Luisa Valenzuela

El mundo es de los inocentes

Ésta es una historia verídica. No siendo en absoluto adicta a la autobiografía, puedo contarla como si fuera ajena.

De fútbol no sé nada, no sé nada de fulbo. Será por eso que me encuentro a bordo de un vuelo rumbo a Brasil para cubrir el encuentro Boca-Cruzeiro por la Copa Libertadores de América. Esto pasó hace mucho, en el illo tempore del loto Lorenzo, pero es como si fuera ayer porque el absurdo de la situación la vuelve eternamente presente. Vas como escritora, olvidáte del periodismo, me dijeron en la revista. De todos modos allá estarán los corresponsales, insistieron, y además es un viaje chárter con la hinchada de Boca, a cualquiera le podés pedir que te desasne.

Se juega el desquite. El primer partido lo ganó Boca como local, y ahora toca pelearla en el estadio de Cruzeiro, en Belo Horizonte. Cruzeiro fue campeón el año anterior, la cosa es peliaguda. Qué cuernos voy a escribir, pienso, en el avión que no es un verdadero chárter después de todo, es un vuelo de línea que nos dejará esta noche en Río para que la hinchada de Boca pueda retozar por las playas y después a los bifes. A mi lado está sentado un señor muy formal que no tiene cara de hincha de nada, a no ser de sí mismo, y no puedo preguntarle sobre fútbol. Entonces tengo poco que decirle, casi no hablamos. Ya podré, ya podré consultar con alguien. Acá tiene que haber al menos uno que se tome el tiempo de explicarme por ejemplo qué es eso del off side. Yo sé muy bien que “el alma está en orsai, che bandoneón” y casi se diría que entiendo el sentimiento. Pero ¿qué significa la expresión, técnicamente hablando, en el fútbol de verdad de los domingos nuestros de cada semana? Ya encontraré un incauto que me lo explique, y mucho más, ésta es la hinchada rica, la fina, la que puede pagarse vuelos semichárter y hoteles de varias estrellas. Así que en el avión no pero seguro sí en el ómnibus que nos llevará a la ciudad. El operador del tour casi me lo prometió. “Yo mucho no sé”, me dijo, “y tengo que ocuparme del malón, pero ni te preocupés: cada uno de éstos es un experto en potencia, te imaginarás”.

Me imagino. Y las mujeres también, seguro que expertas aunque sean —las pocas que hay— tiernas esposas que acompañan a sus fanáticos cónyuges. De tanto acompañar, no pueden menos que estar interiorizadas de todos los secretos y unos más de yapa. Yo me voy a poner en acción esta misma noche, voy a preguntar sin ser pesada, voy a llegar a Belo Horizonte con alguna noción sustanciosa y válida como para juzgar un partido más allá del obvio gol. Por qué se decreta penal, cuántos jugadores tiene que haber en el área chica para que valga el gol. Esos misterios.

Me instalo en el autobús contra la ventanilla, sólita y callada, con un tentador asiento vacío a mi lado. Seguro que alguno cae en la trampa. Le voy a preguntar…

Entre mi meta y yo se interpone un abnegado padre que hace sentar a su hijo. Unos diecisiete años, el nene. Síndrome de Down. Se llama Bobi, me informa, y empieza a bombardearme con preguntas retóricas. Renuncio por el momento a todo aprendizaje pragmático de las reglas del fútbol y sin todavía poder reconocerlo me sumerjo en su mística.

—¿A que no sabé qué llevo acá? —me pregunta el Bobi mostrándome un rollo, descontando de antemano que no sé.

—No sé —le contesto y es verdad.

—Labandera de Boca (y cuando dice Boca se le llena la ídem de una miel de paladar espeso). La vo’a sacá en la cancha, nel partido.

—Qué lindo —le digo con la esperanza de que no suene falso.

—¿Y a que no sabé cómo me vo’a vestir paral partido?

—No sé.

—Me vo’a poné un pantalón azul y una chombamarilla —dice, la boca llena de miel.

—Qué lindo…

—¿Y a que no sabé qué tengo encasa?

—No sé.

—Cinco cuadernolleno con lo nombre de todo lo jugadore de Bbboca.

Qué lindo, repito y repito a lo largo del largo desglosamiento de una pasión.

Pobre pibe, me digo mientras tanto. Pobre simple. Y no me queda espacio para compadecerme de mí, pobrecita yo que tengo que escribir la nota y ni siquiera sé por qué, y menos aún cómo es que el alma está en orsai. Che bandoneón.

Recién en Belo Horizonte, minutos antes de entrar al estadio, me encuentro con los colegas periodistas (aunque yo, no lo olvido, estoy aquí en mi calidad de escritora, puedo escribir lo que se me antoje: fantaciencia futbolera, realismo mágico, minimalismo del balompié. Hasta puedo pergeniar una larga reflexión y/o disquisición filosófica sobre los méritos y la universalidad de la pelota redonda: autocrítica de la buena niña de colegio inglés ahora finalmente avispada que en su juventud sólo asistió a partidos de rugby. Por los muchachos, es cierto, no por la pelota ovalada pero vaya lo uno por lo otro).

Debe ser por el lejano rugby que la hinchada de Boca ni me mira. Son un mazacote compacto, unidos en una única emoción compartida y un anhelo: ganar, ganar.

Su equipo debe ganar para hacerlos ganadores a ellos, para volverlos triunfales y darles un punto sólido de apoyo en la vida. Me siento como paria, ¿qué hago ahí sin palpitar al unísono? Y para colmo me da cierta tristeza el Bobi, con su banderita y con su chomba amarilla. Al pie del estadio, el compañero corresponsal deportivo me va dibujando los movimientos y formaciones en distintas servilletas de papel. Con mis machetes al alcance de la mano me instalo en el palco de periodistas. Bobi me da menos tristeza que antes; se lo ve alegre, consustanciado. Pobre simple, me dije la noche anterior en el ómnibus. Ahora su simpleza me parece admirable, rayana en la austeridad, porque el resto de la hinchada fina (no estamos hablando de la barra brava, no, estamos hablando de los que se pagan charter, no olvidarlo), ha desplegado banderas de Boca de varios metros de largo, hace sonar bocinas estridentes gracias a botellas de aire comprimido, y no usa pantalón azul y remera amarilla, nada de eso. Están disfrazados de xeneixes hasta con galerones absurdos, son la encarnación de Boca que truena en un simbólico medio de la cancha porque ese medio de la cancha está en sus corazones. Bobi se mantiene digno, entusiasmado pero digno. Yo miro mis machetes algo nerviosa, el partido está por largarse, Boca jugará con camiseta amarilla (como Bobi, no como el resto de la hinchada que luce las bandas azules y oro hasta en los dientes). Yo me siento una mancha de progesterona en medio del machaje hasta que me presentan a la otra, ahí a mis espaldas, la mujer del jefe de relaciones públicas del equipo, una mina amistosa y fanática que me da charla y unos cuantos datos valiosos.

Y ahí se larga el primer tiempo y toda nuestra parte del estadio, la tribuna detrás de mí con la hinchada a todo trapo, resuena como ya sabemos que resuenan estas cosas. Ellos saltan y saltan enfervorizando a su equipo para que nadie nunca más diga que el fútbol es lo que los norteamericanos llaman un deporte de espectadores; brincan y gritan como para impedir que alguno de los dólares invertidos en llegarse hasta acá, al estadio de Cruzeiro en Belo Horizonte en esta tarde de sol, pueda ser considerado un gasto pasivo. Se trata de entregarse a la actividad pura de azuzar a los jugadores de Boca desplegando las banderolas gigantes y haciendo sonar los bombos. Y pensar que todo esto —¡todos éstos!— venían en mi avión y yo tan tranquila durante el vuelo.

Así en la tribuna, porque lo que es sobre el césped los jugadores nuestros desarrollan una actividad para nada entusiasmante. Recién está por finalizar el primer tiempo y ya van perdiendo dos a cero, ya en el palco de periodistas se habla del desempate en Montevideo, ya la Copa Libertadores de América parecería querer permanecer en manos de Cruzeiro. O en sus piernas. Buen goleador, el Nelsinho. Hasta una lega como yo puede notarlo. No por eso nuestra fervorosa y siempre bienamada hinchada deja de gritar y de saltar y enardecerse. Es sabido que al argentino más que la realidad lo mueve la expresión de deseo, la ilusión de un triunfo por remoto que parezca. Todos somos campeones, de alguna manera, de alguna contienda, de alguna apuesta, en algún rincón de nuestra almita (la misma del orsai).

Y después ¿qué? Después el medio tiempo alicaído. La mujer del jefe de prensa ya casi ni habla, los periodistas argentinos somos un grupito escuálido de patos mojados, ni un chopp de Brahma queremos, ni un cachorro quente. Todo Brasil parece empezar a festejar mientras nosotros… O casi todo Brasil: el club rival de Cruzeiro, en Belo, es el de mayor arrastre popular pero no llegó a competir en la copa y su torcida está tan pero tan mufada que casi casi espera que gane Boca.

Ni eso nos consuela por el momento, ni nos consuela cuando el Toto Lorenzo invita al gentil periodismo patrio a presenciar el segundo tiempo desde la fosa. Yo ya formo parte de ese bloquecito selecto, ya me siento cronista deportiva me siento, y rauda parto a la fosa a ver el segundo tiempo a ras de los botines claveteados de los jugadores. No por eso la cosa mejora, y perdemos el partido, y mustios mustios con la enorme banderola mal arrollada y los parches de los bombos echando humo y las lenguas afuera, somos arreados por la empresa chárter al aeropuerto de Belo Horizonte en espera del avión que pasará a buscarnos para trasladarnos, así como estamos semidisfrazados (ellos) y agotados todos, a la excelsa Capital Federal que no nos recibirá con los brazos abiertos pero en fin. Es hora de volver a casita a desagotar la rabia en la bañera y a rezar para que el desempate en Montevideo nos redima.

En el pequeño aeropuerto semivacío, a la espera del vuelo especial que se demora, da grima verlos. Los desinflados hinchas (valga el oxímoron) están postrados, tirados en el piso a falta de asientos, como trapos esas ropas que fueron festivas en el estadio, patéticos ahora y vencidos. Bobi duerme. La única con aire menos denso es mi amiga madame jefe de prensa. En secreto me muestra el contenido de una bolsita de nailon que cuelga amorosamente de su brazo: un trapo amarillo, empapado de lo que presumo es sudor. “Es la camiseta de Tarantini”, me dice con orgullo. ¿Te la dio para lavar?, le pregunto yo con todo asombro y sinceridad y el desconocimiento más absoluto del fetichismo futbolero.

Buen día para el pez banana. Es así como mando al tacho una posible amistad.

Para consolarme me voy sólita al bar frente al aeroparque. Es un aeroparque diríamos casero, y también casero parece ser el vuelo que nos habían prometido porque el avión no llega y han pasado las horas y esperamos sin esperanzas. En dicho avión están nuestras valijas y la posibilidad de cambiarnos y ponernos ropa fresca para poder regalarle nuestras pilchas resudadas a algún improbabilísimo fan. El hecho es que en pleno desaliento me tomo una caipirinha y por primera vez me pregunto qué hace una chica como yo en un lugar como éste y no obtengo respuesta alguna hasta que vuelvo a cruzar la avenida hacia la sala de espera del aeroparque y allí están, mis compañeros de la hinchada, redivivos, bailando un desaforado samba con los guardias. La hinchada lleva puestos los cascos con la inscripción PM, la policía militar se ha encasquetado las galeras de Boca y todos danzan tras un bombo batido —con su palo de abollar cabezas— por uno de los uniformados brasileños, obvio miembro de la torcida del club rival de Cruzeiro.

Estoy acá por el carnaval, entiendo, aunque la época del año no lo amerite.

Y nuestro avión, cuando llega tras mil horas de demora, no puede llevarnos a destino porque ya es de noche y no está habilitado para vuelos nocturnos y es así como nos devuelve a Río, a un hotel para un sueñito rápido porque saldremos a la madrugada, siempre vestidos de Boca. Las valijas ya están estibadas, nos dicen, sacarlas significaría una injustificada pérdida de tiempo, nos dicen.

Y es así como después de tanta peripecia la hinchada y esta humilde escritora que suscribe nos encontramos por fin, en el amanecer de la derrota, en el Galeao, aeropuerto reluciente si lo hay. Estamos opacados y mal lavados y disfrazados y sin haber podido reponer ni recuperar el sueño. Parecen, parecemos, zombis avanzando por la larguísima cola para pasar migraciones. Muertos que caminan hasta que algo, una aparición, los devuelve a la vida. Son los jugadores de Cruzeiro que no han pasado mala noche, que han podido saborear el triunfo y bañarse y abrazar a los suyos y su chárter no los ha hecho esperar y ahora están de punta en blanco —mejor dicho, de blazer azul y pantalones grises como corresponde a chicos bien, casi casi los rugbyboys de mi adolescencia—, en prolija fila que avanza para adelantarse a nuestra cola, camino a Montevideo y llevando, oh sí, llevando en brazos la sublime, la tan codiciada y amada y gloriosa Copa Libertadores.

La hinchada de Boca se siente entonces en la peor de sus pesadillas. Enardecida, el odio surcándoles las venas: “¡Vamo a matarlo, vamo!”, gritan, y a ese grito de guerra rompen fila para abalanzarse contra la ordenada vanguardia de jugadores de Cruzeiro. Sólo que en el camino se produce la epifanía, y en esos pocos metros de brillante piso del Galeao Dios esboza una sonrisa y la furia se trueca en admiración, y llegados al lado del Nelsinho no lo matan, no, simplemente se paran en seco y le preguntan, señalando el pantalón gris que supuestamente es de franela:

—¿Y qué tené ahí, Nelsinho, un cañón tené en lugar de gamba?

El goleador sonríe al igual que Dios, por unos instantes reina la paz entre los hombres, la hinchada de Boca, disfrazada de Boca, toda oro y azul y sudor y alguna lágrima, es decir hecha un asco, le arrebata al capitán de Cruzeiro la enorme copa de plata y sale danzando por los pasillos del enorme aeropuerto internacional, de este lado de seguridad, eso sí, con la copa en ristre y una galera xeneixe coronando la copa. Y en medio del desaforado baile de los muertos en vida, de los resucitados más allá de la derrota, uno de ellos lo avizora y grita:

—¡El doctor Barnard!

Sí, el héroe del momento, el mismísimo míster transplante. Nuestros héroes de pacotilla, nuestros héroes por procuración y locura rodean entonces al doctor esgrimiendo la copa y pretenden que él grite ¡Viva Boca! Barnard sigue avanzando con su joven mujer del bracete e igualito a las innumerables fotos de los diarios, tranquilo en toda su apostura, indiferente al revuelo, como en otra galaxia.

Qué quieren que les diga. La cosa se vuelve tan fuera de control que cuando finalmente abordamos el avión (de línea) estoy al borde del ataque de nervios y ruego y amenazo y conmino hasta que me dejan pasar a primera a desentenderme del espanto.

Y creo que todo terminó allí y vuelvo a mi cotidianidad de colores variopintos y negros y blancos, sobre todo sedantes grises para borrar tanto enceguecimiento oroazul y tanto estruendo, y casi soy una mujer normal dentro de lo posible, cuando ¡oh milagro! Boca gana en Montevideo donde felizmente no he tenido que ir. Igual me invitan a festejar esa misma noche en la Bombonera y yo caigo en la tentación y allí reencuentro a nuestros queridos jugadores a los que tan bien les conozco los botines, y la querida hinchada de lujo con el corazón remozado, esplendente, como si el doctor Barnard hubiera obrado el milagro por simple imposición de manos.

El triunfo tiene estas ventajas, entre otras.

Allí están todos, allí está el Bobi más radiante que nunca, todo él nimbado de la luz cristalina de su propia miel. Y están los otros, a lo lejos los distingo porque lo que es yo, junto con mis flamantes colegas cronistas deportivos, he sido invitada a ingresar a la cancha, y nos abrazamos con los jugadores, y los abrazo y aprovecho. Ninguno me regala la camiseta pero me da igual, no pienso en camisetas, oigo los aplausos y los vivas y los gritos como si también fueran para mí. Es una noche de festejo con fuegos artificiales y todo. Por fin la copa está legítimamente en manos argentinas. Hasta yo me contagio del entusiasmo y eso que desconfío de las pasiones deportivas que como ya sabemos nos distraen de las otras. En fin, hasta yo, digo, me contagio y me siento parte de la corriente que lleva a los jugadores de golpe a iniciar la vuelta olímpica tras la Copa. Y tras los jugadores, los periodistas, porque ésta es una noche sui géneris de celebración en diferido. Y junto con los periodistas zarpo yo, feliz, la única mujer, sospecho, que dio o dará la vuelta olímpica en la Bombonera. Sintiéndome un bombón por ende, saludando a las masas, bien colocada el alma y encarando el arco.