Summa Theologica, alrededor de 1273

Quien ama a otro honra lo que perdura tras la muerte. Por tanto es nuestro deber honrar las reliquias del difunto, en especial el cuerpo, que fue templo y morada del Espíritu Santo, en que Él habitó y obró, y que en la Resurrección se asemejará al cuerpo de Cristo.

Atenas, Grecia, 1978 (Associated Press)

Monjes ortodoxos griegos que se encuentran en el Monte Sinaí han anunciado públicamente un importante hallazgo de textos cristianos primitivos descubiertos por accidente en su monasterio de Santa Catalina hace dos años. «Podría tratarse del descubrimiento más importante desde los papiros del Mar Muerto», manifestó a Associated Press un profesor de la Universidad de Salónica.

Afirmó que los miles de fragmentos de pergaminos y papiros, que se remontan a los primeros tiempos del cristianismo incluyen al menos un auténtico hallazgo: ocho páginas perdidas del Códex Sinaíticus, un manuscrito antiguo y de inapreciable valor que se halla en la actualidad en el Museo Británico.

Roma, Italia, 31 de marzo de 1979

—Hemos considerado debidamente todos los detalles pertinentes al plan propuesto —dijo el hombre de edad madura, pese a encontrarse a solas en el despacho de lujoso mobiliario. Apretó el botón de pausa de su grabadora, suspiró y continuó hablando con voz ronca—: Hemos ponderado la naturaleza de la reliquia largamente venerada por nuestros hermanos belgas en la estimada ciudad de Brujas. Hemos examinado copias de los textos descubiertos no hace mucho en el Sinaí. Aunque no sin azoramiento, hemos discutido con la Academia de Ciencias Pontificia los últimos avances en experimentación biológica. Hemos prestado atención a las admoniciones de Santo Tomás de Aquino en relación con la justa honra debida a determinadas reliquias en espera de la Resurrección. Hemos rezado, con súplicas sumamente tenaces y devotas, para obtener una guía en este empeño sin precedentes que se nos ha propuesto.

Hizo una segunda pausa y usó un fino pañuelo de lino para enjugar el sudor de su frente abombada.

—Creemos que la decisión no ha sido tomada por nosotros —prosiguió—, sino para nosotros. Ahora, en consecuencia, con la autoridad apostólica y ordenando el secreto más extremo respecto al contenido de estas instrucciones, requerimos por la presente…

Roma, 2 de abril

—… requerimos por la presente que el proyecto sea puesto en práctica del modo exacto en que se ha propuesto. —Todo lo anterior había sido dicho en latín. La voz ronca añadió bruscamente en italiano—: Distruggete questa cassette, al piu presto.

Hubo un clic final y se hizo el silencio.

—Destruidla inmediatamente —repitió el mayor de los dos hombres entrados en años que escuchaban la grabación—. Lo haré yo mismo.

Pulsó el botón de expulsión de su grabadora y guardó la cinta en un pliegue de sus ropas rojas.

—No comprendo —dijo el otro hombre, el que vestía de púrpura—. ¿Cómo puede su…?

Per favore, nada de títulos, nada de identificaciones personales. Abundan los micrófonos ocultos, incluso aquí, en mi despacho. Se nos ordena secreto y ello hará preciso un circunloquio. En cuanto a la fuente de nuestras instrucciones, a partir de ahora nos referiremos a ella como El Mayor.

—Muy bien. Pero no comprendo cómo El Mayor emprende esta aventura impetuosa. Nuestros… nuestros Mayores, desde la época de Galileo, han mostrado desconfianza ante cualquier coalición de la Iglesia y las ciencias más radicales.

—Sólo cuando esas ciencias han controvertido el dogma —replicó el hombre de rojo—, y esta aventura trasciende cualquier non placet que yo conozca.

—¿Pero por qué ahora? —insistió el hombre de púrpura—. Esa reliquia ha sido venerada en Brujas durante más de ocho siglos. Incluso diría que ha sido algo embarazoso para tanto tiempo. En realidad, jamás ha sido autentificada.

—Están sucediendo varias cosas simultáneas en la actualidad y El Mayor no cree en lo que los materialistas toscos denominan coincidencia. Cree que esta concatenación de hechos recientes es Deo gratia, evidencia de causalidad divina.

—¿Qué hechos recientes?

—Son tres. Primero, los numerosos adelantos de esas ciencias biológicas relacionadas con la manipulación genética. Segundo, la existencia en Brujas de esa discutible reliquia…

—Poco tiene de reciente —interrumpió el otro con una expresión de desdén.

—Cierto, pero su autentificación lo sería.

—¿Qué?

—La explicación reside en el hecho número tres. El descubrimiento de esos antiguos textos bíblicos… en especial las páginas del Códex Sinaíticus largo tiempo perdidas. Una de las revelaciones que no podemos mantener siempre en secreto es que las páginas del códice describen la sepultura de Nuestro Señor Jesucristo por José de Arimatea.

—¿Y bien? Así lo hacen los textos de Marcos, Mateo, Juan…

—Estas páginas ofrecen detalles, más bien abundantes, de los servicios prestados por José. Podrían interpretarse como una confirmación de esa vieja reliquia de Brujas que habéis designado como un «embarazo» para la Iglesia.

Salve! —El hombre de púrpura quedó asombrado—. Y ahora se nos ordena… adquirir esa reliquia. Y en absoluto secreto. Pero ¿cómo?

—La Iglesia no debe verse envuelta, no puede recaer en ella ni la más remota sospecha. Por fortuna, disponemos de laicos leales de gran distinción y mayor ingenio. —El hombre de rojo tocó rápida y ligeramente su grabadora—. Una carta, con mi papel y sobre personales, al Sacro Consiglio, Priorato Principale, Ordine Sovrana dei Cavalieri

Roma, 3 de abril

—La Soberana Orden de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalén está a vuestras órdenes, Su…

Per favore, nada de títulos, nada de identificaciones personales —dijo el hombre de rojo—. ¿Trajo mi carta, signore?

—Pues, claro que sí —contestó el anciano consigliere del Gran Priorato de los Caballeros. Iba incómodamente vestido al recargado estilo medieval de su Soberana Orden—. Fue preciso traer la carta para obtener audiencia de Su… eh… del signore.

—Perfecto. Póngala aquí.

El hombre de vestiduras rojas quemó la carta en un gran cenicero que había en su escritorio. El consigliere contempló, asombrado, cómo las cenizas eran aplastadas hasta quedar reducidas a polvo.

—Vuestra carta contenía poco que quemar, signore —se aventuró a decir—. Sólo la orden de que me presentara. No se decía el porqué.

—Deseo hacer una o dos preguntas. Sus Caballeros Hospitalarios tuvieron una vez considerable poder en Jerusalén y más tarde en toda la cristiandad. Su orden posee un establecimiento en la ciudad de Brujas, en Bélgica. ¿No es cierto?

—Sí, signore.

—También en Brujas reposa una reliquia, muy famosa, conocida como la Santa Sangre, que la ciudad obtuvo originalmente, según se cree, de Jerusalén. Cuénteme todo lo que sabe al respecto.

El otro anciano pasó unos instantes ordenando sus pensamientos.

—Nuestro Señor —dijo por fin— fue descendido de la cruz a última hora del viernes de crucifixión. Se aproximaba la puesta del sol, y con ella el sabat de los judíos. Puesto que en el sabat no se hace trabajo alguno, ni siquiera enterrar a los muertos, los restos corpóreos del Salvador habrían yacido sin sepultar, de un modo bárbaro, al menos otro día, de no haber sido por la intervención de un compasivo judío…

—José de Arimatea.

—Sí, signore. Obtuvo permiso de Pilato para trasladar el mutilado cadáver y buscar para él una tumba. De acuerdo con algunos relatos, José fue un hombre rico que aposentó el cuerpo de Nuestro Señor en la esmerada tumba que él, José, ya había construido para sí mismo. En otros relatos se dice que José, simplemente, encontró una cueva adecuada en el monte Gólgota.

—En cualquier caso, José fue indiscutiblemente el último ser humano que tocó el cuerpo de Jesucristo. Es decir, antes de que las mujeres descubrieran la tumba vacía y a Cristo en pie.

—Oh, indiscutiblemente. Y se dice que José recogió en un recipiente una gota, o quizá varias, de la sangre de Jesús. También se dice que el recipiente permaneció algunos siglos bajo la custodia de los posteriores metropolitanos cristianos de Jerusalén. En cuanto a cómo y cuándo ese recipiente haya llegado a Bruselas, confieso que, lamentablemente, carezco de información. Pero con toda seguridad, la biblioteca del Vaticano…

—Supongamos que no deseo que el bibliotecario del Vaticano conozca mi interés por el tema.

—Comprendo —dijo el consigliere—. En ese caso puedo hacer averiguaciones a través de mis hermanos caballeros de Brujas.

—Le quedaré muy agradecido. Quiero saber la historia de la reliquia, su paradero actual, los pormenores de su tamaño y aspecto, las medidas tomadas para su conservación, su accesibilidad al público…

—Para todo esto, signore, mis informadores probablemente deberán inquirir a los guardianes tradicionales de la reliquia, la Fratérnitas Nóbilis Sánguinem Sanctus.

—Que lo hagan, pero con discrección. Quizá un caballero, disfrazado de turista entrometido, podría simular un encuentro casual con un miembro de esa Noble Hermandad de la Santa Sangre.

—Una sugerencia excelente, signore. Me ocuparé de ello. Con permesso.

Brujas, Bélgica, 5 de abril

Un hombre de edad madura estaba sentado en una mesa al aire libre del Café de la Bourse, comiendo bocaditos de queso de Wingene y sorbiendo cerveza flamenca de un alto pichel. Su llamativo atavío turístico, completado con una cámara Instamatic enlazada a su muñeca, le hacían pasar desapercibido. En la adoquinada Grand Place se escuchó la música del carillón del imponente campanario —unos cuantos compases de una aria de Mozart—, señalando las dos y cuarto de una tarde de primavera extemporáneamente benigna.

—Ah, la bonne Bruges vieillotes —dijo el hombre, y suspiró en éxtasis—. La ciudad medieval menos cambiada y malograda de toda Europa. El viejo y apreciado campanario, las casas con gabletes y salientes escalonados, los tranquilos canales, sus puentes corcovados, sus cisnes blancos flotando majestuosamente…

—El nauseabundo y clamoroso tráfico rodado. Helas, algunas cosas sí que cambian —opinó su compañero de mesa, al que acababa de conocer y que era, no por casualidad, miembro de la Noble Hermandad de la Santa Sangre—. Nuestros tranquilos canales están tan polucionados por las aguas cloacales que los tradicionales cisnes de Brujas emigraron hace mucho tiempo. Los que se ven en la actualidad son de madera pintada, puestos en los canales por las autoridades locales para que los turistas como usted puedan fotografiarlos. —No sin cierto desprecio, señaló la Instamatic del otro—: Pero, grâce à Dieu, algunas cosas no cambian. Por ejemplo, usted se interesaba por la Santa Sangre. Esa reliquia, más preciada que cualquier otra salida de Tierra Santa, está en Brujas y permanecerá aquí para siempre.

—¿Pero por qué en Brujas? —preguntó el turista—. Yo habría pensado que un tesoro así había sido adquirido por el Museo Vaticano o recibido una capilla en el de San Pedro.

—No fue ofrecido a la madre Iglesia, sino a un laico como usted y yo, aunque de clase más elevada: el entonces conde de Flandes.

—¿Por qué? ¿Cuándo?

—Se trata del conde Thierry de Alsacia, que mandó el contingente flamenco en la segunda cruzada. Como quizá ya sabrá, aquella cruzada resultó un fracaso más bien funesto. No obstante, el conde de Alsacia en persona hizo tal demostración de valor que, antes del regreso de los cruzados a Europa en 1150, el metropolitano de Jerusalén le obsequió con el recipiente que contenía una gota de la Santa Sangre. Thierry le puso una cadena y lo colgó al cuello de su capellán castrense. Este digno sacerdote no se quitó la reliquia, ni de día ni de noche, durante todo el viaje de vuelta a Brujas. Finalmente, el conde la ofreció a la ciudad y todavía pertenece a ésta, no a la Iglesia.

—Entonces —dijo el turista sonriendo—, es posible que la Iglesia sienta celos y que por tal razón jamás haya considerado oportuno autentificar su reliquia.

—Quizá. En todo caso, siempre que un sacerdote la saca de la bóveda de la Capilla de la Santa Sangre, un policía de Brujas se halla presente como representante de la autoridad civil, además, claro está, de uno o varios de nosotros, los hermanos guardianes. Si usted, monsieur, puede alargar sus vacaciones hasta el lunes siguiente al segundo día de mayo, verá la Santa Reliquia conducida por las calles de Brujas en una esplendorosa procesión de tipo medieval.

—¿Y el resto del tiempo permanece encerrada en la bóveda de una capilla? —El turista aparentó estar ligeramente consternado—. Sí, confiaba en ver la Santa Sangre, pero ¿es la procesión de mayo la única ocasión en que se exhibe en público la reliquia?

Mais non, m’sieu. La Capilla de la Santa Sangre se halla en la calle de al lado, casi detrás mismo de este café. En la misa del viernes, y mañana es viernes, puede verse la reliquia. En realidad se puede incluso besar.

—¿Besar la reliquia?

—Se lo aseguro. Nuestro Señor sangró en la cruz en un viernes. Por lo tanto, si se comulga en la misa que todos los viernes se celebra en la capilla, además de compartir la carne y sangre de Cristo en forma de una hostia sacramental, los fieles pueden besar el recipiente que contiene la auténtica sangre.

Al día siguiente, el caballero hospitalario fue a misa, pero ya no llevaba la molesta cámara Instamatic, sino una diminuta Minox perfectamente ocultada.

Roma, 7 de abril

—Esa reliquia, más preciada que cualquier otra salida de Tierra Santa —se burló el hombre de ropas color púrpura. Estaba leyendo el informe del caballero—. Besan ese objeto cuando participan de la hostia. Lo transportan en una grandiosa procesión anual. ¡Son culpables de superstición extremada si no de idolatría!

—Alto, alto —replicó con aire ausente el hombre más viejo, vestido de rojo—. He consultado el Rituale Romanum. Su procesión es oficialmente una processio in quacunque tribulatione, y permisible en consecuencia. —Estaba examinando con todo detalle, con la ayuda de una lupa de joyero, el fajo de fotografías enviado por el caballero—. De todos modos, haría mejor no burlándose. Si la reliquia resulta ser auténtica, mal puede hablarse de idolatría.

—Si lo es —murmuró el otro hombre, estremeciéndose involuntariamente—, y si hacemos con ella lo que ha sido propuesto…

—Si podemos apoderarnos de ella. Concentrémonos primero en los problemas más importantes. Mire esta fotografía.

La imagen mostraba el ornamentado dosel de la Santa Sangre, tras el cual había un sacerdote de abultados carrillos que sostenía reverentemente con ambas manos la disputada vasija. A su derecha se hallaba un guardián de la Fratérnitas Nóbilis Sánguinem Sanctus, un caballero cargado de años y totalmente calvo vestido con ropas ceremoniales de color negro, plata y escarlata, asiendo una maza ritual. A la izquierda del cura se encontraba un impasible policía belga con el típico uniforme azul y, pese a estar en una iglesia, casco blanco.

Mirado a través de la lupa, el relicario sostenido por el sacerdote aparecía como un cilindro transparente de tamaño aproximado al de un vaso de agua de lados rectos. Ambos extremos estaban cerrados por tapas de oro con intrincados grabados, de las que salían los dos extremos de una gruesa cadena de plata de dos metros que pasaba por la parte posterior del rollizo cuello del cura.

—Hay un reflejo en el vidrio —se lamentó el hombre de púrpura—. No puedo ver el interior de la vasija.

El hombre de rojo le entregó otra fotografía que podía tratarse de una atrevida toma en primer plano o de una amplificación sumamente clara. La superficie del recipiente era bastante más gruesa que la de cualquier vaso de vidrio normal. En el centro de la parte inferior del transparente cilindro no había una ostensible mancha roja, sino una manchita de un indefinido color pardorrojizo.

—Con todo el respeto y devoción debidos —dijo el hombre de púrpura—, parece un trofeo muy insignificante para que nosotros nos… apropiemos de él. Pero no importa. ¿Cómo nos apropiamos de él?

—Sustitución —contestó el hombre de rojo—. Un orfebre de confianza de Via da Guardiagreli está haciendo una copia para mí en estos momentos. Afirma que puede ver con toda claridad, en las fotografías, los grabados en oro de las tapas y que podrá imitarlos a la perfección. Y lo mismo con respecto a la cadena de plata. Las manos del sacerdote en la fotografía le proporcionan la escala. Nuestro duplicado será perfecto en tamaño, aspecto y todos los detalles.

—Un duplicado perfecto —murmuró el hombre de vestiduras púrpuras—. En todos los detalles.

París, Francia, 10 de abril

Sentado en la parte posterior del coche patrulla, un modelo Citroën, y esposado entre dos policías, el caballero de traje elegante y aspecto eminentemente distinguido no opuso resistencia, aunque protestó a gritos.

—¡Exijo saber bajo qué mandamiento están actuando ustedes, salauds!

Se tranquilizó cuando el automóvil se detuvo, no ante alguna comisaría de barrio, sino frente a una puerta gótica que conocía perfectamente.

—¡Santo cielo! —dijo en cuanto los policías le liberaron y se marcharon—. Me han detenido muchas veces, pero jamás para llevarme ante el cura de mi parroquia. ¿Qué cosa tan terrible dije en mi última confesión?

—Te limitaste a recordarme que en mi congregación se encuentra el más ilustre criminal que ha atemorizado París desde la buena época de Cartouche —respondió el sacerdote—. Ahora te pido que, por una vez en tu vida, pongas tu talento y contactos a disposición de una causa loable. Observa esas fotografías. Y escucha.

Cuando el cura hubo concluido, el hombre protestó.

—Pero esta… esta sustitución que usted necesita… Padre, soy un vulgar carterista.

Merde —replicó con rudeza el sacerdote—. El mocoso que yo rescataba tan a menudo de la granja reformatorio de Montesson era un carterista. Tus habilidades han crecido con el paso de los años.

—Naturalmente haré cualquier cosa por usted, padre. Pero la ciudad de Brujas está fuera de su parroquia, por lo que deduzco que no me está haciendo una petición personal. ¿Puedo preguntar por qué la Iglesia pretende conseguir la ayuda de un Barrabás?

—Non.

—¿Eh? —El experto criminal se encogió de hombros y después volvió a estudiar las fotos—. Dice usted que nadie debe enterarse de la sustitución. Eso descarta la posibilidad de entrar a robar en la bóveda de la capilla, sería imposible hacerlo sin dejar algún rastro. También descarta cualquier acción cuando se exhibe la vasija durante la misa. Sería muy arriesgado maniobrar tan abiertamente. Hay que hacerlo durante esa procesión de la Santa Sangre. Un acto así siempre ocasiona mucha agitación y un poco más no tendrá importancia. Pero debo decir que yo rara vez manifiesto tanta audacia a plena luz del día y ante tantos testigos.

—Alégrate, entonces, de que estemos en el año 1979.

—¿Cómo?

—Sólo se trata de una procesión. Si estuviéramos en 1977 habría más que un simple desfile. Cada año quinario, la reliquia es el foco de atracción de una magnífica representación son et lumière de la Pasión. El drama dura casi tres horas, implica el concurso de cerca de tres mil actores y músicos, y la Grand Place se queda pequeña para los más de diez mil espectadores. Antorchas, focos, fogatas…

—¿De verdad? Hum. Eso sería todo un reto.

—¡No me vengas con ideas jactanciosas! No vamos a esperar hasta 1982. La sustitución debe efectuarse tan pronto como sea posible. Si te decides por el día de la procesión, eso será… veamos… el siete de mayo de este año.

—Lo que me da menos de un mes para hacer planes. Padre, necesitaré un plano a gran escala de Brujas, con el trayecto señalado exactamente. Me harán falta detalles de la procesión: orden de marcha, carrozas y bandas y todas esas cosas. Detalles de las barreras para el público, medidas de seguridad, fonctionnaires y policías de tráfico a cargo del orden… Sobre todo, detalles relativos a por dónde y cómo se transporta la reliquia. Si se trata de la pièce de résistance, confío en que será muy visible.

—Tendrás todos esos datos. Pero creo que el arzobispo de Utrecht se sienta en una silla lujosa y pequeña, sosteniendo en alto el recipiente para que todos lo contemplen.

—Merde.

—¿Acaso es un problema?

—Padre, puedo coger microfilms ultrasecretos de una faja provista de cremallera que lleve encima un agente de la KGB o la CIA, aunque esté bajo ropa interior térmica, y él no lo notará. Puedo robar el flamante anillo matrimonial del delicado dedo de una recién casada y ella no lo notará. Pero fíjese bien: el arzobispo hará el recorrido en una posición elevada, por encima de las cabezas del público; y no sólo sostendrá la reliquia con sus dos manos, sino que la llevará asegurada con una cadena en torno a su reverendo cuello.

—¿Y bien?

—Que así no puedo robarla. El arzobispo deberá estar cabeza abajo.

Roma, 12 de abril

—Ateniéndome únicamente a las fotografías —dijo el anciano de atavío púrpura—, debo decir que me parece una copia idéntica. —Dio vueltas y más vueltas al cilindro entre sus dedos, con cierta cautela.

—El único detalle del que no podemos estar seguros es el peso —comentó el anciano de rojo—. Imitamos el espesor con toda la exactitud posible. Y suponiendo que el relicario auténtico sea tan suntuoso como merece ser, el orfebre usó oro de dieciocho quilates para los extremos del cilindro y plata de ley de novecientas noventa y nueve milésimas para la cadena. Pero aunque el verdadero esté formado por, digamos, oro más barato de catorce quilates y plata del tipo para acuñar de novecientas setenta y cinco milésimas, dudo que ni siquiera un guardián que lo haya tenido en sus manos todos los viernes de su vida advierta la diferencia.

—¿Y qué hay respecto a… la sangre? —preguntó el hombre de ropaje púrpura, señalando la oscura mácula del interior del recipiente—. Me refiero a que… Suponga que a otra persona se le ocurra emprender de nuevo, algún día, nuestra temeraria empresa.

—Si la nuestra triunfa, nadie más necesita intentarla de nuevo, nunca. En cualquier caso, esa sangre la puso ahí para mí un maquillador de Cinecittà. Es lo que usan en esas películas sangrientas… chocolate teñido, creo que me dijeron.

—Entonces, ¿no deberíamos poseer una copia extra de este objeto como…? ¿Cómo lo llaman? ¿Sustituto? ¿No existe algún riesgo de que esta vasija, o la auténtica, se rompiera por accidente durante el intercambio?

—No es probable. La auténtica está hecha de cristal de sosa, no de vidrio de ventana, igual que ésta.

—Ah, bien. Si una se rompe, usted y yo será mejor que nos retiremos rápidamente, y para toda la vida, a un monasterio de la Patagonia u otro similar.

—No prepare el equipaje todavía. Disponemos de un individuo excelente a cargo del proceso de sustitución.

—¿Quién?

—No lo sé y no lo preguntaré. Todo lo que sé es que París es la ciudad más sofisticadamente perversa del mundo y que mi sobrino tiene una iglesia en el barrio latino, la parte más inicua de esa ciudad tan malvada. Ha obtenido los servicios de uno de sus feligreses… un gran personaje de la Mafia o algo por el estilo. La cuestión es que el hombre parece conocer su oficio. Lo primero que pidió fue toda esta información.

El hombre de rojo extendió una mano hacia los papeles colocados en la mesa que le separaba del hombre de púrpura. Éste cogió el plano urbano de Brujas.

—¿Ésta será la ruta de la procesión? —inquirió.

—Sí. Bastante tortuosa, ¿no es cierto? Supongo que los participantes se alegran de que la ciudad vieja ocupe un óvalo tan pequeño. Pero aún así, deben acabar con los pies doloridos. Salen de la Capilla de la Santa Sangre… aquí… Rodean la manzana y pasan ante el campanario de la Grand Place, luego recorren todas estas calles y plazas y todo el camino que hay hasta el convento de Béguinage. Después regresan, vuelven a cruzar el campanario y al final llegan otra vez a la Capilla.

—Creo que necesitan una ruta tan larga simplemente para dar cabida a un cortejo tan inmenso —opinó el hombre de vestiduras púrpuras—. No puedo imaginar quién contempla la procesión. Todos los habitantes de Brujas parecen estar dentro de ella. —Siguió leyendo en voz alta uno de los informes—. Trompeteros y tambores.

»Abanderados.

»Cruzados montados, con estandartes y lanzas.

»El clero, con capas consistoriales.

»Directores de coro, con sobrepellices.

»Guardia de a pie de la Noble Hermandad de la Santa Sangre.

»El arzobispo de Utrecht, llevando la Santa Reliquia y sentado en la silla de honor transportada por los miembros más jóvenes y fuertes de la Soberana Orden de los Caballeros Hospitalarios de Jerusalén.

»Guardia de a pie de la Real y Principesca Hermandad de Honorables Ballesteros de San Jorge.

»Gaiteros. (¿Gaiteros?)

»Magistrados laicos, profesionales, miembros de sociedades comerciales y gremiales, todas las comunidades con su propia banda de músicos.

»Monjes.

»Monjas.

»Niños.

—Y en un momento del trayecto —dijo el hombre de atavío rojo—, el arzobispo se pone cabeza abajo.

¿Qué? ¿El arzobispo de Utrecht? ¿Ese viejo pomposo, artrítico y…?

—Quizá mi sobrino haya confundido el código, pero eso es lo que decía su telegrama cifrado.

Per Bacco! —exclamó el hombre de púrpura, invocando un dios cuya existencia se suponía que debía repudiar—. ¡Me gustaría verlo yo mismo!

Brujas, 16 de abril

Todavía a cierta distancia, los dos hombres intercambiaron señales de manos que ningún transeúnte podía advertir, pero que establecieron su identidad mutua. Luego se reunieron en una mesa vacía del café al aire libre del Hotel Le Panier d’Or, se sentaron y pidieron jarras de cerveza.

—Es todo un honor, para los que conocemos su reputación —dijo el hombre más joven—, que haya venido a visitar nuestra humilde y rústica Brujas, monsieur

—Barrabás, para esta ocasión.

—Monsieur Barrabás, el honor es todavía mayor para mí, que he sido elegido para…

—No hay tiempo para intercambiar ramos de flores. Ése es el campanario de la plaza, ¿no es cierto? ¿Y la procesión pasa dos veces por aquí?

Oui. Al principio cruza la plaza de derecha a izquierda. Al final, unas dos horas más tarde, lo hace de izquierda a derecha.

—El arzobispo con su litera es el centro de atención. Y tras su silla va… —El hombre consultó una libreta de bolsillo— va una hermandad de ancianos conocida con el nombre de Honorables Ballesteros de San Jorge. ¿Llevan ballestas en realidad?

—Oui.

—¿Ballestas de verdad? ¿Disparan, quiero decir?

Oui. Disparan una flecha corta y de punta cuadrada.

—¿Son expertos con las armas esos viejos bastardos?

Oui. Tremendamente expertos. Siempre están participando en concursos, competiciones y demostraciones públicas de su habilidad. Un dardo de ballesta es tan exacto como una bala de rifle hasta un alcance de sesenta metros. —El joven aclaró su garganta—. Pardon, monsieur Barrabás, pero no se me informó de que éste fuera un trabajo a sueldo.

—¡No lo es! —respondió con irritación el otro—. Limítese a responder mis preguntas, sin hacer conjeturas, o prepárese para una carrera de por vida como alcahuete ayudante en el Reeperbahn de Hamburgo.

Oui, m’sieu. —El joven empezó a sudar.

Bien. Ahora necesito tener acceso a la litera del arzobispo o algún medio de construir un duplicado exacto. ¿Qué responde?

—Puede ver la silla auténtica, monsieur Barrabás, justo allí, en el almacén del campanario. Al asistente le emocionará que un turista se tome tanto interés.

Mientras el momificado y desdentado asistente mascullaba explicaciones en flamenco acerca de la historia, abolengo, dimensiones y riqueza de la silla, los dos hombres la estudiaron. Era como un trono, cubierto con rico brocado oro y blanco y unido a dos palos lo bastante largos para que los asieran cuatro hombres a cada lado. La construcción era notablemente sólida y sus piezas estaban unidas mediante anticuadas espigas de madera en lugar de clavos o tornillos. El hombre que se hacía llamar Barrabás pasó la mano por el brocado, levantando una pequeña nube de polvo acumulado desde hacía un año.

—No tema, mynheer —dijo el anciano asistente (el hombre joven iba traduciendo)—. Todos los años, unos días antes de la procesión, se encarga a un artesano que examine la litera con todo detalle. Efectuar cualquier refuerzo que sea preciso, limpiar el tapizado, zurcir lo que haga falta…

—¿Pero qué es esto? —preguntó Barrabás, inclinándose sobre el acolchado asiento de la silla. Encima de ella había un cinto con hebilla, adornado con brocado en la superficie externa, la que se veía, pero con una lisa tira de cuero en la interna.

—Un cinturón de seguridad —repuso el hombre joven—. Como el de un avión.

—Qué precaución tan notable —dijo el otro para sí mismo.

—Ah, bien —intervino el asistente al tiempo que se encogía de hombros y alzaba ambas palmas de sus manos—. Hasta los caballeros más jóvenes que llevan la litera, mynheer, no son tan jóvenes. Y buena parte de nuestras calles están pavimentadas con adoquines. Hacia el final de la procesión, cuando los portadores se cansan, puede suceder que uno de ellos se tambalee… o que incluso se desmaye y caiga. El arzobispo no debe salir despedido, aunque la silla oscile. Puede sufrir una sacudida momentánea, pero no soltará la Santa Sangre.

—Excelente —dijo Barrabás. Salió del campanario junto al ayudante asignado, y los dos hombres se abrieron paso entre el tráfico de la Grand Place—. Hará falta sobornar a cuatro hombres y hacerlo con gran esplendidez. El hombre que cuida de esa silla antes de la procesión. Dos de los caballeros que la llevan. Y uno de los ballesteros que marchan detrás de ella. ¿Puede hacerse?

—Todo el mundo puede ser sobornado para hacer cualquier cosa —respondió el ayudante, como citando la Sagrada Escritura. Y se aventuró a añadir—: No estaría mal darles algún pretexto que justifique esos espléndidos sobornos.

—Explíqueles que somos americanos ricos haciendo una travesura.

—¿Una travesura?

—De un americano puede creerse cualquier cosa. Y ustedes tienen payasos en sus procesiones, muy a menudo, hein? Me enteré en el tren, leyendo un folleto sobre los festivales belgas.

—Cierto, pero en procesiones festivas, no en las de días santos. Sin duda leyó usted acerca del bromista más famoso de todos los tiempos, Tijl Uilenspiegel, y su… ¿cómo le llaman ustedes? ¿Socio? Su socio Lamme Goedzak. Numerosas personas creen que el malicioso Tijl es una simple fábula, pero en realidad existió. Incluso está enterrado aquí, en Flandes, en…

—¿Todavía se le representa en los desfiles? ¿A él y a su socio?

Oui, y todavía hacen bromas. Como arrojar cáscaras de huevo llenas de tintas indelebles. Los participantes y espectadores de esos festivales visten los peores andrajos que tienen. Pero…

—¿Hay trajes especiales de Tijl Uilenspiegel y Lamme Goedzak?

Oui. Son parecidos a la ropa de los antiguos bufones de la corte. Hay infinidad de fotografías. Será muy fácil hacer imitaciones.

—No nos arriesgaremos a que las modistillas de aquí pregunten el porqué. Me los harán en París.

—Pero… Perdone mi insistencia, monsieur Barrabás. Los bromistas estarán totalmente fuera de lugar. Se trata de una solemne procesión religiosa.

—En ese caso no intervendremos cuando cruce la plaza por primera vez. Pero tras dos horas de caminata, los participantes acogerán de buena gana un poco de diversión. Actuaremos al finalizar la procesión, cuando ésta vuelva a pasar frente al campanario. Yo seré Tijl Uilenspiegel y usted será Lamme Goedzak.

París, 17 de abril

—Disfraces, oui, puedo comprenderlo —dijo el sacerdote hablando por teléfono—. Pero ¿cáscaras de huevo…?

Roma, 18 de abril

—Cáscaras de huevo en camino —dijo el hombre de ropas rojas, con curiosidad, mientras decodificaba el telegrama de su sobrino—. Llenas de… ¿tintas de colores?

Brujas, 7 de mayo

La gran campana del Triunfo del campanario retumbó de modo portentoso y las trompetas resonaron con estruendo en la torrecilla más elevada del edificio.

Un cura de abultados carrillos, situado en el balcón del segundo piso de la Capilla de la Santa Sangre, alzó el relicario y entonó una plegaria «por la paz y unidad de la Iglesia, por Su Santidad el Papa, por el clero de la Santa Iglesia Católica y Romana, por los hombres de todas las condiciones, por nuestro gracioso soberano, el rey Balduino, por los catecúmenos, por los enfermos y afligidos, por herejes y cismáticos, por judíos y paganos…» Luego entregó el relicario a las rugosas manos del arzobispo, ayudó a éste a pasarse la cadena en torno al cuello… y así se inició la edición número ochocientos veintinueve de la procesión de la Santa Sangre.

El inicio fue plácido. La mayoría de los participantes aguardaron en el lugar que les correspondía mientras los contingentes de cabeza se separaban lentamente y salían de la fachada de la capilla, bordeando la esquina de la calle que conducía a la Grand Place. Los trompeteros hicieron sonar sus instrumentos y los tambores redoblaron con sumo vigor. La brisa de mayo provocó ondulaciones y restallidos de las banderas. Los miembros de los coros cantaron con tal dulzura que sus voces apenas se oyeron entre el estridente sonido de las gaitas.

La plaza había sido despejada por completo, tanto del tráfico en movimiento como de las inmóviles falanges de automóviles aparcados. Los fotógrafos y operadores de televisión, procedentes de todos los medios de difusión de Bélgica (y otros países), se movieron, saltaron y se acuclillaron en torno a la procesión, tomando las obligadas fotos con el campanario como fondo escénico. Y después todos se precipitaron hacia sus coches y unidades móviles, situados en calles laterales, para tratar de entregar sus artículos y comentarios antes del límite de tiempo fijado… dejando así de lado el inesperado «aspecto de interés humano» que se manifestó a continuación.

Los fotógrafos aficionados y los turistas actuaron de un modo muy distinto. Aguardaron, apretujados en sus puestos, para disparar sus cámaras de nuevo cuando la procesión volvió a la plaza dos horas más tarde, moviéndose con bastante más lentitud y tocando una música mucho menos exuberante. Cuando la litera del arzobispo se movió majestuosamente de arriba abajo frente a la escalera de entrada al campanario, hubo una sacudida entre la multitud que se encontraba en el lado opuesto de la plaza. Una de las gaitas de la procesión emitió un sonido más extraño de lo normal en tanto que la cabeza del gaitero hizo un movimiento brusco y adquirió de repente un color azul brillante.

Dos hombres, una difusa masa de electrizantes y caprichosos colores verdes y rojos, saltaron por encima de la barrera de caballetes que delimitaba la ruta de la procesión. Sus manos describieron frenéticos movimientos al coger las granadas de cáscara de huevo que llevaban colgadas al hombro en un saco y lanzarlas en todas direcciones. Hubo consternación entre los miembros de la procesión que, para esta ocasión, no iban vestidos con ropas inservibles, sino con trajes que imitaban modas antiguas y habían costado mucho dinero y sacrificio, o con vestimentas cuidadosamente guardadas y remendadas una otra vez, quizá durante siglos. Los participantes rompieron filas, los espectadores empezaron a arremolinarse en el lugar y la Grand Place se llenó de chillidos, gritos y maldiciones irreligiosas. Muchos de los presentes no vieron lo que sucedió a continuación.

De los ocho caballeros hospitalarios que llevaban la litera del arzobispo, los dos que estaban detrás y a ambos lados de la silla extendieron el brazo y soltaron las espigas de madera, especialmente retalladas, de las varas que sostenían el asiento. Dependiendo sólo de las dos espigas delanteras, el trono cayó hacia atrás. Las piernas del anciano volaron por el aire, igual que su mitra. Cualquier hombre forzado de repente a dar una voltereta hacia atrás extenderá sus manos en busca de apoyo adicional, aunque se trate de un arzobispo que, además, está asegurado por un cinturón. El arzobispo había estado sosteniendo en alto la Santa Sangre. Cuando la soltó para aferrarse a los brazos de su sillón, el relicario pareció quedar suspendido en el aire por un momento antes de que cayera. La cadena se desprendió del cuello y cabeza del religioso.

El cilindro y su cadena fueron a parar a los adoquines que estaban justo debajo de los hinchados ojos del arzobispo, colocado cabeza abajo como estaba, con un tintineo que quizá sólo oyera él. Según declaró posteriormente, el arzobispo juró haber oído un segundo sonido de metal rebotando en la piedra, más fuerte que el primero y acompañado de un centelleo, mientras el sagrado objeto desaparecía repentinamente de su vista y se deslizaba entre los pies de la multitud.

—Pero los habitantes de Brujas son buenos y devotos —manifestó a los periodistas que se apresuraron a regresar al centro de la ciudad—. En cualquier otra parte, un vándalo podría haber cogido con toda facilidad la Santa Sangre y quedársela como, Dios nos guarde, un recuerdo. Pero cuando los caballeros, con abundantes excusas, me ayudaron a bajar con mucho cuidado y enderezaron mi silla, un honrado ciudadano se acercó a mí, sosteniendo con todo respeto la Santa Reliquia y devolviéndomela intacta. Y ahora… —Su voz temblorosa adoptó un tono severo— …sólo me queda aguardar la noticia de que esos dos sacrílegos camorristas han sido detenidos. La policía de Brujas me asegura que la detención se efectuará de un momento a otro.

Vuelo Alitalia 401, Roma-Munich, 10 de mayo

—Esto ha costado ya el rescate de un rey —refunfuñó el hombre que vestía un traje normal de color gris oscuro, en lugar de su habitual atavío púrpura. Dio una palmada al maletín que descansaba en su regazo—. Y ahora… ahora hemos de comprometernos a un enorme gasto adicional.

—¿Y si El Mayor está en lo cierto? —preguntó el hombre del asiento contiguo, vestido en esta ocasión con un traje normal de color verdeazulado—. ¿Y si todo esto ha sido instigado de un modo divino? Conocido el desenlace, ¿no pensaría que esto vale la pena? —apretó con más fuerza su bolsa de viaje cuando el avión entró en un bache de aire.

—Ni puedo ni quiero criticar la decisión del Mayor —dijo su acompañante—. Pero considérelo de esta forma: existen más de treinta Clavos Santos que todavía se conservan como reliquias. Si todos ellos fueran auténticos, Nuestro Señor crucificado se habría parecido a uno de esos cuadros de San Sebastián que describen al santo como un puerco espín. Otro ejemplo: piense en la Santa Cruz. En iglesias y relicarios de todo el mundo hay ahora suficientes fragmentos de la cruz auténtica para construir otra arca de Noé.

—Tenemos nuestras órdenes —expuso el hombre que acostumbraba vestir de rojo—. Y nuestra fe.

Munich, Alemania Occidental, 11 de mayo

El despacho del doctor en el Mandlstrasse estaba amueblado de una forma austera, quizá deliberadamente, para exhibir mejor la vista de su ventana panorámica al inmenso parque del Englischer Garten. En el escritorio del doctor sólo había una pluma, un cuaderno y un cuadrado de vidrio cilindrado, incomprensible, pequeño y curiosamente pintarrajeado con tinta negra brillante.

Es ist hier —dijo el hombre del traje verdeazulado. Abrió su bolsa de viaje, sacó la vasija de cristal con tapas de oro (de las que se había quitado la cadena) y la puso en el escritorio.

Ohne Zweifel —repuso fríamente el doctor.

Ojeó la mancha que había dentro del vidrio. La conversación prosiguió en alemán.

—Confiamos en que será una… eh… una muestra suficiente para que usted trabaje con ella —dijo el hombre de traje gris oscuro, al tiempo que señalaba la reliquia.

Ja, en un solo corpúsculo hay multitud de células. Una sola gota de sangre puede permitir hacer bastantes experimentos como para ocupar el resto de mi vida. Ahora… herr Schmidt, herr Braun —expuso, acompañando sus palabras con leves inclinaciones de cabeza—, nuestra correspondencia ha sido abundante, pero vamos a asegurarnos de que las dos partes nos entendemos perfectamente. Afirman ustedes que su… eh… amigo murió prematuramente, antes de que terminara un importante trabajo en que estaba comprometido. Desean que ese trabajo prosiga. Por mi parte, no puedo prometer nada. La tecnología involucrada se halla todavía en fase embriónica. Puedo intentarlo y dedicar a ello todo mi tiempo y energías, pero no puedo empezar a estimar el costo.

Herr Braun, el hombre del traje gris oscuro, abrió su maletín. Sacó de uno en uno varios fajos de billetes, sujetos con tiras de papel, y fue apilándolos en el escritorio.

—Aquí tiene un millón de marcos alemanes para empezar —dijo.

—Un buen anticipo —admitió el doctor—. Pero sólo eso, un anticipo. Por otra parte, es prácticamente lo que cuesta un microscopio de exploración electrónica. No pueden imaginarse el material y personal que necesitaré para este trabajo.

Herr Braun añadió otra pila de fajos de dinero.

—Dos millones de marcos alemanes —anunció—. Pensamos que era una imprudencia viajar con más dinero en metálico. Pero si quiere más, sólo tiene que pedirlo. Atenderemos todas sus peticiones. Los fondos que están a su disposición son, y serán, ilimitados.

—¿Ilimitados? —El doctor, hasta entonces imperturbablemente frío, pareció impresionarse—. ¿Puedo confiar en ello?

—Absolutamente. Comprendemos que usted no puede garantizar el éxito, pero tenemos fe… Es decir, nuestros superiores confían en sus credenciales y no escatimarán los medios requeridos. Su capital es ilimitado.

—¿Puedo preguntar, mein Herren, si representan a una de las grandes compañías multinacionales? ¿O tal vez a una familia real?

—Podríamos contestar que sí a cualquier pregunta, herr Doktor —replicó herr Schmidt, tras soltar una risita—, y sus conjeturas seguirían estando muy alejadas de la verdad. La única condición especificada es que se observe un total anonimato y secreto.

—¿Puedo saber el nombre del fallecido, como mínimo?

—No es apropiado —contestó herr Schmidt, negando también con la cabeza.

—Perfecto. N/A. —El doctor tomó una nota—. Pero hay ciertos detalles en el historial del caso que realmente debería conocer. Sé que el individuo era varón. ¿Cuál era su edad al fallecer?

—Creemos que treinta y tres años. Con un posible error de dos años en más o en menos.

—Bastante exacto. ¿Y la fecha de la defunción?

—N/A —contestó herr Braun.

Ach, vamos. Comprendo la necesidad del anonimato, pero…

—No murió recientemente —dijo herr Braun—, y eso nos preocupa. O me preocupa a mí, en cualquier caso. —Miró de reojo a Schmidt—. Por esa mancha de sangre, herr Doktor, puede deducir que no hemos venido aquí directamente desde el lecho mortuorio de nuestro amigo. Puesto que murió hace algún tiempo, ¿no deberían haber muerto también todas esas células?

—Morir es una palabra propia de un profano y muy imprecisa… —empezó a decir el doctor en tono didáctico.

—Una excelente forma de exponerlo —murmuró Schmidt. Extendió las manos, con los dedos separados, y sonrió benignamente. El doctor le miró con curiosidad y prosiguió su explicación.

—No es preciso que cite las numerosas ocasiones en que la vida humana ha sido prolongada por medio de prótesis después de que uno o varios órganos vitales hayan muerto, utilizando su expresión. Sin embargo, por lo que respecta al caso que nos ocupa, debo decir, simplemente, que las células de esta mancha de sangre no necesitan guardar todavía calor y movilidad. Considérenlas como tarjetas de programación de una computadora. No importa su antigüedad o grado de desecación. Cada una de ellas sigue conteniendo «bits» de información genética. Todas y cada una, implantadas en un óvulo vivo y fértil, provocarán en ese óvulo un proceso de mitosis, división celular o, en pocas palabras, crecimiento. Y dicho crecimiento será programado por los «bits» de información de las células implantadas. Todo, desde el color de los ojos al coeficiente de inteligencia. Hablo, como es lógico, de un experimento que logre un éxito ideal. Hasta la fecha, estos éxitos sólo han sido obtenidos en los órdenes animales inferiores, aún no en el hombre.

—Usted mencionó que ya había obtenido algunos progresos limitados —dijo herr Braun—. De otro modo no estaríamos aquí.

—Les mostraré el resultado de un experimento —anunció el doctor.

Apretó un botón situado bajo su escritorio. Una enfermera entró en el despacho, conduciendo ante ella a un muchacho. El niño se acercó tímidamente al escritorio y los tres hombres.

—Sólo para demostrar que no se trata de un Doppelgänger[1] —dijo el doctor. Deslizó el extraño bloque de vidrio y su libreta hacia el muchacho y ordenó bruscamente—: El pulgar, Hansel.

El niño alzó su mano derecha, lenta y deliberadamente, apretó su pulgar en la tinta del vidrio y luego en la página abierta de la libreta. El doctor hizo lo mismo y a continuación acercó la libreta a sus clientes. Los Herren Schmidt y Braun se inclinaron sobre las dos huellas dactilares y ajustaron sus lentes trifocales. Desde luego, una huella era más grande que la otra, pero no hacía falta ser un experto, ni siquiera disponer de una lupa, para comprobar que las curvas y espirales de ambas huellas eran idénticas.

—Sorprendente —musitó Braun. Contempló atentamente el rostro del niño, luego el del doctor y añadió—: Misterioso. El parecido.

Ja —intervino el doctor—. Partí de una sola célula tomada de la membrana mucosa del interior de mi labio.

—Y sin embargo… —empezó a decir Schmidt—. Y sin embargo… hay algo en su aspecto que es sutilmente incorrecto.

—Sí, por desgracia —admitió el doctor. Ordenó a la enfermera que llevara a Hans a su habitación. Cuando los dos salieron continuó diciendo—: Habrán notado el sesgo de los ojos, las orejas, extrañamente pequeñas, y otras distorsiones menores, aunque notables, en su réplica de mis rasgos físicos. Los médicos lo denominan síndrome de Down, y vulgarmente se conoce con el nombre de mongolismo. El chico es un idiota mongoloide. Ahora tiene seis años, pero su mente es la de un niño de tres. Cuando su inteligencia alcance el nivel de los seis años, Hans tendrá cerca de diecinueve… si es que no ha muerto. Los mongólicos rara vez llegan a los veinte años.

Los visitantes quedaron silenciosos, bastante impresionados por el pronóstico clínicamente insensible del doctor.

—Mis colegas científicos opinan que mis logros hasta la fecha son trascendentales —prosiguió el doctor—. Para ustedes resultan inservibles e insuficientes. Su amigo dejó inacabado su trabajo al morir a los treinta y tres años de edad. Ustedes querrán que él viva hasta superar un poco, al menos, esa edad. Y un idiota, tenga los años que tenga, apenas les será de utilidad. —Extendió las manos—. Es obvio que aún debemos recorrer un largo camino para perfeccionar la programación, por así decirlo. ¿Hace falta que aclare, mein Herren, que ninguno de ustedes dos vivirá para ver la culminación, sea cual fuere?

—Eso carece de importancia —murmuró Schmidt—. Nuestros superiores presenciarán el resultado. Y los términos del contrato sobrevivirán a nuestra muerte. Usted es libre para experimentar a su gusto, tendrá todo el dinero que precise y no se le impondrá límite de tiempo.

Sehr gut. Y ustedes serán tenidos al corriente de todo progreso, por mínimo que sea, a través de esa dirección de conveniencia. —El doctor cogió la reliquia y examinó con indiferencia el complejo grabado áureo—. Como ya les he informado, el experimento se inicia, literalmente, en una probeta. Cuando se logra la mitosis, si es que se logra, se procede al trasplante a la matriz de la madre-huésped. Por cuestiones de seguridad prefiero una multípara, es decir, una mujer que ha dado a luz a un niño como mínimo. —Sus ojos grises centellearon con frialdad—. A menos que sus superiores insistan en que utilice una mujer virgen cuando llegue ese momento afortunado.

Vuelo Lufthansa 312, Munich-Roma, 12 de mayo

—Sigo estando intranquilo —admitió herr Braun a herr Schmidt—. Esas páginas redescubiertas del Códex Sinaíticus afirman que José de Arimatea embotelló y conservó realmente una gota de la sangre de Jesús. Eso es seguro. Pero yo sugiero que José no tenía a mano una bonita vasija de cristal y que no derrochó oro para adornarla. Y ese recipiente estuvo en Jerusalén más de un milenio antes de que fuera entregado al cruzado de Brujas. Luego, durante sus ocho siglos en Brujas, ha estado en peligro muy a menudo. Oculta en las paredes de rústicas casas de campo durante dos guerras mundiales. ¿Quién sabe cuántas veces ha estado así con anterioridad? En el transcurso de casi dos mil años han existido innumerables oportunidades para que fuera robada, para que se perdiera o rompiera… y fuera sustituida por otra vasija. O también, la Santa Sangre original pudo haberse evaporado, o perder el color hasta quedar reducida a nada, hace mucho tiempo, y haber sido remplazada por una gota distinta. ¡Dios mío! ¡Suponga que el doctor está trabajando con la sangre de alguna nulidad de Jerusalén, un criminal ejecutado, una bruja medieval! ¡Suponga que sea sangre de un animal! ¡Suponga que sea algo así como jugo de remolacha!

—Suponga que no lo sea —replicó herr Schmidt, escueta y serenamente.