La afilada estructura de la última nave avanzó por entre la escasa capa de nubes, dejando en su estela un rastro de gases. Aún estaba a la vista cuando Markowitz saltó del reseco montón de piedras en que estaba oculta, corrió hacia la pista de aterrizaje y empezó a dar brincos como una posesa. Chilló, lloró, suplicó a la nave que regresara… El vehículo espacial no vaciló en su ascenso, y en el momento en que abandonó la implacable esfera de cielo azul, la mujer yacía exhausta sobre el duro cemento, arañándolo con los dedos y murmurando con voz jadeante. El despegue no había tenido lugar exactamente como ella lo había planeado, pero el resultado era idéntico y la desdichada Markowitz era probablemente el único ser humano que quedaba en el planeta.
Un peri particularmente valiente se escurrió colina abajo, se acercó a la mujer con grandes precauciones y, tras un instante de vacilación, arrojó una piedra. Markowitz lo maldijo, pero no se movió. El peri alzó su cabeza, estrecha y de hocico prominente, y lanzó el agudo e irritante plañido típico de los peris cuando se reían. Al momento, la población de tres tribus distintas descendió por la colina y se esparció por el pueblo abandonado, arrebatando, robando y peleándose por los destartalados restos de la otrora soberbia colonia. Los peris desfilaron alrededor de la pista de aterrizaje, cubierta de escombros. Un macho viejo y flaco cubrió el pelaje gris de sus hombros con una chaqueta deshilachada, puso una lata abollada sobre su cabeza y caminó torpemente mientras adoptaba un aire de gran dignidad. Pero Markowitz no sintió ningunas ganas de reírse. Al cabo de una hora, todo el pueblo había desaparecido, a excepción de los destrozados cimientos de las casas. Y también éstos irían siendo conducidos gradualmente, fragmentados y troceados, a los pueblos peris. A Markowitz no le importaba. La nave se había ido. La nave no regresaría. Transcurrido un tiempo, las palabras dejaron de repetirse de un modo automático y ella contempló el azul chillón del cielo con la mente en blanco. Los peris se fueron, arrastrando tras ellos el último botín.
El sol se movía lentamente. Markowitz apartó su mirada de él y recordó a Thompson. Aquella histeria absurda en el campo de aterrizaje… Ella no era mejor que los demás. Con la misma facilidad habría supuesto que él estaba muerto para salvar su propio pellejo. Volvió la cabeza de nuevo, avergonzada y aliviada, y se puso en pie frente a una desolación absoluta, un paisaje abrasado y seco en el que no se movía nada salvo su sombra a través de la agrietada tierra. Comió bayas verdes y raíces amargas. La bomba del pozo del pueblo había desaparecido, pero Markowitz hizo descender su taza por la estrecha abertura del conducto y obtuvo un poco de agua tras una hora de trabajo. Necesitó otras dos horas para llenar su cantimplora. A media tarde abandonó las ruinas del pueblo y caminó lentamente hacia el borde de la Escarpa Sin Fin. Se sentó bajo un árbol agostado, con los pies colgando sobre el inmenso precipicio, y aguardó la caída de la noche.
La vista desde la Escarpa Sin Fin había sido una vez, aunque por poco tiempo, la de un paraíso. Los terrestres habían llegado a un lugar seco y muerto y producido lluvias para permitir su cultivo e ir obteniendo flores y frutos de la tierra. En sólo una generación peri habían cambiado la faz de aquel mundo y a los mismos peris. Éstos ya no necesitaron seguir a los animales migratorios, puesto que su casa empezó a permanecer todo el año en la alta meseta, retenida allí por la abundancia de alimentos. Ya no necesitaron buscar bayas y raíces en la extensa llanura, dado que empezaron a tenerlas en abundancia y por todas partes. Ya no necesitaron sembrar, ni siquiera las mínimas cosechas que los peris habían plantado en el transcurso de sus migraciones, diseminando las semillas en los descuidados campos y volviendo a coger la cosecha una estación después. Ya no necesitaron hacer construcciones muy sólidas, puesto que cuando las casas se derrumbaban y el terreno se volvía inhabitable, existían muchos lugares igualmente buenos para levantar un pueblo.
Los peris nunca habían sido constructores en los siglos de nomadismo. No tenían, pues, necesidad alguna de serlo en una época mejor.
Gruesas nubes comenzaron a deslizarse hacia el este, procedentes del mar, sobre las elevadas laderas del continente, para verter su lluvia en los ángulos de la Escarpa y en la gran llanura. Los ríos ensancharon y profundizaron sus cauces, el desierto se volvió verde. Los terrestres plantaron árboles y éstos florecieron. Sembraron semillas y éstas crecieron. Los peri empezaron a engordar bajo sus pelajes plateados y los terrestres fueron a sus pueblos para curar a los enfermos, abrir escuelas, escuchar la música peri y ofrecer la suya. Los peris rieron, brincaron y aceptaron las enseñanzas de los terrestres, sabiendo que en dos generaciones, o tal vez cuatro, los peris se convertirían en versiones reducidas de sus benefactores. Los terrestres habían recibido un mundo desierto para colonizarlo y lograron transformar en verde un fragmento de dicho mundo. Se multiplicaron. Beneficiaron a los nativos. Prosperaron. Se sintieron muy orgullosos de sí mismos.
El cielo había pasado de azul a rosado. La sombra de la Escarpa Sin Fin se proyectaba extensamente, dedos rojizos sobre la devastada llanura. Ni siquiera los meka, árboles muy resistentes, crecían ahora. Habían muerto de un exceso de prosperidad y no habían reaparecido con la vuelta de la sequía. Markowitz miró fijamente la oscuridad cada vez mayor, esperando, como siempre, ver un fulgor de luz tenue y distante. El día dejó paso a la noche y no apareció hoguera alguna. Si Thompson había encendido alguna hoguera a modo de señal, lo habría hecho más allá de la curva del horizonte. Markowitz no dudaba de que esa hoguera estaría allí, en alguna parte. Y mientras seguía mirando sintió un profundo y repentino anhelo, no de la seguridad de las naves de rescate que ya habían partido, sino del dudoso consuelo de los brazos de Thompson. Cerró los ojos, acosada por recuerdos táctiles, y luego agitó la cabeza con enfado y contempló el desierto. Las reminiscencias constituían ahora un impedimento y debía volver a la realidad. Su visión se aclaró y los matices rosados de la llanura se hicieron de un color púrpura más oscuro. El ambiente se enfriaba con gran rapidez.
Cogió la chaqueta que llevaba en la cintura y se la puso. Después recorrió cueva tras cueva, arrancando grandes piedras de diversos rincones y recogiendo todo lo que había ocultado. Algunos peris la seguían de lejos, movidos por la curiosidad. Examinaron rápidamente todos los escondites después que ella los hubiera vaciado, pero no se acercaron a la mujer. Ella no les prestó atención. No robarían sus pertenencias mientras las llevara encima.
Encendió un fuego en la boca de la última cueva y, aprovechando aquella luz fluctuante, metió sus víveres en la mochila, sujetó los cuchillos a su cinturón y comió un puñado de bayas. Humedeció sus labios con la cantimplora y, tras extender enredaderas en la entrada de la cueva a manera de alarma, se tumbó en el suelo con la cabeza sobre la mochila y contempló la porción de noche enmarcada por las rocas. Un millón de estrellas, ninguna hoguera. Finalmente se durmió.
Veinte años de prosperidad. Luego, en un mes sombrío y aterrador, el motor del cambio dejó de funcionar. Cuando las ventiscas amainaron y los terremotos cesaron, cientos de terrestres y miles de peris habían muerto, y los colonizadores vivos fueron investigando el origen del desastre. Una tormenta ártica había averiado la inaveriable estación medidora instalada en el polo. Falló la unidad auxiliar, se rompió una funda defectuosa del dispositivo de autorreparación y penetró el frío mortal. El circuito averiado activó un relé inadecuado del delicado mecanismo sensor y transmisor situado en el núcleo del monitor. Y después murió Hohbach en el último terremoto, y con él una posible explicación de por qué un cambio tan simple había provocado la catástrofe. Lo único que supo la colonia es que la señal incorrecta fue transmitida a los enormes mecanismos climáticos de los satélites, que respondieron con un derroche energético que superó sus límites de seguridad y los destruyó en un terrible estallido. La luna, tan cuidadosamente cambiada de órbita, tan precavidamente modificada para variar las mareas, se retorció en el espacio y emprendió un nuevo curso. La tierra se alzó y crujió, y los vientos aullaron de forma incontenible. Cuando el planeta se estabilizó, varió el contorno de los océanos. Las lluvias cayeron en alta mar y, al cabo de una estación, la extensa y verde llanura se agostó y el río se redujo a un delgado hilo de agua, luego a charcos fangosos y, por fin, incluso éstos desaparecieron sometidos a la feroz luz solar.
Las piras funerarias de los peris ardieron largamente en la noche, ya que en aquella época todavía honraban a sus muertos. Los terrestres recogieron y enterraron a los suyos, consolándose con los ritos y responsos. Grupos de exploración partieron hacia el oeste y regresaron agonizantes para informar que el océano era innavegable, que las tormentas no amainarían durante décadas enteras. Algunas porciones de la costa se hundían, otras seguían hostigadas por olas gigantescas, y en ninguna parte había agua dulce. El desierto se extendía hacia el este, sin que los exploradores, al límite de sus fuerzas y con las cantimploras vacías, hubieran encontrado sus fronteras No encontraron una sola fuente ni tierra cultivable, ninguna esperanza o remedio. Los peris propusieron una caminata hacia el este hasta un terreno frondoso que afirmaban conocer. Aunque los terrestres no pudieron convencerlos de que una tierra así, suponiendo que hubiera existido, habría desaparecido con la catástrofe, pocos peris partieron. Los terrestres pensaron que se trataba de un lugar mitológico y lo olvidaron. Las fuentes empezaron a fallar. Durante algún tiempo, la colonia mantuvo estaciones destiladoras a lo largo de la costa oceánica y el agua fue laboriosamente transportada a través de las bajas colinas costeras hasta el pueblo. Pero las estaciones dejaron de funcionar, o fueron saqueadas por los peris, o las inutilizaron las tormentas, y cesó el suministro de agua salobre. Gastaron el resto de su menguante energía abriendo pozos muy profundos en el pueblo. Limitaron la ración de agua a un vaso diario por persona y enviaron llamadas de socorro.
La respuesta llegó cuatro años más tarde. La colonia había mermado, pasando de dos mil habitantes a menos de cuatrocientos. Murieron por falta de agua, comida o esperanza. También fallecieron peris. Las costumbres funerarias fueron las primeras en olvidarse, tanto las ceremonias crematorias iniciadas bajo la tutela de los terrestres como los antiguos rituales de la época nómada. Dejaron de sembrar todo tipo de semillas, las de la estación lluviosa como las de la estación de sequía. Habitaban sus pueblos hasta que las casas se pudrían a su alrededor y se trasladaban a otras sólo un poco menos deterioradas. Olvidaron los ritos del matrimonio, el bautismo, las estaciones y la vida. Pero seguían riendo, sentados bajo los crueles rayos del sol mientras se morían de hambre. Reían y bailaban torpemente en una terrible parodia de sus danzas. Veían con excelente humor como ellos y los terrestres morían, cloqueaban, se tambaleaban y extraían piojos peris de sus deslustrados y malsanos pelajes.
—Lo hicimos mejor que los peris —dijo Markowitz en su sueño, y se despertó preguntándose de dónde habían salido esas palabras.
Los peris lo habían perdido todo: alimentos, agua, cultura y, finalmente, hasta su deseo de ayudar al prójimo, el sentirse compañeros de la misma creación. Robaban agua y comida a los moribundos. Se gastaban entre sí bromas de fatales consecuencias. Se reunían en las afueras del pueblo terrestre y reían tontamente mientras observaban a sus antiguos benefactores pugnando por sobrevivir, racionando con todo cuidado agua y comida, ayudando a los enfermos y musitando palabras de ánimo en la densa luz solar o en la gélida noche. Markowitz recordó a su madre yendo de casa en casa, cuidando a los enfermos y los viejos, llevándoles sus raciones de alimentos y agua, hablándoles de las naves de rescate que se aproximaban, lo que no era cierto, y que llegarían en cualquier momento. Discutía, mimaba y animaba a la gente a vivir. Cuando ella murió, la mayor parte de ellos la acompañaron a la tumba.
La madre de Markowitz murió mientras buscaba bayas y raíces. Cayó, rompiéndose una pierna, y no pudo arrastrarse para salir del barranco en que se encontraba. A los peri les pareció una muerte muy divertida. Cuando Markowitz la encontró, ya era demasiado tarde.
Markowitz siseó furiosamente en la oscuridad de la cueva y arrojó una roca que alcanzó las enredaderas de la entrada y produjo un sonido alarmante y aterrador en la noche. En el exterior, gritos y risas de los peris. Markowitz los maldijo y trató de volver a conciliar el sueño.
Se despertó con la pálida luz del amanecer. Los peri seguían riendo. Markowitz examinó su mochila y salió de la cueva sin mirar atrás. Descendió la empinada pendiente de la Escarpa Sin Fin y empezó a recorrer la llanura en dirección este.
La mayoría de los peri que la seguían desistieron en su empeño a lo largo de la mañana. Sólo uno de ellos, más audaz que el resto, continuó siguiendo el rastro de la terrestre. Cuando ésta se detuvo para descansar, durante la parte más calurosa del día, el peri se agazapó al abrigo de un árbol moribundo.
—Dame comida —pidió sin abrigar demasiadas esperanzas.
Markowitz se rehusó a complacerlo. El peri no insistió, pero permaneció cerca de la mujer, contemplando sin objetivo alguno la calcinada llanura. Al cabo de un rato se levantó y empezó a alejarse muy despacio, volviendo tras la terrestre cuando ésta reanudó su caminata.
—¿Adónde vas? —preguntó cuando la alcanzó.
—Hacia el este.
—No hay nada hacia el este —afirmó con toda convicción.
Markowitz no respondió y apretó el paso. El peri corrió para no perderla de vista y, aunque no tardó mucho en jadear, la siguió sin vacilar. La mujer decidió caminar más despacio, no por simpatía sino a causa de la fatiga. Las sombras de ambos, alargadas y bien definidas bajo el sol de la tarde, se proyectaban en el sólido suelo que se extendía ante ellos. El borde de la llanura desaparecía en un horizonte de polvo en suspensión. La monotonía sólo quedaba rota por algunos tocones y árboles agonizantes. El silencio era absoluto.
—Me llamo Kre’e —se presentó el peri.
—Kre’e —repitió ella con una cortesía mecánica. Hizo una mueca—. Kre’e, vete a casa. No deseo tu compañía.
—Lo que ocurre es que voy en la misma dirección —replicó el peri con aire ofendido.
—Pues ve por otro camino.
—Éste es el único camino que va al este.
Markowitz miró la uniforme llanura. Cualquier otra ruta era igual de buena que ésta. Kre’e siguió la mirada de la terrestre, volvió a sonreír y, aunque se quedó un poco más atrás, la siguió. Caminaron en el silencio nocturno.
Markowitz acampó aquella noche en la orilla de un río seco. Mientras ella escarbaba el lodo en busca de agua, Kre’e encontró algunas raíces resecas. El peri comió tantas como pudo y luego ofreció las restantes, muy pocas, a la mujer, que había desistido en su empeño y buscado el calor de la hoguera.
—No las quiero —dijo ella, eludiendo así el intento del peri de exigir el derecho a compartirlo todo.
—Dame agua.
—Busca agua para ti.
—Pero tú tienes más agua en la bolsa, suficiente para los dos.
—Tengo la justa para mí. Me hará falta mañana. Busca agua para ti.
—¿Por qué dices eso? Bebámosla ahora, mañana tendremos más agua.
—¿Dónde?
—Oh, siempre hay agua.
—Pero no estás seguro. No quieres trabajar ahora, pero mañana tendrás sed.
—El trabajo de hoy es la recompensa del mañana —dijo el peri con cierta gazmoñería, repitiendo como un loro las lecciones aprendidas en las escuelas peris de la época del paraíso.
Markowitz le miró fijamente y rió.
—Bien, Kre’e —dijo—. Tienes buena memoria, pero deberás buscarte agua de todas formas.
—Debemos compartir todas las cosas —afirmó con aire solemne.
—Ve a buscar las tuyas.
Kre’e hizo un gesto de indiferencia, rió y se metió en el lecho del río. Markowitz le contempló, distinguiendo apenas su pálida figura a la luz de la hoguera. El peri parecía joven, justo entrando en la flor de su vida. Tendría siete u ocho años como mucho. Lo bastante maduro para haber asistido a las escuelas para nativos de la colonia, para haber vivido el mes de terror y cambio. La mujer apartó la vista del peri, pasó los brazos en torno a sus rodillas y se quedó mirando el fuego.
Kre’e volvió al cabo de un rato y se inclinó tanto sobre la hoguera que Markowitz le pidió que se retirara un poco. El peri se sentó a poca distancia de las llamas y metió sus manos, pequeñas y oscuras, entre sus muslos.
—No te fuiste con los otros —comentó.
—No.
—¿Por qué no? Se iban a una tierra de abundantes lluvias. —Al ver que la terrestre no respondía, añadió—: Quizá no te permitieron ir con ellos. Es posible te lo prohibieran por algo que hiciste.
Markowitz tuvo curiosidad por saber qué consideraría aquel peri, mentiroso, ladrón y cruel, como crimen aborrecible. Pero guardó silencio. Las llamas empezaron a perder altura.
—Hay un hombre que tiene una nave —dijo ella finalmente, casi hablando para sí misma—. En alguna parte hacia el este, hay un hombre con una nave que sigue esperándonos. Él no debería estar abandonado allí, no debería aguardar en soledad. —Miró al peri—. ¿Le conoces? ¿Conoces al hombre de la nave?
—Hacia el este no hay nada y luego está el Valle. Quizá. Pero el Valle no es nada, es una tontería. Una tontería tan grande como que un hombre con una nave desprecie una tierra abundante en lluvias.
—¡Tú le conoces!
—Claro. Acabas de hablarme de él.
Markowitz apretó los puños y volvió a mirar la hoguera. La mano del peri se movió distraídamente hacia la mochila, pero la mujer le vio y apartó de un tirón sus pertenencias. Kre’e rió y se tumbó de costado, al tiempo que ella miraba rápidamente a su alrededor para asegurarse de que nada que le perteneciera estuviera al alcance del otro. Pasaportes para Thompson, pensó abstraída conforme iba tocando sus cuchillos y cantimplora. Una vez más, le echaba de menos.
—Ah —dijo Kre’e con un aire de repentina comprensión—. No te fuiste con los otros porque no tienes familia que reclame pasaje para ti. Comprendo.
—¿Cómo has sabido eso? —preguntó Markowitz, volviéndose hacia el peri con furia en sus ojos—. ¿Dónde te has enterado?
—Es que tu madre murió cerca del pueblo…
—¿La viste? ¿Estabas allí? ¿Viste morir a mi madre?
—¿Por qué gritas? Ella era una vieja enferma, ya no era útil.
—Vete —chilló Markowitz. Saltó por encima del fuego, aferró el menudo cuerpo del peri y lo empujó hacia la oscuridad—. ¡Vete! ¡No vuelvas! ¡Lárgate!
Pena y rabia hicieron que sus gritos carecieran de coherencia. Se arrastró en torno a la hoguera, amontonó todas sus pertenencias y se tumbó sobre ellas. Finalmente, la furia se desvaneció y Markowitz lloró hasta quedarse dormida.
La colonia tenía una diminuta nave, sólida y capaz de viajar por el espacio, que salió una noche durante la catástrofe y jamás regresó. Al tercer año del desastre, Thompson dijo a Markowitz que había calculado el vuelo de la nave, teniendo en cuenta todos los cambios, y que creía conocer su localización. La nave no era lo bastante grande como para albergar la colonia original, pero sí suficiente, pensaba él, para acoger a los supervivientes de aquel mundo agonizante. Ambos habían hablado en voz baja al respecto, abrazados en la fría intimidad de su vivienda, que se derrumbaba por momentos. Y Thompson la convenció basándose en palabras, en mapas bosquejados en el polvo, en simples esperanzas que, muy probablemente, carecían de fundamento.
Muchos terrestres, los suficientes, acabaron por creer a Thompson. Y así, siete de ellos abandonaron el pueblo en una soleada mañana, siguiendo a Thompson y sus cálculos extremadamente optimista. Markowitz les contempló desde la Escarpa Sin Fin mientras marchaban penosamente por la llanura, hasta que se desvanecieron en el polvo omnipresente. Después permaneció atenta a las débiles emisiones de la única radio que quedaba, dispuesta a conducir a los supervivientes hasta la nave cuando llegara la señal. Durante dos meses estuvo todas las noches ante el receptor a la hora convenida, escuchando los débiles y vacíos chirridos de la radio. La décima semana oyó tenuemente la voz de Thompson. Habían encontrado la nave y podían repararla sin grandes problemas. Cinco de ellos habían muerto. El vehículo estaría listo en otros cuatro o cinco meses. Markowitz pidió toda la chatarra que quedaba en el pueblo, cables, metal, todo lo que aquellos dedos y cerebros expertos pudieran usar en la reparación. Un equipo tras otro emprendió la marcha a través de la llanura, todos sus componentes cargados de esperanza y desechos. La mayoría murieron. La colonia se reunió por las noches para escuchar los informes de Thompson y hablar en voz baja de fe y liberación. Una noche, los informes variaron de contenido. Thompson y los suyos estaban agonizando en un punto muy lejano situado hacia el este. Sed, hambre, calor, largas jornadas de trabajo, malos materiales, peligrosas herramientas improvisadas… La colonia envió sus gritos de ánimo a través del vínculo radiofónico que se debilitaba rápidamente. Después se rompió ese vínculo y, un mes más tarde, llegaron las naves de rescate, surgiendo del denso vacío del espacio. Estamos salvados, dijeron los colonos. Estamos salvados, estamos salvados. Thompson ha muerto, es lo más probable, dijeron los rescatadores. Formamos parte de un carguero, tenemos que seguir un programa, no podemos perder tiempo explorando vuestro mundo en busca de un cadáver. Él ha muerto, Markowitz. Ha muerto, seguro que ha muerto.
El fuego se redujo a brasas y éstas a cenizas. Markowitz se levantó de repente, en medio de sus pertrechos, y miró hacia el este. La oscuridad total sólo estaba rota por el bellísimo e inconsciente danzar de las estrellas.
Durante todo el día siguiente, Kre’e permaneció a buena distancia de ella, aunque Markowitz pudo verle siguiendo su ritmo de marcha a unos cincuenta metros por detrás de ella. Una vez, cuando Markowitz encontró una pequeña porción de terreno en la que habían sobrevivido frutas tae y se detuvo para recogerlas, el peri se aproximó, pero ella le mantuvo a distancia arrojándole piedras y maldiciones.
Al atardecer, Markowitz llegó a una tierra que en otro tiempo había sido un bosque recién surgido. Entre los agostados árboles jóvenes halló leña suficiente para encender una hoguera impresionante en el claro que eligió para pasar la noche. Se levantó una ligera brisa en dirección este-oeste, acompañada por un olor de sequedad, por un polvo denso y asfixiante. Markowitz embozó su nariz y boca con su fina chaqueta, cubrió sus ojos con su gran sombrero rojo y se acurrucó bajo la doble y solitaria protección de tela y polvo, sintiéndose profundamente sola.
Levantó la chaqueta un momento para sorber un poco de agua y comer un puñado de semillas. Después dobló la cabeza sobre su pecho, agobiada por el estupor de la fatiga. El dolor de sus pies fue convirtiéndose en una palpitación distante y tuvo la sensación de que sus ojos eran pura arenisca. Se durmió mientras prestaba atención al posible ruido que Kre’e haría si intentaba acercarse con ánimo de robar sus pertenencias.
Se despertó, alarmada, al sentir calor y oler a humo. Apartó la chaqueta de su cara. El fuego había saltado sobre sus límites de tierra. El bosque de árboles muertos que rodeaba a la terrestre ardía en llamas. Markowitz asió su mochila. La cantimplora ya estaba quemándose, pero también la cogió, sacudiéndola contra sus pantalones. Huyó del bosque en dirección contraria a la del viento, sintiendo la quemazón de sus manos, y siguió corriendo en plena llanura. La cantimplora siguió ardiendo hasta que surgió de ella un siseo y las llamas se apagaron. El agua que contenía cayó sobre la reseca tierra. Kre’e empezó a brincar a pocos metros de distancia, exaltado por el vigor de su típica risa peri, aguda y burlona. Vio las manos quemadas de la terrestre y la inservible cantimplora y su risa aumentó. El brutal resplandor del incendio provocó reflejos rojizos en su pelaje plateado.
—¡Dame agua! —gritó.
Tal era su diversión que empezó a rodar por el suelo. Markowitz corrió hacia él y le pateó. El peri jadeó y tosió a causa de la risa y siguió rodando fláccidamente mientras recibía las patadas de la mujer, en tanto que ésta sollozaba. Markowitz tropezó y cayó exhausta al suelo. Kre’e dio un salto y corrió hacia la abandonada mochila. La cogió y se la llevó hacia la oscuridad.
—¡Dame comida! —gritó, sin dejar de reírse hasta que su voz se hizo inaudible.
Markowitz se puso en pie lentamente cuando ya estaba amaneciendo. Tenía las manos en carne viva, los dedos resecos y todo el cuerpo dolorido. El incendio había consumido todos los árboles jóvenes, pero aún proyectaba algunas columnas de humo a través del aire. Polvo, cenizas, desolación… Markowitz conservaba sus ropas, su sombrero, el cinturón lleno de cuchillos y sus botas. Poco a poco fue recobrando la tranquilidad. La vista era idéntica en todas direcciones, salvo por la silueta anublada, apenas visible, de la Escarpa Sin Fin, que se alzaba en el horizonte occidental. Como un autómata, Markowitz volvió sobre sus pasos y prosiguió su penosa marcha hacia el este.
Aquel primer año estaban llenos de vigor y esperanza. Eran, después de todo, la crema de la civilización galáctica, y su estirpe era la misma de quienes habían conquistado las estrellas. Sobrevivirían, no había duda. Todo lo que debían hacer era perseverar.
Jema, la hija más joven de Markowitz, volvió corriendo al pueblo para decir a su madre que los peri parecían dispuestos a emigrar, y pronto varios terrestres se presentaron en la población de los nativos, preparados para explicar la necesidad tribal de seguir a las manadas, al menos hasta que los terrestres volvieran a hacer funcionar sus máquinas climáticas. Ánimos para los nativos. Buenas palabras para los extranjeros. Artículos de uso doméstico yacían apilados en las estrechas callejuelas que separaban las cabañas. Los maderos de los techos habían sido atados con sogas para formar vehículos de arrastre, y Kore’ah, el más viejo, estaba sentado tranquilamente en su puesto de observación, dirigiendo los preparativos. Los peris aún cooperaban entonces, y los peris parecían estar mudándose.
—Hay un valle hacia el este, muy lejos —explico Kore’ah cuando hablaron con él—. Siempre hay agua, hay una estación lluviosa y mucha caza. Allí, en el extremo opuesto de la llanura —concluyó, señalando vagamente hacia el este.
Los peris partieron, arrastrándose por el desierto. Sólo cincuenta de ellos, de todas las edades. Los niños correteaban en torno a los adultos y éstos se gritaban órdenes contradictorias unos a otros. Los peris de los pueblos cercanos acudieron a presenciar la partida y uno de ellos, acuclillado junto a Markowitz, hizo el típico gesto peri de burla.
—Kore’ah es un idiota —dijo despectivamente—. No existe ningún valle. Me lo ha dicho el hermano del padre de mi madre, y él estuvo una vez allí.
—Si estuvo allí, entonces ha de haber un valle.
—¿Sí? Oh, sí, claro que existe. Naturalmente que hay un valle —dijo el peri muy convencido—. Lo único que yo digo es que tendrán muchos problemas para llegar hasta allí. Pero el valle está allí, seguro.
—Si existe el valle, ¿por qué no vais todos con ellos?
—No somos bobos, como Kore’ah.
—¿Crees que él no llegará al valle?
—¿Qué valle?
Jema, fatigada por tanta excitación, se durmió y Thompson tuvo que llevarla en brazos hasta casa, subiendo el empinado sendero que conducía al pueblo. Kore’ah no volvió, aunque en el medio año que siguió a su marcha siete u ocho miembros de su tribu se rezagaron y regresaron a la Escarpa. Ninguno de ellos explicó con claridad cómo se encontraba el resto de sus compañeros. Los terrestres se encogieron de hombros, dijeron «peris» con aire muy juicioso y se olvidaron del asunto.
El padre de Markowitz falleció, igual que sus hijas. El Valle empezó a mencionarse con más frecuencia. Otra tribu peri levantó el campo y fue seguida durante varias semanas, hasta que dio la impresión de que se limitaban a caminar en círculos, con gran seriedad e incluso esforzándose por no reír cuando uno de ellos se derrumbaba a causa del hambre o la sed. El observador terrestre regresó convencido de que los peris estaban gastando una elaborada broma y, una vez más, la historia del Valle fue motivo de controversia.
Años más tarde, tras la partida de Thompson, cuando la esperanza renació, Markowitz preguntó a un peri que acababa de llegar:
—¿Vienes del Valle?
—Nosotros tenemos nuestro valle, vosotros vuestra nave.
El peri hizo unas rápidas cabriolas sobre el agostado terreno y luego se marchó corriendo.
Markowitz alzó los hombros y volvió a inclinarse sobre el suelo para verter diez preciosas gotas de agua en una planta macilenta.
Todo aquel día estuvo marchando a trompicones hacia el este, mientras que Kre’e, encogido bajo el peso de la gran mochila que llevaba a la espalda, avanzaba delante de ella, apenas al alcance de la vista. Markowitz encontró un hueco del terreno donde habían crecido raíces de faran, pero Kre’e había estado allí antes, comido hasta hartarse y quemado las raíces sobrantes con su mechero. Markowitz masticó tallos secos para aplacar el hambre. Tenía los labios resecos. Siguió al peri a través del desecado lecho de un lago y, aunque Kre’e enlodó el único agujero que tenía agua, se las arregló para tragar unos sorbos antes de que el barro la atragantara. El peri aguardó en la orilla opuesta hasta que la mujer volvió a ponerse de pie y entonces siguió andando. Al caer la noche, Markowitz estaba tan fatigada que ni siquiera tuvo fuerzas para odiarle.
Kre’e encendió una pequeña hoguera y no prestó atención a la terrestre cuando ésta se agazapó tiritando justo tras la zona iluminada. No hubo risas aquella noche. La cara del peri mostró una extremada impasibilidad conforme fue devorando el puñado de insectos que había recogido durante el día. Markowitz observó, desairada y hambrienta, cómo el peri comía el último insecto, pateaba la hoguera y se encogía para dormir. Al tratar de acercarse al círculo de fuego, Kre’e empezó a tirar piedras. Markowitz se preguntó dónde habría encontrado el peri aquellos bichos.
A la mañana siguiente, la Escarpa Sin Fin estaba más allá del horizonte y el mundo era totalmente plano. Pero la imagen había sido engañosa, ya que hacia el mediodía llegaron a una zona de barrancos, que se extendían en dirección norte-sur o noreste-suroeste. Sus empinadas caras estaban cubiertas de zarzas y traicioneras capas de piedras deslizantes. Markowitz observó a Kre’e y aprendió a deslizarse sentada por las laderas, usando las zarzas como punto de apoyo en los ascensos de las caras opuestas. El barro que había puesto en sus quemados dedos el día anterior, se secó y desprendió. La mujer, con el rostro ceñudo, forzó sus manos a cerrarse en torno a los espinosos tallos y ramas que, a menudo, se rompían y desintegraban entre sus dedos. El calor y la sed fueron debilitándola y mareándola cada vez más, y tardó más tiempo en las continuas bajadas y ascensos. Pero Kre’e se las arreglaba siempre para no estar más de un barranco por delante, y Markowitz le encontró muchas veces sentado tranquilamente sobre la mochila, aguardándola antes de introducirse en la próxima garganta. Cuando vacilaba y caía, Markowitz podía oír la risa del peri y el sonido bastaba para obligarla a levantarse y seguir adelante.
Markowitz deseó matarle. Pensó en ello mientras apartaba el polvo y la tierra de sus labios, mientras pasaba por alto el dolor de sus manos. Seguiría andando hasta la caída de la noche. Se mantendría apartada del campamento del peri hasta que éste se durmiera. Y entonces buscaría una piedra afilada y dejaría la cabeza Kre’e reducida a astillas. Luego se quedaría cerca del cadáver y cuando algún ave de carroña se posara sobre él, la mataría y se la comería. Esta parte del plan le dio un cierto placer anticipado y durante el día pulió los detalles, analizando la mejor forma de matar al ave. ¿Debería matarla antes o después de que empezara a picotear el cadáver de Kre’e? Si hacía lo segundo, ¿comería o no el estómago del ave? ¿Podría hacer una bolsa de agua con su piel? ¿O con la de Kre’e? ¿Debería curtirla primero? ¿Contendría agua ahora? Y Markowitz se dio cuenta de que había estado tumbada en el suelo, inmóvil, durante un largo rato. No podía levantarse. Estaba tendida en lo alto de un barranco, a plena luz del sol, y aunque el delgado tallo de una zarza yacía a menos de un metro de sus debilitados dedos, Markowitz no pudo reunir las fuerzas suficientes para arrastrarse hasta tan lejos.
En la lejanía, Kre’e empezó a cantar. El apagado sonido era el de una melodía sencilla que se repetía una y otra vez. La voz iba bajando al llegar a la parte más lastimera de la canción. Markowitz giró la cabeza con lentitud y miró al peri. Su imagen distorsionada oscilaba entre el haz de calor que ascendía de la próxima barranca y su aspecto era espectral, incluso muy parecido a la mítica peri que había dado nombre a su pueblo. Hacía años que Markowitz no había oído cantar a un peri, pero no obstante reconoció el sonido pesaroso de los tonos de Kre’e, apenas audibles, y comprendió que el peri estaba cantando la canción de la muerte para ella. Pero ella se negó a morir. No pensaba dar a Kre’e esa satisfacción. Con desmesurada lentitud se apoyó en manos y rodillas y, finalmente, se puso en pie. La canción de Kre’e se disolvió en una cadencia de risa, dulce y floja, cuando Markowitz avanzó tambaleándose hacia él.
Una hora más tarde la terrestre encontró al peri al pie de una ladera, mordiscando un pequeño ratón peri del que aún brotaba sangre. Kre’e la obligó a retirarse con algunas certeras pedradas y, cuando había devorado tres cuartas partes del ratón, se levantó dejando el resto sobre unas rocas. Luego gateó hasta el borde opuesto del barranco y desapareció de la vista. Fue un gesto caritativo sin precedentes, tratándose de un peri. Markowitz mordió y masticó hasta que no quedó otra cosa más que un puñado de huesos pelados y, todavía ávida, cayó dormida encima de ellos.
Las naves de rescate descendieron entre una nube de llamas y polvo. No hubo vítores al abrirse las compuertas y salir la tripulación. Los apáticos supervivientes se limitaron a observar los cuerpos redondeados, la sólida carne, la piel limpia y los ojos brillantes de los astronautas. También los rescatadores se quedaron mirando el panorama. Uno de ellos vomitó. El médico de la nave empezó a llorar.
Cuidaron a los sobrevivientes, les dieron de comer, los curaron y fortalecieron. Los recién llegados hicieron cosas el doble de extrañas que los peris. Pasearon en torno a la decaída población dando pasos largos y elásticos y hablando en voz alta. Derramaron agua en el suelo sin preocuparse en absoluto de ello. Abrieron bolsas de alimentos y se desprendieron de las envolturas sin detenerse a lamer los pequeños restos de comida, y gritaron a los colonos que trataron de reparar su falta. Se horrorizaron al saber que los supervivientes no podían recordar la localización de todas y cada una de las tumbas. Montaron grandes duchas y bañaron a los colonos, dejando que un agua preciosa cayera al suelo, en tanto que los peris se reían sonoramente y los colonos no creían en lo que estaban viendo. El rescate, la alimentación de los famélicos terrestres y la curación de los enfermos fue causa de que aumentara el buen humor entre los peris. Lo más divertido de todo, para los nativos, fue el entierro de los muertos. Los peris se reunieron en grupos de tres, cuatro o cinco individuos en torno al cementerio para contemplar a los tripulantes que, con un hastío solemne, derrochaban energías excavando hoyos, dando discursos y arrojando suciedad sobre los restos. ¡Qué ruina! Los cadáveres atraían aves de carroña y éstas, una vez muertas, servían de alimento. Los peris mostraron su lamento con risas. Los colonos observaron entre sorprendidos y aburridos. Y los rescatadores se apresuraron a concluir sus tareas, ansiosos por abandonar un mundo tan loco y terrible, deseosos de cumplir con su obligación programada de rescatar a los extenuados colonos, dejar a los supervivientes en Solón, Gates o cualquier otro planeta médico y emprender trabajos más beneficiosos. Markowitz fue de uno a otro de los astronautas, implorando que salvaran la vida de su amado.
—He perdido a mi padre, mi marido, mi madre, mis hijos, mis hermanos… ¿También debo perder a Thompson? ¿Por qué vosotros no podéis perder el tiempo?
—Él ha muerto, mujer —murmuraban todos los tripulantes, rechazando su fastidiosa solicitud—. No podemos ir a la caza de fantasmas. Tenemos cosas que hacer.
Así pues, Markowitz se ocultó durante el bullicio de la partida y ellos no se tomaron demasiadas molestias en buscarla. Se despertó, inclinada sobre los restos de un ratón extraterrestre, a un mundo con más fantasmas de los que ella podía concebir. Kre’e estaba tumbado en la parte superior del barranco y la mujer empezó a subir lentamente hacia él. El peri se despertó mucho antes de que Markowitz llegara a su altura. Empezó otro día.
Aquél fue el día en que ella encontró un charco antes que el peri. Bebió todo lo que pudo, extendió barro sobre sus quemaduras y finalmente pisoteó el agujero hasta que sólo quedó una masa de lodo. Kre’e no hizo intento alguno por detenerla. La mochila le forzaba a ir encogido y Markowitz acabó por caminar a la misma velocidad que él a través del inhóspito terreno. Por delante, muy lejos, una cordillera se alzaba sobre el desierto, oculta en las brumas del horizonte oriental.
—¿Adónde vas? —preguntó Kre’e desde lo alto de un barranco.
—Al este.
—No hay nada hacia el este.
—Nada.
Llegó la noche. La zona de barrancos quedó a sus espaldas. Por la mañana, el desierto se extendía sobre la curva del horizonte hasta confundirse con las distantes montañas.
—¿Por qué haces esta caminata?
—¿Por qué haces esta caminata?
Kre’e se rió largo y tendido, aunque visiblemente debilitado.
Un día después tropezó y cayó un trecho por un barranco. Markowitz rió tanto que se vio obligada a sentarse.
—Eres una peri —dijo Kre’e. Yacía inmóvil con las piernas dobladas de un modo extraño.
—No —replicó la terrestre. Dejó de reír.
—Eres una peri.
Aquellas palabras alzaron a Markowitz hasta una repentina meseta de claridad, desde la que vio su progreso desde la Escarpa Sin Fin. Caminatas, hogueras, charcos, comida, odio, risa… Todos y cada uno de esos hechos se perfilaron con una asombrosa nitidez, una aterradora luminosidad de visión. Aturdida, miró al peri. Kre’e estaba en una pequeña hondonada y se había partido una pierna. Su pierna estaba rota. Su pierna…
Kre’e no opuso resistencia cuando Markowitz le arrebató la mochila, como tampoco dijo una sola palabra mientras ella enderezaba y entablillaba la pierna dañada. La mujer sacó gasas y pomadas y curó sus manos. Luego se echó la mochila a la espalda, ató bien fuerte las correas y levantó a Kre’e en sus brazos. El peri pesaba muy poco, pero Markowitz se tambaleó y tuvo que esforzarse para mantener el equilibrio.
—Te estás portando como una estúpida —dijo Kre’e.
—Cállate.
—Yo no haría esto por ti.
—No soy una peri.
No volvieron a hablar. Al cabo de tres horas, los dos estaban arrastrándose. Veinte kilómetros de desierto. Necesitarían doce días. Buena parte del pelo plateado del peri cayó. La piel de Markowitz colgaba con tanta flacidez que rozaba la tierra y le era imposible sentarse sobre sus doloridos huesos. Avanzaron a rastras en silencio, sin mirar al frente más que para comprobar su dirección, sin detenerse más que para tratar de aliviar el calor del día o beber en un charco ocasional. Markowitz capturó una lagartija, aunque lo normal era que se alimentara de insectos. Kre’e tiraba de su pierna entablillada, Markowitz de su mochila. La mujer no supo que habían llegado al pie de las montañas, ni notó que el terreno empezaba a subir. Pero puso una mano sobre algo extraño y áspero al tacto, vio que era hierba y se desmayó.
Markowitz despertó a regañadientes, porque Kre’e estaba dándole patadas. Lo hacía para despertarla. El peri la estaba despertando para darle agua.
Dos días después de atravesar aquella charca, encontraron un círculo de piedras repleto de cenizas y, en el pliegue del terreno cercano, los restos de la nave. Había esqueletos diseminados por el pequeño valle, rectos o encogidos entre huesos de aves. Markowitz no pudo determinar cuál era el de Thompson. Quizá era el que tenía la mano caída sobre la inservible radio. Apartó la mano y giró los mandos del aparato. Clic. Clic. Clic. Kre’e la contempló y luego recorrió lentamente el campamento, recogiendo las esqueléticas figuras y metiéndolas en la nave. Markowitz observó sin moverse. Cuando terminó, Kre’e cerró la puerta del vehículo, adoptó un aire solemne y alzó los brazos.
—La ceniza vuelve a la ceniza —dijo tras cierta vacilación—. Eh… el barro al barro, con suerte. El sol a la luna, a lo que sea. Y así sucesivamente.
Ella le miró, estupefacta, y Kre’e se puso tan serio que la mujer empezó a reír imitando a los peris. La risa dio paso a las carcajadas. Markowitz recorrió el campamento dando vueltas por el suelo, gritando su regocijo delante de todos los esqueletos, de toda su inutilidad, de toda la muerte. Luego se levantó, golpeó a Kre’e tan fuerte como le fue posible y se alejó cansinamente del lugar. Kre’e la siguió al cabo de un rato.
Tras un día de ascenso a las montañas descubrieron otro pequeño valle, apenas un pliegue del terreno, oculto entre la aridez. Algunos matorrales con frutos, algunas plantas con raíces comestibles. Una pequeña fuente de la que brotaba un litro escaso de agua dos veces diarias. Se quedaron allí dos meses. Las manos de Markowitz sanaron. El hueso roto de la pierna de Kre’e se soldó, aunque con la secuela de una torcedura permanente que le forzó a cojear. El vigor fue volviendo poco a poco, pero no con tanta lentitud como la confianza.
Llegó el día en que Markowitz capturó una serpiente arborícola y ofreció a Kre’e parte de ella. Llegó el día en que la mujer resbaló y se torció una pierna, y Kre’e, en lugar de reír, la ayudó a volver renqueante al campamento. Llegó el día en que, en lugar de devorar bayas o ratones peris en cuanto los encontraban o capturaban, guardaron agua suficiente, encendieron una noguera y cocinaron un guisado.
Llegó el día en que ella dijo:
—¿Adónde vas?
—Hacia el valle —contestó Kre’e.
—¿Qué valle?
—Más allá de las montañas. El camino es duro.
—¿Agua? ¿Frutos? ¿Caza?
Kre’e asintió con la cabeza.
Markowitz pensó en las tumbas de la Escarpa Sin Fin y empezó a irritarse.
—Hay muchas formas de morir de hambre —dijo Kre’e—. Puede hacerse sentado o andando. En silencio o en plena diversión.
Markowitz quiso replicar, pero recordó su propia risa y guardó silencio.
—Y hay lugares más allá de la risa —prosiguió Kre’e en tono casual—. Uno de ellos es el valle. Otro es el odio.
Ella comprendió cuatro días después, a medio camino montaña arriba. Se sentaron juntos en un borde rocoso, contemplando los últimos rayos del sol barriendo la llanura, y Markowitz tuvo la sensación de que el desierto resplandecía de vida. Si existe vida en la aridez, existe esperanza para toda la vida. Donde hay odio, hay esperanza de amor.
Markowitz suspiró, se recostó y contempló el desierto en dirección hacia el oeste. La visión desde aquí era mucho mejor que la vista desde la Escarpa Sin Fin.