Habían construido la nave en el patio interior de la casa de Larry. Ese patio era mayor que el de Chan y el de Al, puesto que la vivienda de los padres de Larry se hallaba en las afueras de la ciudad, en un lugar donde las casas estaban muy separadas y no pertenecían a bloques, donde la campiña, en algunos casos, se extendía a partir de la puerta trasera.
Por aquel entonces, Larry ni siquiera había pensado en que un día pudiera llegar a convertirse en un astronauta auténtico. Marte le fascinaba igual que a Al y Chan, pero en su corazón abrigaba la esperanza de ser bombero.
Un par de caballetes, que Al encontró en el piso superior del garaje de su padre, sirvieron de soporte para la nave. Sobre esta base clavaron la cubierta: una plataforma construida con restos de madera que birlaron de la parte trasera de la nueva escuela. El padre de Chan, chatarrero de profesión, ya les había dicho que podían quedarse con el enorme conducto de humos de forma cónica que había cogido tras la demolición de la vieja empresa de maquinaria agrícola de Larrimore. Una calurosa tarde de julio, los tres amigos rescataron la chimenea de entre los desechos que había en la trasera del vallado depósito de chatarra y la hicieron rodar hasta llegar a la casa de Larry. Allí, jadeantes y sudorosos, la montaron sobre la cubierta y la aseguraron con tres maderas oblicuas.
La limpieza y pintado de la chimenea les llevó dos días. Sin embargo, no les costó nada, ya que en el sótano de la casa de Larry encontraron botes de pintura de todos los tipos, más o menos llenos. No había siquiera dos colores idénticos, pero mezclando los más brillantes obtuvieron una hermosa tonalidad azul verdosa.
El tercer día, en cuanto la pintura estuvo lo bastante seca, instalaron el motor iónico: un modelo Briggs and Stratton que el padre de Al había guardado cuando se desembarazó de su vieja segadora. Ya habían serrado una sección de la cubierta de cincuenta por cincuenta centímetros y construyeron una compuerta que funcionaba siguiendo el mismo principio de una trampa. Por último, instalaron el tablero de mandos, donado por el padre de Chan, que procedía de un Ford 1957.
¡Atención, Marte! ¡Aquí vamos!
Todo esto sucedió antes de que el Mariner 4 pusiera fin a la existencia de los canali de Giovanni Schiaparelli, los canales de Percival Lowell y las «vías fluviales» de Edgar Rice Burroughs, «demostrando» prematuramente que Marte era un planeta muerto, tanto geológica como biológicamente.
Su elección del lugar de aterrizaje fue extraña, francamente extraña.
El mapa que utilizaron mostraba todo tipo de zonas sombreadas y misteriosas que designaban mares, lagos, lagunas y otros detalles, y eligieron una región que se hallaba parcialmente limitada por una de las mayores de dichas zonas. Siguiendo el mismo criterio habrían podido seleccionar una cualquiera de entre otra media docena de regiones. Pero no hicieron tal cosa.
Tras la elección del lugar empezaron a pensar posibles nombres para la nave espacial, decidiendo llamarla por fin La Reina de Marte. A continuación, programaron el despegue para las veintidós horas de la noche siguiente. Marte debería ser visible a dicha hora, hecho que les permitiría determinar el rumbo. Puesto que el viaje de ida y vuelta duraría al menos dos horas y ellos deseaban disponer de mucho tiempo para explorar, tuvieron permiso paterno para pasar fuera toda la noche. Chan y Al no tuvieron problemas a este respecto, pero la madre de Larry se puso furiosa y tan sólo la intervención de su padre hizo posible su participación en el histórico vuelo a Marte.
Pasaron el día siguiente cargando a bordo equipos y suministros, pintando el nombre La Reina de Marte en grandes letras negras sobre la proa de la nave y especulando acerca de lo que encontrarían al llegar a su destino. El equipo consistía en tres sacos de dormir y la linterna del padre de Larry. Las provisiones comprendían tres bocadillos de jamón (cortesía de la madre de Chan), tres latas de cuarto de kilo de cerdo con judías (hurtadas por Larry del armario de la cocina de su madre) y tres envases de cartón de leche con chocolate.
Cargaron los víveres el último día.
—Quizá deberíamos llevar algún arma —sugirió Al—. Por si las formas de vida resultan ser hostiles.
Chan fue a su casa y cogió un hacha pequeña, Al un bate de béisbol y Larry subió a su habitación y se llevó la navaja de boy scout que había sido de su padre. Tenía cuatro hojas, una de ellas un abrelatas que iría muy bien para abrir los envases de cerdo con judías.
Llegaron las nueve en punto. Las nueve y media. Las estrellas empezaron a mostrarse.
—¡Ya veo Marte! —exclamó Chan—. ¡Allí!
Anaranjado y tentador, el planeta era como un faro en el cielo nocturno.
—Vámonos —dijo Al—. Podemos establecer el rumbo ahora.
—Pero todavía no son las veintidós horas —objetó Larry.
—¿Y eso qué importa?
—Importa mucho. Se supone que las misiones espaciales han de seguir un horario estricto.
—No cuando se dispone de un motor iónico. Si tienes un motor iónico, dices «¡Vámonos!» y te vas.
—Vale, vale —cedió Larry—. Además, ya casi es la hora de despegue.
Subieron a la nave, cerraron la compuerta y tomaron asiento en la oscuridad. Larry encendió la linterna, la enfocó sobre el tablero de mandos y estableció el rumbo.
Al inició la cuenta atrás. Al llegar a cero, Larry «activó» el motor iónico.
—¡Allá vamos! —gritó.
Como no tenían otra cosa que hacer, se comieron los bocadillos de jamón y los acompañaron con el chocolate. En cuanto terminaron de comer, Larry apagó la linterna para economizar las pilas. Luego estuvieron sentados en silencio durante un tiempo que pareció varias horas, pero como ninguno había pensado en llevarse un reloj, las horas pudieron ser minutos. No podían saberlo. Otro detalle que habían descuidado era la instalación de una tronera. Sin embargo, había una grieta en el compartimiento, situada en el punto donde estaban soldados los dos extremos de la lámina metálica que formaba la chimenea, y finalmente Larry se levantó y atisbo a través de la estrecha abertura.
—¿Qué ves? —preguntó Chan.
—Estrellas —dijo Larry.
—Caramba, ya deberíamos haber llegado —dijo Al—. Aparta, déjame mirar.
Larry abandonó la improvisada tronera.
—¡Hey! —gritó Al un momento después—. ¡Lo veo! ¡Justo delante!
—De acuerdo, Al —dijo Larry—. Pondré la nave en órbita y tú me avisas cuando localices el punto de aterrizaje.
—¡Hey! ¡Veo una canal! ¡Dos! ¡Tres!
—Olvídate de los canales y permanece atento al lugar de aterrizaje.
—Ya lo veo. Justo debajo de nosotros. Es una llanura grandiosa con un canal que corre en medio. ¡Hey! ¡Veo una ciudad!
—Estamos muy altos. No puedes ver una ciudad.
—Es igual. La veo de todas formas. Desciende, Larry. ¡Desciende!
—Tengo que girar la nave primero, así aterrizaremos correctamente. ¡Agarraos!
Terminada la maniobra, Larry aceleró el motor iónico para aterrizar con suavidad. Pasaron los minutos. O quizá fueron sólo segundos. De repente se produjo una ligera sacudida.
Era imposible, pero se produjo.
Peleándose por salir, los tres astronautas descendieron a través de la compuerta, gatearon bajo la nave y finalmente se quedaron de pie junto a ella. En su prisa, Al olvidó su bate de béisbol, Chan su hacha y Larry el cuchillo de su padre.
Había una ciudad.
Se alzaba en la confluencia de tres canales. El más próximo de ellos dividía en dos la gran llanura en que había aterrizado la nave. La urbe poseía dos torres tan altas como el Empire State Building. Infinidad de luces brillaban por encima de su descollante muralla y un par de amplias puertas permitían entrar y salir de ella.
El aire era claro y frío. La visión de las estrellas, rutilantes en un firmamento totalmente negro, resultaba dolorosa. Había dos pequeñas lunas. Una por encima de sus cabezas, otra elevándose rápidamente sobre el horizonte.
Mientras contemplaban fijamente la lejana ciudad, un ruido parecido al del trueno sonó tras de ellos. El sonido fue aumentando y separándose en una veloz sucesión de amortiguados golpes de cascos. Se giraron y avistaron una enorme bestia con las fauces abiertas abatiéndose sobre ellos. El animal iba montado por un jinete. Los tres amigos se apretujaron contra la nave. La bestia poseía ocho patas y una cola larga y plana. Pasó junto a ellos como una locomotora de carne y hueso y la tierra tembló bajo el peso de las terribles pisadas. Larry emitió un sonido entrecortado al vislumbrar el rostro del jinete.
Era la cara de una mujer bellísima.
¿Había visto ella a los tres astronautas o a La Reina de Marte? Difícilmente podría no haber advertido la presencia de la nave espacial, pero el caso es que no dio señales de verla. La bestia prosiguió su marcha por la llanura, disminuyendo de tamaño con rapidez. Al llegar a la muralla de la ciudad, las puertas se abrieron lo bastante como para que la bestia y su jinete pasaran a través de ellas y luego se cerraron de nuevo.
Al suspiró profundamente.
—Debemos de estar soñando —dijo.
—Soñando —repitió Chan.
Larry no dijo nada. La mujer le había resultado exasperantemente conocida. ¿Dónde la había visto antes?
A aquella horrible bestia de ocho patas…
También el animal había hecho sonar un timbre en su mente.
—Bueno —dijo Chan con cierto temblor en la voz—, ya que estamos en Marte, ¿qué vamos a hacer?
—Vamos a explorar, claro —contestó Larry, fingiendo mucha más seguridad de la que de hecho sentía.
—¿La… la ciudad?
—Bueno… será mejor que olvidemos la ciudad. Echemos un vistazo a ese canal.
—¡Os reto! —gritó Al. Empezó a correr.
Su primera zancada le dejó a medio camino de la orilla más cercana. Cayó suavemente sobre su espalda, rebotó y quedó de pie.
—¡Hey, es muy divertido!
Larry y Chan le siguieron a un paso más prudente, dando pequeños saltos y tratando de caer de pie, cosa que lograron algunas veces, pero no siempre. Cuando llegaron a la orilla, Al ya estaba allí observando el agua. El líquido era tan diáfano que los guijarros del fondo del canal parecían estrellas. La orilla opuesta se hallaba quizá a más de medio kilómetro, bordeada a intervalos por edificios de aspecto curioso, de cuyas ventanas brotaba una luz amarilla.
El margen del canal donde se encontraban los astronautas estaba repleto de piedras planas. Empezaron a lanzar algunas al agua para ver quién de los tres llegaba más lejos. Ganó Al. Arrojó una piedra con tanta fuerza que los rebotes la hicieron llegar casi a la otra orilla.
—¡Algo se acerca! —murmuró Chan.
Larry escuchó entonces el sonido: el turn-turn-turn de cascos pesados. El ruido venía de la ciudad.
Al principio no pudo ver nada. Luego tres figuras aparecieron bajo la luz de las lunas y las estrellas. Las figuras de tres bestias gigantescas montadas por otros tantos jinetes.
Los tres astronautas se quedaron paralizados.
Hubo otros sonidos. Un estruendo que parecía provocado por armas de fuego. Un crujido como de arneses de cuero.
Los monstruos eran iguales que el anterior que había pasado atronadoramente a su lado. El hecho de que estas bestias caminaran en lugar de correr no disminuía en absoluto su aspecto formidable.
Poco a poco, conforme la distancia iba reduciéndose, los tres jinetes fueron haciéndose cada vez más nítidos. El de la izquierda era un hombre blanco, apuesto, de cabellos oscuros y edad indeterminada, que vestía atavíos de cuero, o así lo parecía, y llevaba una larga espada colgada al cinto. El jinete del medio era la mujer bellísima con la que los astronautas se habían topado poco después de su llegada. Tal vez la montura sobre la que cabalgaba ahora era la misma, pero no había forma alguna de asegurarlo. Su pelo negro estaba recogido en una malla dorada. Petos, también dorados, incrustados de joyas, cubrían sus senos, y una falda formada por innumerables tiras doradas ocultaba y revelaba alternativamente sus piernas. El tono oscuro de su piel indicaba que estaba muy curtida por el sol o que poseía un color rojizo natural.
El jinete de la derecha, probablemente un varón de su especie, se destacaba mucho sobre los otros dos e iba armado con un largo rifle de tres metros y una espada. Sus vestiduras eran similares a las del hombre blanco, apuesto y de cabellos oscuros, pero allí concluía toda similitud. Mostraba unos colmillos blancos y relucientes y sus ojos estaban situados a ambos lados de su cabeza. Unas orejas en forma de antena se elevaban justo por encima de aquéllos y, en el centro exacto de su rostro, dos hendiduras verticales sustituían la nariz. Su tamaño y rasgos habrían sido ya suficientes para desmoralizar a los tres astronautas, pero aún había más: en lugar de un par de brazos, tenía dos, y la deficiente iluminación de las lunas y las estrellas dejaba entrever que su piel era verde.
Rocas. Se mirara donde se mirara, rocas.
Marte había llegado a ser asociado con rocas. Las relativamente pequeñas fotografiadas por las sondas Viking I y II y las dos enormes que poblaban el cielo, denominadas lunas.
Larry, en la tenue luz solar y bajo un firmamento extraordinariamente brillante, se preguntó cuál sería la opinión de Hardesty, el astronauta que permanecía en el módulo de aterrizaje y que enfocaba sobre él la cámara de televisión (el sistema montado en el módulo no había pasado la serie final de pruebas hechas al equipo). ¿Acaso Hardesty estaría tan desilusionado como él respecto al lugar de aterrizaje?
La elección del lugar por parte de la NASA se había basado en motivos altruistas, pero había constituido una injusticia para el planeta. El Marte del Mariner 9, tal como lo habían denominado, mostraba una notable diferencia con el Marte romántico postulado por los astrónomos de finales del siglo XIX y principios del XX, aunque resultaba fascinante por derecho propio. Al este de donde se hallaba Larry, muy por debajo del horizonte, Hecates Tholus, Albor Tholus y Elysium Mons se cernían sobre la extensa curvatura en la capa exterior marciana denominada Elysium. En el hemisferio opuesto, al sur del ecuador, se extendía el imponente conjunto de cañones conocido por Valles Marineris. Al noroeste de dicho conjunto se hallaban la inmensa cresta Tharsis y los volcanes extintos Arsia Mons, Pavonis Mons y Ascraeus Mons, gigantes por derecho propio. Más hacia el norte y al oeste, el más imponente de todos ellos, Olympus Mons, se elevaba casi veinticinco kilómetros en el cielo marciano.
Pero la NASA había dado su aprobación a la región Isidis. Podía considerarse un lugar vulgar, pero ofrecía un mínimo de riesgo y un máximo de seguridad. La NASA había decidido, nada menos que con año y medio de antelación, que si el hombre iba a caminar sobre Marte debía hacerlo, por primera vez, precisamente en este lugar.
Tan sólo Owens, el tercer astronauta que orbitaba el planeta a bordo del módulo de mando, veía Marte tal como debía verse. Era el único que podía observar, alternativamente, las dos «caras», la joven y la vieja. En cierto sentido, Larry le envidiaba.
CONTROL MISIÓN: ¿Todo va bien, comandante Reed?
LARRY: Todo va bien. Lo único que hago es orientarme.
CONTROL MISIÓN: Usted es la nueva estrella de la televisión, Larry. La estrella más brillante de toda la historia. Todo el mundo está contemplándole.
Su esposa. Su madre y su padre. Su hija de doce años y su hijo de diez.
Todo el mundo.
Trató de percibir las múltiples miradas, pero no pudo. No sentía nada en absoluto. Era el mejor momento de su vida, pero no sentía nada.
Fatiga, ésa era la razón. No una fatiga física, por más que la experimentara, sino una fatiga emocional. El inevitable resultado de pasar mes tras mes en un ambiente restringido, en la inevitable compañía de otros dos seres humanos y luchando por no volverse loco.
Si se había detenido en plena caminata por Marte no había sido únicamente para orientarse, sino también para recapacitar sobre el vuelo de La Reina de Marte, para sacar algún sentido del Marte en que, al parecer, habían aterrizado él, Chan y Al. Empezó a alejarse del módulo de aterrizaje. La cámara le había estado enfocando desde el mismo momento en que ayudara a Hardesty a colocar la bandera metálica. El punto de aterrizaje se hallaba ligeramente al norte de la depresión de Isidis. Durante los minutos finales del descenso, Larry había tenido que gobernar manualmente la nave para posarla en una zona relativamente despejada. El artefacto descansaba ahora sobre sus largos y estilizados soportes, en un contraste grotesco con sus alrededores. Las rocas y piedras arrojadas hacía eones en el instante de la creación del inmenso cráter estaban diseminadas en todas direcciones: al sur, hacia el borde erosionado por el viento, al este, hacia tierras bajas caracterizadas por sus mesetas, al oeste, hacia llanuras repletas de cráteres, y al norte, cubriendo una extensión que parecía interminable.
Larry se encaminaba hacia el norte de un modo lento y cauteloso. Estando en Marte pesaba menos de cuarenta kilos, pero el terreno únicamente era apropiado para dar enormes zancadas.
Recordó irónicamente la enorme /zancada de Al. Recordó de nuevo los canales, la ciudad y la llanura. ¿Todo había sido un simple sueño?, se preguntó. Y si había sido así, ¿lo había soñado él solo? ¿Acaso Al y Chan habían tenido la misma experiencia? No se había atrevido a comentarlo con ellos después del «viaje», por temor a que se burlaran de él. Y quizá a sus dos amigos les había asaltado el mismo temor.
Habían transcurrido muchos años desde entonces, pero seguía sin saber la respuesta a sus preguntas.
Los tres jinetes detuvieron sus monstruosas monturas a pocos metros de la orilla del canal, frente a los tres perplejos astronautas.
Larry empezó a comprender por fin por qué aquellos personajes le resultaban conocidos. Los había visto antes.
En libros.
Igual que Al y Chan, aunque quizá ellos no se acordaban.
Pero conocer la identidad de los jinetes no servía de nada. Encontrarse con ellos en la ficción era una cosa, verlos en realidad… era muy distinto. Larry sintió el mismo terror que Al y Chan cuando el jinete de la derecha cogió con sus dos manos superiores el rifle que hasta entonces había sostenido con el par de manos inferiores. Cuando los tres astronautas dieron la vuelta y huyeron, el jinete hizo idénticos movimientos.
Con dos pasos gigantescos llegaron hasta La Reina de Marte. Se metieron en la nave, cerraron la compuerta y se apretujaron en la oscuridad. Ninguno de ellos pensó en «activar» el motor iónico, pero el mecanismo, al parecer, se «activó» por sí mismo. En cualquier caso, al amanecer se hallaban sanos y salvos en la Tierra.
La endeble luz solar confería un tono rojizo a las rocas. Larry estaba a punto de rodear una que era mucho más grande que el resto, cuando un tenue fulgor en el suelo atrajo su atención. Se inclinó y vio un objeto pequeño y oblongo. Lo cogió.
Se enderezó, sosteniendo el objeto en su mano enguantada y contemplándolo con incredulidad a través del oscuro visor de su casco. En aquel momento supo que las cosas jamás volverían a ser iguales para él. Nunca.
Chan y Al fueron a sus respectivas casas, llevándose sus sacos de dormir y prometiendo volver la mañana siguiente para desmantelar la nave espacial (se había acordado tácitamente que no efectuarían más vuelos a Marte). Larry volvió a poner la linterna en el compartimiento de los guantes del coche de su padre y después puso en el armario de la cocina las tres latas sin abrir de cerdo con judías. Antes de subir a su habitación para acostarse, se tomó un tazón de leche con cereales.
No echó de menos su navaja de boy scout hasta bien avanzada la tarde. Lo buscó en la nave espacial y escudriñó el patio interior de su casa durante horas y horas. Pero nunca la encontró.
CONTROL MISIÓN: Comandante Reed, hace un momento se ha agachado y parece que ha cogido algo. ¿Ha descubierto algo de interés científico, quizá?
Larry vaciló. ¿Iba a creerle alguien si decía la verdad?
Tal vez la NASA. Estaban más o menos obligados a hacerlo. Antes de que les dieran el visto bueno para entrar en el módulo de mando, él, Hardesty y Owens habían sufrido un registro exhaustivo, tan exhaustivo que ni siquiera habrían podido subir a bordo escondiendo un alfiler.
La NASA podría creerle o no, pero otras personas lo harían.
Aunque no muchas, ésa era la verdad.
Quizá su madre y su padre. Tal vez su esposa.
Su hija de doce años y su hijo de diez.
Ellos le creerían, tácitamente.
¿Era eso lo que él quería?
¿Deseaba que sus hijos, que, como sus semejantes, habían sido amamantados con tecnología, creyeran que tres niños habían viajado a Marte usando una chimenea de hojalata y empleando un tiempo seis mil veces menor que el precisado por tres astronautas adultos para realizar el mismo trayecto con el vehículo espacial más sofisticado diseñado en toda la historia de la técnica?
¿Deseaba que creyeran que, a escala cósmica, el Marte del Mariner 9 era inferior al Marte postulado por Percival Lowell y poblado por Edgar Rice Burroughs?
¿Deseaba que supieran que la realidad era una burla impresionante, y que la burla afectaba a la raza humana?
¿Deseaba que dudaran, tal como él estaba condenado a dudar, de la existencia objetiva de todo lo que había bajo el sol e, incluso, de la misma existencia objetiva del sol?
CONTROL MISIÓN: Comandante Reed, ¿ha encontrado algo de interés científico? Adelante, Reed.
Valles Marineris valía por un millar de absurdos canales. Olympus Mons empequeñecía la fábula más inspirada que los románticos hubieran imaginado.
¿Tenía alguna importancia que Valles Marineris y Olympus Mons pudieran ser simples apariencias?
LARRY: Hasta ahora, sólo he encontrado rocas.
CONTROL MISIÓN: Dentro de pocos minutos usted y el comandante Hardesty volverán al módulo para descansar. Pero antes… Larry, ¿le importaría decir unas palabras para conmemorar este momento histórico?
LARRY: Lo intentaré. Hoy, el comandante Hardesty, el capitán Owens y yo hemos superado un obstáculo en el largo y arriesgado trayecto de la humanidad hacia las estrellas. Que hayamos sido capaces de hacer tal cosa se debe menos a nuestra habilidad que a las instalaciones básicas que la tecnología asentó a lo largo del camino.
CONTROL MISIÓN: Muy bien dicho, Larry. Nadie podría mejorar sus palabras. Comandante Hardesty, antes de que usted y el comandante Reed vuelvan al módulo, ¿podría ofrecer al mundo una última toma de la bandera?
Larry esperó a estar fuera del encuadre de la cámara y luego dejó que la navaja cayera al suelo, asegurándose de que el polvo la cubriera. Al dar la vuelta para regresar al módulo, una lejana ciudad con dos elevadas torres fluctuó tentadoramente en el límite de su visión. Se desvaneció con gran rapidez.