Diego Lucero
Hoy comienza el campeonato
y habrá fiesta para rato
Juancito Añolotti siempre dice lo mismo: “No sé simanoviene es por culpa de mi apellido, yo viví siempre en la olla”. Así ha querido expresar este orre de ley y porteño de la primera hora por todos los dobladillos, la alegre mishiadura en la que ha vivido y de la que no se queja. Una vez en un partido que uno de los tiñes me lo tenía al otro metido en el arco y la hinchada, furiosa, gritaba: “A la olla… a la olla…”, Añolotti pegó un raje que fue a dar a la provincia, creyendo que la cosa era con él. Juancito es un viejo hincha de… de… que todolosaño cuando la tamanguera season coming the end, o que es lo mismo, por si no manyas el italiano, que quiere decir que cuando la temporada se la finisce, larga la alpargata apenas reintegrado a la home y bate sentencioso, como quien hace el juramento sobre lo Santosevangelio: “Esta es la última temporada que voy al fóbal. Como que me llamo Juancito, argentino, de estado civil casado en primeras y únicas nuncias. A mí no me la chapan más en los tablone. Que vayan otros giles a dejarse chacar por los de la AFA, a garpar espeso, a sufrirla de padecimiento físico y grandes dolores morale, a broncarla con los refles bombero, con los línema vendido al oro de Moscú y con los canas de la Montada que cuidan la boletería y te tiran el yobaca arriba los níspero y si te descuidás, con la herradura te achatan el miñique (el del callorda grande como un imperio). Que vayan otros a ser pulpa de cañón y carne de presidio. ¿Y todo pa qué? Todo para ver, como siempre, marchar pa la conejera a los colores amados, mis viejos colores, mi clu querido, ¡siempre avanti y mai tremare, derrotado o vencedor!”. Este monólogo del juramento, Juancito se lo sabía de memoria de tanto repetirlo. ¡Nunca… jamás…! ¡Qué parolas al pepe ésas que se emplean para los grandes momentos! Bueno. Son masomeno como esos que ponen la mano sobre los Santosevangelio, y hay cada uno que si no le sacan la mano a tiempo, se portan vía los Santo e anche los Evangelios. Cosas sin importancia. Basta tener salú.
Juancito Añolotti, porteño de la primera hora, estuvo en todas. Conoció a Pepe Buruca Laforia el golkipe del Alumni de los Brones, una tarde allá en Barracas; además fue uno de los que desprendió los yobacas del carruaje del Peludo cuando la primera presidencia y se puso él de caballo, por la promesa que le hizo un caudillo de San Telmo de darle un laburo de musolino en la Municipalidad. Promesa, que por suerte para Juancito, nunca cumplió el chanta del comité. Jamás encanalló sus honradas manos laburando. Pero de puro metido, en la güelga de Vasena fue güelguista y en una vuelta lo cacharon los cana y me le dieron una tal mano de charrasca en el lomo, que lo tuvieron que poner en salmuera una semana para abajarle los chichones. Fue uno de los incendiarios de la tribuna de Gisnasia y Esgrima de Palermo, aquella tarde de 1916, que jugábamos contra lo orientale, pisodio inolvidable que fue un ejemplo patriótico de cómo lo hincha de entonce se hacíamo respetar, se hacíamo. Después la votó por Don Marcelo. Estuvo con Giacobini. No faltó a ningún velorio y, cumplidor riguroso con sus deberes de hincha, no hubo una sola doménica de su larga existencia, pobre pero muy limpia, que Añolotti no estuviera presente en el tablón. Ni cuando la gripe española, con cerca de 50 grados de fiebre, que te juro que ya se estaba viendo calavera, dejó de cumplir con un deber, el deber de todo hincha, respondiendo, fiel como un rrope, a la consigna sacrosanta: “de la casa a la cancha y de la cancha a la casa”.
Cuando Sinforosa Rapañeta, la fiel consorte de Juancito (el que estuvo en todas) que siempre lo espera de vuelta de los partido con la palanganita pronta para que el coso se remoje los dátiles que vienen echando humo, al escuchar al viejo hincha cantarle en todo fin de temporada y desde hace masomeno cuando el Centenario, la misma milonga prometedora del mentiroso: “nunca más volveré al fóbal…”, se me le encara con una cara de esas que dan gana de pedírsela prestada para sustar cobradores y le dice como quien le habla a un caballo: —Ma finíscela de una vez, toco de salame, con eso de prometer que vas a dejar de ir a la cancha. Desde cuando nombraron presidente al Peludo la primera vez (y que todavía si mal no recuerdo están por darte el empleo) mestás diciendo lo mismo. Y yo… que siempre esperaba que cumplieras, de cuando éramos novio, que todas las doménicas me ibas a yevar al güequend y yo el güequend me lo tuve que hacer yendo a la cárcel a yevarte la repita y el tabaco…
—Pero negra, tené paciencia. Sacrificáte un cachito más. ¿No ves que estoy cumpliendo una promesa? Le prometí a San Pilato no sacarte ni a la vedera hasta que mi clu no salga campión. Van nada más que cuarenta años. Tuvimo mala suerte. Los juece nos mandan al bombo. Tené paciencia. Sacrificáte. No es por mí, es por la promesa. ¿O es que serás una mujer tan sin corazón que me querés hacer quedar como un chancho con San Pilato? —Juancito dijo esto con un aire severo, de dignidad ofendida. La Rapañeta, abrumada, fue a buscar más agua para la palanganita de los pies de su consorte, aquellos pies de hincha cumplidor cuya foja no tiene un solo punto en contra (salvo casos de fuerza mayor, veraneos en Devoto); aquellos pies de porteño de la primera hora, nunca mancillados en la deprimente marcha forzada de los que buscan laburo…
Es que esto del Campeonato es así. Termina la temporada y el hincha, mientras pliega la bandera, no hace más que reflexionarla de estrilo, rencor y bronca. Y saltan las parolas mentirosas de siempre: “Nunca… jamás… si vuelvo a los tablone nomemiremálacara”. Y el hombre, el hombre que tiene sentimiento, apenas oye picar una pelota, vuelve. Vuelve como el criminal al sitio donde encajó la puñalada. ¿Qué le vachaché si es más fuerte que uno, si uno el fóbal lo lleva en la sangre? Es que esto es como lo del gotán, cuando el coso que ve volver a la rea que a la final ha querido, le bate la sentencia sobradora: “Entra nomás, no te achiques, serás la madr’emis hijos, pero mi mujer jamás”. Eso pasa al final de temporada, por ahí por diciembre, cuando el jazmín del cabo, que es la flor de los pobres, empieza a perfumar los bulines con ese olor lindo que sabe a Noche Buena. El “serás la madr’emis hijos, pero mi mujer jamás” equivale al “nunca más piso un tablón”. El que dice aquello es un taita de ley, de los que tienen el corazón duro cuando hay que tenerlo en afaires de polleras. Pero, pasa marzo… llega abril… es un domingo, por la mañana… el reo está atorrando en esos deliciosos estados de ñaca dominguera mientras estudia la “verde” pa colocar seguróla algunos mangos… Es entonces cuando dentra la fayuta y le dice con sumisión querendona: “¿Querés ñato que te traiga unos matecitos donde la catrera?”. El tipo la juna y después, con un tono bastante cabreroide, le dice sin darle ni un jeme de pelota: “Bueno… traiga nomás…”.
Y ella llega con el mate amigo, el viejo mate criollo que en la mano de un hombre tiene, en tibieza y en forma, algo de un seno de mujer; que tiene el amargor y el dulzor de la vida misma y que en el corazón lleva escondida una calandria gaucha que canta, como canta el amor, pidiendo más. Ella llega con el mate. Se sienta en el tálamo. Él, sorbe, sin darle boliya, como si no existiera. Pero un derrepente, sin querer, moviéndose para acomodarse mejor para el atorro, se topa con lo que está sentado. Se queda un ratito junto al tomacorriente. Su orgullo le grúa: “Atenti musquiti que se viene el vendaval. Acordáte de lo dicho: ‘… pero mi mujer, jamás…’”. Mentira. Mentira. En el fondo la quiere a la rea que un día le dio el esquivo. Y de pronto, larga el mate, que rueda con su calandria cantora escondida en el hueco de su entraña, la envuelve en un abrazo a la rea y allí queda probado que el amor puede más que el juramento. Porque no se puede jurar contra el amor. Y con el fóbal le pasa al hincha lo mismo. Porque hoy, hoy mismito, en miles y miles de bulines, se escuchará este diálogo siempre repetido y siempre nuevo:
—Negra, preparáme temprano el estofado que tengo de irme a la cancha.
—¿Cómo —le dice asombrada la percanta largando la espumadera—, no dijiste y juraste y perjuraste que no ibas a ir más a los tablone?
—Y qué querés… el deber me lo impone, la patria lo reclama. ¿No sentís que están tocando diana?
Es que por la calle ya están pasando los camiones, los camiones del glorioso acarreo que le dan a cada domingo a la porteña urbe, a esta dudad de Nuestra Señora de los Pozos Hondos y Santa María de los Buenos Aires, la fisonomía alegre, única en el mundo, de pueblo que quiere ser feliz y esconde sus pesares en el canto de guerra, siempre repetido y siempre fresco de: “¡Huracán, siempre adelante, derrotado o vencedor!”.
Es un pueblo que quiere ser feliz. Y que el domingo lo es porque de mañana se levanta con campanas, y de noche se acuesta con la música del picar de la pelota, campana sonora de la emoción sin par del fútbol, que es para el pueblo pasión, locura, impulso, arrebato, ira, estruendo, llanto, risa, fiesta.