitio. Resulta hoy poco menos que imposible averiguar la certeza de este suceso pero, en cualquier caso, el rumor se extendió como una mancha de aceite por toda Castilla. Decíase que Juana no creía la muerte de Felipe confiando en que todo se debía a que había ingerido un brebaje que le tenía provisionalmente adormilado pero que «resucitaría» y ella no quería separarse de él a fin de estar presente en aquel precioso instante. Martín de Conchillos constataba en una carta que «con este disparate que ha hecho la Reina, rio hay chico ni grande que ya no diga que está perdida y sin ningún seso». Pero el testimonio de Conchillos, por interesado, no se puede considerar como un dato irrefutable.
El cortejo hubo de detenerse en Torquemada porque así lo aconsejaba el delicado estado de doña Juana. Unos días después nacía, sin problema alguno en el parto, Catalina, última hija de la prolífica Juana. El año 1506 exhalaba sus últimos suspiros y resulta difícil hallar en mucho tiempo un balance tan aterrador para la situación política del reino de Castilla. El caos, el desconcierto y el abandono cundían por doquier. El país se encontraba sin pulso, sin orden, sin dirección, dividido y maltrecho. Femando parecía ser la única salida a aquella inusitada y prolongada crisis de autoridad. La gestión de Cisneros había fracasado prácticamente. Juana se repone en Torquemada mientras que Castilla se enciende en una lucha fratricida. Su abstencionismo en las tareas públicas carece de límites; su oposición a los requerimientos constantes de Cisneros es en verdad desesperante para el rígido Arzobispo. Peto en realidad Cisneros cuida muy mucho de no dejar a Juana capacidad de maniobra y Torquemada no es en rigor sino una dulce y cómoda prisión. El bando «flamenco», que se sabe en inferioridad, aduce este motivo como bandera popular y el duque de Nájera, decidido y antiguo antagonista de Femando el Católico, arma a sus huestes «para la liberación de la Reina prisionera». Todo queda, sin embargo, en vanas y efímeras palabras. En medio del mayor y más visible de los desórdenes se llega hasta el mes de marzo. Juana se halla restablecida ya por completo y como quiera que la peste comienza a causar auténticos estragos en Torquemada, decide continuar su viaje hacia Granada. Cisneros, por su parte, hace algún tiempo que se ha instalado con su Consejo en Palencia e insta con insistencia a la Reina a que se dirija allí. Pero Juana se mega y emprende por su cuenta y riesgo la marcha. Poco avanza esta vez la comitiva, pues apenas ha recorrido un kilómetro desde el punto de partida, cuando se detiene en el pequeño pueblo de Hornillos. Es la segunda parada desde el comienzo del accidentado viaje. En Hornillos Juana recobra inquietantemente el ímpetu y, al parecer, toma la drástica determinación de gobernar en el futuro sin amparo alguno. Cisneros se encrespa. Pero la Reina comienza a dar muestras de una serenidad increíble. Alonso de Castilla, uno de los miembros del antiguo Consejo expulsados por orden personal de Juana, se acerca hasta ella creyendo poder persuadirla con facilidad de su inocencia. La Reina, tras escuchar con atención su larga retahíla de súplicas, le pregunta de pronto dónde vivía antes de representar el ambulante Consejo.
«En Salamanca», le contesta Alonso de Castilla.
«Pues volved a Salamanca y proseguid vuestros estudios», le replica poniendo término a la larga conversación doña Juana.
El pueblo no cabe dentro de sus aumentadas dudas. De un lado la Reina parece mostrar inequívocos síntomas de locura pero, a veces, todos sus aparentes males se desmoronan y aparece una Juana ingeniosa, lúcida, capaz de tomar en un segundo las decisiones más inesperadas. ¿Qué ocurre en realidad? Nadie puede responder con evidencia absoluta a la pregunta, pero lo cierto es que Femando, cuya táctica hasta el momento había sido de clara dejadez, de estudiado abandono, se ha embarcado súbitamente nimbo a tierras españolas. ¿Pensará el monarca aragonés que ante la última reacción de Juana se hace por fin, necesaria y apremiante su presencia en Castilla?
El 11 de junio llegaba Fernando a Cadaqués pero, a consecuencia de la fatídica peste, se le hace imposible el desembarco en el pueblo catalán y la flotilla ha de proseguir su marcha hasta Valencia, donde arriba el día 20. Difícil momento aquel de su llegada: España, al margen del dramático caos político, vive horas de angustia indescriptible. Más tales desgracias no hacían, bien mirado, sino favorecer al monarca, cuya figura adquiría ahora los perfiles míticos del «salvador». Cisneros, fiel a Femando durante la ausencia prolongada de éste, recibía como premio a su ardua labor el capelo cardenalicio al tiempo que era nombrado Inquisidor General de Castilla y León. Con Femando en España, el problema sucesorio se resolvía de modo singularmente rápido. Los nobles se pasaban a su bando a insospechada velocidad. Tan sólo el insurrecto marqués de Nájera y el ambicioso don Juan Manuel osaron mantener resistencia no reconociendo como válida y única la causa de Fernando. Pero ambos, abandonados a una soledad imposible por el resto del estamento nobiliario, hubieron de decir adiós a la corte. La labor de pacificación, aunque no completada todavía, no parecía ofrecer desmesuradas dificultades.
Juana permanecía en Hornillos. Su vida, cansina, monótona, carecía de cualquier rasgo destacable. Melancólica, solitaria, taciturna, embebida en sus pensamientos, pasaba la Reina la mayor cantidad de sus horas. Con ella se hallaba su hijo Femando y la recién nacida Catalina, pero en verdad no prestaba ni a uno ni a otro una atención excesiva. Respecto a los asuntos públicos mantenía su terca actitud. Nadie de cuantos estaban a su alrededor le inspiraba demasiada confianza y Juana comenzaba a sentir en lo más hondo aquel incómodo agobio de vivir privada de libertad. ¿Cambiaría con la llegada de su padre su situación? Aunque para Juana tampoco Femando representase un horizonte abierto a la esperanza, lo cierto es que se alegró sinceramente de su estancia en Castilla y, cuando su padre le escribió expresándole su deseo de entrevistarse con ella, se avino desde el principio a la idea sin experimentar otra cosa que una comprensible alegría filial. La Reina sale de Hornillos en dirección a Tórtoles, lugar señalado por Fernando para la conversación. Un desconocido cronista narra así el encuentro: «Fue tanta la alegría que en ella tuvo, que las lágrimas se le saltaron de los ojos a la vez que doña Juana, con no menos placer, hincándose en el suelo de rodillas, le fue a besar las manos; pero su padre no se las quiso dar y la levantó en sus brazos y la abrazó y besó y se entraron en palacio, donde toda una noche estuvieron hablando de cosas de mucho placer, y entre otras se habló del lugar do sería bueno irse para que pudiesen estar bien aposentados. El Rey don Fernando porfió con la Reina, su hija, para que como señora pidiese lo que él y todos hubiesen de hacer. Le respondió que aquel cargo era suyo, porque nunca jamás se había de salir de su obediencia; y porfiando en esto pareció al cabo bien a doña Juana que fuesen a un lugar dicho, Santa María del Campo, seis leguas de Burgos. El Rey se partió al amanecer y la Reina esperó a que anocheciese para ir con el cuerpo de su marido.»
Los meses fueron pasando. Fernando tenía ya prácticamente concluida la penosa tarea de pacificación. Castilla volvía a parecer de nuevo un Reino unido, un bloque compacto afanado en tareas de común superación. Pero en verdad aquella imagen brillante que Castilla ofreció al mundo en vida de Isabel, mujer-mito que aglutinaba en su torno de modo insospechado a las más diversas y antes antagónicas facciones, había desaparecido. Sin Isabel el Reino perdía su pulso: Femando carecía de legitimidad sociológica para imponer su voluntad y Juana en una sombra patética de melancolía y desatención.
El Rey aragonés intentaba convencer a su hija de la urgente necesidad de instalarse en una gran urbe digna de su condición soberana. Pero a Juana la sola idea de vivir en una ciudad amurallada, encerrada a cal y canto en un triste castillo medieval, le aterraba. Había salido la Reina de Santa María del Campo; mas, cuando supo que el final del viaje era Burgos, se opuso con inusitada firmeza a proseguir la marcha aduciendo que jamás volvería a aquella odiosa ciudad porque en ella había fallecido su marido. Femando no tuvo otro remedio que aceptar su resuelta y repentina decisión y Juana se detuvo en un pequeño pueblo: Áreos. Sobre los pormenores de la estancia de Juana en Arcos circulan por las crónicas diferentes versiones Nueve meses pasa la Reina en aquel pueblo castellano, alejada del mundo bullicioso de la política y los negocios públicos. Con ella y junto a ella se hallan sus hijos «españoles», Fernando y la recién nacida Catalina, y a su alrededor pocas personas de alto rango: el obispo de Málaga, Ferrer, embajador de Fernando... Juana, aun sin gobernar en un sentido estricto, firma todos los decretos que en su nombre confecciona su padre. No ejercía, en verdad, las funciones de Reina como, por ejemplo, en el caso de Isabel pero, en último análisis, todas las decisiones públicas habían de contar con su previa conformidad. Fernando intentaba convencerla de que, dada su todavía esplendorosa juventud, volviera a contraer nupcias. El pretendiente era en esta ocasión Enrique VII de Inglaterra, quien parecía muy interesado en que el regio enlace se llevara cuanto antes a buen puerto. «Teniendo el Rey de Inglaterra por muy cierto —escribe Pedro Mártir de Anglería— que la enfermedad mental de doña Juana procedió del mal tratamiento que recibió de don Felipe, su marido, instaba con el Rey Católico en el ajuste del matrimonio con esta señora; y tan vehemente deseo influyó no poco en que se efectuase el desposorio del Príncipe, su hijo, con la Princesa doña Catalina de Aragón, porque de otra manera se tuvo por indudable que no se hiciera; y por la misma causa se dejó de concluir el suyo con la Princesa doña Margarita.»
Al parecer había una cosa en Juana que atraía de manera especial a Enrique de Inglaterra: su pasmosa y comprobada fecundidad. Esta virtud sobrepasaba con creces en su estimación los posibles inconvenientes derivados de su conocido y anómalo comportamiento. Pero Juana se negó de firme a la proposición. ¿Cómo iba a desposarse por segunda vez cuando aún no había sido enterrado el cuerpo de su amado Felipe? Fernando no insistió. Sabía muy bien de la terquedad de Juana y pensó que sólo el tiempo —bien que difícilmente— podría lograr modificar su actual e intransigente actitud.
¿Cuál era la vida cotidiana de la Reina en Arcos? ¿Vivía en paz y tranquilidad, como sostiene sin duda apasionadamente algún biógrafo suyo? ¿Mostraba, por el contrario, síntomas de agudización en su penosa enfermedad? Se sabe de cierto que loa esquizofrénicos, una vez aquejados de su mal psíquico, entran en un estado que se suele denominar procesal: la enfermedad evoluciona desde entonces, lenta pero irreversiblemente, hacia la forma paranoide. Vistos desde este ángulo, adquieren significativa relevancia algunos de los comportamientos de Juana en Arcos relatados por un testigo presencial: el obispo de Málaga., Tenía, se cuenta, accesos de cólera repentina e inesperada. Cuando ello acontecía —y era en la primera fase con relativa frecuencia—, tomaba cuantos cacharros encontraba a su mano y los arrojaba furiosamente contra las camareras. Su estado diario había adquirido rasgos impropios de su dignidad real: desmesuradamente flaca, dicen que andaba vestida casi siempre con harapos. Tal era la situación inicial de Juana en Arcos.
El Rey permanecía alejado de su hija debido a los imperativos de la vida política, empeñado como estaba en sofocar cuanto antes los escasos y tímidos intentos de rebelión contra la autoridad real. Pero para Fernando la suerte de Juana en aquel pueblo apartado presentaba serios riesgos por cuanto se hallaba excesivamente accesible a los nobles y, por tanto, a las presiones y maquinaciones en contra de sus intereses. Juana debía salir de Arcos forzosa y urgentemente. Mas la Reina se negaba, sabedora de que no podía haber para ella mejor lugar que aquél.
Germana, su madrastra (que es más joven que ella), ha ido a visitarla y ambas han estado tranquilamente departiendo «durante tres horas con las mayores muestras de amistad», según expresión de un cronista. Las medidas de fuerza de Femando, su rigor y severidad excesivas, su represión a veces brutal, comienzan a levantar en su contra un vendaval de protestas e indignaciones. Los nobles fijaban ahora sus miradas en Juana, esperanza abierta en el horizonte para sus ambiciones. Se hada necesario que la Reina abandonase a cualquier precio Arcos. Ahora que el monarca aragonés daba inicio a la campaña de pacificación andaluza, el riesgo ganaba en importancia. Fernando obró con rapidez y astucia. Fijó a Juana secretamente Tordesillas como lugar de residencia y se dirigió hada Valladolid. Su hija debía partir hacia allí y él —que sabía a la perfección su resistencia al cambio— se quedo a esperarla en Mahamut para acompañarla luego personalmente. Pasados unos días y como quiera que Juana no se presentaba a la cita, Fernando hubo de partir camino de Arcos. El Rey encontró una Juana tal y como se la describía el obispo malagueño: su hija, son sus propias palabras, «había perdido toda noción de limpieza y decencia». No logró Fernando persuadir verbalmente a Juana pero, precavido y sin piedad, le quitó de sus manos al pequeño Fernando que contaba a la sazón cinco años de edad. Aquel «robo» hirió el corazón de Juana de una forma casi salvaje; como una leona enfurecida puso —sin ser escuchada— sus coléricos gritos en el cielo. Pero lo cierto es que, apenas hubieron transcurrido unos días, se calmó de súbito y su comportamiento adquiere desde entonces una brusca e imprevisible serenidad. Ésta es su manera, sui generis, de reacción^; pasivamente, como cuando los presos en las cárceles deciden aventurarse a una huelga de hambre. Se ha «olvidado» por completó de las más elementales normas higiénicas y pasa semanas enteras sin mudarse de ropa blanca ni cambiarse los vestidos. El obispo de Málaga escribe a Femando una carta alarmante: «Dizen (los criados) que duerme pronto en el suelo como antes. Hanme dicho que urina muy a menudo, tanto que es cosa non vista en otra persona (...). Come estando los platos en el suelo sin ningún mantel ni bandejas. Muchos días queda sin misa, porque al tiempo que la ha de oír ocúpase en almorzar, y así viene el mediodía y falta tiempo para celebrar.» Tales palabras le escribía el obispo a su Rey el 9 de octubre de 1508.
Femando contesta a la preocupante misiva anunciando una pronta visita a Arcos en compañía de su amado nieto a quien nace poco ha raptado. Juana se tranquiliza con la consoladora noticia y los días van pasando sin mayores altercados dignos de especial mención. El 14 de febrero llega el monarca a Arcos. Juana se viste las ropas reales. Quien hubiera pensado en una Juana desposeída de su realeza, sin duda se llevaría un chasco prodigioso. La astucia de Femando le ha valido para anotarse de nuevo un tanto importante. Los preparativos del viaje estaban concluidos y Juana no parecía oponer esta vez resistencia a la partida. «Aquella noche —cuenta Mártir de Anglería— llegaron a dormir a una aldea que se llama Villahoz, y de allí continuaron su camino para Tordesillas, adonde no solamente estuvo de asiento, pero también el cuerpo del Rey, su marido, que se depositó en el monasterio de Santa Clara, que está junto al palacio, de donde la Reina podía ver su túmulo, hasta que después por mandato del Emperador don Carlos, su hijo, fue llevado a sepultar a la capilla real de Granada, donde él se mandó enterrar.» Y traza a continuación Pedro Mártir la siguiente panorámica de los años posteriores de la infeliz Juana: «Fue esto tan a propósito de la salud y vida de la Reina, que casi sin salir de aquella casa, vivió desde que en ella entró más de cuarenta y siete años, tan ajena en quererse ocupar en ningún género de negocios, ni en vida del Rey, su padre, ni después en todo el tiempo que reinó su hijo, que más se pudo contar por muerta. Y así en las alteraciones que después sobrevinieron en aquellos Reinos, puesto que se procuró por los rebeldes que saliese a reinar, nunca se pudo acabar con ella. Este fue un caso maravilloso y muy digno de considerar que hubiese tanta firmeza y constancia en su indisposición y demencia por tan largo discurso de tiempo, aborreciendo el nombre del Reino, como si fuera la muerte; y con esto se excusaron milagrosamente infinitos males y escándalos que se esperaban seguir.»
En efecto, cuarenta y siete años sobrevivió Juana a su enfermedad, cuarenta y siete años de encierro y soledad, de lucidez y malestar alternativos en una constante, monótona e inacabable agonía. La muerte de Felipe fue, en cierto modo, su muerte. El flamenco era el objeto amoroso donde se fijaban todas sus atenciones, incluso aquéllas presididas por la más desatada y feroz de las cóleras Era el estímulo continuo a sus reacciones, ora apasionadamente amorosas, ora terriblemente violentas y agresivas. Pero siempre en él y por él. Y en ocasiones, contra él. Sin su presencia la vida de Juana adquirió tintes sobremanera más sombríos. La abulia y la apatía sustituyeron casi con exclusividad a la cólera; los celos desaparecieron al poco tiempo, cuando Juana hubo de despertar de su dramático sueño para caer en la realidad de que Felipe estaba muerto para siempre. La resistencia física de Juana excede, sin embargo, todos los pronósticos. La Reina se mantuvo fuerte como un roble castellano ante tantas desgracias personales acumuladas. Los sucesos políticos acontecen ya total, definitiva, absolutamente al margen de la Reina reclusa, de la prisionera supuestamente loca.
El castillo de Tordesillas fue el pétreo testigo de sus casi siempre mudos sufrimientos, de su infinita y abrumadora soledad. Los días, millares, fueron transcurriendo lenta y patéticamente. Muchas cosas sucedieron sobre la arrugada piel de toro española; nada o casi nada, en la suerte de la desgraciada Juana.
Fernando estuvo poco tiempo en Tordesillas, pero le sobró para dejar bien apuntalado el calabozo de su hija. Ordenó que quedase encargado de su custodia Mosén Ferrer, quien asumió con una rigidez increíble su papel de carcelero mayor, hasta el punto de vanagloriarse luego de haber convertido el castillo de Tordesillas en un convento sujeto a una estricta y rigurosa disciplina. El Rey Católico se hallaba ya sin trabas para gobernar Castilla: el 6 de octubre de 1510 las Cortes castellanas llegan a jurar en un tratado formal que Fernando se ocuparía del gobierno de los reinos aun después del fallecimiento de Juana. Unos meses antes Germana había dado a luz a un hijo que, desgraciadamente para los planes de Aragón, nació muerto. La descendencia se convirtió en un problema irresoluble —a pesar de los cómicos intentos llevados a cabo por uno y otro cónyuge— y el Rey andaba maquinando desde hacía tiempo desposeer a Carlos «el flamenco» de sus derechos inalienables a las coronas españolas en favor de Fernando, «el español», por quien su abuelo sentía una curiosa pero auténtica debilidad.
La vida de Juana se tornaba entretanto más oscura e infeliz. Ferrer se había pasado de la raya en sus funciones y se hizo necesario hacerle serias advertencias sobre aquel proceder tan dogmático e inhumano. Pero Femando le mantenía en su puesto que tan celosamente desempeñaba. En enero de 1513 visitaba el Rey —ya por penúltima vez— a su hija. Hacía cuatro años que no veía a Juana, «a la cual —en esta postrera ocasión— halló muy buena y muy apartada de querer señorear ni mandar reinos, viviendo vida solitaria y melancólica, dándosele muy poco por su salud, porque muchas veces pasaban dos o tres días que no la podían hacer comer, ni para acostarse en la cama podían con ella que se desnudase».
Femando, contra el juicioso parecer de los médicos palatinos, se obstinaba en continuar la fatigosa labor de gobierno desde el escenario mismo de los hechos allí donde éstos fueran teniendo lugar. Así los continuos y prolongados viajes aceleraron de forma fatal el proceso de su muerte y, tres años después de su última entrevista con Juana —23 de enero de 1516—, exhalaba su definitivo suspiro. Al final desistió en su empeño de otorgar al joven Fernando los derechos de la corona. La visión de una guerra civil más que posible le llevó a descartar aquel descabellado pensamiento. ¡Triste fin el de Fernando el Católico! Había luchado durante toda su vida de político maquiavélico y sutil por una España unida y poderosa y ahora, en los momentos difíciles de la muerte, veía fatalmente amenazados sus anhelados sueños de siempre. Carlos, un joven flamenco, nacido y educado en Flandes a la sombra de Margarita de Habsburgo —la que fuera mujer de su hijo Juan—, se convertía en Carlos 1 de España, en el heredero legal de las coronas de Castilla y Aragón. La vida, que no había escamoteado a Fernando éxitos indudables, le negaba todo asomo de final feliz. Y para Fernando sus últimos momentos constituyeron, de tal suerte, una tragedia sin nombre.
El Rey Católico había sido tajante en su testamento: Juana debía desconocer la noticia de su fallecimiento. Las razones de ésta tan drástica y sospechosa decisión parecían claras: si su hija llegaba a saber de su desaparición, podría exigir el poder que legalmente le correspondía y Castilla se abandonaría de nuevo a una indeseable anarquía. Esta extraña cláusula testamentaria ¿hacia dónde apuntaba en realidad? ¿Temía Femando la locura de Juana? ¿Significaba tan sólo el último eslabón de la cadena en la desposesión ilógica de su hija? Cualquier conclusión puede extraerse, pero a quienes sostienen con vehemencia la normalidad de Juana no podemos por menos de preguntarles: ¿por qué, de hallarse Fernando cierto de que Juana podía desempeñar bien las tareas de gobierno, prefería la inicial interinidad de Cisneros y la posterior toma de posesión de un extranjero a su hija, una española que llevaba, además, su propia sangre? La pregunta no es demagógica. ¿Acaso no hubiera preferido Fernando apostar por una hija suya antes que por un nieto educado en Flandes y desconociendo por completo de las costumbres de este país, como —y la imagen debía hallarse impresa con nitidez en el cerebro del monarca— su antiguo yerno y enemigo Felipe? Ninguna alusión más se hacía a Juana en el testamento. ¿Puede deberse todo a un propósito deliberado de mantener y justificar su postura hasta el último instante? ¿Tan insensible era Fernando, que jamás asomó a él la más mínima muestra de culpabilidad?
Queden las preguntas en el aire para que, con los datos reseñados, las conteste cada uno a la luz de su propio entendimiento. Sigamos ahora —bien que muy burda y esquemáticamente— el hilo de nuestro relato. Como quiera que los acontecimientos pierden desde este momento relación directa con Juana, la narración adquiere un ritmo casi cinematográfico, como si se tratase de una película de cortas y significativas secuencias cuya protagonista fuese siempre la Reina. Las escenas tienen todas aire de trascendencia y se enmarcan también siempre en el hoy desaparecido castillo de Tordesillas. Conservemos la imagen de una Juana apática y triste, solitaria y ensimismada, ora lúcida, ora poseída y vencida por su entonces incurable y desconocida enfermedad.
Fernando ha muerto. El pueblo de Tordesillas, hasta el que ha llegado velozmente la noticia, se subleva y marcha hacia el castillo. Ferrer es expulsado con violencia de palacio. Lo amotinados pretenden llegar a Juana pero la guardia apostada ante sus habitaciones les impide el paso. Se entabla una ruidosa pelea y los gritos llegan hasta Juana que, intrigada, pregunta la razón de tal alboroto. Alguien, no se sabe muy bien quién, le comunica a la Reina la muerte de su padre. Juana se queda como petrificada. Al fin se logra calmar la situación y convencer a Juana de la radical falsedad del rumor. Todo regresa entonces a su estado anterior.
Cisneros, encaramado de nuevo en las alturas del poder a título de Regente, traslada las Cortes a Madrid. Se examina la situación de Juana y se arbitra una nueva organización, más humana y considerada, para su custodia. El doctor Soto y el padre Juan de Avila se encargan de su tutela diaria. La vida de la Reina gana con ello en comodidad, en serenidad, en apacible y tranquilo discurrir. Hernán Duque de Estrada, un noble sensato y cordial, es, por último, nombrado comandante del palacio de Tordesillas. Tal es el triángulo a cuyo cargo corre el futuro de Juana. Se dispone que Catalina, su hija pequeña, duerma en una habitación contigua a la suya y comunicada con ella por una ventana.
Los hechos se suceden a ritmo vertiginoso: Cisneros se convierte por obra y gracia de las circunstancias en el celoso conservador del poder real frente a los levantiscos nobles españoles de un lado y a los aprovechados y odiados flamencos, de otro. El Cardenal ha de ejercer el papel de árbitro moderador de unos y otros y los temores hacia su intransigencia y fidelidad a los principios absolutos aumentan desde ambos ángulos. Para Cuneros sólo cabía una obligación ineludible: entregar en paz los Reinos a quien era su legítimo sucesor. Carlos andaba ya ultimando los preparativos de su viaje a España. Pero su juventud (había nacido, como sabemos, con el siglo) hacía prever una voluntad ganada por sus consejeros flamencos y éstos veían con muy malos ojos la firme y casi dictatorial gestión de Cisneros. Todo, sin embargo, se encadena a favor de Carlos. El 19 de septiembre de 1517 pone el príncipe su pie en tierra española. Un tal Mr. Chievres ostenta el cargo —no legitimado pero insoslayable— de favorito indiscutible. El 4 de noviembre Carlos llega, acompañado de su hermana Leonor, la mayor de todos, a Tordesillas.
De Chievres preparó todo cuidadosamente. Juana era —seguía siendo— Reina de Castilla y Aragón. En rigor Carlos no podía ejercer de jure las funciones de Rey sino logrando de Juana que delegara en él la responsabilidad del cargo. Había, pues, que convencerla para un traspaso de poderes y el asunto requería de suma astucia. De Chievres entró primero en los aposentos de la Reina. El noble borgoñón le preguntó, tras una cordial y reverenciosa salutación, si deseaba ver a sus hijos y Juana le respondió afirmativamente mostrando una gran alegría. Don Carlos y doña Leonor estaban allí, no era preciso ir a buscarlos a ningún sitio. Madre e hijos no se veían desde hacía doce años. ¡Demasiado tiempo! Los jóvenes poseían de su madre vagas y negativas noticias; la madre apenas si sabía nada de los hijos. Terrible escena. Carlos y Leonor, educados en la férrea etiqueta flamenca, tan sólo pudieron esbozar el reverencial saludo. Juana les tomó de la mano y les abrazó con entusiasmo. He aquí cómo prosigue el relato Lorenzo Vital, un testigo presencial del histórico encuentro:
«Señora —dijo entonces el joven—, nosotros, humildes y obedientes hijos vuestros, nos alegramos en extremo de veros, gracias a Dios, con buena salud, y ha tiempo deseábamos haceros reverencia y prestaros nuestro testimonio de honor, de respeto y obediencia.» La Reina oyó el afectado discurso y nada respondió en un rato, sino con una inclinación de cabeza y una sonrisa indescifrable. Después cogió las manos de sus hijos y les dijo con palabras emocionadas: «¿Pero sois en verdad mis hijos? ¡Cuánto habéis crecido en poco tiempo! ¡Sea enhorabuena y loado sea Dios por ello! ¡Cuántas penas y trabajos habéis pasado, hijos míos, viniendo de tan lejos! Debéis hallaros fatigados y, pues ya es tarde, lo mejor ahora será que os retiréis a descansar hasta mañana.»
Una vez hubieron salido Carlos y Leonor, De Chievres quedó a solas con la Reina. Juana se hallaba —fácil es comprenderlo— emocionalmente predispuesta a una charla amigable. De Chievres juega sus cartas con habilidad. ¿No le parece bien a Juana que Carlos se quede en España a fin de que se vaya acostumbrando a las dificultades inherentes a la cosa pública? Sí; claro. Pues en tal caso es preciso ir cargando responsabilidades sobre los hombros de Carlos para que se habitúe a las exigencias peculiares del país. Al final lo que Juana había dicho no era sino que Carlos se encargara del gobierno de sus reinos. Cuatro días después de aquella entrevista moría Cisneros. Todo parecía sonreír hasta el momento al joven e inexperto príncipe flamenco.
Carlos había salido de Tordesillas camino de Valladolid, donde iba a ser solamente jurado heredero del trono por las Cortes de Castilla. La retina del príncipe estaba herida —no se sabe con certeza a través de qué estímulos— con la visión de su pequeña hermana Catalina encerrada en el castillo en manos de su madre, a la que todos motejaban como loca. Era necesario rescatarla de aquella madre enferma a cuyo lado jamás lograría «Tranzar una educación normal. Los riesgos de la empresa aparecían evidentes, pero Carlos supo lo que había acontecido antes con su hermano Fernando: pasados unos meses, Juana no volvió a añorar la presencia de su hijo. Se urdió de inmediato un plan que tenía sobre el papel visos de indudable eficacia. Carlos dio su aprobación. «La cámara en que dormía doña Catalina —cuenta Rodríguez Villa— estaba con— tigua a la extremidad de una galería y separada sólo de ella por un muro de tierra que, por el interior de la habitación, estaba colgado de tapicería y por el exterior cubierto de tela es toposa para apagar el ruido que los pajes u otras personas hicieran al atravesar la galería. Al anochecer, cuando ya nadie pasaba por ella, ocúpase Plomont (el criado de la pequeña) en abrir en el tabique del cuarto de la infanta un hueco por donde él pudiese penetrar, trabajo que cumplió con tanta precaución y habilidad que ninguna sospecha concibieron los camaristas de la Infanta. Terminado«los preparativos, el Rey fijó para el rapto de doña Catalina la noche del 12 al 13 de marzo. El señor de Trazegnies, gentilhombre de la Infanta doña Leonor, recibió orden de hallarse en Tordesillas con algunas damas de ésta y con escolta de doscientos gentileshombres a caballo. A la una de la mañana llegó al sitio designado. Con arreglo a las instrucciones que se le dieron, no debía entrar en la población y no aproximarse al palacio, sino esperar en el puente del Duero a que le entregasen a la Infanta. Advertido Plomont de su llegada, entró sin hacer ruido en la cámara de doña Catalina, tomó la luz que alumbraba todas las noches la estancia y fue silenciosamente a despertar a la camarista de la Infanta más particularmente encargada de la guardia de su persona; pero esta mujer, al ver un hombre en aquel lugar y a semejante hora, se sobrecogió al principio; mas, reconociendo después a Plomont, se tranquilizó.
Declaróle éste la comisión que traía del Rey y le invitó a despertar a la Infanta. Hízose así y entonces se presentó a ella diciéndole que el Rey, queriendo cumplir su promesa de libertarla de la reclusión en que vivía, la enviaba a buscar por el señor de Trazegnies, que estaba a la entrada del puente con muchas damas y caballeros para acompañarla. Doña Catalina, dotada no sólo de un excelente natural, sino también de penetración superior a su edad, respondió a Plomont: «Os he entendido bien, Beltrán. Mas ¿qué dirá la Reina, mi madre, cuando sepa que ya no estoy aquí? Dispuesta me hallo a hacer lo que el Rey mande por vuestro conducto; sin embargo, me parece mejor que yo quedase secretamente en Tordesillas en alguna casa particular, hasta ver cómo la Reina toma esto; si se conformase, partiría al lado de mi hermano, y, si se descontentase mucho, se le daría a entender que, hallándome indispuesta, habían prescrito los médicos que cambiase de aires y se haría como que venían a buscar para volver a su compañía. Plomont le manifestó las órdenes terminantes que tenía del Rey y, entonces, consintió en vestirse, no sin verter muchas lágrimas por no poder despedirse de su madre. Hízola pasar Plomont por la abertura hecha en el muro, y asimismo a las mujeres que estaban en su cámara, y la entregó al señor de
Trazegnies que, después de haberla acomodado en una litera emprendió camino para Valladolid, a donde llegó el día 13, dejando a doña Catalina en el palacio de doña Leonor, próximamente situado al del Rey.»
Al día siguiente Juana solicitó a una camarera la presencia de Catalina. La sirvienta no supo qué contestar y se retiró llena de espanto. Juana, cansada de esperar, curiosa por la tardan, za, se fue hacia el aposento de su hija y se topó con la brusca y cruel realidad: Catalina había desaparecido. Su cólera, su furia, su dolor eran inmensos. Gritaba, lloraba, clamaba al cielo. «Han sido unos maleantes», se le dijo por toda respuesta. Las fuerzas de palacio se movilizaron en su búsqueda como si representaran una espectacular escena teatral. Juana no cabía en su desesperación y declaró a Plomont estas sentidas palabras: «No me habléis de comer y beber, porque no lo haré hasta que no haya recobrado a mi hija.»
Cruel ironía: Carlos se presentó a los pocos días a Juana con aires de buen hijo triunfante: «Señora, os ruego que ceséis en vuestro duelo, pero os traigo buenas noticias de mi hermana. He conseguido devolvérosla.» ¿Culpables del rapto? Los flamencos. Juana quedó tranquila por el momento. Su hijo la había burlado de forma ignominiosa, pero ahora Catalina volvía a su lado aunque, a cambio de esta concesión, se obraba una reorganización entre el personal dedicado a la custodia de Juana en Tordesillas. Hernán Duque era sustituido en su puesto dirigente por un hombre sobremanera más juicioso y moderado: Bernardo de Sandoval y Rojas, el funesto marqués de Denia. Entretanto, Carlos salía hacia Aragón donde había de ser jurado heredero del segundo trono.
Pero el ritmo aparentemente victorioso de Carlos iba a tardar poco en quebrarse. La xenofobia castellana explota en una descomunal rebelión que asóla Castilla, extendiéndose de un lado a otro del territorio. Las ciudades se levantan a favor de los comuneros (Segovia, Zamora) y la fuerza de la Santa Junta, erigida para salvar las tradiciones castellanas de los odiados flamencos, crece día a día. No es éste el lugar apropiado para estudiar la compleja fenomenología de las Comunidades de Castilla sobre las que el profesor Maravall escribió no ha mucho un libro riguroso y definitivo. Para nuestra historia tan sólo interesan los datos más adjetivos de esta apasionante trama. En la posición de los comuneros Juana se convertía en una necesidad, la necesidad de dotar a su ideario popular de una base legal. El rumor de que Juana no estaba loca, de que se hallaba encerrada tan sólo como el agrio fruto de una desmedida ambición que se ha ido heredando, corre ahora raudo por los cuatro rincones de la vieja Castilla, arrojada, ay, a una tremenda y trágica guerra civil. Hacia Tordesillas se dirigen todas las miradas de los comuneros. En Tordesillas se halla su única posibilidad de victoria, su último rescoldo de esperanza. Padilla, el gran caudillo, se pone en camino en cuanto la lucha en los campos de batalla se lo permite y llega a la villa el 29 de agosto de 1520. El marqués de Denia no puede evitar que los rebeldes tomen la villa y un mes después la Junta se reúne en palacio con doña Juana. «Después de haber reposado —afirma Rodríguez Villa—, fue Padilla a palacio, donde la Reina le acogió con agrado y le preguntó quién era. El respondió que se llamaba Juan de Padilla, hijo de Pedro López de Padilla (...) que hacía saber que después del fallecimiento del Rey habían ocurrido en Castilla muchos males, daños y disensiones por falta de gobernador; que, si bien había venido a estos reinos su hijo el Rey don Carlos, su estancia en ellos había sido muy breve y que con su marcha quedaban los pueblos tan alborotados que toda España estaba para abrasarse (...). Muy maravillada quedó doña Juana al oír tales cosas, de las que, según dijo, nada sabía, a causa de que "dieciséis años hacía que estaba encerrada en una cámara en guarda del marqués de Denia (...) que si hubiera sabido la muerte del Rey, su padre, hubiera salido de allí a remediar algunos destos males”.»
Muchas veces más vio aún Padilla a doña Juana. Le instaba el jefe de los comuneros a colocar de nuevo sobre sus sienes la corona. Pero ella adoptó una extraña postura ante los requerimientos, sin duda apasionados, del buen Padilla: pasiva, se mostró al mismo tiempo afectuosa y lúcida. No quería mover un pie para salir del encierro, no quería poner su nombre debajo de decreto alguno. Pero tampoco mostraba agresividad ni violencia. Padilla veía cómo su esperanza se derrumbaba sin remisión posible. Lo intentó todo y por todos los medios: la amenazó con no dar bocado ni a ella ni a Catalina, se hincó de rodillas implorando su colaboración. Juana parecía hallarse en otro mundo, en una lejanía de siglos o de leguas. Indiferencia y pasividad, un mirar extraño y penetrante hacia nadie sabía bien dónde: he aquí sus únicas respuestas. Con’ su actitud impidió ciertamente que corrieran ríos de sangre por las áridas tierras castellanas. Pero ¿puede decirse que fuera Juana consciente de su sacrificio? Adriano de Utrecht, expulsado de España cuando se sofocó el pavoroso incendio de los comuneros, escribió a Carlos estas significativas palabras: «Tan sólo con que ella hubiera firmado un sencillo documento, se acababa el reinado en España.»
Las fechas han perdido todo sentido en la vida de Juana. En 1525 Catalina, que había permanecido toda su juventud al lado de su madre, condenada a una vida sin horizontes, sale de Tordesillas para contraer matrimonio con Juan II de Portugal. La abulia de Juana adquiere caracteres desproporcionados y gigantescos. Nada despierta su curiosidad; come por comer y realiza todos sus actos mecánicamente, como un muñeco, sin conciencia alguna. Alucinaciones sensoriales, ideas delirantes, una paranoia ya estabilizada con rasgos fijos e inmutables. Pero su salud física permaneció hasta mediado el siglo en un estado inmejorable. Sin embargo en 1551 comienza a declararse una parálisis localizada al principio parcialmente en la pierna derecha. Sin poder moverse, pasa los días en completa quietud y sin requerir para nada de atenciones, porque no permite que nadie la toque; tan sólo los gritos de dolor, como salvajes alaridos, daban fe a los habitantes del castillo de sus terribles padecimientos. A causa de unos baños excesivamente calientes, dícese que se le cubrió todo el cuerpo de unas horrorosas úlceras purulentas. «La pobre —escribe Ludwig Pfandl— ni siquiera se vio libre de aquella forma de estupor catatónico, la más terrible, que consiste en que el enfermo hace las evacuaciones naturales sin advertirlo.»
En mayo de 1552 visita a Juana San Francisco de Borja, el otrora duque de Gandía, que había sido paje hacía ya muchos años de la entonces pequeña Catalina. Juana le recibe con gusto, porque guarda al cabo del tiempo un grato y amable recuerdo de su persona. La Reina accede a confesar en la primera visita del ilustre jesuita; en la segunda llega incluso a tomar la comunión. Contesta afirmativa y resueltamente a las preguntas de Borja aseverando su creencia en los artículos de fe. Si no confesaba ni comulgaba desde tiempo atrás, no era la culpa de ella sino que tal falta de práctica debíase a las camareras (brujas empedernidas al decir de Juana), que obstinadamente se interponían en sus oraciones.
Nada le quedaba ya que esperar en la vida. Catalina, su último soporte, vivía ya reliz y lejos en la vecina Portugal. Su hijo apenas se preocupaba de ella, aun cuando bien es verdad que ello le acarreaba ciertas evidentes culpabilidades. Sus días carecían de sentido y uno cualquiera de ellos, el 12 de abril de 1555, expiraba Juana en Tordesillas, tras un largo calvario de cuarenta y siete años, cumpliendo no se sabe bien qué fatal y terrible condena.
Juana, la loca de amor, la reina celosa, la pobre mujer a la que sus seres más queridos hicieron más patente su dolencia, más hondo su sufrimiento, más difícil y penoso el lento paso de las horas, es en la Historia, hay que decirlo una vez más, una víctima de la ambición, del juego sucio de una vida política asentada sobre los pilares de la darwiniana supervivencia de los más aptos. Ella fue una débil y perdió la partida de la vida antes, mucho antes, de que le dejaran mover una sola ficha.
Marcos Sanz Agüero