Asaltaremos el castillo, mon amour

MICHAEL Bishop

Bishop pertenece a esa nueva generación de escritores estadounidenses que, influidos por sus colegas británicos, han ampliado las fronteras de la ciencia ficción para dar más amplia cabida en ella a lo onírico y lo alegórico. De lo cual es una buena prueba el siguiente relato.

El mundo y su valle central se llamaban Pit. En este valle vivían los miserables subditos del omnipotente conde De Mille. Los pititas eran seres humanos absolutamente normales que se ganaban la vida de un modo espantosamente aburrido, contemplando la interminable serie de películas que el conde De Mille exhibía en los enormes y abiertos ventanales del Castillo Bijou. Este antiguo y asombroso edificio se alzaba hacia la oscuridad desde los acantilados que limitaban la parte septentrional del valle. Como el sol jamás brillaba en Pit, las almenas del Castillo Bijou parecían flotar en el aire como los inmensos y tenebrosos dedos de un gesto obsceno.

Noche tras noche, amparados en la acústica oscuridad, los pititas miraban aturdidos hacia las ventanas del castillo. Doris Day, Toshiro Mifune, Randolph Scott, Lilian Gish, Max von Sydow, o quizás Mía Farrow —figuras enormes como titanes— paseaban majestuosamente por las habitaciones sin dejar de repetir largos parlamentos de ininteligible urgencia o ternura. En realidad, parecía que un panteón de dioses dramáticos vivían, morían y resucitaban en los grandes ventanales ovales y en los miradores de la fachada del Castillo Bijou.

Para un pitita era una vida realmente dura. Uno podía salir del vientre de su madre durante la proyección de El nacimiento de una nación, experimentar las delicias del primer beso mientras Sidney Poitier se sentaba a cenar y sucumbir a la propia metáfora bergmaniana en el mismo momento en que Robert Taylor defendía Batán. (Los pititas se referían a la muerte, bastante seriamente, como «el abrazo de Bengt».) ¿Y cuál era la recompensa por esa clase de vida? Las necesidades mínimas. Un puesto de observación. El número suficiente de sillas con respaldo de lona para que se siente la familia. Vestidos harapientos para cubrir los cuerpos desnudos. Y la cantidad suficiente de Coca-Cola y palomitas de maíz para que uno no se muriera de inanición.

Después de que hubieras visto obedientemente tus ochenta a cien películas semanales, silenciantes uniformados salían a caballo de los puestos situados en la retaguardia de Pit para entregarte tus ganancias, con bono ocasional para visionar interminables películas épicas como la rusa Guerra y paz o Intolerancia de D. W. Griffith. Otros silenciantes, escudriñando la oscuridad con sus bastones luminosos, galopaban de puesto de observación en puesto de observación para asegurarse de que todo el mundo estaba viendo las películas. Entretanto, los acordes oceánicos de Mancini, Tiomkin, Steiner o Legrand, invadían Pit como olas sincopadas o enfurecidas, de modo que en los corredores del inevitable teatro del valle, el galope de los caballos era apenas audible.

Pero no importaba. Si eras un pitita, mantenías los ojos clavados en Elvis o Marcello e ignorabas los rayos de luz que cortaban la oscuridad. La mayor felicidad que podías aspirar a conocer era exhalar tu último suspiro durante las escenas culminantes de Rey de reyes o de Mary Poppins...

—Ya no lo soporto más —dijo Gary Cooper Seymour, el patriarca de la familia Seymour. Volcó el contenido de su caja de palomitas de maíz y dejó que su Coca-Cola se derramase en el mugriento suelo de su puesto de observación.

Era de noche (siempre era de noche) y las escenas que desfilaban en las ventanas del Castillo Bijou pertenecían a El regreso del Doctor X, con Humphrey Bogart de protagonista. El dios llevaba una capa de peróxido en el pelo, un guardapolvo de laboratorio abotonado en un hombro y a lo largo de un costado, y un par de gafas con montura metálica. Su aspecto no era ciertamente atractivo.

—Ya no lo soporto más —repitió G.C. Seymour.

—Shhhh —siseó Cissy Spacek Seymour, su única hija, y G.C. no sabía si ella siseaba porque realmente estaba mirando la película o porque un silenciante podía estar rondando cerca de allí.

Los otros ocupantes del puesto de observación Seymour (situado en el sector central posterior izquierdo) eran la esposa de G.C., Zsa Zsa Gabor Seymour, y sus dos hijos adolescentes, Oliver Hardy y Clint Eastwood Seymour. Hacía ya mucho tiempo que G.C. había descubierto que sus apodos no hacían honor a su aspecto, pero como, de todos modos, pasaban muy poco tiempo mirándose unos a otros, las discrepancias eran apenas relevantes. Los Seymour eran todos delgados y de rostros pálidos, con pésima dentadura y encías inflamadas; y los globos oculares de todos ellos brillaban de un modo tan enfermizo que parecían barnizados.

—Desde que nació Cissy, ésta es la segunda vez que tenemos que tragarnos este bodrio —se quejó Gary Cooper Seymour. Tenía 301.614 películas de edad y no parecía ni un ápice más joven.

—Los pititas comen sus palomitas de maíz para combatir la fatiga de sus ojos —recitó filosóficamente la señora Seymour—. Son palabras del conde.

—A la mierda con el conde.

—Ten cuidado, papá —le advirtió Clint Eastwood Seymour. En el puesto de observación adyacente al de los Seymour, Hermione Gingold Gazehard se inclinó sobre su balaustrada y dijo:

—¿Podríais callaros la boca, saboteadores de películas? Mi pequeña Tatum nunca ha visto este film.

—A la mierda con la pequeña Tatum también. Pero G.C. no era ningún tonto. Su réplica fue apenas un susurro y, una vez más, volvió a convertir sus ojos en dos ranuras para observar el afectado histrionismo del Misterioso Doctor Xavier.

—¿Qué es lo que quieres que hagamos? —preguntó Oliver Hardy Seymour en un susurro aún más discreto que el de su padre—. Se trata de mirar o morir, papá.

G.C. no pudo rebatir este argumento. De dos formas igualmente efectivas, se trataba de mirar o morir. Si uno no podía confirmar sus ochenta o cien películas semanales en los exámenes proyectados por el conde (las preguntas aparecían en las pantallas del Castillo Bijou y debían responderse a través de un tablero de respuestas piezoeléctrico portátil), se quedaba sin su ración semanal. Y si a uno le sorprendían roncando en su silla o mofándose de los dioses y diosas iluminados hieráticamente contra el muro de la noche, un silenciante desenfundaba su mortal pistolamática, disparaba contra tu imagen y te privaba de tu alma. En el extremo sur de Pit, por cierto, había un cementerio de sillas de director con respaldo de lona, cada una de las cuales exhibía la fotografía de un infortunado espectador en su respaldo. Durante las Intermisiones bianuales del conde uno podía realizar peregrinaciones a aquel lugar para visitar esos destartalados monumentos plegables a sus amigos desaparecidos. (Y, naturalmente, para trabar débiles amistades con los otros peregrinos que se amontonaban entre las sillas. Fue así como Gary Cooper Seymour conoció a Zsa Zsa Gabor Numbrump.) De modo que sí, Oliver Hardy tenía razón... se trataba de mirar o morir.

—¿Creéis acaso que no lo sé? —preguntó G.C. a su familia sotto voce-. Vi a los silenciantes tomar la fotografía de mi madre cuando ella se quejó en voz alta y se cayó de su silla durante los últimos diez minutos de El profesor chiflado. Fue algo brutal. Los silenciantes nos rodearon y todos ellos tomaron fotografías, cada uno desde diferentes ángulos. El alma de mi madre fue extraída de su cuerpo hecha añicos, como si fuese una muela del juicio pulverizada.

En silencio, y sin preocuparse por cubrirse el rostro, G.C. Seymour comenzó a llorar. Su madre —María Ouspenskaya Seymour— había sido una mujer maravillosa.

—¿Pero que pasó con... con su cuerpo? —preguntó cautelosamente Cissy Spacek, sin apartar sus ojos de las imágenes que centelleaban como una conflagración en blanco y negro en las ventanas del Castillo Bijou.

G.C. y Zsa Zsa jamás le habían hablado a Cissy de los detalles de la muerte, y la próxima Intermisión del conde no se produciría hasta dentro de 400 películas. Tal vez éste fuese un momento tan bueno como cualquier otro.

—El cuerpo es una ilusión —murmuró G.C. furiosamente, enjugando sus lágrimas y colocándose erguido en su silla—. La realidad es el alma, que sólo puede ser externalizada por la película. Las almas de los dioses y de las diosas —G.C. hizo un gesto que abarcaba el enorme castillo que se alzaba junto al risco—, se exhiben en imágenes que se mueven eternamente. Pero las almas de los pobres mortales como los Seymour y los Numbrump son extraídas de nosotros y colocadas inmóviles en exhibición. Las almas de los dioses son vibrantes, Cissy, mientras que las nuestras son monocromas y fijas.

Nadie habló, excepto el Doctor Xavier. Y lo que el Doctor Xavier decía no tenía ninguna importancia para los Seymour.

—El cuerpo de mi madre —continuó G.C., aferrando los apoyabrazos de su silla— sufrió una lenta y, en cierto modo, desenfocada disolución. Y eso, Cissy, es lo que nos espera a todos.

Cissy se echó a llorar.

—¿Entonces qué es lo que quieres que hagamos? —insistió nuevamente Oliver Hardy—. Mantenemos nuestros cuerpos y nuestras almas unidos merced a la fidelidad al culto. ¿Pretendes que renunciemos a eso y nos entreguemos al abrazo de Bengt? No puedo creer que pienses eso.

-Los siete samurais —dijo G.C.—. Doce del patíbulo.

—¿De qué está hablando? —preguntó Clint Eastwood Seymour.

—Violencia —murmuró Zsa Zsa especulativamente—. Insurrección.

-Cañones al atardecer —continuó G.C. aturdidamente—. Grupo salvaje. Perros de paja. Traedme la cabeza de...

—Shhhhh —siseó Cissy, atemorizada—. ¡Shhhhhhhhh!

Dos películas y media más tarde, un trío de silenciantes apareció en sus cabalgaduras. Amable persuasión destilaba sus brillantes imágenes en las ventanas del Castillo Bijou, y Gary Cooper Seymour, en parcial deferencia a la actuación de su homónimo, contuvo su lengua y miró la película con absorta insatisfacción. Cuando llegaron los silenciantes, alcanzó a oír los resoplidos de los caballos y alzó la vista para ver qué clase de cambio iban a introducir en su vida.

Los silenciantes iban vestidos como vaqueros (siempre iban vestidos como vaqueros) y. el que marchaba en primer lugar desmontó deliberadamente y se aproximó a los Seymour con los pulgares metidos en el cinturón de su pistolamática y golpeando sus chaparreras con el bastón luminoso. Estaba demasiado oscuro para verle el rostro.

—Todo parece bastante tranquilo por aquí —dijo el hombre con evidente aprobación—. Pero nos ha llegado una queja. Parece ser que vosotros estabais molestando a los demás, sin permitirles que disfrutasen de nuestra programación.

Los Seymour mantuvieron un reservado silencio.

—¿Tenéis hierba en este lugar? —preguntó de pronto el silenciante—. Estoy seguro de que no os molestará que Trigger coma un poco.

La señora Seymour señaló una pequeña porción de tierra que había en el sector occidental de su refugio. Inmediatamente Trigger, Silver y Tony comenzaron a mordisquear con evidente satisfacción los delgados tallos grises de hierba nocturna, y el trío de silenciantes se instaló debajo del ruinoso toldo de los Seymour.

—Todo parece estar en orden aquí —dijo el primer silenciante, haciendo girar su bastón luminoso y retintineando las espuelas. No entiendo quién puede habernos llamado para quejarse.

—Yo les llamé hace más de dos películas —exclamó Hermione Gingold Gazehard desde la puerta de su refugio.

—Bueno, señora, es que estábamos muy ocupados.

—No creo que ésa sea una buena excusa considerando que...

Uno de los silenciantes dirigió el haz de luz de su bastón hacia el rostro contraído de la señora Gazehard, mientras que el tercero de ellos desenfundó su pistolamática y tomó una fotografía de la mujer.

Los Seymour, asombrados, observaron la súbita desaparición del alma de su vecina, igual que le ocurriese al gato de Cheshire en la película Alicia en el país de las Maravillas, de Disney. G.C. se congratuló de haber hablado con Cissy antes de que presenciase personalmente un hecho tan brutal. Dio gracias a las estrellas de la suerte por los pequeños favores recibidos.

—¿Qué están pasando? —preguntó amablemente el primer silenciante.

Oliver Hardy Seymour se lo dijo.

—¿De verdad? —preguntó el silenciante—. Mi nombre es Gary Cooper Bounzzemout. No había visto una película de mi tocayo desde que era un niño. El manantial, creo que era.

Los Seymour, naturalmente, comprendieron inmediatamente que el nombre de su patriarca también era Gary Cooper, y esta revelación les supuso una misteriosa abundancia de hermosas sensaciones. G.C. Bounzzemout presentó a sus compañeros, Leo Gorcey Gallup y Sessue Hayakawa Harassman (demostrando de este modo que el atuendo vaquero de los silenciantes no suponía necesariamente que sus nombres correspondiesen a dioses vaqueros); y, una vez que fueron todos presentados, se creó entre ellos una gran camaradería. De hecho, S.H. Harassman mostró a los Seymour el alma recién congelada de la señora Gazehard.

—Un bonito parecido —dijo Oliver Hardy Seymour.

—La mujer era quien se le parecía —le corrigió el silenciante—. Pero eso... bueno, éste es el artículo genuino.

—¿No podemos tener problemas si continuamos hablando de este modo? —preguntó la señora Seymour, mirando más allá de los caballos, que continuaban pastando, hacia el refugio de los Cantinflas Wrinklebrows—. Quiero decir, esto no es Intermisión.

—Puede apostar a que no lo es —dijo Gary Cooper Bounzzemout—. Lo que yo no daría por poder sentarme aquí mismo y visionar una película decente por primera vez en cuarenta mil filmes. Lo que yo no daría.

—Y yo —dijo Leo Gorcey Gallup.

—Y yo —exclamó Sessue Hayakawa Harassman, secundando a sus compañeros.

—¿Qué me decís de vuestros caballos, vuestros equipos, vuestras pistolamáticas y vuestros bastones luminosos? —propuso G.C. Seymour precipitadamente—. Mis chicos y yo podríamos ir a dar un paseo mientras vosotros tomáis nuestros lugares junto a las mujeres. Como si fueseis nuestros dobles. Creo que sería un trato justo.

—Yo quiero ir —dijo Cissy—. ¿Por qué no podría ir yo también?

—Y yo —dijo la señora Seymour—. ¿Por qué no puedo ir yo también?

—No es posible —dijo G.C. Seymour con pesar. Luego miró a los sorprendidos pero asombrosamente condescendientes silenciantes en busca de apoyo.

—No, señora —convino G.C. Bounzzemout—. No es posible. Una mujer no sabe qué hacer con un bastón luminoso.

Sessue Hayakawa Harassman y Leo Grocey Gallup asintieron en silencio y muy respetuosamente. Las mujeres se calmaron a regañadientes.

Un tercio de rollo de película más tarde, G.C. Seymour y sus hijos Oliver y Clint, ataviados como silenciantes, espoleaban a sus caballos hacia el sombrío pasillo central del mundo en forma de vasija que sus habitantes conocían como Pit. Los refugios de los oprimidos bullían en la oscuridad como semillas de maíz antes de florecer. Y el risco sobre el que descansaba la sólida mole del Castillo Bijou se cernía amenazador.

Tal vez, pensaba G.C. mientras cabalgaban, tal vez, muchacho, has mordido más de lo que puedes masticar...

Durante dos películas, Gary Cooper Seymour y sus dos hijos cabalgaron hacia el norte. El Castillo Bijou se volvía cada vez más grande, al iguaL que los dioses y diosas que se paseaban perezosamente o retozaban en sus miradores góticos. La banda de sonido de la película se extendía a través del valle con un volumen estremecedor, de modo que G.C. comenzó a comprender por qué muchos de los espectadores de las primeras filas que solía encontrar durante las Intermisiones en el monumento a las sillas estaban irremediablemente sordos. Sólo podías comunicarte con ellos mediante señas. Como consecuencia de esta situación, no parecía probable que él y sus hijos pudiesen reclutar un ejército para tomar por asalto la Ciudadela de Fantasías de Celuloide del conde.

Maldita sea, gruñó G.C. en la intimidad de su propia mente. Alrededor de ellos podían verse los refugios de los pititas y las siluetas angulares de un millar de espectadores en la oscuridad. Incluso en los films de Buñuel, Ray o Fellini, G.C., no había visto nunca nada tan solitario o que despertase tanta compasión. Toda esa gente era su pueblo. Él les amaba. ¿Por qué sus vidas eran tan pasivas, tan monocromáticas, tan desposeídas de lucha y de pasión? ¿Y por qué, excepto durante breves momentos de crisis, ninguno de ellos parecía darse cuenta?

—Pa —gritó Oliver Hardy Seymour (los chicos habían dejado de llamarle papá desde el momento en que montaron en sus caballos)—. ¡Pa, un grupo de silenciantes cabalgan en nuestra dirección desde el foso de la orquesta!

—¡Entonces preparaos para darles una buena zurra!

Seis rayos de luz se abatieron sobre ellos cegándoles. Un momento después se vieron rodeados por un grupo de silenciantes. G.C. y sus hijos parpadearon y sofrenaron sus cabalgadas.

—¿Tú eres Gary Cooper Bounzzemout? —preguntó una voz ronca.

—Sí —mintió inmediatamente G.C.

—Estás fuera de tu territorio entonces; y tendrías que haber respondido a la queja presentada por la señora Gazehard durante el segundo rollo de esa película de Bogart. Me temo, compañero, que tendremos que mezclar vuestras reconstrucciones de ondas hasta que el conde decida devolveros vuestras orlas de interferencia.

G.C. no tenía la menor idea de qué estaba hablando ese hombre, pero no le sonó a nada bueno. En realidad, sus palabras sonaban malditamente amenazadoras.

—¡Ahora! —gritó a Oliver y Clint—. ¡Tomad fotografías de sus caballos!

Tomando fotografías de los seis caballos con sus pistolamáticas, los chicos demostraron ser tan veloces como Kodaks. Los silenciantes no supieron qué les había golpeado, pero quedaron colgados en el aire sobre sus evaporadas cabalgaduras como marionetas. Los seis habían dejado de existir desde el pecho o la cintura hacia abajo porque es imposible separar la porción inferior de un jinete de su caballo cuando se está tomando una fotografía del caballo. (Los caballos, por cierto, estaban comiendo hierba cuando les tomaron las fotografías, sus hocicos rozando la tierra.) Las cabezas y los torsos de los castrados silenciantes flotaban impotentemente sobre el pasillo central del valle, y G.C. y sus hijos habían manejado perfectamente la situación.

—Nos la habéis jugado —gruñó el silenciante que les había amenazado.

Gary Cooper Seymour reveló las verdaderas identidades de él y de sus hijos y preguntó al silenciante acerca de su incomprensible pero inquietante amenaza.

—Bien —respondió el hombre—, un silenciante es un holograma automotivado, sometido al control último del conde. El castigo por llevar una conducta impropia de un silenciante es retirarle el rayo láser que produce nuestra orla de interferencia. Por holgazanes, Bounzzemout, Gallup y Harassman iban a ser vaciados de existencia durante quince o veinte películas, pero vosotros habéis hecho desaparecer nuestros caballos y nuestros pies también han desaparecido.

—Sólo hemos robado la mitad de cada una de sus almas —dijo Clint con expresión triunfal.

—Las almas son indivisibles —replicó el dividido silenciante—. Y, en cualquier caso, al ser hologramas carecemos de alma.

—Tiene razón, pa —dijo Oliver, iluminando con su bastón de luz una de las fotografías reveladas—. Mira. No aparecen ni sus botas ni sus chaparreras... aquí no hay más que caballos.

—¿Dónde están vuestras almas? —exigió G.C.

—Me temo que el proceso de holografía las ha robado, y los modelos originales de interferencia los tiene el conde De Mille. Ésa es la razón por la que nosotros, los silenciantes, bailamos al son que toca el conde. Es él quien posee nuestros cuerpos reales.

—¡Eso es terrible! —dijo Oliver.

—Oh, no lo sé —contestó el silenciante—. No es tan malo como disponer de tu propia alma pero tener que soportar medio millón de películas.

Los otros silenciantes asintieron con firmeza, y G.C., aunque él y sus hijos habían partido con la intención de hacer algo acerca de su estilo de vida y el de sus compañeros, descubrió que casi estaba defendiendo la posición de los silenciantes.

—¿En qué parte del Castillo Bijou se oculta el conde? —preguntó G.C.

—Nadie ha visto jamás al conde —dijo el silenciante—. Y, de todos modos, ninguno de nosotros ha estado nunca en el castillo. —La cabeza y el torso del hombre se volvieron hacia el sur—. Nos alojamos en los puestos que hay cerca del cementerio.

G.C. se tocó el borde del sombrero.

—Muy agradecido. Vamos, chicos. Tenemos que tomar por asalto el Bijou nosotros solos.

Los tres espolearon sus cabalgaduras pasando junto a las cabezas y torsos suspendidos de los silenciantes.

—¡No podéis dejarnos aquí de este modo! —gritaron los truncados guardianes del conde De Mille—. ¡No podéis hacerlo!

—Sólo tenéis que mirar para ver si no puedo hacerlo —murmuró Gary Cooper Seymour.

Allá, en lo alto del risco norte de Pit, se desarrollaba morosamente una de las películas de Michelangelo Antonioni.

G.C., Oliver y Clint desmontaron al pie del risco y procedieron a escalarlo. Alcanzar un saliente justo debajo de la cima les llevó ocho largometrajes, un par de latas de dibujos animados de la Warner Brothers y una antigua película de Polanski. Las bandas de sonido de estos filmes atronaban el aire con tal volumen que era imposible toda comunicación verbal. A menudo, G.C. volvía la mirada para echar un vistazo al valle: fila tras fila de puestos de observación, un espectáculo de abrumadora sordidez. ¿Serían capaces Zsa Zsa y Cissy de verles ascender dolorosaménte hacia la cima por la escarpada pared del risco? Probablemente no. Esforzándose por encontrar un nuevo asidero, G.C. se dio cuenta de por qué nadie había intentado asaltar el Castillo Bijou antes.

Cerca de la cima, Clint Eastwood Seymour perdió el equilibrio y cayó hacia la profunda oscuridad arrastrando a su hermano en su desesperado intento de evitar la caída. G.C. no alcanzó a oír sus gritos mientras se precipitaban al vacío, una carencia que indudablemente le ayudó a mantener su presencia de ánimo. G.C. desenfundó su pistolamática y tomó fotografías de los dos antes de que se estrellasen contra el suelo, evitándoles así la desagradable sensación del impacto. Si alguna vez regresaba, tendría las fotografías para mostrárselas a su esposa y a su hija. Dos diminutas figuras con forma de águila en un abismo de profundidad indefinida.

Bien, pensó G.C. con tristeza, ahora sólo estás tú y el conde.

Animado por la índole estética de esta confrontación imaginaria, G.C. logró alcanzar la cima del risco. Luego se dirigió hacia el Castillo Bijou a través de las luces que provenían de las ventanas formando remolinos brillantes. Los dioses y diosas que se alzaban por encima de su cabeza eran demasiado grandes para poder identificarlos. ¿Dónde estaba la entrada? ¿Había alguna forma de entrar en el castillo?

Finalmente G.C. descubrió la entrada principal del Castillo Bijou y hacia allí encaminó sus pasos. A medida que avanzaba, agachando reflexivamente la cabeza al atravesar una abertura que parecía tener una altura imposible de calcular, G.C. sintió un súbito golpe de viento y elevó la vista a tiempo de ver que el rastrillo de la entrada caía sobre él como si fuese la hoja de una guillotina. Saltó hacia un lado y echó a rodar. A pesar del estrépito y los diálogos de la película que se proyectaba por encima de su cabeza, pudo oír claramente el portentoso ruido del rastrillo al chocar contra el suelo.

—¡Diablos! —exclamó G.C.—. Esto estuvo cerca.

Estaba en el interior del Castillo Bijou, pero al ponerse de pie descubrió que a pocos metros de distancia el suelo desaparecía en la nada más absoluta. Allí se terminaba el mundo, y todo lo que G.C. podía ver a través del vacío era el rayo prismático del Proyector Cósmico que animaba las ventanas del castillo.

El rayo brillaba como un sol en la oscuridad, un inmenso agujero blanco vaciando un multiverso de imágenes en los ojos de los pititas. Mientras permanecía paralizado en el borde de su mundo, G.C. tuvo la sensación de que aquel rayo parecía el depositario y proveedor de toda experiencia. Había llegado detrás del lienzo de las desesperadamente pasivas vidas de su pueblo, y de la suya propia, para encontrar la realidad que las sustentaba a todas. El Castillo Bijou, con sus almenas y bastiones, era un frente falso de cartón piedra y lona, una fachada cuya parte posterior revelaba sus soportes y andamiajes. G.C. recibió esta indiscutible revelación con un cansado temblor.

Como si hubiesen advertido su presencia, las imágenes que eran proyectadas a través del vacío comenzaron a tartamudear enloquecidas. Las imágenes hipaban, se agitaban y bailaban. Finalmente produjeron una oscilación desvaída y dejaron de moverse al unísono. Congelado en las ventanas del ,Castillo Bijou había un solitario fotograma de un film que G.C. no estaba en condiciones de identificar. Todo estaba en silencio e inmóvil... por primera vez desde la última Intermisión oficial en Pit.

Una voz, firme y sonora, resonó encima de la cabeza de Gary Cooper Seymour.

—¿Qué está haciendo aquí?

G.C. alzó la vista y vio a un hombre montado en un cubo de plástico, en un extremo de un brazo articulado de metal en el eje vertical de una grúa móvil con forma de araña. El hombre era bajo y sólido, con una gran cabeza calva y fieros bigotes y cejas. Llevaba una boina y pantalones de montar. La luz del Proyector Cósmico perfilaba nítidamente su figura, y el hombre manejaba su megáfono con absoluta confianza en su autoridad. Después de que el hombre repitiese su pregunta inicial por dos veces y maniobrara con su silla de plástico para acercarse a G.C. y oír su respuesta, el intruso preguntó:

—¿Es usted el conde De Mille?

—Sí, yo soy —admitió el conde—. ¿Bueno, y qué?

-El Mago de Oz —dijo Gary Cooper Seymour en un susurro, agradecido finalmente por el fortuito catolicismo de su educación.

—¿Qué? ¡Hable más alto!

—Usted es un fraude, conde —dijo G.C. arrastrando las palabras—. No es más que un hombre pequeño sin más cerebro o valor que cualquiera de esos pobres seres de ojos enrojecidos que viven en Pit, y voy a desenmascararle.

G.C. desenfundó su pistolamática y apuntó directamente a la calva del conde.

—No hay ninguna necesidad de precipitarse —fanfarroneó el conde—. No hay...

—No será usted también un holograma, ¿verdad?

—No, naturalmente que no soy un hol...

Click.

G.C. esperó a que el conde, a quien había centrado perfectamente en la mira de su pistolamática, se evaporase ante sus ojos. Esperó y esperó. El conde continuó sentado en su habitáculo de plástico, con sus piernas y botas colgando como si fuesen dos signos de interrogación.

—Parece que se ha quedado sin película —dijo el conde compasivamente.

G.C., haciendo una mueca, giró y arrojó su inútil pistolamática al vacío. La pistolamática fue tragada inmediatamente por la oscuridad y se perdió para siempre. Luego G.C. volvió su atención al pequeño conde, quien impulsó su silla-cubo hasta el borde del mundo y se detuvo. El conde estaba suspendido sobre el insondable abismo y aureolado por el rayo del proyector. G.C. se volvió y tuvo que protegerse los ojos para mirar a su adversario.

—¿Qué hubiera hecho si efectivamente hubiese podido robarme el alma? —preguntó el conde—, ¿Qué hubiese hecho si yo ya no estuviera aquí para seleccionar y proyectaros experiencias de la vida en una secuencia interminable y virtualmente ininterrumpida? Contésteme, por favor.

—¿Usted es quien selecciona lo que vemos? —preguntó G.C., conociendo de antemano cuál sería la respuesta.

—Así es.

—Pero eso no tiene sentido ni secuencia —dijo con lo que le parecía una lógica mortal e irrefutable.

—Querrá usted decir que no tiene un sentido ni una secuencia unificadores. Ya que, por supuesto, cada unidad individual de experiencia fílmica que yo evoco se halla internamente estructurada según las directrices de la inteligencia creadora responsable de ella. Yo estoy aquí para que el mecanismo no se detenga, señor, no para imponer un orden global imposible. Y, ahora, por favor, dígame, ¿qué haría si yo no estuviese aquí para controlarlo todo?

G.C. parpadeó y permaneció mirando boquiabierto hacia el resplandor circular en cuyo centro el conde, meciendo las piernas, se mostraba seguro e inaccesible.

—Suponiendo, naturalmente —continuó el conde—, que todas vuestras necesidades básicas estuviesen satisfechas.

—Viviríamos —dijo Gary Cooper Seymour—. ¿Qué otra cosa?

—¿Aquí en Pit? —preguntó el conde con incredulidad—. ¿Aquí en Pit? Bueno, mi querido señor, ni siquiera yo tengo esa opción.

El conde oprimió un botón que había en el brazo de su cubo-silla y el Proyector Cósmico se apagó, sumiendo a todo el universo en una oscuridad impenetrable y precaótica.

El Castillo Bijou desapareció en esa informe oscuridad junto con todo lo demás, después de lo cual se elevó desde Pit un jadeo de asombroso volumen, un susurro de terror y consternación absolutamente diferentes a cualquier banda de sonido que G.C. hubiese oído nunca, de modo que le llevó un par de minutos comprender de qué se trataba. Incluso durante las Intermisiones, recordó G.C., el conde no había apagado todas las luces de las ventanas del Castillo Bijou. Temiendo que otro paso pudiese enviarlo hacia las profundidades como les había sucedido a sus amados hijos, G.C. permaneció inmóvil y esperó.

—Ahora viva —dijo el conde desde la insondable oscuridad—. Vamos, adelante, viva. Y si llega a descubrir la forma de hacerlo, por favor, hágame partícipe del secreto. Su referencia a El Mago de Oz ha sido astuta en su propia y limitada forma, pero, no obstante, inadecuada como descripción de mi estado actual.

G.C., cada vez más aterrado por el jadeo que surgía de Pit, no. dijo nada.

—No soy un fraude, señor... soy el lacayo alternativamente benévolo y maligno de un impulso más humano y poderoso que el de cualquiera de vosotros, pobres y engañados pititas.

—¿Qué impulso? —preguntó Gary Cooper Seymour con un ligero temblor.

Pero el conde De Mille sólo dejó oír su risa, y sus carcajadas salieron del megáfono como una música atronadora a la vez amistosa y maléfica. G.C. cayó de rodillas en el borde del risco y se aferró a la vida.

Un rato más tarde, después de un intervalo de inconsciencia, G.C. sintió que era levantado del risco y transportado vertiginosamente a través de años luz de espacio y eones de tiempo por una inmensa pero curiosamente tierna mano. Como Fay Wray en las garras de su monstruoso gorila, pensó G.C. con desesperación. Entretanto, el vacío más absoluto pasaba a su lado.

—¿Adonde vamos? —preguntó finalmente G.C. en un murmullo apenas audible que delataba su terror.

No hubo respuesta. Sólo la oscuridad y el flagelante torbellino del inmenso vacío mientras la mano sin cuerpo le transportaba hacia adelante.

Cuando la mano finalmente se detuvo, G.C. extendió los dedos y luego volvió a replegarlos en la palma de su mano.

-¡Luces! —ordenó una voz que no era la del conde.

Mientras un débil baño de luz, proveniente de alguna fuente incorpórea, apartaba las tinieblas, G.C. se puso de pie cautelosamente. Pudo comprobar que, efectivamente, una mano etérea le había llevado por el aire y que, debajo de él y de esa mano, en el rasgado vacío, se extendía el desconocido paisaje nocturno de otro mundo.

—Esto es el Páramo —dijo la voz que no era la del conde.

Entonces, con un volumen que hizo que cien constelaciones temblasen como si fuesen telarañas sacudidas por el viento, la voz ordenó:

-¡Cámara! ¡Acción!

Mirando hacia abajo, G.C. descubrió que los habitantes del Páramo no estaban encerrados en un valle coronado en un extremo por un castillo con ventanas luminosas, sino que se hallaban en una hundida sala de estar rodeada de pantallas de televisión. Ante los infortunados y narcotizados habitantes de aquel mundo de pesadilla se proyectaban simultáneamente reestrenos de «Amor a la vida», «Hee Haw», «Los ángeles de Charlie», «La isla de Billigan», «Dragnet», «Beat the Clock», «Días Felices»...

—Llevadme a casa —rogó G.C. sin ningún pudor, cayendo nuevamente de rodillas—. Os lo imploro, llevadme a casa.

Cinco segundos o doce siglos más tarde abrió los ojos y se encontró sentado en su puesto de observación junto a Zsa Zsa, Cissy, y sus dos hijos, milagrosamente resucitados. En las ventanas del Castillo Bijou brillaba la proyección de Solo ante el peligro, la mentira de Fred Zinnemann.