Joelle

POUL Anderson

En una de sus más recientes y ambiciosas novelas, Avatar, Poul Anderson tocaba marginalmente el fascinante —e inquietante— tema de las conexiones «mentales» entre hombre y máquina. En este conmovedor relato, el autor recoge el tema para adentrarse, con rigor y sensibilidad, en los eternos enigmas de la identidad y de las relaciones con el mundo exterior.

Cuando la aeronave en la que viajaba comenzó su descenso y Eric Stranathan vio Lawrence, lo primero que pensó fue: ¡Joelle jamás me dijo que esto fuera bonito! Había imaginado que toda Kansas sería como las llanuras que se extendían perpetuamente hacia el este de Calgary. En cambio, entre las colinas pobladas de árboles brillaba un río, y la ciudad misma surgía de las aguas para formar calles y hogares que habían conocido la misma sombra durante dos siglos y medio, y el campus universitario podía haber sido un parque enorme. Al cabo de un momento, se dio cuenta de lo poco que ella le había contado del lugar... y de su vida toda; pero él sabía por qué.

La aeronave descendió en picado; sus motores atronaron. Se trataba de un jet militar norteamericano, similar a los que había visto patrullar contra cielos de un azul estival y cúmulos de un blanco inmaculado. Observó la base hacia la que se dirigía. Aquello también fue una sorpresa; le pareció pequeña, un campo y unos cuantos edificios, hasta que después de reflexionar, dedujo que la mayor parte se encontraría bajo tierra y estaría reforzada para prevenir el ataque de los misiles. En fin, la frontera de la Sagrada República Occidental se encontraba a menos de cuatrocientos kilómetros hacia poniente, y aunque los yanquis habían estado en paz con sus hermanos disidentes durante dos decenios, las tres guerras civiles que estallaron en otras tantas generaciones dejaron cicatrices que no se cerrarían pronto, y que quizá jamás lo hicieran por completo.

Desbocado el pulso, su cuerpo tiró del arnés de seguridad como si deseara salir de un salto y llegar a tierra antes que el vehículo. Se olvidó del paisaje y de la política. Joelle estaba allá abajo.

Los amortiguadores neumáticos tocaron el cemento, la aeronave se deslizó hasta detenerse, los trípodes se colocaron en su sitio con un ruido sordo, la energía se desconectó, y reinó el silencio. Eric manipuló desmañadamente su arnés. Jamás había volado en un vehículo de ataque. En su país, había servido en una unidad de la policía local, pues Canadá seguía la política de no asignar a los especialistas más buscados al servicio militar, donde su experiencia resultaba del todo irrelevante. Junto a él, el mayor Goldfine, el único compañero de cabina en el vuelo desde Calgary, tendió la mano para ayudarle. A pesar de la importancia de aquella misión, el norteamericano había charlado amablemente durante el viaje, incluso había llegado a mofarse un poquito de las complicadas precauciones y los arreglos preliminares: «Vaya, hoy en día los sagrados están demasiado preocupados con el Imperio Mexicano como para meterse con nosotros. A nosotros no nos preocupa. En cuanto a ustedes, los canadienses franceses, en fin, doctor Stranathan, ¿acaso su viaje no es un elemento esencial de la unión de nuestros países? Mi dinero dice que la Federación Norteamericana existirá dentro de diez años más.»

Eric sonrió para sí al oír que le llamaban canadiense francés —era alto, enjuto, rubio, su semblante era áspero como las zonas altas de la Escocia de sus antepasados— e intentó responder con el mismo talante. Pero no podía seguir la conversación, permanecía en silencio, su mente vagaba siempre en busca de Joelle.

Se puso en pie, saludó a la tripulación, dio unas palmaditas rituales al piloto automático, traspuso la puerta detrás del mayor y bajó por la rampa. Hacía un día cálido, soleado, soplaba una brisa cargada de un leve aroma a heno proveniente de los territorios agrícolas que se extendían más allá de aquel campo y de aquellos muros. Apenas lo notó. En el hueco de una valla, ella lo estaba esperando. Por algún motivo no echó a correr, pero cada una de sus pisadas le hizo vibrar la espinilla hasta la rodilla.

¿Habría cambiado en quince meses? No llevaba nada de lo que él le había visto antes, ni el adusto traje de negocios de la conferencia, ni la camisa y los pantalones casuales que había llevado durante las vacaciones en la montaña, ni el vaporoso vestido con reminiscencias antiguas que se había comprado hacia el final de su encuentro —para lo cual se había hecho aconsejar por un diseñador— para complacerle. Vestía su delgadez y su plenitud con una túnica azul de cuello alto, pantalones azules y botas altas, que recordaban el uniforme básico de los militares norteamericanos.

Cuando Eric se acercó, ella levantó un brazo e hizo un ademán que sugirió un leve saludo, nada más.

La flanqueaban una corpulenta coronel rubia y un civil negro y bajito; detrás de ellos había dos suboficiales armados. El coronel dio un paso al frente.

—¿Doctor Stranathan? —lo saludó con una sonrisa eficiente—. Bienvenido. Soy Maria Lundgard, primer oficial de enlace de la Fundación Shannon. —Apretón de manos, palabras cordiales—. Permita que le presente al doctor Mark Billings, jefe de la Fundación. Ya se conocerán ustedes por sus respectivos renombres, claro. —Apretón de manos, palabras cordiales—. Y ya ha visto antes a Joelle Ky.

Apretón de manos... cuando Eric le tomó la mano, por su mente pasó la idea de que aquellos nombres, junto con el de Sam Goldfine, manifestaban algo de lo que había forjado a la extraña y herida nación en la que se hallaba. En cuanto a Joelle, muy poco de su sangre, salvo los marcados pómulos, revelaban la historia que se ocultaba tras su apellido. El casco de cabellos negros como el azabache, sus grandes ojos oscuros, la nariz y la mandíbula delicadas, la boca un tanto más ancha de lo que podía haber sido, la tez clara y pálida, los ciento setenta y cinco centímetros de estatura, podían haber provenido de muchos sitios, Inglaterra, Francia, Rusia, Cuba, Dakota, ¿quién podría adivinarlo? ¿A quién le importaba? Sintió la frialdad de la mano de Joelle como un estigma.

—Es agradable volver a verle —dijo ella, con el mismo tono que podría haber empleado para con otro colega. ¿O acaso su tonalidad de contralto delataba una mayor reserva?

(En un mensaje que le había enviado en diciembre le había advertido: «Cuando vengas —porque vas a venir, aunque tenga que hacer huelga para que lo dispongan así— deberás estar preparado para una recepción de lo más correcta. Al menos al principio. Ya sabes, nos seguirán de cerca todos los personajes molestos que infestan este mundo como moscas, funcionarios, oficiales, y quién sabe quién más. No dejaremos que adivinen lo que compartimos, ¿verdad? No es asunto de ellos, es nuestro milagro particular. No cabe duda de que sospechan. Incluso es posible que lo sepan. No los creo capaces de haberme puesto sus horribles escuchas clandestinas en tu país. No se atreverán a delatarse, pues ningún tipo de fricción que pueda evitarse debe poner en peligro las negociaciones en pro de la unión. "La Unión" es una vaca sagrada que los pueblos no han visto aún aunque admito que para mí también es una vaca a la que aprecio. De todos modos, si nos comportamos con discreción, posiblemente, no nos insinúen que necesitamos un acompañante, ni siquiera con la excusa de la seguridad. No temas, cariño. En mi sector no podrán instalar escuchas. Ya me ocupé de ello, y no pienso ceder. Cuando estemos a solas, ¡vaya si seremos indiscretos! ¿Cómo lograré esperar hasta entonces?...») Se la veía tan seria.

—No veo la hora de empezar a trabajar con usted —se aventuró a decir Eric.

—Como todo el mundo —repuso Billings. Eric soltó a Joelle—. Pero debe de estar cansado del viaje, doctor Stranathan, y con seguridad querrá instalarse del todo antes de comenzar con un proyecto tan exigente como éste —comentó el director con una risita ahogada—. Sé que a los enlaces no hay que apremiarlos, porque reaccionan con fuerza.

—Creo que sería conveniente que nosotros, él y yo, hiciéramos un ensayo preliminar lo antes posible —se apresuró a sugerir Joelle, con tono sereno.

—¿Qué tal mañana? —inquirió Eric.

—¿Tan pronto? —replicó Lundgard, sorprendida—. Es que yo planeaba mostrarle todo esto, en fin, ya sabe, los sitios de interés. Además, estoy segura de que hay muchas personas que están ansiosas por conocerlo.

—No me cabe duda —comentó Joelle, extrañamente dubitativa.

—Eh... si... si nadie se lo toma a mal —atinó a decir Eric—, no estoy de acuerdo. Será mejor que usted y yo, señorita Ky, nos reunamos y comencemos a pensar sobre las dimensiones específicas de lo que nos disponemos a hacer.

«¿Por qué no insiste?», se preguntó Eric de forma torturante.

—Bueno, podemos hablar de eso mientras vamos camino de la ciudad —decidió Lundgard—. Un coche nos espera. Sargento, traiga el equipaje de nuestro invitado. Por aquí, por favor.

Eric realizó todo tipo de maniobras para caminar junto a Joelle. Le ofreció el brazo, y se preguntó si ella lo cogería. En Canadá, le había sorprendido —aunque al principio en realidad le había dado rabia— comprobar que ese simple gesto le resultaba desconocido a Joelle. Después se emocionó al ver con qué ansias lo había adoptado. Hoy no lo notó, o fingió no notarlo.

Joelle no se mantuvo del todo al margen. Durante el viaje en coche hasta Lawrence, intervino en la conversación. Evitó hablar de banalidades —¿cómo había viajado, cómo estaban las cosas en Calgary?—, pero ésa había sido siempre su forma de ser. Del mismo modo, sentía un escaso interés por la política, tema que el resto del grupo tocó con cautela. ¿Creía el doctor Stranathan que el general McDonough llegaría realmente a permitir que en Canadá se eligiera un parlamento? Y en ese caso, ¿constituiría un obstáculo para la unión, visto que el Congreso continuaba siendo un símbolo tan apreciado en los Estados Unidos? Sin embargo, dado que el presidente Antonov parecía tener la certeza de que al sobrevenirle la muerte, cosa que le ocurriría un día de ésos, le sucedería su sobrino, y en vista de que el sobrino estaba a favor de la federación, ¿se llegaría a sancionar otra constitución?

Pero cuando la conversación se desviaba hacia temas técnicos, Joelle se animaba. Los últimos experimentos de investigación y desarrollo que mejoraban las centrales eléctricas de fusión de magma, los descubrimientos criobiológicos anunciados desde un laboratorio orbital mantenido por la Liga Iliádica, el diseño de una nave espacial que transportaría a Demeter el doble de colonizadores atravesando el paso estelar, la propuesta de un mensaje al que los Otros debían por fin contestar. A medida que el brío se reflejaba en sus gestos y su sonrisa leve, sus preguntas entusiastas, la forma en que ladeaba la cabeza, Eric se dejó abrumar por el prodigio de estar junto a ella.

Con todo, cuando el coche se detuvo ante el club de la facultad universitaria, donde él se alojaría, Joelle se limitó a decir:

—Si puedo, luego le telefonearé, cuando ya sepa qué tiene que hacer, así podremos concertar una cita.

(En un mensaje que recibiera en abril, ella le había advertido: «Supongo que he sido menos apasionada en mis últimas comunicaciones. Pobrecito mío, ¡cómo te empeñaste en tu última carta en hacérmelo notar sin que los censores se enterasen! A propósito, no creo que nos lean la correspondencia, aunque será mejor que no contemos con ello; si se tomaran el trabajo, podrían hacerlo sin dejar rastros que yo pudiera detectar con mis sistemas especiales. Pero hablemos de nosotros. Tal vez se me están acabando las palabras de amor, puesto que tienen que fluir en una dirección solamente. O tal vez es que... bueno, ocurre, que tú, tu tierra, todo me parece cada vez más un sueño. ¿Ocurrió realmente? ¿Pudo haber ocurrido? ¿Puede ocurrir? Ahora estoy trabajando en un nuevo enlace: física subnuclear; en realidad no puedo contarte mucho porque es tan extraño que resulta frustrante. Pero me llena tanto que me encuentro atrapada en el tema incluso fuera de las horas de trabajo, y de pronto me doy cuenta de que me he pasado horas sin pensar en ti. Tienen que dejarte venir pronto. ¡Pronto!».)

Eric le estrechó la mano una vez más.

—Como quiera —repuso—, espero que sea esta misma noche.

La primera vez que se habían visto habían sido menos formales.

El banco de memoria

La Conferencia Internacional de Psicosinergia era algo más que un importante acontecimiento científico. Era una gran jugada política. El Pacto de Lima supuestamente había establecido el marco dentro del cual crecería la paz después de generaciones de revueltas. El compartir el conocimiento que los gobiernos habían guardado celosamente constituía un compromiso que permitiría intentar que esa suposición se convirtiera en realidad.

Por ese motivo, la reunión era un acto profundamente simbólico, una especie de Cena del Señor. A la larga, para la mayoría de los participantes, se convirtió en una comunión. Después de la Conferencia, más de uno comprobaría que su vida había tomado rumbos totalmente imprevistos.

El mundo en su totalidad —la Tierra, los estados Iliádicos, las otras colonias espaciales que conservaban su lealtad hacia alguna madre patria, los asentamientos lunares, las bases esparcidas por el Sistema Solar, los demetrianos del otro extremo del paso estelar— presentía este aspecto, e intentaba seguir de cerca el acontecimiento allí donde existieran canales informativos. A pesar de que la causa merecía la pena, todo ello creaba una serie de inconvenientes. Además de verse constantemente asediados por los periodistas, los delegados tenían que soportar las interminables ceremonias de apertura. El general McDonough en persona les dio la bienvenida a Calgary. No estuvo mal, pues el hombre fue lacónico. Pero por la tarde, Nikos Drosinis no se contentó con que lo presentasen como un Gran Anciano, sino que sintió la necesidad de explicar al público, en su confuso inglés cuál era el tema central. Lo cierto era que el común de los legos se había convertido en un ignorante científico. Sin embargo, ¿acaso no era la popularización tarea de aquellos mismos periodistas?

«...el cerebro humano, y por tanto todo el sistema nervioso, puede integrarse con una computadora de diseño adecuado. Hace ya tiempo que hemos superado la etapa de los "cables en la cabeza". La inducción electromagnética basta para producir el enlace. La computadora proporciona entonces una amplia capacidad de almacenamiento y proceso de datos, la posibilidad de realizar operaciones lógico-matemáticas en microsegundos o incluso menos. El cerebro, aunque mucho más lento, suministra la creatividad y la flexibilidad, de hecho, reescribe continuamente el programa. Existen computadoras que pueden hacerlo por sí mismas, por supuesto, pero en la mayoría de los casos no funcionan tan bien como el enlace computadora-operador, y es posible que jamás lleguemos a mejorarlas de modo significativo. Después de todo, el cerebro contiene células cuyo número se cifra en diez a la duodécima; todo ello dentro de una masa de aproximadamente un kilogramo. Es más, el enlace proporciona al hombre acceso directo a lo que de otro modo sólo conocería indirectamente.

»Para los fines prácticos que nos ocupan, las ventajas del sistema son de dos categorías: a) Tal como he afirmado ya, los programas pueden alterarse en el momento, durante el curso de su ejecución. Antiguamente, era necesario ejecutarlos de cabo a rabo, comprobando laboriosamente sus resultados, para después volver a escribirlos lentamente, con posibilidades de error, y sin ninguna garantía de que las nuevas versiones resultasen lo que todos necesitábamos. Una vez que se extienda el uso de los enlaces humanos y de sus equipos, superaremos esta desventaja, b) Guiándonos por la experiencia misma, y tal como ya he sugerido, el enlace humano adquiere una agudeza de ingenio que no podría haber adquirido de ninguna otra manera, por lo que se convierte en un científico más capaz, además de un mejor redactor de programas, incluso al trabajar independientemente del aparato.»

«¡Dios santo!», pensó Eric y se revolvió en su asiento. Apartó la vista del estrado y observó el auditorio. Vio unos cuantos cientos de cabezas, algunas de las cuales se habían inclinado sobre el pecho de sus dueños; .vio también las paredes que se elevaban más allá, elegantemente tapizadas en arce y desplegadas, las altivas banderas de los regimientos provinciales que habían ayudado al Canadá a superar los Disturbios. La chaqueta de un vecino le provocaba un ligero escozor en el brazo desnudo (el hombre tenía un estómago prominente y lucía una blanca barba de chivo, pero probablemente habría resultado fascinante conversar con él), y notaba una ligera sensación de presión por la proximidad del tipo sentado a su izquierda (un hombre ligeramente moreno, de raza hindú, que seguramente no provenía del trágico barbarismo de la India, tal vez sería de la Confederación del Himalaya); y a pesar del aire acondicionado, percibió un olor subliminal a carne...

«Por lo tanto, el enlace ha permitido que la ciencia progresase notablemente en aquellas áreas que tuvieron la fortuna de escapar a los peores efectos devastadores del caos», prosiguió Drosinis machaconamente. «A medida que vaya apartándose de su etapa actual, que es esencialmente experimental, y evolucione hacia una rutina industrial y unitaria, logrará efectos imprevisibles. Espero que esto se produzca principalmente a través de la computación y, quizá, mediante la manipulación ultradelicada de equipos especializados, y no a través del control de máquinas para las cuales ya contamos con sistemas adecuados, los seres humanos o la robotica.

»Además, considero que el potencial artístico ofrece sus dudas. Se han realizado unos cuantos experimentos interesantes. Sin embargo, no se ha llegado muy lejos. Aparte de que las computadoras se necesitan enormemente para otros menesteres, parece improbable que los artistas geniales dispongan de la paciencia, la inclinación o el talento innato que les permita pasar por el prolongado y riguroso adiestramiento que los convertiría en enlaces humanos. No obstante, tengo la esperanza de que algunas de las ponencias que se presentarán en esta conferencia nos revelen más datos sobre este tema. Los enlaces humanos informan que sus experiencias poseen una calidad trascendental, y varios de ellos se han dedicado, como aficionados, a intentar comunicar este aspecto a través de la poesía, la música o los gráficos...»

Eric asintió con la cabeza. Él mismo lo había intentado, pero sin éxito. En realidad, carecía de aptitud, tanto por herencia cultural como biológica. Era hijo menor de una de las familias neoseñoriales que aportaron a la Columbia Británica la ley, el orden y un sentido aproximado de la justicia. Del recuerdo surgieron las salvajes cacerías por laderas montañosas y antiguos bosques lluviosos, las patrullas en persecución de bandidos y los ocasionales encuentros con éstos, las excursiones junto a los pescadores de voces roncas, manos ásperas y corazones tiernos por la maravilla del Paso Interior, los despreocupados revolcones con las jóvenes criadas, las noches durante las cuales crepitaba el fuego en los hogares y los escuadrones de gaiteros hacían sonar con estridencia las Canciones de Nuestros Muertos, cuando a él lo habían considerado lo bastante mayor como para emborracharse en compañía de los hombres.

Al cumplir los dieciocho, le habían ofrecido la beca para estudiar en el Instituto Turing con la posibilidad, si lo hacía bien, de convertirse en catedrático becado; había aceptado, porque la paz de McDonough había convertido al feudalismo en un sistema obsoleto en todo el país, y a él no le interesaban los títulos vacíos, y, de todos modos, era el hijo menor; recordó también su asombro al descubrir que a través de los siglos, los titanes matemáticos, Pitágoras, Von Neumann y otros, habían forjado la gloria. Esto le había asombrado más profundamente que cualquiera de sus enamoramientos...

Maldición, no existían palabras que describieran el enlace, y él aún no había encontrado matices o imágenes que reflejaran la verdad. Durante el enlace, veía... no, no veía, quizá, era la totalidad de un problema... no, no un problema, era ése un concepto demasiado fragmentario... ¿un empeño, quizá?... ¿un elevarse hacia la comprensión?... salía de sí mismo, salía del mundo.

«Debemos organizar programas para encontrar miles de jóvenes dotados. Debemos persuadirlos de que, aunque la carrera de psicosinergia exige mucho, tiene sus grandes compensaciones.»

Incluso las prácticas con análisis elementales lo habían absorbido. Superados los años austeros, se volvió apto para las cuestiones fronterizas, para las que no se podían inventar programas hasta que sus mismas implicaciones no hubieran sido analizadas...

«Ya estamos en condiciones no sólo de hacer progresar nuestras tecnologías, sino de mejorar las sociedades en las que vivimos.»

Se podía tomar el asunto del impuesto sobre el crédito, como el ejemplo aparentemente más desalentador. McDonough se había empeñado en trabajar para la eventual restauración de un gobierno civil, aunque probablemente ello no ocurriría hasta después de su muerte. (Lo mismo estaban haciendo sus homólogos norteamericanos. Podían ser sinceros o no. Eric creía que McDonough lo era.) Con ese fin, McDonough quería adoptar medidas que fomentaran la empresa privada e impidieran el crecimiento de la burocracia. Al mismo tiempo, el estado necesitaba ingresos. En lugar de un impuesto sobre la renta, con todo el poder sobre el individuo que implicaba, ¿por qué no un impuesto sobre préstamos que devengaban intereses, ya sea que dichos préstamos se otorgaran a un cabeza de familia que aceptaba cargas para poder posponer el pago de la cuenta del hidrógeno, o a una empresa que financiara una mina en un asteroide?

¿Por qué no? Pues bien, ¿cuáles serían los efectos probables sobre la economía? Obviamente, la gente pagaría al contado cuando pudiera hacerlo. ¿Cómo afectaría es.to a las empresas que les otorgaban créditos a corto plazo, y a los empleados de esas empresas, y a los comerciantes que abastecían a esos empleados? El ciudadano medio, que disponía de más dinero debido a la ausencia de impuesto sobre la renta, encontraría que el aumento en sus cuotas hipotecarias no afectaría su vida diaria, ¿o sí lo notaría? Al pedir prestado a escala gigante, podría en realidad asumir una mayor participación en la economía que hasta entonces. ¿Cómo afectaría esto los negocios y la política?

Las preguntas se multiplicaban hasta el infinito. Y no tenían una única respuesta, porque no existía un modelo único. El problema consistía en construir tantos modelos diferentes como fuera posible —podían ser tan elegantes como el de Adam Smith o tan crudos como el de Karl Marx—, observar las reglas dentro de cada uno de estos universos, y contrastar los respectivos resultados con los datos reales. Pero los datos reales son seleccionados; en cualquier grupo de datos siempre existe un modelo implícito. De modo que hay que analizar igualmente la lógica misma del proceso.

Eric recordaba cómo había protestado cuando el Instituto recibió el encargo y le solicitó que participase. Acababa de elaborar (teniendo en cuenta la gravitación, los campos electromagnéticos, el viento solar y la evolución del Sol, las nubes de polvo y gases, las estrellas conocidas de la región y sus destinos proyectados, la órbita galáctica sujeta a millones de configuraciones cambiantes en otros lugares...) una probable historia futura de los planetas del Sistema Solar.

Pero como aceptó, se encontró creando para ellos espacios n-dimensionales, y curvaturas con variante temporal, y en su interior, tensores, funciones y operadores que nadie había imaginado jamás; construyó un cosmos conceptual, descubrió en él defectos y lo anuló, construyó otro, y otro, hasta que por fin comprendió lo que había hecho, y hasta lo encontró bueno. Cada vez ejecutó y verificó velozmente las operaciones numéricas; y de pronto supo cuánta realidad había abarcado; aquello resultó un estallido revelador. La esperanza cristiana de estar eternamente en presencia de Dios, la esperanza budista de convertirse en uno con el todo en el Nirvana, la esperanza del enlace humano de alcanzar algo más que el genio... ¿acaso existe una gran diferencia entre ellas? Sí: el enlace humano lo logra en vida.

En días, horas, fracciones de segundo. Después, el enlace humano, sea hombre o mujer, no logra comprender del todo lo ocurrido. El supremo momento del amor también yace fuera del tiempo; pero, en paz, lo comprendemos mejor que lo que el enlace humano comprende lo que ha conocido.

Eric recordó este comentario: «Sin duda, me beneficia contar con estos antecedentes primitivos. Muchos de mis colegas pierden el gusto por el mundo ordinario. Yo no.»

«...se ha sugerido con frecuencia que gracias a la psicosinergia seremos capaces de entablar conversaciones con los Otros. De ellos sólo sabemos que, cuando descubrimos el paso estelar en órbita, nos permitieron utilizarlo, mostrándonos cómo atravesarlo para llegar a Demeter. Nada más. Nada más en este siglo desde entonces. El maravilloso hecho de su existencia ha inspirado revoluciones espirituales que contribuyeron a producir el caos. No puedo creer que fuera ése su deseo. Más bien diría que el conocer su existencia ayudó a la humanidad, en sus penas y sus cóleras, a no liberar aquellos poderes que acabarían con el planeta. Tal vez ahora hayamos completado un duro aprendizaje y estemos listos para el paso siguiente. Me atrevo a confiar en que esta reunión nos permita unirnos para alcanzar una comunicación directa con los Otros.»

«¿Lo lograremos?», se preguntó Eric. «Imagino que sólo de vez en cuando ellos viven su vida entera como yo vivo la mía. Salvo que ellos lo hacen con mayor plenitud. Es lo que yo supongo.»

Su vista volvió a pasearse por el auditorio. ¡Vaya, una preciosa mujer sentada unos doce sitios más a su derecha! ¿Cómo no la había visto antes? Alta, bien formada, morena, con un rostro fino y poderosamente perfilado como el arco de las alas de una gaviota... ¿quién sería? A juzgar por el corte del traje, se trataba de una yanqui. Estaba sentada allí, con la barbilla apoyada en un puño, sumida en sus propios pensamientos, igual que lo había estado él.

«...durante los años de sigilo, nuestros colegas norteamericanos han realizado avances espectaculares. Quiero agradecer personalmente, y estoy seguro que el agradecimiento es sentido por todos los aquí presentes, al gobierno posrevolucionario de los Estados Unidos su decisión, sabia y altruista, de revelar públicamente al menos los principios básicos de esta nueva tecnología. Algunas de las ponencias más sugestivas de nuestra reunión versarán sobre ciertos aspectos de dicha tecnología. Esta noche bastará con que diga que el enlace ha adquirido una dimensión nueva, que en principio se aplicará con fines similares, y posteriormente con fines puramente investigativos. En este sistema holotético, como se lo denomina, es probable que comencemos a alcanzar la percepción directa del noúmeno. No cabe duda de que la mía es una declaración faustiana, especialmente si tenemos en cuenta que nos encontramos en una fase inicial de la investigación...»

La muchacha se había animado un poco. Entonces, era probable que se dedicase a esta nueva especialidad. Prestó atención durante unos instantes antes de regresar adonde fuera que regresase.

Más tarde, cuando concluyó la ceremonia y el gentío comenzó a salir, Eric se abrió paso entre la multitud hasta encontrarse con ella. La audacia siempre le había permitido conseguir lo que quería, y nunca le había costado más de lo que podía pagar.

—Disculpe, señorita Ky —le dijo, después de leer el nombre en su insignia.

—¿Sí? —repuso ella. Sus ojos no se mostraron ni tímidos ni invitantes.

Había elaborado de antemano la táctica del acercamiento. —No mentiras, sino meras implicaciones; se trataba de una táctica frágil, pero no la necesitaría más que para presentarse.

—Me llamo Stranathan, como podrá usted ver. Soy un enlace humano de tipo simple y digital, pero parte de los trabajos en los que he participado me han acercado a los conceptos holotéticos, y según tengo entendido, ése es su campo.

—Sí.

—Bueno, yo... —si no es una criada sino una dama, comienza tímidamente—. Me gustaría hablar con algún operador. Informalmente, quiero decir, sin ningún compromiso de exactitud, tal vez desde un punto de vista subjetivo, ¿me comprende? Preferiría que fuera pronto, antes de que la conferencia avance.

—Bueno... —la muchacha reflexionó. No era por coquetería, se trataba de una reflexión pura y simple; aun así resultaba deliciosa la forma en que se tocaba la mejilla con los dedos—. Bueno, sí, suena razonable.

—Tal vez le interese saber lo que hemos hecho en Canadá —prosiguió él—. No hemos llegado tan lejos como ustedes, quiero decir, en algunos aspectos, pero tengo la impresión de que hemos investigado otros más a fondo.

—También tengo esa impresión —asintió ella. El gentío los empujaba envolviéndolos con su murmullo. Eric ensayó una sonrisa.

—Espero no parecerle insolente, pero, ¿le gustaría venir conmigo al bar y conversar un rato?

—No estoy acostumbrada a beber —repuso ella con calma.

—En ese caso, puede tomar un refresco, si lo prefiere.

—Lo prefiero. Aunque usted puede hacer lo que le apetezca —los ojos de la muchacha se encontraron con los de Eric, y éste pensó que jamás había visto una honestidad tan plena—. Le agradezco la invitación doctor Stranathan, he venido para intercambiar información y éste me parece un buen comienzo. ¿Vamos?

La habitación que le asignaron en el club de la facultad era espaciosa, estaba cómodamente amueblada, contaba con un baño privado y, por ser él, estaba equipada con máquina de escribir, terminal de computador, pantalla de datos e impresora. Sobre una pequeña nevera había vasos, soda y un litro de su whisky preferido. Acarició la botella, conmovido por el gesto, hasta que la garganta se le hizo un nudo. Joelle debió de haberles dicho la marca. Debió de ser idea de ella desde el principio. ¿Entonces por qué se había, mostrado tan poco pródiga en bienvenidas?

A grandes zancadas se dirigió hacia la ventana y miró hacia afuera. La abrió y sintió una brisa fresca, aromatizada por la hierba recién cortada, y desde el segundo piso en el que estaba apreció un panorama con prados y edificios. La luz llegaba desde el oeste, bañando las hojas de dorado y volviendo invisibles los cristales. Por los senderos paseaban unos cuantos estudiantes, muchachos y chicas brillantemente vestidos, varias parejas cogidas de la mano. El cielo rebosaba quietud.

«Y éste fue el ambiente de Joelle durante los últimos tres años», pensó. «Una gran diferencia con la reserva militar en la que se había criado, ¿Había de veras una gran diferencia? Joelle me contó que sus maestros, adiestradores, experimentadores y finalmente sus compañeros, cuando ella hubo madurado en su trabajo y éste dentro de ella, no eran muy distintos de los profesores de aquí. Aquellas personas eran en su mayoría investigadores, científicos que llevaban a cabo el proyecto por el proyecto mismo, aun cuando estuvieran contratados por las fuerzas armadas. ¿Acaso está menos aislada en el campus, rodeada de la ciudad, con aire y acceso a la telecomunicación con cualquier punto y a cualquier hora, que lo que estaba en los cien kilómetros cuadrados rodeados de vallas de la remota región de Tenne-ssee?»

Sonó el teléfono. Con las prisas de llegar hasta él y pulsar el botón de aceptación, tropezó y estuvo a punto de caer. El aparato le mostró el rostro del coronel Lundgard.

—Hola, de nuevo —lo saludó afablemente—. Espero que ya esté usted instalado y que esté descansando.

—Sí, sí, claro —le sorprendió notar por el reloj que habían transcurrido un par de horas desde su llegada. Se había pasado más tiempo del que creía sumido en el torbellino de sus pensamientos—. Me han dado un bonito alojamiento.

—Dentro de poco cenará con el doctor Billings, espero lo recuerde —le dijo—. En cuanto a mañana, le he arreglado unas citas. Hay muchas personas que ansian verle. A las diez, realizaremos un recorrido preliminar de la universidad en su conjunto, terminaremos en el despacho del doctor Johns, el presidente. Irá usted a almorzar con él y un grupo de miembros escogidos de la facultad. Después...

Una ola de indignación recorrió a Eric.

—Espere un momento —le espetó—. ¿Qué me dice de la señorita Ky?

Lundgard pareció sorprendida.

—¿Cómo dice?

—Yo... —Eric tragó saliva, se dominó y habló de prisa—. Verá, agradezco sus esfuerzos, pero he venido hasta aquí principalmente para colaborar con ella. Será mejor que no asuma compromisos hasta que lo haga.

—¿Cómo? —inquirió Lundgard. A continuación hizo una pausa y frunció el ceño—. Supongo que estará en su laboratorio mañana por la tarde, cuando el doctor Billings le acompañe a hacer un recorrido por las instalaciones de la Fundación Shannon. Entonces, si lo desea, podrá usted hablar con ella sobre el plan de trabajo. Pero antes supongo que querrá saludar a los... a los líderes.

Desde el punto de vista práctico, ella tenía razón, y Eric lo sabía. De hecho, sería estúpido de su parte comportarse con arrogancia. Había conseguido esta oportunidad no porque fuera el mejor enlace humano de Canadá. Era bueno, eso sí, había contribuido al progreso de las técnicas así como a utilizarlas en la resolución de problemas; pero no era Tremblay ni Vlasic; no, durante meses y meses Joelle había utilizado sus influencias para recomendarlo, y lo más probable era que hubiera minado lentamente la resistencia de Billings. Además, se suponía que debía mostrar una buena voluntad internacional. Aunque sólo fuera eso, debía mostrarse un poco humilde.

Contrajo los hombros hasta que le dolieron. «Maldita sea, soy de la Casa de Stranathan, mi padre fue Capitán General del Valle Fraser, ¡no nos sometemos servilmente!» En el fondo, reconoció que era su sangre la que le impedía esperar un minuto más de lo debido para estar a solas con Joelle. No obstante, los principios eran importantes, debía respetarlos por el bien de la nación, así como de su familia y su orgullo. ¿O no? Escogió cuidadosamente las palabras.

—Comprendo su punto de vista, coronel. Pero le ruego que entienda mi postura. No podré organizarme sensatamente hasta que no tenga una idea aproximada de lo que este trabajo exige de mí, si no sé qué forma tendrá, o qué dimensiones. Antes de que eso ocurra, el alboroto social no será más que una pérdida de tiempo para todo el mundo, ¿no le parece? La única que puede darme las explicaciones adecuadas es la señorita Ky. El enlace no se parece en nada a lo que la gente suele hacer —hizo una mueca con los labios—. Debería saberlo si ha trabajado como oficial de enlace para la Fundación. Los enlaces humanos son todos extraños.

Era cierto, tenían fama de excéntricos, aunque dicha fama nacía de una minoría. La mayoría de ellos intentaba ocultar la timidez o el aburrimiento que les producía el estar alejados de sus máquinas con una forma de vida ultraconvencional; además, no eran agresivos. Para ellos no valía la pena discutir por detalles cotidianos. Los antecedentes de Eric le habían convertido en una criatura mundana que a veces —lo reconocería más tarde— se comportaba de una forma bastante extravagante. Pero, al principio, en Lawrence le perdonarían muchas cosas, si el personal suponía que se trataba de alguien sólo marginalmente humano. Descubrirían la verdad con demasiada lentitud como para sentir que habían sido embaucados.

Al parecer, Lundgard comprendió su punto de vista.

—Bueno, si insiste —dijo al cabo de un momento—. No entiendo por qué la señorita Ky no planteó el asunto mientras veníamos hacia aquí en el coche.

«Yo tampoco. ¿Estaría demasiado preocupada? ¿Por qué? ¿Cómo voy a saberlo? ¿Cuando lo sabré?»

—Probablemente la culpa sea mía —improvisó Eric— Tal vez ella esperaba que yo dijese lo que quería. Y lo cierto es que me encontraba cansado después del vuelo. Demasiado cansado como para pensar como es debido.

—¿Quiere que la llame?

—¡No! Lo... lo lamento, no quise gritar. Será mejor que lo arregle yo con ella. Le daré una respuesta en cuanto me sea posible. Le ruego que me disculpe con... —La conversación derivó luego en formulismos—. Hasta pronto.

Cuando la pantalla quedó en blanco, a Eric comenzaron a temblarle las manos. El sudor empezó a provocarle comezón. Bebió un trago de golpe y sintió que le quemaba parte de la tensión.

«¿Debería telefonear yo mismo a Joelle? No, dijo con toda claridad que ella me llamaría. ¿Por qué no lo ha hecho, entonces? Ya no la entiendo. ¿Acaso la entendí alguna vez?»

Abruptamente, con violencia, giró la perilla de información y buscó el número del despacho y de la casa de Joelle. En ninguno de los dos obtuvo respuesta. La imaginó paseando sola junto al río, como ella misma le había contado que solía hacer, pensando en... ¿en qué? Dejó grabado un mensaje en ambos sitios; se limitó a decirle escuetamente que había dejado el día siguiente libre para consultar ciertas cosas con ella, y le pidió que le telefonease. Al minuto de haberse comunicado, ya no lograba recordar qué palabras había empleado en el recado.

Se puso el sol. Era hora de que fuera a cenar con Billings. Se había puesto su uniforme de reservista, que resultaba aceptable en todas partes y declaraba su nacionalidad. Dado que al llegar le habían mostrado los alrededores, no tardó en encontrar en el edificio el lugar donde se encontrarían.

Se trataba de una sala amplia y acogedora, con paneles de madera; las puertas cristaleras estaban entornadas para permitir la entrada de aire fresco, pero en un hogar de piedra crepitaba una hoguera para evitar el frío. Los fluorescentes estaban en baja intensidad, de modo que en las paredes se veía bailar la luz de las llamas y las sombras. Por un instante, Eric creyó estar de vuelta en el parador del Lago Louise, y quedó deslumbrado. Pero quien se levantó para recibirlo no fue otro que Billings, un hombre rechoncho, canoso y del color del chocolate.

—Hubiera preferido recibirlo en mi casa —le dijo el director—. Pero soy viudo, y en estos días un particular no se puede permitir el lujo de contar con criados competentes. —Un lacayo acudió a la llamada del timbre—. ¿Qué le apetecería beber de aperitivo?

Eric pidió un margarita. Había oído hablar del brebaje, era yanqui, o mexicano, o lo que fuese, pero jamás lo había probado. Su frialdad agridulce y salada le resultó refrescante. La cena sería servida en una mesa ubicada en el otro extremo de la sala. Mientras tanto, él y Billings estaban sentados en sendos sillones, uno frente a otro.

—¿Quiere fumar? —inquirió el director ofreciéndole una cajetilla de cigarrillos.

—No, gracias —repuso Eric—. Donde yo vivo cuesta tanto conseguir tabaco que resulta difícil adquirir el hábito.

—Mejor para su salud. De todos modos, espero con interés los pequeños lujos así como los grandes beneficios que resultarán del incremento del comercio, y con el tiempo, de la unión, ¿no lo espera usted también? —inquirió Billings encendiendo un cigarrillo. El humo acre flotó hasta llegar a la nariz de Eric, como subrayando lo que vendría después.

—He hablado con el coronel Lundgard. ¿De veras cree que no podrá pasar por todas las citas de mañana? Se encresparán los ánimos.

Eric volvió a tensarse.

—Lo siento —repuso secamente—, pero así están las cosas.

—Pues bien, trataré de apaciguarlos por usted. No será la primera vez que lo hago —dijo, encogiéndose de hombros, y luego agregó con tono afable—: Si se me permite decirlo, ustedes, los enlaces humanos son una raza independiente, por más que muchos lleven una máscara de conformismo —y poniéndose serio, prosiguió—: Es posible que se encuentre usted con la misma dificultad. La autodeterminación, la intransigencia... la peculiaridad... un orden de magnitud por encima del suyo propio.

El cóctel, junto con lo que había bebido en sus habitaciones, después de un día de cansancio y sorpresas, comenzaron a hacerle sentir a Eric un ligero mareo. Desafiante, tomó un gran sorbo y repuso:

—¿Se refiere usted a Joelle Ky, no es verdad?

—Fundamentalmente. Es brillante,-pero...

—Pero nada. En Canadá llegamos a conocernos tan bien que... —¡Detente! ¿No desatines, zoquete!

Billings lo miró de hito en hito, deliberadamente y murmuró:

—¿De verdad? ¿Está seguro? Para empezar, ¿qué sabe usted de sus antecedentes?

Joelle le había hablado sin demasiado detalle. Eric decidió que ya que estaba, permitiría que Billings repitiese la información, tal vez eso le permitiría reunir más datos. Por lo menos, le daría tiempo para dominarse.

—No demasiado —repuso, y se reclinó en el sillón con expresión expectante.

Billings le dio una profunda calada al cigarrillo y comenzó su relato:

—Nació en el oeste de Pensilvania. Sus padres murieron cuando ella tenía dos años, al precipitarse el avión en el que viajaban durante una refriega aérea. Un orfanato militar se hizo cargo de ella; bueno, en realidad en aquella época casi todo era militar. En vista de que sus padres habían sido expertos en matemáticas aplicadas, un equipo del Proyecto Itaca no tardó en ponerla a prueba. Demostró unas aptitudes naturales tan impresionantes, que la llevaron, junto con otros niños de iguales características, a la Reserva de White Pine, en Tennessee. Y allí pasó los siguientes veintiún años de su vida.

Billings interrumpió su relato. Eric hizo un ruido para alentarlo.

Billings reaccionó y prosiguió:

—No los trataban mal; me refiero a los niños. Quizá fue mejor eso a que creciera en un dormitorio o en un hospicio civil sometido al racionamiento. Cada uno de esos niños fue adoptado por una pareja casada que formaba parte del proyecto, y cuyo bienestar familiar corría por cuenta del ejército. Las instalaciones eran amplias, agradables, con bosques. Contaban con gran variedad de material recreativo. La comunidad, aunque aislada físicamente, era estimulante y llena de vida, repleta de intelectos de gran potencia. Las noticias nos llegaron a través de las pantallas y de los facsímiles, o por medio de quienes habían tenido ocasión de viajar al exterior. Y... ¿qué decirle del proyecto en sí? Incluso para un niño, ¿no valía la pena sacrificar gran parte de lo que ha dado en llamarse una vida normal? Usted es un enlace humano, doctor Stranathan. Probablemente pueda responder a esa pregunta mejor que yo.

—Me hace usted dudar de que pueda hacerlo, señor Billings —repuso Eric en voz baja.

—Pues yo, seguro que no pueda. El enlace llegó muy tarde a mi vida. Mis experiencias en este campo han sido necesariamente limitadas. Usted, los de su generación, comenzaron a edad temprana, lo suficiente como para desarrollar mucho más esa capacidad. ¿Qué me dice de los que empezaron antes aún, prácticamente desde niños?

—Eso digo yo, ¿qué ocurre con ellos? —atacó Eric—. Cuando conocí a Joelle... bueno, ya sabrá usted que entre nosotros usamos nuestros nombres de pila... como le decía, cuando la conocí, ella ignoraba un montón de cosas que la gente corriente, incluso yo mismo, damos por sentadas. Pero aprendió de prisa, y se sintió encantada. ¡Maldición, no es una máquina! ¡Es una mujer!

Al instante se maldijo por lo que pudo haber dejado entrever. Sin embargo, Billings no lo notó, o fingió no hacerlo.

—Lo que usted dice es aplicable a la mayoría de los que conocí —repuso el director—. En términos generales, son demasiado cerebrales. Ingenuos con respecto a la sociedad. Timoratos o retraídos, según sea el caso, para emprender relaciones íntimas. Y sin embargo, en ellos no hay nada de patológico; en todo caso, nada que no pueda compararse con lo que le ocurre al atleta que se concentra en el desarrollo corporal a expensas de las actividades culturales.

—¿Entonces por qué sugirió usted que a Joelle y a mí podría resultarnos difícil trabajar juntos?

—No sólo se ha pasado lo que recuerda de su vida como enlace humano, sino que desde el principio, ha sido parte de la evolución de la holotética. Después de todo, ése era el fin del Proyecto Itaca. Y sigue siendo parte del proyecto. De hecho, desde que ha dejado de ser secreto, desde que ella se mudó de White Pine a Lawrence, se han logrado avances espectacularmente acelerados. La investigación ya no se limita a unos estrechos fines prácticos. Se permite a los trabajadores explorar hasta el infinito. Gran parte de lo que aprenden es imprevisible, y nos llega como una sorpresa sobrecogedora. Y Joelle Ky ha estado, está, en el centro de todo ello.

—Ya veo. ¿Para qué habría venido yo si no fuera para aprender todo lo posible de ella, y asesorar luego a mi gobierno sobre cuál es la mejor forma de conectarnos a sus equipos y...? ¿Lo ve? ya me ha hecho usted caer en la trampa. Estoy repitiendo lo que ambos sabemos.

Billings arqueó las cejas.

—¿De veras lo sabemos? Sobre todo usted. De acuerdo, en Calgary se presentaron la teoría básica, algunos diagramas, datos experimentales y demás. Desde entonces, usted y sus colegas han estado en contacto con algunos de los nuestros, han recibido libros, revistas y demás publicaciones. Tiene usted una idea general del enlace holotético. ¿Pero ha tenido una verdadera ocasión de considerar su significado?

Eric parpadeó y se irguió en el asiento.

—Diría que es revolucionario, por supuesto. A pesar de todo, el sistema es un derivado natural de lo que se hizo anteriormente. Difiere en grado, pero no en especie.

Lo invadieron los recursos. Ella volvió a estar frente a él, en el estrado del auditorio de Calgary; se la veía tan pequeña y sola que Eric deseó cruzar al galope el mar de cabezas que los separaba para llegar hasta ella. La oyó leer su trabajo con una voz que sonaba igualmente perdida:

«...mientras que el enlace con maquinarias macroscópicas ha resultado poco efectivo desde el punto de vista de los costes, no ocurre lo mismo en el caso de la comprobación y el control de experimentos científicos. Para esto resulta inadecuado suministrar al cerebro operador sólo datos como las lecturas del voltímetro. Por ejemplo, se puede considerar mejor un espectro, es decir, captarlo racionalmente, cuando el operador lo ve y, simultáneamente, conoce la longitud de onda exacta y la intensidad de cada línea. Ello puede lograrse mediante el adecuado soporte físico y lógico. Subjetivamente, es como sentir los datos directamente, como si el sistema nervioso hubiera desarrollado unos órganos de entrada completamente nuevos que cuentan con una sensibilidad y una potencia sin precedentes.

»Los trabajadores de otros lugares han realizado experimentos sobre este tema. El objetivo principal del Proyecto Itaca fue dar el paso siguiente. ¿Qué significan esos datos, esas sensaciones?

»En la vida diaria, no percibimos el mundo como una mezcla de impresiones primarias, sino como una estructura ordenada. A lo lejos, no vemos una mancha marrón y verde, sino que vemos un árbol de una determinada especie, colocado a una determinada distancia. Aunque esto lo hacemos inconscientemente, de forma instintiva, tal y como lo hacen también los animales, de todos modos se puede decir que construimos teorías, modelos del mundo, dentro de los cuales nuestras percepciones directas adquieren sentido. Como es natural, modificamos estos modelos cuando resulta razonable hacerlo. Por ejemplo, podemos llegar a la conclusión de que no estamos viendo en realidad un árbol, sino una pieza de camuflaje. Podemos advertir que hemos calculado mal su distancia porque el aire es más claro o menos de lo que creíamos en un principio. Sin embargo, logramos comprender a través de nuestros modelos y, básicamente, podemos actuar en un universo objetivo.

»Durante mucho tiempo, la ciencia ha ido aumentando el caudal de nuestra información, obligándonos a cambiar nuestro modelo del cosmos en su conjunto, hasta llegar hoy a miles de millones de años y años luz, en los que se encuentran galaxias, partículas subatómicas, una larga evolución de la vida, y toda una serie de datos que nuestros antepasados jamás imaginaron. Para la mayoría de nosotros, es cierto que esta parte de la Weltanschauung ha sido más bien abstracta, independientemente de la inmediatez del impacto de las tecnologías que permite.

»Para mejorar la capacidad de laboratorio, el Proyecto Itaca comenzó a buscar los medios de suministrar directamente al operador del enlace, tanto la teoría como los datos. Esto fue algo más que aprender un tema, temporal o permanentemente. Todo operador debe hacerlo para pensar en una determinada tarea. Y realmente, se han obtenido importantes logros en el Instituto Turing de Calgary, al sugerirse las primeras formas para que la computadora enlazada otorgara a su auxiliar humano el conocimiento necesario. El Proyecto Itaca mejoró sensiblemente estos sistemas, y sus sucesores civiles continúan avanzando.

»Ello ha tenido un resultado inesperado. Aquellos operadores adiestrados desde la niñez bajo el Proyecto Itaca, enlaces humanos, hoy adultos, que permiten obtener avances en este arte, están alcanzando cada vez más una modalidad que debo denominar intuitiva. Un lanzador de béisbol, un acróbata, o simplemente una persona que camina está constantemente resolviendo complejos problemas de física, y para ello utiliza un mínimo de pensamiento consciente, o prácticamente ninguno. El organismo siente lo que debe hacer. Del mismo modo, hemos llegado, por ejemplo, al punto en que manipulamos, dentro de la molécula de proteína, aminoácidos individuales mediante iones dirigidos por campos de fuerza, y en este punto, quizá estemos empleando una forma de trabajar que sólo los Otros podrían planear paso a paso. Lo mismo puede decirse de cualquier otro tipo de empresa. La percepción directa obtenida a través de la holotética está conduciendo a la comprensión a un nivel no verbal.

»Esto es doblemente cierto porque nuestro conocimiento teórico dista mucho de ser perfecto. En estos días ocurre con frecuencia que un holoteta presiente que las cosas no marchan como se pretendía, que en el modelo hay algo que no funciona, y presiente qué cambios debe realizar, cuál es la verdadera situación, al igual que lo hacemos con frecuencia en nuestra vida común. El estudio sistemático posterior suele confirmar esta intuición.

»Mis colegas hablarán de diversos aspectos del enlace holotético. El esbozo que acabo de ofrecerles...»

Eric volvió a la realidad con un sobresalto.

—Lo siento, no le he oído —se disculpó.

—Antes habrá existido una diferencia de grado —repitió Billings—. Ahora se está convirtiendo en una diferencia de especie. Suponiendo que no lo sea ya.

—Ya conozco las especulaciones sensacionalistas. Pero también conozco a Joelle.

Billings suspiró y sonrió.

—Ah, bueno, es probable que sí, y mejor que yo. Dos personas jóvenes... Pero bueno, no discutamos más. ¿Qué le parece si tomamos otra copa?

La cena fue agradable. El anciano contaba con una maravillosa colección de recuerdos que no se ceñían exclusivamente a su carrera profesional. Al mismo tiempo, estaba sumamente interesado en la infancia de Eric, en la sociedad feudal, ahora en vías de desaparición, y en los tipos de personalidades que dicha sociedad había forjado.

—En México —observó— la palabra es «macho». En las sagas medievales islandesas existe exactamente el mismo tipo de hombre. Es muy raro en la Norteamérica del siglo XIX, la era de la frontera fue demasiado breve como para que el modelo de los rústicos armados lograse madurar entre los caballeros. Sospecho que ustedes, los canadienses occidentales, se sirvieron de los vestigios de tradición inglesa que les son propios.

Eric no supo a ciencia cierta si se alegraba o no de que la visita acabase. Se alegraría si en su teléfono había un mensaje de Joelle. Si no... la velocidad con que andaba hizo retumbar el corredor y las escaleras.

Una luz roja le indicó que había una grabación. Pulsó con fuerza el botón de reproducción. La voz de Joelle sonó inexpresiva: «En vista de que lo quieres así, nos veremos mañana en mi laboratorio. Tendré unos bocadillos preparados y me aseguraré de que no nos interrumpan. Duerme hasta tarde. Lo que haremos no será fácil para ninguno de los dos.»

El banco de memoria

Durante todo el tiempo que duró la conferencia, Eric la escoltó por Calgary. Para ella, la visita estuvo plagada de maravillas: museos, obras de teatro en vivo, una orquesta sinfónica, una compañía de ballet, restaurantes para gastrónomos, pequeños resquicios de intimidad, o simplemente noches de cerveza y charla con los amigos de Eric. En White Pine había tenido escaso contacto con cosas de este tipo, y poco más en Lawrence; pero Calgary era una ciudad cosmopolita. Además, nadie se había hecho cargo de ella como Eric. Eric se preguntó por qué; desde luego, era muy bella, pero no se atrevía a asediarla con preguntas personales. Joelle tenía la particularidad de refugiarse rápidamente tras una corrección no comprometedora. Y quizá fuera por eso.

La relación entre los dos echó raíces y comenzó a florecer. Cuando se clausuró la conferencia, Joelle había aceptado ir con él al Lago Louise. Eric contaba con las conexiones familiares como para llegar hasta aquel refugio, y ella no tuvo problemas para ampliar su licencia; ambos contaban con dinero suficiente.

Una vez allí, una mañana bien temprano, Eric había llamado a la puerta de Joelle. Para entonces, habían recorrido senderos, escalado hasta las cimas, holgazaneado en las vegas alpinas mientras los pájaros, los ciervos, y en cierta ocasión un oso, pasaban por allí. Hoy se dedicarían a recorrer el lago. Después del desayuno, la condujo hasta la canoa alquilada. En las horas que siguieron, a ratos remaron, a ratos utilizaron un murmurante motor eléctrico, a veces atracaron y bajaron a la orilla. Cuando se sentaron sobre el mantillo marrón salpicado de sol, mientras el oleaje brillaba ante ellos, Eric la besó. Joelle le había permitido hacerlo por primera vez, durante uno de los últimos paseos en la ciudad. Eric jamás olvidaría el parque, la luz de la farola salpicada por las hojas de junio, el sonido de los grillos y la deliciosa incomodidad de Joelle. Aprendió de prisa y se volvió más osada. Hoy, Eric ahuecó la mano debajo de la camisa de Joelle, aunque ella lo detuvo. Qué flexible era, qué cálido su aroma. Joelle murmuró.

Entre dos paradas como ésta, levantaron los remos y fueron a la deriva. El agua bailaba azul, verde, color del diamante. Reflejados en ella, los bosques y las montañas iban mudando de dirección silenciosamente. Cada uno de sus movimientos hacía mecer la canoa con gran suavidad.

Joelle sacó un brazo por la borda, sumergió un dedo en el agua y observó cómo se fueron ampliando las ondas.

—Las interferencias de los electrones también producen un muaré —dijo con tono reflexivo—. Es maravilloso ver repetirse aquí el mismo efecto. Jamás lo había notado —su mirada lo cautivó—. Gracias por traerme —dijo, y miró hacia otro lado—. Los electrones lo hacen en tres dimensiones. No, en cuatro, pero no lo he percibido... todavía.

Eric recordó otros comentarios parecidos de Joelle. Más tarde, mientras tomaban café y brandy, le había dicho lo sublimemente newtoniano que eran El Lago de los Cisnes y Ondina, cuando para él eran sublimemente eróticos. Quizá sería la inocencia la que hablaba; y él, que también era enlace humano, encontraba en un recital de Bach tantas matemáticas como melodía, y admiraba por encima de todo las sutiles perspectivas de Monet. (Mientras contemplaban los mismos trifacsímiles, Joelle le había hecho notar ciertas interacciones de los colores que él y, según sospechaba, los críticos de los últimos dos siglos, no habían notado.) Hoy, no sabía por qué motivo, sintió nacer en su interior la inquietud.

—Escúchame, Joelle —le dijo—, no te pierdas en abstracciones... Espera, por favor. Deja que te explique lo que quiero decir. De acuerdo, tú y yo trabajamos con datos, establecemos paradigmas, computamos los resultados. Muy bien. Es un buen trabajo. Pero no permitamos que eso interfiera con lo que nosotros, bueno, con lo que encontramos en sitios como éste. Ni con lo que encontramos en nuestra vida privada en general. Esto... —e hizo un amplio ademán con la mano en el que incluyó el horizonte—, esto es lo real. Todo lo demás son inferencias. Aquí es donde estamos vivos.

Joelle se quedó observándolo durante largo rato, y él se ruborizó. Finalmente, apartó la vista, fijándola, una vez más, en lo exterior. Eric apenas pudo oírla:

—Antes jamás había tenido la ocasión de reconocerlo.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó él con un dolor que le nacía de dentro—. Pero, ¿qué clase de monstruos eran? Te encerraron desde que eras una niña, te trataron como un aparato. Eso representabas para ellos, nada más que un aparato.

Joelle sacudió la cabeza; seguía sin mirarlo.

—No, Eric, ya te dije que eso no es cierto. ¿Es que no me estabas escuchando? El sigilo, el trabajo en sí, eran necesidades militares. Mis padres adoptivos fueron tan buenos como podrían haberlo sido mis propios padres. Intentaron que llevase una vida normal. Tenía muchos amigos de mi edad, los hijos del resto del personal. Pero en las computadoras encontré demasiadas cosas. Recuerda que la holotética no fue algo preparado de antemano que la escuela me hizo tragar. Fue algo que creció, un descubrimiento, un logro, la aventura, desde el comienzo mismo. Fui una líder. Y ésa es una mezcla embriagante para cualquiera, y mucho más para una niña. Los chicos de mi edad me aburrían; ni me molesté en hacer amistades, excepto con aquellos pocos que participaban conmigo en la misma parte del proyecto, y casi nunca deseábamos hacer otra cosa que no fuera hablar de ello, cuando no podíamos trabajar en ello. Por eso, y la culpa es toda mía, no aprecié que existen cosas igualmente grandiosas, hasta que me mudé a Lawrence y sufrí un saludable choque cultural. Al principio, eso hizo que me encerrara más en mí misma.

Volvió a mirarlo.

—Tú has hecho que fuera diferente, Eric. Tú me has hecho sentir y comprender... —su voz se fue apagando. Se sonrojó desde las sienes hasta el pecho.

—Me alegro —dijo Eric y, para ocultar la confusión que los embargaba, agregó—: ¿Qué tal si seguimos?

Después de la cena, cocinada en un fuego con aroma a resina y sazonada por la proximidad de Joelle, regresaron. Los sorprendió la puesta de sol, pero ya lo habían previsto y el cielo les proporcionó luz suficiente. Pararon para descansar a un par de kilómetros de la posada. Los bosques de pinos la ocultaban; podrían haber sido la última pareja sobre la Tierra, o la primera de un mundo virgen. El lago brillaba como la obsidiana y, en una brisa cuyo frío Eric no notó, la canoa se meció sobre olas risueñas. Las montañas parecían lejanas y ventosas, como soñadas hacía tiempo durante la marea de la aurora. Las estrellas tachonaban el cielo, la Vía Láctea se desplegaba entre ellas con su fulgor escarchado; de haber estado Eric en un vuelo espacial, la sensación de estar flotando en una inmensidad inconmensurable no podía haber sido mayor.

Joelle dejó que sus ojos vagaran hacia lo alto, luego susurró:

—¿Cómo verán todo esto los Otros? ¿Qué significado tendrá para ellos?

—¿Qué serán ellos? —repuso Eric—. ¿Animales que han evolucionado más que nosotros? ¿Máquinas que piensan? ¿Ángeles que moran junto al trono de Dios? ¿Seres varios o un solo ser de una clase que jamás hemos imaginado y jamás podremos imaginar? ¿Qué son? Hace ahora más de un siglo que el hombre se lo está preguntando.

—Algún día lo sabremos —repuso Joelle con un orgullo que tenía un regusto a soledad.

—¿A través de la holotética?

—Tal vez. O si no a través de... ¿quién sabe? Pero creo que lo sabremos. Tengo que creerlo.

—A lo mejor no querremos saberlo. Tengo la impresión de que luego no volveríamos a ser los mismos, y ése sería un precio demasiado alto.

Joelle se estremeció.

—¿Quieres decir que abandonaríamos todo lo que tenemos aquí?

—Y todo lo que somos. Sí, es posible. Yo no lo haría. Soy tan feliz en donde estoy, en este momento.

Joelle permaneció en silencio durante varios latidos.

—Yo también Eric. Contigo... —se acercó a él. La canoa se bamboleó.

—Ten cuidado —advirtió Eric, riéndose automáticamente—. Que estas aguas son muy frías.

—Eric, démonos prisa —la vehemencia le hizo temblar la voz—. Pon el motor. Volvamos a la orilla, adonde pertenecemos.

Después de desembarcar, permanecieron fuera durante otra hora; en ese tiempo, las montañas danzaron y las estrellas se regocijaron; luego, ambos se retiraron al cuarto de Eric.

La Fundación Shannon estaba emplazada en el campus. Como hasta ese momento Joelle era la única holoteta que trabajaba con ellos, tenía un edificio a su disposición, en el que cabía el equipo que necesitaba y un despacho, aunque todo ello estaba conectado electrónicamente a una red que se estaba convirtiendo en global. El edificio se alzaba entre robles antiguos cuyas hojas crujían al viento, un viento que traía nubes y proyectaba sus sombras delante del edificio. Las paredes lisas de cemento plástico, pintadas en tonos pastel, no concordaban con el verdor reinante, el panorama de la antigua ciudad que podía observarse colina abajo, hacia el río, ni con la apacible zona interior. «Como si esto fuera una concha que nos excluye al mundo viviente y a mí», pensó Eric. Activó el carillón con la mano y llamó con el corazón.

La puerta se abrió. Allí estaba ella. Ocultaba su delgadez tras un traje de trabajo, llevaba la larga cabellera negra recogida en una cola de caballo, tenía los ojos muy abiertos.

—¡Oh, Joelle, Joelle! —Estuvo a punto de hacerla caer, al empujarla delante de él, con las prisas por dejar que la puerta los aislase del mundo, al tiempo que la abrazaba.

Joelle le devolvió el beso y sus manos recorrieron el cuerpo de Eric; los minutos pasaron sin que nadie los contase. Sin embargo, cuando se separaron, para mirarse, entrelazados los dedos, Joelle no reía ni lloraba, y respiraba con tranquilidad. Él no; a través de las lágrimas logró percibir borrosamente la forma seria —¿compadecida, acaso?— con que lo miraba.

Eric había pasado mucho tiempo ensayando lo que le diría, pero lo olvidó todo y se limitó a balbucear:

—Cuánto te he echado de menos. Pero nunca más volverá a. repetirse.

—Si es eso lo que quieres, cariño —repuso ella.

—¿Me creerías si te dijera que te he sido fiel durante estos terribles quince meses? Es una tontería, no cabe duda, pero era algo que podía hacer por ti, una forma de decirme a mí mismo que volveríamos a estar juntos.

La expresión seria de Joelle dio paso a un sonrojo como una alborada, igual que los que él recordaba de los primeros días en que fueron uno solo.

—Sí, es una tontería; pero es dulce y noble y es lo que esperaba de ti, Eric. —¿Por qué parecía insegura de sí misma?

—¿Y bien? —logró decir superando la conmoción que bullía dentro de él.

—Ya me lo esperaba —repuso ella con una sonrisa—. Ven conmigo.

En el despacho había un sofá, para las ocasiones en las que no quería interrumpir un trabajo para ir a un apartamento que los locatarios habían descrito como estrecho y solitario. Le quitó el traje de faena con reverencia, ella surgió de él como surge una Afrodita del mar, haciendo resplandecer aquellas prendas ordinarias. Eric se quitó la ropa con torpeza, porque no lograba concentrarse en lo que hacía.

En el Lago Louise, Joelle le había ofrecido su virginidad, pero pronto había aprendido cómo dar dicha y tomarla, tan bien como cualquier mujer que había conocido, salvo que, tratándose de Joelle, le daba algo que iba más allá de la dicha. Ese día, todo ocurrió de prisa debido a la ansiedad de Eric, pero ella lo guió con sus movimientos y unas cuantas palabras, de modo que en su presencia, se encrespó en ella el oleaje. Después permaneció acostada y en silencio. No le había gritado que lo amaba, como había hecho él.

La estrechez del sofá hacía ridículo todo esfuerzo por no caerse, aunque permitió que se apretara más contra ella mientras le canturreaba tonterías. Joelle siguió descansando pasivamente, hasta que por fin se movió y dijo:

—No, cariño, por favor, otra vez no; al menos no en seguida. Tenemos muchas cosas por delante.

Volvieron a azuzarlo los temores. Se incorporó, apoyó los pies en el suelo, se dio la vuelta y se enfrentó a ella.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

—Pues, nada... bueno, todo depende de ti, lo que tú decidas será lo mejor. —Se incorporó y tendió una mano para acariciarle la frente y la mejilla. La inquietud se reflejó en el rostro de Joelle, ligera como la sombra de una nube sobre la hierba del exterior...—. Muchas cosas han cambiado desde que nos separamos. Especialmente en los últimos meses —...y se disipó con igual rapidez.

La sujetó por los hombros. A duras penas se contuvo para no apretarla con brutalidad; sintió lo sedosa que era la piel que tocaban sus manos.

—¿Has conocido a otro? —le gritó casi.

—No, no —repuso ella negando con la cabeza. Eric vio cómo se le balanceaba la cola de caballo por la espalda, ébano sobre marfil—. Jamás, Eric.

—Ya no me quieres, ¿es eso?

—No es eso. Para mí siempre serás . Pero... —suspiró y se dejó caer—. Hay otras cosas que han cambiado. No pude evitarlo, si lo hubiese previsto quizá podría haberlo dejado, pero la novedad llegó sin que yo me diera cuenta... o vino como un trompetazo, la verdad es que no lo sé... —se enderezó, fijó los ojos en los de él, y continuó con renovada firmeza—: Cuando comprendas, y espero lograr que lo hagas, cuando comprendas podrás elegir por los dos. Me alegrará seguir contigo. Te quiero, de veras —lanzó una risita—. Cariño, en esta cueva hay un lavabo. Vamos a lavarnos y a vestirnos. Luego almorzaremos algo, y después hablaremos de nosotros.

«Trata de ser tan amable como le es posible.» El saberlo le produjo un estremecimiento.

En la ducha, ella, que jamás había sido así, se mostró de repente juguetona, risueña como una colegiala.

—Los cuerpos son divertidos, ¿no te parece? En gran parte, me he limitado a proporcionarle al mío un mantenimiento puro y simple, porque mi trabajo me insumía cincuenta horas diarias, y de todos modos no estabas tú por aquí... No, Eric, cariño, espera, debemos tomarnos las cosas en serio, de veras...

«Ya no logro seguir sus pensamientos, ni sus sentimientos, se ha convertido en una extraña. ¿O siempre lo ha sido? Pero qué extraña más hermosa. Si tuviéramos que empezar otra vez desde cero, acepto, estoy dispuesto.»

De vuelta en el despacho, Joelle sacó pan, queso, salchichas y cerveza de una mininevera, y preparó unos bocadillos para los dos, mientras conversaba con él. Eric hizo lo posible por seguirle la corriente. Hablaron de los colegas, intercambiaron recuerdos, hasta que finalmente comentaron lo que había hecho cada uno de ellos en los últimos meses. Últimamente, habían intercambiado escasos comunicados. Para justificar la brevedad y la impersonalidad de sus mensajes, ella había pretextado estar muy ocupada, y él, sorprendido, resultándole imposible no sentirse herido, obligado en todo caso a enviarle comunicados cuyo contenido era de público conocimiento, había abreviado sus cartas. De vez en cuando se telefoneaban; concluida la comunicación, la imagen de Joelle se quedaba con él durante días exactamente como había aparecido en la pantalla; pero en esas llamadas no podían mostrar nada más que la afinidad nacida de la profesión que compartían.

El le habló de su último encargo, la continuación del trabajo sobre economía, en el que debía tratar de cuantificar las consecuencias políticas de diversos modelos estrictamente definidos.

—Sí, veo que puede ser todo un reto —le dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Y tal como tú mismo admites será sólo una introducción, una simplificación exagerada y grotesca, pero... ¿un comienzo? Si alguna vez logramos encontrar una teoría genuina acerca de la interacción humana, parámetros a los que otorgarles valores, ¿quién sabe? Quizá estaríamos en condiciones de abolir la guerra, la tiranía, la pobreza, del mismo modo que hemos eliminado el cáncer y la esquizofrenia.

Eric notó que estaba siendo considerada con él, simulando un interés que escasamente sentía. Tratando de despertar algún entusiasmo que ambos pudieran compartir, le preguntó:

—¿Crees que la holotética contribuiría en algo? —y tendió la mano para posarla sobre la de ella, que descansaba sobre el escritorio.

Joelle reflexionó durante unos segundos.

—Cualquiera sabe. Pero yo lo dudo. Verás, es una paradoja, pero al analizar esos asuntos sociales, necesariamente estás usando un modelo abstracto, matemático. Y la holotética no se ocupa de eso.

—¿No? ¿Pero nunca, ni siquiera en el futuro?

—Dime, ¿cuáles serían los datos adecuados que habría que introducir?

—El modelo adecuado...

Joelle cobró ánimos.

—Eric, en los últimos seis meses he descubierto cosas sobre la realidad que me han permitido ver cuan chapucera es la idea de los modelos sobre los que se ha fundado incluso mi especialidad. —Hablaba de prisa, mirando al frente, a pesar de que él estaba sentado a su lado—. No te lo he dicho, y apenas se lo he insinuado a Mark Billings, porque... porque ni siquiera yo misma he sabido hasta hace poco el significado de lo que he estado experimentando. —Se giró en el asiento y quedaron cara a cara. Posó la mano que tenía libre sobre el brazo de Eric—. Me he pasado estas últimas semanas intentando encontrar el modo de explicártelo, de hacértelo ver. He estado en contacto con mis compañeros de White Pine; nos guardamos nuestros secretitos, y he pensado mucho en los resultados de los experimentos que hemos realizado con enlaces humanos normales como tú. Yo, personalmente... —volvió a sonrojarse—, bueno, sólo he intentado la relación plena con otras mujeres. Sería incapaz de ir tan lejos con otro que no fueras tú.

Hizo una pausa y luego admitió:

—No, te he mentido en esto. No me he pasado todo el tiempo así. No cuando todo lo demás se ha estado abriendo ante mí. Pero lo he intentado con toda mi alma, porque te amo, Eric.

Y luego, inquirió con urgencia:

—¿Estás listo?

—Sí —se obligó a contestar, porque temía enormemente lo que iba a ocurrir en el edificio interior.

Se inclinó y lo besó, vacilante, pero con ternura, casi como si estuviera despidiéndose de un niño. Luego se incorporó y exclamó:

—¡Vamos! —y marchó delante de él como la Victoria de Samotracia.

El banco de memoria

Después de las vacaciones en la montaña, pasaron unos días más en Calgary antes de que ella volviera a su casa. La noche del segundo día, la cena se convirtió en una sesión de intrigas.

—¿Por qué tienes que irte? —suplicó él por enésima vez—. Sabes que en Canadá tienes puestos de trabajo para elegir.

—Pero no puedo quedarme —repuso ella con suavidad—. En este país no tenéis un sistema holotético, y no contaréis con uno hasta dentro de unos años.

—Ya, se trata de tu carrera —repuso él, embargado por la amargura.

Notó que Joelle daba un respingo y se maldijo por haber hablado de más. Un violinista ejecutaba el concierto número uno de Mendelssohn; las notas nostálgicas fluían a su alrededor. Tenían aquella parte del restaurante para ellos solos, la mesa estaba junto a una ventana con vista a un prado, macizos de rosas y el río Bow que brillaba en la oscuridad azul. La luz de las velas se proyectaba sobre los hombros y los brazos de Joelle, produciendo sombras seductoras sobre el vestido que se había comprado con tanto orgullo, para causar una impresión digna de la mujer de un Stranathan, e iluminó las lágrimas prendidas de sus pestañas.

—Se trata de mi vida, Eric —replicó ella—. Si fuera preciso, tú podrías dejar el enlace, volver al valle Fraser, convertirte en ganadero, y aun así no sentirías que tu existencia se había quedado vacía, seca. Pero no lo harías de buen grado, ¿verdad? Además, de pequeño tuviste esos bosques, recorrerlos depende de ti. Yo sólo tuve mis ordenadores. Sin ellos, no sería nada... no tendría nada para darte.

—Lo siento —se disculpó él, y tendió la mano sobre el mantel de lino, entre las copas de cristal—. Tienes razón, y yo estoy equivocado, pero me duele perderte.

—No será para siempre, cariño. Si aplicamos la estrategia adecuada.

Ya habían hablado del tema, pero de forma vaga, desviándose rápidamente de una cuestión que empañaba su gozo.

—Será mejor que elaboremos un plan —sugirió él, asintiendo con la cabeza.

—La idea básica es bien simple. Con la estrategia adecuada, lograremos conseguirte un nombramiento en la Fundación Shannon.

—¿Y no sería más fácil y más rápido que fuese a los Estados Unidos y aceptara cualquier trabajo?

—Me temo que no. El mercado está bastante cubierto. Es cierto que podrías encontrar un puesto en Lawrence o en cualquier zona cercana. Pero té seré franca: el gobierno de los Estados Unidos es muy cauteloso en eso de admitir extranjeros. Paranoico, si prefieres. Pero no olvides por lo que ha pasado el país en los últimos decenios. A su debido tiempo, se irán apaciguando un poco, y empezarán con los canadienses. Pero entretanto, a pesar del gesto demostrado en nuestra conferencia, y créeme, fue un gesto significativo, nos agobian con detalles oficiales y sospechas de todo tipo.

—Pero como tu marido... porque quiero casarme contigo, Joelle...

—Y yo también. ¡Cómo me gustaría! —se tomaron de las manos—. Pero no. No hasta que cambien las disposiciones de seguridad. Tal y como están ahora, me apartarían automáticamente de la investigación relacionada con defensa, y ese aspecto continúa siendo una parte esencial de lo que hacemos en Shannon. De modo que perdería precisamente las influencias que necesito para conseguirte un nombramiento con el que pudieras realizar un trabajo satisfactorio y significativo. Ya es bastante negativo que haya prolongado mi licencia. No me atrevo a ampliarla más.

—¿Podrías... podrías pasar aquí tus vacaciones?

—No tendré vacaciones hasta dentro de un año. Y para entonces, si todo va bien, estaremos a punto de meterte en la Fundación, por lo que nuestra mejor opción es que yo siga trabajando allí y me asegure de que todo salga como lo planeamos.

—Un año, o más. Y no podré escribirte o telefonearte para decirte que te quiero, ¿verdad?

—No sería prudente. Si se enteran de que estoy sentimentalmente comprometida, seguro que algún burócrata escogerá la solución más segura y te denegará el permiso de entrada, y a mí me quitará la habilitación para trabajos confidenciales —Joelle lanzó una risita ahogada. La valentía del comentario lo desarmó—. Una vez que estés establecido entre nosotros, será perfectamente natural que surja un romance que concluya en matrimonió, y además, no causará ningún problema. —Y con menos humos, agregó—: Aunque tienes razón, serán unos meses muertos. Te estaré esperando.

—Podemos mantener un contacto profesional —sugirió él—. En realidad, es preciso que lo hagamos para que resulte creíble el que tú propongas mi candidatura. Establezcamos unas cuantas frases codificadas. «Realimentación errática» significa «Tu ausencia me saca de quicio». «Configuración hiperespacial» significa «Eres un milagro viviente».

—Tú también, Eric... pero espera. Se me ocurre algo mejor. Yo podré escribirte lo que me plazca.

—¿Cómo?

—Sí —el entusiasmo la animó—. Recuerda que pronto interconectarán los sistemas de datos de nuestros países. Puedo introducir información sin registrarla en ningún monitor. Tú no podrás hacerlo, pero yo sí. Entonces, la enviaré a tu terminal privado. El sistema holotético me lo permite. De hecho, utilizo todo un canal, incluyendo sus registros y la memoria.

La magnitud de semejante capacidad le hizo lanzar un silbido.

—Aja, te he sorprendido —comentó Joelle entre risas—. Bueno, de vez en cuando, una chica ha de darle sorpresas a su hombre, ¿no es así? Espera a leer mis cartas. Serán tan eróticas que la impresora echará humo.

—La besaré como si fueras tú misma.

—Jamás pensé que desearía ser una impresora... —dijo, y poniéndose más solemne, agregó—: Eric, ¿puedes imaginar lo que significas para mí? ¿Lo que me has dado? Todo el universo material, eso me has dado; desde ese jardín de ahí fuera, que ahora veo, siento y huelo plenamente... —hizo un ademán señalándolo; de la tierra se elevaba rápidamente la oscuridad, pero las primeras estrellas resplandecían en lo alto— y este champán delicioso y chispeante, hasta las novas que estallan cuando hacemos el amor, y como broche de oro de ese tesoro, tú mismo, en cuerpo, mente y alma, tu sonrisa sesgada, los recuerdos de tu hogar y las innumerables cortesías que tienes para conmigo y que ni siquiera notas... —Joelle se tapó los ojos—. Perdóname si me echo a llorar. No es de tristeza. Estoy segura. Sólo lo parece exteriormente. Pero en el fondo, donde cuenta, me siento alef sub alef feliz.

El soporte físico llenaba una enorme habitación sombría, pero además, gran parte del equipo se encontraba en una cámara criogénica subterránea. Eric vio cuatro gabinetes metálicos, que lo supera— • ban en altura y tres veces más largos, alineados paralelamente entre sí. Los instrumentos, las pantallas y los controles que contenían servían exclusivamente a los técnicos de servicio, pues una vez enlazada al equipo, la mujer no necesitaba de estos dispositivos. Detrás de donde ellos se encontraban, reconoció la forma maciza de una Heydt 707, parecida a la máquina con la que él trabajaba en el Instituto Turing. Joelle le había informado, en su comunicado «público», que hacía poco la habían modificado y reprogramado para él. Los cuatro canapés dotados de sus respectivos enlazadores, que estaban frente al aparato, le resultaron igualmente familiares. Eric sabía que a veces Joelle formaba equipo con hasta tres holotetas visitantes, además de utilizar a operadores corrientes como él en calidad de asistentes.

Hoy, estaban los dos solos. La habitación carecía de ventanas y estaba iluminada por fluorescentes, que producían una blancura que le pareció fría, a pesar de que los ventiladores expulsaban con su murmullo una comente de aire cálido. El silencio lo oprimió por dentro. La miró y pensó: «De no haber sido por mí, Joelle jamás habría conocido otra cosa que no fuera esto; el sol, las estrellas, el viento, las hojas, las flores, las alturas, todas las alegrías existentes no serían más que fantasmas que ni siquiera notaría; el amor no existiría para ella.» Sin embargo, la aflicción que había notado antes en ella había desaparecido. Estaba allí, ante sus máquinas, embargada por la pasión. Por una fracción de segundo se preguntó si se habría olvidado de él.

Pero Joelle habló, más bien de prisa, sin mirarlo.

—Me has cogido desprevenida, querido. Imaginaba que te pasarías los primeros días estableciendo contactos sociales, como se pretendía que hicieras. Debí recordar que no toleras que te digan lo que has de hacer. Tenía pensado planificar esta demostración de conformidad con tus reacciones y tus sentimientos. Quince meses son mucho tiempo para estar separados, podías haber cambiado; de todos modos, es cierto que no hemos tenido años para conocernos. Tendré que improvisar, pues. Perdóname sí te resulta más pesado de lo que esperaba.

—¿De qué estás hablando? —inquirió, asiéndola del brazo con la misma fuerza con que el temor se asía de él.

Joelle se volvió y lo examinó con detenimiento; antes de contestar, su semblante se tornó extraño:

—En esto, las palabras no sirven. Debes experimentar por ti mismo. Estamos a punto de intimar más de lo que jamás lo hemos hecho en la cama. Muchísimo más.

Los informes indicaban que se habían producido efectos cuasi telepáticos cuando, en un circuito holotético, el cerebro de un enlace humano pasivo recibía no sólo los mismos datos que el enlace activo, sino que «sentía» las evaluaciones en curso dentro de este último.

—¿Esclavizarás mi unidad a la tuya? —preguntó Eric—. La literatura sobre el tema indica que no se logra una percepción particularmente fuerte o clara.

—No todo está en la literatura. Ya te lo dije, yo... nosotros... bueno, quiero decir que estoy logrando avanzar a pasos agigantados. He adquirido una... no lo sé, una percepción, casi un instinto, y la realimentación entre el sistema y yo, la reprogramación continua que se produce en cada sesión... —Joelle le tiró de la manga y le dijo—: Anda, ven. ¡Compruébalo tú mismo!

—¿Qué es lo que tienes en mente?

Frunció ligeramente el ceño.

—Eso dependerá en parte de ti, y de cómo tomes lo que ocurra. Comenzaremos contigo y la 707. Piensa en ella durante un rato, ponte cómodo. Después, a través de las interconexiones, te pondré en fase conmigo y mi computadora. Pero el proceso sólo te permitirá recibir datos, no tendrás acceso a los efectores, porque podrías echar a perder ciertos experimentos delicados. Es que voy a revisarlos, ¿sabes? Mi ayuda se hace necesaria con tanta frecuencia que entre los experimentos y mi sistema, tenemos unos canales constantemente abiertos. Se trata de unas pruebas genéticas realizadas en un laboratorio de este mismo campus, de trabajos de física nuclear en el gran acelerador de Minnesota, temas de cosmología desarrollados en el Orbital Sagan. Espero proporcionarte indicios de lo que estoy haciendo en estos días. Aunque lo sabré, porque la conexión permitirá que me envíes ciertos datos. En realidad, estaré explorando tu mente. Sí —dijo Joelle ante la estupefacción de Eric—, ya he llegado a esa fase. Después... —se interrumpió, lo rodeó con los brazos y lo besó, para agregar—: ojalá que haya un después.

Correspondió al beso, pero no pudo evitar pensar que el tono de Joelle contenía un matiz rayano en la plegaria. «¿De qué tendrá miedo? ¿Acaso su trabajo no funciona bien, no estamos otra vez juntos?»

Se tendió en el canapé adecuado, lo ajustó a su ángulo preferido, dejó que sus músculos y sus huesos se amoldaran a sus cómodas formas, hasta que casi se sintió liberado de su cuerpo; luego, se cubrió la cabeza con el casco, lo ajustó y lo aseguró bien, colocó las muñecas en las anillas de contacto, recorrió con los dedos una placa de controles y comprobó las lecturas. Miró de reojo y vio que Joelle hacía lo mismo en un aparato que difería muy poco del suyo. Y la antigua emoción eliminó de su ser toda inquietud. Una vez más, estaba a punto de convertirse en un ser transhumano.

—¿Activo? —preguntó él.

—Adelante —repuso ella.

—Te quiero —dijo Eric, y pulsó el interruptor principal.

Los sentidos y la conciencia se arremolinaron momentáneamente; Eric imaginó oír un agudo y frenético silbido; los recuerdos se abrieron paso abandonando su prolongada sepultura, como si él hubiera retrocedido en el tiempo hasta llegar a la alberca de su niñez, al musgo frío y verde que cubría una roca, al halcón suspendido en el aire y a la chamarra de lana rústica con la que se abrigaba. Acto seguido, su sistema nervioso logró ajustarse y tomar las riendas. La inducción electromagnética, la amplificación de los impulsos más débiles, un programa básico que Eric había refinado a través de los años para que se ajustase a su yo único, se fundieron; humano y computadora se convirtieron en un todo.

«Piensa», le dijo ella. ¿Cómo no hacerlo, cuando era en ese momento el intelecto más poderoso que jamás hubiera existido sobre la Tierra?

«Aquí las palabras no sirven de nada», le dijo ella. Jamás le contarían a un extraño nada de aquello que había albergado en él.

Eric era plenamente consciente de su medio. De haberlo querido, habría podido examinar sus detalles más micrométricos, un rasguño y un reflejo sobre el metal bruñido, la vibración de la aguja de un medidor, el fluir ascendente y descendente de sus venas. Pero aquello no importaba. Ni siquiera Joelle misma era ya real. Eric tenía todo un universo conceptual por conquistar.

En los siguientes milisegundos, mientras buscaba por todas partes un problema que valiera la pena abordar, un compartimiento menor de él mismo calculaba el valor de una integral elíptica hasta la milésima posición decimal. Era un ejercicio agradable, semiautomático. Los números se iban uniendo de forma muy satisfactoria, como ladrillos en las manos de un albañil. «Ah», captó Eric, «sí, la estabilidad de los vértices de las Manchas Rojas en planetas como Júpiter, sí, en Calgary oí hablar de eso». El segundero del reloj de pared apenas se había movido.

Clasificó una lista de datos que creyó que iba a necesitar y envió un mandato. Para él fue algo así como buscar en su memoria normal uno o dos hechos, salvo que ahora el proceso se realizaba a velocidad meteórica y con más seguridad, a pesar de que acudía a bancos de memoria que se hallaban a cientos de kilómetros de distancia. La teoría llegó hasta él; ecuaciones, parámetros y sus valores específicos para Júpiter; sí, esa determinada ecuación diferencial sería una tarea desagradable que resolver, pero ya le había encontrado el truco; no, un momento, ¿era realmente verosímil, acaso no podría idear un conjunto de relaciones que describiesen mejor las condiciones de un sol atrofiado...?

Se elevó un fuego limpio como el hielo, y Eric se perdió en él, se estaba emborrachando de cordura.

«Eric», no hubo voces, no hubo nombres, sólo un contacto; Joelle.

Debía apartar su atención de Júpiter; con una promesa solemne, «volveré». Probablemente no lo habría hecho por nadie más que por ella. Seguía siendo tan hombre como cuando no estaba enlazado, aunque ahora era simplemente un supergenio lógico-matemático. Aunque también esta vez... se reclinó, con los ojos cerrados y captó lo que podría ser el primer atisbo de una revelación.

«¿Eric, estás listo para seguirme?»

No se trataba de una verdadera pregunta, sino un propósito que sintió. Era ella. A velocidades asombrosas, a medida que la maraña de neuronas se adaptaba a sus respectivas configuraciones sinápticas, ella se fusionó con él. Los remolinos informes que se producen al cerrar los ojos no aparecieron en la imagen de ella; más bien, Eric recibió efímeras impresiones de sí mismo antes de que la presencia de Joelle lo inundara. ¿Qué sería aquello que Eric identificó como una corriente secreta en la sangre, como algo que se espera recibir para atesorar después y finalmente compartir, como un llamado al que Joelle optó no prestar atención, pero que siempre estaría presente? ¿Sería acaso la femineidad de Joelle? Eric no logró precisarlo, quizá jamás lo supiera, porque la unión fue sólo parcial. No había aprendido cómo aceptar y comprender la mayoría de las señales que lo penetraban, y había muchas más que su cuerpo jamás estaría en condiciones de recibir. Este hecho se convirtió en un dolor interno para los dos.

«Eric, también en esto eres mi primer hombre, y creo que el último.»

Los prosencéfalos, más parecidos que el resto de sus organismos, se fundieron. Además, Joelle había practicado a ese nivel el intercambio cruzado, y con sus compañeros había desarrollado una técnica hasta convertirse en experta. La comunicación entre Eric y ella se fortaleció, se fue haciendo más clara a medida que pasaron los, segundos. No era directa, sino a través de sus computadoras, cuyas traducciones eran inevitablemente imperfectas. Las impresiones eran a menudo fragmentarias y distorsionadas, o directamente caóticas: series de números al azar, formas, destellos luminosos, ruidos, no-símbolos, menos reconocibles, que habrían resultado espeluznantes de no haber sido por la constancia fundamental de Joelle. Gracias a los poderes lógicos aumentados de Eric, lo que llegaba a su mente como pensamientos de Joelle eran sin duda reconstrucciones de lo que se suponía que ella estaba pensando en un momento dado. Las palabras reales que intercambiaron asumían la forma corriente, iban de los labios al oído.

No obstante, él captaba las intenciones de Joelle con una plenitud, una profundidad jamás soñada, pues se encontraba en el umbral mismo del universo privado de Joelle.

—Genética —dijo ella en voz alta.

Fue la única pista que le hizo falta a Eric. Joelle lo guió en la investigación de este tema. Surgió el conocimiento. Se trataba de un trabajo a nivel submolecular, la base misma de la vida animada. Con frecuencia, la llamaban para realizar las tareas más exigentes, para inventar trabajos nuevos, o interpretar resultados. Hoy, la estructura funcionaba en parte de forma automática, y en parte en modalidad de espera; pero ella tenía acceso a dicha estructura en cualquier momento.

. El cerebro de Joelle ordenó a los circuitos apropiados que se cerrasen, y quedó conectada a los complejos instrumentos, sensores, efectpres, y a la comprensión total que el hombre tenía de la química de la vida. Eric logró percibirlo a través de ella.

No recibió una presentación de cantidades, ni lecturas de medidores cuya importancia se hacía patente sólo después de largos cálculos. Los números estaban presentes, pero él no tuvo conciencia de dicha experiencia, como no la tenía de su propio esqueleto. No observaba el asunto desde fuera y a partir de allí realizaba inferencias, sino que estaba allí.

Era como ver, sentir, oír, viajar, aunque no se trataba de ninguna de estas cosas, porque superaba todo aquello que la pobre y limitada criatura humana podía sentir o hacer jamás, iba mucho más allá.

La célula vivía. Las pulsaciones atravesaron su membrana como colores, la célula fue un globo de arco iris, que vibraba en el intrincado fluido líquido que la acunaba deliciosamente; bebía ávidamente las energías que se precipitaban sobre ella en cataratas bajando por declives siempre cambiantes. Las verdes distancias se extendieron hasta alcanzar el infinito dorado. Bajo cada realización moraba la paz. El cosmos de la célula era un Nirvana danzante.

Y ahora hacia el interior, atravesando el arco iris, rumbo al océano interno. Aquí había un torbellino de... gustos... aquí reinaba una determinación gigantesca y fundamental; dentro de la célula, el trabajo no cesaba jamás, impulsado por una ley tan abarcadora que podía haberse tratado de Dios Padre. Los organelos iban a la deriva, parecían cantar mientras reunían desechos químicos para formar un material que se llenaba de vida. A medida que su sistema cognoscitivo se fue afinando, Eric los vio desplegarse en vuelos horrendos, llenos de misterio y música. Delante de él, el núcleo creció y surgió de entre una isla de selvas moleculares hasta transformarse en una galaxia de átomos reunidos en constelación, cuyos campos de fuerza brillaban como nubes de estrellas barridas por el viento.

Eric entró, ascendió por una doble espiral, atravesó una hilera tras otra de imponentes laberintos completamente armoniosos; estaba con Joelle cuando ella evocó el fuego y volvió a dar forma a una parte del templo, que luego no fue menos hermoso. Compartió con ella su orgullo y su humildad, aquí, en el centro de la vida.

Su voz le llegó enigmática desde la distancia, como oída a través de un sueño: «Sigúeme.» Eric emergió majestuoso de la célula, atravesó el espacio y el tiempo; a la velocidad de la luz viajó por praderas invisibles, se internó en las bramantes tempestades del interior de un enorme acelerador de partículas. Se unió a ellas convirtiéndose en una sola cosa, gritó en el temerario fervor de las tempestades, e invadido por la misma velocidad, se lanzó hacia el objetivo como al encuentro de una amante.

Este mundo superaba en alcance al mundo material. Trascendió el cometa, se había convertido en uno de sus mesones, porque además, era una onda que se entremezclaba con millones de otras ondas, como una cresta que había atravesado un mar para elevarse y romper por fin en un rugido y en espuma bañada de sol —aunque estas olas eran infinitamente más moldeables y fugazmente cambiantes, fluían juntas para crear una unidad que fulguraba y tronaba en medio de una serenidad implacable—. «Bach logró expresar algo de esto», pensó Eric, porque conservaba su mente racional; aquello constituyó una parte importante de la gloria, «pero sólo él fue capaz de hacerlo, y sería un tanto...».

El átomo lo esperaba. Su núcleo, pululante de energías, se presentaba indescriptiblemente majestuoso. Las capas electrónicas, mágicamente centelleantes, lo ocultaban a su vista. Se zambulló en él; las fuerzas le proporcionaron incontables caricias; el núcleo brillaba con claridad, como una creación completa en sí misma; Eric atravesó sus barreras externas y éstas le produjeron un escalofrío extasiante que lo recorrió todo; y continuó penetrando más y más.

El núcleo estalló. No se trataba de un desastre, sino de un desdoblamiento. El átomo lo abrazó, cediendo ante él, su ser respondió incluso al más salvaje movimiento de ella, Eric la conocía. Estalló un resplandor. Los luceros del alba cantaron unidos, y todos los hijos de Dios gritaron de alegría.

—Cosmología —dijo Joelle, la omnipotente. Eric tanteó torpemente para encontrarla en una oscuridad impenetrable. Ella lo envolvió y volaron juntos, hacia un rayo láser, a través de un relé satélite, hasta un observatorio en órbita más allá de la Luna.

Espió brevemente las estrellas, como si lo hiciera con los ojos, sin que el cielo empañase su visión. Eran incontables, azul acero, blanco escarcha, doradas como la puesta del sol, rojas como el carbón encendido, casi hacían rutilar la noche en el firmamento. La Vía Láctea era un río de plata, las nebulosas resplandecían allí donde estaban naciendo nuevos soles y planetas, una galaxia hermana lanzó su leve brillo... Pero Eric se alió rápidamente con la instrumentalidad que buscaba los fines últimos del espacio-tiempo.

Al principio tuvo conciencia de los espectros ópticos. Le hablaban de la luz que florecía a partir de un gas saltarín y arremolinado, le hablaban de las mareas en el cuerpo de un sol —un cuerpo más parecido a la célula viva de lo que él hubiera imaginado jamás— y de los reactores que había más abajo, donde los átomos engendraban generaciones elementales superiores y los fotones, impulsados hacia el espacio, constituían el grito primigenio. Y él participaba en esta obra de Brahma. Después, sintió el bufido de un viento solar, olfateó su riqueza, se estremeció ante su potencia, y conoció su sutilidad milenaria de su trabajo. Luego se entregó a los espectros radioeléctricos, a los espectros de rayos cósmicos, a los campos magnéticos, a los flujos de neutrinos, aspectos relativistas que hacían posible un paso estelar y parecían permitir el viaje en el tiempo, la curva de lo continuo que es el todo.

En el Gran Cañón del Colorado se pueden observar estratos que se remontan a unos mil millones de años, y a través de esta observación apreciar un enebro nudoso, y así, conocer algo de la Tierra. Del mismo modo aprendió Eric algo acerca de las profundidades y el orden en el espacio-tiempo. La bola de fuego primigenia se volvió más real que la violencia de su propio nacimiento, y la cuestión de qué la había producido se hizo igual de terrible. Captó las espirales de las galaxias y de la molécula de DNA con una energía que jamás volvería a conocer, y vio envejecer al cosmos a medida que iba madurando, igual que tú o que yo; la Ley es Única. Vivió la vida de las estrellas: ¡qué infinitas eran las ondas que las formaban, qué fuerte su unión posterior a toda una existencia! En medio de la solidez de gigantes azules y agujeros negros, encontró espacio para forjar planetas en los que podían crecer cristales y flores. Contempló todo aquello que le resultaba desconocido —una parte abrumadora lo seguiría siendo ahora y para siempre— y vio cómo ansiaba Joelle continuar esa búsqueda.

Con todo, durante la experiencia, la parte observadora que había en él presintió que junto a ella, su percepción se nublaba y su entendimiento se encontraba encadenado. Cuando Joelle lo devolvió a la carne, Eric lanzó un grito.

Estaban sentados en el despacho. Los separaba el escritorio de Joelle. Ella había subido la persiana que estaba detrás y había abierto la ventana. Las sombras huyeron apresuradas a través de la hierba; el sol que siguió luego era brillante, pero daba la impresión de que el aire que cruzaba lo hubiese enfriado; las huecas ráfagas de viento llenaron la habitación con el aroma de tierra húmeda y los olores que presagiaban el otoño.

Aunque ella le hablaba con mucha dulzura, su tono contenía el mismo adiós al verano.

—No habría tenido mucho sentido hablar de ello antes de que estuvieras allí tú mismo, ¿verdad, Eric?

Eric echó un vistazo al canapé vacío.

—¿Cuánto sentido ha tenido lo nuestro, incluso al principio?, dímelo.

Joelle suspiró.

—Yo quería que lo tuviera. —Esbozó una sonrisa—. Sí, lo disfruté.

—¿Nada más que eso, eh? Lo disfrutaste.

—No lo sé. Tú me importas, y me importa también todo lo que me enseñaste. Pero he seguido adelante, llegué hasta donde he intentado llevarte a ti también.

—¿Y hasta dónde he llegado?

Joelle se miró las manos entrelazadas, apoyadas con impotencia sobre el escritorio, y repuso en voz baja:

—Tal como me temía, no muy lejos. Fue como mostrarle un cuadro a un ciego. Quizá un ciego tendría una ligera idea a través del tacto, la textura, los colores oscuros levemente más cálidos... pero no sería más que una idea muy ligera.

—Mientras que tú respondes a la totalidad, desde los cuantos a los quasars —dijo él con voz áspera.

Joelle levantó la cabeza, desafiando a la infelicidad de ambos.

—No, apenas he comenzado y, por supuesto, jamás terminaré. ¿Acaso no lo ves? En ello reside parte del prodigio. Siempre habrá más cosas que descubrir. Y a través de la experiencia directa, tan directa como la visión, p el tacto, o el hambre o el sexo, la experiencia de la verdadera realidad. El mundo que los humanos conocen no es más que una consecuencia pasajera y accidental de todo ello. Cada vez que voy allí, me vuelvo más parte de ello. ¿Cómo podría detenerme?

—Supongo que no lograré aprender, ¿verdad?

Y como no abrigaba esperanza alguna, no le sorprendió escuchar:

—No. Un holoteta ha de empezar como yo, desde pequeño, y no debe hacer nada más, especialmente durante los primeros años de formación.

Eric se emocionó al comprobar que a Joelle se le llenaban los ojos de lágrimas. De modo que quería ser como él.

—Lo lamento, cariño —continuó Joelle—, eres bueno y amable y... ¡cómo me gustaría que pudieras seguirme! ¡Cómo te lo mereces!

—Pero no desearías volver atrás, ¿verdad? Volver a lo que eras cuando nos conocimos.

—¿Lo desearías tú?

Como no estaba enlazado, no podía reunir los detalles de lo que había pasado ese día. Su cerebro se encontraba solo. Sin embargo, repuso:

—No. De hecho, es probable que no me atreva a intentarlo de nuevo. Podría crearme adicción. Para mí no sería nada más que adicción, y quizá la locura. Para ti... —se encogió de hombros—. ¿Conoces el Rubaiyat?.

—He oído hablar de él —repuso—, pero no he tenido ocasión de cultivarme.

«Y jamás lo harás», pensó Eric mientras recitaba los versos.

Si del polvo puede librarse el alma

y desnuda en el cielo volar alta,

¿no sería una pena que,

oprimida en su cuerpo de barro continuara?

«Porque las cosas humanas te dirán cada vez menos, hasta que finalmente, dejarás de ser humana. ¿Acaso te convertirás entonces en uno de los Otros, querida mía, la que fuiste?»

Joelle asintió.

—El anciano poeta decía la verdad, ¿no es así? En cierta ocasión leí que Omar fue matemático y astrónomo. Debió de ser un hombre solitario.

—¿Como tú, Joelle?

—No olvides que tengo unos cuantos colegas. Les estoy enseñando... —se interrumpió, se inclinó sobre el escritorio y con renovada preocupación, agregó—: ¿Qué me dices de nosotros? Vamos a colaborar. Eres lo bastante fuerte como para continuar, cumplir con tu deber, estoy segura de que podrás. Pero nuestras vidas personales... ¿Qué es lo mejor para ti?

—¿Y para ti? —inquirió él—. Hablemos de eso primero.

—Como tú quieras, Eric. Con mucho gusto seré tu amante, tu esposa, lo que sea.

Eric permaneció callado durante un momento; trataba de buscar palabras que no la hiriesen. No encontró ninguna.

—Me estás diciendo que te da igual —dijo—. Estás dispuesta a tratarme tan bien como te es posible, porque en realidad no te importa demasiado —levantó la mano para impedir que lo interrumpiera—. No cabe duda de que sacarías un placer limitado viviendo conmigó, incluso de mi conversación. Al menos te ayudaría a llenar las horas en las que no estuvieras enlazada... hasta que tú y esos compañeros que tienes lleguéis tan lejos que no os quedará tiempo para puerilidades.

—Te quiero —protestó ella. Se le saltaron un par de lágrimas.

—Te creo —admitió él con un suspiro—. Lo que ocurre es que el amor ya no es importante, excepto su esplendor. He sentido afecto por algunos perros que he tenido. Llámalo orgullo, prejuicio, llámalo como quieras... pero no puedo desempeñar el papel de un perro.

Eric se puso en pie y agregó luego:

—Sin duda, nuestra colaboración será muy eficaz hasta que me marche —concluyó—. Pero hoy, mientras aún quede algo de mi amante, le diré adiós.

Ella buscó su apoyo. Eric la abrazó mientras lloraba. Posiblemente sería la última vez en su vida que lo hiciera. Finalmente, cuando ella lo besó, tras el sabor a sal, sus labios se mostraron bastante firmes.

—Vuelve a enlazarte durante un rato más —le aconsejó.

—Sí, eso haré —repuso ella—. Gracias por sugerírmelo.

Eric salió y se encontró con el viento frío del anochecer. Joelle permaneció en el umbral de la puerta, y despidiéndose con la mano. Eric no se volvió para verla, porque no quiso saber cuánto tardaría en cerrarse la puerta.