EL REY DE INVIERNO - Ursula K. Le Guin
CUANDO en el transcurso del tiempo surgen torbellinos, y la historia parece arremolinarse en torno a un tronco que se hunde, entonces las fotografías vienen al pelo: instantáneas, que pueden ser equipadas para comparar al padre con el hijo, al joven rey con el viejo, y que también pueden barajarse y volver a ordenarse hasta que los años corran incesantemente. Porque a pesar de los trucos de la comunicación interestelar instantánea y de los viajes interestelares casi tan veloces como la luz, el tiempo (como lo advierte el Axt Plenipotenciario) no se invierte; ni la muerte puede ser burlada.
En consecuencia, aunque la fotografía más conocida sea aquella imagen oscura de un rey joven que contempla a un rey viejo, muerto en un corredor iluminado solamente por espejos en los que se refleja una ciudad incendiada, apártala por un momento. Mira primero al joven rey, el orgullo de una nación, el más luminoso y afortunado ser de veintidós años que haya existido. Cuando se tomó esta fotografía, apoyaba la espalda contra una pared. Estaba roñosa, temblaba, y su rostro aparecía vacío y demente, pues había perdido esa confianza mínima en el mundo que se llama cordura. Repetía dentro de su cabeza lo que había repetido durante horas o años: «Abdicaré. Abdicaré. Abdicaré». Con los ojos cerrados vio las habitaciones de rojas paredes del Palacio, las torres y calles de Erhenrang bajo la nieve que caía, las hermosas planicies de las Tierras Bajas del oeste, las cumbres blancas del Kargav, y renunció a todo, a su reino.
—Abdicaré —dijo en voz baja y luego, fuerte, gritó cuando la persona vestida de rojo y blanco se le acercó una vez más, diciendo:
—¡Majestad! Se ha descubierto un complot contra tu vida en la Escuela de Artesanos.
Y el zumbido comenzó nuevamente. Escondió la cabeza entre los brazos y susurró:
—Detenedlo, por favor, detenedlo.
Pero el zumbante plañido se hizo más alto y cercano y fuerte, implacable, hasta que fue tan fuerte y agudo que entró en su carne, desgajó los nervios de sus canales e hizo que sus huesos bailaran y sonaran, saltando al ritmo de la melodía. Brincó y se sacudió en contorsiones, los huesos desnudos ensartaban hebras blancas y delgadas, lloró lágrimas secas y gritó:
—Eje... Eje... Deben... Ejecutarlos... Detenido... ¡Detente!
Se detuvo. Cayó al suelo como un montón ruidoso y rechinante. ¿Qué suelo? Nada de mosaicos rojos, nada de cemento manchado de orina, sino el suelo de madera de la habitación de la torre, el pequeño dormitorio de la torre donde ella estaba a salvo, a salvo de su monstruoso padre, el rey frío, loco, que lo desamparaba; a salvo para poder jugar con Piry a que acunaba al gato y para sentarse al lado del fuego sobre el regazo de Borhub, tan cálido y profundo como un sueño. Pero no había ningún escondrijo, ninguna seguridad, ningún sueño. La persona vestida de negro había llegado y le había cogido la cabeza, se la había hecho levantar, le había sujetado con finas cuerdas blancas los párpados que trataba en vano de cerrar.
—¿Quién soy?
La máscara negra, vacía, la contempló. El joven rey se debatió, sollozando, porque iba a comenzar el ahogo: no podría respirar hasta que no dijese el nombre, el nombre correcto...
—¡Gerer!
Pudo respirar. Le permitieron respirar. Había reconocido a tiempo al de negro.
—¿Quién soy? —dijo una voz distinta, suavemente, y el joven rey tanteó, buscando la fuerte presencia que siempre le traía sueño, tregua, solaz.
—Rebade —susurró—, dime qué hacer...
—Duerme.
Obedeció. Durmió profundamente, y sin soñar, porque todo estaba sucediendo en la realidad. Los sueños aparecían cuando despertaba. En el instante. La espantosa luz seca y roja del atardecer, irreal, le quemó los ojos y se los hizo abrir, y allí estaba, una vez más, de pie en el balcón del Palacio contemplando bajo sus pies cincuenta mil agujeros negros que se abrían y gritaban. De los agujeros brotaba un chorro paroxístico de sonido, un eructo rítmico y estridente: su nombre. El nombre rugía en sus oídos como una mofa, como un insulto. Golpeó las manos contra la angosta baranda de bronce y les gritó:
—¡Os haré callar!
No pudo oír su propia voz, anulada por las voces de ellos, las bocas pestilentes de la chusma que la odiaba, gritando su nombre.
—Ven, rey mío —dijo la única voz dulce, y Rebade la sacó del balcón y la llevó a la tranquilidad roja y vasta del Salón de Audiencias. El griterío cesó con un chasquido. Como siempre, la expresión de Rebade era sosegada y compasiva.
—¿Qué harás ahora? —le dijo con su voz dulce.
—Ab... Abdicaré.
—No —dijo Rebade con calma—. Eso no es correcto. ¿Qué harás ahora?
El joven rey permaneció en silencio, temblando. Rebade la ayudó a sentarse en el catre de hierro, ya que las paredes se habían oscurecido como lo hacían con frecuencia y se habían acercado hasta formar una pequeña celda a su alrededor.
—Llamarás...
—Llamaré a la Guardia de Erhenrang. Haré que disparen contra la multitud. Que disparen a matar. Hay que darles una lección —el joven rey hablaba rápida y enfáticamente, con voz alta y aguda.
Rebade dijo:
—¡Muy bien, mi señor, una sabia decisión! Correcto. Saldremos bien parados. Estás actuando como se debe. Confía en mí.
—Lo hago. Confío en ti. Sácame de aquí —susurró el joven rey, aferrando el brazo de Rebade; pero su amiga frunció el ceño. Eso no era correcto. Había alejado a Rebade y a la esperanza. Rebade se iba en calma y con pena a pesar de las súplicas del joven rey, que le imploraba que se detuviese, que regresase, pues el ruido estaba empezando suavemente, el zumbido plañidero que le desgarraba el cerebro, y la persona de blanco y rojo se acercaba ya por el suelo rojo, interminable.
—¡Majestad! Se ha descubierto un complot contra tu vida en la Escuela de Artesanos...
A lo largo de Old Harbor Street, hasta la orilla del agua, las lámparas de la calle se consumían, con un resplandor cavernoso. El guardia Pepenerer, que estaba cumpliendo su recorrido, dirigió una mirada a aquella bóveda oblicua de luz sin sospechar nada, y vio algo que se tambaleaba hacia ella. Pepenerer no creía en las sirenas, pero había visto una sirena, manchada de lodo marino, balanceándose sobre sus delgados pies palmípedos, boqueando aire seco, lloriqueando... Los relatos de viejos marineros se borraron de la mente de Pepenerer, y vio a una borracha o una loca o una víctima que se bamboleaba entre las paredes grises y húmedas del depósito.
—¡Eh, no te muevas! —vociferó mientras corría; la borracha, medio desnuda y con ojos extraviados, dejó escapar un aullido de terror y trató de escabullirse, pero resbaló en las piedras lustrosas de escarcha de la calle y cayó de cabeza con los miembros extendidos. Pepenerer sacó su pistola y descargó un trueno en medio segundo para mantener quieta a la borracha; luego se agachó a su lado, montó la radio y llamó al Cuartel Oeste para pedir un coche.
Los dos brazos extendidos fláccida y dócilmente sobre los fríos guijarros estaban manchados por ronchas de inyecciones. No estaba borracha, estaba drogada. Pepenerer olfateó, pero no captó ningún aroma resinoso de esencias. Había sido drogada entonces; ladrones, o la venganza ritual de una secta. Los ladrones no habrían dejado el anillo de oro en el dedo índice; era un objeto macizo, grabado, casi tan grueso como el nudillo. Pepenerer se inclinó hacia adelante para contemplarlo. Luego volvió la cabeza y contempló el perfil pálido y golpeado que yacía sobre las piedras del pavimento, apenas iluminado por las lámparas callejeras. Sacó de su bolsa una moneda nueva de cuarto de corona y miró el perfil izquierdo estampado en el estaño brillante, luego volvió a mirar el perfil derecho estampado en el claroscuro de la piedra fría. Luego, al oír el ronroneo del coche eléctrico girando en el Longway hacia el Old Harbor Street, guardó la moneda en su bolsa, murmurando para sí misma:
—Maldita idiota.
De cualquier manera, el rey Argaven estaba en las montañas, cazando, desde hacía un par de semanas; eso habían comunicado los boletines.
—Podernos suponer que su mente fue remodelada —dijo el doctor Hoge—; pero eso no nos da casi ninguna pista que seguir. En Karhide hay demasiados expertos en remodelar mentes, y también en Orgoreyn, ya que estamos. No me refiero a criminales que la policía podría rastrear, sino a mentalistas o médicos respetables que no pueden conseguir drogas por medios legales. Y en lo referente a sonsacarle algo a ella, si tuvieron un mínimo de habilidad tienen que haber vuelto inaccesible para la razón todo cuanto hicieron. Todos los indicios estarán enterrados, los recuerdos escondidos, y no podemos adivinar las preguntas que tenemos que hacerle. No hay ninguna forma, excepto la destrucción cerebral, de revisar todo lo que ocupa su mente; y hasta bajo los efectos de la hipnosis o de una droga profunda no habría manera de distinguir entre las ideas o emociones implantadas y las propias autónomas. Quizá los Extranjeros puedan hacer algo, aunque dudo de que su ciencia mental sea esa gran cosa de la que se jactan; en cualquier caso, ello está fuera de nuestro alcance. Tenemos una sola esperanza verdadera.
—¿Cuál es? —preguntó con serenidad Lord Gerer.
—El rey es resuelta y veloz. Al principio, antes de que la adiestrasen, posiblemente se diera cuenta de lo que le estaban haciendo, y entonces haber puesto algún obstáculo o resistencia, haberse permitido alguna vía de escape... —la voz baja de Hoge fue perdiendo fe mientras hablaba, y se arrastró en el silencio de la habitación alta, roja, crepuscular, desvaneciéndose. No arrancó ninguna respuesta de la anciana Gerer, que estaba de pie delante del fuego, vestida de negro.
La temperatura era de 12° en esa habitación del Palacio Real de Erhenrang donde se encontraba Lord Gerer, y de 5° en la mitad del trayecto entre las dos grandes chimeneas; afuera nevaba levemente, era un día benigno de pocos grados bajo cero. La primavera había llegado a Invierno. Las fogatas, fuego y oro, rugían en cada extremo de la habitación, devorando troncos gruesos como muslos. Magnificencia, un lujo severo, un esplendor fugaz; chimeneas, fuegos artificiales, relámpagos, meteoros, volcanes; estas cosas satisfacían a la gente de Karhide, en el mundo llamado Invierno. Sin embargo, excepto en las colonias árticas por encima del paralelo 35, no habían instalado calefacción central en ningún edificio durante muchos siglos de Era Tecnológica. El confort llegaba a ellos rara vez, era bienvenido sin ser buscado; era un don, como la alegría.
El lacayo personal del rey, que estaba sentado al lado de la cama, se volvió hacia el médico y el Consejero, pero no habló. Ambas cruzaron la habitación al mismo tiempo. El lecho amplio, duro, elevado sobre áureas columnas, cargado con mantas y colchas rojas, sostenía el cuerpo del rey casi al nivel de sus ojos. Gerer lo veía como un barco que navegaba, inmóvil, a través de una amplia y veloz marea de oscuridad, conduciendo al joven rey hacia sombras, temores, años. La anciana consejero sintió temor al ver que los ojos de Argaven estaban abiertos, y contemplaban con fijeza las estrellas a través de una ventana cubierta a medias por la cortina.
Gerer temía la locura, la idiotez; no sabía qué era lo que temía. Hoge le había advertido: «El rey no se comportará con normalidad, Lord Gerer. Durante trece días ha sufrido torturas, amenazas, agotamiento, y su mente ha sido manipulada. Es posible que el cerebro esté dañado, y sin duda las drogas le causarán efectos laterales y posteriores». Ni el temor ni el estar advertida la protegieron de la conmoción. Los ojos brillantes y agotados de Argaven se volvieron hacia Gerer y durante un segundo se posaron, inexpresivos, sobre ella; luego la vio. Y Gerer, aunque no podía ver reflejada la máscara negra, vio el odio, el espanto, vio a su joven rey, amada infinitamente, que jadeaba con terror imbécil y luchaba con el sirviente, con Hoge, con su propia debilidad en el esfuerzo de escapar, de huir de Gerer.
Lord Gerer, parada en el frío del centro de la habitación donde la cabecera del lecho, semejante a una proa, la ocultaba de los ojos del rey, oyó cómo calmaban a Argaven y la volvían a acostar. Su voz sonaba aguda, infantilmente quejumbrosa. También el Viejo Rey Emran había hablado con voz de niño durante su última locura. Luego el silencio, el crepitar de las dos fogatas.
Korgry, el lacayo personal del rey, bostezó y se frotó los ojos. Hoge llenó una aguja hipodérmica con algo que sacó de una ampolleta. Gerer estaba desesperada. Mi niño, mi rey, ¿qué te han hecho? Una esperanza tan grande, una promesa tan bella, perdidas, perdidas... Así se apenaba y la pasión atormentaba a aquella que parecía un terrón de roca negra a medio esculpir, aquella vieja tosca y prudente cortesana, ya que amar y servir al joven rey era para ella lo único que valía la pena en el mundo.
Argaven habló en voz alta:
—Mi niño...
Gerer retrocedió, sintiendo que las palabras eran arrancadas de su propio cerebro; pero Hoge, a la que no obnubilaba el amor, comprendió y dijo a Argaven con suavidad:
—El príncipe Emran está bien, mi señor. Se encuentra con sus servidores en el castillo de Warrever. Nos comunicamos con ellas constantemente. Allá todo está en orden.
Gerer oyó cómo el rey respiraba con dificultad; se acercó un poco al lecho, pero manteniéndose detrás de la alta cabecera, fuera del campo visual del rey.
—¿He estado enfermo?
—Aún no estás bien —dijo el médico con dulzura.
—¿Dónde...?
—Estás en tu habitación del Palacio Real, en Erhenrang.
Gerer se acercó un paso, sin llegar a mostrarse, y dijo:
—No sabemos dónde has estado.
Hoge frunció el ceño y su rostro, normalmente tranquilo se arrugó; a pesar de ser el médico y, en consecuencia, el jefe de todas ellas, no se atrevió a dedicarle el ceño al Consejero. La voz de Gerer no pareció preocupar al rey, quien hizo una o dos preguntas más, sensatas y breves, y luego se quedó en silencio. Al rato, el lacayo Korgry, que había estado sentada al lado del lecho real desde que trajeron al enfermo a Palacio (la noche anterior, en secreto, por una puerta lateral, como un avergonzado suicida del último reino pero al revés) cometió un delito de lesa majestad: acurrucada sobre su taburete, dejó caer la cabeza sobre el costado del lecho y se durmió. El guardia de la puerta dejó lugar a un nuevo guardia entre susurros. Y entre susurros llegaron oficiales y recibieron un nuevo comunicado sobre la salud del rey para dar al público. Atacado por síntomas de fiebre mientras estaba de vacaciones en High Kargav, el rey había sido transportado presurosamente a Erhenrang, y en estos momentos reacciona favorablemente al tratamiento, etc. El médico Hoge rem ir Hogeremme, desde el palacio, había hecho pública la siguiente opinión, etc., etc. «Que la Rueda gire en favor de nuestro rey», decía solemnemente la gente en las casas de la aldea, mientras encendían fuego sobre el altar chimenea, a lo que los ancianos sentados junto al hogar observaban: «Esto ocurre por sus vagabundeos solitarios por la ciudad y por ir a escalar montañas. Por eso le suceden estas malas jugadas», pero mantenían encendida la radio para escuchar el siguiente boletín. Ese día, un gran número de gente había ido y venido y remoloneado y charlado en la plaza del Palacio, contemplando a los que entraban y salían, contemplando el balcón vacío; y todavía quedaban varios centenares en las inmediaciones, parados pacientemente en la nieve. Argaven XVII era amado en sus dominios. Después de la tosca brutalidad del reinado de Emran, que había terminado con la sombra de la locura y la bancarrota del país, había llegado ella: repentina, galante, joven, todo lo cambiaba; cuerda y sagaz, y no obstante magnánima. Tenía el fuego, el esplendor que convenía a su gente. Era la fuerza y el centro de una nueva era: una que había surgido, por una vez, como monarca del reino debido.
—Gerer.
Era la voz del rey. Gerer, muy envarada, atravesó con velocidad el frío y el calor de la gran habitación, la luz del fuego y la oscuridad.
Argaven estaba sentada. Las manos le temblaban y la respiración tropezaba en su garganta; contemplaba a Gerer con ojos que ardían a través del aire oscuro. Junto a su mano izquierda, en la que llevaba el anillo con el Sello de la dinastía Harge, yacía el rostro durmiente del lacayo, negligente y sereno.
—Gerer —dijo el rey con claridad, esforzándose—, convoca al Consejo. Diles que abdicaré.
¿Tan crudo, tan sencillo...? ¿Todas las drogas, terrores, hipnosis, parahipnosis, estimulación de neuronas, apareación de sinapsis y shocks eléctricos que Hoge había descrito provocaban este resultado tan burdo? No había tiempo que perder.
—Mi señor, cuando te sientas más fuerte...
—Ahora. ¡Convoca al Consejo, Gerer!
Luego estalló, como estallaría un arco al cortarse la cuerda, y balbuceó en un acceso de miedo que no había hallado motivo o fuerza en la que encarnarse. Y su fiel lacayo aún dormía a su lado, sorda.
En la fotografía siguiente parece que las cosas han tomado mejor cariz. Aquí aparece el rey Argaven XVII muy saludable, bien vestida y terminando un copioso desayuno. Conversa con la docena más cercana de las cuarenta o cincuenta personas que comparten o sirven la mesa (el aislamiento es un privilegio real, pero la privacidad no), e incluye al resto en la amplitud de su cortesía. Parece, como todo el mundo ha dicho, que hubiera vuelto a ser ella plenamente. Aunque quizá no sea del todo así; hay algo que falta, cierta serenidad juvenil, cierta seguridad, que ha sido reemplazada por una cualidad similar pero menos tranquilizadora, una especie de distracción. Haciendo abstracción de este rasgo, ella se muestra equilibrada y cálida, pero siempre se vuelve a hundir allí, en aquella oscuridad que la absorbe y la abstrae; ¿es miedo..., dolor..., determinación...?
El señor Mobile Axt, embajador plenipotenciario del Ekumen de los Mundos Conocidos ante Invierno, que había pasado los últimos seis días en la carretera tratando de conducir un automóvil eléctrico a más de 50 kph desde Mishnory, Orgoreyn, hasta Erhenrang, Karhide, durmió hasta tarde y se saltó el desayuno, así que llegó al Salón de Audiencias puntualmente pero con hambre. La anciana jefe del Consejo, prima del rey, Gerer rem ir Verhen, salió al encuentro del extranjero en la puerta del gran salón y lo saludó con la cortesía polisilábica de Karhide. El plenipotenciario respondió lo mejor que pudo, percibiendo entre la elocuencia de Gerer su deseo de contarle algo.
—Me han dicho que el rey se ha recuperado completamente —dijo—; espero, de corazón, que sea verdaderamente así.
—No lo es —dijo la anciana consejero, su voz sonó repentinamente empañada y descolorida—. Señor Axt, le cuento esto confiando en su discreción. En Karhide no hay otras diez personas que sepan esta verdad. No se ha recuperado. No ha estado enferma.
Axt asintió. Por supuesto que habían corrido rumores.
—A veces se adentra en la ciudad a solas, de noche, con vestidos vulgares y camina, habla con extraños... Las presiones de un reino... Ella es muy joven —Gerer hizo una pausa, luchando con alguna emoción reprimida—. Una noche, hace seis meses, no regresó. Al amanecer, el subconsejero y yo recibimos un mensaje. Si anunciábamos su desaparición, la matarían; si esperábamos en silencio medio mes la devolverían intacta. Permanecimos en silencio, le mentimos al Consejo, emitimos noticias falsas. La decimotercera noche la encontramos vagando por la ciudad. La habían drogado y le habían lavado el cerebro. Aún no sabemos qué enemigo o bando. Debemos trabajar en el secreto más absoluto; no podemos hacer naufragar la confianza que el pueblo le tiene, su propia confianza en sí misma. Es difícil, no recuerda nada. Pero lo que hicieron es obvio. Destruyeron su voluntad y dirigieron su mente hacia una sola cosa. Cree que debe abdicar al trono.
La voz seguía siendo baja y sorda; los ojos traicionaban su angustia. Y al volverse inadvertidamente, el plenipotenciario descubrió el reflejo de esa angustia en los ojos del joven rey.
—¿Celebrando mi audiencia, prima? —Argaven sonrió, pero en su sonrisa había un puñal.
La anciana Consejero se disculpó, imperturbable; se inclinó, partió como una figura paciente y desgarbada y declinante caminando a lo largo del prolongado corredor.
Argaven extendió hacia el plenipotenciario ambas manos, saludándolo de igual a igual, ya que en Karhide se reconocía al Ekumen como un reino hermano, aunque ningún alma viviente lo había visto. Pero sus palabras no fueron el discurso cortés que Axt esperaba. Todo lo que dijo, y vivamente, fue:
—¡Por fin!
—Partí apenas recibí tu mensaje. En Orgoreyn este y en las Tierras Bajas del oeste los caminos aún están escarchados, y no pude apresurarme mucho. Pero me sentí muy contento de venir. Contento de partir, también —Axt sonrió al decir esto, pues tanto él como el joven rey disfrutaban de su mutua sinceridad. Esperó a ver lo que implicaba la bienvenida de Argaven contemplando con cierto regocijo el rostro dúctil, hermoso, andrógino.
—Orgoreyn cría fanáticos de la misma manera que un cadáver cría gusanos, como observó uno de mis antepasados. Me alegro de que encuentres más fresco el aire de Karhide. Ven por aquí. ¿Gerer te dijo que me raptaron, etcétera? Sí. Todo estuvo en concordancia con las antiguas reglas. El rapto es un arte bastante formal. Si hubiese sido uno de los grupos antiextranjeros que piensan que vuestro Ekumen tiene la intención de esclavizar al mundo posiblemente habrían ignorado las reglas; creo que fue una de las bandas-clan que esperaba recobrar poder por mediación mía, el poder que tuvieron en el anterior reinado. Pero aún no lo sabemos. Es extraño saber que uno los ha visto cara a cara y sin embargo no puede reconocerlos; quién sabe si no veo esos rostros a diario... Bueno, de nada sirve especular. Borraron toda huella. Hay una sola cosa de la que estoy seguro. Ellos no me dijeron que debía abdicar.
El plenipotenciario y ella caminaban juntos por la habitación larga e inmensamente alta y se dirigían a las sillas y doseles del extremo opuesto. Las ventanas eran poco más que rajas, como era habitual en este planeta frío; de ellas caían sobre el suelo oblicuamente proyectadas franjas leonadas de sol crepuscular que encandilaban a Axt, que contemplaba el rostro del joven rey bajo aquel resplandor sombrío, movedizo.
—¿Quién, entonces?
—Yo lo decidí.
—¿Cuándo, señor, y por qué?
—Cuando me tenían, mientras me estaban rehaciendo para que encajara en el molde que me habían preparado y actuara como querían. ¿Por qué? ¡Para no encajar en el molde ni actuar como quieren! Escúchame, Lord Axt: si hubiesen querido verme muerta me habrían matado. Quieren que viva, para que gobierne, para que sea rey. Como tal, seguiré las órdenes que implantaron en mi cerebro, trabajaré para lograr sus fines. Soy un instrumento, la máquina que esperan poner en marcha. La única forma de anular esto es descartar la máquina.
Axt era de entendimiento rápido; esa era la condición mínima para desempeñarse como un móvil del Ekumen. Además, las modalidades y asuntos de Karhide, las tensiones y sediciones de este dinámico reino le eran bien conocidas. A pesar de lo lejos que se encontraba Invierno del resto del género humano tanto en el espacio como en la fisiología de sus miembros, Karhide, su país dominante, había demostrado ser un miembro leal al Ekumen. Los informes de Axt se evaluaban a una distancia de ochenta años luz en las juntas centrales del Ekumen; el equilibrio del Todo descansa en cada una de sus partes.
Mientras ambos se sentaban frente al fuego en las grandes sillas duras, Axt dijo:
—Pero si abdicas no necesitarán siquiera poner en marcha la máquina.
—¿Aún si dejo a mi hijo como heredero, con un regente de mi propia elección?
—Quizá serán ellos los que entonces elegirían al regente —dijo Axt con cautela.
El rey frunció el ceño.
—No lo creo —dijo.
—¿A quién has pensado nombrar?
Se produjo una larga pausa. Axt veía cómo trabajaban los músculos de la garganta de Argaven mientras se esforzaba por hacer que una palabra, un nombre, atravesase un bloque. Una dura contracción, y por fin, en un susurro estrangulado, dijo:
—Gerer.
Axt asintió, sobresaltado; Gerer había sido regente durante un año después de la muerte de Emran y antes de la coronación de Argaven; sabía de su honestidad y total devoción por el joven rey.
—¡Gerer no trabaja para ninguna banda! —dijo. Argaven sacudió la cabeza. Parecía exhausta.
Poco después agregó:
—Lord Axt. ¿Podrá la ciencia de tu pueblo reparar lo que me han hecho?
—Posiblemente. En el Instituto de Ollul. Si mandase llamar a un especialista esta misma noche, tardaría veinticuatro años en llegar... Estás seguro entonces de que tu decisión de abdicar fue...
Un lacayo que acababa de entrar estaba poniendo una pequeña mesa junto a la silla del plenipotenciario. La cargó de frutas, rodajas de pan de manzana, un tazón de plata lleno de cerveza. Argaven se había dado cuenta de que su huésped no había desayunado. A pesar de que las viandas de Invierno (en su mayoría vegetales y los más de estos crudos) eran sosas para el gusto de Axt, se dedicó a ellas con gratitud; y como la conversación seria no cabía mientras comían, Argaven la desvió hacia asuntos generales.
—Recuerdo que una vez dijiste que a pesar de lo distintos que somos ambos, de lo distintos que son tu pueblo y el mío, nos une un parentesco de sangre. ¿Era una aseveración moral o material, Lord Axt?
Axt sonrió ante esta forma de diferenciar tan típica de Karhide.
—Ambas cosas, señor. La gente con la que nos hemos topado en todos los lugares que conocemos, en suma un pequeño rincón del espacio polvoriento bajo las vigas del Universo, es realmente humana. Pero el parentesco se remonta a un millón de años o más, a las Edades Ancestrales de Hain. Los antiguos hainitas colonizaron un centenar de planetas.
—Nosotras llamamos «antigua» a la época de antes de que mi dinastía gobernara Karhide..., ¡hace setecientos años!
—Nosotras también llamamos «antigua» a la Era del Enemigo, que fue hace menos de setecientos años. El tiempo se estira y encoge; cambia con el ojo, con la edad, con la estrella; hace de todo menos revertirse, o repetirse...
—El sueño del Ekumen es, entonces, restaurar aquella antigua y verdadera comunidad; volver a reunir a todos los pueblos de todos los mundos en un mismo hogar.
Axt asintió mientras mascaba el pan de manzana.
—Al menos entretejer cierta armonía alrededor. La vida adora el conocerse hasta sus más lejanos límites; se deleita comprendiendo lo que es complicado. Nuestra diferencia es nuestra belleza. Todos estos mundos y las variadas formas y costumbres de las mentes y las vidas y los cuerpos que hay en ellos..., juntos constituirían una armonía espléndida.
—No hay armonía que perdure —dijo el joven rey.
—Nunca se ha logrado ninguna —dijo el plenipotenciario—. El placer se halla en intentarlo —apuró su tazón, se secó los dedos con la servilleta de hierbas trenzadas.
—Ese fue mi placer como rey —dijo Argaven—. Ha terminado.
—Debería...
—Ha terminado. Créeme. Te tendré aquí, Lord Axt, hasta que me creas. Necesito tu ayuda. ¡Eres la pieza en la cual los jugadores no repararon! Tienes que ayudarme. No puedo abdicar contra la voluntad del Consejo. ¡Rehusarán mi abdicación, me obligarán a reinar, y si reino serviré a mis enemigos! Si no me ayudas, tendré que matarme —Argaven hablaba bastante serena y razonablemente; pero Axt sabía cuánto costaba a un karhidenita mencionar el suicidio, el acto despreciable en esencia—. De una forma o de otra —concluyó el joven rey.
El plenipotenciario se ciñó un poco más la gruesa capa; tenía frío, el mismo frío de hacía ya siete años.
—Señor —dijo—, soy un extraño en tu mundo, con un puñado de ayudantes y un pequeño artefacto mediante el cual puedo comunicarme con otros extraños de mundos lejanos. Represento el poder, por supuesto, pero no tengo ninguno. ¿Cómo podría ayudarte?
—Tienes una nave en la isla Horden.
—Ah, temía esto —suspiró el plenipotenciario—. Alteza, esa nave está en disposición de partir hacia Ollul, distante veinticuatro años luz. ¿Sabes, señor, lo que eso significa?
—Mi huida del tiempo, en el que me he convertido en un instrumento del mal.
—No hay huida —dijo Axt, sin vacilar—. No, señor. Perdóname. Es imposible. No puedo consentirlo, señor.
La helada lluvia primaveral repicaba sobre las piedras de la torre, el viento gemía en los ángulos y remates del techo. El cuarto estaba tranquilo, sombrío. Una lamparilla cubierta ardía al lado de la puerta. La niñera yacía en la cama, roncando suavemente; el niño estaba en la cuna cabeza abajo. Argaven estaba al lado de la cuna. Miró el cuarto, o más bien lo vio, lo conoció por entero, sin mirar. También ella había dormido allí cuando era una niña pequeña. Había sido su primer reino. Aquí había venido a amamantar a su niña, su primogénita, se había sentado cerca de la chimenea mientras la pequeña boca le tironeaba el pecho, le había canturreado las canciones que Burhob había canturreado para ella. Este era el centro, el centro de todo.
Con mucha cautela y suavidad deslizó la mano bajo la tierna cabecita, cálida, húmeda, blanda, y pasó por encima de ella una cadena de la que colgaba un anillo macizo con la insignia de los Señores de Harge grabada. La cadena era demasiado larga, y Argaven la anudó para acortarla, pensando que se podía enredar y ahorcar a la niña. Al dar escape a esa pequeña ansiedad, quiso vaciarse del gran miedo y la desdicha que la invadían. Se agachó hasta tocar con su mejilla la mejilla del bebé, susurrando inaudiblemente: «Emran, Emran, tengo que dejarte, no puedo llevarte; tendrás que reinar por mí. Sé buena, Emran, vive mucho tiempo, reina bien, sé buena, Emran...»
Se enderezó, se volvió, abandonó corriendo el cuarto de la torre, el reino perdido...
Conocía varias maneras de salir de Palacio sin ser vista. Siguió la más segura, y después se dirigió hacia el Puerto Nuevo, sola a través de las calles azotadas por la cellisca de Erhenrang.
Ahora no hay fotografía, al menos no se ve ninguna; ¿con qué ojos se podría observar un proceso que es cien millones de veces más lento que la luz? Ya no se puede decir que es un rey, ni un ser humano; la están trasladando. A duras penas puede ser considerada «hermano mortal» alguien cuyo tiempo pasa setenta mil veces más lentamente que el nuestro. Está más que sola. Parece que no existe, no es más que un pensamiento incomunicado. Y no obstante, viaja casi a la velocidad de la luz. Ella es el viaje. Veloz como el pensamiento. Ya ha doblado su edad cuando llega, habiendo envejecido menos de un día, a la porción de espacio que rodea una mota de polvo llamada Ollul, el cuarto planeta de un sol amarillento. Y todo esto ha sucedido en el más completo silencio.
Ruidosamente ahora, y con fuego y encandilamiento meteórico suficientes para satisfacer el anhelo de esplendor de toda una vida karhidenita, la diestra nave aterriza, colocándose entre llamas en el punto exacto del que partió hace unos cincuenta y cinco años. Al poco tiempo, el joven rey, visible, etéreo, inseguro, emerge de ella y se detiene por un momento en la salida, cubriéndose los ojos de la luz de un sol extraño, caliente.
Por supuesto que veinticuatro años o diecisiete horas atrás, depende de cómo se mire, Axt había avisado su llegada mediante el transmisor instantáneo; y cerca había ayudantes y agentes del Ekumen para saludarle. Ni siquiera los peones eran ignorados por estos jugadores de la gran partida, y este gethiano era, después de todo, un rey. Uno de los agentes había pasado uno de los veinticuatro años aprendiendo karhideño para que Argaven pudiese hablar con alguien.
El rey preguntó inmediatamente:
—¿Qué noticias hay sobre mi país?
—Lord Axt y el sucesor que usted ha dejado mandan con regularidad resúmenes de los sucesos, y varios mensajes privados para usted; encontrará todo el material en sus aposentos, señor Harge. Muy abreviado: la regencia de Lord Gerer fue benigna y tranquila, hubo una depresión en los dos primeros años, durante la cual fueron abandonadas vuestras colonias árticas, pero en este momento la economía es bastante estable. Su heredero fue coronado a los dieciocho años, y ya lleva siete en su mandato.
—Sí. Ya veo —dijo la persona que la noche anterior había besado a aquel heredero de un año.
—Cuando le parezca conveniente, señor Harge, los especialistas de nuestro Instituto de Beltix...
—Cuando queráis —dijo el señor Harge.
Penetraron en su mente con mucha suavidad, con mucha sutileza, abriendo puertas. Para aquellas que estaban bajo llave poseían delicados instrumentos que siempre encontraban la combinación; luego se hicieron a un lado, y la dejaron entrar. Hallaron a la persona de negro que no era Gerer, y el compasivo Rebade, que no era compasivo; se pararon con ella en el balcón del Palacio, y con ella escalaron las grietas de pesadilla hasta llegar al cuarto de la torre; y por último aquel que debió de haber sido el primero, la persona de rojo y blanco, se le acercó diciendo:
—Majestad, se ha descubierto un complot...
Y el señor Harge gritó con terror abyecto, y se despertó.
—¡Bueno! Eso fue lo que impulsó el resto. La señal para empezar a saltarse las otras órdenes y determinar la causa de su fobia. Una paranoia provocada. Provocada realmente de forma maravillosa, debo decir. Tome, beba esto, señor Harge. ¡No, no es más que agua! Bien podía haberse convertido en un monarca increíblemente depravado, cada vez más obsesionado por el temor a complots y subversiones, cada vez más desapegado de su gente. No de un día para otro, por supuesto. Esa es la maravilla. Le habría llevado varios años convertirse en un verdadero tirano; aunque sin duda planearon varias cosas favorables mientras tanto, una vez que Rebade se abriese camino, un camino hacia la confianza de usted... Bueno, bueno, ya veo por qué en el Clearinghouse se habla tan bien de Karhide. Si usted perdona mi objetividad, esta clase de habilidad y paciencia es bastante escasa...
Así siguió divagando el doctor, el arreglamentes, la persona peluda, grisásea, unisexuada de algún lugar llamado Cetians, mientras el paciente se recobraba.
—Entonces hice lo correcto —dijo por fin el señor Harge.
—Lo hizo. La abdicación, el suicidio o la huida eran los únicos actos o consecuencias que habría cometido por su propia voluntad, libremente. Contaron con que su moral no le habría permitido el suicidio, ni el voto del Consejo la abdicación. Pero al estar poseídos ellos mismos por la ambición se olvidaron de la posibilidad de la abnegación, y dejaron una puerta abierta para usted. Una puerta que sólo una persona de espíritu vigoroso, si usted perdona mi positivismo, puede elegir atravesar. Realmente debo leer sobre esta otra ciencia mental de ustedes, ¿cómo la llaman? ¿Predicción? Creía que era una especie de basura ocultista, pero evidentemente... Bueno, bueno, me imagino que estarán esperando que vaya pronto al Clearinghouse para discutir su futuro, ahora que hemos puesto su pasado donde corresponde, ¿eh...?
—Como desee —dijo el señor Harge.
En el Clearinghouse conversó con diversas personas del Ekumen para los Mundos del Oeste, y cuando le sugirieron que fuese a la escuela asintió de buena gana. Porque entre aquella gente apacible cuya cualidad principal parecía ser una tristeza fría y profunda, que no se distinguía de una hilaridad profunda y cálida, entre ellos, el ex-rey de Karhide se sabía una bárbara inculta e ignorante.
Asistía a la Escuela Ekuménica. Vivía en la ciudad Vaxtsit, en unas barracas cercanas al Clearinghouse, junto a unos doscientos extranjeros, ninguno de los cuales era ni andrógino ni ex-rey. Y como nunca había tenido mucho que fuese solamente de ella, ni tampoco privacidad, no le molestaba la vida en las barracas; tampoco era tan malo como había creído vivir con personas de un solo sexo, aunque encontraba que su condición de estudiante perpetuo era cansadora. Nada le importaba mucho. Trabajaba y transcurría los días con vigor y competencia pero siempre con cierto descuido, como el de alguien cuyo centro está en otra parte. Lo único que encontraba incómodo era el calor, el calor terrible de Ollul que algunas veces llegaba a los 35° durante la interminable estación deslumbrante, cuando la nieve no caía por doscientos días seguidos. Aun cuando al fin llegaba el invierno sudaba, pues rara vez la temperatura afuera bajaba de 10° bajo cero, y las barracas seguían sofocantes, pensaba ella, aunque los otros extranjeros llevasen gruesos jerseys todo el tiempo. Dormía sobre las sábanas, desnuda y agitada, y soñaba con las nieves del Kargav, el hielo del Puerto Viejo, el hielo que burbujeaba en su cerveza en las frías mañanas de Palacio, el frío, el querido frío amargo de Invierno.
Aprendió mucho; ya había aprendido que la Tierra, aquí, era Invierno, y que, aquí, Ollul era llamado la Tierra: uno de esos hechos que dan vuelta el universo de adentro para afuera, como una media. Aprendió que un régimen carnívoro provoca diarrea en los intestinos no habituados. Aprendió que las personas unisexuadas, a las que procuraba denodadamente no considerar como pervertidas, trataban denodadamente de no considerarla a ella como una pervertida. Aprendió que cuando pronunciaba Ollul como si dijera «horror» alguna gente se reía. También intentó olvidar que era rey. Una vez que la Escuela la tomó por su cuenta, aprendió y olvidó muchas más cosas. Las máquinas y los artefactos y las experiencias y las palabras (más sencillas y más exigentes) de los que disponía el Ekumen la condujeron a una insinuación de lo que sería el comprender la naturaleza y la historia de un reino que tenía más de un millón de años de antigüedad y un trillón de millas de extensión. Cuando hubo empezado a adivinar la inmensidad de este reino que era la humanidad y el dolor duradero y el desperdicio monótono de su historia, también empezó a comprender lo que se hallaba más allá de sus límites en el espacio y el tiempo, y entre rocas desnudas y soles como hornos y la desolación resplandeciente que prosigue más y más, vislumbró las fuentes de la hilaridad y la serenidad, los manantiales inagotables. Aprendió una gran cantidad de hechos, números, mitos, epopeyas, proporciones, relaciones y demás, y vio, más allá de los límites de lo que había aprendido, de nuevo lo desconocido, una inmensidad espléndida. En este acrecentarse de su mente y de su ser había una gran satisfacción; sin embargo estaba insatisfecha. No siempre la dejaban avanzar en ciertos campos tan lejos como quería; en las matemáticas, en la física cetiana...
—Ha empezado tarde, señor Harge —le decían—, tenemos que construir sobre las bases existentes. Aparte de esto, necesitamos que estudie temas a los que le pueda dar una aplicación útil.
—¿Cómo útil?
El etnógrafo Mobile Gist, escritorio por medio, la miró sardónicamente; representaba en ese momento a la pluralidad local con la que no se sentía involucrada: ellos, los que «le decían».
—¿Considera usted que no puede ser ya útil, señor Harge?
El señor Harge, por lo general discreto, habló con furia repentina:
—Lo creo.
—Un rey sin país —dijo Gist con su insulso acento terráqueo—, autoexiliado, supuestamente muerto, se puede sentir un poco superfluo. Pero en tal caso, ¿por qué cree que estamos perdiendo tiempo con usted?
—Por bondad.
—Oh, la bondad... Usted sabe que por más bondadosos que seamos no podemos darle nada que lo haga feliz. Excepto..., bueno. El desperdicio es una pena. Sin duda usted era el rey perfecto para Invierno, para Karhide, para los propósitos del Ekumen. Tiene un sentido del equilibrio. Quizás hasta podría haber unificado el planeta. Con seguridad que no habría dividido y aterrorizado el país, como parece ser que el rey actual lo está haciendo. ¡Qué desperdicio! Señor Harge, considere sólo nuestras esperanzas y necesidades, y sus propios atributos, antes de desesperarse por no ser útil en la vida. Deberá vivirla cuarenta o cincuenta años más, después de todo...
La última instantánea tomada bajo la luz de un sol extraño: erguida, cubierta por una capa gris al estilo hainita, una persona hermosa de sexo indeterminado está de pie, sudando copiosamente sobre la grama verde, al lado del Agente Principal del Ekumen en los Mundos oeste, el Inamovible, el señor Hoalans de Alb, que puede entrometerse (si así lo desea) en los destinos de cuarenta mundos.
—No puedo ordenarte que vayas allí, Argaven. Tu propia conciencia... —dice el Inamovible.
—Renuncié a mi reino hace doce años de acuerdo con mi propia conciencia. Se ha llevado su merecido. Lo que basta, basta —dice Argaven Harge, y en seguida ríe inesperadamente, lo que hace reír también al Inamovible. Salen, en medio de la armonía que los Poderes del Ekumen desean para las almas humanas.
La isla Horden, en la costa sur de Karhide, fue entregada al Ekumen como feudo absoluto durante el reinado de Argaven XV. Nadie vivía allí. Generaciones anuales de aves anfibias trepaban arrastrándose por las rocas áridas, y ponían y empollaban sus huevos y criaban a sus pichones, y por último los conducían en una larga fila india al mar. Pero una vez cada diez o veinte años el fuego lamía las rocas y el mar bullía en las costas, y si en la isla había aves anfibias, morían. Cuando el mar dejó de hervir, la pequeña lancha eléctrica del plenipotenciario se acercó. La nave espacial dejó salir una plancha de telaraña de acero que se apoyó en la cubierta de la lancha, y una persona empezó a subir mientras otra empezaba a bajar, así que se encontraron a mitad de camino, en el aire, entre la tierra y el mar; un encuentro ambiguo.
—¿Embajador Horrsed? Soy Harge —dijo el de la nave espacial, pero el de la lancha ya se estaba arrodillando, diciendo en voz alta en karhideño:
—¡Bienvenido, Argaven de Karhide! —mientras se enderezaba, el embajador agregó con un rápido susurro—: Ven como tú mismo. Explica cuándo debo... —debajo y detrás de él, sobre la cubierta de la lancha, había un grupo grande de gente que observaba con atención al recién llegado. Por su apariencia, todos eran karhidenitas; varios eran ancianos.
Argaven Harge se mantuvo erguida y perfectamente inmóvil durante un minuto, dos minutos, tres minutos, aunque su capa gris tironeaba y ondeaba en el frío viento marino. Luego miró una vez el pesado sol en el oeste, una vez a la tierra gris en el norte del otro lado del agua, de nuevo a la gente silenciosa agrupada debajo, en la cubierta. Se adelantó tan imprevistamente que el embajador Horrsed tuvo que hacerse a un lado con precipitación. Se dirigió sin vacilar a uno de los ancianos que había sobre la cubierta.
—¿Eres Ker rem ir Kerheder?
—Lo soy.
—Te reconocí por el brazo manco, Ker —hablaba con claridad; era imposible adivinar lo que sentía—. No podía reconocer tu rostro. Después de setenta años. ¿Algún otro que conozca? Soy Argaven.
Permanecieron en silencio. La miraron.
De pronto uno de ellos, al que los años habían llenado de marcas y cicatrices similares a las de un tronco que ha pasado por el fuego, se adelantó un paso.
—Mi señor, soy Bannith, de la Guardia de Palacio. Estuviste conmigo cuando yo era sargento y tú eras muy joven —la cabeza gris se inclinó repentinamente, como homenaje, o para ocultar las lágrimas. Después se adelantó otro, y otro; las cabezas que se inclinaban eran grises, blancas, calvas; las voces que saludaban al rey se quebraban.
Uno de ellos, Ker el manco, a quien Argaven había conocido cuando era un paje tímido de trece años, habló con ferocidad a aquellos que aún permanecían inmóviles:
—Este es el rey. Tengo ojos que han visto y que ven ahora. ¡Este es el rey!
Argaven los miró, rostro tras rostro, las cabezas inclinadas y las erguidas.
—Soy Argaven —dijo—. Fui rey. ¿Quién reina ahora en Karhide?
—Emran —le contestó uno de ellos.
—¿Emran mi hijo?
—Sí, mi señor —dijo el anciano Bannith; casi todos los rostros permanecían inexpresivos, pero Ker dijo con voz fiera y temblorosa:
—¡Argaven, Argaven reina en Karhide! He vivido para ver el retorno de los días luminosos. ¡Larga vida al rey!
Uno de los más jóvenes miró a los otros y dijo resuelto:
—Así sea. ¡Larga vida al rey!
Y todas las cabezas se inclinaron.
Argaven, imperturbable, recibió el homenaje, pero en cuanto tuvo una oportunidad de dirigirse a solas a Horrsed el plenipotenciario, le preguntó:
—¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué me han engañado? Me dijeron que debía venir para asistirle, como ayudante, del Ekumen...
—Eso sucedió hace veinticuatro años —dijo el embajador, disculpándose—. Yo estoy aquí desde hace solamente cinco. Los asuntos de Karhide van muy mal; el rey Emran rompió relaciones con el Ekumen el año pasado. En realidad, no sé cuál era el propósito del Inamovible en la época que le mandó venir, pero en estos momentos estamos perdiendo Invierno. Así que los agentes de Hain me han sugerido que desplacemos a nuestro rey.
—Pero yo estoy muerto —dijo Argaven, encolerizado—. ¡Hace sesenta años que estoy muerto!
—El rey ha muerto —dijo Horrsed—. ¡Viva el rey!
Al acercarse algunos de los karhidenitas, Argaven abandonó al embajador y se dirigió a la pasarela. El agua gris bullía y se deslizaba por el costado del barco. La costa continental se veía a la izquierda, gris con manchas blancas. Hacía frío, era un día de comienzos de invierno durante la Edad del Hielo. El motor del barco ronroneó suavemente. Hacía doce años que Argaven no oía el ronroneo de un motor eléctrico, la única clase de motor que la lenta y sólida Era Tecnológica de Karhide había decidido usar. El sonido le resultó muy grato.
—¿Por qué nos estamos dirigiendo hacia el este? —Argaven hablaba resueltamente y sin volverse, como quien sabe desde la infancia que siempre ha de haber alguien para responderle.
—Nos dirigimos a las tierras de Kerm.
—¿Por qué a las tierras de Kerm?
—Porque esa parte del país está rebelada contra el... contra el rey Emran. Yo soy de Kerm: Perreth ner Sode.
—¿Está Emran en Erhenrang?
—Erhenrang fue tomada por Orgoreyn hace seis años. El rey está en la nueva capital, al este de las montañas... La Vieja Capital, en realidad: Rer.
—¿Emran perdió las Tierras del Oeste? —preguntó Argaven, y volviéndose para enfrentar al joven noble fornido, insistió—: ¿Perdió las Tierras del Oeste? ¿Perdió Erhenrang?
Perreth retrocedió un paso, pero respondió con presteza:
—Durante seis años hemos estado escondiéndonos en las montañas.
—¿Están los Orgota en Erhenrang?
—El rey Emran firmó un tratado con Orgoreyn hace cinco años, en el que les cedía las Provincias Occidentales.
—Un tratado vergonzoso, majestad —interrumpió el viejo Ker, más feroz y tembloroso que nunca—. ¡El tratado de un idiota! Emran baila al son de los tambores de Orgoreyn. Todos los que estamos aquí somos rebeldes, exiliados. ¡El mismo embajador, aquí presente, es un proscrito que se oculta!
—Las Tierras del Oeste... Argaven I conquistó las Tierras del Oeste para Karhide hace setecientos años —dijo Argaven, que se había vuelto hacia sus hombres para contemplarlos con su mirada extraña, inteligente, perdida en la lejanía—. Emran... —vaciló—, ¿Cómo sois de fuertes en Kerm? ¿Os apoya la costa?
—La mayoría de los hogares del sur y el este están con nosotros.
Argaven permaneció pensativo por unos instantes y luego continuó su interrogatorio:
—¿Tuvo Emran un heredero alguna vez?
—No de la carne, mi señor —respondió Banith—. Procreó seis.
—Ha nombrado a Girvry Harge rem ir Orek como su heredero —dijo Perreth.
—¿Girvry? ¿Qué nombre es ese? Los reyes de Karhide se llaman Emran —dijo Argaven—, y Argaven.
Por último se ve la fotografía oscura, la instantánea que fue tomada a la luz del fuego; del fuego porque las plantas motrices de Rer están en ruinas, las tuberías cortadas, y en esos momentos media ciudad se está incendiando. La nieve cae pesadamente sobre las llamas y brilla, roja, un momento antes de derretirse en el aire, silbando sin fuerza.
La nieve, el hielo y la guerrilla mantienen acorralado a Orgoreyn en el lado oeste de los montes Kargav. Nadie ayudó a Emran, el viejo rey, cuando su pueblo se sublevó. Sus guardias huyeron, su ciudad arde, y finalmente debe toparse cara a cara con el usurpador. Pero en el postrer instante mantiene algo del descuidado orgullo familiar. No presta atención a los rebeldes; los mira con fijeza y no los ve, porque yace en el oscuro corredor iluminada solamente por los espejos que reflejan fuegos lejanos. Muy cerca se ve el revólver con el que se mató.
Argaven se inclina al lado del cuerpo y levanta esa mano fría. Empieza a quitar del dedo índice, nudoso por la edad, el anillo macizo, grabado, de oro. Pero no lo hace.
—Guárdalo —susurra—, guárdalo.
Por un momento se inclina más aún, como si murmurase al oído muerto o apoyase la mejilla contra aquel rostro frío y arrugado. Luego se yergue y permanece quieto, y poco después se pierde por los corredores oscuros, pasa delante de ventanas brillantes por el hielo y el fuego lejano, se dirige a organizar su hogar: Argaven, el rey de Invierno.